1. CONVERSO CON SAMOS

Era bastante hermosa.

Estaba arrodillada frente a mí, cerca de la mesita de la cual, con las piernas cruzadas, me encontraba sentado junto a Samos, el amo de la casa. Empezaba la noche en Puerto Kar, y había cenado con Samos, el primer capitán del consejo de capitanes de la ciudad. La sala, donde se encontraba el gran mapa de mosaicos, estaba iluminada con antorchas.

La esclava arrodillada había servido la cena. Le eché una mirada. Llevaba una túnica de tela de reps corta que dejaba ver sus muslos, el collar de acero cerrado, y la típica marca de Kajira de Gor.

—¿Los amos desean algo más de Linda? —preguntó la chica.

—No —dijo Samos.

Puso su pequeña mano sobre la mesa, cerca de él, como si quisiera que le acariciara.

—No —dijo Samos.

Se alejó con la cabeza gacha. La recordaba de hacía algunos meses cuando la vi por primera vez, luciendo únicamente un collar de hierro, en el que se notaban los golpes del martillo para darle la forma curva del cuello. Fue la chica que trajo a casa de Samos el mensaje inscrito en una cinta de pelo enrollada en la punta de la lanza, y en el cual Zarendargar, o Media-Oreja, un general de guerra de los kurii, me invitaba al «Confín del Mundo». Mi sospecha de que se trataba del Polo del hemisferio norte había resuelto ser cierta. Conocí a Media-Oreja allí, en un amplio complejo nórdico. Un enorme depósito de armas y gasolina destinadas a la proyectada invasión por los kurii de la Contratierra. Es posible que Media-Oreja muriera durante la destrucción del complejo. Su cuerpo, sin embargo, no fue encontrado.

Samos la miró desde arriba. Había servido bien durante la cena, con elegancia, sin hacerse notar, como una esclava devota.

—Lleva las cosas a la cocina.

—Sí, Amo.

—He oído decir al maestro de cadenas que has aprendido a bailar muy bien la danza del suelo.

Las pequeñas copas se movieron en la bandeja.

—Me alegra que Krobus lo piense así.

La danza del suelo se suele llevar a cabo sobre baldosas rojas en presencia del amo, que finge no verla. La chica baila sobre la espalda, el estomago y los costados. Normalmente su cuello se encuentra encadenado al aro de esclava. La danza significa el ansia, el desespero, de una esclava hambrienta de amor. En la danza, la chica se mueve y se retuerce de deseo, como si estuviera totalmente sola, como si sólo ella supiera su deseo. Luego el amo hace como si la descubriera y ella intenta esconder el tormento y la impotencia de su deseo. Después y al no haber podido suprimir el deseo, guarda su orgullo y muestra su tortura abiertamente, para provocar su piedad y conseguir su caricia.

—Las últimas cinco veces que has realizado esta danza, Krobus me ha dicho que no ha podido evitar violarte.

Ella bajo la cabeza con una sonrisa.

—Después de que te encierren en la perrera —dijo Samos— pide una jarra con agua caliente, aceites y una toalla. Báñate y perfúmate. Puede que te lleve a mi habitación más tarde. Soy más difícil de complacer que Krobus.

—Sí, Amo —dijo encantada. Y dando media vuelta salió corriendo hacia su habitación.

—Creo, Samos —le dije— que te has encaprichado de una terrícola rubia.

Samos me miró enfadado. Luego gruñó.

—Es la primera chica por la que siento algo diferente —dijo—. Es interesante. Es una sensación extraña.

—Sé fuerte, Samos —sonreí.

—Lo seré —respondió.

No dudé de sus palabras. Samos era uno de los hombres más rudos de Gor. La chica rubia se había topado con un amo fuerte, que no se comprometería.

—Pero dejemos de hablar de esclavos —dije— de chicas que nos sirven de diversión o entretenimiento y pasemos a las cosas serias, las cosas de los hombres.

—Pues hay poco que decir de los asuntos de los mundos —dijo Samos.

—Los kurii están tranquilos.

—Sí.

—No es usual que me invites a tu casa para decirme que no tienes que informarme de nada —dije.

—¿Crees que eres el único goreano que trabaja a veces para los reyes sacerdotes? —preguntó Samos.

—Supongo que no. ¿Por qué?

—Dime que sabes del Cartius.

—Es una importante corriente de agua subecuatorial —dije—. Trascurre de oeste a Noroeste. Entra en los bosques de lluvias y desemboca en el lago Ushindi, que es desaguado por los ríos Kamba y Nyoka. El Kamba va directamente al Thassa. El Nyoka llega al puerto de Schendi y se desvía entonces a Thassa. —Schendi era un puerto libre ecuatorial, muy conocido en Gor. También es el puerto donde habita la Liga de los Tratantes Negros.

—Hubo un momento en el que se pensó que el Cartius era un afluente del Vosk.

—Es lo que me enseñaron.

—Ahora sabemos que el Thassa Cartius y el Cartius subecuatorial no son el mismo río.

—Ha sido explicado y mostrado mediante mapas —dije—, que el Cartius subecuatorial no sólo desemboca en el lago Ushindi, sino que vuelve a aparecer más al norte, atravesando las tierras bajas occidentales para juntarse con el Vosk en Turmus. —Turmus era el último gran puerto del Vosk antes de los pantanos prácticamente infranqueables del delta.

—Los cálculos llevados a cabo por el geógrafo negro, Ramani, de la isla de Anango, sugieren que dadas las inclinaciones apreciadas, los dos ríos no pueden ser el mismo. Su alumno, Shaba, fue el primer hombre civilizado que circunnavegó el lago Ushindi. Descubrió que el Cartius, como ya se sabía, entra en el lago Ushindi, pero que sólo dos ríos salen del lago, el Kamba y el Nyoka. La fuente actual del afluente del Vosk, ahora llamado el Thassa Cartius. Como bien sabes, fue encontrada hace cinco años por el explorador Ramus de Tabor, quien con una pequeña expedición, durante nueve meses luchó y comerció con las tribus ribereñas, más allá de las seis cataratas, y hasta las tierras altas de Ven. El Thassa Cartius, con sus propios afluentes, riega las tierras altas y las llanuras descendientes.

—Hace cerca de un año que lo sé. ¿Por qué me lo cuentas ahora?

—Ignoramos tantas cosas —musitó Samos.

Me encogí de hombros. Gran parte de Gor era «Tierra Ignota». Pocos conocían bien las tierras del este de las zonas de Voltai y Thantis, por ejemplo; o lo que se encontraba al oeste de las lejanas islas, cerca de Cos y Tyros. Aún era más irritante, desde luego, darse cuenta que incluso grandes extensiones sobre el cauce del Vosk, y al oeste de Art, eran desconocidas.

—Había buenas razones para imaginar que el Cartius entraba en el Vosk vía el lago Ushindi —dije.

—Ya sé —dijo Samos—. La tradición y las direcciones de las corrientes de los ríos. ¿Quién hubiera entendido, en las ciudades, que no eran el mismo río?

—Los bosques de lluvia cerraban el paso al verdadero Cartius a la mayoría de las personas civilizadas del sur y el comercio tendía a confinarse a las poblaciones de las orillas de la parte sur del lago Ushindi. Entonces era conveniente, por razones comerciales, utilizar tanto el Kamba como el Nyoka para llegar a Thassa.

—Ello explica la necesidad de encontrar un paso hacia el norte desde Ushindi —dijo Samos.

—Sobre todo después que se supo de las hostilidades entre las tribus ribereñas del que ahora llaman Thassa Cartius.

—Sí.

—Pero seguramente, antes de la expedición de Shaba, otros habrán buscado la salida del Cartius desde Ushindi.

—Parece probable que se lo impidieran las tribus ribereñas del norte de Ushindi —repuso Samos.

—¿Y entonces, porque lo logró la expedición de Shaba? —pregunté.

—¿Has oído hablar de Bila Huruma?

—Algo.

—Es un Ubar negro —explicó Samos—. Sangriento y brillante. Un hombre de visión y poder, que ha unido los seis ubares de las orillas sureñas del Ushindi, las ha unido con el cuchillo y la flecha de la lanza, y ha extendido su hegemonía a las orillas del norte, donde exige el pago de tributo, colmillos de kailiauk y mujeres, a la confederación de los cien pueblos. Las nueve barcas de Shaba pusieron en sus mástiles los escudos con penachos de los oficiales de Bila Huruma.

—Ello garantiza su protección.

—Fueron atacados varias veces, pero sobrevivieron. Pienso que es cierto, de todas maneras, que si no hubiera sido por la autoridad de Bila Huruma, Ubar de Ushindi, no hubieran podido terminar su trabajo.

—La hegemonía de Bila Huruma sobre las orillas del norte, por lo tanto, es sustancial pero incompleta.

—Sin duda la hegemonía es mal aceptada, como parece confirmarlo el hecho que algunos ataques tuvieron lugar durante la expedición de Shaba.

—Debe ser un hombre valiente —dije.

—Se llevó seis de sus barcas y la mayoría de sus hombres.

—Me resulta extraño que un hombre como Bila Huruma esté interesado en apoyar una expedición geográfica.

—Quería encontrar el paso del noroeste desde Ushindi. Podría significar una considerable cantidad de posibles nuevos mercados, el aumento del comercio, el descubrimiento de un importante camino comercial para las mercancías del norte y los productos del sur.

—Y permitiría evitar asimismo, los peligros del transporte naval de Thassa, y aportaría también un camino para la conquista de nuevos territorios.

—Sí, piensas como un guerrero.

—Pero el trabajo de Shaba demuestra que este pasaje no existe.

—Sí, ésta es una consecuencia de su expedición. Pero seguramente has oído hablar de los posteriores descubrimientos de Shaba.

—Hacia el oeste del lago Ushindi —dije— hay terrenos encharcados, pantanos y ciénagas, y gran parte de esta agua llega al lago. Con un equipo naval resistente y limitándose a cuarenta hombres, y abandonándolo temporalmente todo menos dos botes, dos meses más tarde. Shaba llegó a la orilla occidental de lo que ahora conocemos como el lago Ngao.

—Sí.

—Es prácticamente tan grande como el Ushindi, si no más.

Imaginé que habría sido un gran momento para Shaba y sus hombres, cuando avanzando penosamente con cuerdas y machetes, cavando y agujereando, llegaron con las dos barcas a la gran extensión de agua del lago Ngao. Luego volvieron extenuados a las barcas y los hombres que les esperaban en la orilla oriental del Ushindi.

—Shaba continuó entonces la circunnavegación del lago Ushindi —dijo Samos— y por primera vez trazó cuidadosamente, sobre la carta marina, la entrada al verdadero Cartius subecuatorial, en el Ushindi. Siguió entonces hacia el oeste hasta llegar a los seis ubares y el centro de las tierras de Bila Huruma. Al año siguiente montó otra expedición con once barcas y mil hombres, una expedición que fue financiada por Bila Huruma, para explorar el lago Ngao y circunnavegarlo como si hubiera sido el Ushindi. Y allí descubrió que el lago Ngao era alimentado por un solo gran río, un río capaz de competir incluso con el Vosk en amplitud y caudal, un río llamado Ua.

—Es imposible franquearlo —dije— debido a sus numerosas cascadas y cataratas.

—La cantidad de obstáculos, la posibilidad de porteo, los posibles caminos, los posibles canales paralelos, no son conocidos.

—El propio Shaba, con sus hombres y sus botes, sólo siguió el río algunos cientos de pasos más y tuvieron que volver porque encontraron cascadas y cataratas.

—Las cascadas y cataratas de Bila Huruma, tal como él mismo las llamaba.

—El tamaño de sus barcas hacía que el transporte fuera difícil o imposible.

—No fueron construidas para ello —dijo Samos—. El peso del equipaje, la jungla, la hostilidad que apareció entre las tribus del interior, hizo aconsejable una retirada.

—Entonces la expedición de Shaba volvió al lago Ngao, completó la circunnavegación y luego retornó, vía los pantanos, al lago Ushindi y los seis ubares.

—Sí —dijo Samos.

—Un hombre notable —dije.

—Seguramente uno de los mejores geógrafos y exploradores de Gor y un hombre muy respetado.

—¿Respetado?

—Shaba es un agente de los Reyes Sacerdotes.

—¿Por qué me explicas todo esto?

—Ven conmigo —dijo Samos, levantándose.

Salimos de la habitación. Atravesamos varias salas, y luego descendimos las rampas y las escaleras. Las estrechas paredes estaban húmedas. Seguimos bajando, varios niveles, a veces por pasarelas montadas sobre jaulas cuyos ocupantes nos miraban asustados. En un largo pasillo vimos dos chicas desnudas a cuatro patas, con cepillos y agua, que rascaban las piedras del suelo del pasillo. Un guardia, con un látigo, se encontraba frente a ellas. Se tiraron sobre el estomago cuando pasamos, para volver luego a ponerse de rodillas y acabar su trabajo. Las celdas estaban normalmente silenciosas a esta hora, porque era la hora de dormir.

Seguimos bajando varios niveles. El olor y la humedad, siempre desagradable en los niveles más bajos de las celdas, eran ya molestos. Aquí y allá flameaban las lámparas y las antorchas. Ello reducía la humedad.

Pronto nos encontramos en el nivel inferior de las celdas, en un área de máxima seguridad. Había hilos de agua en las paredes y en algunos lugares, agua entre las piedras del suelo.

Un urt se deslizaba entre dos piedras de la pared.

Samos se paró ante una pesada puerta de hierro. Se abrió una ventanilla. Samos pronunció la seña de aquella noche y le dieron la contraseña. Se abrió la puerta. Detrás se encontraban dos guardias. Paramos ante la octava celda de la derecha. Samos hizo una señal hacia los dos guardias, y éstos se acercaron rápidamente. A un lado se veían algunas cuerdas y ganchos, y grandes trozos de carne.

—No hables en el interior —me dijo Samos.

Me entregó una capucha con agujeros para los ojos.

—¿Los prisioneros conocen esta casa y sus hombres? —pregunté.

—No.

Me puse la capucha, Samos y los dos hombres también lo hicieron. Abrieron entonces la ventanilla de la puerta de hierro y después de mirar, abrieron la puerta. Ésta lo hacía hacia dentro. Esperé a Samos. Entonces, los dos guardias, mediante dos cadenas que se encontraban sobre la puerta, hicieron bajar un pesado puente de madera sobre el agua. La habitación en la que entramos tenía agua hasta el nivel de la puerta. Era lúgubre y oscura. Intentaba no pisar el moho del agua. El puente, aguantado por las cuatro cadenas, descansaba sobre el agua. A cada lado del puente había cadenas sobre el agua. Oí pequeños chillidos y movimientos contra el metal de las cadenas, que parecía provenir de muchos cuerpos diminutos.

Samos se quedó junto a la puerta con una antorcha. Los dos guardias salieron por el puente levadizo. Éste tenía unos seis metros de largo. La celda inundada era circular, y de unos quince metros de diámetro. En el centro de la celda se encontraba un poste de madera, recubierto de hierro, y que sobresalía poco más de un metro por encima del nivel del agua. El poste descansaba sobre una delgada plataforma redonda de madera recubierta de metal, por encima del agua.

Uno de los guardias entró con un largo palo de madera que introdujo en el agua. La profundidad debía ser de unos dos metros y medio. El otro guardia lanzó un gran trozo de carne en un gancho atado a una cuerda. Al instante hubo un movimiento en el líquido enmohecido. Noté una salpicadura en mis piernas. Entonces el guarda levanto la cuerda. Ya no había carne. Pequeños tharlariones parecidos a los de las ciénagas de los bosques del sur de Ar, saltaron del gancho con los últimos trozos de carne.

La chica que estaba en la plataforma, desnuda, arrodillada, con el collar atado y el poste al que se agarraba con las manos entre sus piernas, echó atrás la cabeza y empezó a chillar.

Nos miró lastimosamente, parpadeando tras la antorcha.

Los diminutos ojos de los tharlariones la miraban y ella se agarró aún más al poste y nos contempló con los ojos llenos de lágrimas.

—Por favor, por favor, por favor.

Hablaba en inglés. Era como Linda, la chica rubia de Samos, aunque un poco más delgada. Tenía buenos tobillos, le quedarían bien las cadenas. No estaba marcada. Samos hizo signo de marchar. Le precedí en el puente. Los guardias, que nos seguían, levantaron el puente y cerraron la puerta con llave y la ventanilla.

Samos fuera, devolvió la antorcha a su anilla. Nos quitamos las capuchas. Le seguí al piso superior, pasamos las celdas y llegamos a una sala.

—¿Por qué me has enseñado a la chica de la celda? —pregunté.

—¿Cuánto crees que darían por ella?

—Yo diría que unos cinco tarskos de cobre, en un mercado de cuarta clase, y algo más en un grupo de venta. Es guapa, pero no demasiado, no como algunas esclavas. Es obviamente ignorante y sin formación. Tiene buenos tobillos.

—Habla el inglés de la Tierra, ¿verdad?

—Por lo visto —dije—. ¿Quieres que la interrogue?

—No.

—¿Habla goreano?

—Sólo algunas palabras.

—La cuestión parece bastante clara. Es una simple prostituta traída por los esclavos kur a Gor.

—Teniendo en cuenta que apenas habla goreano, tu suposición es inteligente —dijo Samos— pero resulta ser incorrecta.

—¿Cómo la conseguiste? —pregunté.

—Por casualidad. ¿Has oído hablar del Capitán Bejar?

—Claro —dije—. Es miembro del Consejo. Estaba con nosotros el 25 Se’Kara.

—En un ataque naval, Bejar se apoderó de un barco de Cos —dijo Samos.

Cos y Tyros eran aliados peligrosos. Cos era una isla gobernada por Chendar y Tyros estaba gobernado por el insensible Lurius. Ambos estaban en guerra con Puerto Kar. Sin embargo, durante algunos años no había habido combates importantes. Cos había estado ocupado, en estos años luchando para aumentar su poder en el Vosk, su cuenca y los valles tributarios adyacentes. Los productos y mercados de esta área eran importantes para el comercio, y aunque la mayoría de los pueblos a orillas del río eran estados libres, poco podían ignorar el poder de Cos y el de su mayor enemigo en estos territorios, la ciudad de Ar. Cos y Ar competían por conseguir tratados con estas ciudades, controlar el tráfico y dominar el comercio del río para su propio beneficio. Ar había desarrollado una flota de barcos fluviales y éstos, a menudo, peleaban con los barcos rivales de Cos, que estaban normalmente construidos en Cos, transportados al continente y llevados por tierra hasta el río. El delta del Vosk, una vasta marisma de miles de pasangs cuadrados, donde el río se perdía en el mar, estaba cerrado a la navegación por cuestiones prácticas.

—El combate fue duro —dijo Samos— pero Bejar obtuvo como premio el barco, su tripulación y el cargamento.

—Ya entiendo, la chica era una esclava, parte del cargamento del barco que cayó en manos de Bejar.

Samos sonrió.

—No era un barco de esclavos —dijo.

Me encogí de hombros.

—Es curioso, no tiene el muslo marcado. ¿De quién era el collar que llevaba? —pregunté.

—No llevaba collar.

—No lo entiendo. —Me sentía totalmente desconcertado.

—Vestía como una mujer libre y estaba entre los pasajeros.

—¿Estaban en orden sus documentos de viaje? —pregunté.

—Sí.

—¿Por qué viajaría en un barco de Cos una terráquea que apenas conoce el goreano, que no está marcada y además es libre?

—Creo que los Otros, los kurii, tienen algo que ver en todo esto —dijo Samos.

—Puede ser —reflexioné.

—Bejar me lo hizo saber, pues él conoce mi interés por estos casos. La encapuché y la traje desde sus celdas.

—Es un misterio muy interesante —dije—. ¿Estás seguro de que no quieres que la interrogue en su propio idioma?

—Sí, por lo menos de momento.

—Como quieras.

—Siéntate. —Señaló la mesa en la que habíamos cenado.

Me senté a la mesa con las piernas cruzadas y él lo hizo frente a mí.

—¿Reconoces esto? —preguntó. Buscó entre su túnica y de un estuche de piel sacó un gran anillo, demasiado grande para el dedo de un hombre, y lo puso sobre la mesa.

—Claro —dije— es el anillo que conseguí en el Tahari, el anillo que proyecta el campo de desviación de la luz y convierte al que lo lleva en invisible.

—¿Estás seguro? —preguntó Samos.

Miré el anillo y lo tomé. Era pesado. De oro. Con una placa de plata. En la parte exterior, opuesto al engaste, había un dispositivo circular ahuecado. Cuando un kur llevaba el anillo en uno de sus dedos de su garra izquierda y giraba el engaste hacia dentro, el dispositivo quedaba expuesto. Entonces, con un dedo de su garra derecha podía presionarlo. Una presión sobre el dispositivo del anillo activaba el campo. Una segunda presión, lo desactivaba. Dentro de la capa de protección invisible el espectro podía desplazarse y era posible ver, aunque a través de una tamizada luz rojiza.

Había entregado el anillo a Samos hacía mucho tiempo, poco después de volver del Tahari, para que lo enviara a analizar al Sardar. Pensé que podía ser de utilidad para los agentes de los Reyes Sacerdotes. Me asombraba que los kurii no lo utilizaran con más frecuencia. No había vuelto a saber nada del anillo.

—¿Estás completamente seguro de que éste es el anillo que me diste para enviar al Sardar?

—No —lo examiné atentamente—, no lo es. El anillo Tahari tenía una diminuta rascadura en la esquina de la placa plata.

—Nunca creí que lo fuera —dijo Samos.

—Si es un anillo invisible somos muy afortunados en poseerlo.

—¿Crees que confiarían un anillo así a un agente humano?

—Difícilmente —respondí.

—Yo creo que este anillo no aplica el campo de invisibilidad —dijo Samos.

—Entiendo. —Lo deposité en la mesa.

—Deja que te explique la historia de los cinco anillos —dijo Samos—. Recibí esta información hace poco del Sardar y está basada en un secreto que tiene ya miles de años. Lo desveló, en su delirio, un comandante kur y ha sido confirmado por documentos encontrados en restos de batallas cuyas fechas más recientes son de hace cuatrocientos años. Hace mucho tiempo, más de cuarenta mil años quizás, los kurii poseían una tecnología mucho más avanzada de la que ahora poseen. La tecnología que les convierte en tan peligrosos y avanzados, no es más que un remanente de una tecnología que prácticamente pereció durante sus mortíferas batallas, aquellas que culminaron con la destrucción de su mundo. Los anillos invisibles fueron invención de un científico kur al que nos referiremos con fonemas humanos y llamaremos Prasdak de los Acantilados de Karrash. Era muy hábil y cauteloso y antes de morir destruyó sus planos y documentos. Dejó, sin embargo, cinco anillos. Durante el saqueo de su ciudad, que ocurrió aproximadamente dos años después de su muerte, los anillos fueron encontrados.

—¿Qué ocurrió con los anillos?

—Dos fueron destruidos en el curso de la historia kur. Otro se perdió durante algún tiempo en el planeta Tierra. Hace unos tres o cuatrocientos años un hombre llamado Gyges se lo arrebató a un comandante kur asesinándole. Gyges era un pastor que utilizó su poder para usurpar el trono de Lydia, un país que por aquel entonces existía en la Tierra.

Asentí. Lydia, recordé, cayó en poder de los persas seiscientos años antes de Cristo, según cronología de la Tierra. Esto, por supuesto, sucedió mucho después de la época de Gyges.

—Lydia me recuerda el nombre del puerto fluvial situado a la boca del Laurius —dijo Samos.

—Sí —el nombre de ese puerto era Lydius.

—Quizás haya alguna relación —aventuró Samos.

—Quizás sí, o quizás no.

—Los kurii volvieron a por el anillo —dijo Samos—. Gyges fue asesinado y poco después, por alguna razón desconocida, el anillo fue destruido en una explosión.

—Interesante.

—Sólo quedan dos anillos.

—Uno es sin duda, el anillo del Tahari.

—Sin duda —afirmó Samos.

Miré el anillo que estaba sobre la mesa.

—¿Crees que éste es el quinto anillo? —pregunté.

—No. Creo que el quinto anillo es demasiado valioso como para sacarlo del mundo de acero y arriesgarlo en Gor.

—Quizás ahora han aprendido a hacer duplicados de los anillos —aventuré.

—No lo creo, por dos razones. Primero, si se pudiera hacer un duplicado de los anillos seguramente lo habrían hecho antes de la gran pérdida de su tecnología y su retiro a los mundos de acero. Y, en segundo lugar, la cautelosa naturaleza del inventor de los anillos, Prasdak de los Acantilados de Karrash.

—El secreto sin duda, pudo ser desvelado en el Sardar —dije—. ¿Qué avances han hecho con el anillo del Tahari?

—El anillo del Tahari nunca llegó al Sardar —dijo Samos—. Lo supe hace un mes.

No pude pronunciar palabra. Permanecí sentado tras la mesa, asombrado.

—¿A quién se lo confiaste?

—A uno de los agentes en quien más podíamos confiar —dijo Samos.

—¿Quién?

—Shaba, el geógrafo de Anango, el explorador del lago Ushindi, el descubridor del lago Ngao y del río Ua.

—Seguro que te tendieron una trampa —dije.

—No lo creo.

—No lo entiendo.

—Este anillo —Samos señaló el anillo que estaba sobre la mesa— fue encontrado entre las pertenencias de la chica de la celda de los tharlariones. Lo tenía ella cuando Bejar capturó el barco.

—Entonces, seguro que no es el quinto anillo —dije.

—¿Pero, qué significa todo esto, entonces? —preguntó Samos.

Me encogí de hombros.

—No lo sé.

Se acercó a un lado de la mesa donde había una caja negra plana, de las utilizadas para guardar documentos. En la tapa de la caja había un tintero y un lugar para guardar las plumas. La abrió por la parte del tintero y las superficies cóncavas para las plumas. Extrajo varios papeles doblados, cartas. Les había roto el lacre.

—También fueron encontrados estos documentos entre las pertenencias de nuestra rubia prisionera —dijo Samos.

—¿De qué se trata? —inquirí.

—Aquí hay documentos de viaje y una declaración de ciudadanía de Cos, que sin duda alguna es falsa. Y lo más importante, cartas de presentación, y cheques por valor de una fortuna, para ser cobrados en diferentes bancos en la calle de las monedas en Schendi.

—¿Para qué son las cartas de presentación? ¿A nombre de quién están extendidos los cheques?

—Una es para un hombre llamado Msaliti y la otra para Shaba.

—¿Y los cheques?

—Están a nombre de Shaba.

—Parece, entonces, que Shaba quiere entregar el anillo a los kurii, cobrar por ello y luego entregar al Sardar este anillo que tenemos ante nosotros.

—Sí —dijo Samos.

—Pero seguro que los Reyes Sacerdotes descubrirán que es falso tan pronto como presionen el dispositivo —dije.

—Eso me temo. Sospecho que al presionar el dispositivo, lo que probablemente sucederá en Sardar, se iniciará una explosión.

—Entonces, este anillo es una bomba.

Samos asintió. Fruto de sus trabajos en el Sardar y algunas conversaciones conmigo, conocía la existencia de ciertas posibilidades tecnológicas. Sin embargo él, como la mayoría de los goreanos, nunca había presenciado una explosión.

—Los Reyes Sacerdotes podrían ser asesinados —dije.

—La desconfianza y la discordia se propagarán entre los hombres y los Reyes Sacerdotes —sentenció Samos.

—Y, entretanto, los kurii poseerán el anillo y Shaba será un hombre rico.

—Así parece. El barco se dirigía a Schendi.

—¿Crees que tu prisionera sabe algo de todo esto? —pregunté.

—No. Creo que fue cuidadosamente seleccionada para transportar los cheques y el anillo. Seguro que en Schendi hay agentes kurii mucho más expertos para recibir el anillo, una vez sea entregado.

—Y Shaba está escondido. Seguro que no puedo encontrarlo simplemente viajando a Schendi.

—Quizás se pueda llegar a él a través de Msaliti.

—Es un asunto muy delicado —dije.

Samos asintió.

—Shaba es un hombre muy inteligente. Probablemente Msaliti no sepa dónde se encuentra. Debe ser Shaba quien se pone en contacto con él y no al contrario. Sería muy inoportuno que Shaba se enterara de algo porque no seguiría adelante.

—La chica es entonces, la clave para localizar a Shaba —dije— por eso no quisiste que la interrogara. Debe ignorar que ha estado en tu poder.

—Exactamente.

—Ya deben saber, o pronto lo sabrán, que el barco en que viajaba fue atacado por Bejar. No podemos liberarla y dejarla ir como si nada hubiera pasado. Nadie lo creería. Pensarían que es un cebo para encontrar a Shaba.

—Tenemos que intentar recuperar el anillo —dijo Samos—. O al menos, impedir que caiga en manos de los kurii.

—Shaba querrá sus cheques, los kurii querrán el anillo falso. Creo que él, ellos o ambos estarán muy interesados en encontrarse con nuestra querida prisionera.

—Estoy de acuerdo. Ya deben saber que Bejar la capturó. Cuando las demás mujeres capturadas sean expuestas al público, la expondremos a ella también. Será una esclava más a la venta.

—Asistiré a su venta disfrazado y me enteraré de quién la compra —propuse.

—De acuerdo —dijo Samos.

Me dio el anillo, las cartas de presentación y los cheques que estaban sobre la mesa.

—Puedes necesitar esto —dijo—. En caso de que te encuentres con Shaba. Como no te conoce, podrías hacerte pasar por un agente kur y conseguir el autentico anillo con sus cheques. Podemos prevenir luego al Sardar para que intercepten a Shaba con el anillo falso y que hagan de él lo que quieran.

—Excelente. —Guardé el anillo y los documentos en mi túnica.

Nos dirigimos hacia la entrada, pero nos paramos antes de alcanzar la gran puerta.

Samos quería decir algo más.

—Capitán, no te dirijas al interior más allá de Schendi. Ése es el país de Bila Huruma.

—Creo que es un gran Ubar —dije.

—Es muy peligroso y vivimos tiempos difíciles.

—Es un hombre con visión de futuro.

—Y despiadadamente codicioso.

—Pero clarividente —le recordé—. ¿No está intentando unir el Ushindi y el Ngao con un canal a través de las marismas para poderlas desecar? —inquirí.

—Ya han empezado a realizarse algunas obras —contestó Samos.

—Eso es clarividencia y ambición.

—Ten cuidado con Bila Huruma —repitió Samos.

—Espero no tener problemas con él —dije.

—La estaca y la plataforma inferior en la que está nuestra querida prisionera es un sistema que me sugirió Bila Huruma. En el lago Ushindi, en algunas zonas frecuentadas por tharlariones hay grandes estacas. Criminales, prisioneros políticos y otros reos son llevados en barcas hasta ellas y dejados allí, aferrados. No hay plataformas bajo las estacas. Pero no tienes nada que temer si no dejas los límites de Schendi.

Estrechamos nuestras manos. La valla de las barras se abrió y esperé ante la valla exterior, la de láminas de hierro forrada de madera. Salí de la casa de Samos.

—Saludos, capitán —dijo Thurnock desde la barca.

—Saludos, Thurnock. —Subí a la barca y tomé el timón.

La barca se deslizó en la oscuridad. Nos dirigíamos hacia mi casa.