Capítulo 7
Alianza con Tlaxcala

La entrada en la ciudad (23 septiembre 1519) la hicieron ante la mirada de una ingente multitud de hombres, mujeres y niños, algunos llegados de lugares distantes para no perderse el espectáculo de ver a esos seres provenientes de un mundo extraño.[218] Todo era novedad. A Cortés, inicialmente, lo llamaron el capitán Chalchihuitl, por ser ésa la gema que más preciaban; posteriormente se referirían a él como Malinche (así lo escribe Bernal atropellando la fonética); ello obedecía a que al no existir en la lengua náhuatl la letra erre, los caciques no pudiendo pronunciar su nombre, daban un rodeo, diciendo el capitán que viene con la señora Malintzin. A Alvarado, por lo rubicundo, lo llamaron Tonatiuh (el sol). Los caballos, como monstruos nunca vistos, imponían respeto; además, se pensaba que el freno era para impedir que se comiesen a la gente. Los esclavos negros atrajeron mucho la atención y los llamaron teocacatzacti; esto es, dioses sucios.[219] Para darles la bienvenida se hallaban presentes los caciques de las cuatro cabeceras en que se encontraba dividida la señoría de Tlaxcala: Maxixcatzin por la de Ocotelulco; Xicoténcatl por Tizatlán; Tlehuexolotzin por Tecticpac, y Citlalpopoca por Quiahuiztlán. Y uno a uno, los fue recibiendo Cortés; el primero con quien habló fue Xicoténcatl el Viejo, quien por haber perdido la vista, alargaba las manos para examinar la cara y barba de Cortés. Bernal dice que había enceguecido de viejo, aunque lo probable es que fuera debido a alguna enfermedad.[220] Resulta interesante constatar que en el mundo indígena un ciego podía desempeñar funciones de gobierno; éste era el padre del capitán que infructuosamente les había hecho la guerra, y fue él quien se ocupó de frenar los ímpetus del hijo. A través del diálogo con los caciques, Cortés redondeó el conocimiento sobre Motecuhzoma y su circunstancia. Se enteró así de que la enemistad entre tlaxcaltecas y mexica databa de tiempo antiguo, al menos de tres generaciones y, que, de habérselo propuesto, el señor de Tenochtitlan hubiera podido acabar fácilmente con Tlaxcala, dada la gran desproporción de fuerzas; pero estaba interesado en mantener ese estado de cosas. Así, a la juventud mexica se le ofrecía la oportunidad de probar su valor y ganar experiencia en la guerra, sin necesidad de desplazarse a regiones apartadas. Además, la vecindad resultaba cómoda para hacer los prisioneros necesarios para el sacrificio durante las grandes solemnidades. Este es un punto que Andrés de Tapia corrobora: «yo que esto escribo pregunté a Muteczuma y a otros sus capitanes, que era la causa porque finiendo aquellos enemigos en medio no los acababan en un día, e me respondieron: bien lo pudiéramos hacer; pero luego no quedara donde los mancebos ejercitaran sus personas, sino lejos de aquí; y también queríamos que siempre oviese gente para sacrificar a nuestros dioses».[221] Se trataba del xochiyaoyotl, o «guerra florida», concebida únicamente para hacer prisioneros destinados al sacrificio. Otra penalidad que resentían de los mexica, era que se encontraban obligados a comer sin sal, ya que no la había en su territorio, y Motecuhzoma impedía que tuvieran acceso a ella. Estaba también la imposibilidad de vestir prendas de algodón, pues éste no se producía en sus tierras, pero preferían vivir sin ellas antes que doblegar la cabeza. Los españoles fueron considerados como aliados valiosísimos. Ya los habían visto actuar en el campo de batalla. Para tener descendencia de ellos, los caciques propusieron cruzar las sangres. Como una cuestión de principios, Cortés adujo que su religión le prohibía tener trato con paganas, pero el impedimento, era más bien pro forma, y pronto quedó superado. Fue suficiente un sermón de fray Bartolomé de Olmedo sobre los rudimentos de la fe seguido del bautismo. Maxixcatzin ofreció una hija suya muy hermosa, que Cortés adjudicó a Juan Velázquez de León. Ésta recibió el nombre de doña Elvira. Y así procedió con las restantes. A Pedro de Alvarado le correspondió una hija de Xicoténcatl, de manera tal, que por la mano izquierda, el capitán Tonatiuh pasó a ser cuñado del adalid tlaxcalteca que les fuera más contrario. Esa joven recibió el nombre de doña Luisa. Con ella tuvo dos hijos: don Diego y doña Leonor. Esta última se casaría con un primo del duque de Alburquerque.

El paso siguiente de Cortés fue exhortar a los caciques para que, abandonando la idolatría, abrazaran el cristianismo. Éstos pidieron tiempo para reflexionar. En Tlaxcala la conversión, aunque rápida, no revestiría la precipitación que tuvo en Cempoala. Se fueron retirando los ídolos, se rasparon las costras de sangre de la pirámide y se plantó la Cruz. El cambio religioso no requirió de demasiados esfuerzos, pues los totonacas se encargaban de propalar, que nada malo había sucedido cuando les destruyeron sus dioses. Más que consideraciones éticas o teológicas, la victoria militar aparecía como argumento contundente. Camaxtle había sido derrotado en el campo de batalla. El dios de los cristianos era más poderoso.

Como preámbulo a la conversión de Tlaxcala, se llevó a cabo el bautizo de los caciques; aquí los crónicas difieren, pues mientras unos lo sitúan como ocurrido inmediatamente a continuación, otros lo ubican más tarde. Esto último es lo más probable. En el convento de San Francisco en Tlaxcala, se encuentra un cuadro de pobre factura, obra de pintor anónimo, que recoge la ceremonia del bautizo. El mérito de esa obra es el de que, según tradición oral, el artista que lo pintó lo hizo siguiendo la descripción que le hiciera un testigo. En el cuadro, Malintzin aparece junto a Cortés, vistiendo un huipil bordado, sin que se advierta la presencia de Aguilar; esa pintura es la única referencia disponible sobre el posible aspecto físico de esa mujer. Los padrinos, además de Cortés, fueron Pedro de Alvarado, Andrés de Tapia, Gonzalo de Sandoval y Cristóbal de Olid. De esa manera, Xicoténcatl pasó a llamarse don Vicente; Maxixcatzin, don Lorenzo; Citlalpopoca, Bartolomé, y Tlehuexolotzin, Gonzalo.[222] Bautizados los caciques, la conversión en masa de la población debió esperar a la llegada de los misioneros franciscanos. Los bautizos serían en forma multitudinaria, y el orden que se seguía era el siguiente: un día a todos se les imponía el nombre de Juan, al siguiente podría ser el de Antonio, Pedro o Pablo —siempre el mismo para todos—; y con las mujeres se procedía de manera semejante: Anas, Marías, etc., y para que no lo olvidasen, se les daba escrito en un papel.[223] Así fue la conversión de Tlaxcala.

Aquellos días fueron aprovechados para conocer las antigüedades de la tierra. Hubo una época en que Tlaxcala estuvo habitada por gigantes; pero en esos momentos su estirpe se encontraba extinta, pues los antepasados de los tlaxcaltecas fueron hombres tan esforzados, que acabaron con ellos, y para demostrar que no mentían, exhibieron huesos fósiles, entre los que sobresalía uno que semejaba un fémur, cosa que impresionó sobremanera. Bernal señala: «me medí con él y tenía tan gran altor como yo que soy de razonable cuerpo».[224] A Cortés le llamó tanto la atención, que lo menciona en su carta al Emperador, enviándolo a España.[225] Y, de esa forma, fue interiorizándose en las diferentes historias sobre las rivalidades de los diversos pueblos; así, cuando llegaron emisarios de Huejotzingo, ciudad que mantenía una disputa con Tlaxcala por cuestión de tierras, fungió como árbitro reconciliando a ambos pueblos. Su fama comenzó a esparcirse por todos los ámbitos; mientras, aquello era un constante ir y venir de los agentes de Motecuhzoma. Éste, que ya había aceptado el vasallaje, rehusaba en cambio concederle licencia para que fuese a visitarlo. Cortés, que ya había comprendido cómo funcionaba la estructura política, se dio cuenta de que el pueblo no contaba. Había que ir directamente a la cabeza. Y, para salir al paso a tantas evasivas, resolvió enviar sus propios embajadores, eligiendo para la misión a Pedro de Alvarado y Bernardino Vázquez de Tapia.[226] Éstos partieron a pie, en previsión de que si algo les ocurría, no tuviera que lamentarse además la pérdida de dos caballos.

Mientras tanto, los agentes de Motecuhzoma realizaban una intensa labor, tendiente a embrollar la situación. Para evitar a toda costa que los españoles siguiesen adelante, ordenaban a todos los pueblos que tenían sometidos que no les permitiesen el paso. Pasaban los días, y los de Cholula no enviaban emisarios; en vista de ello y, aconsejado por los de Tlaxcala, Cortés los mandó llamar. Éstos se hallaban muy confiados en la protección de su dios Quetzalcóatl, que creían prevalecería sobre el de los barbudos. Finalmente, los cholultecas enviaron emisarios, pero, como los de Tlaxcala lo hicieron notar, se trataba de individuos de baja condición. Como aquello no era serio y daba la apariencia de un doble juego, se les hizo un requerimiento en toda forma. El notario real redactó una escritura en la que se les conminaba a acudir sin dilación, ya que, de no hacerlo, serían considerados como rebeldes, haciéndose acreedores a las penas reservadas para todos aquellos que se niegan a acatar la soberanía de los reyes de España y, por tanto, «serían castigados conforme a justicia».[227] La escritura fue explicada a los mensajeros para que supieran trasmitirla fielmente. El envío del escrito no constituía un absurdo, pues ya los españoles habían advertido que los indios se sentían muy intrigados por los papeles que hablaban. Creían que eso era cosa de magia, pues no contenían ningún género de pinturas o dibujos. A poco de enviado ese requerimiento, los cholultecas reaccionaron enviando embajadores de rango apropiado. A éstos, Cortés les expresó enfáticamente que pasaría por su ciudad, en camino a la entrevista con Motecuhzoma. Por su lado, los caciques tlaxcaltecas le desaconsejaron ese derrotero, haciéndole ver los peligros y sugiriéndole rutas alternas. Pero Cortés ya tenía tomada su decisión. En eso volvió Pedro de Alvarado, que sólo había llegado hasta Iztapalapa y de allí hubo de volverse, pues no le consintieron seguir adelante. Efectuó el viaje solo, pues a poco de la salida, Vázquez de Tapia cayó enfermo. El mensaje que traía era el de que Motecuhzoma no podría recibirlos por «encontrarse malo de un gran dolor de cabeza».[228] Cortés decidió ya no aguardar más; había permanecido veinte días en Tlaxcala, periodo que demostró ser suficiente para consolidar una alianza que probaría ser firme y duradera.

Como nota final, Cortés narra una ejecución que le tocó presenciar en Tlaxcala. Ocurrió que un indio robó oro a un español, por lo que él presentó la queja a Maxixcatzin. Se hizo la pesquisa y el autor del hurto, que había huido a Cholula, fue localizado y traído a la ciudad. Maxixcatzin lo entregó a Cortés para que lo castigase, pero él se rehusó, diciendo que deberían ser ellos quienes lo juzgaran conforme a sus propias leyes. El hombre fue hallado culpable y llevado por las calles, mientras el pregonero anunciaba su delito y, una vez llegados al mercado, lo subieron a un estrado que se encontraba en el medio; allí, a la vista de la multitud, se proclamó en voz alta la sentencia. Acto continuo, de un mazazo le deshicieron la cabeza.[229]

Matanza de Cholula

La entrada de Cortés en Cholula fue la de un triunfador; tras él marchaban miles de hombres. Los dignatarios de la ciudad lo sahumaron con copal, disculpándose por no haber acudido cuando fueron llamados. En cuanto advirtieron lo numeroso del contingente tlaxcalteca, se opusieron a recibirlos por temor de que saqueasen la ciudad. Cortés accedió a medias a sus deseos, dejando fuera el grueso de la fuerza, pero reservándose un contingente de cinco mil hombres. En las cercanías se encontraba una guarnición mexica y los tlaxcaltecas temían una celada. El primer día les dieron de comer «muy bien y abastadamente», recuerda Bernal; pero al segundo, comenzaron a disminuir la provisión y, al tercero, la suspendieron por completo. Agua era lo único que les proporcionaban. Advirtieron que algunas calles se encontraban tapiadas y que tenían armadas unas trampas, consistentes en grandes hoyos, en los cuales enterraron varas muy afiladas para que se mancasen los caballos. Las trampas se encontraban cubiertas con ramas. Las sospechas fueron en aumento cuando observaron que las mujeres y los niños abandonaban la ciudad. Una vieja previno a Malintzin, advirtiéndole de lo que se tramaba.[230] Por su lado, los tlaxcaltecas dieron cuenta de que esa mañana habían sacrificado a unos niños, lo cual era parte del ritual para obtener la victoria. Cortés reunió a los notables de la ciudad. Faltaba uno, que era precisamente el de mayor jerarquía; lo buscaron y, cuando lo encontraron y los tuvo reunidos a todos, los fue interrogando uno a uno, por separado. Asombrados, decían: «éste es como nuestros dioses que todo lo saben; no hay por qué negarle cosa».[231] Confesaron que todo lo habían preparado los agentes mexica. Pasó a la sala continua, adonde éstos se encontraban confinados, diciéndoles lo que acababan de confesarle los de Cholula, sin embargo, agregó que él no les había dado crédito. No creía posible que un gran señor como Motecuhzoma fuese capaz de consentir una traición tan vil. En consecuencia, iba a castigar a los cholultecas, pero a ellos, los embajadores, no les haría daño.

Sonó un disparo. Era la señal. Todos a una, españoles y aliados indígenas, se lanzaron sobre los cholultecas tomándolos por sorpresa. Fue una masacre. Como carecían de jefes que dirigieran la defensa, casi no opusieron resistencia. Los de Tlaxcala extremaron la crueldad, movidos por resentimientos antiguos. Cuando cesó la matanza, pasarían tres días sacando de la ciudad los cadáveres que ya hedían. En su relación, Cortés dirá a Carlos V que el número de muertos fue de tres mil y, al referirlo, lo dice a manera de un parte de guerra. No considera necesario justificarse.[232] Para él todo está claro; se le preparaba una celada y no hizo otra cosa que ganarles la mano. Esa matanza es una de las máculas que pesan sobre Cortés; ¿se trató de una acción de guerra, o fue una atrocidad innecesaria? En el juicio de residencia será acusado por lo segundo; sin embargo, después de muerto, cuando las aguas se serenaron, comenzaron a asomar otros pareceres, como es el de uno que se contó entre sus más implacables enemigos: Bernardino Vázquez de Tapia. Éste, que en sus primeras declaraciones arremetió contra él de manera indiscriminada, más tarde, en segundos pensamientos, revisaría algunas de las cosas que dijo y, así, al referirse nuevamente a esa acción, destacará que había motivos para sospechar que se trataba de una celada, por lo que Cortés se habría adelantado. Más adelante se verá su testimonio.

Por conducto de uno de los notables, Cortés ordenó que volviesen a la ciudad sus moradores, y como había muerto el cacique principal, se procedió a la designación de otro, misma que él aprobó. Ya en funciones los nuevos dirigentes, expuso a éstos el plan de gobierno, que se resumía en vasallaje y destrucción de los ídolos. En el templo de Quetzalcóatl se plantó la Cruz. La matanza fue como una gran caja de resonancia, no tardando en presentarse emisarios de Huejotzingo (a quienes ya antes había reconciliado con los tlaxcaltecas), que ahora lo invitaban a que fuese a su territorio. Los de Tepeaca hicieron lo propio y, además de un obsequio en oro, le trajeron veinte esclavas. Antes de llegar a Tenochtitlan ya comenzaba a desmoronarse el imperio de Motecuhzoma. En su relación, Cortés expresa admiración por la grandeza de Cholula; dice haber subido a un templo (lo llama mezquita) contemplando desde lo alto «cuatrocientas treinta y tantas torres en la dicha ciudad, y todas son mezquitas».[233] La cuenta está exagerada, pero servirá para explicar más tarde el alto número de iglesias de Cholula, ya que se edificó una sobre cada pirámide y adoratorio, lo que daría pie a la leyenda de que había una para cada día del año. Nunca hubo tantas. En la actualidad, quedan en pie cincuenta y dos cúpulas. A la ciudad la califica como el lugar más apropiado para que se establezcan españoles, tanto por la abundancia de aguas para el regadío como por los pastizales para el ganado. Y, frente a esas condiciones privilegiadas, menciona un dato contradictorio: era la primera ciudad en la que advertía la existencia de mendigos, que iban pidiendo por las casas de los ricos, «como hacen los pobres en España y en otras partes que hay gente de razón».[234] A Cholula la compara con Granada, diciendo que tenía tan buenos edificios como ésta y que la superaba en habitantes. Cuenta que en el mercado había a diario más de veinte mil gentes comprando y vendiendo. La exageración es evidente Y otro dato que proporciona es sobre la administración de justicia, y al respecto dice que vio que tenían en prisiones a numerosos individuos que habían cometido robos y diversos delitos.[235]

Ascensión al Popocatépetl

En Cholula se presentó la ocasión para hacer un poco de alpinismo. Tenían enfrente el cono nevado del Popocatépetl, y Ordaz obtuvo de Cortés la autorización para intentar la escalada. Partió con diez españoles y algunos indios. Por aquellos días el volcán daba signos de actividad; rugía a intervalos y lanzaba fumarolas. A medio camino, los indios no se atrevieron a seguir adelante por temor a irritar al dios de la montaña. Siguieron sólo los españoles, y algunos fueron deteniéndose por el camino. A la postre, únicamente Ordaz y dos más, consiguieron asomarse al cráter, cuyo interior —según dijo— hervía como horno de vidrio. Desde la cima pudieron contemplar Tenochtitlan en medio de las lagunas, con las calzadas que la comunicaban con la tierra firme. Desde ese punto de observación fue posible corroborar los informes recogidos acerca de la disposición de la ciudad; es posible que el verdadero móvil que estuvo detrás de esa acción de Ordaz fuese el de levantar su prestigio, pues siendo hasta ese momento uno de los más destacados miembros de la facción velazquista, resulta muy difícil aceptar que no se hubiera contado en ese grupo de siete, cuyos nombres Bernal omite «por su honor»; a no dudarlo, la posterior proeza de Cortés de correr el campo enemigo con sólo cien españoles y los indios aliados habría hecho mella en un hombre como Ordaz. La ascensión al volcán causó honda impresión a los indios, pues, al parecer, para ellos la montaña era tabú. Ordaz, quien por aquellos días debería andar por los cuarenta, y veía pasar la vida sin salir de su condición de escudero pobre, sintió el desafío de la montaña. A través de lo poco que se sabe de él, su ideario estaría centrado en la caballería y la realización de hechos hazañosos. Podría decirse que, a partir de ese momento, se registrará en él un giro de ciento ochenta grados, inclinándose hacia el bando de Cortés hasta llegar a convertirse en uno de los hombres de su confianza, al extremo que éste lo enviará a España como representante suyo.

En los días que permaneció en la ciudad, Cortés fungió como árbitro entre tlaxcaltecas y cholultecas, haciendo que se reconciliaran olvidando viejas rencillas. Después de todo, ahora ambos eran vasallos de un mismo rey. Luego de destruidos Camaxtle y Quetzalcóatl, tenía las espaldas cubiertas para ir al encuentro de Motecuhzoma. Para el español de aquellos días, la religión se encontraba en el centro de la vida, y lo propio ocurría con los pueblos indígenas. Cortés, desde un primer momento, tuvo muy claro que para no dejar enemigo en la retaguardia, debía realizar la conquista espiritual de todos los lugares por donde iba pasando, aunque esa conquista fuese mediante la espada y no con la prédica evangélica. Por lo pronto, al destruirles sus creencias, les quebraba la espina dorsal. Atrás vendrían frailes que se encargarían de catequizarlos.

Cuando se dispuso a proseguir la marcha, los emisarios de Motecuhzoma le propusieron una ruta; pero él eligió otra, la que pasaba por Huejotzingo, cuyos habitantes se habían mostrado muy bien dispuestos. Llegó a ésa sin contratiempo y, de nueva cuenta, llegaron a alcanzarlo otros embajadores. El propósito era hacerlo desistir de continuar adelante. Le trajeron un nuevo presente de oro, y la reiteración de que su soberano estaba dispuesto a pagar la cantidad que se le fijase como vasallo de los reyes de España. Al propio tiempo, le subrayaron los peligros que afrontaría de seguir adelante; el camino era accidentado y se fatigarían. La ciudad se encontraba en el medio de una laguna, por lo que existía el riesgo de que alguno pudiera caer al agua y ahogarse. Se le dijo también que Motecuhzoma tenía muchos lagartos, tigres y leones que podrían comérselos.[236] Podemos imaginar la hilaridad que les produciría escuchar eso. Entre mayores eran los inconvenientes aumentaba el deseo de Cortés de verse en la ciudad sin dilación, lo que escuchaba, aquello era un castillo de naipes que se vendría a jo de un soplo.

A la salida de Huejotzingo, tomaron un camino que pasa en medio de los volcanes. Acamparon en lo alto, precisamente en el sitio hoy conocido como Paso de Cortés, allí donde se encuentra una estela con un altorrelieve en bronce que recuerda el hecho. Como venían del trópico, todos se encontraban mal abrigados. Encendieron fogatas y pasaron la noche tiritando. Por obra del tiempo, los recuerdos de Bernal acerca de los padecimientos sufridos parecen haberse desvanecido, limitándose a decir: «y subiendo a lo más alto, comenzó a nevar y se cuajó de nieve la tierra, caminamos la sierra abajo»; por su parte, Cortés pasa de largo por semejante proeza, diciendo: «otro día siguiente subí el puerto por entre las dos sierras que he dicho».[237] Así de escueto.

Y téngase presente que gran número de la gente que allí venía provenía del trópico; además, a esas alturas, cercanas a los cuatro mil metros, se movían por senderos tortuosos y arena suelta, que dificultarían la marcha de hombres y caballos. Y no debe olvidarse que transportaban la artillería. Cualquier excursionista que recorra la zona puede hacerse una idea de lo que sería eso. Y por lo visto, realizaron el ascenso en una jornada y en otra descendieron. Ello habla de la excepcional condición física tanto de la fuerza española, como de los aliados indígenas y mujeres de servicio.

Cuando iniciaron el descenso pudieron disfrutar de la vista de las lagunas, de Tenochtitlan y demás poblaciones ribereñas. Amecameca fue la primera ciudad adonde llegaron. Permanecieron en ella dos días, y fueron agasajados por el cacique local, quien expuso muchas quejas en contra de Motecuhzoma.[238] Lo mismo expresarían los representantes de Chalco, Tlalmanalco y Chimalhuacán, que llegaron hasta allí para llevar presentes y buscar su amistad. Cortés escuchó sus lamentos y les ofreció protección, la cual aceptaron al momento. Siguieron adelante y, poco antes de entrar en Iztapalapa, salió a su encuentro un joven de alrededor de veinticinco años, que era transportado en andas. Se trataba de Cacama, señor de Texcoco y sobrino de Motecuhzoma. En cuanto puso pie a tierra, sus servidores iban por delante barriendo el suelo. Ése sería el último y desesperado esfuerzo por detener a Cortés. Cacama reiteró lo ya ofrecido: su tío juraría vasallaje y pagaría tributo, pero a condición de que se diesen la media vuelta. Tanto porfió el príncipe texcocano, que, en la carta al Emperador, Cortés dice que sólo le faltó decir que se opondría por la fuerza.[239]