7. El futuro se estrella ante mí
La vedette Alejandra Pradón era un resplandor rubio y plástico bajo las luces de las cámaras que la acorralaban en la entrada del boliche. Un grupo de movileros la entrevistaba para los programas de la tarde mientras, a sus espaldas, Gustavo Cerati, Cecilia Amenábar y unos amigos entraban a Sunset por detrás de ese revuelo, sin ser vistos. Alguien les había prometido una mesa para que celebraran tranquilos después del show en el vip de ese boliche sobre la costa de Olivos, pero de pronto comprendieron que habían caído en la trampa de un relacionista público: estaban entrando al sitio que atraía a toda la farándula de la televisión.
El último concierto de Soda Stereo en el estadio de River había terminado sólo dos horas antes y una declaración de Cerati después de bajar del escenario valía oro, pero cuando el tumulto de periodistas se dispersó tras entrevistar a la vedette, Gustavo ya se había escapado y viajaba en una camioneta hacia el centro, para terminar la noche en el bar Ozono.
Mientras la combi atravesaba la ciudad, Gustavo fumaba un cigarrillo mirando por la ventanilla y experimentaba los últimos resabios químicos del último show de Soda Stereo, esa rara energía que lo dejaba flotando tras los conciertos y que le llevaba varias horas calibrar hasta volver a la normalidad: bajar del escenario y regresar al mundo real tenía un costo emocional en el cuerpo.
Cuando se despertó al día siguiente, Cecilia ya había levantado a los chicos y estaban jugando en el living. Gustavo se bañó, tomó un café con leche y al mediodía fueron a almorzar a lo de Lillian, como todos los domingos.
En esas comidas también todo giraba alrededor suyo, pero que estuvieran su madre, sus hermanas y sus sobrinos le daba una dinámica natural porque Gustavo era el hijo mayor, el varón de la familia. Además, siempre acababa de volver de algún viaje, algún show, alguna gira. Lillian recortaba las notas que salían en los diarios y las coleccionaba en carpetas que funcionaban como álbumes auxiliares, anexos de la memorabilia familiar. Laura se ocupaba de la parte administrativa de sus regalías, de resolver asuntos como mandarle su registro de conducir cuando quería alquilar un auto en otro país y se lo había olvidado, y siempre tenían algo que charlar sobre algún asunto pendiente.
En los viajes astrales que había hecho, cuando los guías le pedían que buscara un lugar donde se sintiera realmente en paz, su mente siempre lo llevaba al living de esa casa de Villa Ortúzar, al rincón junto al ventanal de la terraza, bajo el haz de sol que entraba a la tarde y donde se sentaba con su guitarra a practicar después del colegio.
Una tarde, cuando tenía trece años, Lillian lo escuchó tocando una melodía que le gustó y le preguntó desde la cocina:
—Qué lindo, Gustavo, ¿de quién es eso que estás tocando?
—Te gusta, ¿má? Lo hice yo recién.
Era una base rítmica de guitarra que iba a volver a tocar durante mucho tiempo en su adolescencia y que finalmente usó en “Cuando pase el temblor”, el reggae con arreglo de carnavalito con el que Soda Stereo dio el primer paso de su proyección continental.
Gustavo estaba por cumplir cuarenta y, en esa casa, Lillian mantenía su cuarto exactamente igual que siempre: estaban los stickers que había pegado en la ventana, el póster de The Police colgado en la puerta, los dibujos guardados en los cajones.
Mientras la separación de Soda Stereo todavía era noticia y los canales de televisión emitían especiales sobre el grupo, Gustavo se refugió en su rutina familiar y en asuntos más concretos como poner en venta los departamentos de Buenos Aires y Santiago para comprar una casa en la zona norte de la ciudad. Querían que Benito y Lisa crecieran en un lugar con jardín. Era la escena que terminaba de consumar el cuadro que siempre había proyectado para su vida adulta.
Una tarde de fines de noviembre, Gustavo había ido a Supersónico a resolver los últimos detalles de la venta de su parte del estudio cuando llamaron de una inmobiliaria para avisar que se acababa de desocupar una casa en Vicente López. Cecilia estaba en Alcorta recibiendo a Andrés Bucci y Christian Powditch, dos de sus amigos chilenos con los que Gustavo había armado Plan V. Acababan de llegar de visita a Buenos Aires por unos días y les pidió que la acompañaran en el Fiat 147.
La casa quedaba en la zona de barrancas de Vicente López y el frente no decía demasiado: pared de piedra Mar del Plata, rejas negras y algunas plantas. Pero una vez adentro los ambientes eran amplios y luminosos, había un ascensor para subir al primer piso y ventanales que daban a un gran jardín rodeado de enredaderas que caía suavemente hacia una pileta de lajas moradas. Detrás de la pileta, una escalera que llevaba a un cuarto de juegos bajo tierra.
A Cecilia la casa le encantó y Powditch, que era arquitecto, también le dio su bendición, así que fueron a buscar a Gustavo y esa misma tarde volvieron a reservarla.
En diciembre, mientras se mudaban, Gustavo dio un pequeño show en Brotecitos, el jardín de Benito, en un acto a beneficio de la cooperadora. Sobre el pequeño escenario del salón de actos, sentado en una silla, tocó con una guitarra acústica un set de nueve canciones que incluyó varios temas de Amor amarillo que casi no había tocado en vivo y algunos hits de Soda Stereo para los chicos, las maestras y unos cuarenta padres que se sentaron en el piso: fue su primera aparición musical tras la separación del grupo.
A la semana, Plan V dio dos shows casi secretos en el bar Ozono para cien personas. Un día antes, en el suplemento joven del diario Clarín había salido un anuncio encriptado: “Plan-V, vos sabés quiénes son...”
Eran pequeños movimientos en puntas de pie después de la avalancha que había significado la gira final de Soda Stereo.
A fin de año viajaron a Chile para pasar el verano en la casa del lago. La idea era quedarse hasta marzo, pero a mediados de enero un llamado interrumpió las vacaciones.
Miles Copeland, el ex manager de The Police y hermano del baterista Stewart Copeland, lo invitó a participar en un disco tributo al trío inglés del que también serían parte grupos latinos como Plastilina Mosh, Los Pericos y Desorden Público. Tenía que elegir alguna canción del catálogo de la banda, traducirla al español y viajar a Los Angeles a grabarla ocupando el lugar de Sting, que estaba en el pico de su carrera solista, vendiendo millones de discos en todo el mundo.
Para Gustavo esa invitación era una consagración y a la vez un cierre perfecto para la etapa de Soda. Unos días después, fue a una disquería de Santiago a comprar todos los discos de The Police y volvió a escucharlos en el living de su casa con la misma concentración obsesiva con la que los había escuchado cuando se juntaban con Charly y Zeta en el cuartito arriba del garaje, un verano quince años atrás. Y otra vez volvió a fascinarse con el segundo disco del grupo, Reggatta de Blanc, del que habían tomado la energía con la que se aproximaban a las canciones para el primer álbum de Soda.
Se decidió por “Bring on the Night”, una balada oscura que le gustaba por la forma en la que Andy Summers tejía los acordes de su guitarra entre la percusión. La letra estaba inspirada en Gary Gilmore, el primer condenado a muerte tras la restauración de la pena máxima en Estados Unidos en 1977, que se había vuelto aun más famoso por no presentar ningún tipo de apelación que pospusiera su condena; pero Gustavo tenía una lectura más emocional de la canción: para él se trataba de alguien que esperaba la noche porque no podía apreciar la claridad de las cosas.
A fines de febrero, le enviaron un ticket en primera para un vuelo a Los Angeles y una reserva por cuatro noches en el hotel Hyatt. Llegó un sábado a la mañana, bajo un pequeño temporal de lluvias que las radios de la ciudad pronosticaban para toda la semana. Cuando el auto que lo buscó en el aeropuerto lo dejó en el hotel, pidió en la recepción un cuarto para fumadores y se cruzó en el lobby con una comitiva de guardaespaldas que rodeaba a Little Richard, una de las leyendas de los orígenes del rock & roll. Mientras subía en el ascensor, pensó que ese encuentro era una buena predicción para su viaje.
Después de descansar un rato, salió a pasear y, como siempre que visitaba Los Angeles, terminó revolviendo bateas en Amoeba, una disquería independiente del tamaño de un supermercado a media cuadra del Sunset Boulevard. Compró vinilos de tecno, house y DJ alemanes que escuchaba en ese momento, pero también elegía discos si le gustaba el arte de tapa, el nombre del grupo o se llevaba cosas al azar, a ver si descubría algo por accidente.
Los hermanos Copeland lo invitaron a comer a la noche a la casa de Stewart en Santa Mónica y, en el living, protegidos de la lluvia, hablaron hasta tarde de la historia de Soda Stereo en Latinoamérica mientras tomaban un vino tinto chileno. Stewart no iba a poder grabar: tenía que viajar de urgencia a terminar las bandas de sonido de dos películas que habían adelantado sus agendas, pero lo iba a reemplazar el baterista Vinnie Colaiuta, que tocaba en el grupo de Sting.
Gustavo volvió al hotel tarde y cansado. La noche anterior había dormido mal en el avión y al día siguiente empezaba la grabación. Se acostó y empezó a escuchar ruidos extraños. Pensó que alguien tenía la televisión demasiado fuerte, pero también retumbaban risas y una percusión que sonaba como el batir de unas congas. Entonces se acordó de su encuentro con Little Richard. Sus músicos estaban alojados en las habitaciones contiguas y, mientras Gustavo daba vueltas en la cama, se quedaron tocando y cantando hasta la madrugada.
Un auto lo buscó al mediodía siguiente para ir al estudio y se encontró con Andy Summers. Tomaron un té, charlaron un rato y agarraron dos guitarras acústicas para trabajar en una primera versión de “Bring on the Night”. Antes de empezar, Summers tocó la línea de guitarra original como guía sobre la que trabajar las variaciones.
—El riff es impresionante —le dijo Gustavo, con una sonrisa.
Después le mostró los arreglos para el tema que se le habían ocurrido en Chile y tocó una versión con una afinación distinta. Enseguida, la energía comenzó a magnetizarse a su alrededor. Esa tarde, Gustavo grabó una guitarra acústica por detrás de la eléctrica de Summers, el bajo, las voces y, como hacía con Charly Alberti en los ensayos de Soda, le dictó a Vinnie Colaiuta cómo tocar algunas partes en la batería.
Summers y Copeland creían que habían invitado a un cantante, pero se encontraron con que, además de un músico superdotado, Gustavo era un productor con una sensibilidad cautivadora. Una combinación de talento, visión, prepotencia de trabajo y seducción que hacía que quedara al mando de las situaciones en las que participaba.
A la tarde llegaron unos periodistas a presenciar la sesión. Gustavo había arreglado que el diario Clarín y MTV mandaran a dos equipos a cubrir el día de grabación: era una forma de empezar a posicionar su carrera solista por fuera de Soda y mostrarlo a la altura de estrellas de rock internacional. Los periodistas de MTV les preguntaron a Summers y Colaiuta por el trabajo con Cerati.
—Al ir tocando tenía ideas de adónde podía llegar, y Gustavo dijo: “Creo escucharlo así en este verso” —contó el baterista frente a la cámara—. Yo lo escuchaba de otra forma, pero me pareció que lo que Gustavo sugería también funcionaba.
A la noche fueron con Summers a comer un bife a un restaurante argentino de la ciudad y charlaron sobre las historias de Soda y The Police. En la vida de Gustavo todavía todo se estaba reacomodando. Habían desarmado la productora Triple R, Zeta le había comprado su parte de Supersónico y, básicamente, no habían vuelto a hablar desde el último concierto. Summers le contó cómo habían sido las cosas con Copeland y Sting.
Al día siguiente le dieron los últimos retoques al tema, que tradujeron como “Tráeme la noche” y se quedaron mezclando hasta tarde.
Tenía el pasaje de vuelta recién para el miércoles. El martes salió de compras por la ciudad bajo la lluvia. Estaba obsesionado con la ropa de texturas extrañas y pasó casi toda la tarde recorriendo locales de diseñadores de Hollywood buscando buzos y camperas para su nueva etapa. Estaba cambiando la piel.
En marzo Gustavo empezó unas obras en el cuarto debajo de la pileta para ampliarlo y montar un estudio. Un búnker que equipó con consolas, sintetizadores, teclados, una computadora, sillones, guitarras y pedaleras. En el techo colgó el tensegrid de madera que había usado en la tapa de Canción animal como un talismán para bendecir todo que ocurriera ahí dentro, puso una foto de Cecilia con Lisa recién nacida en una pared y pegó un cartel del subte de Londres en la puerta que decía “Underground”. Al estudio lo bautizó Casa Submarina.
Mientras Cecilia empezaba a trabajar con productoras de canales culturales, filmaba videoclips y se involucraba en la escena electrónica de la ciudad, Gustavo se dedicaba a su vida familiar. Se despertaba temprano para prepararles el desayuno a los chicos, los llevaba al jardín, cambiaba pañales y cocinaba pollo al horno o fideos con alguna salsa rosa con jengibre los días que no estaban Cecilia ni la chica que los cuidaba.
Cuando volvía del jardín, Benito dejaba la mochila tirada, corría directo al estudio y si encontraba la reja de la pileta cerrada, se agarraba de los barrotes y se quedaba llorando hasta que Cecilia iba a buscarlo. Desde que tenía tres meses, Gustavo le había dado teclados y sintetizadoras a Benito para entretenerse y ya era un experto. Pasaban horas y horas ahí abajo los dos solos jugando con las consolas y la computadora. Benito construía loops, grababa varias capas de voces con efectos y había empezado a componer sus primeras canciones.
Durante ese año, grabó en Casa Submarina su primer disco, Cohete, que se convirtió en un hit intrafamiliar y que presentó con un show en el jardín de la casa cuando cumplió cinco años, como Gustavo cuando era chico.
Charly García vivía atrincherado en su cama, entre restos de basura, teclados y comida en descomposición, en un departamento destruido y pintarrajeado en la esquina de Coronel Díaz y Santa Fe. Luis Alberto Spinetta casi no salía de su casa de Villa Urquiza, vivía alejado del mundo, cocinaba pulpos a la cacerola, sacaba discos de rock cada vez más jazzeros y se escondía de los paparazzis que lo perseguían para conseguir una foto suya con la modelo Carolina Peleritti. Andrés Calamaro atravesaba una temporada química en su departamento de Recoleta: grababa compulsivamente y vivía sin dormir en una alucinación yonkie de dealers y personajes del hampa que colapsaba su computadora de nuevas canciones.
Gustavo, en cambio, habitaba su fantasía familiar en una casa de los suburbios, criaba hijos, armaba su estudio en el fondo y apadrinaba a una nueva generación de músicos acompañado por una bella mujer con sus mismas inquietudes artísticas. Casi todos los fines de semana salían a ver bandas nuevas o a bailar a fiestas electrónicas y se hacían amigos de artistas emergentes. En una de esas fiestas, Flavio Etcheto pasaba música house bajo el alias de Trineo y a Gustavo le encantó su set. Etcheto había trabajado con él en la época de Colores santos y Dynamo y, después de esa noche, Gustavo lo llamó para invitarlo a zapar en su estudio.
La música electrónica era un lenguaje sin palabras que lo alejaba de su rol de cantante en Soda y en el que se sentía un principiante, un sentimiento que le resultaba revitalizante. Mientras terminaba de equipar Casa Submarina, Etcheto empezó a visitarlo y la forma de probar los equipos nuevos fue zapando entre ellos. Empujados por un groove etéreo, atravesaban melodías como si fueran nubes en el camino y la excursión desembocó en la formación del dúo Ocio. Las horas de house atmosférico que grabaron durante esas sesiones fueron el germen de Medida universal¸ un álbum que editaron de forma casi anónima.
El año anterior Cecilia había dirigido el video de “Linternas” de Antonio Birabent y ahora estaba empezando a trabajar en uno nuevo para Altocamet, una banda electropop de Mar del Plata. Antes de empezar los integrantes del grupo viajaron a Buenos Aires para hablar con ella sobre las ideas que tenían y los citó en su casa. El cantante y el baterista del grupo se habían conocido a comienzos de los 90 en El Club de la Furia, un fanclub de Soda Stereo que tenía células en toda la región, y para ellos esa intrusión en la vida familiar del ídolo de sus adolescencias era algo casi irreal.
Un chalet en las afueras de la ciudad, una casa amplia con una colección enorme de sombreros en la entrada, instrumentos desparramados entre los juguetes, vinilos, muebles de época y los ventanales que daban al jardín: el paraíso privado de Gustavo. La sola idea de llegar a cruzárselo en una escena doméstica los llenaba de ansiedad y, finalmente, una tarde que estaban sentados en unas reposeras del jardín lo vieron llegar. Todos se quedaron en silencio. Gustavo se había cortado el pelo y usaba unos anteojos de marco grueso. Los saludó, les preguntó cómo iban con el video y desapareció escaleras abajo hacia su estudio.
Un mes más tarde acompañó a Cecilia a Mar del Plata para la presentación del video, que habían rodado entre un bosque de cielos saturados y una pileta. Benito aparecía jugando con un barrilete y Lisa dando vueltas en una calesita. Cuando llegaron, los recibieron con un asado en la casa de Pedro Moscuzza, el baterista, y charlaron de música toda la noche. Al igual que Gustavo, a ellos les gustaba DJ Shadow, el alemán Wunder y las dimensiones paralelas que parecían estar descubriendo en el audio algunos géneros de vanguardia como el deep house.
Gustavo estaba reconstruyendo su entorno. Se juntaba con artistas jóvenes como Flavio Etcheto o Leo García, que tenían un acercamiento experimental a la música que le interesaba, y a partir de esa noche los incluyó a ellos también en la nueva constelación de artistas de los que se estaba rodeando. Eran casi todos músicos que habían crecido escuchándolo a él, que además de las canciones habían absorbido la búsqueda sonora del trío, su costado más experimental: una generación que había evolucionado del pop hacia la electrónica y que encontraba en Gustavo un padrino para esa nueva escena en formación.
Así como siempre salía con mujeres más jóvenes que él, ahora también se rodeaba de amigos más jóvenes. Separarse de Soda había sido una liberación que estaba viviendo como un renacimiento personal y artístico. Pedro Moscuzza los visitaba varios fines de semana en Buenos Aires y se alojaba en el cuarto de huéspedes del altillo. Los fines de semana salían a ver bandas o a bailar con Capilla y Etcheto.
De día, en la superficie, Gustavo se concentraba en su vida familiar; de noche, después de comer con Cecilia y los chicos, bajaba al estudio y se quedaba hasta las seis de la mañana grabando y componiendo música electrónica. En la segunda mitad del año, lo visitaron los chilenos Powditch, Bucci y Guillermo Ugarte para grabar unos tracks de tecno ambiental para un disco de Plan V en conjunto con el grupo inglés Black Dog y se pasaron una semana atrincherados en el sótano: un arquitecto, un ingeniero de sonido, un DJ y una estrella de rock jugando con las consolas.
En noviembre, Gustavo volvió a los escenarios en la segunda noche del Festival Inrockuptibles, sobre la terraza belle époque del Centro Cultural Recoleta. Bajo una pantalla circular que proyectaba imágenes psicodélicas y, por momentos, parecía una luna llena de papel. Era la reaparición de Gustavo Cerati en un escenario de Buenos Aires, en medio de un festival de pop avant garde; pero no fue tanto un show como una demostración de todos los proyectos que estaba llevando adelante.
Tras una introducción climática con un sampler, se colgó la guitarra y tocó “Pulsar” de Amor amarillo y “Sweet sahumerio” de Dynamo con Leo García. Después se sumergió en un set de música house con Flavio, hubo una suite tecno con los Plan V y terminó el show tocando “Tu medicina”, de Colores santos, acompañado por Leo García en teclado y en las partes vocales de Daniel Melero.
Cuando bajó del escenario, Fernando Nalé, el bajista de Illya Kuryaki, se acercó a decirle que lo admiraba y que si en algún momento volvía a armar un grupo que le diera una oportunidad de probarse. Al día siguiente, el crítico Pablo Plotkin escribió en el diario Página 12: “A diferencia de sus registros en disco, Plan V experimenta en vivo con el costado más rítmico de la música dance: bases tecno cargadas de percusión y Cerati tocando la guitarra a cuentagotas. Para ese entonces, los desprevenidos que esperaban verlo cantar ‘De música ligera’ empezaban a mirarse las caras y a comprender”.
Algunas noches Gustavo iba a comer a la casa de Eduardo Capilla y se quedaban hablando hasta la madrugada echados en los sillones del living y tomando alguno de los vinos Santa Digna que Gustavo traía de Chile en cajas. Sus charlas invariablemente derivaban hacia temas metafísicos.
A Gustavo le gustaba imaginar cuánta gente estaría haciendo lo mismo en ese mismo momento en la cuadra en la que estaban, el barrio, la ciudad, el continente. Se preguntaba cuántos amigos habría echados en los sillones del living, tomando una botella de vino tinto y preguntándose por el universo. Cuánta gente estaría subiendo en ascensor en ese momento. Cuánta estaría lavándose el pelo bajo el agua caliente de la ducha. Cuántos se estaban poniendo unas medias nuevas esa noche. Cuántos estaban mirándose al espejo antes de salir. Cuántos cruzaban un océano a bordo de un avión sin poder dormir. Cuántos estaban teniendo sexo contra una pared. Se imaginaba una pantalla gigante en la que se proyectaban todas esas imágenes repetidas de un barrio, una ciudad, un continente: una coreografía trazada a ciegas por miles de desconocidos, una especie de armonía.
Gustavo no creía exactamente en Dios, pero la educación cristiana en el colegio San Roque había sembrado en él una inquietud existencial. A lo largo de los años esa curiosidad había adquirido diferentes formas: siempre había sentido una fascinación por el sol y los misterios de la naturaleza como los agujeros negros, la vida en otros planetas y el Triángulo de las Bermudas; en las giras de Soda Stereo por México se había sugestionado con la cosmovisión de los mayas y, más tarde, con los signos del Zodíaco. Tras la muerte de su padre esa búsqueda trascendental lo había llevado hacia la astrología, el tarot, las culturas antiguas, la física, la biología. Cuando no se podía dormir, miraba los documentales sobre tiburones y vida submarina que pasaban en el cable. En el jardín de su casa le gustaba quedarse un rato con las palmas de las manos abiertas para absorber la energía del sol.
Durante esas sobremesas en lo de Capilla, después de hablar sobre el cosmos, terminaban divagando, preguntándose por qué el Vaticano había sido decorado por banqueros judíos como los Medici o por qué, si el ser humano es en definitiva un algoritmo molecular, una combinación única de átomos, los científicos no habían descubierto todavía una forma de replicar ese algoritmo y poder reconstruir a una persona a partir de un mapa genético.
A veces también se preguntaban hasta dónde llevarían su pulsión de vida en caso de tener un accidente.
—¿Qué harías si perdieras las piernas? —le preguntó Capilla.
—Seguiría —le contestó Gustavo.
—¿Si te quedaras cuadripléjico?
—También, seguiría.
—¿Si te quedara sólo la cabeza?
—También, seguiría viviendo si tuviera solo la nariz.
Una de esas noches, Gustavo le confesó que estaba asustado.
No era algo que se permitiera con otros amigos. En general, siempre se mostraba seguro, en control de lo que le pasaba, pero Capilla era artista plástico y tenía una sensibilidad para ver las cosas que a Gustavo lo calmaba. Tenía miedo de que su carrera solista no tuviera el impacto de Soda Stereo y que eso fuera tomado como un fracaso. Por momentos, también, el éxito comercial de Soda Stereo le hacía desconfiar de su obra. Gustavo veía en Capilla un artista más puro, desentendido del mercado, y se preguntaba si él no tenía que profundizar su búsqueda artística más allá de la repercusión que tuviera su música.
Mientras él se hacía esas preguntas, los medios y los fanáticos se hacían otras. Charly Alberti estaba volcado al negocio de internet y Zeta trabajaba como productor de bandas nuevas. El único que iba a lanzar su carrera solista era Gustavo y todos los ojos estaban puestos en él. ¿Se iba a parecer a Soda Stereo? ¿Iba a tocar temas del grupo en los shows? ¿Sus nuevas canciones iban a sonar en la radio? ¿Los fanáticos de Soda iban a acompañar su carrera solista?
La separación del grupo había sido una diáspora. Después del último concierto ninguno de los miembros del staff se había vuelto a ver durante meses. Necesitaban vaciarse del pasado, desintoxicarse de todos esos años de convivencia, giras y conflictos. Gustavo dejó de verse incluso con Taverna, su gran amigo dentro del equipo. Recién en la segunda mitad del año volvieron a llamarse y a salir a andar en bicicleta algunas mañanas por la costa de Vicente López.
Se desprendió de todo el entorno, pero lentamente volvió a acercarse a tres personas que le resultaban clave. Taverna: que además de amigo había sido una pieza fundamental del sonido del trío y la única persona en la que confiaba para tocar en vivo con la ambición hi-fi que él tenía. Eduardo “Barakus” Iencenella: su mano derecha en el escenario desde la época de Dynamo y el asistente que conocía exactamente qué tipo de procesadores, delays y demás efectos acumulaba en cada canción para conseguir el sonido de guitarra que quería. Y Daniel Kon: el manager que había manejado al grupo en su etapa más monumental y que le aseguraba la tranquilidad de mantener su carrera solista en una escala parecida a la hora de negociar contratos, giras y shows.
Sin embargo, poco después de firmar el contrato Kon renunció y le dijo quería alejarse de la industria musical. A las semanas, Gustavo se enteró de que era el nuevo manager de Bersuit Vergarabat. Tenía que empezar de nuevo y sin Kon no sabía cómo.
En el verano de 1999 Gustavo se sintió con la energía para empezar a trabajar en el álbum que iba a inaugurar su etapa solista. Sabía que en tracks como “Pulsar”, de Amor amarillo, y “Tu medicina”, de Colores santos, en los que cruzaba capas electrónicas con guitarras procesadas estaba el punto de fuga que le interesaba explorar.
Empezó a pasar horas y horas en ese sótano, hasta que Cecilia bajaba para avisarle que estaba la cena o Benito aparecía de sorpresa. A la noche comía con ellos y, cuando se acostaban, bajaba otra vez a seguir componiendo. Lo primero que hizo durante esas madrugadas fue samplear unos segundos de la base tribal y exótica de “Waltz for Lumumba”, un track de 1967 de la banda inglesa Spencer Davis Group. Tomó una muestra y la fue estirando hasta transformarla en una percusión hipnótica, sobre la que grabó una melodía de guitarra escondida y una línea de voz balbuceada que desembocaba en un estribillo de notas altas: era el primer boceto de una canción tras la separación de Soda y lo llamó “Tabú”.
Después compuso una melodía de guitarra aparentemente dulce que fue tiñendo de una perversión imperceptible y la guardó en la computadora con el nombre “Engaña”. Siguió revolviendo entre sus archivos y sampleó el mellotrón que aparece durante algunos compases en “Eruption”, un track que dura 23 minutos del grupo progresivo Focus y cosió un loop que después envolvió en un suspenso downtempo con el nombre provisorio de “Bocanada”.
El resto de las composiciones se empezaron a abrir hacia diferentes paisajes y afinaciones. Boleros exóticos, rock glam, paisajismo pop y cierta ansiedad melancólica empujada por una rítmica funk: estaba reinventando y expandiendo su ars poetica. Su discurso siempre había sido musical y su relación con la época era a través del sonido.
Hacía varios años que venía acumulando un banco de sonidos, samplers y bocetos de canciones en su computadora. Una maraña de archivos a los que volvió durante esos meses de manera aleatoria en busca de inspiración. Su forma de componer había mutado a través de los discos, pero estaba cada vez más interesado en usar la tecnología como disparadora de su creatividad. Sentía que tocando una guitarra encendía mecanismos que ya tenía automatizados y que lo llevaban a repetirse; en cambio, si jugaba con sonidos construidos con la MPC, tomaba partes de otras canciones y las deformaba cambiándoles el tempo y estirándolas, aparecían ideas nuevas, gérmenes de canciones que lo llevaban a lugares inesperados. Cada vez más le gustaba llegar a la composición desde el groove y la percusión. Cecilia siempre le decía que en el fondo era un baterista, por eso su relación con Charly siempre había sido tirante: en un trío no había lugar para dos bateristas.
Cuando el material cobró forma definida, sumó a las sesiones a Flavio Etcheto y a Leo García, que para ir se tomaba el tren desde Moreno con su teclado. Las noches que terminaban muy tarde, Leo se quedaba a dormir en el altillo. Quería involucrar a otros músicos que lo inspiraran y potenciaran, como le había sucedido en Colores santos con Melero. Aunque él los trataba como pares y les consultaba sobre qué nuevos músicos podía convocar o qué manager contratar para esta nueva etapa, para Flavio y Leo él seguía siendo el ídolo de la adolescencia: les costaba quebrar ese encantamiento.
Llegaban a Vicente López a la tardecita, comían con Gustavo, Cecilia, Benito y Lisa en la cocina, y después bajaban al estudio a componer o se quedaban horas charlando en el jardín sobre meditación, el boom de la autoayuda y los libros Deepak Chopra que estaban enfocados en la noción de “vivir el presente”. En esas sesiones, a “Engaña” le agregaron un arreglo soplando unas copas con agua que Leo después sampleó. Gustavo encontró un boceto en su computadora y armó “Raíz”, una pieza de pop preciosista en la que convirtió una percusión folclórica en un loop casi tecno.
Mientras avanzaba con las composiciones, sintió que necesitaba terminar de rodearse de una banda. Primero llamó al bajista Fernando Nalé, que unos meses antes le había pedido que lo probara, y después al baterista Martín Carrizo, que acababa de dejar el grupo nü-metal A.N.I.M.A.L.
Carrizo había aprendido a tocar en su cuarto, pegándole a una batería de madera armada con bancos del colegio y copiando a Charly Alberti en el vinilo de Ruido blanco. Todas las noches, apagaba la luz, pegaba la lista de temas del show en el piso, ponía una botella de agua a un costado, le daba play al equipo y, mientras los ruidos del público grabados en el disco empezaban a sonar, él cerraba los ojos y se compenetraba tanto que llegaba a sentirse el baterista de Soda, a punto de tocar en un estadio de Latinoamérica. No sólo sabía todos los temas a la perfección, también conocía de memorias las distintas versiones que la banda hacía en cada gira. De “Sobredosis de TV” podía tocar la versión original, la del primer Obras en 1986, la de Ruido blanco, la de Viña del Mar y la del último concierto.
El día que fue a Vicente López para la prueba, bajó su batería al estudio y estuvo siete horas seguidas tocando con Gustavo, Flavio, Leo y Fernando. Al final del ensayo, se sentaron todos en el piso a tomar algo y Gustavo les habló de la gira de setenta shows que estaba proyectando por todo el continente para presentar el disco y del clima que quería conseguir con las canciones sobre el escenario. En un momento se hizo un silencio, lo miró a Carrizo y le dijo:
—Bueno, ¿tocamos juntos?
Una vez que la banda estuvo armada, empezaron a ensayar todos los días en Casa Submarina. El bautismo definitivo llegó una tarde en que Gustavo les mostró “Puente”, un tema construido sobre un arpegio de guitarra acústica y delays al que todos se acoplaron. En unas pocas horas lograron que desplegara toda su prepotencia radial y grabaron un coro que la hacía flotar antes del estribillo. Para una de las estrofas Gustavo se inspiró en las charlas metafísicas con Capilla sobre el amor y los átomos y escribió:
Desordené
átomos tuyos
para hacerte aparecer.
En otra sesión Gustavo empezó a tocar un fraseo de guitarra de la época de Dynamo que nunca había podido resolver y, encerrados en el sótano, tiñeron la melodía de un aura glam que le gustó. Cuando terminaron, la grabó en la computadora con el nombre de “Paseo inmoral”.
El momento de escribir las letras le seguía resultando estresante y lo dilataba hasta el final, pero las melodías de voz ocupaban un lugar central en estas nuevas canciones: muchas se resolvían en su perfomance vocal, cantando como un crooner lánguido de los años 50 y potenciando su rol actoral para diferenciarse de la métrica de Soda.
Mientras avanzaba la grabación le pidió a Francisco Bochatón, que acababa de separarse de Peligrosos Gorriones, y al crítico musical Pablo Schanton, que solía escribir las canciones de Leo García, que lo ayudaran con algunas letras. Al director y arreglador Alejandro Terán le pidió que tradujera para una pequeña orquesta los arreglos de cuerda que había compuesto en un teclado en “Verbo carne”. Terán fue una tarde a Casa Submarina y después de escuchar la canción le dijo que iban a necesitar como mínimo cincuenta músicos para replicar esa orquestación.
En mayo Gustavo viajó con Terán y Flavio a Londres a grabar “Verbo carne” con una orquesta sinfónica de 48 músicos en el estudio 1 de Abbey Road y mezclar todo el disco en Matrix, con el mismo ingeniero de sonido de Sueño Stereo. El día que llegó al estudio, la orquesta ya estaba trabajando en la canción. Durante un rato, se dedicó a mirarlos sin decir quién era y filmó la grabación con su camarita como un turista, maravillado con la dimensión sinfónica que estaba alcanzando su composición. Terminó tan conmovido que, cuando llevó las cintas esa noche a los estudios Matrix, volvió a grabar la voz.
A la mezcla invitó a periodistas de MTV, Rolling Stone y a Dolores Barreiro, la modelo que conducía el programa El Rayo.
—Este disco que estoy haciendo es el principio de algo que viene —le dijo al periodista de MTV.
Muchos medios y fans veían sus proyectos de música electrónica como desvíos o caprichos musicales, y que existiera esa percepción a Gustavo lo ponía de mal humor.
—Hay muchas formas de hacer música que me gustan. Creo que la tecnología nos empezó a dar una cantidad de elementos para hacer con otros instrumentos que se han ido agregando a los que ya más o menos conocíamos. Después de la agonía del rock en cuanto a su fórmula, quizás el espíritu más rockero, entre comillas, e investigador y excitante, fue la música electrónica… —dijo. Le parecía mentira que lo cuestionaran cuando el nivel del rock nacional para él era tan malo—. Cuando veo lo que hay a mi alrededor, cuando prendo la radio y escucho lo que hay, no me cabe la menor duda de que estoy por un buen camino.
Durante esos días en Londres, Gustavo fue a un show del grupo electrónico GusGus y se encontró entre el público a Deborah de Corral, que se había involucrado en la escena underground de la ciudad y estudiaba ingeniería en sonido. Intercambiaron teléfonos y Deborah visitó varias veces el estudio. Siempre se habían llevado bien pero se habían conocido en los peores años de Soda, cuando la relación entre Gustavo, Zeta y Charly se estaba rompiendo. Ella había empezado a salir con Charly mientras Gustavo estaba en Chile con Cecilia embarazada y después se habían cruzado durante la disolución del grupo. Ese encuentro era una especie de revancha y, en esos días, algo se empezó a despertar entre ellos.
Cuando volvió a Buenos Aires, Gustavo recibió un llamado de Oscar Roho, el dueño de la peluquería donde los músicos de Babasónicos, Los Brujos y Juana La Loca se cortaban el pelo. Había planeado un calendario con la fotógrafa Nora Lezano en el que participaban varios artistas de la escena sónica, pero sentía que le faltaba tener al padrino de todos ellos. Se le había ocurrido hacer una producción de fotos en la torre de control de una base aérea de Morón, con Gustavo rodeado de antenas y equipos de navegación.
—Dale, me encanta —le dijo—. Pero me tenés que cortar el pelo, porque lo tengo hecho un desastre.
Cuando a la semana lo vieron llegar a la peluquería, Oscar y los otros peluqueros se metieron en la cocina, sin saber qué hacer. Ninguno se animaba a salir. El local era un rectángulo mínimo en una cortada del barrio de Caballito. Todos tenían alrededor de veinticinco años y habían crecido escuchando Soda Stereo. Aunque estaban acostumbrados a que pasaran músicos todo el tiempo, Cerati significaba algo mucho más importante.
Y estaba ahí, vestido con una campera de jean abotonada, pantalones camuflados, zapatillas, unos clippers de Ray-Ban y los rulos crecidos, parado en la puerta, solo, esperando que apareciera alguien. En el local sonaba una playlist con canciones de Blur, Pulp, Oasis, Ian Brown, Beastie Boys, High Llamas: exactamente las mismas bandas que él escuchaba en ese momento.
Roho juntó fuerzas y salió a recibirlo. Después de charlar un rato sobre la producción de fotos para el calendario, Gustavo le dijo que quería cortarse el pelo pero no sabía cómo. A lo largo de su carrera se había cortado el pelo de todas las formas posibles, pero necesitaba encontrar algo nuevo: una nueva década estaba a punto de comenzar y él estrenaba carrera solista. Después de repasar todas sus mutaciones estéticas, decidieron buscar un look medio glam y sofisticado, con rulos apenas crecidos.
Unas semanas más tarde, Gustavo posó con su nuevo corte para la producción de la tapa del álbum, a cargo de la fotógrafa Gaby Herbstein y del diseñador Alejandro Ros. El resultado fue un retrato misterioso y a la vez sofisticado, en el que aparecía de perfil, envuelto en un aura de humo azul que emanaba una extraña calidez glacial.
Bocanada salió a la calle en junio de 1999 y fue un gesto desafiante. Hacia el final de los 90, el sonido y el discurso del rock nacional se volvían corrosivos y conservadores. Después de una década en la que las importaciones cargaban con el estigma del modelo que había arruinado la economía, dentro del rock la sofisticación era tomada como una frivolidad. Los Redondos y La Renga llenaban canchas de fútbol con un rock crudo y las nuevas grandes bandas del rock argentino como Bersuit y Los Piojos, que estaban en plena carrera de convocatoria hacia shows de estadio, rotaban en las radios con discursos politizados y un sonido rioplatense.
El primer corte que llegó a las radios fue “Raíz”, un bolero construido sobre una base tecno-folclórica que mostraba la amplitud estilística del álbum y que fue recibido como un artefacto extraño. Dentro del panorama musical, el collage sonoro con el que Cerati daba su primer paso por fuera de Soda Stereo a muchos les sonó presumido y artificial.
Gustavo y el director Andy Fogwill proyectaban la filmación de un video para “Raíz” con una escenografía hecha completamente en madera, cuando la discográfica les avisó que el single no funcionaba en las radios: iban a adelantar la rotación de “Puente”, un hit asegurado que Gustavo había preferido guardar para rotar una canción más representativa de la búsqueda que había llevado adelante en el álbum.
La sugestión melódica de las guitarras, la cadencia de su voz deslizándose sobre las notas y el estallido luminoso del estribillo contenían la memoria musical de Soda a la vez que sonaba como un pasaje más natural a su estadío solista. “Puente” era una evolución menos rupturista pero, sobre todo, tenía la prepotencia radial de un hit; que hubiera guitarras al frente funcionaba como un espejismo decisivo para infiltrarse en los rankings: era rock.
Mientras Fogwill reagrupaba a su equipo de producción para pensar nuevas ideas, Gustavo se acordó que cerca de su casa alguien había aterrizado un helicóptero para publicitar algo y se le ocurrió que en el video podía convertirse en un piloto que sobrevolaba a la noche la ciudad en busca de sus amigos. Una reescritura tecno y menos dramática de la epopeya del héroe alado de “En la ciudad de la furia”.
La idea de Gustavo era presentar el disco en Buenos Aires y después salir de gira, pero el programa infantil Chiquititas tenía reservado el teatro Gran Rex durante todo agosto y septiembre. Primero viajó a dar un par de entrevistas a Chile, después fue México y en un programa estuvo solo frente a las cámaras atendiendo llamados de los televidentes y finalmente encaró una breve gira por Latinoamérica antes de dar una serie de seis shows en Buenos Aires en octubre.
Había un tabú: el público de Gustavo estaba compuesto por el público de Soda Stereo y la gran pregunta era cuántas canciones de su vieja banda iba a tocar en vivo. En qué medida verlo a él iba a seguir siendo una experiencia parecida a ver a Soda. Eduardo Capilla ambientó el escenario como un living con veladores antiguos, un sillón Barcelona y espejos para la presentación de un disco que ya era una ambientación en sí mismo.
El primer show fue el 21 de octubre y Gustavo salió al escenario con la percusión acuosa de “Río babel” ya disparada. Estaba vestido con un chaleco entretejido y pantalones anchos.
—Buenas noches, hermosos —dijo cuando terminó la canción.
Gustavo no era exactamente un performer: arriba del escenario siempre enfrentaba al público filtrando su sensualidad con una guitarra colgada, pero necesitaba evolucionar en esta nueva etapa y para “Verbo carne” la dejó a un costado, concentrándose en su voz, envuelto en el humo de un cigarrillo.
El set incluyó tres canciones de Soda. Una versión downtempo de “Hombre al agua” de Canción animal, “Sweet sahumerio” de Dynamo y “Zona de promesas”, una cumbre emocional de su obra en la que le cantaba a la madre y que constituía una excepción en un corpus de canciones en los que nunca aparecían personajes concretos. Hacia el final del show, desde las plateas varios fanáticos le reclamaron más temas de Soda.
—Para eso quedan los discos —les contestó Gustavo, casi con mal humor—. Esto es otra cosa.
En febrero de 2000 Gustavo emprendió con su nueva banda un tour por siete ciudades de Estados Unidos a bordo del micro de gira de los Red Hot Chili Peppers. Una nave plateada y futurista acondicionada con minibar, un sector de cuchetas con pantallas individuales, una zona para comer y un living con sillones y una tele de 50 pulgadas en la que vieron 2001: Odisea del espacio mientras corrían de noche por una ruta al borde del Pacífico rumbo al sur de California.
Después de tocar en Los Angeles y en Anaheim, el tercer punto de la gira fue en el Club Tropicana de San José, una ciudad sobre la bahía de San Francisco. Esa noche salieron al escenario y al segundo tema se armó una pelea entre los parroquianos. Los guardias de seguridad inundaron la sala con gases lacrimógenos y ellos tuvieron que salir del escenario gateando para poder respirar. Mientras bajaban a los camarines, Gustavo vio a Leo tosiendo sin parar entre los instrumentos, lo bajó a la rastra y se volvieron al hotel.
Con las giras volvían las aventuras y las tentaciones. Después de una temporada de placidez familiar, estar en la ruta despertó algo en él. En seguida empezaba a experimentar las mutaciones de su personalidad que afloraban en los tours. Estaba Torpeman, el apodo con el que lo habían bautizado en Soda por su torpeza en la mesa. Solía causar desastres en cadena: tiraba copas en dominó, arrastraba manteles que arrastraban platos, vasos y botellas. También estaba Beto, un alterego pendenciero que se adueñaba de él las noches que salía de fiesta y usaba una peluca negra llena de rulos. Estaban las chicas que merodeaban los camarines y las que se colaban en los hoteles para llegar hasta su habitación.
Cuando estaba de viaje, Gustavo era una mezcla de guía turístico, gourmand cosmopolita y salidor compulsivo. Durante esa gira, que abarcó también Puerto Rico, Ecuador, Venezuela, Costa Rica y México, llevó a los músicos de su nuevo grupo a Disney, a comer hamburguesas de mariscos en Guadalajara y a pasar el día en una islita de Morrocoy, en el Caribe venezolano. Para llegar, tuvieron que aterrizar primero con un aeroplano en una isla casi desierta y desde ahí tomaron una lancha hasta otra más alejada, mientras Taverna se mareaba con el oleaje y vomitaba por la borda.
A la noche, después de los shows, les preguntaba qué comida querían probar y los llevaba a restaurantes de cocina exótica y a fiestas en lugares insólitos. Muchas veces, Leo se quería quedar durmiendo en el hotel y Gustavo y Flavio entraban a su cuarto y se ponían a saltar en su cama para despertarlo y convencerlo de que los acompañara a bailar.
Entre los vuelos y los ratos muertos en el hotel, Leo le mostró unas canciones que estaba componiendo y a Gustavo le gustaron tanto que al volver a Buenos Aires se encerraron en Casa Submarina a grabarlas. A fines de 2000 sacaron un EP adelanto con “Morrissey”, una canción de amor entre dos hombres a escondidas de una novia, construida sobre unos acordes de guitarra rítmica y el estallido suave de una batería electrónica en el estribillo. El tema se convirtió en un éxito radial instantáneo y lanzó la carrera solista de Leo antes de que tuviera el disco terminado.
Un periodista de Clarín los entrevistó en el estudio y registró el ritmo del trabajo que imponía Gustavo. Contaba que volvía obsesivamente sobre los mismos compases del estribillo en los que Leo cantaba empujando su voz al borde un falsete “Y sentir lo que es morir y renacer”, mientras seguía con todo el cuerpo la melodía y manipulaba las consolas.
—Hace semanas que no puedo sacarme ese tema de la cabeza —le dijo uno de los asistentes del estudio esa tarde.
—Ese es el objetivo, que se te pegue —le contestó Gustavo—. Que no te lo puedas sacar de encima nunca.
Leo se había limitado a cantar, dejando el resto de las cosas en sus manos.
—Se internó a full, en jornadas que duraban hasta las seis de la mañana —contaba—. En este tiempo no estuvo con sus hijos y hasta me dio cierta culpa. Yo veía que los chicos lo buscaban, que querían ver al padre.
Ese sótano era el juguete perfecto para Gustavo pero también era el escondite de un matrimonio que empezaba a aburrirlo. El primer choque de Gustavo contra el tiempo había sido la muerte de su padre en 1992 y había reaccionado con ataques de asfixia. Después de cruzar la frontera de los cuarenta, su reacción era volver a sus años de juventud: la vida de padre de familia de pronto ya no le alcanzaba. Volver a salir de gira había sido como despertarse del encantamiento de un largo sueño. A la noche, después de pasar el día entero en el estudio, Cecilia lo encontraba en el baño peinándose y arreglándose para salir a bailar con Capilla y Flavio al Morocco, un boliche alternativo en el Microcentro.
Casa Submarina tenía otro problema: estaba al pie de una barranca, cerca del río y las tormentas eran una amenaza de inundación permanente que finalmente se concretó un fin de semana en el que un temporal hizo crecer las napas y toda esa zona del jardín quedó bajo el agua, sin que llegaran a rescatar los equipos. Mientras caía la lluvia, Gustavo miraba llorando desde el ventanal del living cómo el agua entraba en su estudio.
Brian Eno había intentado varias veces llevar un diario, pero el impulso siempre le duraba unas pocas semanas. Por lo general empezaba la mañana siguiente de Año Nuevo y, durante algunos días, se preparaba un café después de levantarse y se encerraba en su estudio a escribir unos párrafos, hasta que en la segunda o tercera semana de enero los viajes y proyectos como músico o productor de Roxy Music, David Bowie, Talking Heads, U2 o alguna de sus grabaciones experimentales lo absorbían del todo y terminaba olvidándose del diario.
El resultado de esos abandonos eran varios cuadernos apenas empezados que registraban cómo habían sido sus primeros días de cada año desde mediados de los 70. Finalmente, en 1995 Eno decidió tomárselo en serio y llevó un diario durante todo el año en el que narró la trama interna de sus días. En ese tiempo, grabó junto a U2 música para películas imaginarias, produjo el álbum Outside de Bowie y convocó a grupos como Radiohead, Oasis y Massive Attack a que participaran en un disco con el que reunió fondos para los chicos huérfanos por la guerra en los Balcanes.
Al año siguiente, publicó A Year With Swollen Appendices, un libro donde compiló esos diarios e incluyó una segunda parte en forma de apéndice con ensayos, cuentos breves, entrevistas y su correspondencia con el escritor americano Stewart Brand, editor de la revista contracultural Whole Earth Catalog. Gustavo lo encontró en una librería de Londres mientras mezclaba Bocanada, lo compró y, a la vuelta, quedó perdido en la biblioteca hasta que Cecilia lo descubrió una tarde. Los ensayos de Eno combinaban experiencias, anécdotas, reflexiones sobre el rol del arte en la vida de las personas y consejos, como si se tratara del manual de estilo para la vida de los músicos. Después de la gira de Bocanada todo había empezado a desmoronarse lentamente y leyeron esos diarios como una terapia de pareja.
Eno recomendaba, por ejemplo, ordenar la casa y el estudio una vez al día, para que todo se mantuviera en armonía, una batalla que Cecilia perdía con Gustavo casi siempre: no había forma de que dejara algo en el lugar de donde lo había sacado. También recomendaba que los músicos o productores no tuvieran el estudio en sus casas, porque si no nunca terminaban de salir del todo de ahí adentro cuando volvían a su vida familiar. Decía que lo mejor era tenerlo fuera pero cerca, a algunas cuadras, y poder ir caminando. Después de leer esos diarios, Cecilia empezó a insistirle a Gustavo para que buscara alguna propiedad cerca de la casa donde armar su estudio.
Entre la inundación, las peleas matrimoniales y las limitaciones espaciales de Casa Submarina, a comienzos de 2001 Gustavo decidió empezar a trabajar en su nuevo disco fuera de casa y alquiló durante un mes y medio los estudios Del Cielito, una casona equipada en una quinta de Parque Leloir, un suburbio de casas de fin de semana en la zona oeste del Conurbano bonaerense.
Bocanada había sido un trabajo de laboratorio y quería que su próximo movimiento fuera más expansivo y grupal. Leo García estaba lanzando su carrera solista y Martín Carrizo armaba su propia banda, así que reformuló el grupo manteniendo a Flavio Etcheto y a Fernando Nalé como la base nuclear, reemplazó a Carrizo por el baterista Pedro Moscuzza y convocó a varios músicos de la escena electrónica de la ciudad, como Rudy Martínez, del grupo tecnopop Audioperú, y a los DJ Javier Zuker y Leandro Fresco.
Todos los mediodías, Barakus los buscaba por el puente de Pacífico, en Palermo, y se apretujaban durante media hora en el Fiat 147 que había heredado de Gustavo para el viaje en autopista hasta la sala. Pasaban todo el día zapando a la deriva. Gustavo daba una directiva cada tanto, soltando un loop que tomaban como punto de partida, pero la idea era crear la música desde el groove y avanzar sin rumbo definido.
Las sesiones empezaron a fluir con la fuerza de una catarsis y en pocas semanas acumularon varias horas de grabación. Zuker llevó vinilos de su colección que usaron como disparadores. Sobre un piano de Herbie Hancock y un contrabajo, compusieron una canción de pop distorsionado que en el pizarrón del estudio bautizaron “Radiohead”. También samplearon “Dreams” de Fleetwood Mac y los coros de un disco de soul.
El negativo de toda esa combustión musical era la decadencia de su matrimonio. Mientras avanzaban las sesiones, un paparazzi de la revista Caras lo fotografió con Deborah de Corral paseando a su perrito por Palermo y todo terminó de romperse. La revista Pronto publicó que Cecilia estaba saliendo con Francisco Bochatón, un ex protegido de Gustavo. De pronto, el fin del matrimonio perfecto del rock inundaba las revistas con rumores de infidelidades cruzadas y detalles melodramáticos. Que Deborah fuera la ex novia de Charly Alberti sólo le sumaba morbo a la noticia.
En medio de todo eso, Gustavo intentó seguir adelante con las sesiones. Su forma de superar las crisis era abrazarse al futuro. Nunca había sido nostálgico; solía desprenderse del pasado con cierta indolencia, había dejado atrás a novias, amigos, bandas, convencido de que lo que viniera iba a ser mejor.
La foto de la revista Caras también era la respuesta para todas las preguntas que le hacían a Gustavo sobre cuándo iba a volver Soda Stereo. Y era la segunda vez. Casi diez años antes algo parecido había sucedido con Paola Antonucci. Deborah acababa de volver de Londres, se habían cruzado en fiestas, shows y la tensión que siempre había flotado entre ellos había terminado consumándose. Tenía sentido. A los treinta, Gustavo se había casado y tenido dos hijos con una chica de una belleza sofisticada y familiar de la alta sociedad chilena que además era modelo, DJ y tenía una cultura musical casi tan grande como la suya. Y después de cruzar los cuarenta, estaba empezando a salir con una modelo lánguida y desenfadada de rasgos exóticos: Deborah tenía un brillo felino en los ojos algo separados y una cara angulosa que componían una belleza imperfecta y a la vez irresistible.
Y tenía, además, una historia tumultuosa. Había crecido sin conocer a su padre, a los dieciséis salió en la tapa de Gente bautizada como “La nueva Lolita”, a los diecisiete se había escapado a Europa con un novio polista, a los veinte estaba conduciendo el programa de televisión El Rayo mientras salía con el baterista de la banda más popular de Latinoamérica y, después de una temporada en Londres viviendo sin papeles y sumergiéndose en la escena underground de la ciudad, había vuelto a Buenos Aires a recuperar su lugar y el primer golpe de ese regreso había sido empezar a salir con el ex cantante de ese mismo grupo haciendo estallar su divorcio en los medios: esa clase de desenfado.
Gustavo siguió con las zapadas mientras se mudaba de Vicente López a una casa alquilada en Saavedra, pero esta vez simplemente no pudo. Mantener la energía creativa en medio de la separación fue imposible y decidió tomarse un respiro, dejar reposar ese material un tiempo y que todo a su alrededor se acomodara. Separarse de Cecilia era el final de muchas cosas: el final de la relación más importante de su vida, el final de su proyecto familiar, el final de la convivencia diaria con Benito y Lisa, el final de ese paraíso privado que se había construido para sí mismo como un refugio, el final de un modelo de vida utópico para una estrella de rock.
Aunque en medio de todo eso estaba naciendo un nuevo amor con Deborah, quedarse quieto tampoco le funcionaba. Gustavo había aprendido a alimentarse de las crisis, usar el dolor como una energía que había que quemar para mantenerse en movimiento. A mitad de año, actuó y compuso la banda de sonido de la película + Bien, dirigida por su amigo Eduardo Capilla, y aceptó participar de un especial de televisión que consistía en la grabación de un disco en vivo en el teatro Avenida con versiones orquestales de once canciones de su carrera, que se llamó 11 episodios sinfónicos. Un día de ensayos en el teatro, ella pasó a buscar a Benito y Lisa, que estaban en los camarines con él, y todo terminó a los gritos cuando vio a Deborah. La pelea fue tan ruidosa que todos los músicos de la orquesta la escucharon y pensaron que era un día perdido, pero quince minutos después Gustavo apareció en el escenario y cantó a la perfección.
Después de la grabación del especial en agosto de 2001, se fue con Benito y Lisa a Estados Unidos en sus primeras vacaciones de padre separado. A la vuelta, se encerró en la casa de Saavedra a trabajar en su computadora con el material grabado en Del Cielito. Mientras Cecilia evaluaba instalarse una temporada en Chile con los chicos, la mujer de Barakus buscaba alguna casa en venta por Vicente López para que Gustavo armara su nuevo estudio, dos aviones chocaban contra las Torres Gemelas en Nueva York, la Argentina caía en un desmayo institucional estimulado por una crisis política, económica y social: el caos parecía envolverlo todo. Gustavo se quedaba hasta la madrugada haciendo zapping en la tele y mirando las emisiones nocturnas de Gran Hermano, dándoles forma a las zapadas y escribiendo frases en papelitos que dejaba tirados por los cuartos y después juntaba de forma aleatoria para construir las letras de las canciones. Había tanto material que empezó a pensar en grabar un disco doble, dividiendo los impulsos más rockeros de las incursiones electrónicas.
A fines de diciembre, mientras el presidente Fernando de la Rúa renunciaba tras decretar el estado de sitio, Gustavo viajó con Deborah a Punta del Este y se alojaron en el hotel Cipriani, un cinco estrellas con vista al mar que acababa de abrir en la zona de La Barra. Oscar Roho había viajado con su mujer y sus hijos a la casa de sus suegros y el primero de enero, después de despertarse, Gustavo y Deborah fueron a comer un asado al mediodía. Era un día gris, lloviznaba y todos habían dormido poco, así que esa primera tarde de 2002 se quedaron echados en los sillones del living mirando la película Buscando a Nemo en la televisión.
Durante esos días con Deborah se dedicó a recorrer Punta del Este, visitó José Ignacio y se empezó a enamorar de esas playas, la zona de chacras más alejadas, los bosques, los paisajes naturales. Era la primera vez que iba estrictamente de vacaciones, antes sólo había ido algunos días a tocar, como ese verano antes de formar Soda Stereo en el que habían contratado a Sauvage para presentarse en un bar fundido a la semana y él se había quedado varado en Uruguay, sin nada que hacer, con todo el verano por delante, y entonces se había cruzado con un compañero de facultad que estaba con su banda y al que todos le decían Zeta.
En febrero retomó las sesiones grupales para pulir los demos que se habían alimentado del caos de todos esos meses. En esas nuevas zapadas la música alcanzó una crudeza que sus canciones nunca habían tenido. Había una especie de desnudez en ellas. Había amor, oscuridad, reconstrucción y despecho. Si Bocanada era un estado de flotación surreal, estas nuevas canciones sonaban más turbulentas y tenían esa clase de fragilidad vital que queda en el aire después de un temporal. En medio de su separación, su nuevo amor, las peleas, los dos aviones chocando contra Torres Gemelas, las noches mirando Gran Hermano y la caída del gobierno de De la Rúa, las canciones sonaban como manifiestos emocionales sobre el caos.
Que Cecilia hubiera empezado a salir con alguien tan rápido había sido un golpe doloroso para su ego: él era el que seguía adelante, no los demás. Le había pasado con todas sus ex novias, casi siempre su forma de dejarlas había sido yéndose con otras. Y le había pasado con Zeta y Charly, primero se alejó del grupo yéndose a vivir a Chile y, finalmente, cuando decidió separarse del todo, el único que continuó con una carrera musical fue él. Que Cecilia además estuviera de novia con Francisco Bochatón, un músico más joven que él y al que encima había apadrinado, era una afrenta.
Aunque en casi todos sus discos había convertido sus sentimientos en imágenes abstractas, en estas canciones había algunas letras bastante literales. En “Karaoke”, un track con una cadencia plástica, cantaba:
Ya no me necesitas
es lo mejor
eras alguien a quien yo solía conocer
fue muy simple
despegar
solo un corto tiempo y te buscaste un nuevo corazón.
Cecilia pasaba música en un ciclo en Boquitas Pintadas, un viejo hotel de San Telmo reconvertido en spot cultural, y cuando el estribillo caía en una ensoñación pop Gustavo cantaba:
Ahora vamos a ver tu show
en el cuarto de un hotel.
En el tema “No te creo”, sobre una base de hip hop con scratchs de Zuker, había unos versos que mostraban el final turbulento de la relación y el grado de incomunicación que habían alcanzado:
No hace falta tu cinismo
yo soy parte
y también soy el que parte
a nuevos rumbos
la estupidez triunfa en este juego
sé que dices la verdad
la conozco
te conozco
no te creo.
El resto del álbum se desplegaba como una novela emocional, en distintos movimientos de una sinfonía de caída y redención. “Nací para esto” era una arenga sabia y vital sobre una guitarra acústica envuelta entre teclados, sintetizadores, guitarras eléctricas y una percusión radiante. “Yo nací para esto”, cantaba Gustavo en el estribillo, en un momento de autodefinición, con una frase que podía sonar a predestinación pero que en sus labios adquiría el tono de una decisión existencial y una transformación: alguien convirtiendo su pasión en un destino.
Gustavo no había nacido con oído absoluto, ni había empezado a tocar el piano a los tres años ni tenido ninguna escena definitiva como la de Charly García a los ocho avisándole al folclorista Juan Falú que la quinta cuerda de su guitarra estaba desafinada. Tampoco había sido un niño iluminado como Luis Alberto Spinetta, con un aura mágica desde su infancia y que había compuesto sus primeros clásicos a los quince años. En Gustavo había sido una decisión transformadora.
“Vivo” sonaba como una resurrección controlada tras un descenso a los infiernos que terminaba con un solo de guitarra épico. Y en “Sudestada”, cantaba con la paz de quien acababa de atravesar una temporada oscura y empieza a pisar tierra firme, sobre una línea de teclado sutil y luminosa grabada por Charly García.
Andy Fogwill le regaló el libro de Emil Cioran Conversaciones, en el que el filósofo rumano retomaba la noción del eterno retorno que Nietzsche desarrollaba en Así habló Zaratustra, negando la cosmovisión judeo-cristiana sobre el sentido lineal y trascendente del tiempo: el presente no era un estado de tránsito entre el pasado y el futuro. Gustavo siempre había encontrado una circularidad en la forma en que se adoptaban las cosas en su vida, había ciclos. La composición, la grabación y luego las giras con cada álbum. El enamoramiento, la fascinación y el fin de la ilusión con las mujeres. Pero también había una evolución, un aprendizaje en cada una de esas repeticiones. Durante esos días, mientras leía a Cioran y después a Nietzsche fascinándose con esas ideas, empezó a pensar cómo todo eso se conectaba con el concepto de habitar el presente con el que se había fascinado en la época de Bocanada, grabando canciones como “Aquí y ahora”. Empezó a pensar en la idea de pasado y presente como un espejismo y encontró un concepto que parecía sublimar esa falta de trascendencia y que se convirtió en la frase central del nuevo disco: “Siempre es hoy”.
En Más allá del bien y del mal, Nietzsche decía: “Todo lo que es profundo ama el disfraz. Todo espíritu profundo necesita una máscara”. Y en “Camuflaje”, una de las canciones nuevas, escribió una letra muy breve, encontrándole una semántica sensual y pop a esas ideas:
todo lo profundo ama el disfraz
separemos el amor
de la avidez por mitigar el dolor
¿sólo por espinas desechar la flor?
Unas semanas más tarde la mujer de Barakus encontró una vieja fábrica de zapatos en una calle de Florida que estaba en venta. Era una casa con un galpón detrás, que tenía techos altos con un tragaluz y cientos de subdivisiones internas: cuartitos y cuartitos repletos de hormas de zapatos flotando en un aire dorado y sucio.
Cuando Gustavo fue a verla, entró, caminó entre esos cuartos y no consiguió imaginarse cómo ese laberinto de pasillitos y hormas podía convertirse en un estudio, salvo tirando todo abajo. A los pocos días volvió con un arquitecto que vio el potencial que escondía la fábrica. Tenían que remodelar la parte de adelante, construir de nuevo, pero el fondo, donde iría el estudio propiamente dicho, podían conservar las estructuras. Además, Cecilia se había mudado con Benito y Lisa a una casa a pocas cuadras.
Gustavo compró el lugar y, mientras empezaban las refacciones, viajó a Miami con Deborah. Era la primera edición de los MTV Video Music Awards Latinoamérica y le iban a dar el premio “Leyenda” a Soda Stereo. Desde el último concierto, cinco años atrás, Gustavo, Zeta y Charly no estaban juntos en el mismo lugar.
—Es un momento muy pero muy especial de la noche —dijo el conductor Mario Pergolini, sobre el escenario del teatro Jackie Gleason de Miami Beach, hacia el final de la ceremonia—. Es el momento de presentar el primer premio Leyenda que otorga MTV en su historia. Aunque no puedan creer, el rock en español existe desde hace cuarenta años. Durante mucho tiempo, eso sí, estuvo atomizado, disgregado. Recién a fines de los 80 comenzó a integrarse, a tener una identidad latinoamericana. Tal vez eso se lo debamos a una gran banda que logró grabar sus canciones en la memoria de todos, una banda que abrió las puertas para muchísimos grupos de esta parte del continente cuando era impensado salir de su país de origen. Empezaron por Chile, siguieron por Perú, más tarde siguieron por Colombia y siguieron subiendo hasta que en México descubrieron que a su paso habían refundado un movimiento musical que en muchos países estaba adormecido.
Entonces Pergolini señaló una gran pantalla en la que un video recorrió la historia de Soda Stereo desde sus comienzos hasta el último concierto.
—¡Señoras y señores, es realmente para mí un honor darle el premio a la trayectoria a Soda Stereo!
Gustavo, Zeta y Charly se levantaron de sus butacas mientras, a su alrededor, el resto de los invitados gritaban y aplaudían: eran todos músicos que habían crecido escuchándolos. Caminaron hacia el pasillo central, se abrazaron y subieron al escenario para recibir las estatuillas de MTV en forma de lenguas gigantes.
Después hubo unos raros segundos frente a las cámaras, sin saber muy bien cómo comportarse mientras asimilaban con la mayor naturalidad posible la idea de estar otra vez reunidos arriba de un escenario. Era un momento demasiado confuso y durante unos segundos jugaron a sopesar esas lenguas aparatosas que les acababan de dar.
Ninguno de los tres sabía muy bien qué decir.
—Ahora sí vamos a poder hablar todo lo que no hablamos —dijo Charly.
Y después hubo algunos comentarios entre ellos que no terminaron de ser una conversación, Gustavo se acercó al micrófono, le agradeció el premio a MTV de forma un poco torpe y agregó:
—Y personalmente a mis dos compañeros de ruta, porque pasamos momentos tan increíbles.
Siempre es hoy salió a fines de 2002. En la tapa aparecía el lado derecho de la cara de Gustavo pintado por el artista plástico Diego Gravinese, que concentró la tensión de las pinceladas en su boca y logró el extraño efecto de algo en creación. Era un álbum energético y disperso como los días en los que había sido concebido, sin ningún hit radial contundente. El crítico Pablo Schanton escribió en Clarín: “Gustavo Cerati exhibe el diario personal y lírico de un divorcio y un renacimiento en 17 canciones. Por un lado, su separación de quien fuera inspiración y también cantante del primer disco (Cecilia Amenábar) y por el otro, el enamoramiento actual que tiene a Deborah de Corral en el papel de musa y vocalista invitada”.
Por primera vez en su carrera, el público y la crítica recibían un disco suyo con displicencia. El ascenso al mainstream de grupos como Los Redondos, Bersuit, La Renga y Los Piojos había engendrado una nueva camada de bandas de rock barrial que invandían las radios con un sonido monolítico, un discurso que renegaba de los artificios del pop y una reivindicación de la realidad de las esquinas. De pronto Gustavo era la persona menos cool de Buenos Aires: las nuevas generaciones le daban la espalda al padrino de la modernidad y las paredes de Palermo amanecían pintadas con stencils con su cara que decían “Viejo choto” y “Papadas totales”.
Veían la exploración electrónica, las letras abstractas, el trabajo con las texturas del audio como gestos frívolos. En los shows de rock barrial, el público cantaba: “Luca no se murió/ Luca no se murió/ que se muera Cerati/ la puta madre que lo parió”. En los conciertos de heavy metal, la letra se alteraba poniendo al guitarrista Osvaldo Civile en lugar de Luca: “Civile no se murió/ Civile no se murió/ que se muera Cerati/ la puta madre que lo parió”.
Antes de presentar el álbum en Buenos Aires, Gustavo emprendió una gira por Latinoamérica que empezó con dos noches en el Auditorio Nacional del DF y siguió con nueve fechas en el interior de México. En Aguas Calientes, el hotel donde estaban alojados era un cinco estrellas en medio de la nada, a casi una hora de la ciudad. Después del show, se encontró a un grupo de veinte fans en la puerta del hotel y los invitó a pasar para charlar un rato en la pileta. Uno tenía una guitarra y Gustavo se la pidió, la afinó y, mientras les respondía lo que le preguntaban sobre Soda Stereo y sobre sus hijos, cantó algunas canciones de los Beatles.
En Ciudad Juárez terminaron de tocar y se encontraron con que no había ningún lugar para comer ni para salir. Finalmente, los miembros de un club de fans de Soda lograron que el dueño de uno de los boliches lo abriera para la banda. Cuando volvía al hotel, se quedaba navegando en internet antes de dormirse. Le gustaba entrar a los foros de Soda Stereo en los que hablaban sobre los pedales y efectos que usaba para sus guitarras y participaba de las discusiones con nombre falso.
A comienzos de 2003 se compró una casa de piedra y vidrio en el Bajo Belgrano a la que sus amigos bautizaron “Casa Turrón” y Deborah se mudó con él. Antes de la presentación en el Luna Park, un periodista de Rolling Stone entrevistó a Gustavo y le preguntó por el título del álbum. “Generalmente, los títulos de mis discos provienen de frases que están dando vuelta por las canciones de ese momento”, le dijo. “Esas frases resuelven situaciones: ‘Te quiero para siempre, pero siempre es hoy’. Es posible alterar el espacio temporal: rescatar un recuerdo ubicándolo en el presente.”
En marzo presentó el disco en el Luna Park mientras Bersuit, en su pico de popularidad, cerraba ahí mismo la gira de De la cabeza con Bersuit Vergarabat durante cinco noches. Cuando vio que Bersuit lo llenaba cinco noches seguidas y él sólo iba a dar un show, no entendió qué estaba pasando. Aunque sentía que las críticas a Siempre es hoy eran básicamente prejuicios, Gustavo empezó a desconfiar del sello.
—Debe estar mal vendido el show —le dijo a su road manager cuando vio la cartelera fuera del Luna Park—. No puede ser que Bersuit haga cinco y yo uno solo.
Sentía que lo habían dejado de entender. El sello tenía que estar llevando adelante una estrategia de venta equivocada para el show. De pronto, Bersuit tenía un poder de convocatoria cinco veces mayor que el suyo. ¿En qué momento había sucedido eso? Mientras él ampliaba el arco sonoro de sus canciones y absorbía nuevos paisajes, el público parecía no seguir su evolución. Los grupos nacionales que sonaban en las radios cantaban letras aparentemente desafiantes contra el sistema sobre estructuras musicales conservadoras, reivindicando las esquinas y el barrio como lugares de pertenencia, mientras para Gustavo el rock siempre había sido exactamente al revés: una aventura para dejar el pasado atrás y salir en busca de nuevas experiencias y nuevos sonidos, dejándose transformar por el futuro, por el mundo exterior.
En la prueba de sonido en el Luna la tarde antes del show, además de tocar con sus músicos en el escenario se trepó por las plateas con la guitarra colgada para ver cómo se escuchaba desde todos los rincones. Charly García iba a tocar en “Vivo” y “Sudestada” y se pasaron toda la tarde esperándolo, hasta que finalmente apareció tres horas después de lo pactado, en un taxi, tambaleándose con un teclado todo pintado con aerosol bajo el brazo y una botella de whisky. La prueba fue desastrosa, pero a la noche, para el show, Charly volvió bañado, cambiado y completamente lúcido en una limusina.
El resto del año lo pasó de gira por Latinoamérica y Estados Unidos y, en esas noches de hotel, se empezaron a juntar con Flavio Etcheto y Leandro Fresco a hacer música con sus laptops. Acababan de salir el Ableton Live y el Reaktor, unos programas que permitían manipular el audio para componer. Con el Ableton podían tomar porciones de alguna canción en formato de loop y distorsionarlas, agregarles efectos y aislar alguno de los instrumentos para usarlos en algo Nuevo. Y con el Reaktor podían diseñar instrumentos para crear sonidos.
A partir de la exploración de esos programas formaron un trío de computadoras al que bautizaron Roken y debutaron zapando en una terraza del downtown de Los Angeles y resultó un pequeño éxito. Los llamaron para tocar en fiestas de las ciudades por las que pasaban de gira y terminaron como parte del line-up del Festival Mutek en Chile.
La primera mitad de 2004 giraron con Roken tocando en fiestas electrónicas de todo el continente y en junio Gustavo viajó a Bahamas para trabajar una semana con Shakira. Con ¿Dónde están los ladrones? la cantante colombiana había dado su primer zarpazo en la industria vendiendo más de 10 millones de discos en 1998 y consiguiendo entrar al mercado anglo. Empujado por los hits “Ciega, sordomuda”, “Inevitable” y “Ojos así”, el álbum vendió un millón de copias en Estados Unidos y, al año siguiente, fue la primera artista latina en grabar un MTV Unplugged transmitido en los televisores de ese país.
En 2002, el disco Servicio de lavandería había tenido su versión en inglés para rotar en las radios americanas y había funcionado: el single “Whenever, Wherever” llegó al sexto puesto en el ranking Billboard Hot 100 y el álbum vendió 25 millones de copias en todo el mundo. Ya convertida en una artista en Estados Unidos, su paso siguiente era crucial en su carrera por ganar un lugar como estrella pop de escala global. En su mansión de Nassau, en Bahamas, había empezado a trabajar en su próximo álbum e invitó a Gustavo para que la ayudara con la composición y producción de algunas canciones. En Barranquilla, Shakira se había criado escuchando Soda Stereo y en las entrevistas, cuando le preguntaban por los artistas que la habían marcado, siempre lo nombraba a él, decía que era el artista más grande del rock latino y varias veces, a través de sus managers, había intentado contactarlo para trabajar juntos.
A mitad de año, con la agenda despejada, Gustavo viajó una semana a Bahamas y se alojó en un hotel que tenía sus habitaciones sobre el agua. Combinó días de playa con tardes de trabajo en los Compass Point Studios y noches en la casa de Shakira y Antonito de la Rúa. Durante ese viaje, compusieron dos canciones. “No”, una balada down-tempo en la que Gustavo grabó una guitarra sutil y tintineante por debajo de la voz camaleónica de Shakira, que concentraba toda la energía emocional del tema. Y “Día especial”, en el que además de componer juntos la música y una letra que hablaba sobre el tiempo, Gustavo grabó una línea de guitarra con algunos destellos melódicos clásicos de su estilo.
De Bahamas Gustavo viajó a Buenos Aires algunas semanas para ensayar en Unísono, su nuevo estudio, para una nueva gira. Aunque todavía estaba en obra, la sala de ensayo ya estaba terminada y, todos los días, tenían que entrar esquivando a los obreros y atravesando nubes de polvo. En España acababa de salir Canciones elegidas 93-04, un álbum que compilaba temas de Amor Amarillo, Bocanada y Siempre es hoy y buscaba abrirse camino en el mercado español, un lugar que Soda Stereo había intentado conquistar sin suerte. Viajaron por Madrid, Granada, Murcia, Valencia, Mallorca, Barcelona y Zaragoza, tocando sobre todo para argentinos expatriados después de la crisis del 2001: el oído español parecía no terminar de abrirse nunca del todo para Gustavo. El tour siguió por Chile, pasó por Buenos Aires y terminó con siete shows en México.
Mientras tanto, en la Argentina salió a la calle una edición de la revista Inrockuptibles con él en la tapa. Era un buen momento para Gustavo, las giras eran un éxito, tenía nuevos proyectos, Unísono estaba casi terminado y en la casa del Bajo Belgrano había logrado combinar una convivencia casi perfecta con Deborah con sus rutinas de padre separado, recibiendo las visitas de Benito y Lisa varias veces por semana cuando estaba en Buenos Aires y llevándolos al colegio las mañanas que se despertaban en su casa. Sin embargo, en la nota Gustavo mostró que todavía seguía herido por la poca repercusión que había tenido su último álbum.
—Tengo la sensación de que todo lo que se dijo sobre Siempre es hoy ya se pensaba antes de escuchar el disco —decía en la entrevista—. Es disperso, el resultado de una época personal que también fue dispersa. Tardé mucho en hacerlo; en el medio me separé, cambié de banda, el país se fue al carajo… Es un disco extenso, intenso y disperso.
En la nota le preguntaron por el estado del rock nacional y, aunque solía ser cuidadoso en sus críticas a otros artistas, habló específicamente de Bersuit, un grupo que representaba el otro extremo estético y discursivo.
—Escucho La argentinidad al palo y me preocupa esa cosa patriota y berreta que parece contagiarlo todo —contestó—. Hay mucha gente que no se participa de eso, y personalmente no me siento muy orgulloso del rock que se dedica a reivindicar la porquería.
Durante los primeros meses de 2005 Gustavo y Deborah se tomaron vacaciones mientras terminaban las obras en el estudio nuevo. Gustavo había contratado a un equipo de arquitectos con los que trabajó casi a la par en los planos, jugando a resucitar su vieja inclinación adolescente por esa profesión, encargándose de detalles como que las refacciones mantuvieran las claraboyas de la vieja fábrica de zapatos para que la atmósfera del lugar se alimentara de luz natural durante el día.
El ingeniero Eduardo Bergallo, un experto en grabación y masterización que venía trabajando con él desde Colores santos, planeó el diseño sonoro y el equipamiento para que el estudio fuera un laboratorio musical confortable y hi-tech en el que Gustavo pudiera encerrarse durante meses.
Unísono estaba en una callecita tranquila de Florida y desde afuera tenía la apariencia de un chalet moderno, con un gran portón negro automático que daba a un patio para dejar los autos. Al fondo, un pasillo llevaba hacia una sala de estar con kitchenette y más atrás estaba el living de sillones negros, ventanales que daban al patio y un gran televisor con una consola xBox para distraerse con videojuegos en los ratos libres. En las paredes Gustavo colgó los premios y los Discos de Oro y Platino de toda su carrera que tenía amontonados en cajas. En el baño de venecitas turquesas puso el Disco de Oro que ganó con Canción animal.
Para la sala de control compró una consola digital, un gran sillón blanco y colgó una foto de los Beatles y otra de César Luis Menotti. La sala de ensayo era un ambiente de paredes blancas y techos altos, con un telón que podía cerrarse sobre el fondo para modificar la acústica y que Gustavo había usado con su banda antes de las giras de Siempre es hoy y Canciones elegidas. Pero Unísono todavía era una nave sin estrenar. Gustavo no había grabado nada allí y, en los primeros meses de 2005, se lo prestó a Leo García, que estaba terminando su disco nuevo con Ezequiel Araujo como productor.
Desde la separación de Avant Press, Leo había emprendido su carrera solista y Araujo se había sumado al grupo de rock alternativo El Otro Yo como tecladista, tuvo una hija con su compañera de banda María Fernanda Aldana y se volvió un fundamentalista del audio: fabricaba preamplificadores valvulares y compresores, se hacía cargo del trabajo de técnico de grabación y mezcla, y finalmente renunció para concentrarse en la producción.
Gustavo admiraba a Araujo porque, además de ser un músico extremadamente talentoso y erudito que podía ejecutar cualquier instrumento a la perfección, su sensibilidad para aproximarse a la música partía también desde el audio y se tomaba el trabajo de producción como una parte esencial del ejercicio compositivo. Como él. Mientras lo veía trabajar con Leo, empezó a pensar en sumarlo a la banda para su próximo álbum.
Durante las sesiones Gustavo visitó varias veces el estudio y terminó cantando unos versos en “Tesoro”, una canción de pop-rock energético. Siempre iba con Deborah, que había estudiado ingeniería de sonido en Londres y le encantaba merodear las grabaciones, quedarse horas mirándolos trabajar. Aunque le gustaba cantar y había grabado algunas voces en Siempre es hoy, Deborah no tocaba ningún instrumento: era un mundo que la atraía pero la presencia de Gustavo la inhibía. ¿Cómo podía empezar a tocar al lado de un músico que proyectaba tanta perfección en todo lo que hacía y, además, era la máxima estrella del rock latino?
Después de grabar salían todos juntos a comer y a bailar. Leo estaba eufórico con su nuevo disco y, cuando se iban a dormir, él siempre buscaba otro lugar donde estirar la noche. A la mañana, Gustavo encontraba mensajes que Leo dejaba en el contestador automático de su casa completamente borracho antes de acostarse. Unos balbuceos incomprensibles en los que parecía estar tratando de decirle algo.
Mientras terminaba la grabación, esos mensajes se convirtieron en un chiste para Gustavo. Se despertaba todos los días esperando a que hubiera alguno nuevo, hasta que un día la que llamó fue Lillian. En un programa de chimentos habían dicho que se había separado de Deborah y que ella ya tenía un nuevo novio que también era músico.
Gustavo se quedó un rato en silencio asimilando lo que acababa de escuchar. Uniendo imágenes, palabras, tensiones y gestos sin significado que había percibido esas últimas semanas, cargándoles un nuevo sentido, repasando toda esa secuencia desde una nueva perspectiva mientras empezaba a entender con el estómago qué intentaba decirle Leo en sus mensajes.
Ezequiel Araujo ya no iba a formar parte de su próxima banda. Deborah de Corral ya no iba a formar parte de su vida. Ezequiel y Deborah habían comenzado una historia a sus espaldas. Las cosas a su alrededor quedaron tocadas por esa noticia aunque todo estuviera aparentemente igual. Trató de imaginarse la casa sin ella. Habían sido casi cuatro años. En la decadencia de su matrimonio con Cecilia había encontrado en Deborah una fuerza avasallante y rejuvenecedora que lo había cautivado. Ella tenía una personalidad tan imponente como la suya, una belleza desafiante y, después de una temporada en Londres, en su vuelta a Buenos Aires lo había acompañado en la grabación de Siempre es hoy, las giras, los shows, pero en el fondo ella no era el tipo de mujer que acompaña a un hombre como él. Su sombra era demasiado pesada para una chica que había crecido acostumbrada a ser el centro de las miradas.
Eran comienzos de marzo. Gustavo tenía 45 años y era la primera vez que una mujer le rompía el corazón. Siempre había sido al revés, siempre había sido él el que se había escapado de las relaciones, siguiendo una curva de seducción, fascinación y un lento alejamiento que iba agotando el amor mientras encontraba uno nuevo: un diagrama invariable. Sus relaciones parecían no soportar el momento en el que las mujeres estaban por cumplir treinta. Algo parecido a lo que le había pasado con su entorno tras la separación de Soda: sus nuevos amigos y los músicos de sus bandas eran siempre más jóvenes que él.
El domingo siguiente fue almorzar con su madre y sus hermanas. Solo, de novio con alguna modelo o casado con una mujer hermosa, siempre volvía a ellas. Tras la muerte de Juan José su familia se había convertido en un suave matriarcado que lo contenía.
Cuando llegó a la casa de Villa Ortúzar, Lillian estaba terminando de cocinar. Después de saludarla con un abrazo, ella trató de consolarlo y él le respondió como solía responder, flotando sobre la situación con una sonrisa.
—Mami, por fin una mujer me deja a mí.
Mientras Deborah hacía las valijas y se iba de la Casa Turrón, después de unas semanas de angustia Gustavo hizo lo que hacía siempre: se encerró a grabar. La música había sido para él un arma de seducción pero también un antídoto, una malla de contención que podía amortiguar las turbulencias.
En Unísono empezó a componer con el Ableton Live y llamó a Tweety González para invitarlo a producir con él su nuevo disco. No trabajaban juntos desde las épocas de Soda Stereo; para Gustavo era una forma de buscar refugio en el pasado. Tweety se estaba recuperando de un ataque cardíaco que había sufrido en enero después de separarse y que los médicos le habían diagnosticado como “síndrome del corazón roto”: la narrativa científica para el impacto químico del shock emocional que había sufrido con la ruptura y que le había inducido una sobredosis accidental de adrenalina en la sangre alterando su frecuencia cardíaca hasta provocar una falla muscular en el miocardio.
Se encontraron una tarde en el estudio, escucharon los bocetos que había armado Gustavo, armaron un plan de composición y pensaron nombres para la nueva banda. Gustavo decidió mantener en el bajo a Fernando Nalé y en teclados a Leandro Fresco, llamó al baterista Emmanuel Cauvet y a Capri para tocar sintetizadores.
El primer día que se reunió la nueva banda en Unísono, Gustavo se colgó la guitarra y empezó a tocar una melodía como la de “De música ligera”, buscando un método de composición instantáneo en el que que el grupo se fuera acoplando a sus ideas. Una descarga eléctrica que empezó a tomar la forma de un fraseo de guitarra épico, expansivo y distorsionado que se disolvía contra el latido del bajo, dejando todo en suspenso por unos compases hasta que entraba la voz y todo volvía a cobrar intensidad. La grabaron con el nombre “La excepción”.
Durante los meses siguientes se juntaron todos los días a tocar. Dentro de ese estudio se estaba gestando una noticia: Cerati estaba volviendo al rock. En su casa, solo, había vuelto a escuchar viejos discos de Queen y Led Zeppelin. Le gustaba el clasicismo de los arreglos de Queen y el trabajo con el sonido de las guitarras de Jimmy Page, la forma en que las entrelazaba. Así como en Dynamo había purgado el dolor por la muerte de su padre componiendo un disco desde el ruido y la distorsión, el duelo de esta separación iba a ser tocando riffs de guitarra con los dientes apretados.
La ruptura se convirtió en una novela en las revistas del corazón. Deborah no sólo salía con Araujo: habían empezado a hacer música juntos y estaban armando un trío de pop-rock que bautizaron Imperfectos. Era como si separarse de Gustavo la hubiera liberado y la nueva relación con Araujo le resultara inspiradora. Que se llamaran Imperfectos también parecía una ironía que contrastaba con la perfección que transmitía la imagen de Gustavo. Deborah encima tardaba en llevarse su piano de la casa.
—Osqui, esta mina me deja señuelos por todos lados —le decía Gustavo a Oscar Roho, quejándose, cuando hablaban por teléfono.
En esas semanas, Gustavo se encontró con Tashi a tomar un café en un barcito de la calle Barrientos, en Recoleta. Cuando estaba angustiado por alguna mujer, volver a ella lo sanaba. Era una de las mujeres más importantes de su vida y le ayudaba a poner en perspectiva al resto de sus relaciones. Desde la muerte de su padre que Tashi no lo veía tan mal.
Un amigo que lo notó deprimido le recomendó estudiar Kabbalah y Gustavo se anotó en un centro que acababa de abrir en Palermo, sobre la calle Godoy Cruz. También fue a una quinta en la que un chamán le dio a probar un jugo de cactus y sintió que todos sus instintos animales se liberaban. De pronto, en medio del bosque, empezó a moverse en cuatro patas como un felino enloquecido y hambriento, buscando una presa para saciar su hambre y una hembra para calmar sus deseos.
El efecto le duró varias horas, hasta que en un momento experimentó cómo esas fuerzas se dormían dentro suyo y descarnaban de su cuerpo mientras caía en un silencioso trance espiritual. Estaba acostado en el pasto, boca arriba, mirando las estrellas. Había oscurecido. Gustavo sintió que nunca las había mirado de esa forma, podía sentir en la piel el calor que emanaban a millones de años luz, desde una era pasada en la que todavía la onda expansiva del Big Bang ni siquiera había formado la Tierra y los átomos que ahora componían su cuerpo estaban dispersos en el universo.
Unos meses más tarde, cuando Roho también se separó de su mujer, Gustavo lo invitó a vivir con él. En la mitad de sus cuarenta, soltero y con el corazón roto, Gustavo se encontró volviendo a su adolescencia, volviendo a salir sin parar. Casi todas las noches iban a comer a alguno de los restaurantes del Bajo Belgrano y después salían. Fueron unos meses en los que se entregaron a esa rutina nocturna con dedicación. Se lo tomaron tan en serio que se empezaron a llamar a sí mismos “Los canallas del amor”, una frase que Coleman había dicho una vez y se había convertido en una muletilla entre ellos.
El RRPP Gaby Álvarez los invitaba todas las noches a restaurantes, bares y eventos llenos de modelos y casi siempre terminaban en las fiestas que se organizaban en el hotel Faena. La noche era la distracción perfecta y Gustavo estaba comprobando algo que le había dicho varias veces en chiste a Andy Fogwill: ninguna chica le decía que no.
El empresario Alan Faena tenía casa en Punta del Este y lo invitó varios fines de semana. En sus viajes con Deborah a Uruguay había empezado a pensar en comprarse una casa allá y en una de esas escapadas Gustavo compró unos lotes cerca de la laguna de José Ignacio, un terreno que quedaba en los Altos de Medellín, una zona de campos donde también tenían casa Shakira y el ex presidente Fernando de la Rúa.
A comienzos de julio Gustavo interrumpió un día las sesiones para ir al estudio de la fotógrafa Gaby Herbstein en Palermo y posar para la portada de un calendario de músicos que la Fundación Huésped iba a lanzar como campaña de prevención contra el sida.
Unos días antes había ido al estudio el cantante Diego Torres y para la foto de febrero había tomado una caipirinha bajo una nevada de azúcar. La Mona Jiménez era marzo entre la maraña de pelos de su cabeza, Juanse era noviembre respirando contra un vidrio empañado y Charly García estaba sentado en la contratapa con un vestido rojo y las piernas dobladas sobre una silla con alas de madera.
Esa tarde, mientras maquillaban y peinaban a Gustavo en el camarín, una vestuarista se acercó a mostrarle algunas opciones de ropa. La miró a través del espejo: tenía pelo castaño con reflejos rojizos, una nariz que parecía dibujada, ojos negros que atravesaban lo que miraban y una campera de Adidas con un stencil pintado en la espalda. Tenía un aire a Paola Antonucci.
Gustavo se probó un chaleco con un cuello de terciopelo y se quedaron charlando un rato. Se llamaba Sofía, tenía veinte años y, antes de empezar a trabajar como vestuarista, había pasado casi toda su vida en San Martín de los Andes. Aunque ella sabía quién era él, casi no había escuchado sus discos y no parecía tan impresionada por su presencia como el resto de la gente en esa producción, y eso a él le gustó.
—Qué buena campera —le dijo Gustavo un rato después, y durante el resto de la tarde no volvieron a hablar pero cruzaron miradas.
En la foto unas manos femeninas le tenían que acariciar la cara y revolver el pelo mientras él se mantenía imperturbable, atravesando la cámara con sus ojos celestes. Sofía se paró justo detrás de la fotógrafa, concentrada en que no se le corriera el maquillaje ni le desacomodaran demasiado la ropa y Gustavo jugó durante toda la sesión a devolverle la mirada, sosteniéndola de una forma cada vez más intensa.
Cuando terminó la producción salió con Oscar a tomar algo y no paró de hablarle de esta chica. Se había separado hacía cuatro meses, pero Gustavo no era un hombre que pudiera estar solo. Una conocida en común le pasó su teléfono y unos días más tarde Gustavo le escribió un mensaje de texto para invitarla a tomar algo. Sofía estaba en su casa y cuando lo vio sintió una mezcla de vértigo y miedo. Hacía tres años que estaba de novia con un músico de la zona oeste de Buenos Aires y, aunque atravesaban una especie de crisis, no estaba preparada para recibir en su celular un mensaje de una estrella de rock invitándola a salir.
Después de leerlo, Sofía le respondió de forma simpática pero evasiva. Algunas semanas más tarde Gustavo volvió a intentar, Sofía volvió a ser simpática y evasiva, pero al mes, una tarde que él estaba por Palermo, le volvió escribir y notó que ella le seguía el juego. La invitó esa noche a comer, ella le dijo que no se sentía bien, él le insistió un poco más, ella terminó cediendo y le contestó que podían tomar algo después de una comida que tenía con amigas en Rumi.
Esa noche, Gustavo pasó a buscarla a las doce en su camioneta y, mientras salía, Sofía se cruzó con unos amigos que se sorprendieron de que se estuviera yendo tan temprano. En general, el programa era ir a comer a Rumi y quedarse a bailar. La camioneta Honda de Gustavo no tenía vidrios polarizados y que la vieran irse con él le daba pánico, así que Sofía esperó que sus amigos entraran al boliche y recién después se subió.
Mientras se alejaban de Rumi por la avenida Alcorta, Gustavo le dijo:
—Vivo acá cerca, podemos ir a tomar algo a casa o ir a un bar.
Sofía pensó un segundo.
—No, mejor a tu casa —le contestó.
No iba a haber forma de estar en una mesa con Gustavo Cerati y pasar desapercibida.
La Casa Turrón estaba a seis cuadras de Rumi y, cuando llegaron, Sofía se sorprendió con los juguetes que tenía Gustavo desparramados como decoración en el living. Había muñecos, casas de plástico y hasta un teleférico que podía subir o bajar entre la escalera y el balcón del primer piso a través de un cablecarril. A ella ese pequeño mundo de fantasía le gustó, en su casa también tenía muñequitos por todos lados.
Mientras Gustavo preparaba unos camaparis con naranja en la cocina, Sofía se sentó en el sillón marrón del living. En San Martín de los Andes se había criado escuchando a Los Redondos y nunca había tenido ningún disco de Soda Stereo ni de Cerati y apenas conocía algunas de sus canciones. En la producción de fotos le había parecido que él podía tener unos cuarenta años y tampoco sabía que tenía hijos. El último verano, se había ido de camping con unos amigos a la montaña y uno había llevado varios discos, entre los que estaba Siempre es hoy y una noche habían jugado a cambiarle la letra a “Cosas imposibles”. Ese había sido el único acercamiento en su vida a Cerati y, de pronto estaba ahí, en su living, mientras él llevaba unos camparis desde la cocina y ella estaba por dejar a su novio.
Cuando las nuevas canciones estuvieron listas, Gustavo decidió ampliar el grupo y sumó a viejos amigos a la grabación. Para tocar la batería en algunos temas convocó a Fernando Samalea, que había sido compañero suyo en Fricción! a mediados de los 80. Y para grabar las guitarras de los tracks más rockeros llamó a Richard Coleman, que había vuelto hacía unos meses a Buenos Aires después de varios años viviendo en Los Angeles y también estaba en una nueva etapa de su vida. Había seguido un programa de rehabilitación para dejar el alcohol, había vuelto a reunir a su grupo de rock alternativo Los 7 Delfines y se había separado.
Gustavo lo invitó a Unísono una tarde para mostrarle sus canciones nuevas y terminó pidiéndole que grabara unas guitarras y lo ayudara a escribir las letras de cuatro canciones: le gustaba la idea de reactivar la amistad creativa que habían tenido en los 80 para Soda Stereo y Fricción!
—¿Qué querés que haga? —le preguntó Coleman, después de escuchar los demos.
—Nos acabamos de separar, así que va a ser un disco de rock —le respondió.
Tweety González había sufrido un ataque al corazón, Coleman se había ido de su casa y Gustavo todavía estaba acomodándose de la separación de Deborah: eran una banda de corazones rotos. Un grupo de amigos que atravesaba las turbulencias los cuarenta encerrándose a tocar rock & roll para sanar sus heridas.
Benito visitaba el estudio varias tardes después del colegio, mezclándose entre los músicos y los asistentes. Ya tenía once años, estaba en sexto grado y había terminado de grabar Amor a décima vista, su tercer álbum casero. Gustavo siempre le mostraba sus canciones nuevas porque le fascinaba ver sus reacciones, qué partes de los temas le llamaban la atención y, esta vez, fue un poco más lejos: uno de los días en los que le tocaba tener a Benito y Lisa con él, le dio un CD con la música para que escribiera algunas letras.
Benito se lo llevó a su cuarto, se encerró a escucharlo y unas horas más tarde volvió al living con varias canciones escritas. Gustavo fue pasando las hojas maravillándose con lo que leía, hasta que llegó a una que lo dejó helado. En “Adiós”, un track tejido entre guitarras acústicas y eléctricas que iban cobrando una fuerza melancólica, Benito había escrito una frase que caía en el borde del estribillo y era perfecta:
Poder decir adiós es crecer.
Era una línea demasiado sabia para un chico de su edad y con una intuición pop muy profunda. También había otra con una imagen que le gustó tanto que la usó para el comienzo de la canción:
Suspiraban lo mismo los dos y
hoy son parte de una lluvia lejos.
En medio de esas sesiones, Gustavo llevó al estudio una balada que había compuesto en su computadora con él varios meses antes pero que no terminaba de convencerlo. Una noche de desvelo en un hotel de México, como no tenía instrumentos, había empezado a cortar con el Ableton los acordes menores del piano de un tema de Elvis Costello, después había buscado otra canción para samplear acordes mayores, los había afinado y había empezado a componer una melodía de piano inspirándose en “Jealous Guy”, de John Lennon, un tema que siempre le había encantado por cómo convivían en la fragilidad de esa línea de piano la parte naïf del amor con el costado más oscuro de los celos. Después sampleó una percusión, le agregó unas guitarras que sostuvieran la tensión y la guardó en su computadora con el nombre de “Robbie Williams”.
En Buenos Aires la siguió trabajando con el nombre de “Celos” y se la mandó a Shakira por si quería incluirla en el disco que estaba componiendo. Una tarde se la hizo escuchar a sus músicos en Unísono y a Tweety le gustó tanto que se pasó la siguiente semana insistiéndole para que la usara en su disco.
—Es un hitazo, Gus, grabémosla, va a romper todo.
Gustavo sentía que esa balada rompía el clima rockero que imponían el resto de las canciones, pero Tweety logró convencerlo y la grabaron con el nombre de “Crimen”.
En octubre cortaron las sesiones una semana para trabajar en cuatro canciones que Shakira le mandó a Gustavo para que las produjera. Eran temas que ya estaban terminados y habían pasado por las manos de varios productores, pero ella quería que él les diera su toque. Todos en Unísono tuvieron que firmar un contrato de confidencialidad para que el material no se filtrara y durante varios días se dedicaron a desarmar los tracks y construirlos de nuevo, cambiándoles el ritmo, la instrumentación, las melodías. A “Don’t Bother” le bajaron el tempo hasta convertirlo en una balada, pero el día que Shakira visitó el estudio, la escuchó y, aunque le gustó, les dijo que en el álbum ya tenía demasiados temas lentos.
En esos días, Roberto Costa, director de la productora PopArt, le mandó un mail a Daniel Kon que decía: “¿Podemos hablar?”