I

—Bueno, no empujes… Es muy mona, sí, pero no es ella.

—Que sí, mujer. Fíjate en sus ojos. Verdes y tristes.

—Qué guapa —dijo la muchacha de la tintorería, y se alzó de puntillas mirando la foto por encima de las cabezas de la gente. En su rostro, por un instante, se reflejó una leve tristeza, y añadió—: ¡Dios mío, qué guapa es…! Pero yo juraría que ésta no es Silvia. Ésa es una artista de cine.

Doblada al brazo, bajo un papel de periódico, sostenía una gabardina recién salida del tinte. Su amiga estaba empleada en una zapatería y llevaba un reluciente uniforme marrón con cuello y puños blancos.

—¡Te digo que sí, tonta! Y él es el príncipe Karim…

—¡Sí que lo es! ¡Y salen en una de fotos…! Siempre de un lado para otro, en coche.

—Aquél es el fotógrafo de Margarita. Mira.

—No me gusta. Tiene cara de caballo. No veo nada… ¡Eh, tú, niño…!

Un chico se abrió paso a codazos y el grupo de curiosos parado en mitad de la acera se removió y cerró de nuevo como un cañaveral. El chico se plantó frente a la tablilla colgada en la pared y levantó los ojos a las fotografías. INFORMACIÓN GRÁFICA DE ACTUALIDAD - UNA GENTILEZA DE PAÑOS FERRYS. Un gracioso le tiró la gorra de un manotazo. El chico soltó un taco, se agachó a recogerla y la frotó con la manga. Había llovido y el suelo estaba mojado. A sus espaldas, los tranvías rojos y verdes bajaban rechinando con un largo lamento de acero bajo las ruedas, y los coches rodaban lentamente sobre el húmedo asfalto. El grupo permanecía inmóvil en la acera, estorbando el paso. Algunos se iban, pero se detenían otros, mujeres que venían de la compra con bolsas de rejilla y olor a verduras y a pescado, cobradores a domicilio con zapatos desgastados y fatigados rostros de ceniza, apretando el fajo de facturas con cubiertas de hule y cinta de goma roja a un lado del pecho como si fuera una chistera; un dependiente de colmado con guardapolvo amarillo y cesta al hombro; la chica de la tintorería con la gabardina cubierta de papel de periódico y doblada cuidadosamente sobre el brazo. Allí estaban, como todas las tardes, mirando boquiabiertas a futbolistas chutando balones, estrellas de cine descendiendo por la escalerilla de un avión con la mano en alto, obispos bendiciendo bloques de viviendas, políticos estrechándose las manos, una princesa a punto de parir fotografiada junto a una cunita…

Algunos se quedaban allí a veces durante media hora, con sus paquetes o carteras bajo el brazo, ávidos, inmóviles, sin expresión alguna en el rostro, sus miradas saltando atenta, fríamente de una foto a otra.

El chico para recados de Foto-Semana se puso la gorra, se agachó abriéndose paso por entre las caderas de la gente y se alejó adentrándose en el callejón. Iba dando saltos con las manos en la nuca. Una niña rubia y sucia, arrodillada junto a la pared, paraba un reguero de agua con las manos. Levantó los ojos hacia él, sin mucho interés. El chico se metió en el 6, un portal pequeño y oscuro, volviendo antes la cabeza un segundo para mirar maliciosamente a la niña, que llevaba un vestido floreado cuyos bordes se estaban enfangando.

Miguel Dot no se movió. Le veía desde la cama, echado clavándole los ojos por encima de la mano con que sostenía el cigarrillo; le veía también por entre sus viejos zapatos formando por enésima vez el perezoso ángulo abierto sobre la colcha. El muchacho asomaba tímidamente la cabeza tras la puerta entornada, con la gorra en la mano y sin atreverse a entrar ni a llamar, abriendo desmesuradamente sus temerosos ojos de aprendiz, no habituados aún a la penumbra de la habitación.

Miguel Dot despegó los labios con desgana:

—Pasa —y apenas le salió la voz, que no llegó al chico.

Había estado durante media hora tumbado allí, mirando el techo y fumándose terca e insensiblemente los últimos cigarrillos. El chico se decidió a llamar con los nudillos.

Y ahora, sin saber por qué, él no respondió hasta la segunda vez.

—Pasa.

Le vio quedarse parado al pie de la cama, con aquel uniforme color mostaza, descolorido, tan ceñido a su tórax puntiagudo y a sus escuálidos brazos que parecía su propia piel.

En la gorra y en las solapas llevaba unas plaquitas con letras de latón: Foto-Semana. Apretaba ahora la gorra sobre el vientre con las dos manos. La puerta había quedado abierta a su espalda y la luz que entraba por la ventana del pasillo se ceñía a sus riñones y a su cuello adelgazando todavía más su silueta. Carraspeó:

—Dice don Ramón que si tiene usted listo el artículo que me lo entregue. —Volvió a carraspear—. Y dice que es usted quien debe llevarlo a la redacción, porque nosotros tenemos mucho trabajo. Que ésta será la última vez que me manda, que todavía tengo que ir con todo a censura…

Eso dijo.

—Cógelo, anda, está en esa mesa, junto a la máquina. Vamos, cógelo.

La voz debió de salirle en un tono más ronco y agresivo que lo habitual en él, porque notó en la mirada del chico una brusca transición. Pero en seguida le vio coger tranquilamente las seis holandesas y ponerse la gorra. Entonces sacó del bolsillo unas rubias.

—Dime, Fernando, ¿sigues siendo mi amigo?

El chico volvió a quitarse la gorra y se quedó quieto, sonriendo.

—Ya lo creo, señor Dot…

—No me engañes.

—¡Si no le engaño, palabra!

Hundía la cabeza, incómodo, con los ojos bajos. Pilló las rubias en el aire, se puso la gorra y apartó rápidamente los ojos de Miguel Dot, que se había tumbado otra vez de espaldas.

—Adiós…

Aplastó la brasa del cigarrillo en la pared, sobre su cabeza, en una mancha negra producida por otros cigarrillos aplastados en tardes como aquélla. Un hombre joven, delgado, de ojos claros y hundidos en un rostro huesudo. Sus pies rebasaban la longitud de la cama turca y permanecían en ángulo abierto frente a la puerta. Decidió seguir así cinco minutos más, intentando no pensar y dejando que la penumbra se posara fríamente sobre sus pupilas —¿grises, casi azules?, decía su madre— cargadas de odio.

Podía oír los gritos de la patrona en la escalera, llamando a Carmina, que debía estar jugando en la calle, la corta y estrecha calle sobre la cual miraba su ventana con aquellos alambres sosteniendo torcidamente dos tiestos con geranios de fuertes hojas cubiertas por una fina capa de polvo. La casa era antigua y recibía poca luz. La habitación pequeña y cuadrada lucía una cenefa de empapelado rojizo, como bañado por la luz de un eterno crepúsculo, con tréboles de cuatro hojas simétricas. El piso era de ladrillos oscuros y desnivelados, que devolvían las pisadas con un temblor hondo y rencoroso. La ventana daba frente a la pared lisa del otro lado de la calle, a sólo dos metros; pese a tener entrada por Mayor de Gracia y salida por Riera de San Miguel, dos arterias de cierta importancia en aquel sector próximo a la Diagonal, era un callejón olvidado e inútil, sin aceras y con viviendas sólo a un lado; el otro lo formaba la larga pared lateral de una tienda de tejidos por cuya gentileza, colgada en la entrada del callejón, se hallaba la tabla de madera con información gráfica de última hora.

Volvió la cabeza a un lado y estuvo mirando la mesa y los papeles, pero no se movió. Se mordía el labio inferior, escuchó pasos en la escalera y estuvo a punto de incorporarse. Pensó en la patrona, risueña de pocas palabras que subía todas las tardes para dejar alguna prenda de ropa lavada o alguna carta, circunstancia que la mujer aprovechaba para lanzarle una mirada especial, una mirada minuciosa y de doble filo; una larga mirada de estatua, desaprobadora y afectuosa a la vez, que le servía para recordarle que debería ser más puntual en los pagos mensuales, y al mismo tiempo que ella, pese a todo, estaba siempre dispuesta a esperar un poco más la llegada de la suerte. Porque estaba convencida que era una simple cuestión de suerte el que su huésped ganase poco o mucho dinero. Me ama, había dicho Dot alguna vez a un amigo, me ama como amaría a un hijo empeñado en meterse a cura. Y ella miraba largamente sus cabellos pajizos, incoloros, y sus ojos grises casi azules —tampoco ella, como su madre, distinguía la mala uva— y luego hablaba con alguna vecina y la decía que sí, que estaba segura, que este joven tan agradable y tan serio que tengo en una de las habitaciones del segundo piso se ocupa en trabajos muy importantes y es de una familia riquísima, una de las más distinguidas de Barcelona.

Se incorporó sentándose en el borde del lecho. No quiso encender otro cigarrillo. Cogió un bloc de la mesa escritorio, alargando la mano, lo estuvo hojeando un rato y luego volvió a dejarlo. Entonces sus dedos tropezaron con la tarjeta apoyada a un costado de la máquina de escribir. Leyó en el reverso: «Gabriela y yo te esperamos mañana en Valldoreix. Plan íntimo. No seas pelma y déjate ver. Estaremos todos. Un abrazo. Pedro».

Observó un instante los rasgos de la escritura y sonrió. Ya no era aquella caligrafía vertical y apretada con que años atrás Pedro Sagnier solía copiar a toda prisa sus notas en la facultad. Se levantó. Guardó el bloc y la tarjeta en el bolsillo de atrás del pantalón y luego abrió del todo la ventana. Una claridad opaca, lenta y agostada, como si llegara después de haber dado muchas vueltas por un laberinto, inundó la habitación. Miguel Dot se miró en el espejito colgado en la pared, junto a la ventana, e intentó alisar sus cabellos lacios con una mano semicerrada, torpe, demasiado veloz y completamente ineficaz. Su madre habría reconocido ese gesto…

La muchacha de la tintorería, con su cara redonda y fláccida y aquella falda negra y plisada que siempre le colgaba demasiado por detrás, llamó con los nudillos y acto seguido entró moviéndose con un aire familiar pero no del todo confiado, y dejó sobre la cama la gabardina envuelta en periódico. Murmuró «Ahí se lo dejo» con una voz ahogada, mirándole con el rabillo del ojo, y salió silenciosamente sin esperar respuesta y con el mismo aire experimentado, acaso algo sorprendida esta vez de no hallarle tumbado en la cama en medio de sus papeles.

La gabardina estaba rígida y crujía. Miguel se la echó sobre los hombros, cerró la puerta con llave y bajó a la calle mientras arrancaba los hilillos blancos del borde inferior de la tela. La escalera era estrecha y mal iluminada, bajaba ceñida y revolviéndose sobre sí misma, con una trémula barandilla de hierro pringoso y unos peldaños de ladrillo rojo y reborde de madera alabeados por el uso. Fuera, el cielo estaba completamente nublado. En cuclillas frente al charco, la niña le miró inmovilizando un instante sus manos sucias de barro sobre las rodillas igual que dos negras mariposas cansadas. «Miguel —dijo—, Miguel, adiós». Él puso una mano en su cabeza al pasar, sonriéndola, y la chiquilla le siguió con los ojos al tiempo que se incorporaba despacio con la barbilla clavada en el pecho.

—¡De prisa, hijo, de prisa! ¿Me oyes? ¡Corre…!

De momento no vio a nadie. La voz de la mujer sonaba desde alguna parte de la casa, era una voz desganada y fría de sirvienta que sabe que habrá de repetir muchas veces la llamada. Luego apareció en lo alto de los cuatro escalones, entre las columnas del soportal, y volvió a llamar al chico con palabras de urgencia pero sin poner ningún entusiasmo en el acento. El hijo de Pedro Sagnier jugaba con la tierra del jardín, arrodillado bajo el árbol favorito. Las nubes bajas y oscuras se removían sobre su cabeza cubriendo todo el cielo. Dot empujó la verja con la mano. El camino rojo bordeado de chopos quedaba a su espalda, alejándose ceñido a las revueltas enfangadas de la colina, luego bajando recto frente a la hilera de chalets con verja de madera pintada de azul hasta morir en la blanca y limpia estación de Valldoreix.

—¿Quieres mojarte? —decía la sirvienta, mientras veía acercarse a Dot—. Ven aquí en seguida o llamo a tu padre.

Iba a llover. Los pinos dejaban caer pesadamente su olor, la atmósfera era densa, tenía un sabor herrumbroso de viejos recuerdos. El niño miró obstinadamente a la sirvienta y luego a las nubes. Abrió las manos como en un estupor y dejó resbalar la tierra entre los dedos. Todo iba oscureciéndose rápidamente.

—Corriendo, te digo —gritó la mujer. Se oyó un trueno lejano y blando y el niño sonrió extrañamente, al fin. Arrojó toda la tierra de las manos y corrió hacia el soportal, los dedos abiertos y rígidos, la cabecita gacha y grave. Y golpeó con la frente en el delantal de la sirvienta, que le abrazó.

Después empezó a llover.

Miguel Dot estaba ya dentro, en la galería. Pedro Sagnier se apartó de los cristales después de cerrar la ventana. Tenía ya una considerable cantidad de grasa en la nuca, a rodajas, como el muslo de una criatura. Aún se estaba riendo al decir:

—Luego te acompañaré a verla. ¡Demonio de chica! Nos ha dado un pequeño susto. Lo más gracioso es que todo lo ha arrastrado en la caída excepto su propio vaso, que ha mantenido con la mano en alto sin derramar ni una gota. No hay otra como ella, te lo digo yo. Ahora la verás, anda, ven. Está echada en el diván de la biblioteca y la hemos hecho creer que tiene el tobillo roto… No hace más que soltar tacos y dice que se siente muy desgraciada…

Le estaba hablando justamente de ella, claro, y puesto que durante todo el viaje había estado pensando y deseando encontrarla allí, aun a pesar suyo, ni siquiera le extrañó que estuviese borracha. Lo primero que le dio una pista fue el ver unos zapatos de mujer junto a la puerta de la biblioteca. Por un momento le pasó por la cabeza la idea de que todos se habían desmandado al fin y organizaban orgías los fines de semana; pero la desechó en seguida, no encajaba en el sonso estilo de fabricante catalán que les caracterizaba a todos ellos y que habían heredado de sus padres no por motivos de orden religioso o moral, sino simplemente porque sus cerebros eran cajas registradoras y la sangre de sus venas pura leche templada a la luz y en la calma de veraneos en Sitges durante la infancia, ese estilo solapado, risueño y falsamente liberal, que tuvo siempre en cuenta que la cabeza ha de mantenerse bien despejada para seguir siendo un padre en la fábrica, los lunes por la mañana. Comprendió entonces por qué se reía Pedro, a su lado, llevándole de la mano como un chiquillo que fuera a mostrarle una travesura de otro, algo muy divertido, pero que él se guardaría muy bien de hacer jamás. «Hay que ver, hay que ver —decía—. ¡Demonio de chica!». No se dio cuenta y ya estaba en la biblioteca, envuelto en la penumbra y en aquel olor húmedo, semejante a metal, del tapizado de los muebles poco usados, frente al diván donde Lavinia yacía sin zapatos y con la cara vuelta hacia el respaldo. Le colgaba un brazo y los dedos de su mano rozaban el suelo, a un palmo de una taza de café vacía. Estaba dormida, o simulaba no haberles oído entrar, y los cabellos le tapaban la mitad de la cara. Sus cabellos no eran rojos, pero evocaban extrañamente un color ígneo, como si estuviesen tocados desde dentro por una luz, y su perfil era algo delicioso que detenía súbitamente la mirada de cualquiera. El pecho se movía sosegadamente bajo la blusa abierta y alguien acababa de mojarle la frente y las sienes. En el silencio se oía la lluvia.

—Duerme —observó Pedro en voz baja—. ¿Qué, tiene gracia o no? Su marido está por ahí, luego no vayas a decirle que hemos entrado a verla, ¿eh? Podría disgustarse, ya sabes cómo es Arturo. Relaciona siempre los excesos de Lavinia con la marcha de los negocios y teme verse perjudicado… Y mira, en eso tal vez tenga razón, qué caray. Ha llegado a presentársele en la mitad de una reunión del Consejo, con una trompa regular, para pedirle las llaves del coche. Y últimamente se dicen algunas cosas de ella que…

—Ya —interrumpió él.

—Ahora le da por ahí. Dice que la culpa es de la maldita lluvia, porque lo único que ella quería era felicitar al chico, y que para eso ha venido, y a jugar unos sets en vez de permanecer aquí encerrada como una rata… ¡Tiene una lengua! Anda, vamos. Se le pasará pronto. Hay unas cuantas personas que no te conocen y quiero presentarte. Luego hablaremos de ti… ¿Dónde has estado metido todo este tiempo? Creo que tienes a tu padre muy enfadado, ya sabes cómo le habría gustado tenerte en el periódico con él. A propósito, ¿dónde se habrá metido ahora mi chico? Esto se hace en su honor, ¿comprendes?

Miguel le cogió del brazo mientras salían.

—Te agradezco que me hayas invitado, Pedro. Pero he venido sobre todo para… pedirte un favor. Es importante.

—Luego. Ahora tomarás una copa tranquilamente, tenemos mucho tiempo y no se puede hacer otra cosa mientras no pare de llover. Puedes quedarte a cenar. —Le puso una mano en el hombro y le obligó a volverse hacia la ventana—. ¿Te he dicho que quiero vender esto? Ya ves, me parece pasado de moda y un poco cursi a pesar de las reformas que hicimos. Es lo que yo digo: cuando una cosa se ha hecho vieja, por buena que sea… ¿Has visto a mi chico? Ha crecido mucho. A él le gusta pasar los fines de semana aquí, aunque tenga que jugar solo. Parece no importarle. Es un chico algo raro, a veces me preocupa. Recuerdo que nosotros a su edad ya formábamos un grupo la mar de unido. Yo, al menos, no soportaba el estar solo. ¿Te acuerdas?… Vaya con Miguel. Por cierto, no confiaba en que vinieras. Supe dónde vives por pura casualidad, mi mujer se encontró con tu madre en una Granja y estuvieron hablando mientras merendaban.

Hizo una breve pausa, le miró fijamente a los ojos y añadió muy serio:

—Bien, yo siempre he sostenido que uno es libre de hacer lo que le venga en gana cuando es joven, y lo que desea es sencillamente abrirse camino y ganar dinero. Siempre sin fastidiar a nadie, claro; hay mil modos de hacerlo. Pero es lo que yo digo: no hay que desaprovechar el empujón inicial de los padres. Miguel…, ¿se puede saber qué es lo que pretendes llevando esa vida?

Él seguía mirando por la ventana: un cromo de la infancia. Aquella estatuilla rojiza que no tenía brazos, que tal vez nunca los había tenido, roída por la lluvia y el tiempo en medio de los rosales, ahora parecía una muñeca ridícula y triste que contemplara su propia ruina allí mismo, a sus pies. Más allá de los macizos de flores, de los setos empapados de lluvia y de la verja, había un Seat y un Mercedes aparcados con cierto aire atolondrado. Miguel observó que se habían realizado algunas reformas alrededor del chalet, y que tenían el sello de los Sagnier, ingenuo y mimado a la vez, como aquella piscina en forma de corazón que habían mandado construir entre los abetos más jóvenes, o la glorieta funcional totalmente cubierta de rosales sobre un banco para dos, donde forzosamente había que pincharse para entrar. La pista de tenis, flanqueada por el camino y protegida por una alta red metálica, estaba empapándose de agua.

Notó junto a él la cabeza calva y olorosa de Pedro dándose vuelta, y oyó su voz aguda y rota encaramándose con dificultad en el aire, una voz que siempre le hacía pensar en la de un mal payaso esforzándose por hacer reír después de algún accidente en la pista. —¡Eh, atención! ¡Atención todo el mundo, venga! ¿Es que no ha llegado nadie a esta casa? ¿Eh? Le estaba diciendo a Miguel lo que nos gustaba pasar las vacaciones aquí, cuando chicos, ¿os acordáis?

—¿Pero qué estás diciendo? —le respondió desde el salón un hombre alto, con jersey de tenis y pañuelo marrón anudado al cuello—. Ven a beber algo y déjate de recuerdos… Y dile a Miguel que entre de una vez, que no le vamos a morder.

Se oyeron unas risas discretas. Él aún les daba la espalda cuando notó en el hombro, otra vez, la mano de Pedro.

—Ven, Miguel. Anda, ven… Pasa, hombre…

Y entró. Estaban sentados en las butacas, en torno a una mesita baja y rectangular con patas de metal, sobre la que había una baraja francesa, dos libros, un enorme cenicero y vasos. Le saludaron levemente y como sin querer, calibrando en una fracción de segundo los viejos zapatos enfangados y el traje raído que tenía el aspecto de no haber sido descolgado de aquel cuerpo anguloso y lento desde hacía años, y le tendían unas manos fláccidas y tibias que él estrechó cálidamente pero sin ningún entusiasmo. Empezaron a preguntarle cosas, qué tal le iba, te dejas ver poco, esos periodistas, chico, tienes buen aspecto… Sostenían los cigarrillos y los vasos con la misma bella y tranquila indiferencia de siempre, mientras en el tocadiscos, junto a la mesa de ruedas para bebidas, sonaba muy alto un ritmo bronco de jazz.

Pedro le presentó a dos muchachas que no conocía, sentadas sobre la alfombra, con faldas ceñidas y peinados altos, huecos e incoloros. Estaban lamentándose de que la lluvia les iba a estropear el fin de semana, los partidos de tenis y el primer bronceado de la temporada, bebían picoteando en los vasos como polluelos, mirando a todas partes, sin acabar de animarse del todo. La habitación, a pesar de ser grande, estaba ya saturada del humo de cigarrillos y la música atronaba por todo el chalet con un ritmo de pulso desmandado.

Gabriela Fontalba, la mujer de Pedro, le sirvió un whisky.

—Miguel, eres malo, nos has traído la lluvia —dijo.

Las dos chicas miraban a Miguel con curiosidad; aunque fuese amigo de los Sagnier, y guapo, y desde luego interesante, aquello de clasificarle socialmente iba a resultar difícil.

Miguel buscó los ojos de Gabriela y dijo:

—Sí, será cierto… Tengo que hablar de negocios con tu marido. ¿Tú crees, le pillo en buena disposición?

Ella había fruncido un poco las cejas, no sabía si por el humo del cigarrillo o por lo que adivinaba en las palabras de Miguel. Pero éste le ofrecía su mejor sonrisa, una sonrisa infantil que ella tenía forzosamente que recordar. Gabriela era todavía una muchacha, como él; una muchacha casada y madre de un chico, pero no podía haber cambiado mucho todavía. Delgada, morena, con unos ojos redondos y negros, se puso a sonreír también, pero no con el aire de complicidad que él esperaba.

—Seguramente —dijo—. Buen humor no le falta…

Más tarde, todos le vieron hablando con Pedro Sagnier frente a la chimenea, gesticulando y despeinado, con su traje abolsado en las rodillas y chupando del cigarrillo con una especie de furia cada vez que Pedro le interrumpía. Pedro Sagnier tenía unos pliegues azulosos bajo la barbilla, suaves, sin agostar, una calva incipiente y unas manos blancas, pequeñas y ágiles; joven aún, con unos hermosos ojos de niño mimado que, de vez en cuando, acusaban casi con espanto aquellas cosas que en los demás no comprendía.

—¿Conque eso es lo que quieres? —dijo, y suspiró, cabeceando—. Tu revista. Tienes gracia, yo siempre lo tomé como un simple pasatiempo universitario. En fin, tú sabrás. Antes, cuando se publicaba, solía leer tu revista. Estaba bien. Un poco seria, quizá…

Se pellizcaba una ceja, pensativo. Gabriela se acercó.

—¿Qué estáis conspirando? Y tú, Miguel, ¿se puede saber qué ha sido de ti en tanto tiempo? Desconsiderado. Tuve que tropezarme casualmente con tu madre para enterarme de que sigues vivo y cometiendo tonterías, como esa de plantar a tu padre y encerrarte a vivir solo en una habitación alquilada.

—Bueno, de vez en cuando me acerco por casa.

Pedro se removió en la butaca, inquieto, y habló como siguiendo el hilo de un pensamiento.

—En fin, tú sabrás. No te ofendas si te digo que todo eso me parece propio de chiquillos. Te llevo algunos años y estoy ya de vuelta de bastantes cosas.

—No estás de vuelta de nada —cortó Miguel—, no has llegado a ninguna parte, no te has movido nunca de este sillón. —Dejó de sonreír, sin brusquedad, fijó los ojos en el vaso que tenía en las manos. Pedro se palmeó las rodillas, riendo:

—¡Este chico es único!

—¡Qué ocurrencia! —dijo Gabriela. Luego añadió con acento irónico—. Esposo mío, confiésale a este espía que no te interesa ya el país ni ciertos problemas.

—Eso también es verdad.

Miguel dio unos pasos, decidido a suspender la conversación hasta que se presentara una ocasión más favorable. «No lo has enfocado bien, maldito payaso, nada bien», se decía, y con la excusa de servirse otro trago se alejó hacia una de aquellas dos muchachas cuyos nombres ya no recordaba. Estaba apoyada en el respaldo de una butaca, con los brazos cruzados, mirando caer la lluvia tras la ventana. Miguel cambió unas palabras con ella y la hizo reír como una tonta al asegurarle que la lluvia les tendría aislados allí durante un mes, y que habían echado suertes y a ella le había tocado ser la primera en dejarse comer; que él quería dar el primer bocado, si no había inconveniente. Ella le dijo que era un fresco, luego se le escabulló riéndose, sonrojada, a pasitos cortos, las nalgas recogidas en un puño bajo la estrecha falda. Sin apartar los ojos de ella, Miguel se llevó el vaso a los labios y se dijo que, puesto que estaba allí, lo mejor que podía hacer era divertirse; prestó atención al whisky, saboreándolo, y fue el primer buen trago apurado a conciencia. Se acordó de Lavinia y decidió ir a buscarla. Nadie pareció notar su salida, de momento. Encontró a Lavinia lo mismo que antes, pero despierta, con las manos cruzadas bajo la nuca. Miguel había cogido los zapatos al entrar y permanecía de pie junto al diván. Lavinia no le miró, no apartó los ojos del techo.

—También le tenía miedo a Gabriela y a sus interminables partidas de bridge, eso es todo —dijo como si concluyera un diálogo con alguien que se estuviese clavado en el techo. Luego volvió la cabeza, sacudiéndola para apartar los cabellos de la cara «Ven, acércate», dijo, y cogió la mano de Miguel entre las suyas y la apretó a su pecho. No estaba muy borracha. Había en la mirada de sus ojos castaños, o quizás en el pliegue de los párpados, un leve matiz de fatiga y de tristeza que hacía pensar en noches de amor laboriosas y en aquellos pequeños tragos apurados a escondidas y con mano temblorosa, que tanto habían dado que hablar a las amistades al principio de su matrimonio.

—Me alegro mucho de verte, Miguelito. —Se arrimó al respaldo del diván y le hizo sitio—. Siéntate. Dicen que me he torcido el tobillo. Es una broma siniestra, ¿no te parece?

—He venido solamente para saber si seguías durmiendo. Ahí tienes los zapatos.

—Miguel, a mí no me hagas numeritos de joven virtuoso, porque no lo soporto. Has venido a verme porque te aburrías en medio de esos pelmas que no quieren financiar tu revista literaria y que no hacen más que hablar de automóviles, de dentífricos que huelen bien y peligro del comunismo. ¡Si lo sabré yo! Y sobre todo has venido a verme porque te gusto un poquito, y yo me alegro que hayas venido porque me gustas… un poquito. Estoy perfectamente curada. No ha sido culpa mía que el dichoso niño Sagnier cumpla hoy cinco años. Durante la comida no he probado ni el agua mineral, de veras, pero luego la lluvia y los Sagnier han terminado por estropearlo todo… Si hablo demasiado me paras, no quiero decir tonterías delante de ti. Verás cómo ha ocurrido: yo me había levantado de la butaca porque alguien ya habló de organizar una partida de bridge, en vista de que no paraba de llover, y entonces he tropezado con el maldito fleco de la alfombra, de modo que me he apoyado donde he podido, y entonces he tirado la mesita y todo se ha venido al suelo conmigo. Gran estrépito y un chillido muy fino y encantador de Gabriela, que ya sabes que es una chica que no se pierde ninguna oportunidad de demostrar lo sensible que es… ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, que he conseguido salvar el vaso a pesar de todo. Me he torcido el tobillo, eso me han dicho, y por eso me han traído aquí. Arturo, como siempre, ruborizado igual que una virgen. Mira, los Sagnier son encantadores, pero son gente que, cuando a una le ocurren cosas así, le piden siempre a una que se tumbe en un diván durante un buen rato. Despejar, lo llaman ellos. ¿No tiene gracia? Airear, despejar, y cosas así. Pues bien, a mí la posición horizontal nunca me ha servido para nada y más bien me ha traído decepciones, en el matrimonio. Bueno, avísame si hablo demasiado.

Miguel se echó a reír. Dijo:

—Arturo ha preguntado por ti. ¿Te ayudo?

—No. Dicen que me he torcido el tobillo. Sospecho que se trata de una mentira piadosa, pero no tengo ningún interés en comprobarlo. De modo que no me levanto. Ven, hombre, acércate y cuéntame cosas. ¿Es verdad que te has lanzado a la mala vida? Mira, no tengo ni un céntimo. Ya ves que soy sincera y no quiero hacerte perder el tiempo. De todos modos, prometo hacer algo por ti si me garantizas que esta vez estás dispuesto a trabajar. Oye, ¿has visto esas dos monadas de Tarrasa, primas de no sé quién…?

—Sí. ¿Cómo se llama ésa, la más gordita?

—María Montserrat, naturalmente. Todas las hijas de los fabricantes de Tarrasa se llaman María Montserrat. Bueno —añadió— la verdad es que no lo sé… ¡Uf, tengo sueño!

Sus soberbios ojos pardos, chispeantes, se clavaron durante un instante en la boca y en el mentón de Miguel con una somnolencia dulce y alerta a la vez, y luego volvieron al techo.

—Qué —dijo él—. Qué es de tu vida.

—Así, así… Mecachis de lluvia, me ha fastidiado una exhibición en bikini que tenía preparada en tu honor.

—¿Con ese frío? ¿Y desde cuándo…?

—Desde que me casé. Casarme y desear hombre fue todo una. Ya ves, lo que son las cosas. Pero dime, Miguel, ¿cómo se le ha ocurrido a Pedro invitarte? La famosa piscina en forma de corazón no le da suficiente categoría para invitar a mendigos y a locos.

—Estoy de acuerdo contigo.

Lavinia se incorporó despacio, con los ojos clavados en el rostro de él. Súbitamente notó un vacío como si fuera a caerse. Todavía estuvo mirándole un rato con sus ojos inteligentes fijos en los suyos, callada, sosteniéndose la barbilla con las manos. «¿Te sientes ya mejor?», vio que decían sus labios, más que oír su voz, pero durante mucho tiempo no pensó que fuese una pregunta dirigida a ella, ni siquiera una pregunta; era simplemente un agradable sonido ronco que quedaba muy bien entre los demás en aquella hora de la tarde, allí tan cerca de su oído, en el aire espeso y dulce de la biblioteca en sombras, en aquel absurdo fin de semana que de repente se había detenido convirtiéndose en el pecho de aquel guapo muchacho, el pecho donde ella recostaba la cabeza… «¿Cómo te sientes Lavinia?», volvió a oír, y entonces todo fue negro y el cuerpo desnudo y ligeramente felino de aquel hombre que no tenía cara ni nunca la había tenido se le vino de pronto a las yemas de los dedos con una sensación de músculos en movimiento, se le vino a las palmas de las manos y sobre los pechos, otra vez, y abría los brazos en cruz negándose a abrazarle aunque sabía muy bien que lo único que quería era abrazarle…

Cuando levantó la cabeza del hombro de Miguel no supo si se había desvanecido o si sólo había descabezado un sueño. Estaba terriblemente mareada y en el estómago notaba una cierta cantidad de gin semejante a una pelota de trapo que pugnaba por salir.

—Vaya —dijo Miguel—, me has asustado.

—No es nada. Vuelvo en seguida —y se levantó. Los cinco minutos que se pasó ella en el cuarto de baño los empleó Miguel en decidir si le convenía irse antes o después de cenar. Decidió que sería después. Oía voces en el salón, la música y la risa de aquella muchacha, pero no se movió.

—¿Te sientes mejor? —dijo cuando Lavinia se hubo sentado de nuevo a su lado. Estaba más pálida, pero sus movimientos ya no tenían la pesadez de antes—. ¿Sabes qué me gustaría hacer ahora, si dejara de llover? Pasear contigo por el jardín, como cuando teníamos quince años. Bueno, ¿y si volviéramos al salón?

Ella parecía no oírle. Tenía la cabeza recostada contra el respaldo del diván.

—No abuses de nosotros. Tú sigues siendo el más fuerte. Siempre fuiste el más fuerte. Sabes que te quiero mucho, Miguel. Algún día serás mi amante; es una promesa.

—Lo tendré en cuenta, te lo aseguro.

Lavinia se había vuelto y ahora le miraba con aquella máscara agresiva e irónica en el rostro, muy pálido, envuelto en el halo de sus ojos castaños. Miguel siempre supo que algunas noches el amor había de brillar en aquellos ojos con airados fulgores de oro.

—No te rías, no —advirtió ella, apartando con gesto enérgico un mechón de cabellos caído sobre su frente—. Yo admiro a los hombres que les ocurren cosas fuera de lo común, cosas serias.

—Nada serio me ocurre.

—No te creo.

—Eres un encanto. Pero todavía no me has dicho qué clase de vida llevas, en qué empleas el tiempo y el dinero y el afecto que una mujer de tu posición ha llegado a merecer.

—Me casé, ya sabes —dijo ella dejando caer las palabras. En aquel momento oyeron el ruido de una puerta y en seguida los pasos de alguien que se aproximaba por el pasillo. Miguel se incorporó y encendió un cigarrillo después de ofrecerle a ella. Arturo Salvatierra entraba silbando, con un vaso en la mano y mirándose los zapatos. Lavinia se irguió un poco para que Miguel volviera a encenderle el cigarrillo, que se le había apagado, y añadió en voz baja—: Con ése. Nadie sabe sostener una copa en las manos con tanta elegancia como él ni ganar una regata de fuera-borda, por ejemplo…

—¿Qué murmuráis? —dijo Arturo—. Tengo que deciros que siempre he sospechado de vosotros.

—¡Cielo santo! —exclamó Lavinia—. Haber empezado por ahí, querido, a ver si por fin hay un detalle divertido en nuestro matrimonio.

—Bueno, eres tú quien se encarga siempre de dar la nota, ¿no es cierto, monada? —No había ningún tono de reconvención en su voz, pero tampoco esa ironía inocente que el marido feliz y cretino gusta de exhibir delante de las amistades; era una voz asexuada, diluida, que le envolvía a uno la cabeza como un remolino de aire caliente—. Así es que los detalles corren de tu cuenta, siempre que no te pases de la raya. Y a propósito, Miguel, te has perdido algo bueno. Pedro empieza a temer que no ha estado muy acertado al invitarte. No has dedicado ni un elogio a su piscina. Bueno, ahora en serio: ¿no te parece que los Sagnier están chocheando un poco, Miguel?

—Arturo, querido, que a ti no te va ese tono —advirtió con voz monótona su mujer—. ¿Qué llevas en ese vaso?

—Un poco de menta. Bébelo, te sentará bien. Tienes muy mala cara, pronto me llevarás diez años en vez de llevártelos yo a ti.

—Ya sabes cómo me sientan esas bonitas jiras campestres. No, llévate eso, no conseguirás que lo beba.

—Entonces, ¿qué piensas hacer? ¿Quedarte tumbada ahí hasta mañana? —Se volvió hacia Miguel—. A ver si tú puedes convencerla, chico. Es una cría, una irresponsable. Menos mal que Pedro y Gabriela son de confianza…

—Siéntate un rato, hombre —dijo Miguel—. ¿Qué? ¿Qué cuentas?

—Pues nada, ya ves. —Se derrumbó en una butaca de cuero rojo. Se mordía los labios, dejaba caer los párpados despacio y meneaba su hermosa cabeza trigueña de piloto motonáutico, admirada en el Real Club Marítimo y en las juntas de accionistas de más de una docena de Sociedades y en tantos otros sitios que muy pocos conocían, pero que su mujer sospechaba, muy alto, muy correcto, vigoroso aunque no corpulento, con un discreto y mesurado sol marino en el rostro de facciones agradables y en las manos. Su aspecto no acusaba los treinta y cinco años, y se miraba siempre, se recorría largamente con los ojos como un adolescente de aire distinguido y lánguido, distante y vagamente enfermizo—. Nada, absolutamente nada que no se refiera al trabajo o a las monerías de la señora de Salvatierra… Desde la muerte de papá, el trabajo se me come vivo. Bueno, pronto será de noche. ¿En qué estará pensando Pedro? Yo me voy con ellos. —Se levantó, muy despacio—. ¿Te quedas hasta mañana, Dot? Me gustaría ganarte, si la pista lo permite.

Se detuvo en el umbral y se volvió a mirarle antes de salir.

—Quería irme antes de cenar, pero lo veo difícil —dijo Miguel.

—No te dejaremos —advirtió Lavinia, y, al comprobar que Arturo se había ido,, añadió—: Hazlo por mí, ¿quieres? Un día es un día. Y quiero que sepas que me encantaría ayudarte. De veras, créeme. —Le cogió la mano otra vez, haciendo que se sentara junto a ella, en el diván. Miguel la miraba con una expresión divertida e intrigada a la vez: descubrir de pronto lo juntos que estaban, rozándose las caderas y oliéndose casi como dos animales en una intimidad tranquila que parecía llegar de la mano de la noche, no era, desde luego, suficiente tratándose de una mujer excepcional como Lavinia Quero, pero de todos modos simuló quedar pensativo y ladeó la cabeza despacio con el tiempo justo de ver la mano de ella alzándose; estaba seguro de notarla en la nuca dentro de poco, pero la mano debió quedarse a medio camino y él solamente se atrevió a rozar sus cabellos y su cuello con los labios. «Gracias por tu interés, Lavinia», dijo, y se levantó. Ella aún tenía cogida su mano apretándola sobre el escote de la blusa y Miguel notaba en los dedos la tibieza de los pechos.

—Espera, hombre —dijo ella—. Cuéntame cosas…

—Luego. Ahora ponte los zapatos y vamos con ellos. Que te vean, que vean todo lo mujer que eres y con qué dignidad paseas tu leyenda negra por los salones.

Ella soltó una risa velada y agradable y siguió riéndose mientras se ponía los zapatos apoyando una mano en el brazo de Miguel, que miraba su cabeza inclinada y su nuca que los cabellos partidos dejaban al descubierto. «Ve tú primero», la oyó decir entre gemidos de pereza y bostezos, luego, cuando salía con los brazos en alto, la blusa colgándole fuera de la falda y moviéndose ágil, flexible y lenta a la vez. «Ahora lo que necesito es un espejo», añadió en el pasillo. La misma ingravidez, la misma calidad de sueño, de indiferencia y de dignidad admirables que de la manera más extraña parecían afinarse con el vicio, apareció luego en su mirada y en todos sus gestos al entrar de nuevo en el salón, pálida y ausente, con una leve sonrisa que iba dirigida a todos y a nadie en particular. Miguel, que en aquel momento estaba hablando con Daniel Sureda, un joven abogado pariente de los Sagnier, la vio quedarse de pie a la butaca donde se sentaba Arturo y contestar a las preguntas de Gabriela con leves movimientos de cabeza.

Pedro Sagnier estaba sirviéndoles unos whiskies muy aguados a las chicas, y no hacían más que preguntar por su hijo alegando que la fiesta se daba en su honor. Todo el mundo se acercaba de vez en cuando a las ventanas esperando que cesara de llover y había ya unos cuantos discos que empezaban a estar demasiado oídos. Lavinia Quero acabó por sentarse en la alfombra, frente a los zapatos de ante de su marido; recogió hábilmente los pies bajo los muslos y dijo:

—¡Qué asco de tiempo! Dame un cigarrillo, Arturo, y deja de mirarme como si fuese un bicho raro. ¿Tú crees que podremos jugar?

—Hoy, imposible: pronto habrá oscurecido. ¿Has visto la pista, has visto cómo está? En todo caso mañana, si hace sol y se seca…

—¡Qué mala suerte!

—Oye, cielo, ¿a qué ha venido el sablista de Miguel Dot? Seguro que lleva alguna de esas ideas locas en la cabeza. Cómo se ha echado a perder ese muchacho, hay que ver.

—Miguel es encantador —dijo ella escuetamente. Arturo siguió hablando con la cabeza inclinada sobre la de su mujer, pero ella había dejado de escucharle. Se limitó a fumar y a mirar lo que hacían todos, sin ninguna atención especial, muy quieta, hasta que se levantó a poner sus discos favoritos.

Pedro Sagnier le estaba sirviendo otro whisky a Miguel. Luego, cogiéndole del brazo, se lo llevó a la chimenea.

—Hombre —gruñó mientras se sentaba—, si pudiera hacer algo por ayudarte, lo haría. Sabes que sí. Pero no dormiría tranquilo. Te conozco muy bien. Sé la clase de revista que sueñas hacer; sé también, no sé cómo aún, que la harás. Cuando menos, teniendo en cuenta de quién eres hijo y lo bien situado que has estado en el periodismo, lanzarás un par de números si eres prudente. Pero me temo que luego tendrás que irte con la música a otra parte. En fin, ése es un juego en el que no puedo participar ya, se me pasó la edad.

—Está bien, hombre —dijo Miguel—. Pero tu dinero, sí.

—Mi dinero tampoco. Sería lo mismo.

—Contigo ya no contaba, francamente. Y no sin pena, créeme, porque siempre fuiste un buen elemento… Pero contaba con tu dinero.

—¡Mira qué bien!… No se puede ser más claro. Pero, dime una cosa: ¿por qué abandonaste a tu padre? ¿Por qué cometiste esa idiotez? A su lado tendrías ahora toda clase de facilidades. ¿Cómo se te ocurrió semejante absurdo precisamente cuando pensabas hacer todo eso?

—Justamente. Era incompatible.

—Tu padre sabe que tienes talento.

—No podía soportar ni un día más a su lado, en aquel horrible periódico. ¿Tanto te cuesta comprenderlo?

Pedro le observó durante un rato, absorto, casi dolorosamente.

—Estás loco, muchacho.

—No estoy loco —murmuró sonriendo.

—Creo que se te ha pasado la edad para estas cosas; revistillas de tono serio que no dan ni cinco y todo eso, cosas propias de una generosidad universitaria de los dieciocho años…

Miguel, sin dejar de sonreír levemente, se levantó. Pedro Sagnier se cruzó de brazos. «Vaya, vaya», decía en voz baja y observaba sin comprender gran cosa el traje gastado y sin forma de su amigo y aquel zapato al que le faltaba casi todo el cordón. Luego se levantó también, los labios fruncidos con un gesto resignado e irónico al mismo tiempo, y fue a servirle otro vaso a Dot. «Toma, hombre, toma. Bebe». Y volvió a sentarse, despacio, sin aliento, crujiente y congestionado dentro de su traje de mezclilla. Gabriela se sentó en el brazo de su butaca y le rodeó los hombros con el brazo. Miguel mantenía los ojos bajos, inmóvil, de pie, con el vaso en la mano, y sintió la mirada de ella, sin verla, como una fresca y suave mancha negra que se posara sobre él. Igual que años atrás, se dijo, algo semejante a una brisa sin pausas, constante, palpando sus desperfectos y su cansancio exterior. Pero ni la voz ni el afecto que pudiera haber en ella eran ya los mismos:

—Vaya con Miguel…

Mirar por la ventana significaba solamente ver la lluvia batiendo contra las carrocerías de los coches. No intentó disimular su fastidio y volvió los ojos hacia Gabriela. Se estremeció ante el brillo compasivo de los de ella. Parpadeó un poco, sin querer, y volvió por un segundo el olor perdido de sus cabellos y el del jardín, el rumor de los insectos y las plantas, cierto árbol, cierto sol, una luz muy concreta sobre Sitges; volvió el sabor de sus labios pequeños e inhábiles, rígidos, dulces, el perdido primer sabor mientras seguía parpadeando y mirándola a pesar suyo en tanto que la voz chillona de Pedro zumbaba de nuevo en alguna parte —no sabía decir dónde y maldito si le importaba, realmente, ahora que estaba descubriendo, al fin, que aquello que parecía una sonrisa en los labios de ella no era más que una especial mueca irónica o un gesto de impaciencia y de aburrimiento.

—… Pero en fin, no sé —decía Pedro Sagnier—, quizá podría ayudarte un poco. Algo habría que hacer por ti, supongo… Por ti, óyelo bien, no por la cultura ni carantoñas de ésas. Por ti, que eres un amigo y mereces más suerte de la que has tenido hasta ahora. Tengo dinero, en efecto —y alzó los brazos, como disculpándose—. Lo que me preocupa no es perderlo, cosa poco menos que inevitable tratándose de ese tipo de revista que tú persigues, sino el comprometerme en esa postura que me consta tú vas a adoptar en sus páginas. Te conozco, Miguel. Tú eres de esos tipos que creen que cuatro verdades bien escritas pueden hacer cambiar un país. ¡Delicioso! —Notó un gesto de impaciencia en Miguel y se apresuró a añadir—: Bien, no discutamos eso ahora. Lo que quería decirte es que yo, hoy, no puedo permitirme eso. No tenemos ya dieciocho años, Miguel.

Su mujer se apretó a él. Miguel apoyó las manos en la repisa de la chimenea, sonrió ampliamente, de espaldas a ellos, y dijo:

—Lo sé. No hablemos más de ello… —Volvió la cabeza y miró a Gabriela—. El tema fastidia a las mujeres, ¿no lo ves?

Pedro permaneció un instante pensativo. Su mujer le hizo un mohín. Inclinándose con sus bellos ojos entornados hasta apoyar la frente en la cabeza rala y olorosa de él.

—¿Has oído, cielo? ¿No tiene gracia? —Su risa era poco convincente, pero sus dedos experimentados y morenos, muy deseosos, muy concretos le acariciaban las fláccidas mejillas y toda ella seguía intencionadamente, conscientemente abrazada a él, que sonreía con los ojos cerrados, como una beata o como si le rascaran la espalda—. ¿Verdad que tiene gracia? De todos modos, no deja de ser un proyecto, y, con un poco de suerte, tal vez un negocio.

—Un proyecto disparatado, como todos los de Miguel, eso es lo que es. En el fondo, el chico es un poco poeta, y ya sabemos que todos los poetas llevan un loco dentro. ¿Verdad que sí, Miguel?

Por toda respuesta, Dot vació el vaso de un trago. Pedro añadió:

—Pero, mira, acaso estaría dispuesto a arriesgar algo si me garantizas…

Miguel se volvió del todo, repentinamente, con intención evidente de zanjar la cuestión. Sin embargo, cuando habló lo hizo mirando a Gabriela.

—Yo no garantizo nada. Nada en absoluto, Pedro. Esto no es una operación bancaria.

De repente se sintió muy cansado. Vio que había cesado de llover y que las mujeres se disponían a salir al jardín. Se acercó a una ventana que alguien había abierto. La música había dejado de sonar y el aire frío de fuera se introducía como lanzas en medio de la atmósfera cálida. Al otro lado de la ventana apareció aquella muchacha que se ruborizaba por nada y que ahora llevaba un pañuelo rojo atado a la cabeza y un jersey echado sobre los hombros: «¡Yuju! ¿Os animáis a salir de la ratonera o qué?», exclamó dirigiendo una mirada intencionada, pero muy torpe, a Miguel. Pedro y Gabriela ya se habían levantado de la butaca, mientras Daniel Sureda contaba algo gracioso a Lavinia Quero, que se reía violentamente con las manos cruzadas sobre el escote. Durante un segundo, por encima del hombro de Pedro, Miguel notó el destello de sus ojos y el de sus dientes. Estuvo observando a Daniel, pensando que nada se perdía con probar, tantear su antiguo entusiasmo universitario por todo lo intelectual, cuando le vio dejar a Lavinia y echar a correr tras las chicas hacia el jardín.

Fuera, el aire cortaba y los pinos y los setos, sobre el fondo lila y rosado del crepúsculo, exhalaban su pesado silencio de húmedas cabelleras exhaustas y de límpidas gotas deslizándose por las ramas como insectos de plata. Caminando sobre la grava de los senderos con paso firme, ruidoso y alegre en dirección a la piscina y a la pista de tenis, tras las mujeres que reían y chillaban como niñas, ellos sonreían extrañamente mirando las nubes, sonreían con labios poderosos y tranquilos, acostumbrados a la buena suerte, a que todo acabe bien, los problemas del tiempo incluidos. Luego se fueron retrasando, encendieron cigarrillos, iban silbando, pateando guijarros, los jerséis echados sobre la espalda y anudados al cuello por las mangas, los hombros elegantemente encogidos y las manos hundidas en los bolsillos hasta el fondo. Pedro y Gabriela se unieron más tarde, solos, y se acercaron al borde de la piscina. En el extremo inferior del corazón se habían refugiado unas cuantas hojas que flotaban muy quietas.

—¿Ves? —observó ella, con una vocecita mimada—. Otra vez hay hojas. Nunca podré verla limpia del todo, es inútil… ¿No ha salido Miguel? —añadió volviendo la cabeza—. Mira, en esta vida uno es como es y qué se le va a hacer, pero este chico está llevando las cosas demasiado lejos. Acabará mal, ahora empiezo a estar segura de que Miguel acabará mal. Hace un rato, cuando te hablaba, incluso me dio como una pena. Esos zapatones, esa ropa. ¿Te has fijado en la piel oscura de sus manos? Tiene un poco ese color de la miseria; no de la suciedad, sino de la miseria. No he conocido chico más guapo que él, y estoy por decir que inteligente, y ahí le tienes, echándose a perder tontamente. Podría casarse con cualquier chica de su clase, la tendría a sus pies con sólo proponérselo. Sabe ser simpático, cuando quiere…

La voz se le había ido apagando, sin darse cuenta, como si estuviera sola, hasta que oyó el crujido de los zapatos de Pedro. Se cruzó de brazos, con un escalofrío, y él le rodeó los hombros con el brazo y la besó en la mejilla.

—No tiene muy buen aspecto —dijo Pedro, clavando los ojos en el agua—. Pero sigue siendo un buen chico. No sé qué podría hacer yo… Si se tratara de una publicación deportiva, o de cine. Qué sé yo, algo más seguro. Pero esta manía suya…

Observaba a su mujer, de soslayo. Ella miraba las aguas quietas y oscuras de la piscina; de pronto pareció cobrar vida, echó la cabeza para atrás, agitó sus cabellos y sonrió.

—Bah. Miguel siempre ha querido vivir así. En él es una necesidad. Mal vestido, sucio, siempre desaliñado, ¿y para qué? No, no es bohemia eso, Miguel no sabe vivir el mito del escritor, la fachada de los genios. No es brillante, nunca le ha importado, nunca ha querido serlo. Eso es lo que no comprendo. A menudo es francamente desagradable —seguía sonriendo, mirando el agua fijamente, cruzada de brazos—. Y, además, es un poco farsante. Me han asegurado que hace algún tiempo consiguió embaucar a un individuo para no sé qué asunto de editoriales… ¿Comprendes? Es lamentable, pero empieza a tener mala fama. Como Lavinia, aunque en otro estilo.

—No sé. Miguel es un buenazo, en el fondo…

—Y ya que hablamos de nuestra querida Lavinia, ¿no se te ha ocurrido nunca pensar que entre ellos dos puede haber algo?

Pedro se echó a reír.

—Podría ser. Tienen mucho en común. Pero Miguel llevaba mucho tiempo sin dejarse ver y Lavinia no ha frecuentado jamás los ambientes literarios. La aburren soberanamente.

—Pero con un jovencito…

—Ni con un jovencito a su gusto, no creo. En fin, no sé, tú conoces mejor que nadie la vida que lleva Lavinia.

—Demasiado —dijo ella con aire pensativo, volviéndose y echando a caminar junto a los altos setos del sendero. Pedro la siguió, sin soltarla—. Sus confidencias me deprimen espantosamente. Siempre son las mismas. Además, como le da por contármelas durante alguna cena en casa de los Comas o de los Sureda, o en una merienda en las Granjas, pues acaba por fastidiarme la digestión, porque no se reserva ningún detalle, no creas. Termina siempre bebida y hablando como una verdulera, hundida en su butaca, descotada, enseñando las rodillas y envuelta en la nube de humo de sus cigarrillos como una vampi cualquiera. Claro está que la quiero, la quiero mucho a Lavinia. Y comprendo muy bien que, como es una chica mona, resulte interesante en cualquier reunión, y que los hombres, incluido tú, pues os la comáis con los ojos. Pero, qué quieres; a mí me han dejado ya de impresionar sus numeritos de alta tragedia. Además, todo el mundo sabe que se acuesta con los jóvenes remeros del Club Marítimo. Así es que ya tiene distracción. Otras consiguen aguantarse y no hacen tanto ruido. Ahí tienes el caso de María José y ese perdido de Guillermo Soto. María José es una chica sensata. ¿Quieres saber lo que hace Lavinia cuando nos reunimos las tres? Pues bien, se ríe de María José, se burla cruelmente de su problema, lo llama «mandangas de esposa virtuosa y estrecha». Eso es lo que hace. ¡Oh, lo hace sólo por gastar una broma, por supuesto! Pero todo el mundo sabe que Guillermo es un fresco, que se pasa meses enteros detrás de las prostitutas más vulgares.

—No es el mismo caso que el de Lavinia. Guillermo es un hombre sano, no es anormal aunque sea un sinvergüenza. Y a Lavinia siempre le han sido simpáticos los sinvergüenzas al estilo de Guillermo Soto. Seguro que preferiría tener un marido sinvergüenza y fulanero en vez de lo que tiene…

—Tal vez.

Pisaban la grava despacio, con los ojos bajos. Gabriela parecía aburrida y disgustada. Era casi de noche, los setos y la tierra mojada olían fuertemente y ella, al paso, tanteaba las ramas con la mano, pensativa, escuchando en el aire quieto las voces y las risas de los otros.

—Parece que se divierten —dijo cruzándose de brazos. Ahora notaba los ojos de él recorriéndole el perfil, la cabeza.

—Sí —murmuró él, y se detuvo, reteniéndola—. Ha sido una lástima que lloviera. A ver mañana. —Tenía una mano en su nuca. Sonreía como si estuviese preparando una sorpresa. Gabriela descruzó los brazos se volvió despacio hacia él manteniendo los párpados caídos y sonriendo con un aire de pesadez. Fue un beso fútil, anodino, que ella supo abreviar hábilmente con un fuerte y súbito abrazo y unos atrevidos golpes de lengua. Despegó la boca riéndose. Pedro seguía abrazándola. Repentinamente deslizó las manos hasta sus nalgas y adelantó el rostro. Susurró ella: «No querrás tratarme como si fuese tu fulana, ¿verdad?», y, sin forzar, le quitó las manos. «Estamos en pleno campo», añadió. Riendo, se colgó de su brazo y siguieron caminando en dirección a la casa. Se sentía orgullosa de su felicidad, sobre todo cuando pensaba en sus amigas, como Lavinia Quero o María José Roviralta, pero no estaba dispuesta a saber por qué, a ir demasiado lejos. Intuía que todo era perfecto y cómodo, pero frágil. Así debía seguir.

—Realmente —dijo—, Miguel parece un niño. Esa revista debe representar un juguete para él, no comprendo tanto interés. ¿Tú qué opinas, querido?

Ahora él la cogía de la cintura, un poco demasiado fuerte, tal vez, pero se sentía moralmente obligado.

—Mujer, pareces tonta. Son intelectuales, ¿no? Y quién sabe, tal vez consiga crearse un porvenir, convertir todos estos proyectos en un buen negocio. Tampoco hay que juzgar prematuramente a las personas. Yo nunca he dejado de creer en Miguel. No comparto sus ideas políticas, naturalmente, nunca me han gustado sus compañías ni ese aire de proletario que se da, pero, por lo demás, es un chico excelente, con mucho talento. Creo que a veces eres un poco injusta con nuestros amigos…

—¿Injusta yo? ¿A qué te refieres? Ya te he dicho antes que las personas son como son y que qué se le va a hacer. Dios me libre de querer cambiar a nadie, pero eso no quiere decir que no se pueda hacer un comentario. Me parece, vamos. Lo que pasa es que a ti siempre te ha conmovido todo lo intelectual. Oh, sí, te conozco bien. Restos de tu formación universitaria, supongo, que degenera siempre en esnobismo. ¿Sabes lo que pienso de todo eso? Miguelito es encantador, conforme, pero es un farsante. Ya lo habrás notado. Se las da de inconformista y de bolchevique, pero en el fondo es más hijo de papá que nadie. Acabará casándose con una muchacha de su clase y dirigiendo ese periódico de su padre que tanto le horroriza, ya lo verás. Y sospecho que… —Soltó una risita desganada, echando la cabeza hacia atrás—, sospecho que, en realidad, como es un pillo redomado, lo que ahora quería era tantearte, saber si has cambiado.

—¿Cambiado? Yo siempre he sido el mismo, a mí que no me metan en política. Porque en el fondo se trata de eso…

Gabriela Fontalba le dejó hablar durante un buen rato, apretada a él, muy cálida, caminando despacio por entre los parterres empapados, sobre la grava que crujía nítidamente en la noche. Empezó a pensar en la cena y en el estilo de conversación que convenía aquella noche, teniendo en cuenta que justamente los personajes más interesantes del momento, Lavinia y Miguel, se encontraban allí. Lástima, porque le hubiese gustado desarrollar una nueva teoría que se le estaba ocurriendo acerca de ellos y de su futuro. «Pedro —le interrumpió más tarde—, empiezo a tener frío de verdad». Y en seguida, con una voz distinta, soñolienta, se sorprendió diciendo: «Me gustaría que esta noche nos emborracháramos todos un poquito», en el mismo instante de pararse y de ver, a través del claro de un seto, a Miguel y a Lavinia sentados en los escalones, bajo el portal de la casa. Ella apoyaba la cabeza en la columna y ahora ladeaba el rostro hacia ellos —desde allí podía notarse la palidez de su cara, una palidez nada enfermiza, sino altiva, serena— mientras el perfil de él se inclinaba y parecía buscar su boca. Aquí y allá en el aire, se oían risas y voces.

—Vamos —dijo Pedro—. Hay que empezar a pensar en la cena.

Sonaba un disco bobalicón e interminable de Distel. Con aire no muy seguro, Daniel Sureda tarareaba la canción a una de las señoritas de Tarrasa; la otra, taconeando al compás, ordenaba los discos mientras Arturo, a su lado, de pie, la observaba atentamente. Pedro anunció que se iba a cenar en seguida y Gabriela desapareció en busca de la sirvienta. De pronto entró Lavinia como una tromba, tirando de la mano de Miguel, encogida, riéndose con todas sus fuerzas.

—Anda, ven, bailemos —Miguel se paró en seco y ella estuvo a punto de caer. Los dos se reían descaradamente—. ¡Oh, qué bruto! Hala, así… Y prométeme no dar vueltas.

Levantó los brazos con aire desmayado, con aire de entrega, el cuerpo ligeramente arqueado hacia atrás. Miguel notaba un par de ojos clavados en él, desde alguna parte, pero todo aquello empezaba ya a no importarle en absoluto. Tiene un sistema casi profesional de rodear la nuca con los brazos, se dijo, apretándola con fuerza. Qué ridículo ponerse a bailar pero, qué coño, se dijo, puesto que estaba allí, había de pasarlo lo mejor posible.

—Para mí —dijo—, el baile no es más que un pretexto para abrazar a la mujer que nunca será de uno.

—Quién sabe —dijo ella riendo, sin que pudiera saberse si se refería al baile o a la mujer de uno.

Más tarde, mientras despachaban una cena lenta y minuciosa servida por una muchacha vestida de negro con cuello y puños blancos, Miguel empezó a beber vino a mansalva y a buscar el modo de concertar una cita con Lavinia. Estaba dispuesto a olvidar el motivo por el cual estaba allí y sacar la mejor tajada. Finalmente, se desató y les hizo reír mucho contando extrañas y divertidas historias conyugales acerca de personajes conocidos, de su misma clase social, gente que él había conocido cuando aún hacía vida de relación.

—Eso de la vida de relación es lo que tiene, que es pesadísimo, pero cuando un señorito como yo, que en la vida podrá ya librarse totalmente de su formación y su mandanga, la ha perdido, pues entonces le ocurre que de vez en cuando la echa de menos, de repente uno se pone triste y de mal humor y le entra una melancolía de tres pares de narices…, y se dice que, a fin de cuentas, la belleza está siempre del lado del dinero y del poder y del orden, y que siempre ha sido así y qué le vamos a hacer… Me ocurren cosas extrañas, ya sabéis, esas cosas: un día necesito oler una rosa, escuchar a Brahms, hablar de París con un amigo distinguido o asistir a un cóctel… No lo puedo remediar, no señor. La raíces son hondas. Luego al final me digo siempre que, con todo, soy un cabrito.

Lavinia se reía. Gabriela empezó a inquietarse. Las dos muchachas de Tarrasa estaban perplejas.

—Vaya —dijo la que estaba junto a Miguel—, chico, yo que había empezado a creer que no tenías lengua.

—¡Ja! —hizo Lavinia.

—¿Quién? ¿Miguel? —dijo Pedro con fingido asombro—. Ése es el tono que mejor le va y yo me alegro que no haya cambiado. Al principio, cuando has llegado, pensaba que…

—Según él —le interrumpió Gabriela—, el que ha cambiado eres tú.

Miguel intervino en tono irónico:

—Me consta que sí, Gabriela. No es el mismo. Y tú debes saberlo mejor que nadie. En la cama después de satisfechos y durante un par de minutos solamente, es cuando los hombres nos parecemos más a aquello que realmente somos.

—Siempre tan delicado —dijo ella.

—Miguel sabe ser obsceno —opinó Lavinia—. El chico tiene clase, indudablemente.

Después de los postres, Pedro se levantó y se le oía chillando por la casa buscando a su hijo para hacerle recitar no se sabía qué extraña cosa. Pasaron al salón y la sirvienta les trajo el café en un carrito con ruedas que empujaba con cierta solemnidad. Gabriela puso un disco. Pedro regresó diciendo que al niño le había dado una pataleta y que no había modo de que se tomara en serio ninguna fiesta.

—Francamente, este chico empieza a preocuparme.

—No sé por qué —dijo Lavinia—. A mí me parece muy listo.

Daniel Sureda le estaba hablando a su prima Gabriela:

—… Éste sabe vivir, eso es lo que te dirán. Pregunta, mujer, anda, pregunta. Éste sabe lo que se hace, te dirán. Déjate de soledad y solterías. ¿Qué me falta, vamos a ver?

—¿Quién habla aquí de soledad? —intervino Pedro.

—Tu mujer. De un tiempo a esta parte se ha vuelto muy casamentera —dijo Daniel. Estaba de pie junto al hogar, mirando la nuca de ella, apoyado de espaldas en la pared y con los brazos cruzados, delgado, aniñado y pálido todavía, pero ya sin aquella delicada transparencia en el rostro ni brillo en los ojos. Tenía una cabeza pequeña como un huevo y peinada hacia adelante, lisa y cuidadosamente. Por encima de él colgaba un cuadro que representaba a la niña Gabriela Fontalba leyendo un libro, vestida de rosa y apoyando el mentón en la mano con aire soñador.

—Tal vez —dijo Miguel con voz indiferente, casi burlona, dejando caer las palabras— te falta un empleo duro, algo incómodo. Quiero decir que, de un modo u otro, tú podrías ayudarme a poner otra vez en marcha mi viejo proyecto. —Le observó atentamente. Gabriela murmuró algo que no se entendió. Miguel, con los ojos clavados en Daniel Sureda, soltó una ruidosa carcajada y luego se levantó a servirse un whisky que Lavinia le quitó de las manos.

—Gracias, Miguel, qué amable…

—¿Sabes lo que te digo? —exclamó al fin Daniel—. Que esta dichosa revista te dejó sin un céntimo y sin familia ni amigos. Lo fastidioso para mí es que te aprecio, Dot, incluso a veces llegué a admirarte. Pero toda tu vida serás un poco pelma.

Se despegó de la pared con una brusca sacudida. Llenó un vaso de soda al tiempo que ensayaba una sonrisa resignada, mirando a Miguel con una larga mirada oblicua.

—Vamos a ver, ¿de quién ha sido la idea de traer a este tipo aquí?

Las chicas se echaron a reír. Arturo se había levantado y parecía empeñado en que bebieran pipermín; una, la más gordita, consintió sin mucho entusiasmo. Pedro se puso en el centro del salón cogiendo a su mujer de la mano.

—No pienso consentir que me convirtáis todo eso en un funeral, no señor… Gabriela, nena, vete a buscar al chico…

Ella se desprendió de su mano y fue hacia el tocadiscos. Lavinia se acercaba a Miguel con una botella.

—Ni un trago más.

—No necesitas. —Le llenó medio vaso de whisky y se volvió hacia Gabriela—. Gabri, cielo, ¿no hay por aquí algo que valga la pena? Una buena dosis de Armstrong y os garantizo la muerte del microbio en menos de un minuto.

—Hija, siempre has tenido un gusto musical horrible —dijo Gabriela.

—¿Se puede saber de qué microbio hablas? —preguntó Daniel—. Yo creo que si hay que fumar la pipa de la paz, nada mejor que Brassens.

—Tú siempre tan afrancesado y tan cursi —añadió Gabriela—. Y prehistórico. Pedro, cariño, alcánzame un pitillo de la mesita.

Pedro estuvo un rato vagando como desorientado y luego se acercó a Miguel.

—Insisto. Tú estás en las nubes. ¿Por qué no haces una revista deportiva o de cine o de actualidades?…

—Miguel, eso del cine es negocio seguro —opinó Daniel Sureda—. Muchas fotos, ¿sabes?, muchas fotos.

—Ésta es una gran verdad.

—Te lincharé si la haces, Miguelito —dijo Lavinia.

—¡Magnífica idea! —exclamó Gabriela.

El disco atacaba ahora algo de Lionel Hampton. Gabriela desapareció y al cabo de un rato volvió vestida con una amplia falda de pana marrón y un jersey negro de cuello cerrado y alto. Le pidió a Miguel un cigarrillo y estuvo un rato de pie frente a él, fumando con parsimonia. Luego, riéndose, Arturo bailó con ella unos pasos helados, inseguros, apretándola con indiferencia.

Miguel estuvo bromeando con las chicas de Tarrasa hasta que se cansó y dijo que tenía que despedirse.

—Espero —dijo Pedro— que nos veremos más a menudo. Siento de veras no poder hacer nada por ti. Comprende que las cosas han cambiado… Oye, a propósito, te aconsejo que veas a Guillermo —lanzó una mirada furtiva a su mujer, a su lado—. Guillermo Soto, aquel tipo medio loco que estudió medicina y después derecho, y creo que después nada; y que organizaba todos los follones en la facultad… —Miguel tenía un aire pensativo—. Sí, hombre, que no terminó la carrera porque escapó a Alemania con una extranjera que venía a los cursos de verano. Y que, al regresar, su padre le pilló desprevenido y sin dinero, así lo cuenta él, y lo casó en un abrir y cerrar de ojos con una chica feísima que es dueña de un hotel en Tamariu…

—Pedro, por Dios —exclamó Gabriela—. ¿Te parece bien hablar así de María José?

—Lo recuerdo perfectamente —dijo Miguel—. El gran Soto. Hace tiempo que no le veo.

—Presiento que le entusiasmará tu idea. Lo encontrarás en el Choto todas las noches, un poco trompa, pero firme. Tiene una moto repugnante y llena de barro con la que se traslada a todas partes, es decir, de un bar a otro. Su mujer ha terminado por privarle incluso del coche. —Sonrió burlonamente al añadir—: Me parece que podrás sacarle algún dinero por poco que le guste tu plan; bueno, su dinero o el de su mujer. Creo que no trabaja en nada.

—Un abrazo de mi parte —dijo Lavinia—. Es un buen chico, le dices que Lavinia sigue queriéndole mucho.

—Un cara dura, eso es lo que es —manifestó Gabriela.

—¡Mujer, te has vuelto de un modo! De seguir así pronto serás Presidenta de las Damas de San Ignacio.

—Lavinia… —dijo Arturo en una tonadilla.

—Bueno, hablábamos de Soto —siguió Pedro—. Es el hombre que necesitas, tiene ideas muy claras sobre estas cosas que a ti te preocupan… En cuanto a mí, repito que lo siento de veras.

Miguel sonrió. Pedro se había levantado.

—He venido solamente a hacerte una visita. Eso es todo. Adiós, hasta pronto.

Cuando le tendió la mano a Lavinia buscó en sus ojos algún signo especial; ella tenía una expresión definitiva de cansancio y aburrimiento.

—Sé dónde vives —dijo—. Algún día te haré una visita.

—Me encantaría —dijo Miguel.

No vio a Gabriela. Quería mirarla a los ojos al darle la mano. La encontró en el pasillo, con la gabardina en la mano, esperándole para acompañarle hasta la verja del jardín. Miguel, viéndola sonreír con aquel aire resignado, se acordó de su infancia. Aspiró humildemente la proximidad de su cuerpo en la penumbra del pasillo, caminando en silencio a su lado, y evocó a la muchacha acercándose despacio a él hasta encontrar su boca en la sombra, en un roce levísimo y torpe, sin mirarse, un rumor de olas más allá de sus cuerpos y aquel gusto a sal marina y a adolescencia en los labios… Ella, ahora, no parecía pensar en nada. Tampoco intentaba disimular su fastidio. Miguel pensaba que su propia presencia en cierto modo le había estropeado la tarde más aún que la lluvia, había descompuesto alguna pieza en el perfecto y monótono mecanismo social que ella gustaba de poner en marcha y dirigir atentamente, una pieza poco menos que esencial: su seguridad, su plácida vida. La veía de perfil, iba silenciosa, discreta, esbelta y triste como siempre. La primera juventud se le iba tan sin importarle, tan dignamente, que hacía pensar en un extraño pacto con alguna fuerza sobrenatural.

—¿De veras no quieres quedarte hasta mañana? —dijo ella al llegar a la verja.

—Tengo mucho trabajo.

—Embustero. No te creo.

—Tampoco yo a ti… Por fuera produces la impresión de saber perfectamente lo que quieres pero no convences, hay algo en ti que me recuerda a los juramentados. Oh, desde luego no es un reproche. Es una opinión. Nuestra ejemplar estirpe dorada necesita mujeres como tú para seguir manteniendo el sagrado orden. Pero no deja de ser tristísimo, sobre todo habiéndote conocido antes. Has pactado, Gabriela. —Ella se había cruzado de brazos y le miraba sonriéndose con aire irónico—. Has pactado con todo aquello que te habíamos enseñado a renegar. Amén.

—Amén.

—Y bien —añadió él abriendo la verja— acuérdate de mí en tus noches de insomnio. No, ahora en serio; me gustaría hablar contigo algún día.

—¿Para pedirme que te ayude a convencer a Pedro?

Sonreía, muy divertida, casi admirada. Miguel se aproximó a ella. Mis manos han apretado tus costillas tras algún pino, tras alguna roca, sobre la arena, mis manos han…

—Sí, algo de eso. Pero también…

—Veremos, yo no puedo hacer gran cosa. Ven cuando quieras, sabes que serás bien recibido. Y… si alguna vez, yo qué sé, tienes algún problema grave, que acabarás por tenerlo… —Él pensó, riéndose por dentro, que ahora hablaba sinceramente. Había ya en ella ese espíritu de las damas de beneficencia, que les gusta acudir cuando la cosa no tiene ya remedio—. Sabes que te deseo suerte. Adiós, Miguel.

Le tendió una mano fláccida y desconocida.

—Adiós.

—Te acompañaría un rato, pero he de acostar al chico.

—Es igual. La estación está cerca.

Cuando apenas había recorrido cien metros, bajando por el sendero de tierra roja entre los pinos, empezó a llover repentinamente. Por allí cerca terminaba el bosquecillo y pudo divisar a través de la cortina de agua la conocida silueta del viejo álamo surgiendo del cañaveral, al otro lado del camino de carro, y corrió a meterse debajo. Quedó completamente mojado en dos segundos, y cuando se subía el cuello de la gabardina, al inclinar la cabeza, vio las blancas manos, pequeñas y húmedas rodear amorosamente el tronco del árbol.

—¿Qué haces aquí?

Tenía la mejilla pegada al árbol y miraba a Miguel sin temor alguno, con fijeza, con aquella sorprendente gravedad infantil acusando preguntas inútiles. Dot se acercó a él, se puso en cuclillas y le sonrió.

El niño seguía abrazado al tronco del árbol. Sostenía impávido sin pestañear la mirada de Miguel. Gruesas y frías gotas de lluvia se desprendían de las hojas sin ruido y caían sobre sus cabellos y su rostro.

—Estoy convencido de que eres un chico valiente. ¿Vienes por aquí a menudo?

Él abrió la boca, miró al suelo, pegó con fuerza la mejilla al tronco y dijo débilmente:

—Es mi árbol.

Se olía toda la tierra, apenas oprimida por una lluvia ahora reposada, uniforme y menuda. Miguel extendió la mano sobre la cabeza del niño, tocó sus cabellos mojados.

—Yo quiero mucho a tu árbol.

El pequeño afirmó con la cabeza, sonriendo.