IV
Envuelto todavía en el pesado olor a jabón Lux del cuerpo de Palmita Pérez, con cálidos ramalazos de axilas levantadas y sudorosas, Guillermo Soto se detuvo frente a la puerta de su piso y buscó la llave en los bolsillos. Eran las cuatro de la madrugada. Se tambaleaba ligeramente. Sus pensamientos bullían en corrosiva quietud: gotas de ácido horadando una madera apolillada: la vida se había parado y se pudría estúpidamente en alcobas oscuras y cuerpos retorcidos sobre lechos. Él era un ser interplanetario que lo miraba todo por encima del hombro. Silbaré, se dijo, es como plantar espantapájaros alrededor. Soltó una risita. El piso era un tercero, con amplios ventanales de cristales de colores y hierro forjado. El automático apagó la luz de la escalera cuando él introducía la llave en la cerradura.
Vio a su mujer acostada. La habitación olía a sueño, a calefacción demasiado alta. Entraba una luz verdosa por la ventana, la suficiente para poder llegar hasta la puerta del cuarto de baño sin tirar nada al suelo. Se echó agua a la cara y a los cabellos. Cuando entró de nuevo en el dormitorio ella estaba despierta, medio incorporada en la cama y ajustándose sobre el pecho el pijama azul. Había encendido la lámpara de la mesita. Era una mujer joven, de rostro largo, labios gruesos y mejillas chupadas, la piel horriblemente tostada por el sol y los cabellos rojos, lisos, cortados a ras de nuca. Su fealdad tenía un toque deportivo y bobalicón de muchacha de club de tenis.
—Vaya —dijo, clavando un codo en la almohada.
Guillermo se había descalzado y se desnudaba al pie junto a la otra cama. Entornó los ojos, tambaleándose.
—Mari, has vuelto. Qué divertido. ¿Qué tal marcha tu hotel? Espero que este verano también me permitirás tomar un poco de sol en tu terraza…
—¿Estás borracho?
Guillermo dejó caer los pantalones alrededor de sus pies desnudos y salió de ellos como de un charco.
—Eso parece.
—Quería hablarte, Guillermo.
—Lo sé. Todo el mundo quiere hablar conmigo. Hazlo antes de que me haya tumbado en la cama.
—En serio…
—Porque ya sabes lo que siempre me pasa luego. Me duermo.
Fue hacia la ventana con el pijama sin desdoblar en la mano y bajó el gradulux. Ella miraba su cuerpo esbelto, oscuro, perezoso, bañado en aquella inercia insultante ante la cual nunca había conseguido sentir una indiferencia total. Le vio ponerse el pijama, inclinada la cabeza mojada y doblándose hacia adelante con los pies clavados en tierra.
—Hace más de un mes que no sé de ti, Guillermo. Convinimos en que subirías un par de días a Tamariu y me ayudarías en algo. Se echa la temporada encima y todavía está todo revuelto…
—Nena, mi especialidad es quedar mal con todo el mundo, ya sabes. Parece ser que mi destino es definitivamente el de defraudar a la gente. Además, siempre que quise ayudarte a mantener en estado paradisíaco ese hotel para turistas chiflados, acabé por estorbar. A estas alturas, Mari querida, tendrías ya que haberte dado cuenta de que no sirvo más que para dormir al sol.
—¡Por lo que más quieras, deja de hablarme en ese tono estúpido! Mira cómo estás. Mira tu ropa. Acabarás matándote con esa porquería de moto…
—¿Qué le pasa a mi moto?
Se dejó caer de espaldas en el lecho, sin cubrirse, con la chaqueta del pijama abierta y luchando aún con los botones. Se frotó una mejilla con el hombro. Por un instante creyó percibir el olor desasosegado de las axilas levantadas de Palmita. Suspiró.
—Apaga la luz, Mari, ¿quieres?
—¡Oh, no me llames Mari!
—María José Roviralta, reina, apaga la luz, por favor.
Ella se sentó al borde del lecho.
—No voy a echarte ningún sermón, no temas. Para eso tendría que sentir algún afecto hacia ti… Solamente quiero recordarte una cosa.
—¡Ah, los viejos recuerdos, las viejas promesas! ¡Cómo le dan sentido a mi pobre, disipada e inútil vida!… Formamos una pareja divertida, reconócelo. Tú te bronceas la piel en verano y en invierno la paseas por la ciudad con un aire afrancesado e impúdico que tira de espaldas a la pobre masa obrera. Por supuesto, no hay nada impúdico en tu vida, me consta. Sólo juegas a insinuarlo: es lo corriente entre chicas bien.
—No pienso escuchar tus idioteces. Y no puedes echarme nada en cara, ¿entiendes? ¡Sabes perfectamente que si te soporto y guardo las apariencias, dentro de lo posible, es por papá! Creyó de buena fe en este matrimonio, y creyó hacerme feliz.
—¡Rediós! No he visto nada tan ingenuo como nuestros papás. ¡Esa generación de hamaca y balancín con fábrica al fondo cree de veras que una economía fuerte nos salvará! ¡Marranos! ¡Mercaderes! ¡Capados! ¡¿Qué hay de la luz?! ¡¿Qué habéis hecho de la luz?!… He aquí la mercancía. Cualquiera de esos rubios y rosados hijos de la Gran Bretaña que tienes en tu hotel podría hacerte feliz, eso es todo. Por cierto, he oído rumores. Que no me quitan el sueño, desde luego.
—No pretendas ser cínico conmigo.
Se levantó y fue a sentarse en la cama de Guillermo. Él se llevó el antebrazo a la frente, cerrando los ojos:
—Ya está.
—Hijos es lo que deseo —dijo ella con una voz distinta—. Dios sabe que no es por afecto a ti, sino porque me siento sola. De ti no me interesa nada, ¿comprendes? Mañana me dicen que te has roto la cabeza con esa moto y me quedo tan fresca. Pero quiero que nuestro matrimonio haya servido para algo al menos, quiero que no sea siempre esta burla monstruosa. Los educaré, trabajaré y me dedicaré por entero a ellos.
Apretaba nerviosamente sobre su pecho las solapas azules de su pijama de seda. Guillermo se revolvió.
—Sé que lo harás —dijo—. Vales mucho. Pero para lograr eso podrías hacer uso de un extranjero cualquiera de tu hotel: los extranjeros tienen un concepto muy poco serio del amor. Yo me he retirado ya de esas prácticas del paleolítico.
—¡¿Quieres hacer el favor de callarte?! Tendré hijos del hombre que es mi marido. No me conoces, no creo que llegues a conocerme nunca. —Bajó los ojos y permaneció unos segundos callada—. He pensado mucho. Sí, he pensado mucho. El trabajo me ha hecho comprender que puedo vivir sin ti, pero no sola. No quiero pasarme la vida maldiciéndole, sola, nadando frente al hotel durante horas y horas, sin poder dedicarme a nadie…
Tenía los ojos húmedos.
—Pero, Mari, cielo, si tú nadas divinamente y diriges aún mejor ese hotel.
—Cállate, ¿quieres?
—Pues es la verdad. Parece como si hubieses nacido para nadar y nadas durante horas, y jugar al tenis en S’Agaró, y ponerte negra con tu bikini, y dirigir como un hombrecito tu hotel… ¡Hija, qué maravilla! ¡No sabes lo que tienes!
—El otro día estuve pensando, Guillermo…
—¿De veras?
—¡Por favor! —Levantó la cabeza con altivez—. Te digo que he tomado una decisión…
—Eso, durmamos.
—… y quiero hijos.
—Francamente, Mari, creo que podrías dominar ese repentino anhelo de maternidad. Por lo que a mí respecta, me asusta un poco la idea de traer niños a esta sociedad. Y bien, acabemos con todo eso y durmamos. Todo el mundo está loco, ando rodeado de gente histérica y heroica. ¿Sabes a quién vi el otro día? A Miguel Dot, aquel guapo mozo con ojos de obrero metalúrgico de Avilés que prometía tanto en la facultad. Quiere hacer una revista, pobre diablo. Emplea un lenguaje tautológico que es francamente insoportable. Pero le quiero mucho. Pobre diablo.
Ella no le escuchaba. Se había levantado, con los brazos cruzados, y daba unos pasos silenciosos y lentos sobre la alfombra. Dentro de las finas prendas de seda, su cuerpo era un tanto delgado pero vigoroso, prieto y soleado, con un vientre esbelto y unos muslos morenos y combados como panzas de jarrón. Se quedó mirando a su marido, de pie, inmóvil, con los labios hinchados y un impacto de sol en los ojos castaños. Una moto daba la vuelta ruidosamente por Calvo Sotelo. Ella arqueó una cadera. Le envolvía suavemente la cabeza el hondo rumor de la noche y aquel vaho viril que emanaba del cuerpo de Guillermo. Se sentó cerca de él, en el borde de la cama, dándole la espalda. Dejó la cabeza baja y las manos sobre las rodillas.
—Guillermo —dijo—. Me he traído el coche de Tamariu.
Él abrió los ojos y la miró.
—¿De veras? Eres un encanto… Podrías…, podrías prestármelo por unos días, tú apenas si lo usas cuando estás aquí.
—Pero no tienes dinero ni para gasolina, y seguramente estás lleno de deudas en el Choto y demás.
Seguía con la cabeza baja y las quemadas manos en las rodillas, dándole la espalda a él.
—¿Me equivoco? —añadió Mari—. ¿Tienes deudas o no?
De repente Guillermo se cruzó de brazos, sonrió maliciosamente y clavó los ojos en la nuca de ella.
—Mari, quítate la careta… ¿Te has enterado, compraste «Hola» o «Garbo» esta semana? Tenemos a dos princesas a punto de parir, ¡dos! Anda, Mari, quítate la careta.
Levantó una mano y le acarició la nuca, despacio. Ella no hizo ningún movimiento, permaneció igual al decir:
—Está bien. Dios sabe que no es por afecto a ti. Te pido una semana, sólo una semana, con todas sus noches. A cambio de ello podrás liquidar deudas y tendrás el Seat por unos días… —Rindió todavía más la cabeza, definitivamente abatida—. Por favor, ayúdame un poco…