Capítulo 3
La expedición de Los Ángeles

Expedición de Hernán Cortés

El Hernán Cortés que en Santiago de Cuba va a lanzarse a la aventura, a los treinta y cinco años de edad, aparece como un triunfador. Hombre acaudalado que se movía en el círculo del dinero, pero que parecía no tener resuelto el problema de puertas adentro. Según las apariencias, la mujer que tenía por esposa no era la indicada, tanto por extracción social, como por no haber tenido hijos con ella, asunto que, como se verá, para él era definitivo. Ése era el Cortés de aquellos momentos, en quien no se advierte que albergara propósitos de meterse a conquistador. Se conoce sólo una ocasión en que se interesó en participar en una expedición, y ello habría sido ocho años atrás, cuando Diego Nicuesa partía para establecer una colonia en la costa panameña del Darién. En vísperas de embarcar, le sobrevino una infección en una corva, lo cual le impidió tomar parte en ella, y quizás eso lo haya salvado de compartir la suerte trágica de aquél.[86] En realidad, sus únicos hechos de armas conocidos eran riñas por mujeres, de resultas de las cuales, conservaba como recuerdo una cicatriz bajo el labio, misma que buscaba disimular con la barba. Bernal, quien es el único en aportar el dato, omite decir dónde recibió la cuchillada. Se produce el sorpresivo ofrecimiento de Velázquez, y sin pensarlo un minuto lo acepta. Sin tener ninguna experiencia militar, partirá al frente de la mayor expedición que jamás se haya organizado en las Antillas; aunque era, según apunta Bernal: «buen jinete y diestro de todas las armas, así de a pie como a caballo, y sabía muy bien menearlas». Se trataba de habilidades corrientes en un individuo de su condición social. Por ello, casi podríamos asegurar que los afanes de meterse a conquistador responderían a una vocación tardía. Su currículo era tan pobre hasta ese momento, que de haber muerto por aquellos días, el mundo nunca se habría enterado de que una vez existió un hombre llamado Hernán Cortés.

Su personalidad resulta compleja y contradictoria. Por un lado, el individuo que ama la violencia y gusta de emociones fuertes, pero que, como contrapartida, habla en voz baja y da órdenes en tono reposado, siendo verdaderamente excepcional que, en algún momento, llegue a perder la compostura. A diferencia de cualquier rudo soldado, nunca blasfema ni profiere palabras altisonantes. Un bienhablado. Tenía vena de poeta y versificaba con facilidad.[87] Poseía un fino sentido del humor y resultaba un conversador ameno, pero esa exquisita sensibilidad no era óbice para que, llegado el caso, con la mayor frialdad cometiera crueldades espeluznantes. Aunque no tuviera un título universitario que exhibir, se echa de ver que era hombre de gran cultura, y que había pasado muchas horas ejercitándose en el manejo de las armas. Sus batallas las libró lo mismo con la espada que con la pluma. Y como cualquier banquero del Renacimiento, muy emprendedor en materia de negocios y realización de obras públicas. De esa vertiente de constructor daría posteriormente sobradas pruebas durante sus actuaciones en México. Sabía seleccionar lugares, como lo demostró al elegir Cuernavaca para edificar su casa palaciega. En ello fue un precursor, señalando el camino a los futuros promotores turísticos.

Cortés tenía aires de príncipe, solía vestir con elegancia sobria: jubón negro y, como atavío, dos medallas, una con la Virgen y el Niño en brazos, y otra con la efigie de San Juan Bautista, complementando el atavío con unas lazadas de oro. En cuanto fue investido con el cargo, se adornó el sombrero con plumas y pronto se hizo dar el tratamiento de señoría. Y ya en La Habana comenzó a rodearse de todos los atributos de un gran señor, sentándose bajo dosel y nombrando maestresala, mayordomo y secretario particular. Ni más ni menos como cualquier grande de España.[88] Esas actitudes, que en otro hubieran parecido ridículas, en él aparecían perfectamente naturales; al decir de Las Casas, daba la impresión de haber nacido entre brocados.[89] Era un elegante natural, que como un príncipe sin estados, partía en busca de tierras donde reinar. No es de excluirse que, aunque muy brevemente, hubiese tenido oportunidad de asomarse a la Corte, lo cual explicaría el conocimiento que mostraba tener de modales cortesanos.

¿Cómo era físicamente? De entre aquellos que lo trataron personalmente, Bernal es el único que se ocupó de consignar sus rasgos, describiéndolo como «de buena estatura y cuerpo, y bien proporcionado y membrudo, y la color de la cara tiraba algo a cenicienta, e no muy alegre; y si tuviera el rostro más largo, mejor le pareciera; y los ojos en el mirar amorosos, y por otra parte graves; las barbas tenía algo prietas y pocas y ralas, y el cabello que en aquel tiempo se usaba era de la misma manera que las barbas, y tenía el pecho ancho y la espalda de buena manera, y era cenceño, y de poca barriga y algo estevado de las piernas y muslos bien sacados…».[90] Aparte de este testimonio, se dispone de una galería de retratos que pretenden recoger su imagen; en México los más conocidos son tres, todos de autor anónimo, de los cuales dos se encuentran en el Museo Nacional de Historia, y el otro en el Hospital de Jesús, y aunque se conjeture que pudo haber posado para alguno de ellos, el problema reside en que en los tres aparece representado con rostro alargado y barba abundante, exactamente lo opuesto a lo dicho por Bernal; en cambio, sí concuerdan con la descripción de éste los rasgos recogidos por el escultor y pintor alemán Christoph Weiditz, quien se encontraba en España cuando Cortés regresó por primera vez y consiguió que posara para él. Weiditz realizó una acuarela y cinceló una medalla. El dibujo lo muestra de cuerpo entero y corresponde a un hombre vigoroso, de pecho ancho y piernas no demasiado largas, la cabeza claramente redonda y escasa la barba (el apego es completo). Al reverso de la medalla aparece una inscripción señalando que tenía cuarenta y cuatro años. El inconveniente de este retrato es el de que por ser de un trazo demasiado esquemático no alcanza a recoger sus rasgos fisonómicos. Existió otro retrato para el que se sabe que posó, que fue aquel que el propio Cortés remitió a Paulo Jovio, obispo de Nocera, atendiendo a un pedido, el cual iba destinado a la colección de éste de retratos de varones ilustres; pero aquí el problema radica en las dudas que surgen acerca de su fidelidad, pues el original se perdió y subsiste sólo una copia de un grabado en madera. El hombre que allí aparece representado es ya un viejo cargado de espaldas y barba abundante.[91] Existe otro cuadro de autor desconocido, en cuya orla aparece la leyenda «Ferdinandus Cortesius dux, invictisimus, aetatis 63», o sea hecho en el último año de su vida, el cual pasa por ser copia fiel de un original enviado a Alemania a Carlos V, para el que supuestamente habría posado. La atribución se presta a dudas, pues el hombre allí representado tiene un rostro notoriamente alargado, barba más poblada que rala, y sobre todo, una prominente nariz aguileña que en nada se parece a la dibujada por Weiditz.

Hernando Cortés

Hernando Cortés, retrato al acuarela de Matías Weiditz.

Hasta donde se sabe de cierto, ésta es la única imagen para la que haya posado Hernán Cortés; tendría a la sazón 44 años cumplidos y sus rasgos corresponden a la descripción hecha por Bernal Díaz del Castillo.

En Madrid, en el Cuartel General del Ejército se conserva un poco conocido retrato de Cortés, obra de autor desconocido, del cual se afirma que posó para él, sin que exista la menor prueba documental para comprobarlo, salvo «una antiquísima tradición» que va en ese sentido. El cuadro resulta interesante por varios conceptos: es el trabajo de un buen artista y corresponde a la época, por lo que su antigüedad no se presta a dudas. Cortés aparece representado en los días de su primera vuelta a España, y aquí la cabeza sí coincide con la trazada por Weiditz, la barba es escasa, y además se observa un detalle curioso consistente en un trazo bajo el labio inferior, que podría corresponder a la cicatriz de la cuchillada. No existen más datos, pero si se tratara de elaborar un retrato hablado con base en los testimonios de Bernal y el artista alemán, ése sería el rostro de Cortés.

Es de notar que siendo Cortés un hombre tan inquieto, sea tan poco lo que se conoce de lo que vendría a constituir su prehistoria: esos oscurísimos años pasados en Azúa, donde sepultó la mayor parte de su juventud. La información disponible es tan escasa, que viene a ser la punta del iceberg: juego, lectura y aventuras galantes. Se sabe que al menos en dos ocasiones echó mano a la espada en riñas por mujeres: de una conservó como recuerdo la cicatriz bajo el labio, y en la otra fue él quien hirió a su rival, como se verá más adelante. La prontitud con que aceptó el ofrecimiento para pasar a Cuba llevan a pensar que en Azúa no había nada que lo retuviera. Ya en Cuba, encontrándose casado, tuvo una hija con una india cubana (de la cual Velázquez sería padrino).[92] En cuanto a su entrega al juego, éste vino a ser para él una auténtica pasión. Sobresalía como gran jugador, tanto de naipes como de dados, y existen referencias abundantes a las interminables partidas en su casa de Coyoacán, que se encontraba convertida en un auténtico garito. Allí no se hacía otra cosa que jugar. En cambio, en lo concerniente a la bebida, las referencias son de que era sumamente parco, al grado de que, según apunta Bernal, diluía el vino en agua.[93] Podría hablarse de una extraordinaria capacidad para sufrir el dolor, el hambre, la sed, el cansancio y la falta de sueño. Por las noches, a semejanza de como más tarde actuaría Napoleón, rondaba por el campamento para comprobar que ningún centinela se hubiese dormido. En ninguno de los escritos, así sean de sus más acérrimos enemigos, se hace la menor alusión a que en algún momento le hubiese flaqueado el valor. Estamos frente a una faceta que podría servirnos para explicar algunas cosas; evidentemente, en mayor o menor medida, su ejército estaba compuesto por hombres valerosos, pero lo que ocurre con él, es que su estatura se agiganta frente al peligro. Parecería que una manera de controlar a esa masa de indisciplinados, sería el irlos metiendo en situaciones cada vez más comprometidas, de manera que apareciese como factor indispensable: el único que podría sacarlos del apuro. En reiteradas ocasiones será él quien mediante una acción individual, decida la batalla. En los momentos que preceden al combate, lo planea todo cuidadosamente, y cuando el dispositivo está a punto, deja el puesto de mando, para incorporarse como un soldado más de primera fila. No dejaba pasar la oportunidad de participar en la lucha. A todo lo largo de la Conquista, veremos que no se da una sola ocasión en que se haya conformado con presenciar la pelea desde su puesto de mando; por una u otra razón, en un momento dado, entraba en acción, haciéndolo siempre en el punto donde se combatía con mayor intensidad. Parecería que se sintiera atraído por el peligro, como si éste fuese una especie de droga, un estimulante fuerte que le era necesario. En el lenguaje moderno de la psiquiatría se habla de la «ordalía», eso es, de las tendencias suicidas ancladas en lo más profundo del subconsciente de algunos individuos, que los llevan a buscar siempre situaciones de peligro. El peligro será una constante que habrá de acompañarlo como su sombra, de manera que, inclusive, por momentos tendrá que cuidarse más de sus hombres que del enemigo que tiene enfrente.

Bernal asegura que, al plantearse el envío de una nueva expedición, se alzaron voces en favor de que ésta fuera al mando de Grijalva: «y todos los más soldados que allí nos hallabamos decíamos que volviese Juan de Grijalva, pues era buen capitán y no había falta en su persona y en saber mandar».[94] Mal pudo haber sido así, puesto que éste todavía no regresaba; pero el caso es que Velázquez ya había dado con el candidato que juzgó idóneo: el antiguo notario de Azúa, uno de los hombres más acaudalados de la isla, de manera tal, que podría montar la expedición con muy poco gasto. El paso siguiente fue redactar la escritura correspondiente, cosa que hicieron ambos el 23 de octubre de 1518 ante el notario de su majestad, Vicente López.

El pliego de instrucciones constituye la base jurídica en que descansa la aventura de Cortés; éste fue un documento que ni Las Casas ni Gómara parecen haber llegado a conocer; en cambio, Oviedo sí da muestras de haberlo leído, puesto que sintetiza lo más importante. Y otro que lo tuvo en sus manos y lo leyó con todo detenimiento, fue Francisco Cervantes de Salazar, quien además de reproducirlo, subraya: «y porque Gómara, que siguiendo a Motolinia, dice, por no haber sido bien informado ni vio, como yo, las capitulaciones que entre Diego Velázquez y Cortés se hicieron» (aquí se observa que Gómara, de capellán de Cortés según Las Casas, pasa ahora a ser tildado de plagiario).[95] Una de las constantes de Cervantes de Salazar será tratar de desacreditar a Gómara, y así cada vez que descubre que ha copiado a Motolinia, al momento procede a pregonarlo por todo lo alto. Y eso lo afirma de manera categórica, pues según asevera, tenía en las manos el escrito de éste último (el problema consiste en que se desconoce el manuscrito de referencia).

Para una mejor comprensión del pliego de instrucciones, procede ante todo conocer hasta dónde llegaban las atribuciones de Velázquez. Por principio de cuentas, éste, lisa y llanamente, se estaba extralimitando en sus funciones. Como teniente de gobernador carecía de facultades para enviar expediciones de conquista fuera de su área, sin la correspondiente autorización de la Corona. En el caso de Grijalva, para darle un aire de legalidad a su actuación, solicitó la autorización a los frailes jerónimos, y éstos se la dieron ya que la planteó como un viaje de exploración. Una licencia dudosa. Y ahora, para despachar a Cortés, consideró que no sería necesario solicitar una nueva, ya que ésta sería una extensión de la anterior. El centro del poder político en las Antillas radicaba en Santo Domingo, pero, ¿quién gobernaba en esos momentos?; ello es, ¿quién tenía la autoridad para dar ese tipo autorización? La pregunta no es ociosa. A la partida de Diego Colón, el gobierno quedó en manos de la Audiencia, pero ocurrió que, a instancias de Las Casas, quien en la Corte no cesaba de denunciar los atropellos que se cometían contra el indio, el cardenal Cisneros, de común acuerdo con Adriano de Utrecht (ejercían la regencia conjuntamente), resolvió enviar una comisión integrada por fray Luis de Figueroa, fray Alonso de Santo Domingo y fray Bernardino de Manzanedo, todos de la orden de San Jerónimo. Esos fueron conocidos como los frailes gobernadores. Pero viene ahora el establecer el alcance de su cometido; en todas las fuentes disponibles se les da el tratamiento de gobernadores, a excepción de Las Casas, quien es enfático en señalar que su mandato se limitaba a tratar de frenar los excesos contra la población nativa, pero que, una vez llegados, comenzaron a entrometerse en toda suerte de asuntos, excediéndose en sus funciones; asegura, asimismo, que el pliego de instrucciones que llevaron fue redactado por él, con algunas adiciones del propio Cisneros y de los miembros del Consejo de Indias. La instrucción que llevaban estaría encabezada de la manera siguiente: «Memorial o instrucción que han de llevar los padres que por mandado de su reverendísima señoría y del señor embajador [tratamiento que da a Adriano] han de ir a reformar las Indias».[96] Se trata de un documento muy extenso, por lo que aquí no se reproduce, pero del que hay que destacar que, aunque se ocupa mayormente de la forma en que deberá organizarse la vida de los indios, también en algunos de sus puntos toca aspectos de gobierno. El caso es que aunque la decisión de enviarlos se adoptara a partir de una iniciativa de Las Casas, ocurre que muy pronto los frailes se distanciaron de él, pues al momento mismo de embarcar en España, ya no lo esperaron, por lo que él hubo de transportarse en otro navío.

Como se advierte, no es fácil establecer el alcance de los poderes de los frailes Jerónimos; lo que sí está claro, es que no se encontraban facultados para expedir licencias para nuevas conquistas. Y la Audiencia tampoco lo estaba. El caso es que los frailes, que al parecer no encontraban muy de su agrado una misión que los desbordaba, pronto fueron llamados de regreso a España. Aunque su retorno no esté bien documentado, para febrero de 1520 ya se detecta la presencia de los tres en España.[97] Al decir de Las Casas, fueron ganados por los encomenderos, y a la postre nada resolvieron en favor del indio. Lo que sí se advierte es que se trató de un periodo en que no queda del todo claro quién era la autoridad suprema, si ellos o la Audiencia. El caso es que si Velázquez envió a España a su capellán, Benito Martín, para solicitar la autorización para incursionar por Yucatán, ello ya nos está señalando que estaba consciente de que, tanto frailes como Audiencia, carecían de facultades suficientes para otorgar licencias para una empresa de esa magnitud.

El pliego de instrucciones es un documento que consta de treinta apartados, y dado lo extenso que resulta, se analizarán sólo los más importantes; el objetivo primario será partir en busca de la flota de Grijalva y de la carabela de Olid para, en caso de necesidad, impartirles la ayuda necesaria; otro de los encargos, consistirá en rescatar a seis españoles, quienes, al decir de Melchor, se encontrarían en el interior de Yucatán en poder de caciques. Se presumía que uno de ellos podría ser el propio Nicuesa. Y a continuación se incluyen una serie de apartados normales en un documento de la época: el viaje es para exaltar la mayor gloria de Dios y aumento de la fe, por lo que no deberán consentirse actos carnales «con ninguna mujer, fuera de nuestra ley». Se reitera que deberá poner especial cuidado en no permitir los juegos de naipes y dados, y no subir a bordo a ninguno de quien «se tenga noticia que es bullicioso e amigo de novedades» (se diría que la participación quedaba reservada para los ángeles). Llevaba también el encargo de averiguar si ya se habría predicado el evangelio en esas tierras, pues mucho intrigaban las cruces encontradas en las paredes de los templos. Hoy día se puede admirar en el Museo de Antropología e Historia la llamada Cruz de Palenque, que es una pieza única; pero, a juzgar por el tenor del pliego de instrucciones, éstas abundaban en su día. Debería dar a conocer a los caciques quién era el emperador Carlos V, señalándoles, al mismo tiempo, la obligación en que estaban de enviarle un tributo. También llevaba el encargo de averiguar si existían hombres con cabeza de perro, «e porque diz que hay gentes de orejas grandes y anchas y otras que tienen las caras como perros».[98] El país de los hombres con cabeza de perro fue una leyenda recurrente, que se mantuvo muy viva a todo lo largo del Medievo. Colón, en la carta al tesorero Santángel, en que comunica la nueva del Descubrimiento, creyó necesario aclarar que no encontró hombres con hocico de perro. No se terminaba de salir de la Edad Media.

En la comunicación que su capellán Benito Martín llevó a España para solicitar para él la adelantaduría, Velázquez se atribuyó el descubrimiento de Yucatán; sin embargo, por un descuido, se deslizó en el pliego un párrafo ordenando a Cortés presentar una disculpa a los naturales por estropicios causados por Hernández de Córdoba, que «a mí me pesó mucho». Aquí, tácitamente está la admisión de que existió una incursión anterior a la de Grijalva. Aparte de esos enunciados, se advierte una cierta indefinición en los propósitos, pues por otra parte se establece que deberá guardar en arca de tres llaves todo el oro, joyas y artículos de valor que pudiese «rescatar». Hasta aquí se trata de una empresa mercantil, pero deberá efectuar, con toda solemnidad y guardando las formalidades del caso, la toma de posesión de las nuevas tierras en nombre de la Corona. Además, hay algo que no se aclara, y ello es, cómo se podrá exigir que los caciques presten juramento de vasallaje a Carlos V, para que «se sometan debajo de su yugo e servidumbre e amparo Real» y paguen el tributo correspondiente, sin el empleo de la fuerza. Se deja en el aire lo relativo a si se trata de establecer una ocupación permanente. Pero ocurre que Cortés, en presencia de Andrés de Duero, que era el alcalde de la villa, pidió al escribano que le extendiera un traslado de la escritura para conservarlo en su poder. En el párrafo consignando la petición, el notario hace constar que Cortés «iba por el dicho señor Adelantado en nombre de Sus Altezas a poblar las dichas islas e tierras, e a descubrir otras».[99] Aquí queda al descubierto el verdadera propósito de la expedición. Por tanto, se pone de manifiesto que una cosa era lo que se puso por escrito, y otra muy distinta cuáles eran las verdaderas intenciones que había detrás. La autoridad de Velázquez era limitada, y por escrito no podía comprometerse a más; parecería que la prisa en no esperar el retorno de Benito Martín con la autorización correspondiente, obedeciera a que se sabía que Garay no tardaría en incursionar por la zona y, por lo mismo, se trataba de dejar establecida una cabeza de playa, para confrontarlo con el hecho consumado. Sería, por lo que se ve, una carrera contra el tiempo. Esos planes se hacían en momentos en que se desconocía la existencia del imperio de Motecuhzoma.

La rebelión de Cortés

Cortés se volcó en cuerpo y alma a organizar la expedición, pero, desde un primer momento, apartándose de lo convenido, comenzó a gastar en forma desmedida. Cambia el proyecto: de una expedición de refuerzo, se comienza a dar forma a una fuerza de conquista. Para ello ha reclutado un contingente de desocupados, entre los cuales figuraban veteranos de las campañas de Italia. Aquello pone en guardia a Velázquez, pero se trata ya de algo que le resulta imparable. Cortés, además de haber gastado su fortuna, contrata empréstitos cuantiosos. Éste es un punto que amerita verse con detenimiento: ¿cómo es que obtiene esos empréstitos con tanta facilidad? Sencillamente, era un mercader de altos vuelos (empresario, se diría hoy día), que se movía en el círculo del dinero. Su hacienda era una de las mejores de la isla; en las márgenes del río Cubanacán que la cruzaba, los indios le sacaban oro, había introducido la cría del ganado vacuno y caballar (si no fue precisamente el primero en hacerlo, sí sería en ello uno de los pioneros), y lo mismo puede decirse de algunos cultivos. Además estaba dedicado al comercio ultramarino en gran escala, dándose el caso de que en ese momento, de los cinco barcos que había al ancla en el puerto, tres eran de él, «tres navíos suyos propios», y en los otros dos iba a medias: en uno con Andrés de Duero, y en el otro con Pedro de Santa Clara. Uno de los navíos tenía en sus bodegas un cargamento de vinos, indicio de que recién llegaba de España.[100] Ése era el nivel de los negocios que movía. Minero, ganadero, agricultor, mercader y naviero. El perfil del hombre elegido respondía ampliamente a las necesidades del caso, sin que pareciera importar que su experiencia militar fuera mínima, prácticamente inexistente; pero eso, por lo visto, no parecía contar demasiado, puesto que reunía los otros requisitos que se consideraban más importantes, porque, ¿a quién mejor encomendar la expedición, que a un individuo que había dado sobradas pruebas de talento empresarial? Además, era respetado y sabía mandar, por lo que se confiaba en que, dada su reputación, no faltarían voluntarios que aceptaran alistarse bajo su mando. Si los mercaderes que tenían en sus manos el comercio ultramarino, depositaron en él su confianza, sería porque se trataba de uno de los suyos. Velázquez se dio cuenta de que eso no era lo pactado. Y su desconfianza fue todavía en aumento al enterarse de que, encima de gastar lo suyo, se había endeudado con Andrés de Duero, Pedro de Jerez, Antonio de Santa Clara, Jaime y Jerónimo Tría y demás mercaderes, por un monto de cuatro mil castellanos de oro. Suma cuantiosa. Cortés era buen sujeto de crédito, pues tenía con qué responder. Su hacienda garantizaba sobradamente el pago. En un documento público la estimó en quinientos mil pesos de oro, una suma exageradísima (es evidente que se le iría la mano al tasarla); y refiriéndose a ella, manifestó que no existía otra mejor en la isla. Si los capitalistas lo financiaron, sería sin duda, porque esperaban ver multiplicada su inversión. A los dueños del dinero los tendría sin cuidado ensanchar los dominios de la Corona. Ésta es la poco estudiada faceta de Cortés: la de mercader y hombre de empresa. Es cierto que podría argumentarse que, en los registros de la Casa de Contratación, en Sevilla no aparece ningún embarque realizado por él o por sus socios, pero eso no es definitivo. Los registros de esos años se encuentran incompletos. Ni siquiera quedó constancia de su paso a Santo Domingo. La primera tarea que tuvo entre manos, en cuanto abandonó el puerto de Santiago, fue manejar a aquella masa desordenada de aventureros, para conformar un ejército. Y, al parecer, desde el principio lo hizo bien, pues no aparece consignado un solo caso de antiguos soldados que desobedeciesen sus órdenes por no tomarlo en serio. Enseguida supo darse su lugar, para dejar bien claro quién era el que mandaba, adoptando posturas de gran señor, lo cual iba a tono con la época, pues de otra manera no lo hubieran respetado. Poseía dotes de mando y emanaba autoridad. Ése es el Cortés en quien se despierta una vocación tardía por meterse a conquistador. La hacienda la había empeñado; atrás dejaría un barco al que se le daba carena y una esposa. ¿Alguna relación entre el lanzarse a la aventura y el deseo de verse lejos? El matrimonio se lo había impuesto ella.

Los parientes se encargaron de calentarle la cabeza al gobernador, señalándole que los preparativos que hacía mostraban a las claras que Cortés no tenía intención de volver. Un astrólogo vaticinó que se rebelaría y los parientes llegaron al extremo de enviar a un bufón para que en plan de chanza, a la salida de misa, cuando Velázquez iba en compañía de Cortés y otros notables de la villa, le dijese entre risas que pronto tendrían que ir a «montearlo»; Andrés de Duero le dio de pescozones, diciéndole: «Calla borracho loco, no seas más bellaco, que bien entendido tenemos que esas malicias, so color de gracias no salen de ti, y por más golpes que le daba no cesaba de hablar.»[101] Cervantes el Chocarrero, así era conocido ese gracioso y medio atronado borrachín.

Llegó el momento en que Velázquez quedó totalmente desbordado por Cortés; mientras él contaba con un puñado de alguaciles, éste, en cambio, se movía siempre en medio de una multitud de aventureros que se habían enganchado, respondiendo a los pregones, y a que comían y bebían a expensas suyas, amén de recibir anticipos en metálico. Se le había escapado de control, y como tratar de reducirlo equivaldría a un rompimiento abierto, en el que llevaba todas las de perder, no le quedó otro camino que el disimulo. Se inicia entonces por ambas partes un juego de astucias; Cortés, sin descuidarse, con la guardia alta, fingiendo lealtad, y Velázquez tratando bajo cuerda de obstaculizarlo en todo lo posible. Como primera providencia, ordenó que no se le suministrasen víveres. Luego, a través de intermediarios, procuró hacerlo desistir, ofreciendo que lo indemnizaría por todos los gastos en que había incurrido. Las versiones de los distintos cronistas presentan leves variantes, pero coinciden en lo fundamental. Velázquez intenta detenerlo, pero Cortés sigue adelante. En una de esas comilonas, en que corrió vino en exceso, se suscitó una riña y hubo un muerto. Un tal Juan de Pila. Aquello precipitó las cosas; Cortés, seguido de un pequeño grupo, se dirigió a la iglesia, y allí, fray Bartolomé de Olmedo bendijo la bandera. Andrés de Tapia dice de ella que era de unos fuegos blancos y azules, con una cruz colorada en medio, y la leyenda era: Amici, sequamor crucem, et si nos fidem habemus, vere in hoc signo vincemus (Amigos, sigamos la Cruz, que si tenemos fe, con esta señal venceremos); una paráfrasis del in hoc signo vinces de Constantino. Una bandera de cruzado. Y como ya nada lo retenía, dio la orden de embarcar al momento, antes de que la situación fuera a complicarse a causa del muerto.

Bernal describe la salida de Santiago diciendo que después de muchos ofrecimientos y abrazos entre Cortés y Velázquez, se dispuso la partida, y al día siguiente, luego de escuchada la misa, «nos fuimos a los navíos, y el mismo Diego Velázquez fue allí con nosotros; y se tornaron [a] abrazar y con muchos cumplimientos de uno al otro; y nos hicimos a la vela, y con próspero tiempo llegamos al puerto de la Trinidad».[102] La misma escena y circunstancias previas a la partida, Gómara las reseña de manera distinta: «Fray Luis de Figueroa, fray Alonso de Santo Domingo y fray Bernaldino Manzanedo, que eran los gobernadores, dieron la licencia para Hernán Cortés, como capitán y armador, con Diego Velázquez, mandando que fuese con él un tesorero y un veedor para procurar y tener el quinto del rey»; prosigue señalando que Velázquez hubiera querido impedirle la partida, pero se vio imposibilitado de hacerlo, pues de haberlo intentado habría habido una revuelta en la ciudad, con el saldo inevitable de muertes, por lo que optó por disimular, y «todavía mandó que no le diesen vituallas, según muchos dicen. Cortés procuró salir enseguida de allí. Publicó que iba por su cuenta, puesto que había vuelto Grijalva, diciendo a los soldados que no habían de tener qué hacer con Diego Velázquez. Les dijo que se embarcasen con la comida que pudiesen. Cogió a Fernando Alfonso los puercos y carneros que tenía para pesar al día siguiente en la carnicería, dándole una cadena de oro, en forma de abrojos, en pago y para la pena de no dar carne a la ciudad. Y salió de Santiago de Baracoa». Parte casi subrepticiamente y, sobre todo, ya iría rebelado. La afirmación de que los frailes jerónimos le habrían dado la licencia resulta errónea, pues si hubiera contado con esa autorización sencillamente ya no sería un rebelde. Asimismo, se equivoca cuando afirma que Grijalva ya había regresado, «llegó en esto a Santiago Juan de Grijalva, y no le quiso ver Diego Velázquez, porque se vino de aquella rica tierra, y sentía que Cortés fuese allí tan pujante; mas no le pudo estorbar la marcha, porque todos le seguían, tanto los que allí estaban, como los que venían con Grijalva».[103] La versión de Cervantes de Salazar sostiene que Cortés habría ordenado a sus hombres que embarcasen, y cuando sólo faltaban por subir él y cinco o seis soldados, llegó Velázquez montado en una mula y en compañía de cuatro mozos de espuelas, demandándole a qué obedecía esa mudanza, y por qué se embarcaba sin contar con víveres suficientes: «Deteneos por vida vuestra […] llegó el batel de la capitana, y entrando en él con los soldados, quitando el sombrero a Diego Velázquez le dijo: Señor, Dios quede con vuestra merced, que yo voy a servir a Dios y a mi Rey, y a buscar con estos mis compañeros mi ventura». A Diego Velázquez, aunque congestionado por la ira, no le quedó otro recurso que disimular. Iba rebelado. Las Casas lo refrenda.[104]

Cortés, en ocasión del juicio de residencia, redactó en México un documento que contiene una serie de preguntas que deberían formularse a los testigos, tanto de cargo como de descargo. Éste se titula interrogatorio general, y según todos los indicios, debió prepararlo hacia 1534. Se trata, por tanto, de una escritura pública que debería ceñirse a la verdad, pues en caso contrario, sus enemigos lo harían pedazos, destacando las falsedades que encontrasen en él. En este cuestionario se pregunta a los testigos, entre otras tantas cosas, si estaban enterados de que en el puerto de Santiago tenía mucha gente y cinco navíos suyos, cuando Diego Velázquez cambió de parecer e hizo intento de impedirle la salida, cosa que no pudo hacer por la mucha gente que él tenía. Además, para crearle dificultades, tenía ordenado que no se le vendiesen provisiones, ante lo cual decidió precipitar la partida; de tal forma, esa noche sus amigos subieron subrepticiamente a los navíos todo el pan de cazabe que pudieron reunir, y mandó a sus criados a los corrales de la carnicería para que requisaran todos los puercos y carneros transportándolos a los navíos. Al poco rato se presentó el propietario de la carnicería a rogarle que le devolviera sus animales o algunos de ellos, para que no le impusiesen una multa por dejar sin carne a la ciudad. Cortés se despojó de una cadena de oro y se la dio diciéndole: «tomad para que paguéis la pena, e para que os paguéis de la carne que os he tomado».[105] Este diálogo con el carnicero, narrado por el propio Cortés, conlleva un peso inmenso, puesto que viene a ser la primera de las pruebas de que partía subrepticiamente. Bernal o no recuerda o no se enteró de lo que estaba ocurriendo; pero el caso es que esta circunstancia es ampliamente subrayada por Gómara, Cervantes de Salazar y Las Casas. Al respecto, este último enfatiza que, en una conversación que en 1542 sostuvo con Cortés en Monzón, a raíz de celebrarse Cortes en esa villa, éste le confirmó el incidente del pago efectuado a Fernando Alonso con un collar de oro: «y ésto el mismo Cortés a mí me lo dijo».[106] Al amanecer del día siguiente, que según puntualiza Cortés, fue sábado, Amador de Lares, en su papel de contador real, fue a efectuar la revista a los navíos. Y conforme pasaban el registro, iban abandonado el puerto. Cuando estaba por partir el último, llegó Diego Velázquez. Cortés mandó a tierra en una barca al contador, y en otra se aproximó a la costa, despidiéndose de él a prudente distancia. Nada que ver con el relato pródigo en abrazos ofrecido por Bernal. A la salida del puerto ordenó al navío de Pedro González Gallinato (en otra parte se le llama Pedro González de Trujillo), que con el cargamento de barricas de vino que llevaba en sus bodegas se dirigiese a Jamaica para cargar pan de cazabe y tocinos. El hecho de que en lugar de dinero contante llevara para el pago un cargamento de vino, ya está hablando de que quien realiza la operación es un mercader a gran escala, que desvía un embarque recién llegado de España, para venderlo en Jamaica donde alcanzaría mejor precio.[107] La situación muestra claramente que, in pectore ya iba rebelado, aunque en lo formal se guardasen las apariencias. Al parecer, ninguno de los dos quería precipitarse en hacer público que el rompimiento era definitivo. El testimonio de Cortés se encuentra respaldado por actuaciones y escrituras diversas, que se verán páginas adelante.

Algo que intrigó a fray Bartolomé de Las Casas fue saber si desde un primer momento Cortés contó con la complicidad de los capitanes para rebelarse, preguntándose al respecto: «¿cómo se embarcaron de noche sin despedirse de Diego Velázquez?». Pero a pesar de que en Santo Domingo habló con Juan de Grijalva, y de todas las indagaciones que hizo, todo resultó en vano: «no pude averiguarlo».[108] No obstante todo lo embrollado del caso, hoy día se dispone de unos testimonios que él no tuvo a la vista, por lo que quizá se pueda hacer un poco de luz sobre el particular.

Andrés de Tapia, es otro de los soldados cronistas, autor de una historia sumamente importante, pero que presenta el inconveniente de quedar interrumpida en el momento en que se produce la victoria sobre Narváez. Y además, concurre la coyuntura de ser el único a quien Gómara identifica como informante suyo. Sobre las circunstancias en torno a la partida, este soldado y futuro capitán, cuenta que, en el momento en que él se presentó ante Diego Velázquez para saludarlo y pedirle la venia para tomar parte en la expedición, éste le habría dicho: «No se que intención lleva Cortés conmigo, y creo que mala, porque él ha gastado cuanto tiene y ha recibido oficiales como si fuera un señor de España».[109] Velázquez entonces le habría propuesto que se le uniese, ya que no le resultaría difícil alcanzarlo, puesto que sólo hacía quince días que había partido. Recibió de él un vale por cuarenta ducados para abastecerse de lo necesario en su tienda, y en compañía de otros, partió al alcance de Cortés. Esto comienza a darnos un poco de luz sobre el asunto: cuando Cortés partió llevaba únicamente cuatro barcos, y no había asignado los mandos, por la sencilla razón de que será más adelante cuando se le incorporen aquellos que pasarán a ser sus más destacados capitanes; que se sepa, de la gente del entorno de Velázquez en Santiago, entre los principales subieron Diego Ordaz, Francisco de Moría, Escobar el Paje, Juan Escudero, y probablemente Alonso de Grado. En esos momentos, Grijalva todavía no aparecía por Santiago; además, en el caso de que hubiera llegado, las naves no podían zarpar de nuevo al momento, pues después de una navegación tan prolongada, deberían someterse a carena y practicárseles algunas reparaciones. Será al retorno de esas naves, cuando Velázquez permitirá que se le unan hombres de su confianza, (se dice que «permitirá», porque no debe olvidarse que aquella era una empresa comercial, en la que Montejo, Alvarado y Ávila habían invertido su hacienda en la compra de las naves y, por lo mismo, tenían derecho a opinar). Y como sería una necedad estar enviando refuerzos a un rebelde, lo que aquí puede asumirse, a la luz de lo que sostiene Tapia, sería que, en vista de que la rebelión no se había producido de manera abierta, la intención de Velázquez sería la de ir rodeando a Cortés con gente suya, para poder someterlo. Proceder de otra manera habría sido una torpeza, y Velázquez estaba muy lejos de ser un tonto; lo que ocurre es que Cortés le ganó la mano. Al momento de producirse la salida de Santiago, en torno a Cortés apenas se consigue identificar a unos contados amigos suyos, como es el caso de Villarroel, quien venía como alférez, de Juan de Escalante, Pedro González de Trujillo, y también el padre Olmedo. Los incondicionales de Velázquez nada pudieron hacer por sujetarlo, ya que se vieron desbordados por ese contingente de veteranos de Italia, cuya lealtad estaba con Cortés, que era quien les pagaba.

Según el diario de navegación transcrito por Oviedo, para el ocho de octubre Grijalva ya se hallaría de regreso en el puerto de Matanzas, adonde encontró a Olid y recibió una carta de Velázquez ordenándole conducir sin demora los navíos al puerto de Santiago.[110] Pero la cronología no encaja, pues de ser eso exacto, se habría recibido la noticia de su retorno antes de que Velázquez capitulara con Cortés, lo cual, desde luego, carece de sentido. El diario pudo haber sido manipulado o tampoco debe descartarse que Oviedo transcribiese mal (aunque lo primero es lo más probable); el caso es que cuando Grijalva apareció por Santiago, Velázquez lo trató mal por no haber poblado habiendo encontrado una tierra tan rica. No quiso saber más de él, y lo despachó con cajas destempladas. Alaminos, que presenció la escena, es quien lo cuenta.[111] En el fondo, el tío reprochaba al sobrino el haberse apegado como un autómata a las instrucciones: explorar, recoger todo el oro posible y regresarse. Grijalva, que era un simple, no alcanzó a captar que el escrito constituía una mera formalidad, destinada a guardar apariencias. Velázquez le habría dado las instrucciones en ese sentido, por la sencilla razón de que no podía poner por escrito algo que le estaba vedado. La licencia de los frailes jerónimos (cuyo texto desconocemos), al parecer, no sería lo suficientemente amplia como para lanzarse a una empresa de esas dimensiones. Lo probable es que despachó la expedición en el entendido de que, llegado el caso, Grijalva sabría como actuar y de esa manera, presentar a la Corona un hecho consumado. Por tal razón, decía que había confiado el mando a un bobo, mientras que, en su descargo, el sobrino aducía que el tío le había impartido instrucciones muy rígidas, prohibiéndole terminantemente poblar. Y así se lo aseguró a Las Casas cuando tocaron el tema: «todo esto me refirió a mí el mismo Grijalva en la ciudad de Sancto Domingo» {1523}; y, de igual manera se expresa Alaminos, quien, asevera que leyó varias veces el pliego de instrucciones.[112] Caído en desgracia, Grijalva marcharía a Santo Domingo, donde sostuvo esa conversación con Las Casas, y de allí partió para Nicaragua, donde guerreando en el valle de Ulanche, en una acción oscura lo mataron los indios junto con otros españoles; de su paso por México sólo conserva su memoria el río que lleva su nombre.[113] Las Casas nos ha dejado de él el apunte siguiente: «era de tal naturaleza, en cuanto a obediencia, que no hubiera sido un mal fraile».[114]

Macaca fue la primera recalada. Se trata de un sitio cuya identidad no se ha establecido satisfactoriamente, pero que bien podría corresponder al actual Puerto Pilón, junto a Cabo Cruz, en la costa sur de la isla. La estadía ahí tuvo una duración cercana a los dos meses, mismos que Cortés aprovechó para completar el aprovisionamiento, lo cual corrobora lo precipitada que fue la salida de Santiago. Partieron casi sin provisiones, como si se tratara de una fuga, lo cual opone un desmentido rotundo a lo afirmado por Bernal. En el interrogatorio, Cortés expresa que llegó con tres navíos, «e allí fizo más de mil cargas de pan que compró a un Tamayo, e de otros que allí tenían haciendas».[115] Tapia también se refiere a esa escala que, curiosamente, Bernal olvida mencionar.[116] Cortés dice que encontrándose en Macaca, «supo como el dicho Joan de Grijalva era llegado a cierto puerto de la dicha isla, con los navíos e gente». Señala que por temor a que Velázquez no le hiciese algunos requerimientos, argumentando que Grijalva se encontraba ya de regreso, y el propósito de la expedición era, precisamente, el de ir en su ayuda, «despachó dos de sus tres navíos que tenía, que se fueron a la punta de la isla con todo el bastimento que allí había podido haber; y el dicho don Hernando Cortés se fue con el otro al puerto de Trinidad, donde así mesmo compró mucho pan, e fizo mucha carne, e compró otro navío de un Alonso Guillén, vecino de la dicha villa de la Trinidad».[117] Aquí, en un documento público, afirma que al partir de Macaca contaba sólo con tres navíos, por lo que se desprende que todavía no se le incorporaban las naves de Grijalva. Hasta ese momento, Alaminos no era hombre de Cortés, como tampoco lo serían la marinería y aquellos que volvían del viaje; si toda esa gente fue a su encuentro, se puede conjeturar que unos irían voluntariamente, mientras que otros lo harían un tanto coaccionados por alguien que tenía la autoridad para ello. Y en cuanto a las naves que Grijalva trajo de regreso, no cabe pensar que la marinería las llevase sin mediar el consentimiento de Velázquez.

Partieron de Macaca, y el siguiente punto de escala sería la Trinidad. Una villa importante en aquellos días. Como alcalde se encontraba Francisco Verdugo, casado con una hermana de Velázquez. Allí Cortés lanzó pregones de enganche, e hizo poner frente a su morada el estandarte real y el suyo propio, al tiempo que despachó cartas al interior invitando a unírsele. Aquí se le incorporará buen número de aquellos que serán figuras destacadas en la Conquista; según Bernal, entre ésos se contarían Pedro de Alvarado en compañía de sus cuatro hermanos, Alonso de Ávila, Juan de Escalante, Cristóbal de Olid, Gonzalo Mejía, Pedro Sánchez Farfán; de la vecina Sancti Spiritus llegaron Gonzalo de Sandoval, Alonso Hernández Puerto Carrero y Juan Velázquez de León.[118] También se provee de artillería y recoge a dos herreros que tan útiles le serían en lo futuro. Continúa el acopio de víveres y consigue los dieciséis caballos, ya que hasta ese momento no llevaba a bordo ninguno. El costo de los animales es tan elevado, que hay soldados que van a medias en uno, para montarlo en días alternos. Alonso Hernández Puerto Carrero, primo del conde de Medellín, carecía de recursos, por lo que Cortés, que se encontraba muy interesado en que participase en la expedición, le compró una yegua. Y como ya no disponía de dinero contante, pagó por ella con una cadena de oro que llevaba sobre los hombros. Bernal ofrece una descripción de los caballos: Cortés traía inicialmente uno de pelaje zaino, que luego se le moriría en el arenal de San Juan de Ulúa; Pedro de Alvarado y Hernán López de Ávila iban a medias, con una yegua que resultó muy buena, de la cual Alvarado le compró su mitad a Ávila, o bien se la tomó por la fuerza (no recuerda bien); Alonso Hernández Puerto Carrero, la yegua rucia comprada por Cortés; Juan Velázquez de León, otra yegua rucia que resultó muy buena, ésa fue «la Rabona»; Cristóbal de Olid, un castaño oscuro, muy bueno; Francisco de Montejo, a medias con Alonso de Ávila, un alazán tostado que no resultó bueno; Francisco de Moría, un castaño oscuro, revuelto y gran corredor; Juan de Escalante, un castaño claro, tresalbo, que no resultó bueno; Diego Ordaz, una yegua rucia, machorra, pasadera, que corría poco; Gonzalo Domínguez, jinete extraordinario, un castaño oscuro, muy bueno; Pedro González de Trujillo, un buen castaño, que corría muy bien; Morón, un overo, labrado de las manos y bien revuelto; Baena, otro overo, algo sobre morcillo, que no salió bueno; Lares, a quien se conoce como «el Buen Jinete», un castaño claro muy bueno; Ortíz, el Músico, en sociedad con Bartolomé García, el famoso «Arriero», uno de los buenos caballos.[119] A éstos se agregaría la yegua de Juan Núñez Sedeño.

Bernal confunde enteramente las circunstancias en que este último se sumó a la expedición; según él, en la Trinidad se habría presentado a saludar a Cortés, y sería entonces cuando fue invitado a participar, cosa que habría hecho de buen grado. Andrés de Tapia lo cuenta de forma distinta: ocurriría que, en cuanto Cortés tuvo conocimiento de que en las inmediaciones navegaba un navío cargado de víveres, despachó al momento a Diego Ordaz con órdenes de apresarlo. Era el de Núñez Sedeño, quien traía a bordo un cargamento de pan de casabe, tocinos y maíz que llevaba a vender a unas minas. Cortés requisó la embarcación y el cargamento pagándolos con unas lazadas de oro, según él mismo lo afirma.[120] Las Casas corrobora esta segunda versión, y al efecto añade que en 1542, en la conversación aquella que sostuvieron en la villa de Monzón, cuando tocaron ese punto, Cortés, entre risas, le habría dicho: «A la mi fe, anduve por allí como un gentil corsario».[121] El incidente de la captura en alta mar de la nave de Núñez Sedeño, tuvo como consecuencia el enconado pleito que éste sostendría en su contra. Por otro lado, las incidencias de ese apresamiento vienen a ser un hecho que Cortés, jactanciosamente, menciona en repetidas ocasiones. Además del cargamento de pan de cazabe, Sedeño traía a bordo un esclavo negro y una yegua, que quedaron igualmente incorporados. Bernal agrega que fue el soldado más rico que pasó, y concluida la conquista fue un prominente hombre de negocios que vio muchas veces multiplicada su inversión. Cortés nunca logró ganárselo. Se contará entre sus enemigos.

Llegaron cartas de Velázquez dirigidas a su cuñado y a otros personajes del ejército, en las que ordenaba el arresto de Cortés. El mando debería recaer en Vasco Porcallo. Éste viene a ser el momento del rompimiento abierto. Bernal manifiesta que, en cuanto Cortés lo supo, habló a Ordaz, a Verdugo, y a otros que no le eran tan afectos, tratando de ganárselos. Ordaz habría dicho que no se hablase más del asunto y que se disimulase, puesto que hasta ese momento no habían visto nada sospechoso en Cortés, quien por otro lado se mostraba como muy servidor de Velázquez.[122] Bernal aquí nos sorprende; o bien no se enteraba de lo que sucedía a su alrededor, o ya tendría muy confundidos los recuerdos cuando escribió eso. Ocurría todo lo contrario. Ordaz, en aquellos momentos, lo que intentaba era sujetar a Cortés por todos los medios, pues no existía la menor duda de que, desde el momento de la partida, iba rebelado. La realidad de lo ocurrido fue que Francisco Verdugo carecía de medios para acatar la orden, y así se lo haría saber a su pariente. Optó por el disimulo, pues Cortés estaba muy fuerte y existía el riesgo de que sus hombres saqueasen la villa. Se dio, inclusive, el caso de que Pedro Laso de la Vega, uno de los mensajeros que trajeron las cartas, también se unió a la expedición. Allí mismo, en la Trinidad, Cortés compró un navío nuevo a Alonso Guillén, vecino de la villa.[123]

La Trinidad quedó atrás, y en el trayecto a La Habana, la nave en que viajaba Cortés perdió contacto con la armada, sin que se supiera de él durante días. En ausencia del jefe, al punto se suscitaron disputas acerca de quién asumiría el mando. Bernal cuenta que Ordaz, como cabeza de la facción velazquista, intentó alzarse con la flota, pero la oportuna aparición de Cortés frustró el intento. Andrés de Tapia, quien escribe en fecha más cercana a los acontecimientos, apunta que el tiempo en que anduvo desaparecido fue de entre quince y veinte días.[124] Todo fue debido a que la nao capitana derivó hacia unos bajos, en las proximidades de la isla de Pinos, donde embarrancó. Para ponerla a flote fue preciso aligerarla de peso, y volverla a cargar en cuanto alcanzó agua más profunda. Y todavía antes de apartarse de la costa cubana, en acatamiento a las órdenes de Velázquez se produjo una última intentona por capturar a Cortés. Gómara refiere que Ordaz lo invitó a un convite en su carabela, mas aquél, sospechando de lo que se trataba, lo rechazó pretextando encontrarse mal del estómago. Bernal lo niega tajantemente, pero Las Casas, quien como ya estamos en antecedentes, habló con Cortés en varias ocasiones, expresa que sí existió esa intentona: «Quisiérale convidar Diego Ordaz a Cortés al navío de que venía por capitán, para allí apanallo». Cervantes de Salazar es otro que también confirma la conjura: «determinóse muy en secreto que en el navío de Diego de Ordás hiciesen un banquete, para el cual convidando a Cortés, después de haber comido, le pudiese prender». Cortés habría aceptado la invitación, pero al entrar en una barca para trasladarse al navío, alguien lo previno de lo que se tramaba, y fingiendo un vómito, se excusó de asistir.[125]

Y si Francisco Verdugo no pudo detener a Cortés, menos podría hacerlo Pedro Barba, el alcalde de La Habana, ya que ésta era una villa de menor población. Para evitar posibles confusiones, procede aclarar aquí que la primitiva villa de La Habana se encontraba en el litoral sur, en un lugar que no se conoce con precisión, posiblemente en las inmediaciones de donde hoy tiene asiento el puerto de pescadores de Batabanó (en cuanto a La Habana actual, en aquella época no pasaba de ser un fondeadero conocido como Puerto Carenas). En ese último punto, el ejército se vio aumentado por varios hombres; es el propio Cortés quien afirma que: «en el dicho puerto de La Habana, llegó Francisco de Montejo e Alonso Dávila e Cristóbal De Olid e otros caballeros que venían en un navío de los de Diego Velázquez, que el dicho Grijalva había traído, que se llamaba San Sebastián».[126] Como se advierte, tres que pasarán a ser piezas fundamentales del ejército se habrían incorporado en el último momento. A punto estuvieron de perderse el viaje. Esta puntualización del propio Cortés ayuda a esclarecer aquel punto oscuro, que en su día tanto intrigó a fray Bartolomé. No hubo complicidad de parte de los capitanes en el momento de la partida porque, sencillamente, aún no se incorporaban. Lo que queda sin aclararse es saber si en esa nave vendría Alaminos, ya que ningún documento consigna el momento en que se unió a Cortés.

Dado que Bernal es uno de los principales hilos conductores de la historia, no está por demás detenerse un momento para repasar la serie de errores en que ha incurrido al narrar los pormenores del viaje. La memoria lo ha traicionado en varios aspectos que resultan cruciales en la historia de la Conquista; vemos así que en la controversia surgida en el arenal, él es el único en afirmar que Grijalva quería quedarse a poblar (ya conocemos lo dicho por Alaminos y Las Casas). Las circunstancias en torno a la partida de Santiago están descritas al revés: no hubo tales abrazos de despedida, omite el paso por Macaca, equivoca las circunstancias en que Núñez Sedeño se unió a la expedición, ignora el intento de apresamiento de Cortés por parte de Ordaz, así como la forma en que algunos de los personajes de mayor relieve se unieron a la expedición. Otro fallo consiste en señalar que Alvarado y hermanos, Alonso de Ávila y Cristóbal de Olid se unieron en La Trinidad, cuando Cortés, sostiene que fue en La Habana. Gómara cita erróneamente al afirmar que Diego Ordaz y Alonso Hernández Puerto Carrero participaron en el viaje de Grijalva. El fallo es notorio, por tratarse de dos personajes de primera fila; que Ordaz no tomó parte, es cosa bien sabida, y en cuanto a Puerto Carrero, su no participación en él no admite dudas, pues en abril de 1520 sería interrogado en La Coruña por Juan de Sámano, el secretario de Carlos V, y en respuesta a una pregunta expresa, declaró: «que en el armada de que fue capitán general Joan de Grijalva este testigo no fue».[127]

Por otra parte, se dispone de un documento público, redactado antes de cumplirse los dos años de la partida de Cuba, que desvela numerosos aspectos poco conocidos sobre los preparativos de intendencia realizados por Cortés, a partir del momento en que sale de Santiago, hasta que abandona la isla. Se trata de un escrito muy extenso, en el cual se lee: «porque en la dicha villa de la Trinidad no halló el dicho señor capitán general Hernando Cortés a comprar tantos bastimentos como para su viaje eran necesarios, se fue a un puerto de la villa de San Cristóbal de La Habana, adonde y fasta salir de la dicha villa, tardó desde el día que salió del puerto de Santiago, que fue a 23 de octubre, fasta 23 de febrero, que fueron cuatro meses; e que siempre cuatrocientos hombres de tierra, sin los marineros, estuvieron a su costa, e todos comían en su posada; e los que no querían venir a comer, les daban su ración de pan y carne».[128] Salta a la vista el desembolso tan grande, que significaba dar de comer y beber a cuatrocientos hombres durante meses (en el detalle de lo gastado se hace ascender s unos seiscientos el número de puercos, de los cuales ciento cincuenta provenían de la finca de Francisco de Montejo, los cuales adquirió a un peso y dos reales cada uno, «los cuales se comieron en la dicha armada»), A continuación figuran las cargas de pan, de las cuales Pedro Barba suministró quinientas, y el propio Montejo fue otro de los proveedores. Está además la compra de la carabela, de la cual Pedro González era propietario y maestre, por la que pagaba un alquiler de dieciocho pesos de oro mensuales, y que tuvo en arrendamiento durante unos diez u once meses, comprándosela más tarde, «e se la pagó, e se perdió en dicho viaje». Sin duda, uno de los navíos que barrenó. Se consigna ahí que Alonso Dávila compró un navío a un Hernando Martínez, «que es uno que vino en la armada», el cual pagó Cortés. Con éste, son ya tres los navíos comprados durante el trayecto. Se consignan los sueldos pagados a la marinería, que ascendieron a seiscientos pesos de oro, más doscientos a Alaminos y «al maestre de la nao capitana ciento»; además de los aprovisionamientos, está el renglón de lo gastado en caballos, artillería, fraguas y herraje comprado a los dos herreros que se sumaron a la expedición y, finalmente, figura el gasto de los «ciento y tantos» hombres que lo aguardaban en Guaniguanico, en el extremo occidental de la isla, a los cuales recogió en último momento, y quienes vivieron a sus expensas todo ese tiempo. Independientemente de que contrajera cuantiosas deudas, queda claro que se requería ser inmensamente rico para dar de comer y beber a centenares de hombres durante esos meses, equiparse y comprar más navíos de los que ya poseía.

[En el documento que acaba de verse se da a Cortés como partido de Santiago el 23 de octubre de 1518, o sea, en el mismo día en que capituló con Velázquez, lo cual desde luego no hace sentido, pues de haber sido así no habrían tenido lugar las tensiones que se produjeron en fechas subsiguientes. Una posible explicación sería que Cortés comenzara a llevar el cómputo a partir de la fecha en que el gasto comenzó a correr por cuenta suya, que sería la misma en que firmó la capitulación. Ni él ni Bernal consignan la fecha de la partida de Santiago; Gómara y Cervantes de Salazar lo dan como salido el 18 de noviembre.][129]

La composición de la flota al momento de dejar atrás Cuba, la podemos establecer con relativa aproximación de la manera siguiente: sale de Santiago con cuatro navíos, tres de los cuales eran propios y el cuarto alquilado, mismo que más tarde compraría a Pedro González. Van cuatro. Y vienen a continuación los comprados a Alonso Guillén y Hernando Martínez. Seis. Figuran luego los dos en que iba a medias; en uno con Andrés de Duero y otro con Pedro de Santa Clara. Suman ocho. Está el navío que le confiscó a Juan Núñez Sedeño. Nueve. Finalmente, el bergantín San Sebastián y la Santa María de los Remedios. Once: ésa es la cifra que da Cortés.[130] Tendríamos, por tanto, que de las naves de Grijalva sólo participarían las dos últimas. Montejo y Puerto Carrero, los procuradores que serán enviados a España, en la declaración rendida en La Coruña los días 29 y 30 de abril de 1520, señalaron que los navíos fueron diez: siete aportados por Cortés y sus amigos, y tres por Velázquez. No incluían al que había quedado recibiendo carena, y que más tarde Saucedo llevará a la Villa Rica.