XII
«El Sueño Dorado» se detuvo frente a la boca del metro en las Ramblas, y aflojó de su cuello la suave y perfumada piel de conejo. El gesto fue demasiado sutil y delicado para caber en la mentalidad del policía uniformado que no le quitaba ojo desde el quiosco de periódicos, con los brazos cruzados y una leve sonrisa burlona que la curiosidad tenía en suspenso. Ella notó sus ojos compasivos y fríos; sabía que los paseantes la estaban mirando también, con su media sonrisita, pero se repitió a sí misma que aquella piel era de entretiempo y que la gente siempre sería, en el mejor de los casos, ignorante y entrometida. Estuvo un rato indecisa, con una pierna ligeramente adelantada y en reposo frente a la otra. Hacía un calor prematuro. Los ojos del agente la irritaban. «¿Qué miras, estúpido?». La noche olía a tufos de metro, a flores pesadas y a fatiga. Por encima de su cabeza asomaba el anuncio luminoso de unas gafas que garantizaban el éxito en la vida. «El Sueño Dorado» lo pensó mejor y siguió caminando Ramblas arriba, a pasitos cortos, contoneándose, mirándose los pies con atención igual que si estuviera pisando un mosaico de sugestivos arabescos.
Había salido media hora antes de su habitación de la calle del Carmen, en silencio y de puntillas para no despertar a las mellizas acostadas en la cama turca, espalda contra espalda, medio ocultos sus cuerpecillos flacos y macilentos bajo una toalla de playa y el montón de revistas viejas con las cubiertas arrancadas. «Acabarán por rompérmelas del todo —se dijo—. Pero es igual. Son del año pasado y las cubiertas que me hacían ilusión ya las guardé…». Caminaba por el centro. Una muchedumbre tranquila subía y bajaba, golpeándose los hombros de vez en cuando. «¿Me acordé de apagar la radio?». En los costados de los quioscos, los semanarios deportivos colgaban abiertos por las páginas centrales dedicadas al fútbol. «Sí, la apagué… Triunfe en la vida con gafas…».
Se paró en un quiosco, compró un ejemplar de Garbo y otro de Semana-Gráfica, cruzó luego la calzada y entró en el bar del vestíbulo de un cine. Había un muchacho con chaqueta blanca sirviendo tras la barra.
—¿Me pones un benjamín bien helado, Marcelo?
—Al momento, señora.
—De prisita.
Él no la miró siquiera, percibió solamente su inconfundible silueta aparatosa encaramándose al taburete, muy despacio, con los dedos ligeramente en alto como los alones desplumados de una gallina. Le entregó la vuelta al único cliente, que se fue dejando una moneda en el platillo de loza y mirando jocosamente a la mujer. Él cogió el platillo.
—Gracias, señor.
Le sirvió el benjamín en una fina copa de alto talle. Entonces la miró. Ella no había dejado de hacerlo desde que había entrado, pero sin sonreírle todavía. Era un muchacho de piel atezada y bellos ojos negros, hundidos, de una calidad algo prematura, que sabían mirar oportunamente y con la justa breve intensidad. Llevaba los densos y oscuros cabellos apartados de la frente con una indolencia sólo aparente. En la barra no había ahora nadie más. En el interior, al fondo del vestíbulo, la puerta de cristal del cine se habría de vez en cuando y temblaba un reflejo en ella.
—¿Cuándo, Marcelo, será el día que vendré aquí y no te encontraré? Se conoce que eres un tipo con pocas aspiraciones.
—Si usted sabe de algo mejor…
—Hay un montón de cosas mejores. A patadas. Sólo que hay que moverse.
—¿Dónde?
—¡Hijo, no sé!… Una oficina, por ejemplo.
—No me diga.
—Ese benjamín no está muy helado, oye.
—Lleva poco de nevera. Pero, si tiene usted calor, ¿por qué demonios va siempre tan abrigada?
—¿Abrigada yo? Miren el hombre de mundo. ¡Cuando te digo que nadie te va a sacar nunca de ahí detrás! Son pieles de entretiempo, chiquillo. ¿Es que no lo ves?
—¡Ah!
—¡Eres un murciano y lo serás toda tu vida, Marcelo!
—Bueno, bueno. ¿Y su marido? ¿Y las niñas?
—Bien. Ellas durmiendo como angelitos. Él, por ahí, atiborrándose de vino con Manolo el limpia, como siempre. ¿Por qué me preguntas siempre por él, si no le conoces?
El chico secaba vasos con el paño, recostando una cadera en el mostrador. Sonreía, ladeando la cabeza perezosamente.
—Porque me pirro por usted, Sara. Ya lo sabe usted.
—Qué bien. Lograrás que cualquier día se me ocurra alguna cosa inconveniente acerca de ti. Mira, si no tuviera que irme en seguida tomaría otro benjamín y puede que incluso me decidiera a invitarte.
Él se echó a reír. Seguía secando vasos. Bajó los ojos, abrió la boca echándole aliento al cristal del vaso y volvió a mirarla a ella. La mujer sacó quince pesetas de bolso y las dejó sobre el mostrador.
—Ahí tienes.
—¿Y se puede saber a dónde va la señora esta noche con tanta prisa?
—Huy, algo muy importante. Si supieras. Acaso mi porvenir y el de mis hijas dependa de mi gestión de esta noche… Lo he pensado muy bien, estoy decidida. Pero es difícil de explicar… ¿sabes? Eres un crío y te echarías a reír. Tal vez te enteres algún día por el periódico.
—¡Qué me dice usted! —exclamó él con perfecto aire grave.
—Y ahora, adiós. Me esperan, lo siento. —Bajó del taburete—. No sea que encuentre cerrado. Puede que mañana noche venga a verte y te lo cuente todo, Marcelo, no sé… ¡Huy, Dios mío, qué tarde es! Bueno, todo depende de ese señor de la redacción. Veremos. Una cosa es segura —ahora le miró a los ojos—. Vendré a celebrarlo contigo una noche, a base de champán. ¿Qué te parece?
—Vale.
—Eso es. A base de champán y toda la pesca. —Soltó una risita, llevándose una mano a la boca—: Y ahora, adiós, adiós.
—Buenas noches. Y suerte.
«Se parece escandalosamente a Tony Perkins, el jodido, y no lo sabe» se dijo al salir, caminando Ramblas arriba, por el centro, a pasitos cortos y meticulosos. Se acordó por un momento de las niñas dándose la espalda, pálidas en el sueño, frías, con aquellas braguitas demasiado grandes y recogidas en la cintura. «¡Cuidado, Sarita, cuidado…!». Apretaba bajo el brazo, con fuerza, las revistas gráficas. «Sabe mirar a los ojos de una en el momento preciso, cuando una lo espera, cuando una justamente lo está deseando…».
Miguel Dot penetró violentamente en la oficina, lanzando la puerta contra el canto de la mesa de José. Volvió la cabeza atrás mientras se quitaba la americana, uno de cuyos bolsillos estaba atiborrado de cuartillas. El chico la miraba conteniendo las ganas de reír.
—¿Qué tal esa interviú?
Miguel continuó, sin volverse, hasta llegar a la mesa de una muchacha con gafas oblicuas que le miraba muy quieta y con una mano inmóvil sobre la máquina calculadora. Miguel recogió unas fotos que estaban sobre la mesa y se alejó en dirección a su despacho. José se levantó acercándose a la muchacha con paso rápido.
—¿Qué ha hecho, Rosa? —preguntó en voz baja.
—Nada, Se ha llevado las fotos de la flamenca ésa.
José ahogó una risotada con los labios prietos.
—Don Andrés le ordenó que sacara una entrevista con ella. ¿Lo sabías…? Me troncho con ese tío. ¿Verdad que es un gran tipo?
—Bueno, vuelve a tu sitio, si no…
—Bah, si es la hora, ¿no lo ves? Tú siempre en la luna. Mira las otras. Anda, que te acompaño.
Algunas muchachas se habían mudado ya el uniforme de la oficina por ropas de calle y daban el último toque a sus cabellos mirándose en el espejito de mano. Dos hombres cruzaron con paso rápido, poniéndose las americanas.
Después de vaciar sus bolsillos y dejar el tabaco a mano, sobre la mesa, Miguel se había sentado frente a la máquina y estaba pasando en limpio la entrevista. Había cesado el repiqueteo de máquinas de escribir en las oficinas contiguas, con intermitencias de campanillas, el sonar de los teléfonos y aquel perezoso ir y venir de las chicas con sus holgadas batas azules con pliegues cayendo desde los pechos. Solamente se oía el rumor de prensas rechinando en el piso bajo. Miguel abrió las piernas, se irguió en la silla y pulsó las teclas manteniendo la cabeza hundida sobre el pecho. Terminaría en seguida, quería ver a Guillermo. Golpeaba el carro como si le diera cachetes a un crío. Andrés. Soler se acercaba a él, abrochándose con parsimonia los botones de la americana.
—¿Te quedas?
—Sí. Quiero terminar esto.
Soler sonrió.
—No te lo tomes así, hombre. No me negarás que la chica tiene gracia. Le cae bien eso de la Salerosa Nacional.
—No está mal. Llevaba una crucecita de oro entre pecho y pecho, como las buenas zorras hispánicas.
—Bueno, cuando te vayas deja una llave al portero. Y no te olvides de apagar todas las luces. Adiós.
Miguel no le miró salir. Se mantenía en el mismo estado de tensión con que había llegado, con la barbilla clavada sobre el pecho y la espalda rígida. Volvió a la labor. Diez minutos, me bastan diez minutos para componer esta bazofia. Hizo una pausa para encender y en el silencio oyó los pasos de la mujer caminando por el pasillo. La puerta estaba abierta y vio su sombra en los cristales del tabique.
—¿Se puede?… Puedo entrar, ¿verdad?
Asomaba la cabeza. Luego se irguió dando unos pasos. Cruzaba las manos sobre el pecho, apretando las revistas y las pieles.
—Adelante, sí.
—Estaba abierto y pensé…
—Yo no hago suscripciones. Vuelva mañana.
—Es un segundo. Abajo, un señor me ha dicho que aún habría alguien —le miró, un instante con atención y de pronto estalló en su rostro una expresión de júbilo—. ¡Oh, pero usted es Oscar, seguro que lo es…!
Dot cerró los ojos.
—Mire, ya se lo he dicho, si es para una suscripción la chica no está, vuelva mañana…
—No. ¡Yo estoy suscrita desde hace muchos años!
Se sentó frente a él, cruzando las piernas. Dot seguía encarado con la máquina, dándole a ella el perfil. Luego se volvió despacio y la miró. La sospecha le cruzó por la cabeza como un rayo y en principio sintió ganas de echarse a reír. Ahora la miraba detenidamente. «El Sueño Dorado» debía de tener unos cuarenta y cinco años. Llevaba un anticuado vestido gris perla lleno de complicados pliegues, unos zapatos plateados con púrpura, de tacón altísimo, y la piel indefinible echada hacia la espalda. Su rostro, maquillado con inquietante habilidad, exhibía unos grandes ojos claros y húmedos, como de pez, medio cubiertos por descolgados párpados azules y viscosos. La envolvía un aire de ensueño olvidado o perdido y tenía unos largos y ásperos cabellos negros. Dot apartó la máquina. Ella sonreía, sentada muy cerca, con las blandas piernas cruzadas, su aspecto semejando al de una artista de variedades retirada.
—¿No adivina usted quién soy? ¿De veras no adivina quién soy, Oscar?…
—No tengo la menor idea, señora —mintió él.
—¡Oh, qué divertido! ¡Tantas veces como hemos discutido sobre el séptimo arte y los artistas!…
—Ya —dijo él—. Usted es la consultante que firma como «El Sueño Dorado». —Se echó atrás en la silla y la observó con curiosidad—. ¿Qué desea?
Ella dejó resbalar los párpados. Hablaba con una lentitud exasperante.
—Hace tiempo que quería conocerle a usted, a Oscar, a mi confidente. No le molesta que hable así, con esa franqueza, ¿verdad? ¡Oh, mire, yo soy una mujer que si por algo se azora, que pocas veces le ocurre, es por la falta de cordialidad en las personas! Ya veo que usted es distinto… Realmente no he tenido mucha suerte en la vida, ésa es la verdad, mi marido ha odiado siempre todo lo que en mí representa una sensibilidad artística… Hace muchos años que me suscribí a su revista, y ahora he creído oportuno… Bueno —movió de nuevo los párpados, morosamente, como una muñeca—, en fin, usted que sin duda es un joven sensible, me comprenderá perfectamente. Y pues claro que me comprende, ¡sólo hay que ver sus ojos…! Sinceramente, yo pude haberme dedicado al arte dramático desde muy niña; es una cosa, que, mire, la he presentido siempre. Pero… La vida no siempre la lleva a una donde quisiera. ¡Oh!, por supuesto no exijo nada, ningún privilegio especial para mí, ¿comprende? Lo mismo que las demás, siempre está una a tiempo. Incluso usted lo comprendió en seguida, ahora que recuerdo, y me lo dijo en una de sus respuestas semanales. ¿No se acuerda?… Oscar, ¿me oye usted?
—Sí, sí, perdone.
Ella le miró tiernamente, envuelta en el halo de su esperanza.
—Lo sabía. Sabía que es inteligente, delicado y amable. Las mujeres tenemos un instinto especial para captar, esas cosas en seguida. Mire, yo tengo dos niñas, mellizas, y mi marido siempre… —se detuvo, pensativa, y añadió—: ¡No será eso un inconveniente, supongo!
Dot se irguió en la silla y apoyó los codos en la mesa.
—Escuche, yo no la aconsejé que…
—¡Pues claro, hizo usted muy bien! Vamos, si supiera usted cómo es mi marido. Me dio usted a entender muchas cosas sin necesidad de decirlas, ¿no es cierto? —abrió su bolso, con mano nerviosa, hurgó un momento en el interior—. ¿Me ofrece un cigarrillo?… Gracias. Pero déjeme antes que le explique algo, por favor. Podría contarle mi vida, es… una verdadera novela. ¡Si él supiera que he venido aquí me mataba! Usted no le conoce, es insoportable, huele siempre a vino, a muelas podridas, a pobre… Trabaja mucho, es cierto. Y es lo que a veces me digo: ¿para qué? La vida tiene que ser otra cosa. Me esconde las revistas, dice que no debo escribirle a usted, dice que todo eso son tonterías. ¡La ignorancia es atrevida, Oscar! Me deja llamarle Oscar, ¿verdad? A veces, por la noche, cuando nos peleamos, he tenido que sufrir la humillación de ver en mi casa al vigilante… Vivo en un sitio horrible. A veces me siento muy sola, ocurre de repente, y entonces me voy de casa… Lo he hecho varias veces, no me asusta la vida.
Él apoyó la cara en las manos. Frotó sus párpados con los dedos.
—Escuche…
—Bien, no quisiera cansarle. No debería dejarme hablar tanto, ¿sabe?
Volvió abrir el bolso. Él adivinó su intención y quiso detenerla. Hizo un gesto vago con la mano, como si quisiera echarla fuera de allí.
—No, espere.
—Es un segundo.
—Le digo que no. Además, esta sección ya no está a mi cargo…
Ella se incorporó a medias y adelantó el brazo.
—Tenga, las cincuenta pesetas para empezar. Y a callar, ¿eh? ¡Ah!, y la foto. Es la cuarta que me hago, pero si a ustedes no les parece bien… ¿Pero qué digo? Es la mejor, desde luego. Lo del dinero, aunque es poca cosa, no sabe usted lo que me ha costado conseguirlo. Mi marido me controla incluso la calderilla, Oscar.
Dot intentó devolvérselo.
—Mire…, con usted haremos una excepción. —Se sentía como un vómito—. Esto me resulta un poco imprevisto. En realidad, nosotros no prometemos nada, no podemos prometer nada, ¿comprende? Sólo publicamos su foto. Con sólo eso se dan por satisfechos muchos abonados, sobre todo los jóvenes… Bueno, perdone —alzó los ojos a ella, realmente apenado—. Tal vez debería hablarle a usted claro… Recoja su dinero.
—¿Hablar claro, Oscar?
—Sí. Voy a serle sincero. Llévese este dinero y la foto y olvídelo todo. Esta clase de revistas, como la nuestra, no merecen que usted se moleste…
Ella sonreía, absorta, con una mano puesta en sus cabellos y la otra en la cintura. Parpadeaba.
—Sinceramente, Oscar, no le entiendo.
—Que es mentira, creo que está claro —se levantó, echando la silla para atrás—. Casi todo lo que lee es mentira, es falso… Por lo menos no es la verdad entera que se merece cualquiera que no sea idiota o memo. ¿Me oye usted? No debe tomárselo en serio.
—¿Pero de qué mentiras me habla?… ¡Oh, usted no me ha entendido, Oscar! Yo no le pido que haga excepciones conmigo, no le pido que me elijan a mí…
—Usted tiene una idea demasiado elemental de la mentira, eso es lo que ocurre.
—¡Oh, vamos, vamos!, coja el dinero y la foto y adelante. Ya me dirá lo que sea. ¿De acuerdo? Tenemos que ser amigos, Oscar, y ahora que nos conocemos tiene usted que seguir ayudándome. ¡Si supiera el bien que han hecho sus cartas…!
—Está decidido —concluyó Miguel.
A mí qué me cuenta, bramó para sí, volviendo el rostro. Está loca, la vieja marrana sentimental. La hemos arreglado, la hemos arreglado bien. Se levantó, aspirando hondo por la nariz. Sabiéndola allí, sentada, sosteniendo el cigarrillo con sus dedos inhábiles, las mustias piernas cruzadas y mostrando las rodillas, con sus pieles y aquel frágil aire de ensueño circundándola toda, su vida se le antojó de repente un vivo y sangrante muñón apretado en celofán y rociado de perfume… Bueno, podría cruzarme de brazos y pensar que, a fin de cuentas, esta mujer es un caso corriente de estupidez: quiere ser estafada, un caso más.
Entonces oyeron pasos en el corredor y una voz de hombre. De repente ella puso unos ojos de espanto y se levantó de un salto.
—Oscar.
Cuando él apareció en la puerta, donde se detuvo clavando los ojos en la mujer, ella volvió a sentarse con aire resignado, encogida. El hombre no dijo ni una palabra. Aún no había mirado a Miguel. Era un hombre pequeño y fornido, con una gran mandíbula azul, ojos diminutos y rojos y rostro abotargado. Llevaba unos pantalones oscuros de mecánico atados con una correa pringosa, camisa azul desabrochada y una vieja americana negra a rayas blancas. Con gesto maquinal, sin apartar los ojos de ella, se quitó de la cabeza una boina sucia de polvo y de grasa de taller. Entonces miró a Dot brevemente, en un parpadeo, sin interés alguno, y sacudió la boina en la pernera del pantalón. Caminando como un mono se acercó a la mujer por detrás y dejó caer las manos sobre sus hombros. Hasta Miguel llegó un denso vaho de vino y de ropas agrias. Ella dijo con calma:
—No me obligues a hacer una escena, Tomás. Por lo que más quieras, no me obligues a hacer una escena. —Permanecía con la cabeza gacha, los hombros hundidos bajo las grandes y callosas manos del hombre. Luego todo fue muy rápido: él la cogió del brazo y de un tirón la obligó a levantarse. «El Sueño Dorado» se dejó llevar con aire ofendido y a la vez tolerante, la barbilla enhiesta, altiva. Miguel les siguió con los ojos hasta que desaparecieron. Por un momento había creído que el hombre se proponía levantarle la mano… Se quedó un rato inmóvil, apoyadas las manos sobre la mesa, la cabeza rendida. El billete de diez duros estaba en el borde, doblado, con la foto dentro. Con movimientos exactos y medidos, despacio, fue metiendo algunas cosas en sus bolsillos y en los cajones de la mesa. Luego intentó ordenar los papeles. Sus dedos tropezaron varias veces con un lápiz rojo, sin acertar a encontrarle el sitio definitivo. Abandonó la mesa acercándose a la ventana. No fijó los ojos en nada de afuera. Apretó la frente contra el cristal. Finalmente cogió la americana, apagó las luces y salió cerrando la puerta. Se detuvo en la escalera, volvió atrás, abrió la puerta y encendió de nuevo las luces. Cogió el teléfono y marcó un número. Una voz hueca de mujer, sobre un fondo de parloteos y música, rezongó de mala gana:
—Bar Choto. Diga.
—¿Está ahí Guillermo Soto?
—Sí. ¿Quiere que le ponga?
—No… Dígale solamente que voy a verle, que no se mueva, ¿entiende? Que voy ahora mismo.
—Muy bien. ¿Quién le digo que ha llamado?
—El señorito Oscar.
Guillermo aguzó el oído al nuevo disco, de codos en la barra, y levantó los ojos cargados de sueño; parecía algo viejo de Dakota Staton. Miró de nuevo a Miguel, a su lado, que continuaba soltando su perorata con evidente dificultad para controlar la lengua, como si la tuviera pegada al paladar. Tal vez era «Ain’t she Sweet»; lo habría jurado. La voz de Miguel empezaba a irritarle. El uno se apoyaba en el hombro del otro, en lo alto de los taburetes, fumando, las cabezas ladeadas casi tocándose y los rostros envueltos en el humo rizado de los cigarrillos. Frente a ellos, diligente, fría, con un rostro bello y ligeramente distante que no reflejaba nada en absoluto, la muchacha les servía el sexto vaso de gin.
—Con hielo, nena.
—Para mí también.
—Eso es. Buena chica. Sigue, Oscar.
—Se acabó.
—Se acabó el bonito consultorio para menopáusicas.
—No me gustan los chiflados. Me dan miedo. No sabes nunca por dónde van a reventar. Estuvo a punto de levantarme la mano, te digo que estuvo a punto de soltarme una buena hostia.
—No tendría nada de extraordinario. Acabarás viéndote abofeteado por un obrero. ¡Dios, qué bochorno!
—Llevaba un barril de vino en el vientre como si tal cosa. ¿Qué te parece?
Guillermo meneó la cabeza. Tenía los párpados sudorosos y pesados. Se quitó el cigarrillo de la boca y soltó una voz ronca juntamente con el humo.
—Déjame decirte una cosa, Oscar. Toda esa historia conmovedora del mecánico y la loca menopáusica denuncia bien a las claras tu estado de decadencia. Muchacho, estás ya en la pendiente. Hazme caso: retírate. Eres un hermoso fracasado. Acabas de pasar a formar parte del Real Cuerpo Colegiado de Caballeros Hijosdenada de la Nobleza de Madrid, fundado por don Alfonso VI en el siglo XI. Felicidades —levantó los ojos a la camarera—. Nena, felicita a Oscar. Ya no es nada. Ahora puedes dedicarte a cronista de sociedad. ¿Quieres que vayamos a buscar a Palmi? Estará contenta de vemos.
—¿Me dejas hablar, Guillermo? Volveré a dedicarme a echar salivazos a la máquina si no puedo salirme con la mía.
—Chico, que me pones triste. Sí que lo siento. Escucha una cosa, aquí el dato definitivo es ese de la bofetada del obrero. ¡Muchacho! ¡A dónde has llegado! Ya te estoy viendo. Tú dedicando la juventud a intentar reconstruir un mundo para ellos, y luego, uno va y te hostia.
—No hubo ninguna bofetada.
—No te fíes de la prensa occidental. Está podrida.
—¡He dicho que me pareció ver que levantaba la mano!
—Bueno.
—Nada más que eso. Fue como si me hostiara, pero sin bofetada, ¿me oyes?
—Bueno. ¡Eres tan sensible! Sí que lo siento, chico. ¡Nena! A ver si pones algo ahí dentro para este amigo y para mí. Ahí, en los vasos, dónde va a ser. Sigue, hijo, te escucho.
Miguel aplastó la brasa del cigarrillo en el cenicero. Tenía la frente perlada de sudor, con un mechón de cabellos pajizos pegados a un lado. Al otro extremo de la barra había dos hombres y una muchacha comiendo rebanadas de pan untadas con tomate y dos bistecs. Las caras se esfumaban tras el vaho gris. De vez en cuando ella miraba a Dot y sonreía.
—No sé… —decía él—. Ahora tengo la impresión de que ella estuvo hablando durante mucho tiempo, toda la vida, ¿comprendes? Horas y horas y se levantaba y se ponía a pasear. La veo de espaldas a mí, con las pieles y luego vuelta a sentarse, siempre con su mirada errando bajo la dulzura de sus grandes y gelatinosos párpados.
—¡La vieja dromedaria sentimental! Oscar, te han fastidiado la noche.
—Ella no me oía. ¿De qué mentiras me habla, Oscar?, decía. Estaba encerrada en su mundo, aislada por completo —Guillermo cabeceaba. Miguel le puso el brazo sobre los hombros—. Sonreía como una beata, estaba en lo alto, definitivamente perdida… ¿Me escuchas, Guillermo?
—Cálmate, chico. Piensa que ya dejaste de ser Oscar: ahora es otro el que lleva el consultorio.
—Es igual. Ya está incapacitada para comprender la verdad; y en el supuesto que la adivinara de pronto, creo que se volvería loca. Claro está que la pobre ya nació tarada…
—Alto ahí —cortó Guillermo levantando una mano—. Querido estás cayendo en los tópicos del burguestón. Nadie nace tarado.
—Está bien, pero lo cierto es que, tarada o no, a esta mujer la hemos acabado de arreglar para siempre. Y yo he tomado parte.
—Me parece muy bien, te felicito. Hay alguien que siempre anda diciendo por ahí, en los periódicos, que hay que tomar parte en algo. Debe de tratarse de alguna tarea grandiosa. Bueno, mira, te propongo una cosa para hacer que estas paredes se estén quietas de una puñetera vez. Vamos al «Río» a buscar a Palmita… Pero es temprano todavía. ¿Has cenado?
—No.
—Pues cenemos. ¿Qué te apetece?
—Me da lo mismo.
—¡Conchi! Prepáranos unas tostadas con mantequilla y un par de bistecs, ¿quieres, guapa?, y trae tinto.
—Él olía a vino, a pobre y a muelas podridas.
—No tiene nada de particular. Está todavía a tiempo de regenerarse. Es lo bueno que tiene la música del viejo burguestón, que permite que cualquier hijo de vecino, si es inteligente y trabajador, se eleve por encima de su clase.
—Esto también es verdad, sí, señor. Guillermo, mira, estoy muy triste esta noche por más que beba. Te voy a proponer una cosa, puesto que echo de menos a Lavinia, y está tan lejos… Si eres un amigo, ruégale a Palmita que me haga compañía esta noche.
—Perdona, chico, pero la quiero. ¡Perdona, eh!
—Te lo agradecería toda la vida.
—Sí que lo siento. Pero la quiero, ya me perdonarás. Y, además, no sé si ella…
—Lo comprendo. No se hable más del asunto.
Comieron inmóviles, acodados en la barra, como embobados, con las turbias miradas colgando al frente y masticando despacio. Luego encendieron cigarrillos, con dificultad. Miguel despegó las manos de la barra repentinamente, como si se hubiese quemado.
—Bueno, vámonos de aquí. No quiero hablar más de nada.
—Ni yo —dijo Guillermo apurando su vaso de vino—. El amigo Kierkegaard hablaba ya de esa desdichada charlatanería que acaba por estropear a hombres magníficamente dotados. Yo podría ser uno de ellos. Y tú no te dejes aplatanar. Al fin y al cabo, a los tipos como nosotros siempre nos queda el fuerte temperamento sexual, que es un consuelo. Anda, vámonos.
—Con cuidado…
—Apóyate en mí, venga.
—Está bien. Tira, hombre, tira…
El taxi les dejó frente a la sala de fiestas, tambaleantes y en peor estado. Miguel se recostó en el tronco de un plátano y apoyó las manos en las rodillas. La noche era cálida y estrellada y exhalaba un pesado silencio.
—¿Quieres que te diga una cosa, Guillermo? Soy un cabrón y fracasado, eso es lo que soy.
Se desprendió torpemente de la americana. Estaba empapado de sudor. De un tirón se bajó el nudo de la corbata hasta la mitad del pecho. Guillermo le puso una mano en el hombro apoyándose en él.
—Ahora saldrá Palmi. Es mejor que no entremos, ¿sabes?
—¡Mira cómo estoy!
—Empiezas a saber vivir, Oscar.
—Me avergüenzo de mí mismo.
—Eres tonto, eres tonto…
Permanecieron así mucho rato, inconscientes. El portero del local les observaba con atención. Cerca de las cuatro empezaron a llegar taxis vacíos y se quedaron arrimados a la acera, delante de la puerta. El portero se puso a charlar con los chóferes.
—Mira esto, tú.
—La llevan de campeonato.
—Hace media hora que están así, sosteniéndose el uno en el otro. Al moreno le conozco: es amigo de Palmita.
—Lástima de trajes.
—Señoritos de mierda.
—Es la vida.
Cuando empezaron a salir las chicas, Guillermo levantó la cabeza y sacudió a Miguel. Palmita salió como una tromba. Llevaba un vestido de faralaes rojo colgado al brazo. Al verles se paró en seco, atónita. Corrió hasta donde estaba la americana de Miguel, en el suelo, y la recogió.
—Dios mío, locos. ¿Qué hacéis aquí?
—Te hemos esperado, Palmita. Te necesitamos.
—¡Claro! ¡No faltaba más! Pero a la camita en seguida.
—Eso a la camita —dijo Guillermo.
Llevaba un buen trozo de camisa fuera del pantalón. Abrió los brazos, en alto y encorvado, y rodeó la cabeza de Palmita. Ella le dio un empujón.
—¡Basta de tonterías! ¡Dios mío, qué gente, no tiene delito ni nada! A casa, volando —le puso como pudo la americana a Miguel y luego se volvió llamando al portero—: ¡Luis…! Luis, simpático, ¿quieres ayudarme a meterlos en un taxi?
—Voy. Estás arreglada.
—¡Figúrate!
—Éste —rezongó Guillermo dejándose conducir— está peor que yo. Primero él.
Palmita y el portero les metieron de cabeza en el taxi. Fuera asomó una mano de Guillermo, se cerró fuertemente en la muñeca de ella y le dio un violento tirón. Palmita penetró en el coche como si un viento la chupara, con las piernas al aire, y fue a parar en medio de los dos. Guillermo empezó a cubrirla de besos.
—¡Quieto! Primero dejaremos a Miguel en su casa; está que se cae. Luego me ocuparé de ti —se inclinó hacia el chófer—. Mayor de Gracia, de prisa.
—No queremos ir a dormir. Yo por lo menos.
—Estás fresco. ¡Si no te tienes en pie! Ven, deja que te ponga la camisa dentro del pantalón, por lo menos —se volvió a Miguel—. Y a ti, ¿no te da vergüenza?
—Se le cae la cara, ¿no lo ves? —dijo Guillermo—. Deja en paz al chico. Esta noche vuelve a ser un hombre.
Miguel estaba inclinado hacia adelante, la cabeza baja, los antebrazos en las rodillas y las manos colgándole inertes.
—Te queremos mucho, Palmita —dijo.
—¡Que sí, Miguel!
En las revueltas, Guillermo se abrazaba a ella cerrando los ojos y conteniendo la náusea. Luego intentó levantarle las faldas.
—¡Sotito, por favor!
—Déjame verlas. Tengo absoluta necesidad de verlas esta noche… Deberías comprenderlo. Tú mereces más suerte en la vida, pequeña, poder sentarte también en aquella orilla a tomar el sol como ellas, sin miedo y sin pecado… —Echó la cabeza para atrás—. ¡Ah, maravilloso río! ¡Viejo, querido y maravilloso río de la juventud! Adiós para siempre. Desde el fondo del misterio ibérico, para siempre adiós…
—¡Señor, señor!, ¿qué hay que hacer con este hombre? Estoy cansadísima, cariño. Tengo los pies deshechos y me duele terriblemente la cabeza. Así que a dormir prontito y mañana será otro día.
—Otro día, otra vez otro día… —decía Miguel.
Guillermo frotó los labios en los cabellos de Palmita. Ella le cogió la cabeza con las manos.
—Vida mía, ¡cómo estás! Te me vas a morir de debilidad, no comes nada.
Le besó largamente en la boca. Al otro lado del cristal pasaron en veloz carrera las sillas patas arriba de la terraza del Café Vienés. Bajo los plátanos frondosos del paseo central yacían tranquilamente los jardines y el surtidor que ahora no funcionaba. El taxi se detuvo un poco más arriba. Ella les ayudó a bajar. Guillermo estaba recuperándose rápidamente. Palmita pagó al chófer, y luego, dejándose rodear los hombros por ellos dos y siguiendo las eses que trazaban, fue tirando de ellos hacia el callejón.
—Miguel, la llave… ¡Haz algo, Sotito!
En la escalera, Guillermo intentaba encender cerillas. Subían dos escalones y bajaban cuatro, de golpe, abrazados los tres. Ella perdió un zapato y se le rompió un tirante del vestido.
—¡Nunca más, lo oyes bien, nunca más! —dijo blandiendo el zapato con la mano—. De ahora en adelante te pasarás las noches sentado en un rincón de «Río», quietecito y formal, esperando que yo termine. Ya no puedo ni fiarme de Miguel, tan buen chico como parecía… ¡Vamos, arriba!
—Chitón, que la dueña te va a oír —dijo Guillermo—. Ya llegamos. Cógele del otro brazo. Yo abriré.
El cuarto apestaba a colillas mal apagadas. Palmita abrió la ventana. Luego, con la ayuda de Guillermo, desnudó a Miguel y lo metió en la cama. Le subió la sábana hasta el cuello y se incorporó, mirándole con la cabeza ladeada. Dejó escapar un suspiro. Sostenía con una mano el tirante roto de su vestido. El perfil de Miguel se recortaba limpiamente sobre la blanca almohada.
—Qué guapo es, ¿verdad?
—Bueno, no está mal. Es amigo mío…
—No comprendo por qué no tiene más suerte este chico.
—Es un elemento indeterminado, medio subversivo y medio bolchevique. Tiene la suerte que merece. ¿Te gustaría acostarte con él? ¿Te gustaría ser poseída por un elemento indeterminado?
—Calla. Me gustaría cuidarle, alguna vez. No sé. Parece un angelito ahora, fíjate. Qué cabellos tiene, y qué frente. Y qué boca.
—Palmi, ¿quieres acostarte con él?
La abrazó por la espalda, cruzando las manos sobre su pecho. Ella inclinó la cabeza y le besó los dedos.
—Cómo podría. Anda vamos. Ahora te toca a ti desaparecer. Yo apagaré la luz.
Él se revolvió en la cama, gimiendo. Se dio la vuelta, abrazó la almohada y metió la cabeza debajo. Su espalda quedó descubierta. Ellos estaban en el umbral, mirándole, Guillermo con la mano en la llave de la luz. Cuando le vieron quieto apagaron y cerraron la puerta. Él aún pudo oírles bajando la escalera. Después se hundió en un sueño profundo llevándose consigo brazadas de lirios tronchados, la voz de Palmita y la imagen de Lavinia corriendo por la playa.