9. Ciencia ficción
Su propio golpe lo despertó.
Esa noche se había quedado hasta tarde mirando la segunda temporada de Lost y la tele estaba prendida como una marea liviana y azul. Estiró la mano y prendió el velador. Algo lo acababa de picar en el hombro y se había pegado un manotazo para matarlo. El mar estaba a un kilómetro pero era una presencia áspera en el aire, en la textura de las cosas. Del otro lado de la cama dormía Lisa, que había subido a su cuarto asustada por la invasión de arañas y alacranes en la planta baja.
Entre las sábanas, Gustavo vio al bicho que acababa de matar: un insecto con forma de cucaracha y rayas amarillas en el caparazón. Cuando era chico, en el patio de su casa jugaba a derretir soldaditos con una lupa para atrapar hormigas en pequeños charcos de plástico caliente. Lo agarró del caparazón, lo miró de cerca, lo dejó en la mesa de luz y, antes de volver a apagar el velador, se fijó la hora en su BlackBerry.
Era fines de septiembre de 2008 y en Punta del Este la vida se reducía a las siete cuadras céntricas de la avenida
Gorlero, con las confiterías para tomar café a la tarde, las librerías de saldo, algunas casas de cambio, turistas abrigados, taxis paseando lentos a la caza, el mar rodeando la ciudad como una vaga amenaza de naufragio y el pequeño universo encapsulado del hotel Conrad, con los huéspedes en trance frente a las máquinas tragamonedas, esperando tres frutas iguales como una señal, un segundo de orden en el caos.
Su chacra estaba a treinta kilómetros de la Punta, alejada de los balnearios por la ruta que bordea el mar. Habían sido unos días horribles, pero en el campo las tormentas retenían cierta belleza en su electricidad, en el mar avanzando sobre las casas vacías de José Ignacio, los árboles caídos bajo un cielo húmedo, el viento como una música filosa. Gustavo se había llevado una guitarra acústica, un pequeño teclado, un sintetizador con efectos vocales y había empezado a trabajar en algunas ideas de canciones para su nuevo disco, grabando melodías de voz en una fonética vacía, esperando que la música le sugiriera su propia semántica.
Por primera vez en su carrera tenía una idea clara de la trama general que atravesaría al disco antes de empezar. El regreso de Soda Stereo había sido un viaje en el tiempo a sus años de estrella de rock durante la explosión continental de la sodamanía a mediados de los ochenta y quería recrear en las canciones esa sensación de extrañamiento y familiaridad frente a algo, que el disco funcionara como un viaje en distintas dimensiones, una road movie temporal y sensorial, un viaje externo y a la vez interno, terrestre y cósmico, una confusión con sentido, un espejismo de folk, blues y psicodelia con información del futuro.
Después de terminar de mudarse a una nueva casa en Vicente López, más cerca de Benito y Lisa y de Unísono, empezó a trabajar con la computadora, pero quería que el paisaje invadiera las canciones, así que viajó a Uruguay con sus hijos aprovechado la semana de vacaciones de primavera en el Florida Day School. Y la música fue creciendo e imantándose con la atmósfera de esos días, solos en el campo, viendo cómo Benito y Lisa iban y venían con sus laptops por la casa, caminando por el borde de la adolescencia con languidez y malhumor, los almuerzos en el único restaurante abierto de José Ignacio, la mitología errática de los capítulos de Lost, la picadura infectándose en su hombro y las tardes enteras encerrados en esa casa de estilo mexicano que él mismo había dibujado, en medio de la nada, mientras afuera estallaban las tormentas: una zona de confort en el ojo del huracán, como sus canciones.
En Buenos Aires la picadura le siguió molestando y empezó a preguntarse qué insecto era el que lo había picado. Una tarde en el estudio, abrió su Mac y escribió en Google una descripción de lo que se acordaba: caparazón negro, rayas amarillas, parecida a una cucaracha. La primera imagen que apareció fue la de una vinchuca: idéntica al bicho que había matado. Enseguida pensó en su abuelo materno. Eduardo Clarke había muerto cuando él tenía seis meses de un paro cardíaco mientras dormía, supuestamente a causa de un diagnóstico tardío de mal de chagas unas semanas después de atenderse en el Hospital Británico.
La trombosis había sido una señal de fragilidad de su cuerpo. Después de la internación una periodista le había preguntado si le temía a la vejez.
—Cuando lo pienso en perspectiva, sí —le contestó—. Enseguida pienso en los achaques que te pueden aparecer. La verdad es que hoy me siento mucho mejor que tiempo atrás. La vida te va ofreciendo perspectivas más amplias. Pero en cierta forma ese espíritu adolescente no cesa, y sigo en esto por la misma razón por la que empecé. El tiempo en este aspecto parece no pasar, mientras que sí transcurre en otros aspectos, y deja residuos, experiencias.
Aunque había retomado su ritmo de vida y fumaba otra vez casi dos paquetes por día, había quedo asustado. Una picadura podía alterarlo. Después de ver la foto de la vinchuca en Google, empezó a buscar información sobre los síntomas del chagas para chequear si estaba sufriendo alguno sin darse cuenta. En internet decía que la enfermedad podía tardar años en manifestarse. Los síntomas pasaban desapercibidos porque la fiebre, la diarrea y los vómitos se asocian a intoxicaciones o estados gripales. En general, leyó, la enfermedad se volvía crónica y los síntomas aparecían diez o veinte años después como problemas cardíacos, arritmias, infartos o haciendo crecer el corazón.
Después de leer todo eso, empezó a dar vueltas en su estudio nervioso, pensando que tal vez la enfermedad se estaba incubando dentro suyo de forma invisible. Entonces, decidió llamar a los caseros de su chacra para preguntarles si había vinchucas.
—No, qué vinchuca, lo que te picó es otra cosa —le contestó el casero, tranquilizándolo—. Además, si la vinchuca te pica no te das cuenta.
Gustavo pasó lo que quedaba de septiembre y octubre encerrado en Unísono. Mientras componía, dentro del estudio era un animal solitario. Podía pasar días enteros metido ahí sin ver a nadie. Durante esas semanas no tocó ningún instrumento: trabajó con la computadora a partir canciones, sampleando fragmentos y deformándolos, llevándolos hacia atmósferas enrarecidas para convertirlos en disparadores de nuevos temas, como si la música fuera un principio físico maleable, la recombinación de átomos y una energía ya existentes.
Había vuelto de Punta del Este con ideas y climas para las nuevas canciones y, además, el nombre del disco. Quería que se llamara Viento y que fuera un viaje. Ahí vamos era al mismo tiempo una arenga y una confirmación de que estaba en movimiento y tenía una dirección. Una descarga eléctrica de guitarras que había grabado después de separarse de Deborah. Viento, en cambio, contenía la noción de movimiento pero implicaba una mirada menos reflexiva y más cósmica, la aceptación contemplativa de una fuerza externa e incontrolable, una especie de religiosidad.
Estaba escuchando varios grupos de su adolescencia como Led Zeppelin y la Electric Light Orchestra, además de unos discos de Johnny Cash y un compilado con artistas emblemáticos del country que Benito y Lisa le habían comprado en Nashville durante unas vacaciones con Cecilia en las que habían ido a visitar a uno de sus tíos. En el Peugeot 206 que usaba en la ciudad, tenía puestos siempre los discos Things of the past, de Vetiver, una banda folk-rock de San Francisco con teclados vintage, efectos vocales y baterías programadas, y Raising Sand, un álbum de standards modernos de folk, blues, country, rock y rythm&blues que Robert Plant grabó en 2007 con la cantante de bluegrass Allison Krauss: el disco de un músico maduro mirando sus raíces, buscando una atemporalidad que atravesara el pasado y el presente.
Para alguien como él, que siempre había estado tratando de escuchar el futuro para decodificarlo en canciones pop de una potencia radial masiva, volver a los 70 significaba ir en busca de esa atemporalidad, de una materia o una energía que permaneciera invariable, sin envejecer.
Eran unos años de reconciliación con el pasado después de una vida entera obsesionado con el futuro. Ahí vamos significó un regreso al rock de guitarras y a la masividad. Con la vuelta de Soda Stereo había revivido sus años de estrella de rock en la segunda mitad de los 80 y reponerse le llevó casi toda la primera mitad de 2008: había necesitado purgar toda la radiación de ese viaje turístico y emocional a su juventud.
En marzo viajó a Nueva York con Pedro Aznar invitados por Roger Waters. Durante cinco días se alojaron en su mansión de Southampton y, la mañana que llegaron, Waters los recibió en bata, les preparó el desayuno y se quedaron charlando. El ex cantante de Pink Floyd los había convocado para que participaran en una canción con un seleccionado de superestrellas como Eric Clapton a beneficio de la Fundación Alas.
El final de la gira con Soda lo había dejado con una inesperada sensación de libertad combinada con una conciencia vital más concreta. Por un lado, revisitar esa época de su vida lo había forzado a mirar para atrás y tomar una dimensión más concreta del tamaño y la consistencia de su obra, del impacto que tenía todavía en varias generaciones de América Latina, la vigencia de esas canciones.
Mirar al pasado también le hizo tomar dimensión del tiempo. El año siguiente iba a cumplir cincuenta años, la mayor parte de su obra ya estaba construida y, de pronto, ya no sentía ningún tipo de obligación artística, nada que demostrar. Había inventado la primera gran banda de rock en español, le había aportado modernidad y estilo al rock latino, había grabado un disco clásico del rock nacional con Canción animal, que estaba a la altura de Clics modernos de Charly García o de Artaud de Luis Alberto Spinetta, había reconstruido su carrera por afuera de Soda explorando las posibilidades electrónicas del pop, había vuelto a las guitarras con un disco consagratorio y había reunido a Soda Stereo en una gira de estadios.
Ahora estaba volviendo a su adolescencia. Encerrado en Unísono, empezó a trabajar a partir de pedazos de canciones de artistas como Ney Matogrosso, Todd Rundgren y Yes. Una de las primeras cosas que hizo fue samplear un fragmento de una canción de Billy Bond y La Pesada del Rock and Roll y en el Live, el programa que usaba para componer las canciones, construyó el demo brumoso de una canción que llamó “He visto a Lucy” y a la que tiñó de un clima de psicodelia beatle.
Para otra a la que le puso “Cactus”, buscó en su computadora las grabaciones de unos bombos legüeros que le habían quedado de las grabaciones de Domingo Cura para Siempre es hoy y empezó a samplearlas en el Live. El track se desplegaba como un paisaje luminoso y en calma sobre el que de pronto empieza a desencadenarse una transformación, el big bang de una tormenta, y dentro de ese clima el bombo suena como un latido de oscuridad debajo de la tierra, como algo ancestral.
Durante esos días de encierro y exploración en los que todavía nada tenía una forma definida, cada tanto llamaba a Taverna para invitarlo al estudio y mostrarle por dónde iba la búsqueda. Al principio, Gustavo se quedaba al lado, tratando de leer en los gestos de su amigo qué efectos causaban las canciones, pero a Taverna le resultaba insoportable escuchar con Gustavo examinándolo, así que terminaron adoptando la rutina de que pusiera play y lo dejara solo en el estudio.
Con el paso de las semanas, las canciones fueron cristalizándose en la computadora, adoptando su forma final en la pantalla del Live. En menos de dos meses, hacia finales de octubre, los sampleos y las programaciones ya eran un disco nuevo. Cuando Taverna volvió a pasar por Unísono a escuchar los demos terminados, le dijo:
—Está buenísimo, ponele la voz y sacalo.
Unos días después, también llamó a Zuker para mostrarle el nuevo material y el DJ le dijo lo mismo que Taverna.
—¿Para qué vas a armar un grupo si ya está buenísimo así?
Pero Gustavo quería grabar el disco con una banda para potenciar el espíritu acústico de las canciones y lograr que la atmósfera psicodélica fuera lo más orgánica posible. Al primero que llamó fue a Richard Coleman y, después de mostrarle el material nuevo, le pidió que lo ayudara con algunas letras.
—Bueno, dale. ¿Y de qué vamos a hablar esta vez? —le preguntó Coleman—. Porque parece que los dos andamos muy felices.
A diferencia de los días de Ahí vamos, en los que estaban recién separados, esta vez atravesaban una temporada de calma y armonía: Richard acababa de ser padre y, el último verano, después de terminar la gira de regreso de Soda, Gustavo había conocido a la actriz Leonora Balcarce y rápidamente se habían convertido en un matrimonio: vivían juntos y era una relación que lo estabilizaba.
—Es un disco psicodélico —le contestó—, busquemos por ese lado.
Antes de que se fuera, le dio una hoja con una lista de palabras que quería usar en las canciones y el demo con la música y las melodías de voz para que se llevara a su casa.
Coleman, por su parte, le propuso hacer una investigación más profunda de la poética de las canciones psicodélicas de fines de los sesenta y comienzos de los setenta para impregnar las canciones de ese tipo de imágenes, esa sensibilidad, y se puso a traducir canciones de Jimi Hendrix, Syd Barrett, Pink Floyd y poetas malditos para ver cómo estaban construidas y entender cómo funcionaba ese género de canciones.
Mientras su amigo hacía ese trabajo, Gustavo convocó a Leandro Fresco, Fernando Nalé, Fernando Samalea y sumó a la formación al guitarrista Gonzalo Córdoba. Lo había visto tocar en los 90 con Suárez, un grupo precursor de la escena indie de Buenos Aires que explotó en los 2000, y se habían cruzado en la sala de Córdoba en Chacarita durante unos ensayos para la presentación del disco Mar de Leo García en 2001, pero Gustavo se había decidido a llamarlo después de escuchar el trabajo que había hecho con las texturas de las guitarras acústicas de un disco de Hana, un álbum pop pero con cierta oscuridad folk, como la que Cerati estaba buscando para su nuevo disco.
A fines de octubre, cuando ya tenía casi todos los demos de los temas nuevos terminados, lo recibió una tarde en su estudio y le mostró las canciones nuevas. Todo estaba tejido con loops y samples, pero con una meticulosidad que lo dejó impresionado. Esta tarde, Córdoba se fue de Unísono con un CD-R con las pistas nuevas y la misión de traducir todo eso a partituras para convertir los demos en canciones que pudieran ser tocadas por una banda. Se pasó las siguientes semanas calcando en una hoja las armonías y los ensambles que Gustavo había hecho en la computadora, escribiendo cómo había que tocar las guitarras, cuántas guitarras había, tratando de entender de qué estaban hechas esas canciones.
A comienzos de noviembre, Gustavo citó por primera vez a todos los músicos que había convocado para el proyecto en Unísono y sumó a su amiga Anita Álvarez de Toledo para los coros. Aunque le costaba empezar y solía dilatar los preparativos durante meses, una vez que las sesiones arrancaban Gustavo sólo vivía para eso. A la semana, ya estaban ensayando todos los días y, cuando la banda se terminó de acoplar, empezaron a grabar las bases.
Las jornadas de grabación empezaban después de las tres de la tarde y se extendían hasta la madrugada, con interrupciones mínimas para pedir unas pizzas o comida china al delivery y jugar al FIFA 2008 en la Xbox sentados en los sillones negros del living.
Esos días olían a nag champa, un incienso de la India que Gustavo quemaba compulsivamente y, en el pizarrón del estudio, los tracks tenían protonombres alucinados como “Aquablues”, “Alba”, “Dilón”, “Diska”, “Orbis” y “ZZ Pop”. La búsqueda del sonido fue obsesiva: colgaron telas y alfombras para eliminar frecuencias o rebotes, buscaron las zonas más apropiadas para ubicar los instrumentos, moviendo y golpeando los tambores de la batería para medir su resonancia. En un momento llegó a haber once baterías en el estudio, desde una de los años 50 hasta unos platillos prestados por Charly Alberti. Pero sus ambiciones rítmicas para el disco eran todavía más grandes y, en diciembre, viajó a Nueva York para grabar en los Philip Glass Studios unas baterías con Sterling Campbell, ex miembro de Duran Duran y colaborador de David Bowie.
Cuando volvió, estuvo unos pocos días en Buenos Aires y, antes de Navidad, se fue por dos meses a su chacra de José Ignacio. Había programado pasar enero con Leonora y febrero con Benito y Lisa. En Uruguay, Gustavo alternaba descanso, vida social, eventos y fiestas, pero ese verano estuvo bastante concentrado en el disco. Varias mañanas, cuando se despertaban, encontraban bollitos de papel tirados por toda la casa, con frases que Gustavo había escrito y descartado.
La noche de Año Nuevo la pasaron en la chacra con Leonora, Oscar Roho y Leandro Fresco, que se alojaron en los cuartos de los chicos en la planta baja. Después de comer y brindar en el deck, todos salieron a una fiesta menos Gustavo, que se quedó escribiendo letras para las canciones.
Otra noche fueron a la fiesta de la marca de telefonía Personal en el restaurante La Huella, en José Ignacio, porque habían contratado a Leandro para pasar música. Aunque las grabaciones habían quedado en stand by, la banda seguía en contacto. Córdoba estaba veraneando en una casita familiar en un campo cerca de Maldonado, en las afueras de Punta, y esa noche quedaron en encontrarse en La Huella.
A Córdoba la temporada y las fiestas de Punta del Este nunca le habían atraído demasiado y casi todo el verano se la había pasado más en contacto con el cantautor Adrián Paoletti, una pequeña leyenda de culto de Monte Grande, como él, que siempre alquilaba la misma casa en Piriápolis, a media hora de Maldonado. Así que llamó a Paoletti y esa noche se encontraron todos en La Huella.
Cuando Córdoba los presentó, Gustavo lo miró y le dijo:
—¿Cómo se llamaba tu banda? Copiloto Pilato, ¿no?
Paoletti había formado Copiloto Pilato en 1987 y se había convertido en un grupo de culto de la zona sur de Buenos Aires a comienzos de los 90, después de editar un cassette llamado Cuatro canciones y el álbum La misma tierra. Paoletti le contó que habían mandado un disco para el casting de bandas convocado antes de las presentaciones de Dynamo en Obras, pero no habían quedado seleccionados. Después, se pusieron a hablar del disco en el que Gustavo estaba componiendo, su viaje a Nueva York, el trabajo con las guitarras acústicas.
—Todavía me faltan las letras —contó Gustavo—, es lo que me da más fiaca.
—¿Por qué no le pedís a Adrián que te ayude? —le dijo Córdoba.
—Ah, sí, tenés razón —le respondió Gustavo y después lo miró a Paoletti—. ¿Te animás a ayudarme?
Paoletti se volvió esa noche a Piriápolis con un CD-R con los diecinueve demos del disco nuevo de Gustavo. Como en la casita frente al mar que alquilaba todos los veranos no había equipo de música, y el único lugar que tenía para escuchar los demos era el stereo de su auto, se pasó la siguiente semana encerrado ocho horas por día en su Ford Fiesta, pasando una y otra vez los temas, con un bloc de hojas y una birome, escribiendo palabras para esas canciones.
Al fin de semana siguiente, le mandó un mensaje desde su teléfono a Córdoba: “Hola Gonza, avisale a Gustavo que ya tengo las letras para nueve temas”.
El domingo, Gustavo los invitó a su chacra a la tarde a tomar algo y ver las letras de Paoletti.
—Estuviste inspirado, eh —le dijo Gustavo cuando llegaron.
Mientras atardecía en la laguna, se sentaron en la alfombra del living a escuchar música y fumar marihuana. Gustavo puso en el equipo el primer disco solista de David Lebón, que había grabado en 1973 con Charly García, Pappo, Claudio Gabis y varios músicos de La Pesada del Rock and Roll, y les contó que había sido una de sus grandes influencias para el disco que estaba componiendo. Después se pusieron a leer las letras que Paoletti había llevado escritas en el bloc y a cantarlas juntos encima de la música.
Cuando leyó la que había escrito para una canción que tenía el nombre provisorio de “Simple ballad”, abrió los ojos asombrado.
—Uh, esperá —le dijo levantándose.
En la canción, Paoletti había escrito sobre un hipocampo y Gustavo volvió con uno en la palma de la mano.
—Mirá, Adrián, lo encontré el otro día caminando entre las rocas en una playa de José Ignacio.
En febrero, sus hijos llegaron a Uruguay para pasar todo el mes con Gustavo y durante esas semanas aprovechó para profundizar la dupla compositiva que había germinado en Ahí vamos con Benito, que acababa de cumplir quince años.
La forma que encontraron de trabajar ese verano fue ir dejándose un cuaderno con letras para que el otro avanzara o las corrigiera. Entre Paoletti encerrado en su Ford Fiesta frente a la playa de Piriápolis, las letras de Hendrix y Pink Floyd que Coleman traducía al castellano en Buenos Aires y ese ida y vuelta con Benito fueron naciendo las primeras versiones.
En una de las letras que habían ido escribiendo y reescribiendo con Benito para una canción que hasta entonces se llamaba “Hyatt” apareció, de pronto, la expresión “fuerza natural” y pareció encajar perfecto con el concepto del disco.
Todo terminó de cuajar unas noches después, cuando haciendo zapping en la cama, Gustavo vio en un canal de cable Special, una película indie sobre un inspector de tránsito retraído y casi sin amigos, que pasa sus días refugiado en las historias de superhéroes de los cómics y decide someterse como voluntario a un ensayo clínico para probar una nueva fórmula de antidepresivos. De pronto descubre que, además de sentirse menos triste, experimenta otros efectos secundarios inesperados: superpoderes para levitar, telepatía y la capacidad de atravesar paredes.
En una escena de la película, mientras el protagonista almuerza al sol en el banco de madera de una plaza vestido con el uniforme color caqui de su trabajo, la voz en off de su conciencia justifica que a los 35 años todavía sea fanático de los cómics.
—Un verdadero superhéroe es como una fuerza de la naturaleza —se dice a sí mismo en un momento.
Después mira la hora y saca la medicación de uno de los bolsillos del abrigo, abre el frasco y toma una pastilla. Nunca queda del todo claro si el protagonista experimenta realmente esos superpoderes o si son simplemente alucinaciones provocadas por los medicamentos.
Viendo esa película, se convenció de que Fuerza natural tenía que ser el título del disco y que el jinete enmascarado del verso que había escrito Paoletti tenía que ser el superhéroe de la tapa.
Gustavo volvió a Buenos Aires con las letras terminadas, algunas modificaciones en la cabeza para las partes musicales de las canciones y un nuevo tema inspirado en la numerología al que le puso “Bela”.
Las grabaciones recomenzaron en abril y el primer track sobre el que trabajaron fue “Sal”, un down-tempo con una letra basada en algo que había escrito Paoletti y que Gustavo había terminado de adaptar, que hablaba sobre el faro de José Ignacio, el lugar donde se habían encontrado: “Un compás de luz el faro dibujó en el mar/ con un beso azul la espuma se convierte en sal/ Sirenas e hipocampos con su canto nos encantarán”.
Ese primer día en Unísono sobregrabaron unos tones para hacerlos sonar como timbales sinfónicos y, rápidamente, las cosas cobraron velocidad. Al poco tiempo, estaban grabando de lunes a lunes y muchas veces terminaban al amanecer.
Después de un par de semanas dedicadas a grabar las bases de batería, a mediados de abril empezaron con las guitarras, los teclados y los bajos. Cerati quería que las guitarras sonaran pesadas pero sin usar distorsión, de una forma artesanal, a partir del tramado de arreglos, cargando los arpegios y usando tiempos irregulares sobre regulares para conseguir un sonido psico-country.
Córdoba había traducido los samples y loops a líneas de guitarras y era el momento de grabarlas. El primer día, Gustavo lo llevó al depósito, le mostró todas las guitarras y empezaron a ver, entusiasmados, cuáles podían usar: tenían a su disposición más de veinte modelos y una cantidad avasallante de pedales y amplificadores. Para Córdoba era como estar en Disney.
En las sesiones Gustavo mantenía un nivel de concentración sobrehumano. El día que grabó la introducción de “Fuerza natural”, el track que abría el disco, pasó ocho horas probando guitarras y la mejor forma de tocar esa intro, de pulsar las cuerdas, hasta que quedó conforme.
Para “Convoy”, un tema con una percusión mínima y una melodía de voz brumosa, le pidió a Córdoba que tocara la guitarra principal, una línea bien limpia y arpegiada. Después de grabar tres tomas que ya tenía ensayadas, Córdoba pensó que había sido suficiente, pero ese fue solo el comienzo. En el control del estudio, Gustavo permaneció varias horas escuchando cada compás, acomodando en la computadora cada nota que estuviera mínimamente corrida.
Córdoba se quedó parado detrás, maravillado. En un momento, Gustavo se dio vuelta, lo miró y sonrió.
—Disculpame, es que me encanta la perfección.