XIV
Guillermo Soto apretaba las rodillas al depósito de gasolina, encorvado y sin cuello como un gato presto a saltar. La moto bajaba a noventa por Vía Layetana. Eran las tres de la madrugada. Las calles estaban desiertas y relucientes, suavemente panzudas. Abría la boca al aire con feroz arco irónico. Sentía las manos de Palmita apretándole las costillas y su cara pequeña y caliente pegada a la espalda. Seguro que enseña las rodillas, murmuró. Una muñeca de motocicleta. Se la puede romper cuando cansa… Tenía la impresión de que el viento se le estaba llevando las orejas. No te quedan motivos para seguir pisando esta tierra. Sotito… Oyó la risa de ella, borracha de velocidad, a su espalda. Desnudarla es como darle cuerda a una cajita de música: habla que te habla, ríe que te ríe, sueña que te… En el cruce con la Plaza del Ángel ya no había el perfil de serpiente de aquel urbano joven con un ojo negro y fijo que pasaba veloz juntamente con el brazo de espantapájaros extendido. No habría multa. Se podía incluso aumentar la velocidad. Divisó a lo lejos la mancha blanca y cabrilleante, como un cristal sin mácula sobre el asfalto. Pero en los inmediatos segundos siguientes ya no era a lo lejos; no era ni siquiera cristal… Los empleados de la limpieza habían terminado de regar y dos de ellos cargaban con la manguera al hombro como si fuese un enorme reptil apaleado. Intentó evitarlos, pensó en la desesperada posibilidad de pasar por medio y llevarse al negro y viscoso reptil por delante. Y lo consiguió mascullando un himno, enfilando recto y a más velocidad, viéndose a ellos dos rígidos como estatuas y con las bocas abiertas viniéndosele encima. La manguera húmeda y dura le dio en la cara cuando ella había ya empezado a lanzar su largo, finísimo grito, y se había soltado.
Solamente él fue contra la pared, patinando interminablemente sobre la pierna izquierda. María de la Palma Pérez cayó de espaldas golpeándose la cabeza y quedó junto a la manguera, inmóvil, con las faldas en el vientre.
Los hombres de la brigada de riego, grasientos, pequeños, con las botas altas de goma y las gorras torcidas, cómicas, disciplinariamente absurdas sobre cabellos desgreñados y sucios, se miraron con estupor.
Lo primero que pensó, al despertar en la clínica, fue si le arderían las orejas. Le pareció ver que estaba amaneciendo y que un rostro blanco y una cofia blanca envueltos en un lado lechoso se inclinaban sobre él. Luego empezó a dolerle la pierna de un modo atroz y ya no dejó las manos quietas. Sudaba, tenía la boca seca y no podía dejar de hablar:
—Vaya, la hice buena. Enfermera, ¿se puede saber qué diablos hace usted con ese vaso de leche?… Aquello tampoco era una guirnalda de flores, lo noté por el olor cuando se me vino a la cara. Enfermera, no me tape con esa maldita sábana. ¿Quiere estarse quieta?… Si le pregunto qué le ha pasado a ella no me lo diga de golpe… ¿Nada? ¿Qué no piense en nada? Es lo que hago siempre; enfermera. ¿Qué le ocurre a mi pierna? Magullada es poco. No quiero más leche, ¿no ve que estoy a punto de vomitar?… Oh, qué mal me encuentro, qué malito me encuentro. Y el asqueroso barrilito todavía está chillando. Que le vistan de chaqué, ¿me oye, enfermera?, que le vistan de chaqué en seguida. Enfermera, ¿me hace el favor de darme un trago de algo?… Bien. Esto está perfectamente bien. ¿Más leche? No, lo que necesito es un trago. ¿Qué le ocurre a esa cochina pierna? Una cosa quiero decirle, enfermera: se tumbaban a orillas del Neckar y estaban seguras de vivir. Otra cosa quiero decirle: ¿Ve usted el barrilito, allá en la pared? Pues lo vamos a encular. Vestido de chaqué, con sombrero de copa y todo. Naturalmente. ¿Que beba más leche? Es usted de lo más divertido, enfermera.
Notó las manos de ella sosteniéndole la espalda, que temblaba como una hoja, mientras vomitaba inclinando a un lado del lecho. Por lo menos había una docena de ratas mordisqueando en su pierna. Luego volvió a tenderse de espaldas. La cara blanca y fofa de la enfermera descendía oscilando otra vez como un globo, y sonreía, sus pálidas manos revoloteando igual que mariposas en torno a la sábana.
—Estese quieta. Siempre he deseado tirarme a un rico comerciante vestido de chaqué, con brillante y sombrero de copa y bastón de marfil y los pantalones bajados. Es la máxima ilusión de mi vida… Enfermera, no me riña, ya sé que éste no es el lenguaje propio de un señorito, pero es que ya estoy harto. Que se vayan todos a la porra. ¡Dios, qué trompa más descomunal!…
La enfermera callaba. Ahora, detrás de ella, veía el rostro grave de Miguel.
—¿De dónde has salido?… Mira, eso sí que tiene gracia, todo el mundo está bebiendo leche en esta maldita fiesta. Diles que no me den más, ¿quieres?, me van a convertir en una indecente vaca.
—Sea usted bueno y estese quieto, ¿eh? —dijo la enfermera—. De lo contrario tendré que darle un pinchazo…
—Ya lo oyes, Guillermo —le dijo Miguel acercándose más—. No tienes nada roto, de modo que no escandalices.
Él le miró un rato con los ojos bizcos, pasmados, y luego tuvo que volver la cabeza a un lado precipitadamente. Vomitó una bilis verde, interminable, que apestaba a ginebra.
—Perdón —dijo dejando caer de nuevo la cabeza en la almohada—. Perdón, enfermera. ¿Qué estaba diciendo?… Ah, sí. ¡Ahí va quién ha llegado! Me encuentro bastante mal, chico, un día de éstos voy a reventar como una mula vieja.
La enfermera intentaba sujetarle las manos.
—Quietecito, por favor —dijo.
—Procura callarte y dormir, Guillermo —dijo Miguel—. Tienes cabreado a todo el mundo.
—Diles que se vayan al carajo… Diles que no quiero ver a nadie, ni llegar a ninguna parte, no me da la gana… Diles que me dejen reventar en paz.
Más tarde pudo ver también a su padre, alto, borroso, con algo que parecía un abrigo sobre los hombros y un puro, igual al de siempre, cuidadosamente apagado entre los dedos. Luego sintió como si le pellizcaran en el brazo y ya no le vio más. Vio a Mari tendida sobre la arena y recibiéndole con los brazos abiertos y unos obreros con sombrero de copa enterrando solemnemente una manga de riego con cabeza de serpiente.
Dot empuñó el teléfono y se recostó en la silla. La mesa del despacho seguía en el mismo completo desorden de las últimas semanas. En un ángulo había dos botellas de cerveza, vacías. El sol de la mañana hería un cristal de la ventana abierta y él entornó los ojos, al mirar hacia allí, envuelto en el sueño y la pereza. Sentía un terrible dolor de cabeza y desde que se había levantado le sonaba en el cerebro una musiquilla imbécil, aprendida no sabía dónde. —Sí, Marta, póngame.
Esperó. La voz de ella era confiada y tranquila.
—¿Miguel?… ¿Estás solo? Soy Julia.
—Te escucho.
—Anoche hablé con Luis. ¿Sabes lo que dijo?
—Qué.
—¡Se echó a reír! ¡Se rió con toda el alma! Y dijo que estabas majareta.
—Bueno, ¿y qué?
—Le gustaría verte uno de estos días. Te espera en su casa…
—Pero, nena, ¿de qué me estás hablando?
—¿Cómo de qué? ¡Serás cafre!
Miguel se cogió la frente con la mano. No dijo nada.
—Me parece que te llevarás una sorpresa —añadió ella—. No le das miedo. Todo lo contrario. Por mí, haz todas las burradas y barbaridades que se te ocurran; pero ni una palabra a Andrés de todo esto: es lo menos que puedes hacer por mí. Bueno —soltó una débil risita—. Luis ya te dirá…
—Adiós, Julia. Tengo trabajo.
—Espera —se le escapaba la risa. Añadió—: ¿Es que… estabas de guasa aquel día…? —Hubo una pausa escrutadora, un hondo vacío—. ¿Verdad que sí? He oído que llevas mucho tiempo bajo la influencia corruptora de Guillermo.
—Deja en paz a Guillermo.
—Por supuesto, no me fío de ti. Si me he decidido a contárselo a Luis, es porque desde luego no me fío.
—Haces bien. Ya hablaremos de todo eso con calma. En este momento tengo un montón de cosas importantes que hacer. Adiós.
—Ya, ya. Hasta pronto…
Miguel colgó. Se cogió la cabeza con las manos. Había olvidado aquel maldito asunto por completo. Levantándose, fue hacia la percha y se puso la americana. Cruzó las oficinas, llegó al pasillo y se detuvo en la centralita de teléfonos de la salita de entrada.
—Marta, si me llama alguien, estoy en la clínica Esperanza a partir de las doce.
—A partir de las doce. ¿Y si llaman antes, señor Dot?
—Diga que me he muerto.
Lo primero que vio al entrar, después de caminar por los desiertos pasillos estucados de verde que olían a alcohol y a flores podridas, donde un empleado de la funeraria se movía con una rapidez exasperante acarreando coronas, fue a las chicas arrodilladas delante del féretro y con las manos unidas y pegadas a la boca igual que niños rezando, moviendo imperceptiblemente sus violentos labios rojos sobre la palidez de los rostros sin maquillaje, con sus vestidos de verano increíblemente alegres, con sus bonitos zapatos verdes y amarillos, sus espléndidas piernas morenas y depiladas y sus alborotados cabellos color indefinido. Había dos de ellas al fondo del depósito, cogidas de la mano, las cabezas gachas, en una inmovilidad perfecta. Su pena era repentina, auténtica, infantil. Algunas se persignaban sin cesar, moviendo con torpeza sus dedos de centelleantes uñas. El depósito era amplio y húmedo, de paredes desnudas en las que resbalaba un sudor lívido. Bajo los ventanucos por donde se introducía la luz como barras cuadradas de hielo se apiñaban algunas personas vestidas de negro, entre las cuales Miguel creyó reconocer a los hermanos de Palmita. El más joven era un niño y llevaba zapatos y calcetines mal teñidos de negro. Los demás hermanos vestían unos trajes estrechos e iban mal peinados, y había una vieja en medio de ellos que tenía la cabeza ladeada y no miraba a ninguna parte.
Palmita yacía sola, en su gran silencio, tranquila, más pequeña y oscura, Vaciada por dentro como una figura de yeso, envuelta en la quietud de un sueño largo, dulce. Le habían puesto un rosario en las manos. No era en su perfil quieto, recortado limpiamente sobre la oscura pared lateral del ataúd, sino en la extraña quietud de sus hombros, en la espantosa rigidez de sus brazos y sus manos cruzadas como leños sobre el vientre donde todo el mundo clavaba los ojos, sabiendo que allí no había nada, como intentando inútilmente captar algún signo de la muerte. Miguel, con la americana echada sobre los hombros, de pie en el centro del depósito, notó de repente todas las miradas convergiendo hacia él con un destello de curiosidad. Se acercó a Palmita lo más que pudo y la estuvo contemplando largamente. No sabía qué hacer con las manos y se las puso en los bolsillos. Todo aquello no le decía nada, absolutamente nada. Había un silencio que era como un suspiro doloroso e interminable. Palmita era una máscara azulosa y parecía sonreír. Su pecho tenía una quietud monstruosa de madera hueca. Su frente era más hermosa que nunca.
Miguel, de pronto, oyó unos pasos a su espalda.
—Usted debe de ser su amigo… ¿verdad? —oyó que decía alguien en voz baja.
Se volvió y pudo ver a un hombre de unos treinta y cinco años, de cara terrosa, ojos enrojecidos y pómulos altos. Le miraba con una sonrisa triste.
—¿Verdad? —añadió.
—¿Cómo dice?
—El amigo del otro…, del novio de ella. Bueno, ella nos contaba a veces algunas cosas. Yo soy su hermano mayor, ¿sabe usted?
Le tendía una mano que parecía de madera labrada. Miguel vio su propia mano estrechando la suya. «Mucho gusto», oyó que decía. Luego volvió la cabeza y siguió mirando la frente tersa y helada de Palmita. Notaba en la nuca el aliento del otro, el susurro de su voz:
—Mire usted, dentro de la desgracia se puede decir que no ha sufrido apenas… Se fue sin recobrar el conocimiento, pobrecilla. Era muy buena. Un poco así, siempre lo fue, pero muy buena… ¿Cómo sigue el señor Soto?
—Bien, bien…
Los cabellos lacios y sin vida se ajustaban a los ángulos de la frente. El otro seguía hablando. Miguel se desplazó un poco hacia la derecha. Los pies de Palmita estaban abiertos en un leve ángulo. Llevaba medias negras, sin zapatos. Era absurdo aquel monólogo en susurros y él no podía soportar ni un minuto más el aliento espeso y cálido bajo la oreja. Pero el otro continuó:
—Ayer estuve a verle. Hablé con su esposa. Parece una buena señora; aunque, claro, todavía está excitada. Ha sido muy triste para ella tener que enterarse de ese modo… Pero yo creo que llegaremos a un acuerdo. Ella fue muy amable… Hoy o mañana iré a preguntarle cómo sigue su marido. Usted que es amigo de ellos, ¿qué le parece?… ¿Cree usted que nos comprenderán, que se harán cargo de lo ocurrido? Verá, nosotros no queremos adelantarnos a nada, pero hemos pensado que lo justo sería… ¿Quiere usted que le presente a la familia? Yo hablo en nombre de la familia, ya usted me comprende…
En los párpados, sí, en los párpados de cera estaba toda la fuerza en reposo, transpirando una vaga y remota fatiga. Se preguntó si a todas las vestían de negro, y por qué. El reflejo de un cirio se deslizó por el borde niquelado del féretro como una araña de plata. A Miguel le sudaban las manos dentro de los bolsillos. La voz, en su nuca, seguía soltando bocanadas de calor:
—… y no es justo, señor, no es justo. Ella no era…
—Oiga, ¿se puede fumar aquí?
—Creo que sí. Lo voy a preguntar… Espere usted.
Tras él, en todas partes, había un enmarañado rumor de pasos, un restregar de pies en el suelo. Se apartó a un lado, alejándose hacia el pasillo sin mirar a los hermanos. Ahora había más gente, mujeres apretándose pañuelos a la boca, hombres de tez oscura y caminar torpe, vecinos del barrio marítimo, pescadores y estibadores de manos rugosas, camisas blancas de cuello mal ajustado y trajes de domingo; muchachos con pantalones tejanos y niquis descoloridos apoyándose los unos en los otros, morenos, estáticos, silenciosos. Muchos no querían verla de aquel modo, muerta, y no entraban. Miguel se abrió paso en medio de ellos con la cabeza baja, oliendo vagamente la brea de las barcas y el pescado en sus ropas, con la cabeza baja y el hombro por delante, respirando el olor a sudado de los cuerpos fuertes, las nucas quemadas, los cabellos brillantes y bien peinados de los jóvenes hasta salir fuera, a la puerta, donde encendió un cigarrillo y esperó.
Luego, cuando terminó la ceremonia, al echar a caminar detrás de la cola para dar el pésame, volvió a notar los ojos de las chicas del «Río» clavados en él, quietas y agrupadas junto a la puerta del Clínico. Dio el pésame a los hermanos, mirándoles a los ojos, y siguió su camino calle abajo sin volverse ni una sola vez.
Le habían rasgado la pernera izquierda del pijama y mostraba un vendaje hasta más arriba de la rodilla. Tenía los cabellos pegados a la frente y sudaba, tendido cuan largo era sobre el lecho. La sábana estaba arrugada a sus pies. El sueño y el calor le vencían. «Nadie como ella supo jamás dar el vientre…». En un parpadeo entrevió a Mari, de espaldas, colgando uno de sus trajes en el ropero. Más tarde vio a la enfermera saliendo silenciosamente de la habitación con la cajita de níquel de las inyecciones. Juntó las manos sobre el pecho y volvió a cerrar los ojos. La atmósfera olía a desinfectantes y el silencio era absoluto dentro de la habitación estucada de blanco. «Besaré tus pies, tus cansados pies, esta noche también, los besaré…».
Por la ventana abierta, en oleadas de calor, entraba la música de una radio, voces y ruido de vajilla, y Guillermo volvió a hundirse en el sueño.
Notó la mejilla tibia de ella pegada al hombro. A la otra chica la vio acercarse lentamente al micrófono, en el centro de la pista, con los ojos maliciosos y bajos. Se quedó quieta, sonriendo, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, la cabeza gacha; dejó las piernas, enfundadas en mallas rojizas, un poco separadas y el vientre echado hacia adelante agresivamente. Les dedicó una sonrisa antes de empezar a cantar y Palmita le devolvió el saludo con la mano. El cuarteto, con camisolas de colores luciendo un dibujo tropical, arrancó con tanta estridencia que la voz de ella apenas se oyó. Los rostros se esfumaban tras el vaho gris y pesado, más allá de la luz del foco, de las columnas y de las mesas. Él estaba en el rincón opuesto a la barra, bajo los palcos, con la americana echada sobre los hombros. Cabeceaba, sosteniendo el vaso por los bordes con mano desmayada, igual que si le diera asco. A su lado, con el fuerte olor a jabón que siempre desprendía después de su actuación, Palmita permanecía quieta con la mejilla pegada a su hombro.
—Mira; lleva las mallas zurcidas de arriba a abajo.
—Pobre chica.
—Abre una suscripción para ella, Sotito.
—Lo haré. Suscripción pro-mallas de Iris Pons. Tú has estado soberbia esta noche. ¡Te he aplaudido hasta rabiar!
—¡Chist!… El señor Paco nos está mirando otra vez. Ten cuidado, amor.
—¡Guarda che luna…!
—Me has prometido no hacer el ganso esta noche.
—¡Guarda che mare…!
—¿Me oyes, cielo? ¡Oh, qué cansadita estoy! Mis pies…
—Larguémonos.
Ella se colgó a su cuello.
—Vida mía, ¿no comprendes que tengo que atender a los conocidos?
—Para mí son desconocidos.
—Esta noche ha sido fatal: sólo llevo hecha una consumición.
—La mía.
—Y necesitamos mucho más dinero. Y luego el señor Paco no deja de mirarme, el cargante.
Llevaba un vestido negro cerrado hasta el cuello, sin mangas, de falda amplia bajo la cual asomaban los bordes de un can-can blanco, y zapatos negros con dos relucientes tiritas cruzadas sobre los dedos de rojas uñas. Irguió la cabeza, se apartó con la mano los cabellos de un lado de la cara y volvió a pegar la mejilla al hombro de él. Suspiró. Su boca, por el cansancio y las noches sin dormir, tenía más acentuado aquel aire infantil de morriña. Hizo saltar cuidadosamente los zapatos de sus pies y sonrió cerrando los ojos.
—Oh, mis pobres pies.
Guillermo la rodeó con el brazo y apretó la frente a sus cabellos.
—Bueno, yo no tengo la solución para todo. Pero puedo cubrirlos a besos y, hala, curados.
—Ganso —rió Palmita frotando su cuerpo contra él.
—Ven, acércate más.
Luego fue como si repentinamente le hubiesen taponado las orejas con cera derretida y caliente. No oía nada y las sienes le latían ruidosamente igual que un espeso líquido hirviendo. «No bebas más» oyó como en sueños, y estiraba la cabeza por encima de la frente de ella y miraba a la gente sentada a las mesas. Bebía ya sólo agua del hielo que se fundía en el vaso, silenciosamente, en aquel rincón oscuro y profundo que él había convertido en la primera taberna del primer pensamiento inútil y fétido, el rincón de asientos tapizados de verde que olía a jabón, a sudor, y miraba a la rubia de tristes mallas rojizas con zurcidos que parecían ostras y cicatrices a la luz enferma de los focos, más allá del calendario colgado en un ángulo de la pared; y era como si hiciera un mes que no se hubiese movido de allí, formando una obsesionante línea casi recta con el calendario de la Coca-cola y las lamentables mallas rotas de Iris. Era ciertamente el mismo calendario —su hoja de agosto donde se veían dos muchachas en traje de baño, tumbadas panza abajo sobre la arena y con una botella de Coca-cola en la mano, y dos jóvenes esbeltos y tostados que se inclinaban sobre ellas sonriendo—, el mismo que había estado viendo durante todo aquel mes de agosto en todas las paredes de todos los bares y tabernas y hoteles, como si el mes de agosto se hubiese encarnado para siempre y sin remedio en la cochina idea publicitaria de una hoja de papel; y también parecía la misma gente de todo el mes la gente que había en las mesas, los dos o tres ancianos elegantes y dignos que sonreían como si estuviesen todavía dentro de la bañera o en el momento del masaje o de la junta general de la Compañía de la que podían muy bien ser presidentes, ahora estirando el cuello para disimular la papada y la grasa amontonada en la mesa, lamiendo discretamente igual que gatos mimados y de buena casta la superficie dorada de champaña en las copas y la piel de los hombros de la pareja de esta noche, o de todas las noches. Pero es la trampa, viejo, se dijo, es la trampa y tú no lo sabes, condenado viejo ricachón; se puede poseer a esta chica y tal vez ya lo has hecho, pero no se puede poseer jamás su descarada manera de andar, que tanto os gusta, la línea de sus hombros o el perfil de su rostro, su dormir tranquilo, su espalda íntima y viva, todo ese mundo que hay en sus muslos. No se puede, condenado viejo respetable. No tienes suficiente dinero por más que tengas.
—No lo tendrás jamás —balbuceó en voz alta.
—¿Qué dices? —exclamó Palmita—. No empieces, por favor.
—No empiezo.
La música, ahora, era alegre en su torpeza. Lentas y fatigadas, algunas chicas se paseaban de un extremo a otro frente a la barra del bar, golpeando bruscamente el vacío con las caderas y canturreando entre dientes. De vez en cuando, una de ellas se detenía frente a los hombres sentados en los taburetes, y sin mirar a ninguna parte, sin fijar los ojos en nada, sonreía y apretaba el vientre insensible a las rodillas de ellos.
En la pista, la muchacha había terminado su número. Agradeció demasiado larga y efusivamente los escasos aplausos y tuvo que retirarse emprendiendo una corta y ridícula carrerilla. Salió una pareja de baile andaluz.
—Pide más de beber —dijo Guillermo—. ¿Oyes, nena? Me estoy durmiendo. ¿A quién le toca después?
—A Rosi —dijo ella—. Luego el ballet de la casa y se acabó. Podremos bailar. He reservado un lento para ti solito, ¿estás contento?
—Rosi. Esa malagueña regordeta que se persigna antes de salir a la pista, ¿verdad? Se persigna dos veces cada noche, detrás de la orquesta, para salir a enseñar las piernas y mover desenfrenadamente las caderas y golpear el aire con el vientre como una poseída. ¡Encomienda al Señor el éxito de sus muslos! ¡Todas las andaluzas sois igual…! ¡Ay, el misterio ibérico…! ¡Palmi, llévame a mi querido río!
—¡Sotito! Estás piripi. Mira, viene el señor Paco.
El gerente, un hombre bajito, rechoncho, con unos cabellos en forma de cepillo y expresión apenada, se acercaba despacio por entre las mesas vacías con las manos en la espalda.
—Ya está bien, Palmi —dijo—. Ya está bien. Me parece.
—Ahora no molesta a nadie, señor Paco.
—Todas las noches lo mismo.
—¡Eh, un momento! —chilló Guillermo—. ¿A qué viene tanta disculpa? ¡Soy un hombre libre, llevo todavía restos de hierba en las suelas de mis zapatos! Este barrilito de agua bendita, ¿qué va a saber?
—Mira, perdido…
Él se levantó, braceando.
—¡Barrilito de agua bendita he dicho, sí señor! ¡No crea que porque esté en un cabaret me va a engañar! Mírale, nena, mírale bien. ¿Crees que se apiadaría de tus pies cansados? ¡Qué va! ¡No tiene corazón! ¡Abridle el cuerpo y le encontraréis un barrilito de agua bendita en el lugar del corazón!…
Ella tiraba de su brazo, arrastrándolo por entre las mesas. Él se desprendió de un tirón, la americana resbaló de sus hombros.
—Llévate a ese loco —dijo el hombrecillo.
¡Oh, Sotito, qué desastre!
Él levantó los brazos, se revolvió, despeinado, con un rostro completamente negro, soberbio. Bramó:
¡Estoy harto! ¡Quiero mi río!…
¡Afuera con él! ¡Vamos, pronto!
—¡Devolvedme mi río! ¡Usureros! ¡Barrilito!
—Vámonos, cariño… Vámonos.
Él se dejó llevar, mirándola a los ojos.
—Están decapitados, Palmi. Te lo digo yo.
—Claro, cielo.
Habían acudido dos camareros que les miraban salir, inmóviles junto al hombrecillo. Guillermo se detuvo. Ella se afanaba en ponerle la americana. Desde la barra les miraban, el cuarteto había parado la música a medias. Él se tambaleaba, vuelto de espaldas a ella y pugnando por meter los brazos dentro de las mangas.
—Barrilito de agua bendita, más que barrilito…
—Llévatelo —iba diciendo el gerente—. Mañana hablaré contigo, niña. ¡Vamos, fuera!
Ella se revolvió furiosamente.
—¡Bueno, ya nos vamos! ¡No hace falta chillar tanto, señor Paco!
—Contigo hablaré mañana, he dicho.
—¡O nunca, qué puñeta!
Empezó a tirar de nuevo de Guillermo hacia la salida.
—Sígueme, Sotito, y no tengas miedo.
—Me dan miedo, mira, los barrilitos…
—Camina recto —le sostuvo por la cintura—. ¿Has visto? Dice que mañana hablaremos. ¡Pues no faltaba más!
La mujer del guardarropa meneó la cabeza al verles pasar. Salieron a la calle. Él levantó los ojos al cielo. Palmita lo apoyó de espaldas a la pared, le arregló el nudo de la corbata, le metió un trozo de camisa dentro del pantalón y luego alisó sus cabellos con la mano. Cogió un pañuelo y le secó el sudor del rostro. El portero les observaba con aire divertido, apoyado en la puerta de cristal.
—Tomaremos un rato el fresco —dijo Palmita—. Así no puedes conducir.
—Bah, estoy muy bien. —La miró con ojos risueños y llenos de afecto—. ¿Qué haría yo sin ti, gatita?
—¿Quieres que entremos ahí al lado a tomar un café?
—Bueno.
Había dos hombres bebiendo cerveza y discutiendo. Era un local pequeño, un poco por debajo del nivel de la acera con las paredes llenas de carteles de boxeo. Sorbieron dos cafés ardientes y sin azúcar, en silencio, muy apretados, mirándose de vez en cuando a los ojos y conteniendo unas nacientes ganar de reír. «Qué caray la verdad es que ya tenía ganas de decir cuatro frescas a ese negrero» dijo Palmita. Él la rodeó con el brazo mientras buscaba dinero en los bolsillos para pagar, y empezó a reír y no paró hasta que salieron.
Había un cielo lívido, con pocas estrellas. Ni una brizna de aire hacía mover las grandes hojas de los plátanos, algunas de las cuales se calentaban muy cerca de las farolas recibiendo su luz con aire dormilón, rígido y acartonado. La moto de Guillermo estaba sobre la acera, sucia, grotesca, con la rueda delantera cruzada violentamente. Ella subió detrás y apretó el lado izquierdo de la cara a la espalda de Guillermo. «Una muñeca de motocicleta…». Cruzaron la plaza de Cataluña, luego Urquinaona, y bajaban por Vía Layetana; aquella mancha reluciente estaba allá abajo, reflejando las sombras exangües de los hombres de la brigada de riego calzados con botas altas de goma, pequeños, sucios, lentos, moviéndose con la manguera en el hombro como en un entierro. Ella no miró ni una sola vez hacia adelante, no despegó la cara de su espalda, no se enteró de nada. Guillermo agachó la cabeza. Cantaba a pleno pulmón. La manguera, en vez de elevarse, se dobló por el centro hacia tierra, luego volvió a subir, y le dio justo en el rostro. Las manos de ella retrocedieron de su pecho, su mejilla se despegó de la espalda. La moto cayó sobre la pierna izquierda, en plena carrera hacia el bordillo. Durante un segundo, lanzando una mirada a ras de asfalto, pudo verla a ella unos metros más arriba, entre los pies paralizados de los hombres de la brigada de riego, tendida cara al cielo, sin zapatos y con las faldas en el vientre. Luego no pudo resistir por más tiempo el dolor, patinando aún con la moto encima y sintiendo el asfalto bajo la pierna igual que una brasa candente, interminable…).
Oyó los golpes en la puerta y luego sus voces.
—¿Cómo sigue?
—Bien. Ahora duerme.
Distinguió a Miguel, al pie del lecho, tendiéndole la mano a Mari, que aún no se había dado cuenta del saludo. Acababa de llegar, se había dejado la puerta abierta y ella fue a cerrarla. Entonces hizo un esfuerzo para despertar del todo. Evidentemente, Mari nunca había recibido a Miguel con demasiada efusión. Incluso arrugó la nariz, como adivinando que había bebido. Él levantó un poco la cabeza de la almohada y volvió a dejarla caer pesadamente, empapado de sudor.
—Miguel.
—Voy.
Pero no se volvió aún. Estaba frente a Mari, escuchándola con visible desgana.
—Tuvo suerte —decía ella; sacaba pañuelos y otras prendas de una bolsa y lo ponía en el blanco ropero empotrado en la pared—. Los individuos como él siempre tienen suerte. Y esa pobre chica… Él, en unos días quedará como nuevo y podrá empezar a beber otra vez como un bruto. No había siquiera peligro de infección; resulta imposible llevando tal cantidad de alcohol en el cuerpo…
—Ah.
Ella se llevó una mano a la frente.
—Esa chica… Dios mío.
—Sí, esa chica.
Miguel le volvió la espalda, acercándose al lecho.
—Mari dice que estás bien. ¿Te he despertado?
—Qué importa.
—Tiene pesadillas —dijo Mari—. El angelito.
—Pronto a la calle, Guillermo.
—Sí.
Se irguió apoyándose en los codos. Mantenía los ojos bajos, con las manos colgando inertes junto a las caderas.
—Levanta un poco eso, ¿quieres?
Miguel cogió la manivela y maniobró con ella levantando la cabecera de la cama.
—Vale —dijo Guillermo—. Acércame el frasco de la colonia.
Se desabrochó la chaqueta del pijama y se frotó el pecho y la cara con agua de colonia. Mari estaba a su lado con una toalla en las manos. Miguel se sentó en el lecho. Después de secarse, Guillermo se irguió acomodando la almohada a su espalda. Levantó la rodilla derecha. Sus gestos eran pesados. Su mirada erraba por las paredes de la habitación con una suerte de estupor, temblona y lastimosa. Esperó a que Mari se alejara un poco, mirando a Miguel.
—¿La has visto?
—Sí.
—¿De cerca?
—Sí, muy de cerca.
—¿Cómo estaba?… ¿Cómo la vistieron?
—Llevaba un traje sastre negro. No pude verle ninguna herida. Le pusieron un rosario en las manos.
—Sí.
—El entierro fue a las doce. La sacaron de la parte de atrás del Clínico. Allí mismo, en la puerta, se despidió el duelo. Había muchas coronas, y aquel perfume de los nardos… Vinieron las chicas del «Río», y muchas otras, y todas quisieron verla antes de que cerraran el ataúd. Yo las vi cómo se arrodillaban frente a ella y cómo se persignaban; las vi llorar. También había gente de su calle, amigos. Hablé un rato con uno de los hermanos, el que vino a verte; dijo que murió sin recobrar el conocimiento, que no se dio cuenta de nada.
—Ya.
—No se podía hacer nada.
—Bueno.
Guillermo se aplicó en alisar con los dedos unas arrugas de la sábana. Cerró los ojos.
—Bueno. ¡La madre que me parió, bueno!
—Olvídalo.
—Era yo quien debía haberse quedado allí, tumbado para siempre.
—Tonterías. Ocurrió así y no hay que darle vueltas.
—Estoy listo, Miguel.
—¿Quieres no decir bobadas?… Vamos a fumar —se volvió hacia Mari—. María José, acércate.
—¿Qué?
—Luego —dijo Guillermo, rechazando el cigarrillo que le ofrecía Miguel. Se quedó quieto. Su aspecto era lastimoso: las cejas fruncidas con firmeza le daban el aire de estar conteniendo un temblor interno. Mari estuvo un rato a su lado, de pie, mirándole, cruzada de brazos, y luego se hizo a un lado y avanzó unos pasos en dirección a la ventana. Miguel encendió el cigarrillo. Durante un buen rato, Guillermo intentó controlar aquella fuerza interior: todos los músculos de su cara estaban en tensión y mostraba círculos azulados alrededor de los ojos.
Mari, con los brazos cruzados sobre su amplia blusa suelta, sin mangas, se acercó a la ventana. Abajo vio la escalinata de mármol y el jardín de la parte frontal de la clínica. Estaba en la parte alta de la ciudad, que se extendía al frente, gris y uniforme, hacia el mar. Distinguió a la izquierda las oscuras agujas de la Sagrada Familia emergiendo entre el sol pulverizado de la mañana, y a la derecha, más lejos, la Catedral y Santa María del Mar. Se mantuvo de espaldas a ellos un buen rato, apoyando los codos en la ventana. Luego fue hacia el lavabo, se echó agua en el rostro y a la nuca con los codos y se pasó el peine por los cabellos. Se dio la vuelta, acercándose a la cama. Llevaba sandalias y movía los brazos con pesadez, un poco demasiado separados del cuerpo. En su rostro alargado y moreno se había dulcificado un tanto aquel aire deportivo y bobalicón. Cogió la sábana arrugada a los pies de Guillermo y arregló un poco el lecho. Sus finas manos doradas por el sol se movían con rapidez. Estaba embarazada de tres meses.
—Bien —dijo—. Yo os dejo. Probablemente volverá ese hombre, el hermano de la chica… Sólo te pido que no le recibas como ayer, Guillermo.
—Recíbele tú.
—No cuesta nada escucharle un rato, dejarle hablar.
—¿Qué quiere? —dijo Miguel, mirando a Guillermo.
—Mari se entendió con él.
—¿Qué imaginas? Dinero. No lo ha pedido, pero lo da a entender. Dice que son muchos hermanos, que ella les había ayudado tanto, que si el entierro… Una lata. Pero en el fondo tiene razón, eso es lo malo; que en el fondo esa gente tiene razón. ¿Te quedas, Miguel?
—Sí. Vete tranquila.
—¡Oh, por supuesto! Y te advierto, por si quieres irte luego, que no le pasará nada si se queda solo.
—¿No volverás? —dijo Guillermo.
—Creo que ya no hago falta; y figúrate cómo deben andar las cosas allá arriba, sin mí. He dejado un traje y ropa interior en el ropero. Carmen vendrá a recoger todo cuando salgas —cogió una bolsa de cuero, la puso sobre la cama y comprobó su contenido. Entonces añadió, con expresión malhumorada—: Y recuerda lo que hemos hablado: si apareces por Tamariu, que sea para quedarte. De lo contrario no quiero verte. Como comprenderás —añadió después de una pausa, en voz baja—, las cosas no pueden seguir así, ya no es como antes.
—Anda, vete. Vete ya, Mari.
—He hecho cuanto he pedido. Más aún. Pero esto se acabó. He hablado con papá. De modo que ya lo sabes.
Miguel se levantó. Fue a encender un cigarrillo cerca de la ventana. Guillermo dejó resbalar la espalda sobre la almohada y el pijama se le quedó arriba, en el pecho. Tenía un estómago liso, de piel oscura, prieto y musculado.
—¡Ya sé, ya sé!
—Y otra cosa —dijo ella—. No se te ocurra aparecer por casa con mujeres. He advertido a Carmen.
—La vieja no me verá el pelo, no temas. Puedes irte.
—María José, escucha —dijo Miguel—, no hagas las cosas sin pensarlas. ¿Por qué no esperas a que se reponga?
Ella sonrió tristemente.
—Me parece que tú no lo sabes todo. Aparece por allá de vez en cuando, sucio, sin un céntimo, con las ropas como un mendigo. Entonces se tira durmiendo dos días seguidos, luego come, se baña, se tumba al sol en la playa, a la noche hace sus numeritos en el bar del hotel y finalmente, un día, de pronto, desaparece otra vez llevándose dinero. Así, en ese plan. Un mes y otro mes. ¿Tú crees que eso puede soportarlo nadie? ¡Oh, lo que es yo no lo aguanto más, te lo juro! Sobre todo después de lo ocurrido con esa pobre chica. Debería caérsele la cara de vergüenza para toda la vida. ¡Y estando yo como estoy!
—Cállate, Mari.
—Está bien. Pero piénsalo. Piénsalo despacio, Guillermo, porque esto se acabó.
Él tenía los ojos cerrados. Ella cogió la bolsa, echó una nerviosa mirada a la habitación por si se dejaba algo, al mismo tiempo que le tendía a Miguel una mano blanda y fría.
—Adiós.
—Hasta pronto, María José.
Cerró con fuerza. Miguel volvió a sentarse en la cama, despacio, mirando la ceniza de su cigarrillo. Guillermo no se movió, había abierto los ojos y los tenía clavados en el techo.
—Vive su vida —dijo Guillermo.
—Es difícil hacer feliz a la gente.
—Bah, no es nada. Ya tiene lo que quería. Lo consiguió. ¿No lo ves? Se va contenta y feliz con el nuevo ser dentro. Parece una iluminada. Pero ella, Palmi… Pobrecilla.
Miguel se recostó apoyándose en el codo. Guillermo miraba al techo, inmóvil, con el rostro tenso. Se cogió la nuca con las manos y movió ligeramente la pierna herida. Miguel dijo, por decir algo:
—¿Conoces a Luis Galea? Vaya tipo. Es el propietario de una serie de revistas. Un hombre divertido, ¿sabes?, un producto típico de la libertad económica con fulana al fondo. Cree en las virtudes del dinero y de la paz a punta de hambre.
Guillermo movió la cabeza a un lado, bruscamente. Había captado, por un segundo, aquel fulgor obstinado en los ojos de Miguel. Le vio levantarse y dar unos pasos por la habitación con las manos en los bolsillos; descubrió que había adelgazado, que ya en sus hombros flotaba aquel inconfundible aire de pesadumbre propio de los borrachos, que era cierto lo del perfil obstinado y las pupilas ardientes. Estuvo atento al tono de su voz.
—¿Sabes?, esta tarde veré a Lavinia. Me ha escrito diciendo que venía.
—Tú acabarás perdiendo el empleo —murmuró Guillermo.
—¡Al diablo con el empleo! Un día u otro me iban a echar, de todos modos. Desde la famosa noche de la loca menopáusica que no doy golpe. Además, uno de estos días me voy definitivamente a Rosas. Y luego tal vez a París, si Lavinia quiere venir…
—Estás en las nubes —dijo Guillermo—. Anda, acércame el frasco de la colonia. No hay quien aguante este calor.
Empezó a frotarse el pecho con el agua de colonia. Más tarde, el médico y dos enfermeras le cambiaron el vendaje. Miguel permaneció de pie, observando. Una de las heridas estaba abierta aún, devorando con avidez la fresca pomada desinfectante. Guillermo vio que su pierna no tenía tan mal aspecto. La leve presión del nuevo vendaje le proporcionó una sensación de descanso y seguridad, cuando la última enfermera salió de la habitación empujando el carrito del instrumental, y él se atrevió a levantar la rodilla doblándola despacio.
—Bueno —dijo Miguel—. Volveré un rato esta noche o mañana.
—Hasta pronto. Tráeme algo para leer… No, no me traigas nada para leer, qué diablos, ¿para qué quiero yo leer?
—Adiós.
—Oye, Miguel. Un momento. Dentro de unos días salgo de aquí. ¿Podrías prestarme algún dinero?
—¿Qué necesitas?
—No sé… Más adelante iré a Tamariu y haré las paces con Mari, si puedo. Pero de momento…
—Bueno, ¿cuánto?
—Mil, lo que puedas.
—Ni hablar. Quinientas.
—Te las devolveré. Ella me ha dejado sin un céntimo para tenerme en seguida a su lado. Pero antes necesito…
—No pienses ahora en ello. Hay tiempo. Esta noche te traeré el dinero. Adiós. Vendré con Lavinia.
—No te olvides de beber un trago a mi salud —dijo cuando Miguel abría la puerta—. Y a la de ella, Miguel, sobre todo a la de ella.
Le vio desaparecer tras la puerta. Volvió el rostro hacia la ventana. Notó cansancio en la pierna y la extendió lentamente. A través de la puerta le pareció oír el ruido metálico de los carritos de la comida rodando por el pasillo.
Paseando de noche su melancolía noble y patrimonial a lo largo del puerto de Rosas, descalzos, indolentes y bellos, bajo la enorme luna de plata que iluminaba la bahía, pisando muy despacio el cemento que aún guardaba la tibieza del sol y atentos a susurrarse palabras y a mover a compás sus cuerpos apretados, el mundo se encogía otra vez extrañamente y de repente era bueno y fácil amarse hasta la muerte. Era fácil, era obligado y simple, allí, bajo el gran silencio de la noche, rozándose las caderas y cortando con los rostros bronceados el aire saturado de fragancias marinas, oyendo el tranquilo chapoteo del agua en los costados de las barcas… Ella hablaba con nostalgia del último viaje a París, de los paseos por el Boulevard Saint Germain, con las librerías, los restaurantes, los tufos del metro y el olor de las frituras. Hay un delicioso restaurante chino en Rue des Ecoles. Alguna noche irían a cenar allí, los dos. Él trabajaría en aquella editorial cerca de la plaza Saint-Sulpice y ella le esperaría todos los días a las seis en el café que hay enfrente, conversando en el mostrador con alguna viejecita simpática que ha venido a beberse una copita de vino…
—¿Nos sentamos un rato en este banco? —preguntó Lavinia. Se oía una música lejana, en alguna pista de baile.
Pasaron, y les miraron con curiosidad. Cuando estuvieron un poco más lejos se pusieron a cantar. Llegó una ráfaga de aire con un olor salobre a algas marinas. Acurrucada en los brazos de Miguel, ella seguía hablando con una voz lánguida y agradecida. El problema más urgente ya lo habían discutido aquella misma tarde durante el viaje en coche, a la salida de Barcelona y después de haber cumplido una rápida visita a Guillermo en la clínica: Arturo se iba dentro de unos días a Marsella para tomar parte en unas regatas internacionales: luego tenía intención de llegarse hasta Turín por motivos de negocios. Esta vez, ella había decidido hablarle claro antes de que se fuera. Arturo se sorprendió, aunque siempre había reconocido que aquel matrimonio era un error. Se quedó triste, abatido, y luego confesó que esperaba esto desde hacía tiempo… Lamentó que Lavinia se hubiese enterado de su reciente amistad con Luisa, y lamentó lo que ella opinaba de esta amistad (para Lavinia, sin embargo, estaban muy claros los motivos de ese repentino interés por la vieja zorra teñida de rubio, experimentada y sin escrúpulos, sin duda especialista en el trato de viejos incapaces…). Le había dicho: «Seamos prácticos, Arturo. Este matrimonio fue un error, lo supimos desde un principio, y es absurdo seguir así. Estoy muy harta de toda la gente que nos rodea y de la vida que he llevado hasta ahora. Te causé muchas molestias cuando empecé a beber, y por todo ello te pido perdón, pero ya me he curado. Cuando regreses de Italia, te ruego que zanjemos esta cuestión del mejor modo posible, en bien de los dos. Sé que eres un hombre comprensivo, y que tendrás en cuenta que la tienda…».
—No hubo ninguna discusión —le decía ahora a Miguel abrazándose las rodillas frente al rostro y con los pies desnudos sobre el banco—. Si no llega a ser por ti, creo que nunca habría despertado, todavía estaría amargándome y bebiendo como una estúpida —volvió el rostro hacia él, buscando su mirada—. Mi vida ha cambiado por completo gracias a ti —Miguel la besó. Ella, después de un rato de silencio, añadió—: Y ya que hablamos del tema de la bebida, querido, tengo que decirte que…
Ahora la regañina. Miguel escuchó hasta el final y prometió sinceramente cambiar. La culpa la tenía el vivir separados. Una hora antes habían tomado un refresco en la terraza de una «boite» de reciente inauguración, luego habían paseado un rato por el pueblo, sorteando a los turistas borrachos, a marinos americanos y a ruidosos grupos de muchachos del pueblo que iban a la caza de extranjeras.
Se levantaron. Pasadas las últimas casas del pueblo, caminaron un trecho bajo los frondosos plátanos de la carretera y se adentraron hacia la playa. La arena estaba fría y húmeda. Miguel pensaba en lo lejos que quedaba todo, la ciudad y las noches disparatadas, Guillermo, la redacción, su padre, los bares, su hermana Isa y la habitación que olía a cigarrillos ingleses, el baño de las mañanas, el sol de la terraza, el sexo espiado por la criada, la mirada vigilante y compungida de su madre… Ahora seguía sintiéndose débil y cansado, pero con una honda felicidad que le imponía silencio; sonreía viéndola a ella correteando cerca de la orilla como una niña, con los cabellos lacios y dorados, sus pantalones azules y descoloridos, los pechos sueltos dentro de la blusa de mangas recogidas. Luego se sentaron sobre la arena, apoyando la espalda en las tablas de madera de un merendero.
—Oh, te cansas en seguida —decía ella jadeando—. Tienes muy mala cara, Miguel… Aquí te pondrás bueno en una semana, verás. Me imagino la vida que llevas en Barcelona. Debes decidirte a cambiar, ¿me oyes?
—Ahora —respondió él—, ahora, cuando me quede para siempre a tu lado. Esta vez estoy decidido a no dejarte.
—Todavía no. Espera a que Arturo se haya ido.
La cogió por los hombros, tendiéndola sobre la arena.
—Aquí no. Por favor.
Al día siguiente soplaba un viento pertinaz y molesto, de poniente, que llenaba de fina arena los ojos de los bañistas. Lavinia le dijo que aquello era lo malo de Rosas, pero que ella ya se había acostumbrado. A veces duraba varios días y provocaba una huida de los turistas.
—Un viejo pescador me dijo que había seis o siete clases de viento, imagínate, y que todos tienen un nombre.
—Será divertido aprenderlos, ¿no crees? —dijo él alegremente mientras se secaba con la toalla. Se había levantado muy tarde aquella mañana. Al bajar a la tienda encontró a Lavinia atendiendo a unos clientes. Había una nueva dependienta.
Iban siempre a comer en un restaurante del paseo marítimo. Al atardecer pasearon por el pueblo, mezclados con la gente, recorriendo calles estrechas por donde corría un viento acanalado que de vez en cuando levantaba las faldas de las muchachas. Los portales de las casas de los pescadores estaban cubiertos con redes remendadas. Por la noche fueron a bailar a la pista de la «boite Picasso», una terraza que en tiempo fue corral de caballos y que alguien había decorado con acuarelas y farolillos.
Miguel se marchó al tercer día, ante los ruegos de ella: era necesario. La próxima vez que fuera a buscarle, sería para siempre. Acompañó a Miguel hasta Figueras en el coche y se despidieron en el estribo del tren. Por primera vez cambiaron una serie de consejos inútiles y prosaicos. Luego, con una leve inquietud en los ojos, ella dijo: «No dejes de pensar nunca en mí, nunca…». Por primera vez en su vida, los dos, después de mirarse largamente a los ojos, se besaron conteniendo unos extraños, confusos y vagos temores de no volverse a ver: