5. Cuero, piel y metal
Cuando tocaron el timbre, Charly estaba tirado en la cama con una chica. El cuarto era completamente blanco, un búnker futurista decorado con algunos detalles negros y minimalistas recién traídos del primer mundo. Había un gran televisor que estaba siempre prendido, empotrado en la pared frente a una cama de dos plazas. Apoyado en unas de las mesas de luz había un teléfono inalámbrico. A un costado, un escritorio con una computadora último modelo y unos parlantes con un audio que envolvía el ambiente como si fuera el corazón de una tormenta. El baño era de mármol negro. Parecía el refugio de un yuppie hedonista, un pequeño magnate sudamericano fascinado por la leyenda química y excéntrica de Howard Hughes. En la bandeja, estaba sonando “El loco de la calle”, una canción del grupo de pop español El Último de la Fila con una batería electrónica que a Charly le encantaba. Desde la planta baja, llegó la voz de Dolly, su madre, avisándole que era Gustavo.
—Quedate acá —le dijo Charly a su amiga, mientras bajaba la escalera caracol.
Se habían conocido el verano anterior en Pinamar, en los camarines de un show de Soda Stereo en el parador LaBianca.Después de pasar la tarde en la playa, se volvieron a ver en Buenos Aires y ella empezó a ir muchas tardes a tomar mate a su casa con él y Dolly, una de esas madres que adoptaba a los amigos de sus hijos como propios. La chica se llamaba Paola Antonucci, tenía dieciocho años, el pelo teñido de colorado, rasgos delicados y ojos penetrantes. Acababa de rendir en una temporada dos años enteros de la facultad de Bellas Artes para irse a estudiar a la escuela de arte de la galería degli Ufizzi, en Italia.
Era fines de noviembre de 1988 y Laura, la hermana menor de Gustavo, se casaba ese fin de semana. En Soda, Charly era el que volvía de todos los viajes con cámaras de fotos, teléfonos y computadora nuevas, así que Gustavo había ido a pedirle una filmadora.
Cuando Paola escuchó la voz de Gustavo en el hall de la casa, no pudo resistirse y también bajó. Mientras esperaba que Charly encontrara la filmadora, levantó la mirada, la vio aparecer por la escalera y todo perdió realidad algunos segundos. Fue exactamente igual a cuando había visto a Noelle hacía tres años en Pinamar, exactamente igual a cuando estaba en un salón del hotel Crowne Plaza de Santiago de Chile contestando preguntas en una conferencia de prensa y había visto a Cecilia Amenábar: unos segundos de conexión en los que los dos entendieron todo.
Aunque se tenía que ir rápido, esa noche Gustavo se quedó a comer en lo de Charly y estuvieron charlando hasta las tres de la mañana en la cocina. En las entrevistas y en los shows Gustavo siempre estaba al frente y era el que más hablaba, pero en la intimidad Charly era el más extrovertido. Gustavo tenía un aire reservado, una especie de drama en la mirada que dejó completamente cautivada a Paola. Dolly lo notó enseguida y vio que Gustavo también parecía hipnotizado con la amiga de Charly. Durante la comida, cada vez que él le hablaba, le pateaba la pierna a la amiga de su hijo por debajo de la mesa con complicidad.
Después de esa noche, Paola hizo todo lo posible para volver a verlo. Aunque vivía en La Plata, a sesenta kilómetros de Buenos Aires, convenció a sus amigas de que la acompañaran varias veces hasta la sala que Soda alquilaba en Belgrano R para ver si se lo cruzaban y en esas excursiones le empezó a dejar chocolates en el parabrisas del auto. Los fines de semana iba a bailar a Freedom y Fire, los boliches a los que sabía que él iba, y pasaba tardes enteras en la casa de Charly, tomando mate con Dolly, con la esperanza de que Gustavo tocara el timbre. Hasta que una noche estaba en su casa a punto de irse a dormir y sonó el teléfono.
—Por fin, todo este tiempo te estuve buscando —escuchó que le decía Gustavo del otro lado de la línea.
—¡Hola! ¿Cómo conseguiste el teléfono? —le preguntó.
—Uf, no sabés a todos los plomos que tuve que sobornar.
Dentro del grupo, la rivalidad entre Gustavo y Charly era cada vez más grande y sabía que pedirle el teléfono de su amiga no era buena idea.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Gustavo.
—Estoy acá, en casa. Mis viejos se fueron a Europa de vacaciones.
—Voy para allá.
Gustavo estaba en lo de sus padres en Villa Ortúzar y, después de cortar, se subió a su Renault 11 blanco, manejó hasta La Plata y una hora más tarde le estaba tocando el timbre con una botella de vino tinto y un ramo de rosas. Era la segunda vez que se veían, pero fue como si dos viejos amantes se estuvieran reencontrando después de la guerra.
Cuando se despertaron a la mañana siguiente, Gustavo le dijo que no quería perderla, que no se fuera a Italia. Cuando volvieran sus padres, quería conocerlos y pedirles permiso para llevarla de gira.
A la tarde, Gustavo tenía ensayo. Soda iba a tocar en un festival por los cinco años de la democracia en la Avenida de la 9 de Julio organizado por el gobierno de Raúl Alfonsín y en enero empezaban una gira por el interior del país. Dos meses antes de las giras, la rutina de trabajo del grupo se volvía frenética: ensayaban de lunes a domingo desde las tres de la tarde hasta bien entrada la noche y, cuando faltaban dos semanas, tocaban el show completo dos veces por día en la sala y preparaban un set de luces especial para generar un clima.
Mientras tocaban, a Charly le pareció reconocer el olor que tenía Gustavo en la ropa. Los padres de Paola siempre le traían de sus vacaciones un frasco de Giorgio Beverly Hills, un perfume que en Buenos Aires no se conseguía y que a él le encantaba.
—Vos andás con Paola, ¿no? —le preguntó en un descanso.
—No, nada que ver, ¿por?
—Tenés su perfume en tu ropa y acá nadie más lo usa.
Gustavo no supo qué responderle.
Para la segunda cita, Gustavo le grabó un mixtape con “Tunnel of Love” de Bruce Springsteen, “Lips like sugar” de Echo & The Bunnymen, “Bête Noire” de Bryan Ferry y otras canciones que no paraba de escuchar en ese momento. Desde entonces, cada vez que se veían escuchaban ese cassette.
Cuando los padres de Paola volvieron de sus vacaciones, como había hecho con Noelle después de conocerla, Gustavo fue a la casa de La Plata a pedirles la mano de su hija.
El 21 de diciembre de 1989, Federico Moura murió en su departamento de San Telmo y, de alguna forma, fue como si esa noche, mientras sonaban los teléfonos con la noticia, los 80 se hubieran terminado. El año anterior Virus había grabado Superficies de placer, su disco más sofisticado y maduro, y después de la gira de presentación en mayo el cantante se había retirado de los escenarios silenciosamente. En la Argentina todavía no se sabía casi nada sobre el sida; para muchos era una maldición bíblica que sólo se contagiaban los homosexuales. El cantante de Virus se convirtió en el primer personaje público en morir por esa enfermedad. Tenía 37 años.
Soda Stereo había atravesado la década compartiendo escenarios en los sótanos de Buenos Aires con Sumo, Virus y Los Abuelos de la Nada. De pronto, ninguno de los líderes de esas tres bandas quedaba vivo. Miguel Abuelo había muerto en mayo y en diciembre del año anterior habían encontrado el cuerpo frío de Luca Prodan en el cuartito del primer piso en el que vivía en una vieja casona del barrio de Montserrat: eso convertía a Soda Stereo en el grupo que había conquistado y sobrevivido a los 80.
El día que Federico Moura fue enterrado en el cementerio de Chacarita de Buenos Aires, el diario Página 12 publicó un obituario firmado por la periodista Gabriela Borgna que dio cuenta de la discreción que el círculo íntimo del grupo había tenido para hablar de su enfermedad y que a la vez sonaba como un manifiesto de época: “Nos unimos en una conspiración de silencio, y quizá también de esperanza en un milagro de esos que rara vez se producen. Nos unió la solidaridad hacia alguien que respetábamos profundamente, y la conciencia de que, según parece, serán muy pocos los de nuestra generación que logren morirse de viejos”.
Virus dio un show en memoria de Federico Moura en el boliche La Casona cuatro días más tarde, con su hermano Marcelo tomando el rol de cantante. Gustavo, Zeta y Charly subieron como invitados para tocar “Wadu wadu”, el primer hit del grupo platense lanzado en 1982 y que sintetizaba el espíritu de diversión, baile y pérdida de la solemnidad que Soda había buscado en las canciones de su disco debut dos años más tarde. Esa noche, Gustavo invitó a Paola al show y en los camarines del boliche le presentó a Belén. Aunque se acababan de separar, ella seguía yendo a sus shows; el divorcio había retrotraído la relación al estado de amistad que tenían antes de casarse y parecían sentirse más cómodos así.
Soda Stereo terminó el año con el show más convocante de su carrera en un festival sobre la Avenida 9 de Julio en el que también tocaron grandes artistas del rock nacional como Luis Alberto Spinetta, Fito Páez y Ratones Paranoicos. A lo largo de la tarde, la avenida se fue llenando de gente y, cuando Gustavo, Zeta y Charly salieron al escenario ya de noche, ahí abajo había más de 150 mil personas esperándolos.
Gustavo empezó el show sintiéndose aturdido. Las formas eléctricas de sus canciones parecían demasiado frágiles para enfrentar a esa multitud. Recién logró calmarse después de un par de temas, cuando estaba tocando el riff de guitarra inicial de “En la ciudad de la furia”, se dio vuelta y vio a su padre sonriendo a un costado del escenario. Mientras Zeta empujaba una línea de bajo palpitante, Gustavo comenzó a absorber la energía de toda esa gente que había ido a verlos y pudo convertirse en el superhéroe alado de la canción. Metido en la piel del personaje que había inventado dibujando historietas a los siete años, de pronto todo entró en una sincronía perfecta con ese himno para una ciudad desvelada y rota por la inflación, los saqueos, los levantamientos carapintadas y un gobierno que perdía el control de las cosas.
En el verano de 1989, Soda salió otra vez a la ruta. Fue una odisea de dos meses y medio que cubrió la Argentina de norte a sur con un despliegue monumental. El trío se había transformado en un convoy de setenta personas que viajaban a bordo de dos micros de gira y varios camiones que transportaban instrumentos, equipos y escenografías para el montaje de dos escenarios.
Doble vida significaba la conquista definitiva de México, consagrándolos como las máximas estrellas de rock al sur del río Bravo, pero artísticamente también era un álbum de transición que los empujaba hacia una nueva etapa. La convivencia en la ruta y la vida de estrella de rock habían resultado una fantasía destructiva. El matrimonio de Gustavo con Belén se había desintegrado y, más allá del crecimiento del grupo, su evolución artística puertas adentro estaba alterando la polaridad del trío: en el final de la década, su amistad telepática con Zeta y la hermandad conflictiva con Charly se redefinían.
El grupo necesitaba reinventarse y la forma que encontraron de cerrar ese capítulo fue romper el contrato con Alberto Ohanian al volver a Buenos Aires, armar su propia agencia, comprar la sala donde ya ensayaban, a la que bautizaron Supersónico, y tomarse vacaciones por primera vez para reordenar sus vidas. Gustavo se instaló durante una temporada en la casa de sus padres y volvió a dormir en el cuarto de su infancia: era una forma de buscar refugio, de apoyar la cabeza en la almohada donde todo había empezado y asimilar los últimos años de explosión continental. A la noche, antes de dormir, acostado en su cama de siempre, el mundo parecía volver a ser el mismo que en su adolescencia: el escritorio con unos estantes llenos de libros, el sticker de la Universidad del Salvador pegado en el vidrio esmerilado de la ventana, el póster de The Police firmado por Sting colgado en la puerta y la mesa de luz en la que guardaba sus dibujos.
Sólo cinco años antes se habían juntado a tocar por primera vez en la casa de Charly con la idea de formar un grupo que revolucionara el rock argentino. Después de un año encerrados en la sala ensayando todos los días, en el primer show un cazatalentos les había golpeado la puerta del camarín para ofrecerles un contrato y, desde entonces, todo había cobrado una velocidad abrumadora: sus peinados llamaron la atención de toda la escena y ellos aprovecharon esa atención para demostrar el potencial de sus canciones, convirtiéndose en un fenómeno explosivo, saliendo de gira al exterior y viviendo el sueño rockero de hoteles asediados, fanáticas gritando desconsoladas, novias perdidas, drogas, shows multitudinarios, casamientos, nuevas giras y separaciones.
Gustavo tenía veintinueve años y necesitaba hibernar para cambiar de piel. Algunos días a la semana Paola empezó a quedarse a dormir. Una noche, él abrió un cajón de la mesa de luz para mostrarle sus dibujos y ella vio que guardaba la misma Enciclopedia del Mundo Animal que tenía en su casa y que conservaba como un tesoro.
La enciclopedia se convirtió en el talismán de la relación. Acurrucados en la cama, se quedaban hasta la madrugada mirando fascinados esas fotos de animales capturados en situaciones extrañas. Había fotos de serpientes enroscándose en otros animales, tres delfines saltando abrazados fuera del agua, dos leones copulando en medio de la selva.
También aprovecharon el receso para montar las oficinas de Triple Producciones en una casona de Belgrano R. Hacía tiempo que Juan José estaba involucrado en la contabilidad del grupo y, en esa transición, tomó el mando de la administración. Para el puesto de agente de prensa contrataron al periodista del diario Clarín Daniel Kon, que había cubierto la gira internacional de Soda durante todo 1988 y se había hecho amigo de ellos.
Por esos días, Charly García salió de una internación forzosa para desintoxicarse y se empezó a reunir con Pedro Aznar para a grabar una secuela de Tango, el álbum que habían grabado en 1986. En una de esas reuniones, se les ocurrió invitarlo a Gustavo y, pronto, esas zapadas se convirtieron en el nacimiento de un trío de estrellas del rock nacional. Varias madrugadas se juntaron a tocar temas de los Beatles en el departamento de Charly en Coronel Díaz y Santa Fe, en Palermo, y grabaron unas sesiones en Supersónico, pero hacer coincidir las agendas de los tres resultaba demasiado complicado y Charly estaba cada vez más inestable. De esas sesiones surgieron algunas canciones que finalmente cada uno usó en sus propios proyectos. Para Gustavo esas zapadas significaron además el reconocimiento de dos artistas legendarios y el comienzo de la reconciliación con su propia educación musical en la adolescencia. Soda Stereo era un fenómeno extraño dentro del rock argentino: un grupo que siempre había mirado hacia afuera, nutriéndose de la vanguardia y la modernidad del rock inglés sin prestarle atención a la tradición local.
Después de una temporada amniótica en la casa de Villa Ortúzar, Gustavo empezó a buscar un lugar para mudarse. Quería comprar un departamento que fuera especial, como el de la cúpula al que se había mudado con Noelle. Paola lo acompañaba en las recorridas por las inmobiliarias y él le decía que quería un lugar que tuviera una escalera caracol para que se repitiera la escena de la primera vez que la había visto y, además, correrla por la casa.
En una de esas recorridas, le mostraron un departamento en la avenida Figueroa Alcorta y Basabilvaso, en Núñez, a cinco cuadras de la casa de los padres de Charly. Era un segundo piso de paredes forradas con telas en distintos tonos de grises, piso de cerámica, columnas en el living y un techo de madera recubierto con paneles de gamuza color crema. Antes había vivido el diseñador Martín Churba. Tenía un gran balcón sobre la avenida y las puertas de la cocina, los cuartos y los baños eran de vidrio esmerilado. Además, había un cuarto insonorizado con paneles de gomaespuma donde podía montar su estudio casero.
Se mudó a fines de mayo y al poco tiempo Paola se instaló con él. Todo empezaba a estabilizarse. Soda se volvió a reunir tras varios meses de dispersión y, como una forma de oxigenar la dinámica del grupo, renovaron a los músicos que los acompañaban. Ficharon a Tweety González en teclados, a Andrea Álvarez en percusión y a Gonzo Palacios en saxo.
Algunos días por semana volvieron a ensayar en la sala y todos se acoplaron con una naturalidad inesperada. Gustavo había empezado a cobrar una presencia intimidante para los nuevos integrantes, nadie quería caerle mal. Era el que marcaba el ritmo de los ensayos y las zapadas; todos esperaban sus indicaciones para empezar a tocar.
Una tarde, Andrea Álvarez pensó que Gustavo no había llegado y se puso a tocar un tumbao con las congas para entrar en calor. Pero estaba en el control y, al escucharla, atraído por el ritmo, se sentó en el piso con su guitarra y empezó a seguirla, tocando medio en broma una línea melódica que parodiaba a “Guantanamera”. Tweety se sumó con sus teclados y, al final del día, tenían el boceto de una canción que se llamó “Mundo de quimeras”.
Esas nuevas sesiones funcionaron inesperadamente bien y desembocaron en la grabación de un EP que se editó a mitad de año con el tema nuevo y versiones alternativas de tres canciones de Doble vida, “Languis”, “En el borde” y “Lo que sangra (La cúpula)”. Por esos días, Zeta se casó con Silvina Mansilla, su novia histórica, en su quinta de SanFernando y, en julio, Soda Stereo viajó a Venezuela y Chile.
Durante esa gira, Gustavo se reencontró con Cecilia en Santiago. Llevaban meses sin hablar ni escribirse. Aunque la intensidad de su relación con Paola lo hipnotizaba, su historia con Cecilia no se había resuelto. Ella había terminado el colegio y estaba estudiando arquitectura mientras su carrera como modelo seguía en ascenso. Falabella y Ripley la habían contratado para sus campañas gráficas y acababa de volver de unas producciones de fotos en China y Rusia, pero seguía siendo menor para viajar a la Argentina sin que su madre le firmara el permiso. Los días que Gustavo pasó en Chile, ella mintió en su casa diciendo que se iba un fin de semana a la quinta de una amiga y se escaparon juntos a un hotel en la playa.
En septiembre, Soda se fue casi cuatro meses a tocar por Centroamérica y Los Angeles, y Gustavo se llevó a Paola con él. El tour empezó recorriendo varias ciudades del interior de México donde la efervescencia del grupo estaba en su pico más alto. Charly no le había perdonado a Paola que empezara a salir en secreto con su compañero de banda y, durante esos días arriba del micro, cruzando el desierto mexicano rumbo a ciudades y pueblos en los que no habían tocado nunca, casi no le dirigió la palabra. Gustavo llevaba un equipo portátil y musicalizó las horas de ruta con cassettes de los Beatles. Había descubierto que la psicodelia del álbum Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band se llevaba bien con las rutas del norte mexicano. Y después de todo, ellos estaban viviendo su propia fantasía beatle.
Paola cada tanto intentaba acercarse a Charly para hablar un rato, pero cuando conseguía que él se relajara, enseguida sentía la mirada fulminante de Gustavo desde unos asientos más atrás. En los hoteles de las ciudades donde paraban, los pedidos al room service siempre llegaban acompañados de una estela de fans en el pasillo de la habitación y tenían que ponerse a firmar autógrafos. Eran lugares que no estaban acostumbrados a ese tipo de acecho a sus huéspedes. En muchos pueblos Soda Stereo era la primera banda de rock en llegar a tocar y las fanáticas se infiltraban sin que nadie las frenara. Golpeaban la puerta de las habitaciones en mitad de la noche, entraban a los cuartos cuando ellos no estaban y, si Gustavo había salido y la que abría la puerta era Paola, se quedaban hablando con ella y trataban de convencerla de que les regalara algo de él: un par de medias, cualquier cosa.
Salvo por Charly, que tenía veintiséis y estaba en una etapa de salidas nocturnas compulsivas, las giras de Soda habían entrando en una fase conyugal. Gustavo, Zeta y Taverna ya rondaban los treinta y estaban comprometidos. Taverna se había puesto de novio con la vestuarista Alejandra Boquete, Zeta viajaba con su esposa y Gustavo estaba con Paola. De pronto, la vida en la ruta se había convertido en vacaciones familiares. Paola ayudaba a Alejandra con el vestuario y salían juntas a comprar camisas y maquillajes para los shows o pelucas para disfrazarlos en las ciudades donde el acoso de los fanáticos era demasiado intenso.
Durante ese tour, Gustavo no se despegó de Paola. Entre los shows se escapaban a la playa, visitaban ruinas, salían de compras y viajaron una semana solos a Tulum en una especie de luna de miel. Como la gira abarcaba varias ciudades del norte de México, en los días libres los músicos cruzaban la frontera desde Tijuana a San Diego, alquilaban un auto y se iban a Los Angeles por una o dos noches. Era como pasar a otra dimensión: de un lado de la frontera eran las máximas estrellas de rock de Latinoamérica y dormían en hoteles de lujo con fans acampando en la puerta, del otro eran turistas anónimos que llegaban a Los Angeles en el auto alquilado y se alojaban siempre en el mismo motel de 34 dólares la habitación doble, una pocilga con la alfombra hinchada de humedad y paredes descascaradas, donde dejaban sus cosas y dormían cuatro o cinco horas entre sus excursiones a disquerías, negocios de ropa y shows, antes de volver al día siguiente otra vez a su fantasía de estrellas de rock.
En esas escapadas Gustavo y Paola se dedicaron a comprar objetos para decorar el departamento nuevo. Sobre el boulevard de Venice Beach había un negocio esotérico donde compraron estrellas y planetas para colgar. Encontraron una veleta que parecía el recorrido de un meteorito en caída libre y un tensegrid, un juego de palitos de madera con tensores para armar que requería mucha concentración y trabajo para que quedara equilibrado. En una escapada a Nueva York descubrieron el local de Astros & Stars y se compraron móviles, mapamundis y constelaciones para colgar en la casa.
Entre septiembre y diciembre, Soda dio unos treinta shows por el interior de México, además de Panamá, Costa Rica, Guatemala y Honduras. El tour terminaba con dos fechas en el Hollywood Palace de Los Angeles y, la noche que llegaron a la ciudad, el guitarrista Pappo Napolitano les organizó una barbacoa de bienvenida en la casa que alquilaba en Venice Beach. Esa noche, Pappo prendió un fogón en el jardín y también invitó varios músicos negros de la escena blusera de la ciudad.
Un año antes, después de la separación de Riff y de que ninguno de sus proyectos nuevos terminara de funcionar, Pappo había ido a probar suerte a Los Angeles. El trash metal estaba empezando a ganar el mainstream y quería probarse a sí mismo como guitarrista. Aunque en Buenos Aires con Gustavo, Zeta y Charly nunca se habían cruzado demasiado y pertenecían a escenas distintas, Taverna había empezado su carrera como sonidista de Riff y Pappo lo adoraba.
Soda llenó el Hollywood Palace en su primer show y después todo el equipo fue festejar al restaurante de enfrente, en la esquina de Hollywood Boulevard y Vine. La gira había sido mágica y desgastante: tres meses de vida nómade, días de ruta a bordo de un micro por paisajes desolados de México, calor, comida picante y el ruido ambiente del acoso de los fanáticos. Aunque todos ya estaban acostumbrados a esas condiciones, para Paola era la primera vez y estaba agotada. Además, se había intoxicado con alguna comida y hacía varios días que estaba con fiebre. Después de que todos le hicieran su pedido a la moza, una de las productoras del show la acompañó hasta un drugstore a comprar un remedio. En el camino, Paola le contó que estaba con vómitos y mareos, y ella le sugirió que por las dudas también comprara un test de embarazo. Al volver se encontraron con que Jill Ali, la percusionista de Prince, había entrado al restaurante y se había sentado en la mesa de Soda. Paola aprovechó la distracción y fue al baño para hacerse el test.
Volvieron casi a la madrugada al Sheraton del Sunset Strip y, mientras todos subían a sus habitaciones, Gustavo y Paola agarraron unas mantas y se sentaron en unas reposeras en la pileta del hotel para ver el amanecer.
—Gus, estoy embarazada.
Después de escuchar esas palabras, Gustavo se quedó un rato en silencio.
—¿Qué querés hacer? —le preguntó.
A ella no le pareció que la noticia lo hubiera emocionado y le contestó que lo iba a pensar.
A la mañana siguiente, Soda tenía una entrevista pautada en el Griffin Park de Hollywood Hill para un programa de MTV que conducía la actriz cubana Daisy Fuentes. Para recorrer Los Angeles, Gustavo y Paola habían alquilado un Toyota descapotable con cuatro caños de escape que Charly había estado buscando ni bien habían llegado a la ciudad pero que ellos habían encontrado primero. Después de la entrevista, mientras bajaban la colina en el descapotable por una calle zigzagueante rodeada de un bosque perfumado de eucaliptus, todo le pareció tan perfecto que, por un momento, Gustavo se dejó llevar por la fantasía de ser padre y formar una familia en la Costa Oeste de Estados Unidos.
—Quiero tener este hijo —le dijo. En el stereo estaba sonando “Living in the Paradise”, de Phil Collins—. Y cuando termine la gira, compramos una casa acá y nos venimos a vivir.
Esa noche Soda dio el último show de la gira en el Hollywood Palace y también se agotaron los tickets. Al día siguiente, Gustavo y Paola fueron a comer a la casa de Gustavo Santaolalla. El ex músico de Arco Iris se había ido a California a fines de los 70 y vivía en Los Feliz, un suburbio residencial de Los Angeles, trabajando como productor. Gustavo quería afinar a Soda Stereo al sonido de guitarras del rock nacional de los 70 y estaba buscando a alguien que pudiera sintonizar al grupo con ese audio en su próximo disco, pero Santaolalla estaba explorando otro tipo de fusiones.
El cierre de la gira fue con dos shows en enero de 1990 en el Superdomo de Mar del Plata y en el estadio de Vélez junto a Tears For Fears, en el Derby Rock Festival, ante 30 mil personas. En ese show, Daniel Melero tocó como telonero. Después de años alejados, se cruzaron en los camarines con Gustavo y enseguida se estaban riendo juntos como cuando Melero visitaba los primeros ensayos en la casa de Charly.
En febrero, Soda tocó en Rosario y durante el show Paola empezó a sentirse mal. Se encerró en el baño del camarín con pérdidas y, cuando Gustavo bajó del escenario, ya estaba segura de que había perdido el embarazo. Aunque no lo habían buscado, durante esos últimos meses los dos se habían dejado entusiasmar con la idea de tener un bebé. En la guardia de un hospital de la ciudad les confirmaron la noticia y fue como si de pronto hubiera quedado un vacío entre ellos.
En los primeros meses de 1990, Gustavo se encerró en su departamento y emprendió un viaje creativo hacia lo profundo de sí mismo. Durante esas sesiones de composición a la deriva, volvió a sus tardes de fascinación cósmica con sus compañeros de colegio y al rock nacional que había escuchado en esos años de educación sentimental, a las canciones de Pescado Rabioso y Vox Dei, al sonido de guitarra más crudo.
Mientras a su alrededor todo estaba en crisis, Gustavo empezó a despegar definitivamente como artista. Con Soda Stereo siempre había mirado hacia afuera y hacia el futuro: sus canciones habían sido gestos de modernidad, la asimilación de un nuevo sonido y una nueva forma de entender el rock en los 80, un aprendizaje en una década en la que el rock se había reinventado a sí mismo: como compositor, Gustavo había sido un traductor único e inspirado que había filtrado algo de sí en todo eso, pero ahora estaba yendo más lejos.
En el departamento de Alcorta, se quedaban despiertos toda la noche, tomando ácido lisérgico bajo esa galaxia privada de estrellas, mundos y constelaciones que habían creado en el techo del living, dibujando castillos, caras y planetas y escribiendo frases en el piso de porcelanato blanco con marcadores metalizados.
Todo lo que hacían se convertía en un juego permanente de palabras, personajes y voces que después también llevaban a la cama, mientras Gustavo le hablaba al oído y Paola buscaba alguna peluca. Escribían frases en papeles que guardaban en los bolsillos de la ropa del otro como mensajes cifrados, dibujaban personajes que tenían sus propios nombres, personalidades y vocabulario. Durante semanas competían para ver quién tenía la mejor palabra: Paola le decía alguna que le gustaba y al día siguiente Gustavo tenía que responderle con otra que la superara y así.
Acumulaban esas palabras en cuadernos, atesorándolas, usándolas para escribir frases o inventar nuevos personajes. Gustavo recurría a ellas para las nuevas canciones que había empezado a incubar en el cuarto del fondo. El universo privado que había crecido dentro de su relación con Paola estimulaba su creatividad. A la noche iban a comer a los bodegones tradicionales de Avenida de Mayo, con jamones colgando del techo y viejos mozos españoles atendiendo las mesas, para mezclarse entre gente distinta, y Gustavo la desafiaba a ver hasta dónde se animaba a llegar. A veces, salía completamente desnuda, tapada sólo con un sobretodo, frenaban en uno de los parques sobre Figueroa Alcorta y ella se sacaba el sobretodo para correr desnuda alrededor del Planetario.
Gustavo volvía de esas aventuras lleno de inspiración y se encerraba a componer. Hacia agosto empezó a trabajar más seriamente algunas ideas musicales. Tenía una portaestudio Tascam 388 de ocho canales y se compró una MPC, una máquina de ritmos para hacer música electrónica que se usaba, sobre todo, para construir bases de hip hop. Durante su evolución musical dentro de Soda, había ido dejando de lado la guitarra para componer y su forma de construir las canciones era cada vez más desde el groove; partía desde ideas rítmicas y por eso chocaba tanto en la sala con Charly. Más allá del fuerte carácter de los dos, el problema era que Gustavo tenía una intuición rítmica natural y quería que Charly tocara exactamente lo que él se había imaginado mientras componía las canciones.
Su reencuentro con Daniel Melero también le resultó inspirador. Varias noches iban con Paola a comer al altillo en el que vivía con una actriz. Y cuando Melero se separó, empezó a pasar cada vez más tiempo con Gustavo. En la época de Nada personal, la participación en Fricción! le había servido a Gustavo para asimilar la influencia del dark y el post-punk que después iba a volcar en Signos. Si bien el encuentro con Charly García y Pedro Aznar lo había hecho sentir a una nueva altura como artista, con Melero fue como si ese magma creativo que se había ido cocinando adentro de pronto empezara a fluir.
Encerrado en la habitación de Alcorta, Gustavo empezó a trabajar en una melodía a partir de la línea de bajo de “Tempted”, un tema de Squeeze que se había pasado horas y horas escuchando en el cuarto de Taverna cuando se habían conocido. Tenía una base palpitante, a la que le sumó un tejido de acordes de guitarra con un sonido casi de gaita y una letra que hablaba de un amor cósmico y dramático inspirado en sus peleas y reconciliaciones con Paola que empezaba con la línea:
No vuelvas sin razón
No vuelvas
Yo estaré a un millón de años luz.
Si en los comienzos de Soda las frases de Gustavo sonaban como slogans musicales, en “Un millón de años luz” el estribillo donde repetía ese “No vuelvas” ahora sonaba como un mantra.
Gustavo había construido otro trío con Paola y Melero por fuera de Soda, y nadie parecía sentirse demasiado cómodo. En Supersónico a Melero le habían empezado a decir “ElPrimo”, porque no entendían que Gustavo le prestara tanta atención a menos que fuera familiar. Lo llevaba a los ensayos, lo incluía en las opiniones decisivas del grupo y, aunque todos reconocían que podía tener buenas ideas, lo despreciaban porque casi no sabía tocar ningún instrumento.
Al igual que durante la grabación de Abbey Road John Lennon convirtió a Yoko Ono en una integrante más de los Beatles, Gustavo estaba haciendo de Melero un cuarto Soda a la fuerza. Ocupaba cada vez más lugar en su vida y era una situación que incluso a Paola le molestaba. Sabía que para Gustavo era una amistad estimulante —la falta de educación técnica de Melero hacía que tuviera ideas y reacciones musicales que lo fascinaban—, pero veía algo oscuro en su cercanía. De alguna forma, estaba celosa y había empezado a sospechar que Melero estaba secretamente enamorado de Gustavo, tal vez sin saberlo.
Una mañana, Gustavo estaba en el departamento y Lillian lo llamó para avisarle que Juan José había estado con fiebre toda la noche y se había despertado peor. Un médico lo fue a ver y le recetó varios remedios, pero nada logró bajarle la temperatura. Finalmente, fueron a Hospital Alemán para que lo examinaran, pero no encontraban la causa y lo devolvieron a la casa con nuevos medicamentos que lo aliviaron por unos días.
A la semana siguiente, la fiebre volvió a subir y después de hacerle más exámenes, vieron que tenía unas manchas en los pulmones. Los médicos programaron una operación para el mes siguiente y en el quirófano descubrieron que era peor de lo que esperaban: tenía un cáncer de pulmón que había empezado a hacer metástasis. Juan José empezó un tratamiento de quimioterapia y, durante esos días, Gustavo visitó la casa de Villa Ortúzar para tomar el té con él y con Lillian casi todas las tardes.
Cuando volvía a Alcorta, se encerraba a tocar como una forma de purgar todo lo que estaba pasando y su música empezó a sonar cruda. En esas noches, compuso una canción que era una súplica, con una instrumentación mínima detrás del rasgueo angustiado de una guitarra acústica y su voz reconstruyendo cómo había visto a su madre llorar por su padre y que aun en esa tristeza no había nada mejor, para él, que esa casa.
Para “Canción animal”, un tema que tenía musicalmente terminado, Gustavo le pidió a Melero una letra que describiera su relación con Paola. Su amigo se tomó el pedido como un encargo casi periodístico y durante semanas acosó a Paola con preguntas sobre su noviazgo que profundizaron todavía más la incomodidad que él le producía. Sin embargo, cuando fue a visitarlos con la letra terminada, Gustavo y Paola quedaron sorprendidos: era un retrato perfecto del vínculo entre ellos.
En el comienzo de la canción, Melero había escrito:
Hipnotismo de un flagelo
dulce, tan dulce
cuero, piel y metal
carmín y charol.
Cuando el cuerpo no espera
lo que llaman amor...
Cada lágrima de hambre
el más puro néctar
nada más dulce que el deseo en
cadenas.
Con los demos de un set de diez canciones casi terminadas, Gustavo se juntó a escuchar el cassette con Zeta y después lo llevó a la sala para trabajarlas con el resto. Las baterías las había programado en su MPC y para que Charly pudiera tocarlas, en la sala hicieron un trabajo artesanal en la percusión de cada canción, un híbrido acústico y digital: los golpes en la batería disparaban samples por medio de un controler para reforzar el sonido de bombos y tambores.
Para “Cae el sol”, un tema compuesto sobre teclados, sintetizadores y pocas guitarras, una tarde Tweety llevó al departamento de Alcorta todos sus teclados y se encerraron para trabajar en la canción hasta el amanecer, construyendo una intro orquestal con programaciones. Gustavo lo había compuesto inspirándose en las tardes que pasaban con Paola en el balcón de Alcorta, viendo caer el sol sobre la cancha de River, tomando unas tazas enormes de café con leche que ella preparaba mezclando café instantáneo con azúcar, batiéndolo hasta formar un engrudo, una pasta color dulce de leche a la que después le agregaba leche y que a él le encantaba.
“(En) El séptimo día”, una canción en la que Gustavo grabó un riff de guitarra de hard rock, les demandó un trabajo intenso en la sala, porque estaba compuesta en 7 x 8, un ritmo de batería complejo que casi no se usaba en el rock. La idea original de la guitarra de “De música ligera” la tenía hacía varios meses: era una secuencia épica de cuatro acordes menores que le fascinaba a Gustavo y se la hacía escuchar en un cassette a todos los que iban a su casa, incluso a sus suegros. Sabía que era una melodía con una potencia radial poderosísima y que requería una letra popular, lo menos compleja u oscura posible. Finalmente, el tema terminó de cobrar forma en la sala, tocando juntos.
En junio viajaron a Miami a grabar las canciones nuevas en los Criteria Studios. Alquilaron un departamento en un condominio que quedaba cerca y dormían todos juntos. En la división de cuartos, Gustavo dormía con Melero. El resto del equipo, que había transformado su incomodidad por Melero en odio, se la pasaba haciendo bromas sobre su relación.
—Que alguien les abra la puerta —decían.
Si llamaban para pedir que les mandaran una pizza al estudio, Melero llamaba a otro lugar para pedir sushi. Llegó un momento en que todo lo que hacía y decía sólo lograba que, salvo Gustavo, todos lo odiaran más.
Después de casi dos meses, a fines de julio volvieron a Buenos Aires con Canción animal terminado. Alfredo Lois diseñó para la tapa un paisaje selvático que resumía el espíritu del disco, pero cuando lo vieron Gustavo y Melero cruzaron un gesto negativo con la cabeza: para ellos, el concepto del disco era otro y nadie más que ellos lo entendía.
Finalmente, Gustavo rehízo la tapa con Paola, usando los móviles que habían comprado en sus escapadas a Los Angeles y tenían colgados en el living del departamento. Sobre una cartulina naranja armaron un collage con los símbolos que representaban las tensiones y el espíritu del trío. La veleta comprada en Venice Beach era Charly, que era el más joven y estaba más perdido. El tensegrid de palitos de madera representaba el equilibrio que Zeta le daba al grupo. Y la imagen de los leones copulando, que fotocopiaron de la Enciclopedia del Mundo Animal, era Gustavo y su amor animal con Paola.
Canción animal salió el 7 de agosto de 1990 y fue un quiebre en la carrera del grupo. Mientras estaban en el estudio no habían tenido conciencia del material que se estaba mezclando y sublimando en las consolas; había sido una grabación como cualquier otra. Recién cuando el álbum llegó a las disquerías y los temas sonaron en las radios, comenzaron a entender.
En esas nuevas canciones Gustavo había dado un salto definitivo como compositor, poniéndose casi a la altura de Charly García y Luis Alberto Spinetta. Soda Stereo entraba a la nueva década reinventándose y conectando con las raíces del rock nacional como nunca antes en su historia, grabando un álbum más crudo y rockero centrado en el sonido de la guitarra de Gustavo. El rock latino acababa de alumbrar su primer disco clásico.
Para la presentación de Canción animal planearon el tour más grande que un grupo argentino jamás había llevado adelante. Una campaña de casi dos años por todo el continente que empezó recorriendo treinta ciudades del interior del país durante octubre, noviembre y diciembre de 1990, pasando por lugares recónditos como Clorinda, en Formosa, a los que las bandas de rock nunca iban y con un despliegue monumental de micros y camiones que viajaban al mismo tiempo en dirección a distintas ciudades para adelantarse en el armado de los escenarios.
Todo estaba cobrando una dimensión colosal. Viajaban con guardias de seguridad que los acompañaban a todos lados para frenar desmanes y que los fanáticos no los acorralaran en la puerta de los hoteles. De ser un trío habían pasado a ser un equipo de casi treinta personas desplegándose por el interior del país. Dentro del micro la tensión entre Charly y Paola no se desvanecía. Apenas hablaban. Andrea Álvarez estaba de novia con el road manager Pepo Ferradás y se enteraba de las discusiones y negociaciones que Gustavo, Zeta y Charly se cuidaban de mantener lejos del staff, las cifras de los negocios, las condiciones que imponían, una colección de números que sonaba astronómica al lado de lo que ella cobraba por tocar y pasar tres meses lejos de su casa.
Soda además no les pagaba los ensayos a los músicos invitados y ensayaban todos los días durante casi diez horas. El arreglo económico era por los shows y las giras, pero la dinámica vital de la banda demandaba una entrega total. Y mientras todo crecía, las tensiones se convertían en peleas, las pequeñas discusiones se amplificaban en guerras de guerrillas, la distancia entre Gustavo y Charly se volvía abismal, los tours duraban meses y meses.
Cuando la gira pasó por Bahía Blanca, Gustavo y Paola salieron a comer la noche antes del show y, mientras volvían caminando al hotel, un fanático sacó un cuchillo y se les tiró encima para apuñalarlos. Los custodios fueron más rápidos que él y lo atajaron antes de que pudiera alcanzarlos. Mientras lo sujetaban, Paola sufrió un ataque de nervios empezó a llorar a los gritos. Se había pasado el último año entre micros, aviones, hoteles y shows, lidiando con el entorno que rodeaba a Gustavo, las fanáticas que los perseguían por todos lados y ahora también con locos que intentaban matarlos. Ya no aguantaba esa vida.
Soda Stereo terminó 1990 con un show en Vélez que coronó el final del tramo nacional de la Gira Animal y los convirtió en el primer grupo argentino en llenar un estadio de fútbol.
En febrero de 1991 el tour siguió por Venezuela, México y Estados Unidos, pero Paola ya no quería viajar más, estaba harta. Tenía veintiún años y acompañaba a Gustavo desde los diecinueve en una carrera espacial que parecía no tener fin. Eran giras que no la llevaban hacia ningún lugar; para el grupo eran crecimiento, consagración, nuevas fronteras con las que lograban nuevas hazañas en la historia del rock de la región, fiestas, drogas, más escenas en sus películas de estrellas de rock con un coro de chicas bañándose en sus jacuzzis.
Paola lo amaba y podía soportar todo eso, pero quería estudiar, irse a vivir a Estados Unidos, diseñar ropa, tener su propia vida. Ya había dejado de ir a Italia a estudiar arte por Gustavo. El problema era que él sólo quería viajar si iba ella. Mientras preparaban los detalles de la gira en Supersónico, Juan José la llamaba todos los días durante una semana para convencerla.
—Para Gustavito es muy importante que vayas —le decía.
Cuando se sentía bien Juan José seguía trabajando con el grupo. En uno de los viajes se habían comprado un teléfono inalámbrico con contestador automático y, casi todas las mañanas, se despertaban con la voz del padre de Gustavo en el contestador recordándoles alguna reunión.
—Chicos, ¡habla J. J. Cerati! —los saludaba—. Paola, sería conveniente que Gustavito llegara a tiempo.
El desgaste de las giras estaba volviendo la relación algo cada vez más enfermizo. Las peleas siempre habían estado cargadas de dramatismo y teatralidad, con gritos, portazos y llantos, sólo que ahora era peor. Muchas noches Paola se volvía a La Plata o se iba a dormir a lo de una amiga. De pronto lo escuchaba a Gustavo hablando por teléfono de negocios con Kon o Ferradás y no le gustaba en qué se estaba convirtiendo. El grupo estaba envuelto en una vorágine de planes en los que hasta el embarazo de la mujer de Zeta se convertía en un contratiempo.
Cuando volvieron de unas semanas en Venezuela, México y Estados Unidos, alguien le empezó a dejar mensajes a Paola en el parabrisas del Honda Civic azul de Gustavo, en las vidrieras por las que pasaban, en las mesas de los restaurantes cuando salían a comer.
No sólo los habían querido matar, ahora también los perseguían. Los mensajes estaban firmados por una letra “M”. Paola le reprochó que sus fanáticos querían enloquecerla. Todo se estaba volviendo demasiado perturbador. M era alguien que conocía el auto de Gustavo. Que sabía adónde iban a comer. Dónde vivían. Que los seguía cuando salían. Tenía que ser alguien del entorno. Gustavo empezó a sospechar de algunas personas, pero a sus amigos algo en toda la historia les sonaba extraño. Después de que intentaran acuchillarlos en Bahía Blanca, la aparición de M era perfecta para alimentar su paranoia.
Gustavo no sabía de quién desconfiar. Cuando estaba en una fiesta por momentos se quedaba mirando a la gente tratando de reconocer a M. Podía ser cualquiera. A medida que Soda Stereo se había ido convirtiendo en la banda más grande del rock latino, a su alrededor se había formado corte, gente que se cruzaba en fiestas, que lo invitaba a eventos, que le presentaba chicas, que cuando entraba a algún lugar le facilitaban los mejores lugares, una pequeña burbuja de contactos que le hacían más fácil la vida en la noche de Buenos Aires pero que en el fondo no eran sus amigos, no los conocía. Y podía ser cualquiera.
Empezó a pensar que era el dueño de un restaurante al que a veces iban y, en un vuelo al interior con Soda, se lo encontró arriba del avión y se le tiró encima, pero el supuesto perseguidor reaccionó como si no entendiera nada de lo que estaba pasando y Gustavo estuviera loco.
Paola creía que era algún fanático loco de Gustavo, pero también desconfiaba de Daniel Melero. Y para algunos de sus amigos, M no existía. Era una confabulación entre Paola y su hermano, un juego psicopático que habían inventado para manipularlo, pero Gustavo se negaba a creerlo.
Una noche volvieron a Alcorta y encontraron la puerta de servicio abierta. Pensaron que alguien había entrado a robar, pero cuando se acercaron vieron que había una letra M pintada con aerosol sobre la madera. Gustavo empujó lentamente la puerta y vio ropa de Paola tirada en el suelo. M había hecho un camino con sus bombachas desde el cuarto hasta la puerta de salida. Los espejos estaban escritos con rouge. Había M dibujadas por todas partes.
La locura había llegado demasiado lejos y la relación estaba demasiado en crisis para soportarlo. Esa misma noche, después de que se fuera la policía, decidieron separarse y Paola se llevó sus cosas. Se había pasado los últimos dos años dedicada exclusivamente a Gustavo y a Soda casi como una vestuarista más, y todo terminó en los tribunales con denuncias cruzadas, abogados, cheques rotos y demandas. Paola quería su indemnización por todas esas giras, shows, viajes, noches sin dormir.
Durante junio y julio del 91, Soda Stereo tocó catorce veces en el Gran Rex, batiendo el récord de Charly García de once fechas seguidas. Para esos shows construyeron una pirámide sobre el escenario, llenaron el teatro de burbujas y grabaron un disco en vivo con remixes de Canción animal que se llamó Rex Mix. Gustavo invitó a la actriz María Carámbula y la presentó en su círculo como su nueva novia.
Rex Mix salió a comienzos de la primavera, mientras el grupo volvía a despegar rumbo a Colombia y Venezuela con una agenda de conciertos acotada porque Juan José estaba cada vez peor. Después de varios años viviendo casi en el aire entre giras y shows, la agonía de su padre fue un golpe de realidad para el que Gustavo no estaba preparado.
Juan José era una figura omnipotente para él. Había llegado de Concordia sin nada, había vivido los primeros tiempos en una pensión y a fuerza de obstinación y trabajo se había abierto camino en la vida hasta convertirse en un ejecutivo de Esso mientras formaba una familia. Después se había comprado su primera casa, su primer auto, una casa de fin de semana en San Isidro, otra de veraneo en Pinamar y había apoyado la carrera de Gustavo al punto de terminar involucrado en la administración de las cuentas del grupo. Si de Lillian había heredado el costado creativo y la curiosidad emocional, Juan José le había transmitido la obstinación y el perfeccionismo, la certeza de que el esfuerzo era una herramienta poderosa.
En diciembre, la Gira Animal tuvo su gran coronación con un show en la Avenida 9 de Julio ante unas 200 mil personas. Desde el escenario veían cuadras y cuadras repletas de gente, un horizonte de fanáticos del grupo. El show empezó con la progresión expansiva de los cuatro acordes de “De música ligera”.
—¡Socorro! —gritó Gustavo desde el escenario, hacia el final de la noche, mirando a la multitud que había ido a verlos—. ¡Los amo!
Todo empezaba a parecer demasiado. Esas veinte cuadras repletas eran una nueva cumbre que empujaba al grupo hacia un nuevo abismo. ¿Adónde más podían ir?
Cuando Gustavo no estaba en la clínica acompañando a su padre, se encerraba en Supersónico a componer con Melero. Se sumergían durante horas en un trance electrónico vital y a la deriva, construyendo capas de sonidos con sintetizadores, obsesionados con las texturas que encontraban en el audio y buscando alojar ahí, en esa dimensión abstracta del sonido, la fuente de su creatividad. Usaban como inspiración discos recién salidos como Loveless de My Bloody Valentine, Screamadelica de Primal Scream y Joy de Ultra Vivid Scene. Los dos tenían a sus padres en estado terminal y buscaban en el sonido algún tipo de sanación.
El padre de Gustavo finalmente murió en enero de 1992 y le tocó a él recoger las cosas que habían quedado en la habitación en la que estaba internado. Había unos pantalones, un sobretodo, zapatos y una camisa. Mientras doblaba la ropa y la guardaba, fue vaciando los bolsillos. Quedaba un juego de llaves, monedas, papeles. Las últimas pertenencias que su padre había llevado consigo. Sus últimos objetos.
Al día siguiente, después del velatorio y el entierro en el cementerio de Chacarita, Gustavo volvió al estudio y compuso la letra de “Tu medicina” describiendo ese momento:
Revisé tu abrigo, todo estaba ahí... tus cosas todo sigue ahí
Siempre estás tan cerca que nunca digo adiós
Unos días más tarde, Soda Stereo cerró la Gira Animal tocando en el Estadio Mundialista de Mar del Plata y, sobre el escenario, en un momento de la noche Gustavo dijo:
—Este es el último show por un tiempo largo.
El álbum con Melero se llamó Colores santos y aunque no tuvo la trascendencia de sus trabajos con Soda Stereo, para Gustavo fue una inyección de inspiración y libertad creativa revitalizante, un descubrimiento de lo lejos que podía llegar por fuera del grupo. Colores santos era un álbum fuera de tiempo: un disco de pop experimental y vanguardista completamente adelantado a su época.
En los ensayos para una nueva gira que tenían agendada en junio con Soda por España, Gustavo mantuvo el impulso que había tomando con Melero y las sesiones derivaron en la génesis de un nuevo disco. En mayo, viajaron a España para tocar en Madrid, Oviedo, Valencia, Sevilla y Barcelona y, a la vuelta, se volvieron a encerrar en Supersónico entusiasmados con lo que había surgido en los ensayos.
Mientras tanto, molestos con Sony por el poco apoyo que sentían que les habían dado para abrir el mercado español, decidieron cambiar de compañía tras la edición del nuevo disco y empezaron a negociar con BMG.
En el estudio, Gustavo, Zeta y Charly convirtieron el clasicismo que habían alcanzado en Canción animal en un magma experimental de ruido y distorsión, influido por la escena de música shoegazer de My Bloody Valentine y Primal Scream; una catarsis sonora extrema, una purga, una forma de aturdirse en la que Gustavo encontró una nueva libertad, llevando la banda a lugares donde nunca antes había llegado: en su momento de máxima popularidad, el grupo se volcaba a un trabajo desafiante.
“En remolinos”, uno de los tracks, era electrónica downtempo con Gustavo soltando versos en el centro de una tormenta de sintetizadores y una guitarra que parecía emitir radiaciones. En “Luna roja” compusieron una balada cálida y distópica en la que la calidez de la voz de Gustavo teñía la oscuridad del tema. Y “Primavera cero” era un juego de texturas y vanguardia pop que jugaba a deformar el estribillo. El álbum se iba a llamar Gol hasta que un día Melero visitó la sala y les preguntó si se acordaban de los dínamos que tenían las bicicletas cuando eran chicos. Los tres se miraron. Era verdad, el disco sonaba exactamente así, como un flujo de sonoridad eléctrica transformado en canciones. El álbum salió en agosto de 1992 y se llamó Dynamo.