Capítulo 30
Argel

Cortés reaparece en Palma de Mallorca. A golpe de remo, la galera Esperanza se adentra en la bahía, mientras que, desde la cubierta, contempla la colina de pinos rematada por el castillo de Bellver, recuerdo de los días en que la isla fue reino independiente. Por encima de la muralla árabe sobresalía la vista de la catedral y, frente a ella, la Almudaina, antiguo palacio del walí, y muy cerca, la lonja de mercaderes, uno de los más sobresalientes edificios de la arquitectura civil gótica existentes en España. La acción tiene lugar hacia agosto-septiembre de 1541. Había transcurrido poco más de un año sin que se tuvieran noticias suyas. Casi podría darse por seguro que permaneció en Madrid la mayor parte de ese periodo, puesto que allí residió la Corte y, en ésa, aparece fechado el memorial de agravios dirigido el año anterior al Emperador.

Lo que ha ocurrido puede conjeturarse. No ha tenido éxito en solucionar sus asuntos; esperaba volver pronto a México para reanudar sus conquistas, pero las cosas llevan un ritmo muy lento. Nadie resuelve, y el Emperador continúa ausente; tampoco se le da la autorización para viajar a Flandes para entrevistarse con él; es así que escribe: «quiso el dicho marqués ir a Flandes o a Alemania donde Vuestra Majestad estaba… y de todas partes fue avisado que estuviese quedo porque la venida de Vuestra Majestad sería breve».[1015] Se encontraba arraigado, pero de pronto, con el anuncio de la expedición contra Argel, creyó que se le abría una puerta. No se le podía impedir que fuese a servir a su Monarca. Y ésa sería la oportunidad para verlo. Carlos V marchaba contra Argel para suprimir ese nido de piratería que constituía una constante amenaza para el levante español. Estaba fresco el ataque de Barbarroja a Mahón de donde se llevó cautivos a la mayoría de sus habitantes, para luego ser vendidos como esclavos en Constantinopla. Las órdenes impartidas fueron que las galeras de las distintas flotas participantes tendrían como punto de reunión la bahía de Ciutat (Palma). La cita se fijó para el mes de agosto. El puerto se encontraba entonces muy resguardado por las dos torres medievales de Porto Pi, desde las cuales se tendía por las noches una cadena que cerraba la entrada, fondeadero del yate real Fortuna; precisamente donde ETA planeaba atentar contra la vida del rey don Juan Carlos I. Pues bien, allí convergió una gran flota de galeras llevadas por Andrea Doria. Cortés consiguió embarcar en la galera Esperanza, invitado por don Enrique Enríquez. No podía faltar a una cita que además congregaba a destacadísimas figuras militares. Consigo llevaba a sus hijos naturales, don Martín y don Luis. Seguramente daría por descontado que no faltaría ocasión para mostrar sus dotes militares.

La llegada del Emperador ocurrió el trece de octubre, y para el veinticuatro ya estaba la flota frente a Argel; ese día, que fue domingo, mil quinientos hombres desembarcaban en una playa vecina a la ciudad. El martes por la tarde sopló un cierzo muy fuerte acompañado de granizo, y como se encontraban en una playa desprotegida, se perdieron trece galeras y navíos. La Esperanza fue una de las que dieron de través en la playa, y al abandonarla, Cortés se ciñó al cuerpo con un paño las joyas que llevaba consigo, entre otras, las famosas cinco esmeraldas de que se ha hablado. El oleaje se las arrebató, y allí entre el cieno quedaron perdidos los cien mil ducados en que Gómara las valora. Por su lado, Oviedo quien se encuentra más próximo a ese suceso en el tiempo, narra lo ocurrido de la manera siguiente: «fue con Su Majestad a la empresa de Argel, donde le cupo harta parte de aquel naufragio; e además del peligro e trabajo de su persona le costó muchos millares de ducados, e perdió mucha hacienda en atavíos de su casa e persona»; (como antes se dijo, la anécdota de las esmeraldas se antoja del todo fantasiosa. Cortés no la menciona en sus escritos, lo cual acarrea un peso considerable).[1016] El desánimo cundió en el campo de los sitiadores; se convocó a consejo de guerra, y los más prestigiosos jefes militares se pronunciaron por levantar el sitio. Argel quedaría para otra ocasión. El dos de noviembre se produjo el reembarque. A Cortés se le hizo el desaire de no invitársele a la reunión de consejo. El Emperador no tenía deseos de recibirlo. Acerca de ese desaire, Gómara habría escrito: «y yo, que me hallaba allí, me maravillé».[1017] En esta frase se ha querido ver la prueba contundente de que viajaba en su compañía, por encontrarse a su servicio; antes, se ha escuchado a Las Casas, quien en tono violento y de manera reiterada, al llamarlo su capellán y criado lo califica como un servil. Esos son los dos argumentos capitales en que descansa tal aseveración; pero ocurre que, sencillamente, la frase en cuestión desapareció en la edición siguiente, realizada en Zaragoza en 1554. El propio Gómara se encargó de borrarla. En la carátula de la nueva impresión, se lee: «agora nuevamente añadida y enmendada por el mismo autor».[1018] En ésta, el pasaje relativo, lo reescribió de manera muy distinta, y sin hacer la menor alusión a que él se hubiese encontrado presente. Es posible que la cita que diera origen al equívoco se originara en un error de impresión; por otra parte, Gómara es autor de un libro conocido como Crónica de los Barbarrojas, el cual, como su título ya lo indica, es una historia de la célebre pareja de hermanos piratas, y al relatar el sitio de Argel para nada menciona o da a entender que él se hubiese encontrado presente. En este caso la omisión es muy significativa, pues en este libro el autor se hace presente en varias ocasiones manifestando lo que él y sus amigos hacían y dónde se encontraban. Ninguna alusión a haber participado en esa incursión.

Del viaje a Argel no se derivó resultado concreto alguno; es más, se puede dar por sentado que Cortés no logró hablar con el Emperador, pues de haberlo conseguido, lo habría mencionado en el documento en que más tarde reseñaría las conversaciones que sostuvieron. Total, un desplazamiento estéril, y sin lugar a dudas, una frustración inmensa. La ofensa debió dolerle en lo vivo. Un eslabón más entre la cadena de amarguras que iría cosechando.

El viaje de retorno fue desastroso. Eran tantos los barcos perdidos, que para que hubiese acomodo para los hombres, hubieron de arrojar caballos al mar. Y no terminaron allí las desventuras: nuevas tormentas se abatieron sobre la flota, dispersándola. Unas naves fueron a dar a Bugía, otras a Orán, otras a Sicilia, y otras, incluso, regresadas a Argel, donde los hombres que conducían cayeron en manos de los berberiscos, quienes los masacraron; aquella en que viajaba Carlos V aportó a Bugía, y allí permaneció hasta que el tiempo abonanzó y pudo dirigirse a Mallorca. Cortés no habla de ese retorno accidentado, ni menciona la vía que le correspondió seguir para el retorno a España (según Bernal lo habría hecho por Bugía).

Al año siguiente dirige un largo memorial al Emperador solicitando mercedes y, de manera sucinta, enumera los servicios prestados. Esa relación lo hace valioso, pues aclara algunos puntos relativos a la Conquista.[1019] Un documento quejumbroso en el que asoma el desaliento; va para tres años que está en España y no ha conseguido nada. Y lo que ha logrado no le aprovecha. En el papel figuran como devueltos unos barcos que se pudren en los fondeaderos.

Ofensiva contra Mendoza

Mientras tanto, ocurre que se ha dispuesto practicarle una visita al virrey Mendoza, y en cuanto a Cortés le llega la noticia, cree ver llegada la oportunidad para defenestrar a su enemigo. Para conseguirlo, echó mano a todos los medios a su alcance; será esa la última batalla que libre. Ello ocurría en 1543. Al par que lo acusaba en la Corte, escribió a todos los simpatizantes que aún tenía en México, para que en la visita que efectuaría el enviado Francisco Tello de Sandoval, formulasen contra él todos los cargos posibles. Hay que precisar que se trataba sólo de una visita de inspección, aunque él trataría de conseguir, por todos los medios, que se convirtiese en un juicio de residencia. Y al efecto, a través de sus corresponsales, comenzó a elaborar una lista con todos los cargos susceptibles de formularse. A las acusaciones de Cortés, respondió el virrey, y aquello fue una serie de dimes y diretes; por ello, se rescataran exclusivamente las acusaciones de mayor peso, o aquellas que permiten vislumbrar algo que se esconde atrás. Comienza Cortés por acusar a Mendoza de que, desentendiéndose de su oficio de virrey, en lugar de atender a los asuntos de gobierno, se metió a andar en descubrimientos y conquistas, con los resultados de que desguarneció la tierra, y que para abastecer las expediciones, impuso cargas excesivas, tanto a españoles como a indios, lo cual dio origen a la rebelión en Jalisco. Señala el costo tan grande en vidas humanas y daños materiales, destacando que entre los caídos, hubo que lamentarse la muerte de Pedro de Alvarado, lo cual ocasionó que subiese la moral de los alzados, yendo en aumento su número, por lo cual, el virrey reunió un fuerte contingente de españoles e indios, «segund se ha escrito de allá, quinientos de caballo españoles y quinientos o más arcabuceros y ballesteros, e cincuenta mil indios naturales de la dicha tierra, vasallos de Vuestra Alteza, y dejó toda la Nueva España desamparada, en especial, la provincia de México, que a no ser los naturales como fueron, tan leales vasallos de Vuestra Alteza, pudieran muy fácilmente matar todos los españoles que allí quedaron… y ansí lo escribieron a estos reinos muchas personas, obispos e religiosos, e legos regidores de la dicha ciudad e otras personas».[1020] Por su lado, Mendoza, quien muestra estar al corriente de los cargos que le formulaba, preparó un extenso alegato en su defensa. En sus descargos, acusa a Cortés de haberse empeñado en una campaña de desestabilización en su contra, y que no cesa de escribir a sus incondicionales para que lo acusen ante el visitador Francisco Tello de Sandoval. Al efecto, cita algunos nombres de conquistadores que resultan desconocidos, pero entre aque llos que nos son familiares se encuentra Gutierre de Badajoz (aquel quien al decir de Bernal, habría sido el primero en escalar el templo de Tlatelolco): a éste lo señala como uno de los hombres más acaudalados de la ciudad, y que le tenía mala voluntad, por ser muy allegado a Cortés, quien lo casó con una hija de Francisco de Orduña, que éste Cortés trajo de España. También menciona a Luis Marín, Francisco de Solís y Jerónimo López, y dice que «son allegados de la casa de dicho marqués y siguen su voluntad porque a dicho Luis Marín le casó con una criada suya que servía a la marquesa, su mujer, (“criada” en el sentido medieval de la palabra, o sea, una de las damas de su entorno.) Y a dicho Francisco de Solís le casó con una cuñada del Dr. Ortega, y en dicho casamiento el marqués hizo el gasto y regocijo, como a criado y allegado de su casa. Y fue su alguacil en la conquista de esta tierra, y le dio los indios que tiene. Y Gerónimo López, porque le casó con la primera mujer que tuvo y dicho marqués la dotó».[1021] Por lo que se ve, todavía contaba con un reducido grupo de incondicionales, que le fueron fieles hasta lo último. A Tapia no se le menciona, debido a que en la época en que esto tiene lugar, permanecía en España.

Mendoza rechaza toda responsabilidad por el levantamiento indígena y, en su descargo, aduce: «que puede haber seis años, poco más o menos, que ciertos indios de las sierras de Zacatecas hechiceros, vinieron a los pueblos de Tlaltenango y Xuchipila y a otros de Nueva Galicia, y subvertieron y engañaron dichos pueblos, diciendo y haciendo creer a los indios que habían resucitado sus abuelos y todos sus antepasados, y que habían de matar a todos los cristianos que estaban en aquella provincia y muertos éstos, pasarían a México y la habían de sojuzgar».[1022] Este es el desmentido que opone, aunque reconoce que «para ir en descubrimiento de la tierra nueva de Cíbola con el capitán general Francisco Vázquez de Coronado, fueron hasta 250 españoles de a caballo, los cuales así para sus personas como para su carruaje, armas y bastimentos, y municiones y otras cosas necesarias para el viaje, llevaron más de mil caballos y acémilas».[1023] En efecto, un esfuerzo inmenso. Mendoza no da un estimado acerca del número de indios aliados que contribuyeron a sofocar la rebelión, pero por otros datos que menciona, se advierte que se trató de un levantamiento de grandes proporciones, en el que la ayuda que éstos prestaron resultó decisiva; es así que, en sus papeles consta que ha otorgado permiso para portar espada a don Francisco, cacique de Tlalmanalco, a Don Juan, cacique y gobernador de Coyoacán, y a otro cacique llamado Hernando de Tapia, por la participación tan decidida que tuvieron en esa campaña, lo cual nos muestra que intervinieron en ella indios de distintas regiones. Señala, asimismo, que a los prisioneros que se hicieron por haber quebrantado el juramento de vasallaje, se les marcó con el «hierro del rey» como esclavos, y fueron dados como botín de guerra a los indios aliados, que reclamaban el pago por sus servicios.[1024] Otro dato de interés, es que ha dado licencia para portar espada a don Antonio, que «es hijo de Cazonci y es gobernador de la provincia de Michoacán, buen cristiano, y que desde niño se crió en casa del virrey y después en el colegio de Michoacán, donde aprendió latín. Y siempre se ha tratado y trata como español y se precia de ello».[1025]

Algo muy importante, y que no se debe pasar por alto, es la forma en que Cortés acusa al virrey de haber sido responsable indirecto de la muerte de Alvarado. Según él, las razones habría que buscarlas en el momento en que Alvarado llegó frente a Huatulco para aprovisionarse, siéndole negada la autorización para fondearse allí, donde disponía para subir a bordo de mil quinientos quintales de bizcocho y dos mil quinientos o tres mil tocinos, novillos, carneros, puercos, frijoles «e otros bastimentos quel dicho marqués le mandó dar de su hacienda, de manera que constreñido de necesidad, el dicho adelantado se fue con su armada al puerto de Santiago, ques en la provincia de Colima, sin tomar los dichos bastimentos».[1026] Habrían sido don Luis de Castilla y Peralmíndez Chirinos, quienes por órdenes del virrey, se lo impidieron. Lo único que puede decirse ante tal información, es que en nada encaja con los demás datos disponibles. Cortés y Alvarado eran competidores y, por cierto, muy celosos uno del otro. No consentían que hubiese intromisiones en sus respectivas áreas. Por tanto, el alegato de Cortés en el sentido de que él, graciosamente, iba a abastecer su flota, sencillamente es algo totalmente fuera de lugar; ¿darle provisiones, y sobre todo, regaladas? Aparte de no existir constancia de que hubieran llegado a reconciliarse luego de que Cortés le pusiera pleito en marzo de 1529, acusándolo de haberse apropiado de una suma de oro (en el fondo, parece que actuó movido por el resentimiento, al dejar plantada Alvarado a la prima que le tenía reservada para esposa), llevaban largos años sin verse, y hasta donde es sabido, sin comunicarse. Además se trataba de algo que ya venía de antiguo, pues cuando Alvarado se enteró de que Cortés se encontraba en mala situación en el Golfo de Honduras, pese a la cercanía con Guatemala, no se molestó en acudir en su ayuda. Para Alvarado, Cortés venía a ser como una sombra pesada que deseaba sacudirse. Aspiraba a brillar con luz propia. Por más que busquemos, en ninguna parte se encuentra constancia de que se hubiesen asociado para montar esa expedición; por tanto, el peso de la prueba parece indicar que en esta ocasión, lisa y llanamente, Cortés miente, con la certidumbre de que muerto Alvarado, no había ya quien pudiera desmentirlo. Además, se le pasa por alto la existencia de una cédula reservando al virrey la exploración y conquista en esa área. En su descargo, Mendoza dirá que las armadas que ha hecho, «así por mar como por tierra, en descubrimiento de la tierra nueva de Cíbola, costa del Mar del Sur e islas de Poniente, las ha hecho con licencia e facultad de S.M. como consta por las capitulaciones de S.M. y cartas que de ello ha escrito a dicho virrey».[1027]

Por la forma en que arremete, se nota que Cortés se ha obcecado de manera tal que lanza cargos sin ton ni son, y es así como acusa al virrey de que luego de haber acordado con Martín de Ircio el casamiento de su hermana doña María de Mendoza, y de haber gastado éste seis mil ducados para enviarla a buscar y alhajarla, a su llegada rehusó entregársela, porque la mina de plata de Ircio no resultó tan rica como se pensaba, habiéndosela retenido durante dos años. Mendoza responde que, a su llegada, su hermana le informó «que tenía hecho cierto voto y que hasta tanto no se aconsejase con letrados no podía disponer de sí, y por esa causa no se efectuó dicho casamiento luego… después que fue informada y tuvo voluntad de efectuar su casamiento, lo hizo y efectuó y se casó con dicho Martín Dircio, como al presente están casados y con hijos».[1028] Entre otros cargos muy serios, figura el de que a través de un hombre de paja en Veracruz, introduce mercancías evadiendo el pago de los derechos de almojarifazgo (aduana); y de que cobra unos derechos «para hacer un muelle en el dicho puerto e otros reparos, e hay cogidos más de setenta mil ducados e la obra no se hace sino muy despacio». Lo acusa también de cobrar un peso de oro por cada esclavo negro que se introduce al país.[1029] Mendoza repuso diciendo que el impuesto fue para la construcción del muelle que se hacía en San Juan de Ulúa, que además de ser una obra necesaria, «de todo lo cual se dio noticia a S.M. y S.M. lo aprobó y mandó que se prosiguiese y acabase». Acerca de la alcabala cobrada por la introducción de esclavos negros, no ofrece descargo alguno. El informe del visitador Tello de Sandoval resultó desfavorable para el virrey, pero a pesar de ello, el Consejo de Indias lo desechó, y éste se mantuvo en el cargo. Cortés, moviendo sus hilos a distancia, había librado su última batalla. Jugó y perdió.

Carlos V embarcó en Barcelona con destino a Génova (ello ocurrió el 30 de abril de 1543, pero vientos contrarios lo obligaron a refugiarse en la cala de Palamós donde hubo de aguardar unos días hasta que cambió el tiempo). Cortés y él ya no volverían a verse. En esa ocasión permanecería fuera de España trece largos años (trece años, cuatro meses y dieciséis días, para ser exactos). La situación europea se había complicado enormemente, y su presencia era requerida en otras partes; había guerra con Francia, guerra en Flandes, y Solimán, el sultán de Turquía, se disponía a atacar Viena. En el Mediterráneo había alcanzado su cénit un poder sobre remos. Barbarroja. Este pirata, que inicialmente operaba desde bases norafricanas, había crecido mucho; Solimán lo nombró almirante y actuaba como aliado suyo. Las operaciones de Barbarroja ya no se limitaban a ataques sorpresivos para retirarse a continuación; era tan fuerte, que Francisco I tenía tratos con él, como lo había descubierto Carlos V, cuando en la toma de Túnez se encontró con las cartas que éste le dirigiera. Había crecido tanto, que invernaba con su flota en Toulon. Ante tales enemigos, el Emperador se había aliado con Enrique VIII de Inglaterra, excomulgado por haberse divorciado de su esposa Catalina de Aragón (tía del propio Carlos). En el campo opuesto, se encontraban en contubernio Francisco I de Francia, con el papa Clemente VII, el Sultán de Turquía y Barbarroja. Mientras, Alemania ardía por la cuestión religiosa. Asuntos más importantes demandaban la atención del Emperador, por tanto, a Cortés, no le queda otro recurso que aguardar su retorno, ese retorno que él no alcanzará a ver, pues cuando se produzca llevará ya casi nueve años muerto.

Para el 17 de mayo de ese año Cortés se encuentra en Valladolid. Su presencia en ésa puede establecerse con certeza, pues en ese día compareció ante notario, para desahogar una diligencia acerca de los bienes que pudo haber dejado Cordero, en relación a la herencia que corresponde a su hija (Cordero es aquel piloto que murió al golpearlo en la cabeza un mástil, durante el viaje a California).[1030] Permanece en Valladolid (que es asiento de la Corte), y el 3 de septiembre reconoce ante notario como suya la firma en una escritura, por la cual, en plan de gran señor, condona a doña Juana (la hija de Ortíz de Matienzo) y a su marido, las cantidades a que pudiesen ser condenados en el pleito que sostenía contra el fallecido oidor.[1031]

En noviembre de 1543 ocurre un hecho importante: el príncipe Felipe se casa con su prima hermana María Manuela de Portugal, una jovencita de dieciséis años y veinte días; él la aventajaba en cinco meses (eran nietos ambos de Juana la Loca, por lo que no es de extrañar que el príncipe don Carlos haya salido medio atronado). A Juan Ginés de Sepúlveda, el biógrafo de Carlos V, le tocó acompañar al obispo de Cartagena, encargado de recoger a la princesa y trasladarla a Salamanca. Por el protagonismo que le correspondió desempeñar en ese suceso, la descripción que hace resulta valiosa; entre otras cosas, señala que en la comitiva que los escoltó figuraron el duque de Alba, el de Medina Sidonia, el Almirante de Castilla, el marqués de Astorga, los grandes maestres de las órdenes militares, el todopoderoso Francisco de los Cobos, y otras prominentes figuras, entre quienes se contaba Hernán Cortés.[1032] Junto con los grandes del reino, asistió a la boda bajo las naves de la catedral. Honor señaladísimo. Entre los curiosos pormenores consignados por Sepúlveda, figura el de que tenía pelo y barba rojizos (como ya antes Bernal nos ha dicho que muy pronto comenzó a encanecer y se teñía, debe entenderse que el cambio de color obedecía al tinte que usaba en aquellos momentos). Otra curiosidad ofrecida por ese testigo, que viene a hacer las veces de encargado de escribir la reseña social, consiste en describir el atuendo en uno de los saraos: «Don Martín Cortés, sayo pardo, calzas blancas, capa y gorra negra. Danzó con doña María de Figueroa, sayo de terciopelo negro, cordón de oro, sin gorra».[1033] No aclara cual de los dos hermanos era el que participaba en el regocijo.

Sepúlveda, de acuerdo con los datos que aporta, habría coincidido con Cortés al menos en cuatro ocasiones: dos en Valladolid, una en Barcelona y otra en Salamanca. No es mucho lo que dice, pero de todas formas, los suyos figuran entre los contados informes disponibles acerca de la vida de Cortés en los días que seguía a la Corte. El primer encuentro que tuvo con él lo relata así: «En cierta ocasión que coincidí con Cortés en Valladolid, en una reunión familiar, en época en que el emperador Carlos se encontraba en aquella ciudad, y al recaer la conversación sobre estos hechos, oí gustoso a Cortés hablar de las asechanzas que se le prepararon, de la gran mortandad consiguiente, y añadió que cierto joven de aquellos que habían venido a él a Tlaxcala, en calidad de legados para tratar de la rendición, mientras se disculpaba y aseguraba que él jamás había aprobado el plan de asechanzas, iniciado por otros, le pidió que, para que no dudase de su inocencia, preguntase sobre ello a la “cajita” brújula y no llevase a mal pedirle este oráculo…».[1034] El relato resulta confuso, pues no aclara si la acción ocurría antes o después de la matanza de Cholula, pero independientemente de ello, lo que aquí interesa es que de nueva cuenta sale a colación la historia de la caja misteriosa.

Sepúlveda da cuenta de la parte medular de la entrevista sostenida en Barcelona, entre Cortés y Carlos V, la cual habría tenido lugar poco después de haber sido rechazados los franceses del asedio a Perpiñán; y según refiere, cuando Cortés argumentaba no haber recibido una recompensa adecuada, el Emperador lo habría atajado, diciéndole: «Deja de jactarte de tus méritos, que no has recorrido una provincia tuya, sino ajena, a lo que Cortés —como él mismo me recordó—, llevándolo con gran dolor, respondió de esta manera: Conoce más a fondo mi causa, gran príncipe; yo no pido ningún perdón, si has hallado en mí algo que será motivo de la última pena».[1035] No obstante lo confusa que resulta la redacción del párrafo, pues lo mismo puede interpretarse como que el soberano desautorizaba la empresa de la Conquista (algo que se antoja impensable), o que constituía un reproche por haber incursionado en tierras reservadas a Diego Colón, lo que sí queda claro es que Sepúlveda escuchó el relato directamente de labios de Cortés. A este respecto, en carta fechada en Madrid el 18 de marzo de 1543, Cortés volverá sobre ese reproche: «quiero traer a la memoria a Vuestra Majestad lo que me dijo en esta villa, que no había sido mía aquella conquista, porque me va mi honra».[1036] Se observa aquí una discrepancia, pues mientras Sepúlveda señala que el reproche le habría sido formulado en Barcelona, Cortés lo da como ocurrido en Madrid.

El último memorial

En los casi cinco años que ya duraba su permanencia en España, Cortés había recibido muchos honores, se trataba de tú a tú con los grandes del reino con quienes alternaba, pero en lo que respecta a la resolución de sus asuntos no había avanzado un ápice. Siempre en espera de que se reanudase el juicio de residencia, el cual se encontraba aplazado sine die. Y mientras, permanecía arraigado. Convencido de que aquello era una cuestión de nunca acabar, el 3 de febrero de 1544, encontrándose en Valladolid, empuñó la pluma para escribir un memorial al monarca ausente, quien estaba visto, era el único que podía resolver sobre su caso. Ésa será la última vez que le escriba. Tenía entonces sesenta años, según él mismo lo menciona en el texto, y el desaliento asoma entre líneas: «Pensé que el haber trabajado en la juventud, me aprovechara para que en la vejez tuviera descanso…». Los esfuerzos han sido en vano; la Conquista ha sido obra suya, sin ayuda de nadie, «antes muy estorbado por nuestros émulos e invidiosos que como sanguijuelas han reventado hartos de mi sangre». Reconoce, sin embargo, que no estuvo solo; «la divina Providencia quiso que una cosa tan grande se acabase por el más flaco e inútil medio que se pudo hallar, porque a solo Dios fuese el atributo». Luego de señalar que él ha sido sólo un instrumento, pasa a recordarle al monarca la primera entrevista que sostuvieron, y cómo rehusó recibir la recompensa que le daba, por juzgarla insuficiente, «Vuestra Majestad me dijo y mandó que las aceptase porque pareciese que me comenzaba a hacer alguna merced, y que no las recibiese por pago de mis servicios, porque Vuestra Majestad se quería haber conmigo como se han los que se muestran a tirar la ballesta, que los primeros tiros dan fuera del terrero y enmendado dan en él y en el blanco y fiel; que la merced que Vuestra Majestad me hacía era dar fuera del terrero, y que iría enmendado hasta dar en el fiel en lo que yo merecía…». Esta figura del que tira a la ballesta en la conversación sostenida con el Emperador, la manifiesta en tres ocasiones distintas, por lo que asume que lo que se le otorgó inicialmente, era sólo a cuenta de la recompensa definitiva. Algo que no llegó. Se queja de que no sólo no se le ha cumplido la merced concedida, sino que encima se le ha retirado parte de lo que se le dio inicialmente, «y demás destas palabras que Vuestra Majestad me dijo y obras que me prometió, que pues tiene tan buena memoria, no se le habrán olvidado, por cartas de Vuestra Majestad firmadas de su real nombre». Le recuerda unas promesas quebrantadas, refiriendo que lo poco que ha obtenido, lo ha gastado en defenderse de la persecución de que es objeto por parte del fiscal de la Corona (Villalobos), la cual le resulta más difícil que haber efectuado la Conquista. Aquí claramente le reprocha a Carlos V un incumplimiento, cuando le recuerda: «díjome Vuestra Majestad que mandaría a los del Consejo que me despachasen; pensé que se les dejaba mandado lo que habían de hacer, porque Vuestra Majestad me dijo que no quería que trajese pleito con el fiscal; cuando quise saberlo, dijéronme que me defendiese de la demanda del fiscal, porque había de ir por tela de justicia, y por ella se había de sentenciar». Manifiesta que don Sebastián Ramírez de Fuenleal y el licenciado Salmerón, quienes se encuentran de regreso en España, «son los que me despojaron sin oirme de hecho, siendo jueces de la Nueva España, como lo tengo probado»; por tanto, de antemano anticipa que sentenciarán en su contra, por lo que le pide que nombre a otros jueces, pues de no ser así, se verá forzado a recusar a los primeros. Nuevos jueces y que sentencien sin dilación. Concluye diciendo: «Véome viejo y pobre y empeñado en este reino en más de veinte mil ducados, sin ciento otros que he gastado de los que traje e me han enviado, que alguno dellos debo también… y en cinco años poco menos que ha que salí de mi casa, es mucho lo que he gastado, pues nunca he salido de la Corte, con tres hijos que traigo en ella, con letrados, procuradores y solicitadores». Así resume lo que han sido esos últimos años: una permanente espera aguardando una solución que nunca llega. Será la muerte la que se encargue de poner punto final y, según parece, ya está consciente de que eso es lo que está decidido. La amargura aflora cuando dice que de no concedérsele lo que solicita, desistirá, dejando que todo se pierda, «porque no tengo ya edad para andar por mesones, sino para recogerme a aclarar mi cuenta con Dios, pues la tengo larga, y poca vida para dar los descargos, y será mejor perder la hacienda quel ánima». La carta nunca llegó a su destinatario, al reverso de ella se encuentra la anotación: «no hay que responder», en letra que al parecer es de De los Cobos.[1037] El Cortés que aquí se presenta es apenas una sombra de aquel que había sido; y aunque entre la misiva y su muerte mediarán cuatro años y medio, ya no volverá a dirigirse al Emperador. Se convencería de que no tenía caso. En total, Cortés habría sostenido con él entrevistas en tres ciudades (Toledo, Madrid, Barcelona), siendo dudoso que haya tenido en alguna otra, pues en ese caso lo habría mencionado.

Si bien es cierto que Cortés ya no volvió a empuñar la pluma para escribir a Carlos V, ello no significa que desistiera de pleitear; es así que en Valladolid, el 19 de septiembre de 1545 dirige un escrito al Consejo de Indias recusando las actuaciones del fiscal Villalobos, a quien califica como su más tenaz perseguidor. Se trata de un alegato denunciando todos los atropellos jurídicos que asegura que se están cometiendo en su contra: se dio comienzo al proceso sin haber sido debidamente notificado. Hubo notificaciones, pero fue a terceros que tenían poderes suyos, pero como aclara, éstos eran para conocer de otros asuntos y no de algo tan importante como el juicio de residencia. Y otra irregularidad consiste en que el fiscal Villalobos, pretende llevar la residencia a actos anteriores al momento en que recibió el nombramiento de gobernador y capitán general, cuando actuaba como particular, y a su propia costa. Al calce, aparte de su firma, aparecen las de seis letrados, sin que entre ellas figure la de su pariente y abogado principal, el licenciado Francisco Núñez.[1038] Pero no transcurrirá demasiado tiempo sin que se aclare esa omisión: se ha disgustado con el primo. El tema saldrá a la luz cuando sea éste quien le ponga pleito por la falta de pago de diversas sumas adeudadas, tanto por concepto de honorarios, como por cantidades que adelantó de su peculio personal para atender asuntos diversos. Como es de suponerse, antes de acudir a los tribunales, el primo habría agotado todos los esfuerzos posibles para persuadirlo a que le pagase. Por la demanda que le pone, salta a la vista que entre ambos hubo un pleito mayúsculo. Para fundamentar su dicho, presenta ante los jueces un memorial que contiene ochenta y tres preguntas, a las que deberá responder Cortés, correspondientes a los casos en que defendió sus intereses. Según se echa de ver, se ocupó de sus asuntos desde el primer día, pues el escrito se retrae al momento en que los representantes de Diego Velázquez se apersonaron ante el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, para quejarse de que Cortés se le había alzado con la armada. Narra en él todas las gestiones que hubo de realizar, para obtener que el monarca ordenara que el eclesiástico permaneciese al margen, designando para que estudiasen el caso al gran canciller Mercurino de Gattinara, a La Chaux, Rocca, y otros funcionarios, quienes fallaron en favor de Cortés. Ese sería el primer triunfo que obtendría para él, y así durante años, siempre defendiendo sus intereses. Junto con el memorial, entregó el mismo día (7 de abril de 1546), un pliego en el que aparecen listadas todas las cédulas y cartas ejecutorias que a lo largo de ese período logró obtener en favor suyo.[1039] Ambos documentos constituyen una guía muy útil para conocer la cronología de algunas acciones, y a la vez, vienen a mostrarnos los entresijos de lo que ocurría en el Consejo de Indias; es así como se corrobora la gravedad de los cargos, cuando se le acusó de haber ordenado la muerte de Ponce de León; también, entre tantas otras cosas, se exhiben las actuaciones de Diego Colón, reclamando lo que consideraba sus derechos, y la vía libre que ya se le había dado para seguir adelante, viéndose truncadas sus ambiciones por la muerte. Salta a la vista el apoyo tan importante que Cortés tuvo en su primo, pues éste, como relator del Consejo Real, estaría al tanto de todo lo que se cocinaba, y aprovecharía toda ocasión propicia para hablar en su favor con aquellos que tomaban las decisiones. Fue el escudo que le guardó las espaldas, encargándose de pararle innumerables golpes. Ésta es una circunstancia que suele pasarse por alto; frente a los cargos de su antiguo representante, Cortés respondió de manera despectiva, «que confiesa haber oído decir quel dicho licenciado Núñez es hijo de una mujer que hubo su agüelo deste declarante en una fulana de Paz e que no era hija de su agüela deste declarante e que sabe ques hijo de un Francisco Núñez, escribano que era en Salamanca e que lo demás lo niega»… «dijo que confiesa que algunos días entendió el dicho licenciado Núñez en algunos negocios porque se lo pagaba muy bien e que confiesa que se despacharon algunas provisiones e cédulas por procuradores que este declarante acá tenía en estos reinos, a las cuales e como fueron despachadas se remite…». Esa expresión de «algunos días», abarca un periodo cercano a los veinte años.[1040] Aparte de la ingratitud aquí manifestada, su estado emocional viene a ser el de alguien que se anda peleando con su propia sombra. Pleitos por todos lados; en su descargo puede aducirse que a un individuo como él, que andaba metido en tantas cosas, no era extraño que le llovieran contenciosos, aunque eso sí, muchos se los buscó él. Uno de sus criados hubo de demandarlo porque no le pagaba el salario, dato que resulta elocuente para mostrar la transformación que se fue operando en él, quien de individuo que derrochaba sumas inmensas, pasó a ser un tacaño (fenómeno, por demás, nada infrecuente en los viejos).[1041]

Los datos sobre la última etapa de la vida de Cortés son ya tan escasos, que éste viene a ser otro de los periodos ignorados de su vida. Se diría que se sumió en la oscuridad. Entre lo poco que se conoce, una cosa salta a la vista, y ello es, que su casa no era sitio frecuentado por los antiguos conquistadores. Muchos de entre ellos viajaron a España por asuntos familiares o de negocios y, a su retorno a México, no se encuentra registrado que mencionaran haberlo visitado (el caso más notorio es el de Andrés de Tapia, quien coincidió con él la mayor parte del tiempo, durante el segundo viaje a España; a pesar de ello, y de la lealtad que siempre le profesó, en ningún documento se menciona que anduviesen juntos). La evidencia indica que los lazos que mantenía con sus antiguos soldados y colaboradores se irían debilitando cada vez más; se carteaba con unos pocos, con sus administradores y unos cuantos incondicionales. Perdió el contacto con la base. Eso quizás explique muchas cosas. ¿Cómo sería la vida diaria en su casa? Se desconoce; lo único que puede colegirse es lo que se echa de menos. No se advierte una presencia femenina a su lado, ni de dama de alcurnia ni de una criada de posada. Tratándose de un hombre que siempre corrió tras las faldas, no deja de ser un dato significativo: o bien se tranquilizó con la edad, o simplemente todo se debe a que no existe noticia sobre sus amores otoñales. Era famoso, sin que le faltaran dotes de seducción con palabra fácil y vena poética; además rico, pese a todo lo que se quejara. La falta de datos sirve para resaltar lo mucho que se ignora acerca de los años finales de su vida. Era una celebridad; pero una celebridad que había sobrevivido a su época; salvo la casa en que viene a morir en Castilleja de la Cuesta (que no era suya), en las otras ciudades españolas en que residió temporadas largas (Madrid, Toledo, Valladolid), no se conserva memoria de cuáles fueron aquellas que lo albergaron. Es de suponerse que pasaría largas y aburridísimas jornadas en la Corte en inútil espera, pues el príncipe Felipe parece haberse inhibido de conocer sus asuntos; al menos, no existe ningún documento probatorio de que en alguna ocasión le haya resuelto algo; lo único sabido es que asomaba por su residencia. Al respecto, Sepúlveda en su Democrates alter, pone en boca de un de sus personajes: «Hace pocos días, paseándome yo con mis amigos en el palacio del príncipe Felipe, pasó por allí casualmente Hernán Cortés, Marqués del Valle».[1042]

La tertulia cortesiana

Através de un clérigo llamado Pedro de Navarra, que llegó a ser obispo de Coménge, sabemos que en 1547, en el que será el último año de su vida, Cortés en su casa de Madrid acostumbraba celebrar una tertulia que congregaba a varones talentosos, quienes disertaban sobre temas de espiritualidad: «la casa del notable y valeroso Hernán Cortés, engrandecedor de la honra y imperio de España. Cuya conversación seguían muchas personas señaladas de diversas profesiones, por su gran experiencia y hechos admirables».[1043] Según refiere este contertulio, una de las normas establecidas consistía en que al último en llegar le tocaba hacer una disertación sobre el tema que se fijase, habiéndole correspondido a él, en una ocasión, hablar sobre la preparación del cristiano ante la muerte. El tópico surgió en ocasión de que a los allí reunidos les llegó la noticia de que el todopoderoso ministro Francisco de los Cobos agonizaba. Y como éste murió en Ubeda, en mayo de ese año, la cita permite establecer la presencia de Cortés en Madrid, donde tenía montada casa (nada que ver con aquello de «andar por mesones»). La etapa madrileña podría explicarse en función de que el entonces príncipe Felipe, a raíz de la muerte de su esposa María Manuela (julio 1545), ocurrida de sobreparto al dar a luz al príncipe Don Carlos, se ausentó de Valladolid para residir en Madrid hasta mediados de 1547 (Oviedo corrobora la residencia de Cortés en esa ciudad). En la tertulia madrileña, el antiguo conquistador se presenta en una vertiente humanista, hasta ahora desconocida, y que, por supuesto, ninguna relación guarda con su antigua vida en los campamentos. Esta es la doble faceta de Cortés: por un lado, el cruzado que hunde raíces en el Medievo, y, por otra, el humanista que tiene un pie en el Renacimiento. Consciente ya de que no le queda mucho tiempo de vida, tiene la mirada vuelta hacia Dios. La religiosidad de Cortés parece haber sido sincera. Los testimonios en ese sentido abundan. Religiosidad entendida a su manera, claro está, y acorde con su tiempo y condición. Era una época en que los miembros de las clases altas atropellaban, e incluso mataban a los de abajo, sin crearse mayores problemas de conciencia. Ello explica que pudiese cometer las mayores atrocidades sin que le temblase la mano. En los grandes momentos, cuando todo podría irse por la borda, actuaba con la seguridad que le daba la certeza de que Dios le cuidaba las espaldas. Existen razones suficientes para pensar que se sentía un instrumento de la Providencia. Cuando sus enemigos lo acusaron de no ser un buen cristiano, entre los numerosos cargos que le formularon, figuró el de que, habiéndose hecho construir en México una inmensa casa fortaleza, en cambio, no edificó iglesia. A ello repuso que la ciudad capital debería contar con una catedral como la de Sevilla, que fuera en consonancia con ella, pero que, en aquellos momentos, en la Nueva España no contaba con arquitectos capaces de llevar a cabo una obra semejante. Es verdad que se preocupó por la predicación de la doctrina, pero fuera del Hospital de la Concepción de Nuestra Señora, hoy conocido como Hospital de Jesús, y de alguno que otro adoratorio, la realidad es que no resaltó mayormente como constructor de iglesias. A la llegada de los primeros franciscanos, cedió a éstos unas habitaciones de la casa que ocupaba en Coyoacán. Eso es lo que se conoció eufemísticamente como el primer convento franciscano. En general, las relaciones con la orden franciscana fueron buenas, al grado de que tanto el obispo Zumárraga como Motolinia y fray Pedro de Gante, se expresaron bien de él. Pero pese a todo lo buenas que fueran las relaciones que observó con el estamento religioso, en un momento dado se vio excomulgado. Todo ocurrió cuando se atravesó dinero de por medio. Aunque contaba con la autorización del papa Clemente VII para quedarse con los fondos del diezmo, la Corona fue más papista que el papa, y esgrimiendo el Jus patronatus se negó a reconocerle ese derecho. El 9 de agosto de 1532, cayó sobre su cabeza la excomunión por negarse a entregar lo recaudado; en esa fecha, el presidente de la Audiencia, en carta suscrita conjuntamente por los oidores, decía a la Emperatriz, «y como en esta Audiencia se le mandó que los pagase y conosciésemos su propósito, dijimos al juez de la iglesia que él procediese como viese que le convenía, el cual procedió a le descomulgar». Cortés se inconformó con la excomunión, considerándola inválida, por lo que solicitó que el obispo de Tlaxcala conociese su caso «y que delegue la cabsa al prior de Santo Domingo para que le absuelva».[1044] Conocida su religiosidad, resulta difícil aceptar que hubiera vivido mucho tiempo con ella a cuestas, aunque se desconoce en qué momento le fue levantada. Frente a los ataques de sus enemigos, acusándolo de ser hombre que no temía a Dios, se cuenta con el testimonio de Motolinia, quien escribe: «aunque, como hombre, fuese pecador, tenía fe y obras de buen cristiano y muy gran deseo de emplear la vida y hacienda por ampliar y aumentar la fe de Jesucristo, y morir por la conversión de estos gentiles. Y en esto hablaba con mucho espíritu, como aquel a quien Dios había dado este don y deseo y le había puesto por singular capitán de esta tierra de Occidente. Confesábase con muchas lágrimas y comulgaba devotamente, y ponía a su ánima y hacienda en manos del confesor para que le mandase y dispusiese de ella todo lo que convenía a su conciencia». Esto lo escribía Motolinia en 1552, a los cinco años de su muerte, y aunque en ninguna parte se especifique con quién descargaría Cortés la conciencia, por la lógica de los hechos, se diría que en una primera época sería con fray Bartolomé de Olmedo, puesto que aparte de él sólo se encontraba el padre Juan Díaz, quien no gozaba de su confianza. A su retorno a México, de regreso de Las Hibueras, se encerró seis días en el convento de San Francisco para un retiro espiritual, y dado que el número de frailes era muy reducido, contándose Motolinia entre esos pocos, resulta altamente probable que haya sido éste quien lo confesara en esa ocasión. Otro aspecto destacado por este insigne misionero, en abono de su conducta, sería la reluctancia que —según dice—, mostró para que se continuaran haciendo nuevos esclavos. Al respecto, esto es lo que escribe: «El hierro que se llama de rescate de V.M., vino a aquesta Nueva España el año 1524, mediado mayo. Luego que fue llegado a México, el capitán D. Hernando Cortés, que a la sazón gobernaba, ayuntó en San Francisco, con frailes, los letrados que había en la ciudad, E yo me hallé presente e vi que le pesó al gobernador por el hierro que venía, y lo contradijo, y desque más no pudo, limitó mucho la licencia para herrar esclavos, y los que se hicieron fuera de las limitaciones, fue en su ausencia, porque se partió para las Higueras».[1045] Por supuesto, de ello no se puede concluir que se hubiera tornado abolicionista, ni mucho menos… sencillamente, se oponía a que los esclavos se hicieran en forma indiscriminada. Para él, la esclavitud debería ceñirse a aquellos en quienes concurriesen las «causas justas», según las normativas de la época.