2. El viejo mundo

Antonio Prieto cantaba para unas parejas que simulaban tomar algo en las mesas de café concert que rodeaban el plató. Tenía puesto un smoking, el pelo peinado con una raya al costado tirante y, mientras la cámara se aproximaba, Prieto cerraba los ojos, como refugiándose en la ensoñación de sus boleros, acercándose y alejándose del micrófono con gestos de telenovela.

En su casa, Lillian Clarke lo miraba mientras respiraba aliviada en una tregua de las contracciones recostada en el sillón del living. Había pasado toda la tarde cambiando de posición con la superstición de que, tal vez, acomodarse de alguna manera pudiera funcionar como un dique contra la próxima marea, una forma de confundir al dolor. Era un lunes a la tarde, pero en la televisión era siempre de noche.

Lillian estaba ensayando su nueva vida de ama de casa, desplegando el paisaje mental de las emergencias, noches sin dormir y enfermedades que iba a tener que adivinar cuando naciera su hijo; imaginando cómo el llanto de su primogénito iba a llenar ese departamento con hambre, sueño y pañales para lavar. Quería estudiar una carrera, anotarse en clases de teatro, dedicarse a leer, rendir exámenes, ser una mujer moderna en una era en la que las mujeres se habían convertido en una potencia económica emergente, pero después de terminar el colegio había tenido que empezar a trabajar en Teléfonos del Estado para ayudar a su familia y ahora esa fantasía parecía estar más lejos que nunca.

En la televisión, los boleros de Antonio Prieto sonaban como fantasías de fuga, promesas de un amor peligroso y a la vez inofensivo. Lillian tenía veintitrés años y, como casi todas las chicas de su edad, estaba enamorada del cantante chileno, que había conquistado Latinoamérica con su versión del vals “Violetas imperiales”. Cada vez que prendía la radio o el televisor aparecía él cantando en algún programa.

A Juan José Cerati le iba cada vez mejor en el departamento contable de Esso. Después de su primer ascenso, habían podido dejar la pensión en la que vivían para alquilar ese departamentito en la esquina de Hornos y Olavarría, en Barracas, un barrio industrial de clase media baja al sur de la ciudad de Buenos Aires. Y ahora, con la noticia del embarazo, habían decidido que ya no necesitaban que ella trabajara y había renunciado a su puesto como taquidactilógrafa.

Esa tarde, Lillian sintió que el ritmo de las contracciones empezaba a galopar dentro suyo. Trató de inspirar, exhalar y volver a inspirar como le habían enseñado en el curso de preparto pero no funcionó. Como pudo, se levantó del sillón, caminó hasta el teléfono y llamó a Juan José a la oficina para avisarle que la fuera a buscar urgente en un taxi.

Por la obra social de los petroleros les tocaba la clínica Mater Dei, un sanatorio en Barrio Parque, una zona residencial al norte de la ciudad. Después de examinarla, el obstetra que la atendió decidió dejarla internada. Esa noche, en la habitación, Lillian trató de dormir un rato, pero a mitad de la madrugada rompió bolsa y comenzó el trabajo de parto: las contracciones siguieron hasta el amanecer.

El bebé nació a las seis y media, cuando empezaba a clarear. Después del parto, una de las monjas se lo apoyó unos segundos en el pecho y Lillian lo sintió por primera vez contra su piel. Era la mañana del 11 de agosto de 1959.

Lo llamaron Gustavo Adrián Cerati, porque a Lillian le gustaba el sonido de esos nombres, una resonancia con carácter: Gustavo era blando, Adrián era fuerte y Cerati también era suave, una combinación musical con comienzo, clímax y desenlace.

Durante los primeros meses, mientras aprendía a descifrar el lenguaje del llanto, le pareció que era casualidad, pensó que su estado de confusión hormonal estaba contaminando también su imaginación, así que empezó a hacer un experimento. Cada vez que Prieto aparecía cantando en algún programa, ella se acercaba con Gustavo a la televisión y nunca fallaba. Podía tenerlo en brazos mientras caminaba en círculos para que se durmiera, podía estar acostándolo en la cuna o amamantándolo y, si lo escuchaba, Gustavo automáticamente se ponía a llorar. Algo en el vibrato de su voz provocaba un llanto inmediato, un reflejo animal, que ella asociaba a la memoria traumática de las contracciones, la música de sus últimas horas flotando en la placenta, cuando el cuerpo de su madre se había dispuesto a expulsarlo al vacío.

Juan José Cerati llegó a Buenos Aires a los dieciocho años y su aventura empezó como empiezan en las películas todas las grandes aventuras de los que llegan para conquistar su destino en la gran ciudad: después de bajarse de un micro en la terminal de Retiro, caminó cuadras y cuadras a la deriva, deslumbrado y perdido, buscando dónde quedarse y terminó alojándose en el cuarto de una pensión de mala muerte en el centro. El pelo se le había empezado a caer en la adolescencia y para sus compañeros de Colegio Nacional era “El Pelado Cerati”. Había nacido y vivido toda su infancia y adolescencia en Concordia, una pequeña ciudad sobre la costa del río Uruguay, en la provincia de Entre Ríos, y mientras terminaba el colegio había empezado a trabajar por las noches en LT 15 Radio Concordia para ahorrar algo de plata.

El Pelado tenía oído, así que rápidamente empezó a pasar música y un tiempo después se ganó un lugar como locutor: tenía una voz grave perfecta para la radio y podría haber hecho carrera, pero tenía otro plan. Quería estudiar en Buenos Aires para recibirse de contador y abrirse camino en alguna empresa: llegar a ser un ejecutivo.

Sabía que las vidas se hacían así, inventándolas: tomándose un micro a la ciudad o un barco a un nuevo continente, como su padre. Ambrosio Cerati se había escapado de la posguerra europea en 1923 en busca de un futuro a la altura de sus ambiciones y se había construido un destino en Sudamérica.

Ambrosio había nacido en Mozzate, un pueblito al norte de Italia, cerca del lago Di Como. Los Cerati cultivaban gusanos de seda y él trabajaba con sus hermanos en el taller de la familia. La Primera Guerra Mundial había estallado cuando Ambrosio tenía catorce y, mientras las ciudades, los pueblos y los campos quedaban devastados por los bombardeos y las avanzadas de los ejércitos, él se dejaba fascinar por las cartas de su tío Emilio, que antes de la guerra había viajado al otro lado del Atlántico. Eran como pequeños capítulos de un libro de aventuras, llenas de historias sobre América y sobre su nueva vida en un pueblo perdido al noreste de la Argentina como Mozzate, pero rodeado de campos, donde la tierra era una fuerza poderosa y fértil, una riqueza virgen en expansión.

El final de la guerra había traído aun más pobreza y, en las grandes ciudades, el despertar del fascismo atraía a los jóvenes sin futuro. Roma ya no ofrecía ninguna esperanza para abrirse paso en la vida y en su cabeza, mientras trabajaba con sus hermanos, Ambrosio trazó un plan durante un año.

Una noche, después de comer se metió en la cama y esperó a que todos se durmieran. Se levantó sin hacer ruido, fue a la cocina para envolver algo de comida, agarró la bicicleta de uno de sus hermanos y empezó a pedalear hacia la ruta.

Sólo había podido ahorrar plata para el barco, así que el plan era hacer los veinte kilómetros hasta Milán, encontrar a alguien a quien venderle la bicicleta, treparse a un tren a Génova esquivando a los guardas y en el puerto conseguir un pasaje en un barco que zarpara hacia Buenos Aires. Si todo salía bien, después de dos meses en alta mar llegaría a América. Una vez en la Argentina, tenía que averiguar dónde quedaba Entre Ríos y en qué parte de Entre Ríos quedaba Concordia y en qué parte de Concordia vivía su tío Emilio, pero cruzar el Atlántico ya era una aventura demasiado grande hacia lo desconocido como para hacerse una idea de a qué se iba a enfrentar cuando el barco anclara en el puerto.

En Concordia, Emilio había montado con un socio una pequeña empresa de construcción llamada Tolomei Cerati pero, cuando Ambrosio llegó, estaba a punto de fundirse. Después de trabajar un tiempo con su tío, Ambrosio encontró trabajo en los Ferrocarriles, hizo carrera hasta alcanzar el puesto de inspector de mantenimiento de vías, se casó y tuvo cuatro hijos: Luis Ángel, Delia María, Dora y Juan José. Y ahora Juan José estaba haciendo su propio viaje. A comienzos de los 50 Buenos Aires era una ciudad pujante. Las economías de todo el mundo crecían como nunca antes en una nueva edad de oro para el capitalismo; la industrialización y las posguerras empujaban a los campesinos a las ciudades, los nuevos trabajos calificados demandaban trabajadores con títulos universitarios y millones de jóvenes entraban masivamente a las facultades por primera vez en la historia como una forma de ascenso social.

Después de encontrar una pensión en el centro, el Pelado se anotó en la carrera de Contabilidad en la Universidad de Buenos Aires: era el primer Cerati en pisar una facultad. A través de la UBA consiguió un trabajo en el área contable de la petrolera Esso y, rápidamente, demostró un instinto natural para moverse dentro de ese ecosistema que llamó la atención de sus jefes.

De pronto, el Pelado se estaba forjando una nueva vida entre la facultad y la empresa, deslumbrado por ese nuevo mundo de ejecutivos, hombres de negocios y secretarias al que se estaba asomando y todo terminó de volverse una fantasía cuando se cruzó en los pasillos de la compañía con una chica rubia y delicada que trabajaba en la planta baja, en el área del taquidactilografía y tenía unos ojos celestes que lo hipnotizaron con su intensidad.

La chica se llamaba Lillian Clarke, tenía veinte años y acababa de renunciar a Teléfonos del Estado, frustrada porque los sindicatos peronistas mantenían una burocracia aplastante en las oficinas controlando que a nadie se le ocurriera trabajar más de la cuenta. Quería estudiar una carrera, pero necesitaba trabajar para ayudar a la economía de su familia. Había vivido casi toda su vida en el campo, entre Coronel Suárez y General Alvear, en el interior de la provincia de Buenos Aires, siguiendo a su padre, que hacía trabajos de talabartería, hasta que cuando ella y sus hermanas tuvieron edad para ir a la secundaria, la familia se mudó a Buenos Aires.

En el área de taquidactilografía, Lillian tipeaba en una máquina de escribir eléctrica las cartas, memorándums y balances que bajaban desde las gerencias de la empresa, en los pisos más altos del edificio de Diagonal Norte y Florida, donde trabajaba él.

Ella vivía con sus padres y sus hermanos en Mataderos, a una hora de tranvía que hacía todas las mañanas y las tardes. Él vivía a pocas cuadras de la empresa, pero después de cruzársela empezó a tomar el tranvía hasta Mataderos a la tarde. Si ella se subía en la parte de adelante del vagón, él viajaba atrás; cuando ella iba atrás, él subía adelante, pero los días pasaban y él seguía tomándose el tranvía sin que eso causara ningún efecto: ella parecía no notar su presencia.

Después de semanas y semanas de viajes inútiles, una tarde se bajó del tranvía, caminó varias cuadras detrás de ella hasta verla entrar a su casa, se paró en la esquina de enfrente contra un poste, prendió uno de sus cigarrillos 43/70 que fumaba desde la adolescencia y empezó a hacer lo que mejor sabía.

Se estaba haciendo de noche y, mientras colgaba los cueros de vaca en el patio para que se terminaran de desangrar y trenzaba cuerdas con cuero seco en su taller, Eduardo Clarke escuchó lo que al principio le pareció el canto nocturno de un pájaro que en el campo nunca había escuchado pero que enseguida se convirtió en el silbido casi orquestal de una pieza de música clásica. Se asomó por la puerta a ver de dónde venía y vio a un muchacho joven y de traje, medio pelado, parado en la esquina de enfrente de su casa.

A la tarde siguiente volvió a escuchar el mismo silbido y lo vio otra vez parado en la esquina, con las manos en los bolsillos. Cuando terminó sus quehaceres en el taller, entró a la cocina y le dijo a su hija:

—Qué bien canta ese muchacho, para mí que te anda buscando a vos.

Durante las siguientes semanas, Lillian se dedicó a esquivarlo, resistiéndose suavemente a los intentos de él por sacarle conversación o haciéndose la desinteresada cuando le hacía algún chiste si se cruzaban en los pasillos de la empresa, pero entre las tardes aburridas en las que no bajaba ninguna carta que tipear a su oficina y las vueltas a su casa, empezó a extrañar que él apareciera para hacerle alguna broma de la que ella no se iba a reír, o que se quedara silbando frente a su casa mientras ella no se dignaba ni siquiera a asomarse, hasta que una de esas veces Lillian ya no se resistió y le aceptó una invitación a caminar por la calle Florida y tomar el té en la confitería Richmond después del trabajo.

Tenían veintiún años pero esa tarde, tomando un té con leche bajo las arañas de la Richmond, ella le dijo que le gustaban los hombres más grandes y él le mintió y dijo que tenía veinticinco. Sus entradas en la frente volvieron verosímil el engaño durante los primeros meses del noviazgo, hasta que su familia vino de visita desde Concordia y uno de sus hermanos contó la anécdota de la colimba que siempre repetía y Lillian empezó a sacar números y se dio cuenta de que algo no cerraba.

El programa, cuando salían del trabajo, era tomar un té y después él la acompañaba en su viaje en tranvía y se tomaba el de vuelta. Todos los mediodías tenían dos horas de descanso en la oficina y, para los que vivían demasiado lejos para volverse a su casa, había un club social a dos cuadras que los empleados de Esso compartían con los de Shell, así que Lillian y sus compañeras estiraban el almuerzo jugando al truco o la canasta, mientras los hombres organizaban torneos afilando su puntería a los dardos.

Una de esas tardes, un gerente, que en sus ratos libres era profesor de teatro, empezó a organizar una compañía teatral con los empleados de la empresa y le pareció que Lillian era perfecta para uno de los papeles protagónicos de Una noche de primavera sin sueño, una obra de principios de siglo del escritor español Enrique Poncela, en el que dos esposos discuten en la cama.

Lillian leía cualquier libro que cayera en sus manos y todavía soñaba con estudiar una carrera alguna vez, así que esas clases de teatro fueron una manera lateral de concretar sus fantasías artísticas. Con el profesor empezaron a buscar quién de todos los que trabajaban en la empresa tenía el perfil para ser el galán de la obra y convencieron a otro de los empleados del departamento contable, que era rubio y buenmozo como necesitaban que fuera el protagonista.

Los ensayos empezaron todos los mediodías, pero el galán que les había gustado resultó ser un pésimo actor: se ponía nervioso, se le trababan las palabras, se olvidaba qué tenía que decir. Además, Juan José se había puesto celoso de que Lillian pasara todos los almuerzos con otro hombre y seguía los ensayos desde un rincón, entonces el director le propuso a Lillian que lo convenciera al Pelado de actuar y, a fin de año, terminaron presentando juntos la obra en el teatro de la Biblioteca del Consejo de Mujeres.

Al año siguiente se casaron en una iglesia de Mataderos y, después de la luna de miel en Mar del Plata, Lillian se mudó a la pieza que él alquilaba en la pensión. Todos los días iban y volvían caminando juntos al trabajo y, como la familia de él vivía en Entre Ríos, los fines de semana iban a la casa de los padres de Lillian.

Al año de casados se mudaron a un departamento de Barracas después de que ascendieran a Juan José en la empresa. Con el embarazo de Gustavo, ella renunció y dos años más tarde, cuando nació Estela, un nuevo ascenso les dio la posibilidad de acceder a una línea de créditos hipotecarios internos de la compañía y empezaron a buscar su primera casa.

Un sábado a la tarde fueron en taxi a ver un PH que estaba en venta en Colegiales, sobre la calle Virrey Arredondo. Buscaban una casa más grande en un barrio mejor. Eran comienzos de los años 60 y a Gustavo, que tenía dos años, esas excursiones a la ciudad lo mareaban. Mientras viajaban por alguna avenida, se pegaba a la ventanilla con una curiosidad desbordada. Y si caminaban, llevándolo en el cochecito, iba preguntando qué era todo lo que veía. Juan José era fanático de la mecánica y en la calle le iba señalando los autos que se cruzaban, diciéndole de qué marca eran, qué motor tenían y Gustavo retenía esa información del mundo como un bien preciado, algo fundamental que tenía que aprender, aunque no supiera qué significaba.

Mientras cruzaban en taxi la ciudad, desde Barracas hacia Colegiales, Gustavo se pasó todo el viaje jugando a hacer coincidir esas pequeñas partículas de conocimiento con el mundo que se desplegaba al costado de la ventanilla.

—¡Ahí dice Coca-Cola!¡Ahí dice Ford! —iba recitando mientras miraba por el vidrio—. Mirá, papá, mirá, ese auto es un Volkswagen, papá, papá, ese auto tiene motor Mac.

El taxista cada tanto levantaba la vista del parabrisas para mirarlo por el espejito retrovisor, sin decir nada. Cuando llegaron a Colegiales y frenaron en la esquina de Virrey Arredondo y Conde, no les quiso cobrar el viaje.

—No, yo nunca vi a un chico de dos años que sepa todo —les dijo—. ¿Ya sabe leer?

—No, no sabe leer —le explicó Lillian—, es que tiene muy buena memoria visual.

La casa quedaba en un PH con tres departamentos, al fondo de un pasillo profundo. Era una construcción de techos altos, con un living comedor enorme, una cocina apretada, tres cuartos y un patio de baldosas con una pequeña franja de tierra en la que crecía un gran pino. En cuanto la vieron, Lillian y Juan José supieron que era lo que habían estado buscando. Uno de los cuartos era perfecto para ellos, el otro para que durmieran Gustavo y Estela y el que daba al patio podían usarlo para jugar.

Después de resolver los últimos trámites del crédito se mudaron a la nueva casa, en una zona residencial, en el borde de un barrio rico y tradicional como Belgrano y otro más modesto como Colegiales. Una migración que equivalía a un ascenso social dentro del trazado inmobiliario, dejando atrás un barrio obrero al sur de la ciudad aunque ni Lillian ni Juan José se deslumbraran por la escala simbólica de las cosas: estaban buscando una casa cómoda en un barrio de calles tranquilas, con una plaza para llevar a los chicos, una escuela cerca.

Gustavo tenía dos años y medio y, hasta entonces, casi todo su mundo se había reducido a unos pocos metros cuadrados en los alrededores de su madre, pero la fuerza de gravedad que antes lo empujaba todo el tiempo hacia sus brazos o lo mantenía jugando en la cocina bajo su sombra, había comenzado a ablandarse, estirándose hacia rincones más alejados de la casa, fuera de su mirada, y el cuarto de los juguetes empezó a convertirse en su pequeño reino.

Mientras Lillian cocinaba y se encargaba de los asuntos de la casa, Gustavo se pasaba los días en ese cuarto, solo, desplegando los soldados en estrategias militares de una guerra plástica que trepaba por encima de las sillas o se hundía en las profundidades oscuras debajo de los muebles, con una lógica que durante la noche, mientras dormía, siempre perdía sentido.

También había empezado a dibujar y los garabatos torpes de su mano izquierda agarrotada sobre los lápices de colores, tirado en el parquet durante tardes enteras, poco a poco empezaban a cobrar forma, cierta gracia, a pesar de que su manera de hacer los animales de la selva o los partidos de fútbol tenía una lógica extraña, lateral. Primero hacía todas las viñetas de la historieta, después dibujaba todas las patitas de los jugadores en cada una, después los brazos, después los torsos y cuando todo se completaba había un partido de fútbol en la hoja.

A Gustavo no le interesaba romper las cosas para ver qué tenían adentro, de qué estaban hechas. Dibujarlas era una forma de entenderlas y apropiárselas. Y mientras tanto, del otro lado de la ventana, el pino era una presencia extraña y silenciosa creciendo en el patio: algo que estaba vivo pero que no se molestaba en demostrarlo, y eso lo hipnotizaba. Había convertido la vida latente, casi imaginaria de ese pino, en su primer amigo y, cuando se quedaba solo jugando, le hablaba a través del vidrio.

Pero no era un chico tímido, refugiado en sus juegos imaginarios; si salían a pasear o iban de visita a la casa de alguna de sus tías, en el colectivo, sentado en la falda de Lillian, no le costaba nada convertirse en el centro de atención del resto de los pasajeros: era uno de esos bebés tremendamente seductores. 

Los sábados a la noche, las casas que tenían un televisor se paralizaban frente a la pantalla de Canal 13 para ver El Club del Clan, un programa musical que Lillian y Juan José no se perdían nunca. Gustavo lo miraba con ellos y se había hecho fanático de Johny Tedesco, la estrella adolescente del programa. Pegado a la tele, lo miraba fascinado: un chico rubio y angelical de quince años que imitaba a Elvis Presley y tenía un puma como mascota. Johny Tedesco imitaba a Elvis y Gustavo imitaba a Johny Tedesco. Era su primer ídolo.

En América y Europa, la corriente de bonanza económica que había empezado en los años 50 seguía arrastrando a millones de personas hacia la clase media como nunca antes. En la Argentina, Juan Domingo Perón había ganado las elecciones en el 54 y usado ese contexto para sancionar leyes obreras que se convirtieron en el relato central de su gobierno y transformaron el paisaje social del país: impulsadas por la movilidad social ascendente, miles de familias accedían a comprarse su primera casa, su primer auto, irse por primera vez de vacaciones.

Al año siguiente de mudarse, Juan José compró un Renault 4L gris que, cuando llegó el verano, los llevó hacia sus primeras vacaciones familiares en la Costa: un departamento alquilado en Mar del Plata, pasando el faro. En esa época, los 4L todavía eran una rareza. Sus dueños se sentían parte de un pequeño club y, mientras iban por la Ruta 2, cada vez que se cruzaban con otro se tocaban bocina, orgullosos.

Una tarde que estaban en una de las playas del sur, mientras Lillian trataba de que Estela no comiera arena y Juan José charlaba con los de la carpa de al lado, Gustavo se perdió. Miraban alrededor y no estaba por ninguna parte. En la playa, todas las familias empezaron a aplaudir y Gustavo apareció en la otra punta del balneario, en los hombros de una señora que lo había encontrado jugando con otros nenes. Cuando Lillian finalmente lo alzó, Gustavo tenía una sonrisa estallándole en la cara: estaba feliz de que toda esa gente lo aplaudiera.

El resto de ese verano Gustavo y Estela lo pasaron jugando con los chicos del matrimonio que había alquilado la carpa vecina y Lillian se hizo amiga de la esposa, que estaba fascinada con la simpatía de Gustavo. Hacia el final de esa semana, la señora le contó que sabía leer las palmas de las manos y le dijo a Lillian que le mostrara las suyas.

Cuando las vio, la miró y después lo miró a Gustavo que estaba jugando con la arena.

—Este chico va a ser muy conocido —le dijo, todavía agarrándole la palma de la mano—. Y no sólo acá, en toda Latinoamérica.

En el nuevo barrio también se hicieron nuevos amigos. El padre de otro chico de la cuadra, que tenía una carnicería a la vuelta, los llevaba a ver a Racing a la cancha, aunque Juan José era de Independiente. Lillian se hizo amiga de una chica que vivía en el edificio de al lado y, a través de su hermano, que trabajaba en Ford, consiguieron una buena oferta para comprarse un auto nuevo. Al año siguiente, cuando Lillian volvió a quedar embarazada, cambiaron el 4L por un Ford Falcon gris.

En las reuniones familiares, Gustavo y Estela empezaron a montar una pequeña compañía musical como sus padres cuando se habían conocido y daban sus shows en el living y la terraza. Gustavo siempre protagonizaba el número central y, antes de salir a escena, le pedía a su papá que lo presentara.

—Si no me presentás, papá, yo no toco —le decía, antes de correr a esconderse en el cuarto.

Entonces Juan José se paraba en medio del living y anunciaba:

—Ahora va a animar la fiesta el gran cantante... ¡Gustavo!

Unos segundos después todos los veían salir del cuarto, sin su guitarra de juguete, contrariado.

—Presentame bien, papá, tenés que presentarme bien.

Así que su padre sacaba su voz de locutor y presentaba a su hijo como presentaba las canciones en la radio de Concordia.

—Atención, ahora ustedes van a tener el gusto de escuchar al más grande, al único, al increíble músico de toda América Latina. Señoras y señores: ¡Gustavo!

Gustavo salía armado con una escobita hasta que le regalaron una guitarra de juguete, se paraba frente a sus tías y sus primos y cantaba “Despeinada” de Palito Ortega o “Michelle”, su canción preferida de los Beatles, en un idioma inventado.

Había un problema: le encantaba atraer la atención de todos pero era demasiado autocrítico y, casi siempre, cuando terminaba su actuación, miraba a su público y se excusaba.

—Bueno, esto fue un ensayo. 

Y se retiraba.

A los seis años, Lillian anotó a Gustavo en un colegio estatal a la vuelta de su casa y, cuando le empezaron a enseñar a leer, lo primero que descubrió fueron los cómics. Al principio, la acción de los dibujos en las viñetas le alcanzaba para adivinar qué pasaba y seguir las historias, pero mientras las letras comenzaban a formar palabras y las palabras cobraban sentido, esos universos se volvieron cada vez más reales e hipnóticos.

A la noche, después de trabajar, su papá le traía historietas de Tarzán, Flash y Superman. Gustavo las leía fascinado durante varios días y, cuando las terminaba, con esas historias creaba nuevas historias en su cabeza. A la mañana, se pasaba horas tirado en el cuarto del fondo dibujando sobre la pila de hojas desechadas que Juan José llevaba de la oficina.

Con el hijo del carnicero de la cuadra pronto empezaron a inventar sus propios superhéroes. Uno era una versión perfeccionada y autosuficiente de Tarzán que se generaba sus propias lianas igual que el Hombre Araña sus telarañas. También crearon a Supercerebro, que era parecido a Superman, sólo que su poder era más sutil: salvaba al mundo con el pensamiento, era inmune a la kryptonita y los únicos que podían hacerle daño eran los médiums. Y había otro más, su preferido, al que bautizó Argos: un hombre alado que sobrevolaba las ciudades y de noche, como Batman, visitaba las terrazas desiertas de la ciudad.

Al poco tiempo de dar a luz a Laura, su hija más chica, Lillian empezó a hacer yoga para recuperar su estado físico. Su profesora estaba casada con un artista plástico y no pudo resistir la tentación de llevarle unos dibujos de Gustavo para que le diera su opinión.

—Mi marido los vio y dice que no lo mandes a estudiar dibujo —le dijo la profesora a la clase siguiente—. Tiene lo más importante que puede tener un dibujante: movimiento.

Después de dos años de conducir el programa Circulares con Mancera en Canal 9, Pipo Mancera había firmado contrato en Canal 13 y sus Sábados Circulares se iban a convertir en el primer gran fenómeno de la televisión argentina. Seis horas en vivo entreteniendo a las familias con entrevistas a estrellas musicales como Sandro, Tita Merello o Aníbal Troilo, algunos artistas extranjeros como Pelé, Marcello Mastroianni o Sophia Loren y distintos números de variedades: cámaras sorpresa, Mancera domando leones, Mancera haciendo pruebas de escapismo bajo el agua y desconocidos mostrando sus talentos. Un sábado, uno de esos desconocidos fue el “chico malabarista”, que jugaba en las inferiores de Argentinos Juniors y podía pasarse el día entero haciendo jueguitos con una pelota de fútbol sin que se le cayera al piso, se llamaba Diego Armando Maradona. A otra emisión del programa fue una banda que imitaba a los Beatles y hacía una versión convulsiva de “Twist and Shout”, tirándose al piso y sacudiéndose.

Ese día, Gustavo estaba frente al televisor y cuando los vio quedó completamente perturbado. Al otro día, en el colegio, dibujó la escena en el pizarrón para sus compañeros: había descubierto unos nuevos superhéroes.

Cuando volvía del colegio y se ponía a dibujar, Gustavo también empezó a prestar atención a las canciones que pasaban por la radio. A Lillian le gustaban Julio Iglesias, Joan Manuel Serrat, Roberto Carlos y también escuchaba los compilados que sacaba Esso y Juan José traía de la oficina, pero muchas veces ponía la radio y, por esos días, en todos los programas sonaba “Monsieur Yamamoto”, del cantante francés Hervé Vilard.

En las radios argentinas, donde todo se traducía, el corte era conocido como “Señor Yamamoto” y a Gustavo la canción le encantaba. Después de insistirle a Lillian, logró que lo llevaran a una disquería para comprar el vinilo de esa canción y la encontraron en uno de los compilados con los hits del momento en Europa que editaba el programa de radio Modart en la noche, un show emblemático que iba de 22.30 a una de la mañana por Radio Excelsior. Era el primero en pasar rock & roll en la radio, con la voz del locutor peruano Pedro Aníbal Mansilla presentando canciones de Cream, los Beatles y Jimi Hendrix.

Gustavo tenía siete años y no tenía idea de que existiera ese programa: se iba a dormir varias horas antes de que Pedro Aníbal Mansilla hipnotizara con su voz cavernosa a una generación que esperaba extasiada la frase que repetía todas las noches como una contraseña para entrar en otra dimensión:

—Tu show nocturno exclusivooooo... Con Pedro Aníbal Mansilla.

A treinta cuadras del cuarto donde Gustavo ya dormía, en una casona del Bajo Belgrano sobre la calle Arribeños, un adolescente de diecisiete años se desvelaba escuchando ese programa con una radio Spika pegada a la cama. Se llamaba Luis, estaba cursando quinto año en el colegio San Román, tocaba la guitarra y, con un compañero, habían formado su primer grupo, Los Larkins. Desde los quince venía componiendo sus primeras canciones y les había puesto títulos como “Barro tal vez” y “Plegaria para un niño dormido”.

El programa lo producía Ricardo Kleinman, hijo de los dueños de la casa de ropa Modart, que era fanático del rock y había decidido editar vinilos con la música que sonaba en el programa y ningún sello editaba en la Argentina. Ese día, Gustavo volvió a su casa con su primer vinilo entre las manos y, después de ponerlo a girar en la bandeja, empezó a caer en éxtasis mientras sonaban los primeros acordes de “Señor Yamamoto”, con la voz casi naïf de Hervé Vilard, sobre una base tocada con la prepotencia rítmica del ska.

Cuando el disco llegó al último tema un aullido eléctrico salió de los parlantes. Gustavo pensó que estaba rayado, así que lo sopló para sacarle el polvo y volvió a bajar la púa, pero la guitarra de Jimi Hendrix sonó tan distorsionada como la primera vez. Durante semanas, se pasó horas y horas escuchando ese sonido deforme sentado en el piso del living, frente a los parlantes.

Lillian siempre había querido tener un piano en su casa, que sus hijos aprendieran a tocar algún instrumento y desarrollaran su costado artístico y emocional, algo que ella no había podido hacer de chica y para lo que ahora no tenía tiempo, pero los pianos eran muebles de lujo y en el barrio, además, no había ningún profesor, así que cuando Gustavo le pidió que le regalaran una guitarra le pareció una buena idea.

Un sábado fueron en el Falcon al local de un luthier en el barrio de Boedo, cerca de la cancha de San Lorenzo, y compraron una guitarra criolla. Gustavo se había quedado en el auto, sin saber bien qué estaba pasando y cuando Lillian y Juan José aparecieron con la guitarra, no podía creer que fuera de verdad. A las dos semanas ya estaba tomando clases con una profesora que vivía a la vuelta de su casa y que le hacía llevar un cuaderno para repasar las notas, memorizarlas y hacer la tarea. Al principio Gustavo odió ese cuaderno, lo hacía sentir en el colegio, pero encontró la forma de amigarse: empezó a traducir las notas a colores y convirtió las canciones que aprendía en escalas cromáticas en dibujos.

Al año siguiente, después de terminar de pagar el crédito hipotecario de la empresa, volvieron a mudarse. Con el nacimiento de Laura el PH les había quedado chico. A Lillian, además, la cocina nunca le había gustado y Juan José quería un garaje para guardar el Falcon porque en la calle ya se lo habían rayado varias veces.

Con un nuevo crédito compraron una casa más grande en un primer piso sobre la calle Heredia, en Villa Ortúzar, un barrio de construcciones viejas, calles empedradas y talleres mecánicos, en una zona tranquila de la ciudad. Tenía un living con chimenea, una cocina amplia donde cabía una mesa para comer durante la semana, y ventanales que daban a una terraza de baldosas moradas, había un cuarto para ellos, uno para Laura y Estela, y otro de servicio más chico para Gustavo.

Casi todos los compañeros de trabajo de Juan José vivían en la zona norte de la ciudad, en barrios residenciales como Belgrano, Vicente López, Olivos o San Isidro, así que cuando le preguntaban a qué barrio se había mudado, él les contestaba en chiste que a Ortúzar Park, para que no pensaran que era una villa.

Gustavo siguió con las clases de guitarra con un viejito que vivía en frente y al que iban todos los chicos del barrio. El profesor los hacía sentarse en círculo con sus guitarras y Gustavo, que hasta entonces había aprendido a tocar como zurdo, para no romper la armonía del círculo agarrándola al revés, no dijo nada, copió al resto y empezó a tocar como diestro las canciones folclóricas que les enseñaban.

Cuando empezó el año, Lillian anotó a sus hijos en el colegio parroquial San Roque de Villa Ortúzar, que quedaba a sólo cuatro cuadras de la nueva casa y estaba dividido entre varones y mujeres. Ese año, Gustavo empezaba quinto grado y en el aula le tocó sentarse en la fila de la ventana.

Su compañero de banco se llamaba Alejandro Magno, como el rey de Macedonia, pero le decían el Tano. Era sordo del oído derecho y para escuchar a las maestras sin perderse lo que hablaban sus compañeros ponía su banco más adelante que el de Gustavo y un poco en diagonal generando un caos en la fila.

Atrás pero casi infiltrado en triángulo se sentaba Sebastián Simonetti, un chico fascinado con los ovnis, la electrónica y los experimentos de la NASA, al que apodaron “Marciano” y con el que enseguida conformaron un trío inseparable. A Gustavo lo bautizaron “Melena” por sus rulos. Durante las clases, cuando no se distraía dibujando en el cuaderno las caras de sus profesores, usándolos de modelos vivos frente al pizarrón, jugaba con los de su fila a pasarse una pelotita haciéndola rebotar contra las paredes, contagiando al resto del curso y volviendo locos a los profesores, que cuando les revisaban los bolsillos y las cartucheras nunca podían encontrarla porque era imaginaria.

Las tardes se convirtieron en un campo de operaciones para las aventuras por el barrio con sus nuevos compañeros. Al mediodía, cuando sonaba el timbre de la última hora, salían corriendo como si afuera del colegio hubieran tenido miles de planes amontonándose, aunque en realidad sólo cruzaban la puerta: el resto del día lo pasaban a quince metros de ahí, sentados en las escalinatas de la parroquia del colegio, y casi siempre terminaban en la casa del Tano leyendo libros sobre extraterrestres, misiones lunares y el Triángulo de las Bermudas. Ese agujero negro marino ejercía una fascinación tan poderosa en Gustavo que era como si parte del magnetismo que se tragaba aviones y buques lo alcanzara un poco a él. Leía todas las revistas y artículos de las enciclopedias que encontraba sobre el tema y se sabía de memoria cada una de las teorías paranormales que despertaba: monstruos submarinos, ciudades hundidas, ovnis que aterrizaban sobre el agua.

La conexión con el universo parecía estar abriéndose. Un 16 de julio, todas las familias se reunieron alrededor de sus televisores para asistir a lo que prometía ser el comienzo de la exploración del cosmos, los primeros kilómetros de una larga travesía espacial en busca de los misterios de la humanidad. Sentados en la mesa de la cocina, frente a la tele, Lillian, Juan José, Gustavo, Estela y Laura vieron despegar con una lengua de fuego que quemaba el aire a la misión Apollo 11.

Para Melena, el Tano y Marciano fueron días irreales en los que sus fantasías quedaron orbitando en esa nave. Formaron un club al que bautizaron Centro de Estudios Fenómenos Ovnis y empezaron a organizar reuniones que atrajeron a otros chicos del barrio para leer y cambiar información sobre conspiraciones espaciales. También se asociaron al CEFAI, el Centro de Estudios de Fenómenos Aéreos Inusuales, la versión adulta de sus obsesiones, y se tomaban un colectivo al centro para leer documentos que se atesoraban como archivos desclasificados de la NASA.

Cuatro días después del despegue, la navegación espacial consumó una de sus grandes hazañas. El domingo, Melena, el Tano y Marciano se despertaron sabiendo que iban a recordar ese día para siempre: mientras desayunaban un café con leche, en algún lugar se estaba fundiendo en bronce e imprimiendo en los libros de historia esa fecha, de ese mes, de ese año: 20 de julio de 1969. Todo ese día fue un conteo alucinante hasta que a la noche, frente al televisor, asistieron al momento mágico, irreal, en el que el astronauta Neil Armstrong, vestido con ese traje de superhéroe, rebotó contra el suelo lunar como si estuviera intentando caminar en el fondo de una pileta llena de agua.

El gobierno de Richard Nixon plantaba una bandera americana en la luna, Rusia amenazaba con llegar a Marte y, la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética prometía acelerarse hasta el fin del universo: la Guerra Fría había entrado en una fase de ciencia ficción. Cuando unos días más tarde en el colegio los mandaron hacer un trabajo sobre la geografía de América, encontraron la excusa perfecta para hablar de sus obsesiones. El profesor había dividido la fila de la ventana en dos y a la parte de adelante, integrada por Gustavo, el Tano y los dos Claudios, le tocó América del Norte, mientras Simonetti y el resto de la fila tenían que preparar una exposición sobre el Caribe. Pero siempre funcionaban en bloque y ese fin de semana se juntaron todos en la casa del Tano a hacer los trabajos. Enseguida, la presentación sobre América del Norte se desvirtuó completamente, concentrándose sólo en el Triángulo de las Bermudas.

El lunes, cuando llegó la hora, el Tano colgó un mapa en el pizarrón, dijo algunas generalidades sobre la fauna, la flora y la geografía de América del Norte creando el espejismo de que todo iba bien, mientras Gustavo dibujaba un triángulo entre la costa de Florida, Puerto Rico y las Bermudas. El resto de la clase habló sobre la flota de cinco aviones bombarderos de la Marina de Estados Unidos que en diciembre de 1945 desaparecieron, las teorías sobre que en el fondo de ese mar estaba hundida Atlántida, que era una zona de despegues y aterrizajes de naves extraterrestres, que había un pulpo gigante que se comía las embarcaciones en ese mapa de catástrofes. Parado en el fondo del aula, el profesor vio cómo el Tano y Gustavo desplegaban la estafa frente a la clase y terminó poniéndoles un diez.

En dibujo también funcionaban como un grupo indivisible. Gustavo y Sebastián eran los mejores y el Tano no podía ni agarrar el lápiz, así que para las entregas finales entre los dos le completaban la carpeta con todo lo que les habían pedido. Cuando terminaba el trimestre y el Tano llevaba su carpeta, el profesor la abría y empezaba a pasar los dibujos.

—Éste es de Cerati, éste también, éste lo hizo Simonetti, Simonetti, Cerati, Simonetti, Cerati de nuevo…

Gustavo seguía con las clases de guitarra, ganando cada vez más precisión con su mano derecha, soportando las lecciones de solfeo y aprendiendo standars folclóricos de Atahualpa Yupanqui, vidalitas y villancicos. A la tarde, cuando volvía a su casa, agarraba una de las sillas del living y la ponía contra el ventanal junto a la terraza, el único lugar donde daba el sol a esa hora, y se quedaba tocando la guitarra hasta que Lillian llamaba a comer desde la cocina.

A la mañana, mientras caminaba las cuatro cuadras hasta el San Roque, jugaba a que tenía un programa de radio en el que pasaban canciones que inventaba haciendo sonidos con la boca y después se entrevistaba a sí mismo, la estrella del grupo que acababa de tocar. También empezó a usar su talento en el dibujo para hacer fanzines de Creedence, cómics eróticos que después vendía en el colegio hasta que un compañero encontró unas revistas Penthouse en el placard del cuarto de sus padres y todos perdieron curiosidad por esos dibujos, se pasaba las horas de clase diseñando tapas psicodélicas de discos de bandas de rock imaginarias y se propuso escribir un libro de acordes de guitarra para automatizar el aprendizaje y otro sobre la historia del mundo desde el Big Bang hasta la historia moderna que abandonó cuando llegó a los hititas, un pueblo que vivía en el Asia Menor en el siglo XII antes de Cristo.

Cuando pasaron a primer año, Melena, Marciano y el Tano se anotaron en la Acción Católica, una organización laica que además de catequesis promovía el trabajo social. La base operativa estaba debajo de la parroquia del San Roque, en un sótano con una pista de Scalextric de dieciocho metros en la que jugaban carreras que no terminaban nunca, mesas de ping pong y billar. Se pasaban horas ahí abajo, organizando ciclos de cine o sacando en la guitarra canciones de Pescado Rabioso y Vox Dei, hasta que el mundo real irrumpía en la forma del grito de algún padre que llamaba a su hijo desde el aire y luz del techo que daba a la calle recriminándole que ya eran las once de la noche y no había vuelto nunca a su casa.

En los ciclos que organizaban los fines de semana en la parroquia, Gustavo y Sebastián empezaron a probar varios números para captar la atención de las chicas y asustar a los alumnos más chicos del colegio. Habían empezado a darse cuenta de que la guitarra era una forma de vencer su propia timidez y acercarse a las chicas que les gustaban. Un arma de seducción. En uno, jugaban al exorcista: Gustavo actuaba como poseído por el diablo, poniendo los ojos en blanco, babeándose y hablando en lenguas extrañas, hasta que lograban asustar a los chicos y entonces Simonetti intervenía como cura sanador para expulsar los demonios de su cuerpo.

En otro de los números, se armaba una ronda alrededor de Gustavo, que tenía su guitarra y cuando ya todos estaban callados, esperando que empezara, la mano con la que iba a tocar las cuerdas se le resbalaba, o él se caía de la silla, haciendo reír a todos hasta que finalmente empezaba a tocar en serio el comienzo de “Génesis”, de Vox Dei, y lo enganchaba con “Roundabout” de Yes y con “From the Beginning” de Emerson, Lake & Palmer, dejando a todos maravillados con su habilidad. Gustavo estaba descubriendo esa especie de superpoder que comenzaban a despertar en él todas esas horas practicando con la guitarra junto al ventanal del living.

En segundo año, se sumó al fondo de la fila un elemento disruptivo: un chico de dieciséis años que venía de repetir dos veces seguidas y trabajaba como mecánico en el taller que había heredado de su padre en La Paternal. Se llamaba Gabriel Altube, se había criado en el campo en Ramallo y, para los parámetros de un colegio parroquial de Villa Ortúzar, era un salvaje. Tocaba la batería y conocía de memoria las canciones de grupos de rock progresivo como Yes, Genesis, King Crimson, Jethro Tull, que Gustavo recién estaba empezando a descubrir. Era lo más parecido a un rockero que había tenido cerca.

Gabriel iba al colegio en moto o en auto, así que Gustavo empezó a combinar las tardes en el sótano de la parroquia junto al Tano y Marciano con las excursiones con él fuera del barrio. Aunque al resto de la fila no le caía bien, ellos dos en seguida se hicieron amigos. Antes de entrar al colegio, compraban una botella de vidrio de un litro de chocolatada Cindor para tomar en el recreo y pasaban meses enteros investigando la variedad de galletitas en un estudio de mercado obsesivo: durante un mes y medio sólo comían galletitas Rumba hasta aburrirse, después cambiaban a paquetes de Mellizas, recreo tras recreo hasta volver a aburrirse y entonces empezaban a comer Merengadas, a los dos meses Melba y así.

En esos recreos, Gabriel le enseñó a hacer pulseras y, a la salida, se tomaban un colectivo hasta el Microcentro y las vendían en la feria Machu Picchu, que estaba sobre la calle peatonal Lavalle. A la vuelta, con lo que habían ganado, paraban a comer en alguna trattoria de Chacarita sintiéndose adultos.

Y empezaron las primeras aventuras con chicas. Al principio, fueron dos hermanas pelirrojas que conocieron en un baile del colegio y vivían en Parque Chas, después fue una chica que vivía en Ezeiza y, como a Gustavo le daba miedo ir solo, le pedía al Tano que lo acompañara en el tren a visitarla. Otra vez, logró darle un beso a una chica en un baile y el lunes unos chicos de otro colegio fueron a esperarlo a la salida, así que sus amigos pasaron las últimas horas de clase diseñando un plan de escape para Melena.

Los fines de semana salían en el Citroën 2CV de Gabriel a los bailes del Club Ferro y el Club Comunicaciones, o a ver las películas prohibidas para menores de Isabel Sarli y Brigitte Bardot en las salas del Eurocine, en el barrio de Devoto. Cuando se rateaban, casi siempre terminaban en un pool del centro, prendiendo sus primeros cigarrillos 43/70 que los dejaban tosiendo un rato, entrenándose para parecer fumadores experimentados frente a las chicas y bien lejos del barrio para que ninguna profesora ni madre los viera.

En 1976, cuando los militares derrocaron a Isabel Martínez de Perón, la vida en el colegio se tiñó de una atmósfera de ciencia ficción. En el San Roque había un capellán que tenía lazos con Montoneros y otro que pertenecía a las Fuerzas Armadas. El colegio comenzó a recibir amenazas de bomba que, para ellos, significaban operaciones de evacuación en medio de la clase o la presencia de soldados custodiando los pasillos. La política y la lucha armada eran algo que sucedía muy lejos de sus casas y que hubiera soldados en el pasillo convertía los días de clase en una película de aventuras que Melena, el Tano y Marciano no iban a desaprovechar. En los recreos tiraban bombitas de olor en los baños y hacían explotar petardos en los huecos de aire y luz como atentados de una guerra imaginaria que llevaban adelante contra el sistema. A la noche, salían de la parroquia caminando de a dos, tratando de evadirse de enemigos invisibles que los perseguían.

Juan José había empezado a viajar con bastante frecuencia a Miami por trabajo y para Gustavo esos viajes fueron el pasaporte para conseguir discos recién editados inhallables en Buenos Aires. Cada vez que su padre volvía, el ritual se repetía en el hall de entrada de la casa: Juan José soltaba los bolsos y Gustavo, Estela y Laura corrían a ver qué regalos les había traído. Entonces abría la valija y empezaba a revolver como si no encontrara nada, hasta que sacaba un disco de los Beatles para Gustavo y muñecas Barbie para sus hermanas.

—¿Trajiste algo más, papá? —le preguntaba Gustavo, ansioso.

Juan José repetía el chiste y sacaba un disco de Led Zeppelin y después otro más de Deep Purple y Gustavo terminaba mareado con sus nuevos tesoros, que iban a ser la noticia del día siguiente en la fila de la ventana y lo iban a tener horas y horas viéndolos girar en la bandeja de vinilos. En uno de esos viajes se había dedicado a recorrer locales de música y terminó comprándole una guitarra eléctrica Gibson SG color marrón, que para no despachar con las valijas llevó consigo en el asiento durante todo el vuelo, diciéndoles a los demás pasajeros que era concertista y venía de tocar en Boston. Gustavo y Lillian fueron a recibirlo al aeropuerto y cuando lo vio salir con el estuche de la guitarra sintió que el estómago se le cerraba de la emoción. A la noche, la puso al lado de su cama y durmió con una mano sobre ella.

A partir de entonces las horas de ensayo sentado en el rincón del living junto al ventanal se estiraron hasta la madrugada, imantado por ese nuevo objeto, por los sonidos desconocidos que estaba aprendiendo a sacarle. Sus padres, que no habían calculado del todo los daños colaterales de ese regalo, tuvieron que instalar una puerta que aislara el living de los cuartos para poder dormir de noche.

Juan José se había comprado un grabador con casetera al que podía bajarle la velocidad y practicar la pronunciación para las clases de inglés que estaba tomando en la empresa. Pero Gustavo le encontró otro potencial y lo usó para practicar los solos de guitarra de Ritchie Blackmore. Cuando volvía del colegio, ponía los cassettes de Deep Purple y, en el momento del solo, bajaba la velocidad para decodificar bien la progresión de notas que tocaba Blackmore pasándose horas convirtiendo esos acordes en posiciones posibles para sus dedos, subiendo y bajando por el diapasón mientras se volvía más hábil y más rápido.

Unos fines de semana más tarde fue a una fiesta de quince con Gabriel y el dueño de casa les ofreció una batería que tenía abandonada en el garaje: Gustavo tenía dieciséis años y en todos lados veía señales de que tenía que armar urgente una banda. Antes de irse cargaron la batería en el baúl del Citroën y, al día siguiente, ya estaban encerrados en lo de Gabriel haciendo ruido.

Al poco tiempo, en uno de los eventos que organizaban, Gustavo se hizo amigo de un chico llamado Carlos que trabajaba en el cementerio de Chacarita y lo invitó a sumarse a su banda de música afro, que se llamaba Koala: estaba empezando a suceder. Los ensayos con el grupo fueron verdaderas clases de música en las que aprendió a encontrar un pulso más rítmico para tocar funk y rhythm & blues en la guitarra, conectar con el groove de las canciones. Carlos era fanático del rock pesado y se quedaban horas zapando temas de Riff, Pappo’s Blues y La Pesada del Rock and Roll, grupos que Gustavo no había escuchado nunca.

Con Koala tocaban los fines de semana en cumpleaños y fiestas de colegios del barrio mientras se sumaba también a la banda de la parroquia. En misa, además de los temas clásicos, tocaban La Biblia de Vox Dei e hicieron una adaptación de “Blowing in the wind” de Bob Dylan que empezó a tocarse en varias iglesias. La letra, en vez de decir “The answer my friend/ is blowing in the wind/ the answer is blowing in the wind”, decía “Saber que vendrás/ saber que estarás/ partiendo a los hombres tu pan”.

En la parroquia además empezó a componer sus primeras canciones y, rápidamente, se convirtieron en hits entre sus compañeros. Una se llamaba “Desértico” y la letra decía: “Yo sé que todo el mundo está desértico/ yo sé que solo hay algo que es magnífico/ ese algo es amor”. Y a fin de año, para un concurso de música al que se presentaban los coros de los colegios católicos de la ciudad, sobre una base de rock progresivo, Gustavo compuso una canción navideña que causó sensación. Antes del concurso, usó la parroquia para ensayarla al final de la misa: después de que el sacerdote daba la bendición, Gustavo empezaba a tocar la guitarra y cantaba “Ellos contemplan la tibia ciudad/ la brisa fugaz/ el sol me descubre en forma de paz/ ya todo amanece, siendo verdad/ hoy es Navidad, y es todo luz, es todo paz/ que nadie esté solo ni sienta dolor/ estamos juntos en la mano de Dios”.

Aunque el tema se robó todos los aplausos, era demasiado rockero y eligieron como ganador a otro grupo. Dos días después, lo transmitieron por Canal 9 y todo el colegio lo vio. Durante las últimas semanas de clase antes de terminar quinto año, Gustavo fue una especie de estrella de rock en el San Roque.