V

Lavinia Quero se despertó bruscamente. Estaba echada de lado, bajo la sábana, y notaba en la espalda el calor del cuerpo de Arturo, que se apretaba a ella sin dureza pero con la húmeda y molesta porfía de una lapa que busca encajar sus carnes en la forma de la roca. Respiraba fuertemente por la nariz. Lavinia cerró los ojos y no dijo nada, no hizo ningún movimiento. Después dejó escapar un largo suspiro, como si estuviese dormida, y se agitó. Él rozó su cadera con la mano, la dejó un rato allí apretando los cinco dedos con un temblor, la llevó luego hasta el vientre de ella y presionó suavemente repetidas veces con un ritmo penoso. El otro brazo debía de tenerlo doblado y muy encogido, porque ella notaba la mano cogida a su nuca como una fría tenaza Volvió a simular una inquietud repentina en el sueño y se despegó suavemente de él deslizando el cuerpo hacia un extremo del lecho. Oyó su voz susurrando algo y se mantuvo inmóvil, con los ojos abiertos, dándole la espalda, hasta que no le oyó moverse más.

Él lo había intentado ya una vez, en seguida de acostarse. Aún llovía. Lavinia se mordió los labios. Sintió de repente una pena infinita y una impresión de frío, de vacío y de soledad. Después, el rumor de la lluvia aumentó de tal modo que parecía que la ciudad entera estuviese exhalando vapor. Se dio cuenta de que estaba terriblemente desvelada y empezó a temer que ya no consiguiera dormir en todo lo que le quedaba de noche, y, mucho después de que Arturo se durmiera otra vez —o al menos así lo creía ella—, yacía despierta, despegada de él, desnuda y sola y escuchando el ruido de la lluvia al otro lado de la ventana. El viento, de vez en cuando, arrojaba bruscamente la lluvia contra los cristales como si fuese un puñado de arena.

No conseguía olvidarse de todas las cosas inútiles que se había visto obligada a atender y hacer durante el día con el matrimonio de Madrid y el suizo de cara embobada y llena de pecas, huéspedes a pesar suyo durante más de lo que ella había calculado, y cuyos semblantes atentos y frases sueltas giraban ahora en torno a su cabeza como una espesa neblina. Se veía aún a sí misma en el salón, de pie, en la mano la copa de jerez vacía y sin atreverse a volverla a llenar aunque se moría de ganas, contestando lo más digna y amablemente que podía a las imposibles preguntas de la señora de Jiménez acerca de la emocionante final a dieciocho hoyos del «American Trophy» en el campo de golf del Prat. Aquella misma tarde, Arturo había regresado de un viaje a Ginebra, de donde se había traído a un suizo sonrosado y torpón que al principio a ella le pareció una muchacha disfrazada, y que al parecer negociaba en corcho —algo de eso le había dicho Arturo mientras se bebía la segunda copa de jerez, y que era cliente importante y no había que hacer tonterías—. Estaba de paso para Madrid, de donde, a su vez, había llegado un representante de Industrias Corcheras Ibar, S. A., con su esposa, una mujer delgada que, sin embargo, tenía unas piernas gordísimas y lucía unas rodillas enormes y expresivas como risueñas caritas de niños con hoyuelos. Estaba sentada todo el rato. Era joven, pero había un aire de vieja cachonda y ladina en la pesadez de sus gestos, en su mano de dedos gruesos y blandos recorriéndose las rodillas y la cadera, en su sonreír continuo con los dientes apretados. A Lavinia le daba un ataque cuando la oía hablar, pero ella era de esas mujeres que flotan sin enterarse de nada. Cuando, con una parrafada difícil e interminable, el suizo se disculpó por llevarse a los caballeros al saloncito para hablar de negocios, Lavinia le observó detenidamente con sus grandes ojos oscuros que el jerez había punteado alegremente con dos lucecitas; había algo en el rostro del suizo que le producía una invencible repugnancia. Se enteró entonces, aunque a ella no le interesaba en absoluto, que el señor Knobel estaba en España para ofrecer un nuevo sistema de fabricación que iba a revolucionar la industria del plástico. Cuando se quedaron solas las dos mujeres, la señora de Jiménez no quiso beber, porque el alcohol engorda, según ella, dejando las mejillas fláccidas, y luego manifestó que su marido había venido para asistir a una importante reunión y de paso para recibir también al señor Knobel.

—De modo que me he dicho: es una ocasión espléndida para visitar Barcelona y saludar de nuevo al simpático matrimonio Salvatierra. Y de paso —añadió con una sonrisita de inteligencia— saber si por fin habrá bautizo…

Lavinia le dijo en el acto pues que no, querida, ni hablar del peluquín, y, como ya llevaba dentro un par de copitas de más, seguidamente se las ingenió para hacer rabiar un poco a la buena mujer hablándole largamente de la última novedad en pantalones femeninos, hasta el punto que la dejó un momento y regresó con unos pantalones amarillos en la mano, explicándole con todo detalle cómo le ceñían espléndidamente los sitios del cuerpo que justo ella quería que la otra imaginara ceñidos. La señora de Jiménez sonreía extrañamente y asentía con leves movimientos de cabeza. Habría llegado a aterrarse de verdad de no ser por la llegada de los hombres.

Al día siguiente o al otro irían con Arturo en su coche a ver los alcornoques cerca de Santa Coloma de Farnés, pero ella había pensado ya una excusa. Por la noche, Arturo les llevó a cenar a un restaurante típico, tomaron café en un bar cercano a la catedral y después pasearon por el barrio gótico, deteniéndose a mirar en los escaparates de los anticuarios y riendo discretamente al verse apilados sobre las diminutas aceras cada vez que pasaba un coche. Lavinia, de pronto, se colgó del brazo de Arturo y dijo cuánto le encantaría tener una bonita tienda de antigüedades y de cacharritos raros en Sitges. El señor Jiménez opinó que era una gran idea y que eso daba dinero con sólo tener un poco de buen gusto.

—En ella siempre fue una manía —dijo Arturo.

—De todos modos me lo prometiste —insistió ella—. Me prometiste una tienda…

El suizo se empeñó en ir al barrio chino. Las calles estaban mojadas, había lloviznado mientras ellos cenaban, y la señora de Jiménez, junto a Lavinia, pisando el asfalto despacio y atentamente con sus piececitos inflados, arrugando la nariz cuando olía mal, opinó sonriendo que, la verdad, aquel barrio era encantador pero algo incómodo y desde luego muy sucio. Lavinia no tenía el menor orgullo ciudadano ni por supuesto se le habría ocurrido jamás romper una lanza en favor de lo catalán, pero el caso es que le daba tres patadas todo lo que decía la señora de Jiménez, así que respondió que lo bueno era recorrer aquellas calles con una gran borrachera y la cabeza apoyada en el hombro de un chico guapo, meterse en líos y… Pero se contuvo a tiempo y dijo: —Por supuesto, querida, lo digo solamente para hacer rabiar un poco a nuestros maridos…

—Ah —hizo la otra. El señor Jiménez rompió a reír estrepitosamente y Arturo dijo algo que no se le entendió.

—Amigo Salvatierra, su esposa es sensacional —dijo el madrileño. Era una hombre moreno, alto, de cabellos rizados, y caminaba exhibiendo un gran pechugón y moviendo los brazos como remos—. ¡Eso ha estado bueno, sí señor! ¿Y si bebiéramos algo?

—Ella es así —dijo Arturo.

A partir de entonces, la señora de Jiménez decidió armarse de una risita de conejo que disparaba después de cualquier cosa que decía Lavinia. Las calles estaban llenas de hombres que caminaban despacio y se miraban unos a otros la cara como esperando algo, y los coches eran una molestia. Durante mucho rato nadie volvió a hablar de beber algo o meterse en algún sitio en vez de estar deambulando como pueblerinos en una noche de sábado, y Lavinia empezó a ponerse de mal humor con aquel tiempo que amenazaba lluvia y las calles resbaladizas y aquel monstruoso enanito de piernas de madera que no acababa nunca de decidirse a tomar unas manzanillas en honor del suizo.

Aquello, ahora, estaba compuesto de un limpio mosaico de colores, flores, farolillos, humo de tabaco, mesitas y sillas de madera blanca labrada y un bailarín marica, diminuto y quebradizo, con un chaleco azul celeste. No había casi nadie, pero en seguida se movilizó el servicio y les cantaron y bailaron unas sevillanas. Había una vieja andaluza mofletuda, grasienta y redonda y verde como un botijo esmaltado que no hacía más que acariciar la pequeña mandíbula sudorosa y fina del bailarín. El señor Jiménez estaba de muy buen humor y despachó tres copas de manzanilla en poco rato. El suizo sonreía con los párpados entornados y se le derramaba el vino cuando acercaba la copa a los labios. De pronto, los labios del suizo eran rotundos como los de una mujer y Lavinia tuvo miedo de empezar a beber demasiado otra vez y optó por escandalizar a la señora Jiménez hablando con el marica, que se cimbreaba como una muñeca de serrín vacía dentro de su chaleco color cielo y sus pantaloncitos blancos rígidos y bien planchados. Flotaba un olor a tarros de aceitunas abiertos, a claveles pasados y a colillas de puro.

—¡Qué gente! —empezó la señora Jiménez. Su marido se volvió hacia Arturo y le puso una mano en el hombro.

—Bueno —dijo—, supongo que siempre nos quedará media horita para dedicarla a nuestros asuntos, ¿verdad, Salvatierra? En realidad, teniendo en cuenta la expansión de nuestro mercado y el de ustedes, la fusión es absolutamente necesaria para que cuaje la idea de Knobel… ¿No lo ve usted así, Salvatierra?

—Lo he pensado mucho. De momento me interesa que vean ustedes el foco alcornocal de Santa Coloma. Mañana mismo.

—Mira, no —dijo Lavinia—, eso sí que no, Arturo. Ya me estás dejando en paz al amigo Carlos y haz el favor de atender como es debido a su señora…

Pero la señora de Jiménez no quiso que volvieran a llenarle la copa de manzanilla, chilló y pataleó muy complacida derritiéndose con las galanterías de Arturo y luego dijo que, en fin, una y basta por el amor de Dios, y bien podríamos ahora mostrarle al señor Knobel un local más fino donde el folklore nacional estuviera en mejores manos. Una buena sala de fiestas sin malos olores, por ejemplo. Lavinia rodeó el cuello de Arturo con los brazos, le miró sonriendo a los ojos y dijo: «Es lo mejor para empezar ciertas noches, ¿verdad, cariño?». Arturo se ruborizó y le dijo que no hiciera tonterías.

—Es una niña, ya lo ven —añadió.

Como no se habían traído el coche, tomaron un taxi y Arturo se sentó junto al chófer. «Vaya, vaya, pues no lo pasan divertido ni nada esta gente de Barcelona», decía el señor Jiménez.

Una muchacha con las piernas enfundadas en mallas rojizas se retiraba de la pista cuando ellos entraron. La vieron de espaldas, moviendo con dureza sus nalgas prietas y agitando la cabeza, yéndose con el estruendoso y largo acorde final del quinteto y sin aplausos de nadie. En el instante de sentarse a la mesa, Lavinia y Arturo descubrieron con sorpresa a Guillermo Soto con una chica, en la barra. Miguel Dot estaba a su lado, medio oculto por una columna de espejos y apoyando el brazo en el hombro de Guillermo. En la mano tenía un vaso de ginebra que amenazaba derramarse en la nuca del otro. Estaban borrachos. Saludaron, Lavinia les devolvió el saludo con la mano en alto, pero Arturo hizo como que no les veía, se sentó muy serio entre el suizo y el señor Jiménez y los tres empezaron a hablar de asuntos relacionados con el plástico y el corcho, aunque sin mucho entusiasmo.

—A lo positivo —dijo el señor Jiménez, disimulando un eructo, ahogándolo con gran habilidad—, y lo positivo, lo que ofrece más garantías, es el contrachapado de las botellas. En eso el mercado podría ser inmenso si unimos las dos firmas. Lo contrario es perder el tiempo; usted lo sabe perfectamente. El sistema de Knobel es perfecto, pero ni nosotros ni ustedes podemos ponerlo en práctica, porque el mercado es insuficiente. Si cada cual tira por su cuenta, no haremos nada, Salvatierra. La fusión se hace necesaria: así lo veo yo.

Se volvió hacia su mujer, como temiendo alguna observación acerca de lo inoportuno del tema, pero la vio absorta contemplando el espectáculo.

—Ya —dijo Arturo—. No crea usted que no he pensado en todo eso…

—Bueno, y no se trata —empezó el suizo, deletreando con dificultad— de que una firma absorba a la otra, usted comprende, sino de una fusión estudiada al detalle. Piense usted además en las muchas aplicaciones que permite el sistema.

A Lavinia no se le ocurría nada que decir porque no sabía de qué estaban hablando; se limitaba a permanecer sentada con las rodillas cruzadas y a mirar a Miguel, a aquella muchacha morena que apretaba la mejilla al pecho de Guillermo, el espectáculo, las luces y el rostro de los camareros. Notó los ojos de Miguel acariciándole la nuca y el perfil en dos o tres ocasiones, y entonces se erguía en la silla y dejaba la espalda rígida. Finalmente se acercó un poco más a la señora de Jiménez. Habían pedido champaña: el suizo se empeñó en ello. Lavinia dirigió una fugaz mirada de reproche a Arturo; aquello de no querer saludar a los amigos no tenía ninguna gracia. Con la barbilla en alto, olímpicamente, se desprendió de la chaquetilla roja que hacía juego con el vestido y descubrió la espléndida espalda y los hombros desnudos, donde unos cordoncitos rosados se apretaban a la piel morena desde los senos hasta la cintura, cruzándose. Notó a su lado la extraña sonrisa de la señora de Jiménez y una furtiva mirada del suizo. Aquello se estaba poniendo divertido.

—Es curioso lo bien que le sienta ese color, querida —dijo la señora de Jiménez.

—Oh, afortunadamente tengo una piel que luce el sol —contestó ella, aunque había entendido perfectamente que la otra se refería al color del vestido. Tenía unas ganas enormes de ir a charlar un poco con Miguel y Guillermo. Ahora, en la pista, taconeaban dos grotescas mujeres de mejillas tembleteantes y caderas muy anchas, vestidas de señorito andaluz. Casi todas las mesas estaban vacías, el espectáculo era infame y el único sito que parecía algo animado era la barra del bar. Se oía la risa ronca de Guillermo, que tenía a la muchacha cogida por la cintura mientras escuchaba algo que le estaba contando Miguel, ahora recostado de espaldas a la barra.

A su lado, la señora de Jiménez se bebió un sorbo de champaña, carraspeó, se acomodó en la silla y empezó a hablar de lo guapo y joven que había encontrado a Arturo y de que, ¡hay que ver!, qué admirables eran esos laboriosos catalanes que a los treinta y tantos años ya son presidentes de no sé cuántos consejos de administración y llevan las riendas de docenas de negocios importantes. Claro que, añadió con aire compungido, en Arturo se había dado la triste circunstancia de la muerte repentina de su padre, y era lógico que siendo hijo único y tan formal no hubiese tenido más remedio que hacerse cargo de todo. Lavinia creyó ver una ironía en eso y contestó que, en realidad, Arturo, el muy tonto, hacía ya años que era el virtual director y organizador de todo, puesto que el cerebro y la ambición del viejo se habían parado ya mucho antes de estirar la pata.

—Chocheaba que era un horror —añadió.

—¿De veras?

La señora de Jiménez soltó su risita de conejo, bebió otro sorbo de champaña y dijo que, efectivamente, en los catalanes era en quienes veía más firme esa preciosa virtud de la laboriosidad y la eficacia —después de los alemanes, claro está— y que ya el padre de Arturo que en gloria esté había sido así y que de tal palo tal astilla, etcétera… Lavinia ya no podía más, cuando de repente se le ocurrió que podía ir al lavabo a retocar sus labios.

—Disculpe. En seguida vuelvo.

Al regresar a la mesa se encontró con la agradable sorpresa de la señora Jiménez y el suizo bailando. Formaban una pareja inaudita: Knobel daba nerviosos saltitos y se encogía como si fuese de goma, y ella permanecía estática, rígida y sonriente. Lavinia, sin pensarlo un segundo más —le había ya parecido notar en Jiménez una mirada que era el preludio de una invitación a bailar—, se levantó de nuevo bruscamente y dijo:

—Dispensad un momento.

Y se fue a saludar a Miguel y a Guillermo. Al volver la espalda notó que Arturo le lanzaba una mirada fría y escrutadora.

Arturo la estuvo mirando mientras se alejaba en dirección a la barra del bar. Vista desde allí, mientras ella movía despacio su espléndido cuerpo en medio de las mesas, rodeada de una atmósfera que le era extraña, su espalda desnuda y tersa recogiendo reflejos a liados y rojos, Arturo no pudo por menos de preguntar oscuramente hasta qué punto aquella mujer le era infiel. La voz de Jiménez vino a alejar aquellas reflexiones:

—¿Quiénes son ésos?

—Siempre están ahí.

—Parecen muy jóvenes —opinó Jiménez.

—Tienen la edad de mi mujer, solían pasar los veranos juntos en Sitges con sus padres y creo que formaban una colonia de lo más aburrido… Yo conocí a Lavinia un poco más tarde, en la finca de Sagnier.

—«Transportes Suburbanos».

—El mismo.

Estuvieron un rato callados, picoteando en las copas de champaña. Luego Jiménez dijo:

—Creo que se están divirtiendo mucho.

—Beben como mulas. Nunca he comprendido qué diversión es ésa.

En la barra, Lavinia tendía la mano a Guillermo, que la llevó a sus labios afectando un aire digno.

—Eres la mujer más escandalosamente cachonda que he conocido. Quédate un rato con nosotros y bebe algo. Llevas un vestido precioso. Ésta es Palmita…

—Hola.

—Hola.

—Ya veo que os divertís mucho. A mí me va a dar un ataque con esa gente. Miguel, cielo… Dame la mano, hombre.

Ellos bebían ginebra con agua. Se estaba bien allí, Miguel la miraba con unos ojos cariñosos y tristes, Guillermo estaba simpatiquísimo y decía cosas divertidas, la chica era joven, parecía algo mareada y estaba realmente encantadora con la cabeza reclinada sobre el pecho de Guillermo. «Me he escapado de Tamariu, es un secreto», decía él. La hicieron reír mucho cuando empezaron a explicarle un extraño proyecto que tenían para salvarse todos y salvar de paso al país, un plan secreto cuyos detalles iban a ultimar ahora con ella, si no tenía inconveniente. Le pusieron en las manos un vaso de gin-tonic lleno hasta los bordes y brindaron por muchas cosas. Estaban completamente borrachos. El plan consistía nada menos, oye, qué genial, en secuestrar al equipo entero del Real Madrid con directivos y masajista y todo, sería una campanada con resonancia universal, y se había acordado hacerlo durante alguno de sus más sonados desplazamientos al extranjero y que pasados cuatro días se les soltaría sin haberles hecho el menor daño. Miguel opinó que a Di Stéfano, sin embargo, se le podría pinchar un poco en los preciosos muslos por ser el que ha ganado más millones. Lavinia replicó a eso diciendo que podría resultar contraproducente puesto que el pueblo adora más los muslos de Di Stéfano que los de Brigitte Bardot —Palmi la interrumpió para decir que eso se debía a que las piernas de la Bardot aún eran prácticamente desconocidas por el pueblo español—, y que, en general, el proyecto le parecía muy poco eficaz porque la masa obrera no sobreviviría a la desaparición de su Pentacampeón, aunque sólo fuese por cuatro días, y que entonces la opinión pública estaría en contra nuestra. Dijo que, en fin, lo mejor sería secuestrar deportistas menos mimados por la masa, como esquiadores o nadadores, y Guillermo replicó que no parecía mala idea pero que tenía el inconveniente de la poca resonancia que iba a tener, puesto que estos deportistas no gozaban de fama universal como el Real Madrid. Lavinia, apretada en medio de ellos, acalorada, con el vaso en alto, insistió en que el plan tenía fallos psicológicos, y ya no hablemos de la dificultad física que representa mantener a raya a tanta gente y darle de comer y buscar alojamiento y toda la pesca. Miguel se irguió en el taburete, golpeó el mostrador con el puño y chilló que, demonio de chica, no seas aguafiestas nena y yo sólo necesito cinco hombres con riñones y nada que la cosa está hecha. Guillermo le estrechó la mano, dijo «así se habla» y seguidamente estrujó a Palmita en su pecho.

Lavinia se rió tanto que llegaron a dolerle las mandíbulas. Echaba el vientre hacia adelante dejando que rozara las rodillas de Miguel, que seguía sentado en el taburete de espaldas a la barra y quería decirle algo con los ojos. Se volvió para mirar hacia la mesa de Arturo y le vio charlando animadamente con los otros. Miguel le puso una mano en el hombro y ella giró en redondo, despacio, dejando que la mano de él se deslizara por su espalda desnuda. Aquella música que daban le gustaba. Nadie bailaba. Guillermo le estaba pidiendo algo al barman. Ella se sorprendió de pronto diciéndole a Miguel que se acordaba mucho de sus ojos azules y de sus manos y de su voz. Él cerró las rodillas apretando sus caderas. «Te necesito, no sé qué haría sin ti» dijo Miguel, y ella entonces sonrió con malicia, se dio media vuelta al tiempo que le tiraba de la oreja y se alejó hacia el lavabo.

Tropezó con Miguel en la misma puerta, al salir. En el pasillo sólo se veía a la mujer del guardarropa que asomaba con un libro en las manos.

—Miguel, no seas loco…

—¿Qué le pasa a Arturo? No empezará a creer…

Ella le puso un dedo en los labios.

—Has bebido mucho y me das miedo.

—No sabes cuánto he trabajado.

—Por Dios, Miguel, no seas crío. Pueden vernos. Oye, tengo buenas noticias…

Miguel recostó la espalda en la puerta, sin soltar la cintura de ella, que no ofreció resistencia.

—Oh, eres…, eres… Te estoy diciendo que hay buenas noticias.

Pero él no hacía más que decir: —He trabajado como una bestia. En cinco días no he salido de aquella sucia habitación más que para comer. ¿Se le puede pedir más a un hombre?

Ella se dejó dar un beso muy breve, le dijo que estaba loca por él y luego consiguió explicarle lo de la tienda de antigüedades en Sitges.

—Creo que, si insisto, lo conseguiré. Además, yo valgo mucho para los negocios, no me conoces en ese aspecto, y una vez lo tenga en marcha haremos la revista. ¡Será estupendo! Arturo no se meterá para nada, tiene bastantes preocupaciones…

No pareció que Miguel se entusiasmara con la noticia. Debía de ser porque estaba bebido. «Ya vale; es una tontería lo que hacemos», dijo, y volvió a besarle rápidamente, le tiró de la oreja y le dejó.

—Te llamaré pronto.

Al regresar a la mesa se disculpó, se sentó, dejando el borde de la falda bastante por encima de las rodillas, suspiró, empezó a abanicarse con la mano.

—Unos amigos —aclaró luego a la señora de Jiménez—. Son la mar de divertidos. Hace calor, ¿eh? Vaya, vaya, ya la he visto a usted bailar.

La señora de Jiménez se rió a su modo y dijo: «Yo también la he visto, querida». Los hombres volvían a hablar del corcho y Arturo decía que mañana les acompañaría a ver la fábrica. De pronto lo dejaron y entonces ella bailó un baile que le pareció interminable e incómodo con el señor Jiménez. No había manera de encajar con aquel corpachón de gorila perfumado. Después bailó con Arturo. Arturo bailaba muy bien y fue como un descanso; pero hacia el final empezó a apretarla con fuerza y a ponerse rígido y pesado. Notaba su aliento en la mejilla y su mano deslizándose arriba y abajo en su espalda, hasta que descubrió con sorpresa que se había puesto bruto. Soltó una risita divertida.

—Arturo, hijo…

—Ajá. Volveremos por aquí alguna noche, ¿te parece? Tú y yo solos. La verdad es que a veces pienso que sí, que efectivamente en esta vida se pierde uno muchos ratos buenos. De todos modos tendré que reñirte por habernos dejado solos tanto rato.

—Bueno —dijo ella—, lo que no me ha gustado nada es que no hayas querido saludar a Guillermo ni a Miguel. ¿Tan importante es no asustar a esa gente?

Él empezaba a respirar fatigosamente.

—Compréndelo. Dicen barbaridades todo el rato y están borrachos. En el fondo lo hago por ti, que por cierto hoy has soltado unas cuantas. Pero dejémoslo, no pienses en nada ahora. ¿No está mal esa música, eh?

Lavinia volvió a sonreír con la boca pegada en su hombro, abrazándole muy fuerte. Comprendió que aquella noche él lo intentaría de nuevo, se atormentaría de nuevo, y de repente sintió pena de Arturo. En los últimos compases, antes de que terminara el baile, se separó suavemente: «¿Nos sentamos?». Le cogió de la mano y regresaron a la mesa. El suizo y los madrileños les miraban sonriendo como beatas. El suizo había pedido unos refrescos a pesar de que nadie quería, y se puso a hablar con Arturo en voz baja. Lavinia, mientras el señor Jiménez le estaba hablando acerca de algo que no acababa de entender, les vio sonriéndose con los ojos y cuchicheando; observó los labios tersos y bien dibujados de Knobel, demasiado rojos para un rostro tan pálido, sus largas pestañas rojizas, y comprendió ahora qué era lo que le desagradaba de él. Miró un instante a Arturo con una leve tristeza en los ojos, y luego siguió contemplando a la orquesta. El señor Jiménez había terminado de contarle aquello.

Se sentía cansada y estaba pensando en proponer la retirada, cuando la señora de Jiménez le manifestó de nuevo su admiración por el buen porte y la distinción de Arturo, y, en general, por esos maridos catalanes tan serios, laboriosos y formales que le hacían pensar siempre en el viejo Salvatierra, que en gloria esté, que ése sí que había sido un hombre ejemplar, un hombre de su casa, trabajador y enamorado de su mujer, y que, realmente, viendo a Arturo se podía decir aquello de tal palo tal astilla, etc… Lavinia no estaba dispuesta a soportar ya más y dijo con una sonrisa forzada que ella, que era de origen canario, había tardado bastante tiempo en comprender que la única virtud de los Salvatierra era su gran capacidad amatoria; y entonces aprovechó para arremeter contra la pretendida fidelidad conyugal del difunto suegro y coloso de la industria catalana diciendo que había tenido por lo menos media docena de fulanas, sí hija sí, que me muera aquí mismo, y que una de ellas le había durado diez años, diez, en una habitación del Ritz allá por los años cuarenta, a toda pensión y joyas y baños en la Costa Brava como correspondía a un buen industrial barcelonés, con lo cual había demostrado tener efectivamente una formalidad poco común. Después de unos segundos de silencio, la señora de Jiménez se rió, le dio un cariñoso golpecito en la rodilla y dijo:

—Qué divertida es usted.

A la hora de pagar se organizó una discusión estúpida y el señor Jiménez hizo una escena interminable con la cartera en la mano. Arturo no permitió que nadie pagase nada. Les acompañaron al hotel y fijaron hora para visitar la fábrica al día siguiente, antes de marchar a Santa Coloma de Farnés a ver los alcornoques; luego irían a Palamós para atender desde el mismo puerto algunos asuntos relacionados con la exportación.

Al meterse en la cama y quedar con los ojos fijos en el techo, Lavinia comprendió que, después de todo, no había bebido lo suficiente. Él lo había intentado ya una vez, en seguida de acostarse. Y ahora en su cabeza silbaba el vacío, largamente, mientras él sudaba y se lamentaba esforzándose en sus brazos, sin aliento, hablando solo, como un niño empeñado tercamente en jugar con la arena demasiado fina de una playa. Al final le vio ladearse y desistir, y le oyó murmurar como siempre: «Es que he bebido» con aquella tristeza en la voz. Ella se ladeó a su vez, con los ojos cerrados, y le dio la espalda. Por un instante vio iluminarse en la oscuridad el rostro tan bonito de aquella muchacha. Escuchaba el rumor de la lluvia en la ventana y le oía a él revolverse a su lado. Distinguía a través de la ventana la silueta borrosa de un tejado puntiagudo contra un cielo rojizo pálido.

Finalmente se durmió, prometiéndose llamar a Miguel en cuanto le fuera posible.

Guillermo Soto conducía la moto a noventa por las Rondas. Rodeándole la cintura con los brazos, la mejilla pegada al calor de su espalda, Palmita sonreía con los ojos cerrados al viento y a la llovizna helada. Se soltó de una mano, se frotó las narices y el rostro empapado, donde se le pegaban negros mechones de cabello, se bajó luego la falda sobre las rodillas y volvió a abrazarse a Guillermo con la cabeza baja. Parecía una criatura rendida, asustada de la noche que cruzaban a velocidad de vértigo por calles y plazas, sobre el asfalto reluciente como un espejo. La rueda trasera se deslizó dos o tres veces hacia un lado, y entonces le oía a él maldiciendo. Las frías agujas de la lluvia se clavaban en sus rodillas fuertemente apretadas. De repente, Guillermo detuvo la moto.

Los últimos autobuses rojos, penosamente ladeados hacia las aceras como sufriendo su enorme corpulencia, rodaban pesados y lentos bajo la fina lluvia y se oía un lejano rumor de tranvías al fondo de las calles, en lo oscuro, donde se hundían los cables temblando sobre los charcos de agua estremecida.

Guillermo se frotó la cara con las manos. No bajó de la moto. Cabeceaba sin poder dominar la náusea:

—Nos vamos a matar, María de la Palma Pérez.

—Sigue, que llueve. —Se apretó fuertemente a su espalda—. ¡Oh, Sotito, mira cómo nos estamos poniendo!

Él levantó el rostro a la lluvia, con los pies en tierra y las manos en el manillar.

—Que nos matamos, te digo. Espera. Déjame tomar conciencia de este mundo antes de dejarlo. —Suspiró—. Está bien. Está francamente bien. —Se volvió y con la mano acarició el rostro de ella—. Se está terminando mi huida de Tamariu, qué lástima.

—¡Oh, pero qué dices! ¡Anda, quiero irme a casa…!

—Un instante, por favor —y siguió pensativo, inerte bajo la lluvia—. Realmente, el poder es como un lecho enorme y seguro en el que todas las posturas son cómodas y bellas…

—¡Que vamos a pillar una pulmonía! Te estás volviendo muy desconsiderado conmigo. ¡Vamos, llévame aunque estés piripi y nos matemos!

—Bueno, te llevo a casa.

—Estoy muerta de cansancio…

—Eso es bueno.

De repente se sentía despejado, con la cabeza vacía y sonora igual que una campana. Ocurría siempre de repente, le quedaba sólo un ardor de orejas, y él lo sabía y se ponía triste. Dobló por el paseo de la Barceloneta y se adentró por la calle Atlántida. Paró frente a un solar en ruinas, bajo un farol, y Palmita saltó de la moto. Él le dio una palmada en el trasero. Mantuvo la cabeza gacha bajo la lluvia, completamente empapado, con los pies en un charco y los brazos tensos hacia el manillar. Palmita cruzaba la calle corriendo, pero de pronto se detuvo, volvió sobre sus pasos, besó rápidamente a Guillermo en la boca y después se alejó otra vez. «Buenas noches, Sotito».

Él la vio abrir la pequeña puerta de madera sin pintar, saludar con la mano, lanzarle otro beso y luego desaparecer. Entonces levantó los ojos a los balcones de la calle. Estaban cerrados. No había pescadores en camiseta, fumando, ni ropa blanca tendida en alambres de uno a otro balcón, como en el verano.

Regresó a casa. Se desnudó y se metió en la cama tiritando de frío. Ni siquiera buscó un pijama para ponerse. Bajo la ropa mojada, al pie del lecho, empezó a formarse un charquito de agua cuando él ya estaba dormido. Durmió como un tronco hasta las dos de la tarde del día siguiente, en que fue despertado por unas voces que llegaban desde el pasillo. Un sol limpio y amarillo se filtraba a través del gradulux y se oía el rodar de coches en la plaza Calvo Sotelo. Guillermo reconoció la voz de Mari, y cuando la vio entrar y quedarse parada con la mano en el pasador de la puerta, comprendió que venía con la vieja. Mari se dirigió con paso rápido y sin decir una palabra hacia la ventana y la abrió. Luego abrió el armario y estuvo revolviendo cosas.

La madre de Mari era una señora bajita de cara arrugada color de rosa, que siempre se tapaba la boca con un pañuelo lila. Llevaba un sombrerito con velo hasta los ojos.

—Bueno —dijo Guillermo asomando la cabeza fuera de la sábana—. Bueno, había terminado el plazo, ¿no? Yo había cumplido, ¿no? Nada me obligaba a quedarme.

Mari no dijo nada. Su madre, con el pañuelo apretado a la boca, avanzó unos pasos hacia el pie de la cama y miró la ropa de Guillermo tirada al suelo y el charquito de agua como si mirara una alimaña.

—Deja, mamá —dijo Mari—, yo lo pondré en orden.

—Eso, mamá —añadió Guillermo en tono no muy seguro—, nosotros lo haremos todo…

Entonces Mari se volvió a mirarle. Sus ojos estaban rojo de llanto o de rabia, o las dos cosas a la vez. Guillermo se levantó de la cama con expresión apenada. Entonces su suegra lanzó un gritito de pajarillo y se escurrió fuera del cuarto. Él se volvió a su mujer, que seguía empeñada en ordenar las cosas.

—María José…

—Luego hablaremos —cortó ella—. Por lo menos, si es que te queda un resto de dignidad, espera que mamá se haya ido.

Guillermo guardó absoluto silencio. Mientras se duchaba, se le ocurrió que realmente era un canalla y que hoy dedicaría todo el día a hacer feliz a Mari. Entre tanto, ella se las arregló para que su madre se fuera. Guillermo, envuelto en el batín, sin decir palabra, se empeñó en ayudarla a preparar la comida. La vieja sirvienta estaba pasando unos días en Tamariu y en la cocina todo estaba patas arriba. Guillermo encontró un bote de setas en conserva y se lo mostró a Mari sonriendo. Empezó a hacer monerías y a ella la situación se le hacía cada vez más violenta. Guillermo lo hacía todo al revés, y finalmente Mari explotó en una mezcla de Danto y de risa.

—Mari querida… —decía él, y la abrazó por la espalda, acariciándola largamente. Ella empezó a desgranar una larga letanía de quejas entre gemidos y con hipo, y no se la entendía—. Qué te he hecho yo… ¿Podrás perdonarme? ¿Qué te ha hecho ese imbécil de Guillermo, amor? ¿Qué te ha hecho?

La besó en la nuca y acarició su cuerpo hasta que la obligó a que se diera la vuelta. Desde hacía rato ella había dejado de Dorar, sólo gemía, sin saber exactamente por qué.

Después, al salir del dormitorio, ella adoptó, según era su costumbre, un aire de absoluta dignidad, y así comieron, el uno frente al otro, hablando de cosas triviales. La improvisada comida no resultó tan mala.

—Las setas están muy bien. Felicitémonos.

—No son las setas, querido, sino la salsa. Mamá me dio la receta.

—Ah.

—A propósito. Recuérdame que esta noche tenemos que ir a recoger a mamá a la Sala Augusta.

—Ah.

De pronto, Guillermo levantó la cabeza del plato.

—Oye —dijo—, ¿es donde dan ese recital de piano a beneficio de no sé qué?

—Sí. Mamá no ha faltado ningún año y le gusta contribuir algo. La pianista es francesa, esta vez; muy buena, creo.

—De modo que finalmente tu madre se ha salido con la suya. Se las has dado.

—¿A qué te refieres?

—A las cinco mil pesetas, qué va a ser. Muy bonito. Sabes que yo no tengo ni para gasolina y tú dale con los huerfanitos de tu madre…

—Por favor, no empecemos otra vez. A mamá le hace mucha ilusión; este donativo es la única alegría que se da. Desde que tuvo que renunciar a pedírselo a papá me propuse que ningún año le faltara.

—Muy espléndidas. Las dos, sí señor.

Pero cambió de táctica rápidamente. Estaba dispuesto a proporcionarle un día de felicidad completa, a su mujercita. Por la tarde la llevó al cine y luego la invitó a un helado en la terraza del «Milán». No era mucho, pero bastaba. Ella estaba ávida de vida de ciudad. El sitio le parecía encantador. El helado era exquisito. La gente era interesante. Guillermo estaba elegantísimo, debería ponerse más a menudo aquel conjunto de sport, el azul le sentaba. Era bonito comprobar que las mujeres le miraban sin que él se diera cuenta. —¿Celosa? —Oh, no cariño, de ningún modo. Hoy eres enteramente mío, y mañana y pasado mañana… —¿Eres feliz, nena? —Por favor, no me llames nena, sabes que no me gusta. Sí, amor, soy muy feliz. Este camarero, qué simpático, ¿verdad? —Verdad.

En efecto, él parecía sinceramente arrepentido; acaso no tardaría en cambiar de modo de ser para siempre. Poco antes de la hora de cenar, ella opinó que aquella noche lo mejor era ir tempranito a la cama. Él no dijo nada, estaba dispuesto a expiar hasta el final. Fueron a recoger a la madre de Mari. Durante el trayecto, en el coche, Guillermo concibió y planeó al detalle un golpe audaz. Al parar frente a la Sala Augusta, Mari consintió en esperarle en el coche para evitar encontrarse con algún conocido que la hiciera perder el tiempo, y él entró en busca de su suegra. El recital de piano había terminado minutos antes y la gente conversaba de pie, entre las sillas. Su suegra estaba aún sentada, muy cerca del piano, conversando animadamente con otras señoras. Junto a ellas, una puerta que comunicaba con una salita de estar; se veía un diván y un velador. Dentro había humo de cigarrillos, hombres pulcramente vestidos, más señoras, un adolescente rubio de aspecto espiritado e inquietante y dos jóvenes señoras sentadas tras la mesita y revolviendo papeles. Guillermo divisó también la espalda desnuda y rosada de la pianista francesa y su largo vestido blanco. «Recital Lucienne Godard. Obras de Lully, Couperin, D. Scarlatti, Rameau, Mozart (Fantaisie en ré mineur). Segunda parte: Bela Bartok (Suite en plein air)».

—¿Me permite, mamá? —Guillermo estaba ligera y respetuosamente inclinado. Luego se irguió—. Disculpen, señoras…

Ella se hizo a un lado con su yerno y le miró con furor. Guillermo se apresuró a decir, sonriendo con humildad:

—Mari y yo hemos hecho las paces. Está en el coche, esperándonos. Por favor, mamá, desearía que usted también me disculpara… —La buena mujer le miraba con desconfianza. Reparó en el sorprendente aspecto de su yerno. Había que reconocer que aquella americana azul le sentaba muy bien. Mientras, Guillermo ya había clavado los ojos en el bolso que ella apretaba a la altura de su estómago con las dos manos—. ¿De acuerdo, mamá? —le dio un beso en la sien—. Y ahora dígame una cosa. ¿Ha hecho ya entrega del donativo?

—Ahora mismo iba a hacerlo.

Él inclinó la cabeza.

—Si usted me lo permite, quisiera colaborar con algo, aunque humildemente… Lo tenía reservado para una fiestecita, pero esto se acabó. Es mejor que sea para esos pobres niños…

La mujer, después de pensar un momento, afirmó con la cabeza. Aquel desvergonzado parecía hablar en serio.

—Eso está bien, hijo, eso está bien.

—Pero tiene usted que prometerme que no se lo dirá a Mari. Quisiera que quedara entre usted y yo, mamá.

—Está bien, te lo prometo. —Le dio unos golpecitos en la mano—. Todo esto dice mucho en tu favor, hijo.

Se volvió en dirección a las señoras y les presentó a Guillermo.

—Mi yerno.

Él besó las manos pequeñas y mustias, la piel como de seda, de un modo impecable. Se mostró simpático y dijo algunas galanterías. Seguidamente se volvió hacia su suegra.

—Y ahora, mamá, si me lo permite… Mari nos está esperando en el coche. —Bajó la voz—. El sobre, por favor.

—Ah, ¿quieres juntarlo? Muy bien.

Abrió el bolso y le entregó un sobre blanco. Guillermo se llevó la mano al bolsillo al tiempo que, disculpándose con una sonrisa, se volvía de espaldas: no deseaba hacer ostentación de su donativo:

—Disculpen.

Maniobró con una rapidez extraordinaria, aunque en verdad no era necesario. Se quedó con tres billetes de mil. Luego se volvió a ellas.

—Bien, ahí tiene, mamá. Lamento mucho que tengamos que irnos tan pronto, pero Mari nos espera. Estas señoras sabrán perdonarnos —añadió con una sonrisa.

—No faltaba más, joven.

—Hasta pronto.

—Buenas noches.

De nuevo las manitas arrugadas y rosadas bajo la nariz, un suave perfume de vejez y de bondad. «Buenas noches». Ofreciéndole el brazo, acompañó a su suegra a entregar el sobre en la salita contigua. La pianista no era tan joven como parecía vista de espaldas; tenía un rostro de muñeca, lleno de colorete. Sin soltarla del brazo, vio a su suegra entregando el sobre a las dos señoras de la mesita. Nadie lo abrió. Le dieron las gracias con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza.