VIII

El cielo, sobre la desdentada silueta de edificios de pastel, era un inmenso y polvoriento estallido incoloro de luz. Iban a dar las doce del día. Miguel estaba sentado en la silla giratoria, con los pies sobre la mesa, sin chaqueta. Afeitado y corbata nueva. Volvió los ojos a la ventana. Tenía la máquina de escribir a su derecha, sobre la mesita trasladable. Encendió una cerilla, sosteniéndola un instante frente a su boca abierta en un largo bostezo, la aplicó luego al cigarrillo y después cogió la postal que estaba sobre la mesa y contempló una vez más las aguas verdes del Sena, la fachada de la Conserjería y al fondo la aguja de la Sainte Chapelle. Aquél era uno de los aspectos de París que más le gustaban y Lavinia lo había recordado. En el reverso había escrito: «Pienso mucho en ti. Arturo ha seguido viaje hasta Bruselas y me recogerá a la vuelta. Yo, mientras, visito los anticuarios de Saint-Germain des Prés, donde he encontrado algunas cosas interesantes para mí. ¡Me gustaría tanto tenerte a mi lado y sentamos en uno de esos bancos del Sena…! Hasta siempre, amor. Mil besos. Lavinia».

Sonrió, guardó la postal en el cajón y después golpeó perezosamente con el dedo la barra espaciadora de la máquina. Frente a él, más allá de la puerta abierta de su despacho, se abría un caos de ruidos metálicos y pasos precipitados, un amplio local con las mesas de redacción sosteniendo fajos de papeles, recortes de periódicos y de revistas extranjeras, ficheros y máquinas de escribir. Empezaba a hacer calor y algunos empleados trabajaban en mangas de camisa. El piso, grande y antiguo, había sido acondicionado con relucientes muebles funcionales, y decorado en franjas verticales a base de blanco y negro imitando fotografía. Paredes y techo recordaban vagamente las profundidades de una mina de carbón. Había, sin embargo, mucha luz. Un tabique de madera algo más alto que la cabeza de un hombre, con cristales esmerilados y una ventanilla abierta sobre la mesa de la telefonista, separaba el local del pasillo. Las paredes sostenían una faja de carteles de films y fotos de artistas. Junto a la entrada, un mueble construido ex profeso exhibía la colección completa de Semana Gráfica y de las otras dos publicaciones hermanas a cinco pesetas ejemplar. Un muchacho atildado, aunque vestido pobremente, con granitos de pus en el mentón imberbe, estaba recortando periódicos y revistas extranjeras en una mesita arrinconada. Miguel le veía desde su despacho, compartido a ratos con el publicista teatral y especialista en deportes.

Se levantó, cruzó la sala y salió al pasillo en dirección al despacho de Andrés Soler. Estaba en la otra ala del piso, con una amplia ventana a través de la cual se veía un aspecto alegre y animado del Ensanche. El despacho del director era grande y soleado, con butacas de frío tapizado gris. Soler, de espaldas a la ventana, hundido tras de su mesa como si llevara un enorme peso invisible sobre los hombros, le tendió a Miguel unos folios mecanografiados.

—Eso no puede salir así.

—¡Ahí va, qué me dices, hombre! —exclamó él con desganado aire de chifla—. Si es lo mejor que he hecho en la vida.

—No te lo tomes tan en serio, ¿quieres? —Soler suspiró, echándose hacia atrás en la silla—. Dot, ignoro por qué extrañas razones Galea te dio este empleo y la crítica del semanario, pero yo sé perfectamente cuál ha de ser mi posición aquí y pienso mantenerla. Esto no es tu antigua revistilla de artes y letras; no lo olvides. Este film que comentas aquí pertenece a la distribuidora Alas, esta casa nos proporciona mucha publicidad y no quiero que me la retiren. —Agitó los folios con la mano—. Existen convenios, Dot. No creo necesario hablarte de estas cosas…

—Interesantísimo…

—No, mira, te hablo en serio. Aquí nunca nos propusimos hacer buena crítica. Será mejor que preguntes antes de hacer nada. Creo que acabaré por suprimir la sección. No trae más que disgustos y en una publicación como ésta no hace ninguna falta.

—Bueno, ya me dirás entonces cuándo puedo esgrimir la verdad y cuándo puedo soltar el opio…

—Sin ironías, por favor.

—¿Quieres saber una cosa, hombre de hierro? Me importa un rábano hacerlo así como de otro modo. Me importa un rábano todo.

—Vaya.

—Eso es, me importa un rábano —repitió Miguel.

—Está bien, está bien. —Estaba leyendo una vez más el artículo. Tachaba con lápiz algunas líneas—. Ah, y otra cosa —añadió sin levantar la cabeza—. Cuando hagas esto nuevo, hazlo más corto. Cien líneas a ochenta espacios, ni más ni menos. De lo contrario no cabe lo del corresponsal en Lisboa.

—Manda al cuerno el corresponsal en Lisboa. —Miguel se sentó en la mesa con expresión pensativa—. ¿Qué hará este tipo en Lisboa? ¿Has observado, Soler, la cantidad de empleos misteriosos que existen en esta casa?

—Haz lo que te digo, hombre —replicó Soler sin escucharle—. Y no te olvides de ese reportaje sobre los amores de Machado.

Miguel Dot alzó los brazos.

—¡Cielo santo! ¡Los amores de Antonio Machado! ¡Las lectoras de tu revista son unas viejas marranas sentimentales…!

—Es el trabajo que mejor te va. Me gustaría saber, si no, por qué te has buscado este empleo…

Soler se recostó en la silla y levantó los ojos a Miguel, con aire preocupado. Éste apoyó las manos en la mesa, volcado sobre él. Sus ojos acerados se clavaron un instante en los ojillos que titilaban al otro lado de los cristales de miope como tras una cortina de agua.

—Insisto: ¿qué diablos significa esa corresponsalía en Lisboa? Anoche estuve hojeando la revista y se me ocurrió de pronto… ¿Qué hace este hombre allí, enviando una columnita semanal que no sirve ni para papel higiénico?

Soler rehuía su mirada. Se puso a ordenar unos papeles.

—No lo sé. Yo me limito a compaginar y a que esto salga a la calle cada viernes.

—Pero tú mandas aquí, ¿no?

—Creo que se trata de un muchacho. Galea quiere ayudarle.

—Es extraño. Don Luis Galea es incapaz de ayudar a su propia madre.

—A ti te ha ayudado, ¿no?

—¡No sabes cómo!

—Bueno, termina esto, ¿quieres? Lo necesito para dentro de quince minutos. José ya debería estar en censura con todo.

Se levantó llevando en la mano un gran sobre amarillo Heno de textos y fotos, lo cerró, le pegó un clip, se acercó luego a la ventana y añadió con una voz distinta:

—Empieza a hacer calor. Cuando salgas llama al chico.

Perezosamente, Dot cogió su artículo de encima la mesa, salió del despacho y cruzó la sala de redacción. Se puso de nuevo a silbar. Las muchachas de las oficinas de administración llevaban un uniforme azul cayéndoles en torno al cuerpo como una campana y él se decía que por las mañanas tenían las piernas bonitas. Al pasar frente a la mesa donde un hombre de cabeza rapada aporreaba tercamente la máquina de escribir con expresión de estar aplastando una alimaña. Dot murmuró sin mirarle ni detenerse:

—Tomás, ¿aún no ha parido tu princesa?

El hombre levantó la cabeza, sin decir nada, y volvió a dejarla caer sobre la máquina. Miguel se acercó a la mesa del muchacho, se sentó en el canto.

—José, el señor director reclama tus servicios.

Cuando el chico se levantó, Andrés Soler caminaba hacia ellos despacio, grave, con la barriga enhiesta, su alborotada cabeza de pájaro y los pies abiertos en un ángulo torpe y blando. Llevaba el sobre amarillo en una mano y un fajo de fotografías en la otra. Tenía los ojos clavados en la pierna de Miguel que se balanceaba en una esquina de la mesa.

—José, qué estás esperando —dijo, y le tendió el sobre—. Tienes que ir a censura. Que te lo hagan delante y no vuelvas sin que esté todo conforme. Me interesa sobre todo esta foto, es la portada. Díselo. A ver si puede pasar con ese escote. Espera. Te llevarás eso también… Y acuérdate: el escote de esta mujer…

Volviéndose a Miguel, añadió:

—En tu mesa hay un montón de cartas. A ver cómo te las arreglas, hay cuatro o cinco de esa mujer que firma «El Sueño Dorado»…

—Esa histérica otra vez. Me matará. Acabará conmigo y con el Consultorio. ¿Quieres saber lo que me pregunta esta vez?… De qué color son las camisas que usa Marión Brando, cuándo hará una película Soraya, por qué la revista no dedica más atención a la vida sentimental del príncipe Karim…

Soler le había vuelto ya la espalda y marchaba hacia su despacho, despacio, sus nalgas oscilando pesadamente. Recostado en el canto de la mesa, con los brazos cruzados, él dejó vagar una lenta mirada circular por las paredes del local.

Luego, en su mesa, miró el montón de cartas, abrió con el pie un cajón y, empujando aquéllas con la mano, las echó dentro. Se sentó, desdobló su artículo, arrancó la hoja de la máquina y puso otra en blanco. Chasqueó los dedos frente al teclado, se volvió con la silla y miró la ventana, luego otra vez el teclado. Y levantó bruscamente la cabeza: Vaya, dijo.

Apoyaba una mano en el pomo de la puerta, inclinando hacia allí el peso del cuerpo. Era un hombre de unos treinta años. Llevaba un viejo abrigo negro con el cuello subido.

—Qué tal, Miguel. ¿Puedo pasar?

—Me alegro de verte, hombre. Siéntate, estás en tu casa. —Con intención, añadió—: Sin querer ofenderte, claro.

—Es sólo un minuto. —Se quedó de pie frente a la mesa—. Ayer supe que trabajabas en eso. Decidí venir a verte. Comprendí que al fin te habías escapado de la vida dura.

Dot sonrió con un destello divertido en los ojos. Se echó atrás en su silla y observó a Pablo Suárez detenidamente. Había engordado un poco, parecía más serio, más recio y seguro de sí. Sus gestos eran escasos y lentos.

—Te has vuelto muy coñón —dijo Dot.

—No más que tú, me parece. Verte sentado ahí detrás sí que es una coña. Siento pena.

—Pues no la sientas. Piensa de mí lo que quieras, tú y los demás. Tengo que comer…

—Yo bien como, y no hago tanto ruido —sonreía.

—No quiero saber de qué modo. Y tienes mujer y un crío. Debería admirarte, Suárez, pero no puedo. Supongo que no habrás venido a hablarme de «Ensayo», sabes cuánto perdimos allí. No pienses más en ello.

—Pienso en ello siempre que me da la gana, si al señor no le importa.

—Bien. Ahora ya puedes irte.

—Si tan apurado estabas, ¿por qué no acudiste a tu padre?

Dot se encogió de hombros.

—Cuestión de amor propio, supongo.

—Tu apestoso amor propio.

Era alto y robusto, de ancha cara, con unos ojos de niño y una gran nariz de buena persona. Dot encendió un cigarrillo y luego le tiró la cajetilla sobre la mesa. Pero él no se movió. Sus ojos inertes y redondos seguían envolviéndole fríamente. Dot se levantó. En la ventana, mirando la calle, apoyó una mano en la pared, de espaldas a Suárez. Veía las ramas todavía desnudas de los plátanos y el asfalto aburrido y triste del Ensanche.

—¿Cómo siguen Ana y la niña?

—Ellas bien. A Ana le gustaría verte.

—Y tú, ¿qué haces ahora?

Suárez suspiró, le miró de reojo, temiendo su reacción.

—Trabajo para la radio.

El otro se volvió despacio a él, con una caricatura de sorpresa y de burla en el rostro.

—La radio, ¿eh? Conque tú también colaboras en la tarea común de idiotizar al país.

—Pero con dignidad, toda la que permite la radio. No como tú. Escribo sólo lo que quiero. Una emisión literaria, de divulgación. —Dejó caer las manos en los bolsillos deformados de su abrigo—. Pero voy mal, para qué decirte. Y ahora te dejo.

—Suárez, si hubiese una oportunidad de hacer algo serio, sabes que te avisaría.

—Lo sé.

—No has tenido suerte, y créeme que lo siento.

—Está bien.

—¿Aceptarías un puesto aquí, con sueldo fijo? Siempre sería una ayuda, y tú vales más que toda esa pandilla de guarros. ¿Aceptarías?

—Sabes que no.

—Cabezota. Usa seudónimo. Yo tengo uno para eso del Consultorio: Oscar. ¿Eh? ¿Qué te parece?

—Me voy, Oscar.

—No seas radiofónico.

—Por supuesto —dijo Suárez— sería injusto ensañarse con los lectores. El lector no es más que un muñeco, un robot dirigido a distancia, feliz, sano, limpio, sin voz y sin órganos genitales. Toda esa mierda de gente que trabaja contigo se está cebando a su costa. Y éste es sólo un aspecto de la cuestión.

—El menos importante. Siempre te has ensañado con las revistas, y a fin de cuentas no hay para tanto. Además, es mal universal. Es curioso —sonrió más ampliamente y añadió—: En ti es una especie de revulsivo. Y la verdad, incluso en católicos de izquierdas como tú, esa extraña especie de nuevo cuño que gusta de llamar las cosas por su nombre e incluso no tiene inconveniente en soltar palabras feas, no deja de resultar un fenómeno raro…

—Si no te importa —interrumpió Suárez—, dejemos ese tema. Recuerda que nunca fue obstáculo para trabajar juntos.

—Oh, desde luego, desde luego. Sin embarga, querido Suárez, no se puede jugar impunemente a darle alfalfa al burro y exigir luego que el burro sea persona. Que compre libros y que enarbole su fiambrera. Todo está perdido. Deja de pensar en estas cosas, créeme. —Juntó las manos delante del rostro, alzó los ojos al techo y añadió en el mismo tono irónico—: Pongamos el peliagudo problema de la cultura en manos de nuestros amadísimos superiores y recemos.

Suárez no dijo nada. Miguel se apartó bruscamente de la ventana, sin dejar de sonreír, y añadió:

—Parodiando a Cristo, podría decir: mi pluma y mi polla no son de este mundo. Dejemos todo como está, es lo mejor.

—¿No has vuelto con tu padre? —dijo Suárez.

—Mi padre es un farsante. Además, me gusta vivir solo.

Se dejó caer en la silla y cogió los cigarrillos. Suárez le miró durante un rato en silencio. Después, mirando su reloj, dijo con voz repentinamente animosa:

—También trabajo de pasante con un notario… Ana siempre me dice que te lleve alguna noche a casa, a cenar. Te echa de menos. Bueno, me voy.

Dot fumaba con avidez, sin mirarle.

—A pesar de todo, saluda a la gente de mi parte.

—Sí.

—¿Todavía os veis en aquel bar?

—Algunas noches. Ana prefiere cenar en casa, le sale más a cuenta. Pero te aconsejo que no vayas por allí… Lo que te dirán no será agradable si tienen gana de broma. Ya les conoces. Bueno…

Empezó a caminar hacia la puerta, se desvió luego hacia un lado. Dot le veía moviendo sus anchas espaldas bajo el débil abrigo negro.

—De todos modos iré a veros una noche.

—Como quieras. Adiós, Miguel, Oscar, o como te llames.

—Adiós, cabezota.

Permaneció un rato pensativo, con el cigarrillo echando un humo rizado frente a su rostro. Por la puerta abierta vio la sombra deslizándose a lo largo de los cristales ciegos del pasillo. Golpeó unas teclas distraídamente, la máquina seguía allí, cerca.