XVI

Frente al tablero de las fotos hay una muchacha con una bolsa de rejilla en la mano. Está comiendo una manzana. Pasa un viejo, se para, saca los lentes de la funda con parsimonia, los cuelga en su nariz, y empieza a mirar las fotografías una a una, esforzándose por reconocer aquellos rostros seguramente famosos —estaban allí por algo, sin duda, los habrían fotografiado por algún motivo que él ignoraba— haciendo correr sus ojillos cansados sobre los objetos y los más insignificantes personajes del fondo, comparándolos, preguntándose qué hacían allí, por qué sonreían, por qué se daban la mano. De vez en cuando se echa para atrás a fin de captar mejor el conjunto, se ajusta los lentes, menea la cabeza. No ve a la muchacha ni ella le ve a él. Están solos todavía. Es por la mañana, el tiempo ha cambiado en pocos días y ya se nota el fresco. Empieza a llegar más gente: mujeres que van a la compra, obreros con el desayuno bajo el brazo, aprendices de taller, oficinistas, tranviarios, dependientas con el uniforme, recaderos… El viejo mira en torno, un tanto perplejo, y luego sigue su camino guardándose los lentes con parsimonia.

En una mañana como ésta, desde allí mismo, se fue Miguel de la ciudad. Guillermo Soto, con su nueva amiga y su biombo, desapareció al día siguiente de la noche que él cayó enfermo. Miguel se despertó al mediodía con fiebre muy alta y una terrible presión en el pecho. Quitadme esta piedra, se oyó decir a sí mismo. Vio que estaba solo, cayó inmediatamente en una especie de duermevela y así estuvo no supo cuánto tiempo, sin intentar ningún esfuerzo por llamar a nadie, hasta que una noche se abrió la puerta y apareció Lavinia acompañada de la patrona. La patrona no hacía más que preguntar. Él se convirtió de repente en el hermano de Lavinia —esto fue lo único que consiguió hacerle reír un poco; luego, cuando ella se lo contó— y supo que había estado así un día y medio. Luego recordaría a Lavinia besándole con tristeza, la preocupación que se reflejaba en su rostro bronceado y fragante, como llegado de otro mundo, sus manos acariciándole y arropándole, sus palabras: «No es nada. Yo te sacaré de aquí, he venido a buscarte para siempre… ¿Por qué no has llamado, amor mío, por qué? Pero ahora ya estoy aquí, te pondremos bueno en seguida y nos iremos juntos…».

Como en sueños, durante un tiempo lleno de brumas cuya duración no habría sabido determinar —luego sabría que fueron tres días con sus tres noches—, la vio a ella moverse por la habitación con sus largos pantalones rojos y su blusa de mangas recogidas sobre los codos, despeinada y feliz, afanándose en prepararle comida, hacerle tomar unas pastillas, ponerle el termómetro, abrigarle. Recordaría una visita del médico: «Está muy débil…». Ella escuchaba al hombre, cuando la fiebre no le dejaba dormir y gozaba de una extraña lucidez, notaba el cuerpo de Lavinia a su lado, apartada, muy quieta, y sabía que ella tampoco dormía, que en cualquier momento podía volverse y vería sus ojos cálidos que le estaban velando y su sonrisa confiada.

Ahora, en esta mañana de otoño y a punto ya de partir, abrigado por Lavinia en el interior del coche, dirigió una mirada al callejón y a la gente agrupada frente al tablero. Vio a un viejo de cabeza temblona abriéndose paso y alejándose, arrastrando los pies. Luego, tras él, salió una muchacha con una bolsa de rejilla llena de manzanas. Un poco más lejos, en el portal de la casa donde él había vivido cerca de dos años, Lavinia surgió llevando hacia el coche las últimas cosas de Miguel: la máquina de escribir, dos libros y alguna ropa que no cabía en la maleta. Antes de salir pagó a la patrona. Dejó las cosas en el coche, se sentó junto a Miguel, le subió el cuello de la gabardina y luego, sonriendo, le besó en la mejilla. Miguel le pasó un brazo por encima de los hombros. Más allá del perfil de ella y del cristal, los coches se deslizaban sobre el asfalto con un rumor apagado. Lavinia puso el motor en marcha. Volvió el rostro hacia Miguel con una sonrisa confiada, tranquila.

—¿Estás dispuesto?

—Cuando quieras.

Miguel apretó levemente su hombro con la mano y luego volvió el rostro hacia la entrada del callejón, mirando a la gente por última vez. Le habría gustado poder decir algo, ahora; le habría gustado poder decir algo así como «Todo ha terminado».

Pero no estaba seguro de que fuese verdad.

Este día iniciaron una plácida vida de amantes que había de prolongarse hasta los primeros años setenta y que sus amistades envidiarían secretamente.