6. La cuarta dimensión

Los dos años de la Gira Animal lo dejaron agotado. El crecimiento artístico había llevado a Soda Stereo a convertirse en la banda más grande de Latinoamérica y, de pronto, Gustavo se sentía una víctima de sus propias ambiciones.

Tenía 33 años y hacía una década que todo lo que no tenía que ver esencialmente con el trío se había vuelto secundario, incluyendo a sus novias, su matrimonio con Belén. Ahora que su padre había muerto, el vacío de su vida fuera del grupo lo angustiaba. Gustavo no tenía nada más a qué aferrarse. Estaban su madre y sus hermanas, pero sentía que él tenía que sostenerlas a ellas. Debajo de la inquietud musical que lo había llevado a asociarse con Daniel Melero se agazapaba una búsqueda más personal, una necesidad creativa y emocional de construir algo por fuera de Soda. Entonces, la llamó a Tashi.

Se habían visto por última vez en el departamento de José Hernández, cuatro años antes, cuando Gustavo le había hecho escuchar “En la ciudad de la furia”, sentados en el piso del living. Necesitaba hablar con alguien que no lo viera como una estrella de rock y ella lo conocía de verdad, sabía quién era antes de todo, cuando todavía era un chico que estudiaba en la facultad.

Tashi lo visitó en el departamento de Alcorta y lo encontró deprimido.

—Nunca pensé que a mí se me podía morir mi papá —le dijo Gustavo.

Los dos estaban solos. Durante algunas semanas volvieron a salir, pero ella en seguida se dio cuenta de que no iba a soportar sostener una relación con Gustavo. Ella estudiaba medicina, quería convertirse en cirujana plástica, y él le contaba de las chicas con las que estaba, las fiestas, las giras: tenían vidas muy distintas y ella no quería volver a pasar por eso.

Una noche en el departamento de Alcorta, Gustavo soñó con Cecilia Amenábar. Hacía más de un año que no sabía nada de ella. Había estado absorbido por las giras, su relación tumultuosa con Paola y la agonía de su padre como para tener tiempo de pensar en ella, que todavía era menor y tenía una madre que la retenía lejos. Pero el tiempo había pasado y esa mañana, cuando se despertó solo en su cama, le pareció ver en ella todo lo que necesitaba: un amor menos conflictivo y una fuga.

A la noche, cuando volvió a su casa después de los ensayos para el tour de presentación de Dynamo por Latinoamérica, Gustavo llamó a Chile. Mientras discaba trató de pensar qué decirle a la madre de Cecilia si atendía, pero la que levantó el tubo en la casa de la familia Amenábar en Vitacura fue la mucama.

Cecilia ya no vivía ahí, se había mudado sola hacía unos meses. Con cuidado de que la señora no la escuchara, le dio el teléfono de su departamento nuevo y le hizo prometer a Gustavo que no le iba a decir nada.

La vida de Cecilia había cambiado en los últimos años. Había dejado arquitectura, estudiaba cine y, después de cumplir veintiún años, con sus ahorros y la herencia de una de sus abuelas, acababa de comprar un departamento en Providencia, un barrio residencial en los suburbios de Santiago. Se había peleado con su novio y con sus compañeros de facultad se juntaban ahí casi todos los días, después de clase.

Y esa noche estaban trabajando en un guión para la facultad cuando sonó el teléfono. Cecilia estaba en la cocina y le pidió a uno de sus amigos que atendiera.

—Cecilia, te llama Gustavo —le avisó su compañero.

—¿Qué Gustavo? —le preguntó extrañada.

—No sé, pero suena raro.

En 1992 las llamadas de larga distancia sonaban como si llegaran a través del mar y Cecilia supo enseguida de qué Gustavo se trataba.

—Hola Gus, ¿cómo estás? ¿Cómo conseguiste mi teléfono?

—Hola Ceci. Llamé a tu casa y la mucama me lo dio. Menos mal que me atendió ella.

Después de charlar un rato, Gustavo le contó que la noche anterior había soñado con ella y le dijo:

—¿Cuándo nos casamos?

Cecilia tapó el tubo en un gesto reflejo y miró a sus compañeros, para ver si alguno había escuchado. Después, levantó la mano despacio.

—¿Cómo? —le contestó.

—Sí, ya está, basta, dejate de joder, vos y yo tenemos que estar juntos.

Cecilia se rió nerviosa.

—Pero cómo te puedo decir que me voy a casar, no te conozco bien. Nunca estuvimos más de tres días juntos.

—Bueno, voy para allá y después venite a la gira con nosotros.

A la semana Gustavo bajaba de un avión en el Aeropuerto de Santiago de Chile. Eran comienzos de noviembre. Cecilia estaba con los exámenes de fin de año de la universidad y, mientras ella rendía, él se quedó en el departamento. Durante esas dos semanas al otro lado de la Cordillera, Gustavo comenzó a imaginar su vida fuera de Soda.

A mediados de diciembre, Cecilia lo acompañó a Buenos Aires. Soda Stereo presentaba Dynamo con seis shows en Obras y, en cada fecha, eligieron a bandas emergentes como Babasónicos, Los Brujos y Peligrosos Gorriones para que los telonearan. Era un gesto que simbólicamente implicaba apadrinar a una nueva escena de rock que surgía bajo su influencia.

Una noche, Gustavo llevó a Cecilia a comer con Lillian a una parrilla en Costanera Norte: las chicas se convertían en sus novias cuando se las presentaba a su madre. Cecilia era la clase de chica que las madres quieren para sus hijos: bonita, educada, de buena familia.

Soda empezó una gira de casi dos meses por Latinoamérica a fines de enero y Gustavo la llevó con él. Fueron semanas de convivencia entre hoteles de lujo, shows y playas en los que se empezaron a conocer más profundamente. Durante esos días, Gustavo le contó que estaba cansado de vivir entre aviones, micros, hoteles y escenarios, que ya era grande y quería formar una familia, tener hijos, una vida por fuera de la banda. Que Buenos Aires le absorbía demasiada energía, que mucha gente dependía de él a su alrededor y necesitaba liberarse de esa carga. Mientras lo escuchaba, a Cecilia le costaba pensar cómo todo eso podía corresponderse con sus veintiún años y su vida de soltera en su departamento nuevo, pero estaba enamorada.

Cuando el tour pasó por Venezuela, fueron una semana a Los Roques, un archipiélago rodeado por barreras de coral en las Antillas Menores. Mientras caminaban por la arena, jugaron a buscar piedras amarillas. A Gustavo le gustaba pensar que tenían ese color porque retenían una porción de sol dentro de ellas, una pequeña carga de energía solar. Una tarde encontró un ámbar con un mosquito atrapado dentro y se la guardó como un amuleto. El amarillo se convirtió en el color de la relación.

Gustavo disfrutaba más las escapadas con Cecilia que los shows y las rutinas con el grupo. Llevaba demasiado tiempo viajando con Zeta, Charly y el resto del equipo, se sentía atrapado dentro de una gran máquina de tracción a sangre que se nutría de sus canciones, sus performances escénicas y que lo arrastraba por todo el continente: así como sus últimas novias se habían escapado de esa vida, él se encontró queriendo escapar también.

Quería otra vida.

Ya no le gustaba la suya.

Después de unos shows en el DF, no aguantó más y le dijo a Kon, que se había convertido en manager, que se volvía a Buenos Aires. La noticia fue un gran golpe dentro del grupo. Zeta y Charly lo tomaron como una traición y algo se quebró en el trío. Soda Stereo estaba en medio de un tour continental, había fechas pactadas en Estados Unidos, tickets vendidos, contratos, un equipo de producción que viajaba con la banda y su decisión afectaba a todos: no podían seguir sin él.

Cecilia retomaba las clases en la facultad de cine a fines de marzo y Gustavo le preguntó si se podía ir a vivir a Chile con ella.

En Santiago, Gustavo empezó a vivir la vida de Cecilia y a olvidarse de la suya. El departamento de Providencia era una burbuja que lo protegía de la realidad. Mientras Cecilia iba a sus clases, Gustavo viajaba en subte por la ciudad y, a la noche, salían a comer e iban a fiestas de música house que organizaban amigos de ella.

La familia de Cecilia tenía una casa de veraneo frente al lago Vichuquén, un pequeño paraíso rodeado de bosques y montañas a tres horas de Santiago, en el que los fines de semana confluían tíos y primos de Cecilia y que en seguida lo adoptaron como uno más de la familia. Le enseñaban a hacer esquí acuático en las aguas heladas del lago, a pescar machas y se burlaban de cómo cuidaba sus rulos y las cadenas que usaba.

Tras la salida de Dynamo el grupo había roto su contrato con Sony y firmado con BMG por tres discos, pero el impasse impuesto por Gustavo modificaba las cosas. Durante las primeras semanas en Santiago, Gustavo tuvo que viajar varias veces a Buenos Aires para resolver con los abogados de Soda cómo rediseñar los contratos y, en uno de esos viajes, Cecilia lo llamó y se puso a llorar desconsolada en el teléfono.

Había tenido un retraso y su médico le había recomendado que se hiciera un examen de sangre, que era más seguro que un Evatest. La tarde anterior le habían sacado sangre y esa mañana había ido caminando sola por las calles de Vitacura unas treinta cuadras hasta el hospital, tratando de imaginarse cómo podía cambiar su vida el resultado de ese examen: sus planes en la facultad, su vida de soltera en el departamento nuevo, su relación con Gustavo. Era la mañana del 5 de abril de 1993. Cecilia cumplía veintidós años. Cuando llegó a hospital, el doctor le dio el sobre con los resultados y le dijo feliz cumpleaños: todo parecía estar sincronizándose.

—Voy ya para allá —le dijo Gustavo, después de escucharla contándole todo eso sin dejar de llorar.

A la mañana siguiente se tomó el primer vuelo que encontró a Santiago.

Durante las primeras semanas mantuvieron el embarazo en secreto. Para la familia de Cecilia la noticia iba a ser un shock y, en Buenos Aires, iba a desatar un pequeño drama dentro del grupo.

Desde que Gustavo se había instalado en Santiago, una tía de Cecilia les insistía para que visitaran a una bruja que vivía en lo alto de un cerro en las afueras de la ciudad, quería que ella los viera y quedarse tranquila de que eran el uno para el otro. Al principio le habían contestado con evasivas, pero el resultado positivo del test les pareció una buena excusa para visitarla.

La bruja vivía en una antigua casa que parecía a punto de ser devorada por las plantas salvajes que crecían a su alrededor. Cuando los vio, lo primero que les dijo fue que en otra vida habían sido hermanos y que uno le había salvado la vida al otro tal vez en un incendio.

Después, los hizo sentar y la miró fijo a Cecilia.

—Vas a tener un hijo muy pronto —le dijo—. Es más, tal vez ya estés embarazada. Y este chico va a venir a ocupar el lugar de alguno de los padres de ustedes.

Dos días antes, el médico les había dado una fecha estimada para fines de noviembre, que coincidía con el cumpleaños del padre de Cecilia.

Mientras volvían a la ciudad, pensaron cómo contárselo a la familia. A Cecilia no le interesaba casarse, pero su madre no iba a tolerar que una de sus hijas quedara embarazada soltera. Y además, Gustavo sí quería casarse. Quince días después empezaron los preparativos.

Gustavo viajó a Buenos Aires para avisarles a Zeta y Charly que se iba a establecerse en Chile por lo menos un año. Sus vacaciones al otro lado de la cordillera se habían convertido en un proyecto familiar incubándose en el vientre de su novia y quería quedarse en Santiago durante el embarazo.

Taverna se acababa de separar de Alejandra Boquete y vivía con un colchón, sus discos y sin agua caliente en el garaje de Supersónico. Gustavo fue a visitarlo y le pidió prestados sus vinilos de Spinetta: quería grabar un cover de Almendra o Pescado Rabioso mientras estuviera allá. Una semana después volvió a Santiago cargado de todo lo que necesitaba para pasar una temporada en el departamento de Providencia: ropa, discos, su portaestudio, un bajo, varias guitarras, teclados y la MPC.

Cuando bajó del avión, los carabineros lo encerraron en una oficina durante tres horas a llenar formularios. Para ingresar a Chile con todos esos equipos tenía que pagar impuestos y comprometerse a llevárselos de vuelta a los seis meses. Gustavo montó un escándalo y un tío de Cecilia con contactos en la aduana logró que lo dejaran pasar.

Cuando se subió al Fiat Uno de Cecilia en el estacionamiento del aeropuerto, Gustavo estaba hecho una furia.

—¡Cómo me van a hacer esto! —gritaba indignado—. ¿No saben quién soy?

Cecilia tenía un mes de embarazo y acababa de tomar conciencia de que estaba a punto de casarse con una estrella de rock.

El 19 de mayo de 1993 se casaron en el registro civil del barrio Las Condes y un mes más tarde en la iglesia Los Misioneros en Pedro de Valdivia norte. Cecilia tenía un vestido blanco corto, flores en el pelo y una rosa en la mano. El marido de la madre de Cecilia era socio del Club de Polo de Vitacura y consiguió que les prestaran un salón para la fiesta. Una delegación de familiares y amigos de Gustavo viajó desde Buenos Aires.

En Santiago, corrió en rumor de que Soda Stereo iba a tocar en la fiesta y los alrededores del club se llenaron de fanáticos que intentaron colarse. Y era verdad: en medio de la noche, Gustavo, Zeta y Charly dieron un pequeño set para los invitados. Era la primera vez que tocaban desde el último show en México y nadie sabía si alguna vez iban a volver a tocar. En Buenos Aires, los medios especulaban con la separación del trío.

Después de una luna de miel en San Pedro de Atacama, al norte de Chile, Cecilia retomó su rutina de clases en la universidad y Gustavo armó un estudio casero en el living. En el edificio no tenían vecinos, salvo por dos viejitas de la planta baja que no escuchaban nada, así que podía tocar y grabar toda la noche sin molestar a nadie. A la tarde, cuando Cecilia volvía de estudiar, escuchaba desde la vereda cómo vibraban los vidrios de las ventanas.

La vida durante esos días empezó a acomodarse en una sincronía blanda en la que después de comer se quedaban un rato tocando juntos y, cuando Cecilia se iba a dormir, él se pasaba el resto de la noche componiendo con la MPC. Se acostaba a las cinco de la mañana y dos horas más tarde ella se despertaba para ir a la facultad. Gustavo dormía hasta el mediodía y desayunaba un café con leche, unas tostadas con queso blanco y un bowl de granola con banana. Luego prendía el primer cigarrillo del día y se sentaba en el sillón del living a escuchar la música que había grabado la noche anterior.

A la tarde salía a dar una vuelta y casi siempre pasaba por Background, la disquería de unos amigos de Cecilia que estaba a un par de estaciones de subte. En Santiago podía moverse con una libertad que en Buenos Aires le resultaba imposible.

A la noche invitaban amigos a comer o iban a lo de alguna de las primas de Cecilia. Chile había recuperado la democracia hacía poco y, después de años acostumbrados al toque de queda, la gente todavía conservaba el tic de juntarse en las casas. Cuando volvían, él se quedaba componiendo hasta el amanecer.

Además de los equipos que había desplegado en el living, el impacto ambiental de su llegada al departamento se extendía al baño, los cuartos, la cocina. Gustavo había pasado los últimos años viviendo en hoteles, acostumbrado a que si dejaba una toalla tirada en su habitación cuando volvía una mucama la había llevado a lavar y había colgado una limpia en el baño, que si dejaba su ropa revuelta sobre la cama, luego la encontraba doblada sobre la cama. Pero se había casado con una chica de la alta sociedad chilena que no estaba dispuesta a correr detrás del desorden de su marido. En esos primeros meses de convivencia Gustavo tuvo que aprender otra vez a vivir en una casa.

Tenía una colección infinita de remeras y de unas medias negras idénticas que compraba cada vez que viajaba a Los Angeles: eran las que mejor le funcionaban para combatir la transpiración en los pies. A veces Cecilia lograba que acomodara la ropa que se sacaba y, cuando lo hacía, Gustavo tenía la costumbre de doblarla con las costuras para afuera.

Sobre la repisa de la bañadera desplegó todos los frascos de shampoo que usaba en su tratamiento para que no se le cayera el pelo como a su padre. Tenía que ponerse un compuesto distinto cada día y masajearse el cuero cabelludo bajo el agua tibia. El baño era la zona que contenía sus traumas. También usaba talco compulsivamente: estaba obsesionado con su olor a pata. Varias veces por día se cambiaba las medias y se echaba talco en los pies, las medias y las zapatillas, ensuciando todo el baño en la maniobra.

Pero el mayor conflicto era el humo. Gustavo prendía el primer cigarrillo del día cuando terminaba de desayunar y las colillas se acumulaban en los envases de yogur y las tazas hasta que Cecilia o la chica que iba a limpiar los juntaban. A la noche, mientras componía, fumaba dos paquetes de Jockey suaves largos. Desde la muerte de su padre había incubado un miedo a morir de cáncer de pulmón y fumaba los cigarrillos por la mitad.

—Cuando nazca Beni voy a dejar —le prometió a Cecilia.

Como un eco de lo que pasaba dentro de su mujer, todas esas noches de composición empezaron a cobrar la forma de un disco, una indagación eléctrica sobre la fertilidad, la paternidad y el amor conyugal. Muchas veces, Cecilia se sumaba a las sesiones sobre el parquet del living.

Su formación musical no dejaba de sorprender a Gustavo. Había heredado una gran colección de vinilos tras la muerte de su padre y sabía tocar varios instrumentos. También dibujaba y escribía, como Paola. Tenía cuadernos y diarios en los que anotaba cosas todos los días y que guardaba en el cajón de su mesa de luz.

Una tarde, volvió de la facultad y descubrió a Gustavo revisándolos.

Cuando lo increpó, él trató de defenderse y le dijo que estaba buscando inspiración para sus canciones.

—Es que me gusta lo que escribís. ¿Puedo usar algunas frases para una letra?

A comienzos de los 90, en Santiago habían abierto varios shoppings y las clases ilustradas de la ciudad lo veían como el despertar de una fiebre consumista. En los cuadernos, además de dibujos de planetas y medusas, cartas de ex novios y diarios íntimos, Gustavo encontró una línea que decía “Cuando uno no ama, compra” y le gustó tanto que la usó para una canción.

Los cuartos estaban al fondo del departamento y Gustavo podía quedarse despierto sin molestar a Cecilia, pero una noche un loop espumo la despertó y fue al living a ver qué era. Gustavo había tomado una muestra de los latidos del bebé en una de las ecografías y los estaba mezclando con el sonido de un geiser en ebullición para construir una base rítmica.

—Le podría quedar bien un coro —le dijo Cecilia.

Gustavo levantó la vista de la MPC, se sacó los auriculares y le dijo:

—Dale, hacelos.

Cecilia se sentó en el parquet en camisón, agarró un micrófono y empezó a cantar sobre ese loop. Para Gustavo, la opinión de sus mujeres siempre era fundamental: era el primer filtro externo que atravesaban todas las cosas que hacía. La música para él era un arma de seducción y si seducía a su mujer quería decir que funcionaba.

Otra de esas noches, quiso subir el volumen de una consola y los parlantes escupieron un acople ensordecedor que dejó parpadeando las luces. Cuando miró el techo, las lámparas del living se movían: la vibración no emanaba de su música. Eran las tres de la mañana y estaba solo, despierto en el living de un segundo piso de un barrio que de noche quedaba vacío, con Cecilia embarazada y dormida en el cuarto del fondo, sin saber si despertarla o no, mientras a kilómetros de profundidad la tierra se revolvía: había un terremoto.

Se puso una campera de duvet que había colgada en un perchero, un casco de minero que tenían de decoración y movió la MPC debajo del marco de una puerta. El resto de la noche siguió trabajando así, como si estuviera siguiendo la veta de una canción en una mina hacia el centro de la tierra.

A mitad de año ya tenía unas diez canciones nuevas y decidió sumarles una versión de “Bajan”, un tema clásico de Spinetta incluido en el disco Artaud, que había salido en 1973, cuando Gustavo estaba empezando la secundaria y del que se habían hecho fanáticos con Marciano y el Tano. En agosto aprovecharon las vacaciones de invierno de Cecilia en la facultad y viajaron a Buenos Aires para grabar y mezclar el álbum en Supersónico.

Al principio, Gustavo armó una banda para llevar los temas a una escala más hi-fi, como solía hacer con Soda, pero mientras grababan sintió que las canciones perdían algo del espíritu original. Quería conservar ese latido de incubación de los demos, ese aura de exploración casera, y decidió quedarse con las versiones que había grabado en el living del departamento, salvo por las voces y unos bajos y teclados que agregó Zeta.

La presencia de Zeta era siempre una tranquilidad para él. Durante todos esos años, las canciones se terminaban de completar cuando las trabajaba con Zeta. Convocarlo, además, era un intento de cicatrizar la grieta que había abierto su ida a Chile.

Cuando el disco estuvo listo, Gustavo invitó a Spinetta al estudio para que escuchara su versión de “Bajan”. Quería tener su aprobación. Aunque era uno de sus máximos ídolos, casi no se habían cruzado y era el reconocimiento que le faltaba; pero no se animaba a llamarlo. Después de dar vueltas durante varios días, finalmente el contacto fue a través de los managers y, cuando le dijeron que Spinetta había aceptado, recién entonces lo llamó para invitarlo formalmente. Unos días más tarde, Spinetta fue al estudio y, cuando empezó a sonar la versión de “Bajan”, se sentó frente a la consola, se encorvó hacia adelante y apoyó la cabeza sobre los brazos con los ojos cerrados.

Si en la grabación original la belleza y la fuerza del tema estaban en la desnudez de la guitarra del comienzo y la fragilidad de su voz hasta que en el estribillo se electrificaba del todo, en la versión de Gustavo la potencia estaba en el color de la voz, en la calidez sensual de su interpretación mientras la distorsión controlada de las guitarras dibujaba un paisaje emocional por detrás.

Spinetta escuchó la canción encorvado, sin que Gustavo pudiera verle la cara para descifrar qué estaba pensando. Hacia el final, en vez de resolverse con un solo de guitarra, el tema mutaba hacia una suite electrónica sampleando su voz como un eco suave y difuso. Cuando terminó, Spinetta se quedó unos segundos en silencio mientras Taverna y Cerati se miraban de reojo. Finalmente se levantó, se dio vuelta y Gustavo vio que estaba llorando.

—¡Es una maravilla, Gustavo! —le dijo Spinetta con su voz desinflada. Se levantó y lo abrazó—. Te agradezco tanto.

Gustavo y Cecilia volvieron en septiembre a Santiago a esperar el parto. En sus dibujos y sus lecturas astrales se habían hecho fanáticos de Saturno: era el planeta del sistema solar que más les atraía por su consistencia casi líquida, su forma ovalada y los anillos que giran a su alrededor.

Durante algunas semanas pensaron ponerle Saturnino al bebé. A Cecilia también le gustaban Gaspar y, sobre todo, Benito. Su madre había estado a punto de llamar así a uno de sus hermanos. En la Argentina, además, estaba la historieta del Fantasma Benito y Gustavo empezó a jugar, poniendo una voz aguda de dibujo animado y en las últimas semanas del embarazo le hablaba a Cecilia y a la panza con esa voz durante horas.

Una noche de fines de noviembre, dos amigos DJ de Cecilia organizaron una rave en la montaña y, como Cecilia ya estaba con algunas contracciones, Gustavo fue un rato solo. Cuando volvió a las cinco de la mañana, Cecilia había empezado el trabajo de parto y decidieron ir a la clínica. El bebé nació la mañana del 26 de noviembre de 1993 y tenía la piel tan transparente que se le notaban todas las venas: tenía que llamarse Benito.

Ni bien Gustavo lo tuvo en brazos, su primera forma de contacto fue hacerle ritmos con la boca. Lo paseaba por los pasillos de la clínica armando un loop encima del ritmo con el que lo acunaba. Cuando volvieron al departamento, Cecilia pasó los primeros días casi sin salir del cuarto, acostumbrándose al ritmo de hambre y sueño de Benito. Gustavo dejó de fumar como había prometido. Hacía mucho que quería ser padre y estaba completamente compenetrado con su nuevo rol, acostándose y levantándose a la misma hora que Cecilia, despertándose en medio de la noche a cambiar pañales, asistiendo a su mujer en todo lo que necesitaba.

Al cuarto día, Gustavo salió por primera vez del departamento para hacer las compras al supermercado. En el camino pasó por un kiosco y simplemente no pudo resistirse. Compró un paquete de Jockey suaves largos, fumó dos cigarrillos dando una vuelta por el barrio y antes de volver al departamento tiró el paquete. Cuando subió los dos pisos, fue directo al baño a lavarse los dientes para que Cecilia no sospechara.

Y ya no pudo resistirse. Todas las mañanas empezó a inventar excusas para bajar a la calle después de desayunar a comprar algo. Después volvía, se lavaba los dientes y se reintegraba a su nueva rutina de padre primerizo. Cecilia sentía el olor a pasta de dientes que tenía Gustavo cada vez que volvía al cuarto y empezó a sospechar.

—Gus, da lo mismo, si no puedes, no puedes —le dijo—. Trata, pero si no puedes no tienes que andar escondiéndote.

Terminaron negociando que bajara a la calle o fumara junto a la ventana del living si Cecilia estaba en el cuarto con el bebé.

Durante todo ese año recorrieron Chile de norte a sur en el Fiat Uno de Cecilia, pasaron los fines de semana en la casa del lago Vichuquén y en el invierno ella lo llevó al cerro Valle Nevado para que aprendiera a esquiar. Gustavo tenía 34 años y nunca se había puesto unos esquíes. Mientras tomaba clases, Cecilia lo filmaba y era tan descoordinado que una vez ella terminó haciéndose pis de la risa.

Llevaban una vida hippie sin horarios, viajando, escribiendo, dibujando, criando a su hijo. Gustavo estaba hechizado con la simbiosis familiar que habían creado con Cecilia y Benito, alejados del mundo. Las noches de eclipse iban a las fiestas electrónicas de la montaña en las que tocaban los DJ chilenos que habían vuelto del exilio en Alemania con información musical fresca.

Apenas Benito se sentó, Gustavo le dio un teclado Casio Rapman para que jugara; se pasaba todo el día con él, tratando de enseñarle música, estimulándolo. Cada tanto, Zeta lo llamaba para preguntarle qué pensaba hacer. En Buenos Aires, todo el equipo de Soda Stereo esperaba que a Gustavo se le terminara el capricho y decidiera volver. La decisión de instalarse en Santiago no sólo había resquebrajado la relación dentro de Soda, había roto para siempre la inocencia del trío: para uno de ellos el grupo ya no era el plan principal en su vida.

El verano del 94 lo pasaron en la casa del lago y, una tarde, hacia el final del febrero, estaban sentados en los sillones del deck y Cecilia le preguntó qué pensaba hacer. Ya habían tenido unas vacaciones de un año concentrados en el embarazo y el nacimiento de Benito, aislados, sin ninguna rutina por fuera de esa vida familiar que llevaban. Aunque él estaba feliz con esa vida, ella tenía veintitrés años y ese estado de indefinición había empezado a afectarla. Necesitaba saber si se iban a quedar en Santiago o iban a volver a Buenos Aires y planear su regreso a la facultad o empezar a trabajar.

—¿Qué vamos a hacer, Gus?

Gustavo estaba tan hipnotizado con su nueva vida que la noción de realidad que había en las palabras de Cecilia lo descolocó. Volver a Buenos Aires significaba romper el hechizo y enfrentar sus problemas con el grupo. La vida que había alumbrado en Chile era un limbo que lo mantenía a salvo de tomar alguna decisión mientras Zeta, Charly y el resto del equipo lo esperaban en Buenos Aires.

Estaba tan cómodo así, en ese exilio mental y familiar, que no se le había ocurrido que en algún momento esos dos mundos tuvieran que chocar. A partir de marzo de 1994, Gustavo, Cecilia y Benito empezaron a pasar varios meses en Buenos Aires para que él reordenara su vida y decidiera qué quería hacer.

Se instalaron en el departamento de Alcorta y los fines de semana dejaban a Benito al cuidado de Lillian para salir a boliches donde pasaban música house y a ver bandas nuevas. El crítico musical Pablo Schanton y los diseñadores Alejandro Ros y Gabriela Malerba organizaban el ciclo de música electrónica Estetoscopios en la Goethe y Gustavo y Cecilia se volvieron habitués. A través de Malerba, en el boliche El Cielo conocieron a Leo García, que cantaba en Avant Press y era fanático de Gustavo.

Esa noche, se la pasaron hablando de la nueva música que estaban escuchando, como Chapter House, The Orb y el sonido de Manchester. Gustavo le contó que le había gustado el EP que habían grabado con Melero y quedaron en juntarse a zapar. En la semana se encontraron en el departamento de Recoleta del compañero creativo de Leo en el grupo, Ezequiel Araujo. Tocaron juntos un rato y Leo le mostró un cassette con el demo de un tema nuevo del grupo que se llamaba “Cibersirena”, que había grabado a la noche en su cuarto, en la casa de sus padres en Moreno, cantando bajito para no despertarlos. Puso el cassette en un equipo, esperando que Gustavo pudiera ver el potencial que tenía para ellos la canción más allá de las limitaciones de la grabación y apretó play.

—Me gusta cómo está —les dijo—, hay que grabarla así.

A los pocos días los invitó al departamento de Alcorta, mientras empezaba a proyectar su vida familiar en Buenos Aires. El vecino del 2° A había puesto en venta su departamento y querían comprarlo.

En el cuartito donde estaba su estudio casero, tenía un equipo poquet y una computadora en la que estaba aprendiendo a usar una nueva versión del Reason, un programa con el que podía manipular el audio de las canciones. Después de volver escuchar el demo con sus nuevas canciones, se cumplió lo que Melero les había profetizado cuando les producía el primer EP: Gustavo les ofreció grabarles el disco.

Las relaciones dentro del trío no era lo único que había cambiado durante el tiempo que Soda Stereo llevaba inactivo. Ningún otro grupo había ocupado ese vacío, pero un nuevo fenómeno masivo crecía en los márgenes del rock nacional. A comienzos de los 90, la experiencia contracultural de vida artística en comunidad de los primeros años de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota en la ciudad de La Plata había mutado en un grupo de culto que llenaba estadios atrayendo con sus fábulas proletarias y un rock oscuro y festivo a una generación de jóvenes que venían de familias a las que la hiperinflación y los despidos del menemismo habían dejado fuera del sistema.

El gobierno de Carlos Menem había promovido la ley de convertibilidad atando el valor de la moneda nacional al dólar para poner fin a las crisis de hiperinflación que durante la gestión de Raúl Alfonsín se convirtió en el gran trauma de la economía argentina. La medida buscaba ser un ancla para los precios pero resultó letal para la industria local, que dejó de ser competitiva frente a la avalancha de productos importados que saturaron el mercado como un espejismo irresistible. De pronto la Argentina era un país subdesarrollado con góndolas del primer mundo y la clase media con cierto poder adquisitivo viajaba con dólares baratos que volvían las vacaciones en el exterior experiencias de consumo desconocidas.

También se privatizaron las empresas de servicios públicos buscando modernizarlas y restarle un pasivo millonario de sueldos al presupuesto nacional, pero las ventas estuvieron contaminadas de sobornos e inauguraron una era de despidos y retiros voluntarios para volverlas rentables que dejó a miles de personas fuera del mercado laboral para siempre: el gran rojo de esos años iba a ser un piso del 20 por ciento de desocupación.

Esa doble dimensión de consumo y exclusión pronto se vio reflejada en el rock. El germen de esa división había sido inoculado en los 80, cuando Luca Prodan comenzó una pelea ficticia de Sumo contra Virus y Soda Stereo que reflejaba dos formas opuestas de ver el rock. Y en los 90, esa división tenía su segundo capítulo. Un grupo de hijos bohemios de la aristocracia platense que habían formado una cofradía artística, se convertían en un fenómeno de estadios que heredaba esa dialéctica, convirtiéndose en la banda de sonido de los suburbios arruinados por la hiperinflación y las privatizaciones, con la voz del Indio Solari sonando como una cura envenenada en historias de pibes de los suburbios a los que las aventuras les iban a salir mal, mientras que Soda representaba exactamente lo contrario. Era un grupo que siempre se había nutrido de la escena inglesa, importándole al rock nacional un sonido, una imagen y una concepción moderna y sofisticada que, en los nuevos parámetros de la época, era leída como las aspiraciones superficiales de la clase media que podía viajar mientras medio país se hundía en la pobreza.

Durante ese tiempo, Charly empezó a salir con la modelo Deborah de Corral, que tenía dieciocho años, y formaron Plum, un grupo con el que estaban terminando de grabar un álbum. Zeta, por su parte, produjo el primer disco de Peligrosos Gorriones, una banda platense de rock alternativo que encabezaba el costado más surrealista de la escena del Nuevo Rock Argentino. Seguía viviendo en su quinta de San Fernando con su mujer, Silvina, y sus dos hijos, Tobías y Simón.

Todos los días hacían pool entre los padres para llevarlos al jardín y, la mañana del 4 de julio de 1994, la madre de unos compañeros pasó a buscarlos por la casa de Zeta para llevarlos al jardín. A las pocas cuadras, frenó en una esquina con su auto y un colectivo que venía detrás no llegó a detenerse y chocó el baúl. Fue un golpe fuerte, pero casi no se golpearon.

La mujer se bajó del auto a ver qué tan grave era el bollo y pedirle los datos al chofer, pero el tanque de combustible estalló y el auto se prendió fuego. Corrió a sacar a los chicos mientras las llamas se comían los tapizados y los asientos. Sacó a Simón, a sus hijos y, cuando intentó agarrar a Tobías, que tenía tres años e iba atado en una silla especial, las llamas la escupieron para afuera. Zeta estaba en el gimnasio y durante un par de horas nadie pudo ubicarlo.

Mientras Simón se recuperaba de las quemaduras y enterraban a Tobías, de pronto todo el círculo de Soda Stereo volvía a encontrarse en los pasillos de un hospital después de un año y medio alejados. El shock fue tan grande que la única forma de reaccionar que encontraron fue restaurar las cosas y, al poco tiempo, Gustavo, Zeta y Charly volvieron a encerrarse en una sala como en los viejos tiempos.

Solos y a oscuras, empezaron a juntarse a zapar en Supersónico, tratando de descubrir qué tan posible era volver a despertar la memoria muscular del trío. Durante varias semanas avanzaron a ciegas, arrastrados por el sonido hacia ningún lugar; sus vidas habían cambiado tanto en ese tiempo que volver a estar los tres juntos en una sala contenía una rara carga de extrañeza y familiaridad. Experimentaron con samplers, loops y percusiones creadas desde la guitarra en busca de sonidos o acoples que sirvieran de disparadores de una nueva energía para el grupo. Gustavo había vuelto de Chile fanatizado con el acid house y el ambient, y esa música contaminó el espíritu de lo que estaban haciendo.

Cecilia empezó a trabajar con productoras de televisión y a planificar una vida en Buenos Aires. Se compró un Fiat Vivace con un plan de cuotas del gobierno y compraron el 2° A del edificio y lo unieron al suyo. Los sábados a la noche se corrían picadas sobre la avenida Alcorta y el ruido no dejaba dormir a Cecilia.

A fin de año Gustavo, Zeta y Charly decidieron tomarse unas vacaciones para dejar reposar lo que habían grabado y, a comienzos de 1995, volvieron a juntarse y, cuando escucharon todo lo que tenían descubrieron que había material suficiente para grabar un disco doble. El tiempo que habían pasado separados les había permitido tomar perspectiva sobre su propia obra; las nuevas canciones sonaban como una cristalización pulida y actualizada de la esencia de Soda Stereo. Después de un álbum experimental y radical como Dynamo, el nuevo álbum sonaba como un grupo grabando un grandes éxitos de canciones nuevas: un ejercicio de clasicismo pop tan contundente que no necesitaba estribillos.

En abril viajaron a Londres para mezclar el álbum en Matrix, unos estudios en el barrio de Fullham donde se habían grabado y mezclado varios discos con un sonido de vanguardia a comienzos de los 90, como Blue Line de Massive Attack, un destilado climático de soul, jazz, dub y hip hop de laboratorio que alumbró un nuevo género primo del house al que la prensa británica bautizó trip hop en 1991. Al año siguiente, Björk grabó parte de Debut, su segundo trabajo, absorbiendo influencias tecno, jazz, pop y trip hop. Parecía el lugar perfecto para que Soda Stereo satisficiera su curiosidad sonora; para un grupo que desde sus comienzos había tenido como guía el sonido del rockpop inglés, era un viaje hacia la meca.

A mitad de año las paredes de Buenos Aires amanecieron empapeladas con afiches que anunciaban un disco nuevo después de tres años de silencio:

EL 21 DE JUNIO NO SÓLO COMIENZA EL INVIERNO...

EMPIEZA UN SUEÑO...

SUEÑO STEREO, EL NUEVO ÁLBUM DE SODA STEREO.

El disco salió el 21 de junio de 1996 y fue presentado con un raid de nueve shows en el teatro Gran Rex durante septiembre, una aparición en el programa Videomatch y un show gratuito gigante en el que convocaron a más de 150 mil personas en la Plaza Moreno de La Plata. Después de eso, Soda viajó a Venezuela y Colombia.

A fin de año, Cecilia quedó otra vez embarazada y decidieron volver a instalarse en Santiago. Con la salida de Sueño Stereo volvían las giras, iba a ser más cómodo para Cecilia estar cerca de su hermana y de su madre cuando Gustavo estuviera de viaje. Pusieron en alquiler el departamento de ella en Providencia y se mudaron a una casa en el barrio Las Condes, en la misma cuadra que la madre de Cecilia. Era una casita inglesa con un jardín al fondo y un cuarto de herramientas en el que Gustavo armó un pequeño estudio casero.

Para él instalarse en Santiago no suponía más que dos horas de avión desde Buenos Aires, pero hacia dentro del grupo el viaje de vuelta a Chile fue una señal de que Gustavo no había vuelto del todo a Soda Stereo: seguía viviendo en otro país. El video de “Ella usó mi cabeza como un revólver” se rodó en Santiago y lo dirigió el publicista Stanley Gonczanski, uno de los compañeros de facultad de Gustavo y Zeta en la Universidad del Salvador. Gustavo no sólo había vuelto a vivir a Chile si no que ponía cada vez más condiciones y todo el equipo tenía que viajar a filmar donde estaba.

Al año siguiente, la gira siguió por Honduras, Panamá, Costa Rica, México, Guatemala y varias ciudades de Estados Unidos. En los ratos muertos de hotel, ensayaron unas versiones casi lounge de varias canciones de su catálogo y el 12 de marzo grabaron un especial para MTV Unplugged en Miami, que salió editado bajo el título Confort y música para volar.

Era un disco que mostraba hasta dónde había llevado Soda Stereo su obsesión con el audio: en las versiones que grabaron, las canciones parecían flotar en el sonido. Gustavo parecía a miles de kilómetros de Zeta y Charly.

Soda nunca había sonado tan bien y nunca había estado tan cerca de la desintegración. Para una versión ambiental y llena de efectos atmosféricos de “En la ciudad de la furia”, invitaron a la cantante colombiana Andrea Echeverri, del grupo Aterciopelados y, más que un grupo, pareció un combinado de estrellas latinas: ya no había nada que los uniera.

Al final de la gira Gustavo volvió a Santiago y, mientras esperaba que Cecilia diera a luz, empezó a juntarse por las noches con los amigos de ella en la casita del fondo. De esas jams noctámbulas nació Plan V, un grupo de música electrónica con el que empezaron a grabar un disco. Cecilia estaba esperando una nena y, como Benito se había hecho fanático de Los Simpson y corría por todos lados con sus muñecos, gritando “¡Lisa! ¡Lisa! ¡Lisa!”, les pareció natural que su nueva hija se llamara así.

Lisa nació el 2 de mayo de 1996 y, un par de semanas después, Plan V editó su álbum debut.

En la segunda mitad del año, Soda Stereo inició una nueva gira para presentar el Unplugged y Gustavo lo empezó a vivir como una tortura. Después de la muerte del hijo de Zeta lo había intentado y por un momento parecía que funcionaba, hasta habían compuesto un disco clásico en su regreso, pero ya no le encontraba sentido. Que el tour no estuviera empujado por un disco con canciones nuevas mostraba el agotamiento creativo del grupo. Gustavo se aburría. Las cosas se estaban volviendo insostenibles. Para

Zeta y Charly Soda Stereo seguía siendo el corazón de sus vidas, pero a Gustavo, que era el cantante y el motor creativo, el grupo se había convertido en un peso que no entendía por qué tenía que cargar. Se había empezado a convertir en un líder insufrible. Zeta y Charly ya se referían a él como “El quía” y todos estaban atentos a ver con qué humor se había despertado ese día.

Hacia el final de esa gira, Gustavo terminó forzando la charla sobre la separación. Era una decisión compleja, que involucraba desarmar una estructura gigante y que iba a implicar un proceso, pero ya no quería esperar más y una mañana de marzo de 1997 Zeta y Charly se enteraron por las radios que la decisión se había concretado: alguien había filtrado la noticia a los medios.

El 1 de mayo, el grupo anunció oficialmente su separación a través de un comunicado de prensa y Gustavo escribió una carta que salió publicada en el suplemento Sí! del diario Clarín.

Estas líneas surgen de lo que he percibido estos días en la calle, en los fans que se me acercan, en la gente que me rodea, y en mi propia experiencia personal. Comparto la tristeza que genera en muchos la noticia de nuestra separación. Yo mismo estoy sumergido en ese estado porque pocas cosas han sido tan importantes en mi vida como Soda Stereo. Cualquiera sabe que es imposible llevar una banda sin cierto nivel de conflicto. Es un frágil equilibrio en la pugna de ideas que muy pocos consiguen mantener por quince años, como nosotros orgullosamente hicimos. Pero, últimamente, diferentes desentendimientos personales y musicales comenzaron a comprometer ese equilibrio. Ahí mismo se generan excusas para no enfrentarnos, excusas finalmente para un futuro grupal en que ya no creíamos como lo hacíamos en el pasado. Cortar por lo sano es, valga la red, hacer valer nuestra salud mental por sobre todo y también el respeto hacia todos nuestros fans que nos siguieron por tanto tiempo. Un fuerte abrazo.

Aunque ese final terminó de romper las relaciones, Charly los convenció de hacer una última gira por Latinoamérica para que el grupo se despidiera del público y todo el equipo que trabajaba con ellos tuviera una indemnización. Tocaron en México, Venezuela, Chile y todo terminó el 20 de septiembre en el estadio de River, a diez cuadras del cuartito arriba de un garaje donde había empezado quince años antes.

El día anterior, Gustavo dio una entrevista al noticiero de Canal 13 después de la prueba de sonido y, aunque había demostrado la conciencia que tenía sobre el hito histórico que ese show iba a marcar en la historia del rock latino, le quitó dramatismo a la despedida.

—Con este concierto nosotros estamos celebrando un pasado y un presente hasta ese momento, pero estamos abrazando una idea de futuro también —dijo en la nota—. Yo creo que el domingo, además de plenos, nos vamos a sentir también aliviados de haber hecho las cosas bien todo este tiempo y haberlo cerrado.

La periodista le pidió que les dijera algo a los fanáticos a los que Soda Stereo había marcado generacionalmente en toda la región y que estaban tristes con el final del grupo. Gustavo contestó que en ellos también anidaba tristeza, que era imposible no sentir nostalgia por algo así: una parte importantísima de la historia de sus vidas estaba por terminar.

—En ese momento, en el escenario —agregó—, estoy seguro que voy a pensar que esto debería seguir mil años más.

La mañana del último show, Gustavo se despertó temprano y desde la ventana del living espió a la gente que ya desde el mediodía hacía la cola para el show. Mirando a través de la persiana, se divertía pensando que nadie ahí abajo se imaginaba que mientras ellos esperaban para verlo convertido casi en un dios arriba del escenario esa misma noche, él estaba ahí enfrente encargándose de las tareas domésticas de su casa.

Vivía exactamente a cuatro cuadras del estadio y había pensado en disfrazarse y cruzar caminando, pero la afluencia de público era tan grande que el plan era imposible. A la noche, más de 50 mil personas llenaron el estadio para el debut y la despedida de Soda Stereo en River. El grupo había irrumpido en la escena como una banda casi ska, después se había vuelto pop, dark y casi funk hasta terminar convirtiéndose en la gran banda de rock de Latinoamérica. Habían empezado siendo tres chicos recién salidos a la vida que se paraban el pelo con jabón y quince años después ya eran tres hombres maduros. Zeta se había quedado pelado, Charly estaba canoso y Gustavo usaba apliques para aumentar el volumen de su pelo. Arriba del escenario de River, se separaban sonando mejor que nunca. El show fue una cumbre de clasicismo, electricidad y emoción que terminó con “De música ligera”, el hit más emblemático de la historia del grupo.

—No solo no hubiéramos sido nada sin ustedes, sino con toda la gente que estuvo a nuestro alrededor desde el comienzo. Algunos siguen hasta hoy. ¡Gracias... —dijo Gustavo al micrófono y se quedó una milésima de segundo tratando de completar esa frase, mientras el aire todavía vibraba con los últimos acordes de la canción y 60 mil personas ahí abajo absorbían esos miles de voltios de energía convertida en rock de estadios; fue una milésima de segundo que se tragó los quince años de historia del grupo y en su cabeza de pronto vio todo como el final de una gran película en el que empezaban a caer los subtítulos frente a toda la gente y entonces quedó liberado de nombrar a nadie antes del estallido final del tema, sólo agregó—: … totales!

Después descorcharon una botella de champagne para brindar frente al público y se abrazaron por última vez. Mientras el escenario se llenaba de familiares y amigos, Gustavo agarró su filmadora y grabó al público. Benito y Lisa todavía eran chicos y no comprendían qué pasaba, alguna vez quería mostrárselos.

—Ustedes disculparán la obviedad —dijo acercándose por última vez al micrófono con la camarita en la mano, mientras las luces iluminaban al público—, pero qué se puede hacer si no filmar.

Un rato más tarde, después de pasar por el camarín y abrazar a su familia, siguió grabando todo con su cámara durante el after-show. En un rincón del gimnasio del estadio de River, mientras un DJ ponía música, los mozos pasaban con bandejas de comida y la gente se acercaba a saludarlo, Gustavo registraba todo con su filmadora como un turista de su propia despedida: de alguna manera él ya estaba muy lejos de ahí, mirando un recuerdo.