IX
—Descálzate.
—¿Es necesario?
—Sí, mujer, haz lo que te digo.
—¡Oh…! Entonces suéltame.
Hablaban en voz baja. El pasillo estaba a oscuras y olía discretamente a repostería. No encendieron la luz. Guillermo tanteaba las paredes con una mano mientras con la otra tiraba de Palmita. Los dos contenían a duras penas las ganas de reír.
—Espera, hombre —susurró ella.
Se quitó los zapatos de tacón alto y los llevó colgando de sus dedos. Buscó de nuevo la mano de él en la sombra. Caminaban de puntillas, mordiéndose la lengua, y se detuvieron frente al dormitorio de la sirvienta. Guillermo pegó la oreja a la puerta. Luego tiró de la mano de ella y continuó hasta el fondo del pasillo, dobló a la izquierda y tanteó el pomo de la puerta. Abrió despacio, la empujó a ella dentro y seguidamente entró él. Cerró la puerta y encendió la luz. Entonces se miraron y se echaron a reír, abrazándose.
—¡Hijo, qué difícil es todo esto!
—Como entrar en el paraíso. Además, la vieja es de cuidado. Espía todos mis movimientos por orden de María José.
—¿Y dónde está ella?
—En sus dominios, en su hotel, vigilando la llegada de los primeros turistas y esperando a ver si se le retira aquello… Es muy feliz.
—Por favor, no empieces, ¿eh?
—Mañana por la tarde tengo que ir a enseñarle el coche. Sólo a enseñárselo, siempre teme que acabe vendiéndolo. Anda, ponte cómoda… Aquí falta música y algo para beber, ¿no crees?
—Yo no quiero beber más. Y tú llevas ya lo tuyo.
Se sentó en la cama, apoyando en ella las manos y haciéndola crujir.
—¡Huy, qué bien! ¡Y cómo huele! ¿A qué huele esta casa, dime? Me recuerda…
—A pastelitos. Cuando Mari no está, toda la casa huele a los horribles pastelitos de la vieja. Seguro que se ha preparado otra comilona…
—No. Huele a ricos, a vida a lo grande…
—¡Ja! Tu naricilla lumpen te engaña, nena.
Tiró la americana sobre una butaca, donde resbaló y fue a parar al suelo. Palmita seguía meciéndose en la cama. Guillermo abrió la puerta y salió al pasillo. Ella se tendió de espaldas, levantando las piernas. Sonreía, los ojos le brillaban con un fulgor infantil. Veía la lámpara colgada del techo, justo sobre su cabeza. Cerró los ojos, sin dejar de sonreír, y empezó a desabrocharse el jersey de lana azul. Movía las piernas y canturreaba en voz baja. Llevaba una falda blanca con cremallera a un lado. Guillermo entró con un pequeño aparato de radio, una botella de ginebra y dos vasos.
—Sólo tengo esto. Mari se llevó el tocadiscos.
Cerró la puerta con el pie, dejó la radio sobre la mesita, llenó medio vaso de ginebra y bebió un sorbo. Ella encendió la radio.
—Ahora ya puede morirse —dijo él.
—¿Quién, amor mío?
—Quien yo me sé. Y no es Mari.
—Mira, se me está ocurriendo una cosa, Sotito. Voy a tirar esa botella por la ventana como sigas así. ¿Qué te parece? Vaya si la tiraré, como quien soy que la tiraré.
—Romperías la cabeza de algún distinguido cliente del Sándor.
—Todo eso por empeñarte en venir a tu casa…
—Aquí podemos beber gratis.
—¡Pero si luego estás hecho un inútil!
—Cierra la boquita y ven aquí, anda, con el abuelo Guillermo.
Palmita se miraba en el espejo. Guillermo apartó la ropa del suelo con el pie, se dejó caer en la cama y ladeó la cabeza hacia la mesita de noche. Cogió el vaso. Sobre la mesita había un montón de ejemplares de Hola y Garbo.
—Mi mujer tiene diarrea cerebral. Fíjate. Por todas partes deja su caquita.
Dio un manotazo a las revistas y las tiró al suelo. Ella corrió a recogerlas.
—¡No seas así, hombre! Son muy bonitas. Yo también las leo, por la mañana, sentadita en mi cama mientras desayuno y pienso en lo mucho que te quiero. —Levantó el rostro a él, haciendo un mohín—. ¡Huy, cómo le quiero a mi Sotito!…
Quiso poner las revistas sobre la mesita.
—Deja. Ven acá —dijo él, cogiéndola por la muñeca.
Ella se dejó caer sobre él. Luego quedaron inmóviles, tendidos de lado, mirándose a los ojos como desconocidos. Guillermo le cogió la cara con las manos. Ella recibía su aliento cargado de alcohol con la boca abierta. Las manos de Guillermo estaban negras de grasa.
—Me vuelve loca el olor de tus manos. No me sueltes.
—Eres mi único y más imposible y sucio amor.
—¿De veras?
—Tus pechos son exactos. Todo en tu cuerpo es exacto, con el buen sabor de lo prohibido, de lo maldito y de lo arrojado a las tinieblas eternas. El buen sabor necesario para seguir pisando esta tierra. El motivo. Mis motivos.
—¡Oh, mi alma, ya estás piripi!
—No te muevas.
Levantó el brazo por encima de la cabeza de ella y cogió el vaso. Bebió y luego seguía empuñándolo en medio de su rostro y el de ella, sobre la almohada. Palmita mantenía los ojos cerrados, apretando el vientre a él, enardecida, las aletas de su nariz palpitando débilmente. De vez en cuando abría los ojos, miraba la lámpara del techo y sonreía. Guillermo vació el vaso en seguida. Se inclinó a un lado y lo dejó en el suelo. Al volver a ella, notó sus manos apretadas en los costados.
—Sotito…
—Sí.
Sabía que la escurridiza libertad estaba allí, como esas algas bellas y raras que no había que buscar en ningún ordenado y limpio lago allá lejos, sino aquí mismo, en el cotidiano e impetuoso río de los nadadores ardientes y desnudos que luchan y terminan por ahogarse. Una vez más apretaba sus manos a las sienes de ella, revestidas de cálida vida, de latidos, de días y de deseos. Y cuando hubo arrancado la dulce planta desalentada y ondulante y la hubo arrojado lejos, a su espalda, la siguió oliendo por unos segundos en el trémulo cuerpo de ella, hasta que se esfumó definitivamente en el aire.
Ella le miraba a los ojos.
—Hola.
—Hola. Estás aquí. Ya decía yo que había alguien debajo.
—Malo, más que malo.
Cuando Palmita reía, sus labios descubrían unos pliegues rosados y frescos, diminutos, pegados a los dientes blancos y simétricos.
—Te quiero —dijo ella.
—Muy bien. Ahora dilo en francés.
—Mon amour…
—No.
—Je t’aime.
—Perfectamente. Te debo un viaje a Canet Plage.
—Te quiero —añadió, cerrando los ojos—. Pero tengo miedo.
—¿De qué?
—De ti, de tus cosas… Tengo miedo de que me dejes.
—Tú eres lo más grande y eterno y sucio y verdadero que hay en mi vida.
—Golfo, que eres un golfo.
Se desprendió de él levantándose de un salto. Buscó en la radio otra emisora. Guillermo también se levantó, llenó de nuevo el vaso y alzó la botella frente a sus ojos. Empezaba a tambalearse. Ella le cogió de la mano. Se abrazaron en el centro de la habitación, sobre la alfombra. Ella le besuqueaba el cuello y los hombros cubiertos de sudor. Guillermo sostenía la botella con el brazo en alto y miraba su contenido.
—Despacio, nena. Estoy cansado de mis noches de Tamariu. Compréndelo, por favor…
—Oh, Sotito, cómprame discos… ¿Cuándo me comprarás discos?
—Te paseo en moto, ello te da ocasión de lucir tus rodillas sensacionales, ¿qué más quieres? Y con el coche te he llevado docenas de veces a la Costa, y el verano pasado estuvimos tres días en Canet Plage… ¿Qué más quieres?
—Quiero discos, amor.
Después, tendida otra vez y mirando la lámpara del techo, la cabeza apoyada en el hombro de él, sonrió con aquel fulgor íntimo en los ojos.
—Oye una cosa, ¿tú no te llamarás por casualidad Sotomayor de apellido?
—No, reina. Soto y voy que ardo.
—Porque hoy he visto en el periódico la foto de un señor muy distinguido y muy guapo, madurito él, que se llama Sotomayor. Y se parecía a ti una barbaridad. Pensé que podía ser tu padre. Qué tonta, ¿no?… ¡Me gustaría volver a viajar, oye, una cosa bárbara!
Levantó el brazo por encima de la cabeza y acarició los cabellos de Guillermo. Él tanteaba el vaso en el suelo.
—¿Cómo estamos de dinero, Palmi?
—Muy mal.
—¡Oh, Dios, el maldito parné!
—Si seguimos así tendré que ponerme a trabajar otra vez. Veré si me admiten de nuevo en «Río». ¡Buena la hice contigo! ¿Quién me mandaba a mí aceptar aquel contrato para bailar en Tamariu?
—Lo fastidioso es que cuando trabajas no estás libre hasta las cuatro de la madrugada.
—Bueno, tengo un día libre a la semana. ¡Habrá que volver a ensayar «Granada» y todo aquello que odias tanto…! Qué divertido.
—Podrías esperar hasta junio y probar de nuevo en la Costa. ¡Si Mari se decidiera a poner espectáculo en su hotel!…
—No iría a bailar allí, cielo. Lo sabes. No quiero amargarle la vida a nadie, y menos a ella, que bastante la tiene ya…
Guillermo le pasó el brazo por debajo de su nuca. Ella introducía los dedos en su cabello denso y lacio, diciendo:
—¿Por qué ocurren estas cosas en la vida?
—En Alemania ganaba dieciocho marcos diarios. Con tres, austeramente, podía vivir. Un poco estrecho, pero vivir. Con cinco era un rey. Incluida la habitación y el vestir. Podía comer pan, mantequilla, huevos, conservas y patatas. Pero no coñac, ni vino, ni ir al cine. Afortunadamente, con un marco tenía cerveza para todo el día, y con dos me quedaba ya más que bien. ¡Maravilloso! Ella y sus compañeras de curso estudiaban en las orillas del Neckar, tomaban el sol con las faldas hasta la ingle. Cuando yo iba a buscarla para comer, pensaba siempre en la vieja torre donde Hölderlin murió loco y feliz…
—¿Quién era ése?… Oye, ¿te estás durmiendo?
—… tenían unas piernas largas y coloradas. Yo podía conseguir con tres marcos una botella de Rot Wein. Vino rojo de la Rioja…
—¡Oh, por Dios, me has contado esas cosas cientos de veces!
—¿Te he contado alguna vez la más tenebrosa historia de mi infancia? ¿No?… Yo era un niño mono, pegadito siempre a las faldas de mi mamá. Todos los años, al llegar las Navidades, mi dadivosa mamá entregaba en nuestra parroquia de Sarriá un hermoso cesto adornado por ella misma con unas grandes y brillantes hojas verdes y lleno de turrones y paquetes de arroz y botellas de champaña y de anís. Era la Navidad del Pobre. ¿Tú has oído hablar alguna vez de la Navidad del Pobre? Es muy divertido. Los ricos dan turrones y cosas dulces a los pobres, cantando y riendo y estrechándose las manos…
—¡Oh, Sotito!
—Nena, no me interrumpas. En nuestra parroquia de Sarriá esto se hacía a lo grande. En la ceremonia de la entrega, al pie del altar, dos niños previamente escogidos se ponían junto al cura mientras éste iba repartiendo los paquetes a los feligreses pobres. Los feligreses pobres caminaban en fila india con las manos cruzadas delante del sexo. Pero lo importante no está en eso, sino en los niños que permanecían a ambos lados del cura. Uno de ellos tenía que ser hijo de una familia rica, representaba al rico e iba vestido de niño rico. El otro tenía que pertenecer a una familia pobre, representaba el papel de pobre e iba de niño pobre. El rico estaba a la izquierda y el pobre a la derecha. Un detalle espeluznante del director escénico… Bien, aquel año mi mamá se empeñó en que yo hiciera el papel de niño rico. Todo fue a las mil maravillas. Yo llevaba mi trajecito de almirante con chorreras y zapatos de charol y un cirio en la mano. Apenas si me fijé en el niño pobre en toda la ceremonia: me tomé el papel muy en serio. Mi mamá me miraba con aquella sonrisa de bienaventurada que a mí no me dejaba dormir por las noches.
—No seas bestia.
—Calla. Cuando esto terminó, ricos y pobres se reunieron en una especie de cóctel gregoriano que las damas de la junta habían organizado en los jardines de la parroquia. Ricos y pobres confraternizaban. Era emocionante. Alguien puso en mis manos una taza de chocolate y un puñado de churros. No me despegaba de las faldas de mi mamá. Entonces me acordé de mi compañero de trabajo y empecé a buscarlo entre la gente pobre mezclada con la rica. Aquello era muy fácil, porque la gente pobre seguía con las manos cruzadas delante del sexo como si estuviera desnuda. Mi compañero estaba comiéndose su taza de chocolate como un perfecto cerdito. Además de pobre, era feo. Iba vestido humildemente, unos pantalones azules con anchos tirantes y una camisa blanca de mangas largas; ropas usadas, remendadas, humildes, pero, eso sí, limpias. Yo le sonreía con mi mejor sonrisa, quería ser su amigo, te lo prometo. Tienes que ser su amigo toda la vida, me había dicho mamá, tienes que ser amigo del niño pobre, Guillermito… Lo que ocurrió entonces no se me olvidará en la vida. Me acerqué a él sonriendo y le dije: —Hola—. Él me miró un rato fijamente con su cara toda embadurnada de chocolate y respondió: «¡Vete a la mierda, chaval!», y al mismo tiempo me lanzó una patada terrible, certera, una patada de niño de suburbio. Me dejó la espinilla hecha cisco. ¡Y entonces levantó una pierna, se sacó la tita, la empuñó como si fuese algo muy delicado y empezó a mearse encima de mí! Yo berreando, ensangrentado y meado, mi mamá desmayada, ricos y pobres consternados, la junta organizadora santiguándose. ¡Aquello era el caos! ¡El fin de la juerga gregoriana! Todo el mundo reñía al niño pobre, le llamaban malo y demonio y le señalaban con el dedo. Yo seguía berreando. Pero él se puso de nuevo a comer su chocolate tranquilamente, como un cerdito.
—¿Ya está?
—Sí, ya está. Y no es un cuento. En realidad mi vida sufrió un cambio ese día… Nunca olvidaré aquella meada.
—¡No me digas!
—¡Cuando me acuerdo!… Que me muera aquí mismo, si no es cierto. Tengo sueño… He bebido demasiado.
Dejó resbalar la cabeza sobre la almohada, al otro lado. Respiraba ruidosamente. En su rostro atezado, con los cabellos sobre la frente, se fundía una expresión infantil y divertida.
—¡Eh, oye, espera un momento! —dijo ella sacudiéndole—. No te duermas aún, dime dónde está la llave de la puerta de la calle. ¿Es que no piensas llevarme a casa con la moto?
—Sí, mujer.
—Que tengo que irme cuando amanezca. ¿Me oyes? Dime sólo dónde está…
—En mi americana. Te acompañaré a tu casa… Tienes tiempo. Ven. Duerme…
Alargó el brazo y apagó la luz. Quedó la leve claridad que se filtraba a través del gradulux de la ventana. Él se apretó a ella, de lado. Palmita estiró las piernas, cara al techo, cogió una mano de Guillermo y la apretó fuertemente con las suyas, junto a la cara. Sobre la blancura mate de la almohada, sus ojos brillaban redondos y fijos, clavados en la lámpara.
Se deslizó del lecho sin hacer ruido. Cubrió a Guillermo con la sábana y estuvo un rato mirándole. Ahora hacía frío. De momento no veía casi nada, pero no encendió la luz. Se vistió rápidamente al pie de la cama. En la ventana mantuvo alzado un visillo con el hombro mientras se peinaba un poco mirándose en el espejito de mano. Pasó luego por sus labios la barra de carmín y metió todo en el bolso. Intentó subirse las mangas del jersey hasta la mitad de los brazos, alisó la falda con la mano y luego cogió la americana de Guillermo. Buscó la llave y se la guardó en el bolso. Se acercó a Guillermo, despacio. Iba descalza. Él dormía boca abajo, con la cabeza ladeada y los brazos por encima de la almohada. Palmita le besó en la frente. Posó tina mano sobre su espalda desnuda, presionando levemente. Le quiero, maldita sea, le quiero… Luego cogió los zapatos y con ellos en la mano salió al pasillo cerrando la puerta con cuidado. Caminó a oscuras, con los ojos inmensamente abiertos, mordiéndose el labio inferior, hasta encontrar la puerta del piso y al abrir vio la cruda claridad del alba iluminando ya la escalera. Bajó corriendo, con los zapatos en la mano, y al llegar a la puerta acristalada se los puso, saltando sobre los pies. En la calle sintió un estremecimiento en los hombros al recordar el calor del lecho y del cuerpo de Guillermo. Se bajó las mangas del jersey y empezó a caminar hacia la Diagonal arrimada a las paredes y con la cabeza gacha. Amanecía. La plaza Calvo Sotelo dormía empapada en la bruma de sus tonos verdes y lilas.