Capítulo XI

Las justicias del Coyote

Edmund Corbyn había cenado solo. Su esposa y los niños pasaban una corta temporada en casa del señor Marrero. Como todas las noches, después de cenar entró en su biblioteca, para fumar un cigarro y tomar unas tazas de café.

Cuando salió el criado que le había servido el café, Corbyn se sentó en el sillón, cogió un cigarro y después de cortarle la punta fue a alcanzar la vela colocada sobre una mesita lateral. Pero antes de que sus dedos se cerraran en torno del candelabro, éste avanzó hacia él sostenido por una enguantada mano, en tanto que una voz saludaba:

- Buenas noches, señor Corbyn.

- ¿Es usted? -preguntó, temblorosamente, Corbyn.

- Sí, El Coyote. Vengo a darle buenas noticias.

- ¿Usted? ¿Qué buenas noticias puede darme?

- Varias. La primera y principal es la de que el señor Laforey no volverá a molestarle jamás.

- ¿Ha huido?

- Sí. Abandonó este mundo empujado por una carga de plomo.

- ¿Ha muerto?

- Sí. No volverá a someterle a su chantaje.

Los ojos de Corbyn se iluminaron un momento; luego, la preocupación volvió a apagarlos.

- Pero mientras siga en pie la verdad no viviré tranquilo.

- Ya veremos si es posible arreglar eso. ¿Tiene los cincuenta mil dólares que le pedí?

- Sí. Pero… usted no me dijo que fuesen para usted.

- Son el pago del favor que le he hecho y que le voy a hacer. Démelos.

Corbyn se levantó y de la caja de caudales sacó un fajo de billetes de mil dólares. El Coyote los examinó, comentando:

- Supongo que la cuenta estará bien hecha.

- ¿Le mató usted? -preguntó Corbyn.

- En cierto modo, sí -sonrió El Coyote, recordando su última entrevista con Gordon.

Al salir de la casa de Laforey había aguardado un momento en las cercanías de la casa. Vio salir la paloma que soltaba el otro y regresó a la solitaria vivienda. Al verle reaparecer, Laforey palideció como un muerto. Presentía que su vida estaba limitada a unos segundos o, todo lo más, a unas horas. El revólver que le apuntaba miraba recto a su corazón.

- ¿Qué… qué busca?-preguntó.

- Ha avisado a sus amigos, ¿no? -preguntó, a su vez, El Coyote.

La negativa de Gordon fue muy débil. No tuvo ninguna fuerza convincente.

- Les ha encargado o que me tiendan una emboscada o que huyan con la niña, ¿no es eso?

- Le aseguro… -empezó Laforey.

- Si habla así no le creeré -había replicado El Coyote-. No me asegure nada. Dígame la verdad. Sólo la verdad.

Laforey no contestó. Al cabo de unos instantes, El Coyote siguió hablando:

- Le esperaba fuera. No estaba seguro de que no me hubiera engañado al decirme dónde estaba la prisión de la niña. Creí que tan pronto como yo desapareciese, usted iría a prevenir a sus amigos. Al ver que les enviaba una paloma mensajera comprendí que Punta de San Pedro es el lugar exacto. No me engañó en eso. Y si no me engañó fue porque creía tener los medios para, a pesar de la distancia, poderme tender una trampa eficaz. La paloma lleva instrucciones. Ya sé que no querrá decírmelas, y si me las cuenta yo no las creeré. Lo único que creo es que la niña está donde dijo. De todas formas los dos iremos a comprobarlo. Usted y yo.

Laforey contuvo difícilmente su alegría. El Coyote leyó en sus pensamientos. Sonriendo, ordenó:

- ¡Vuélvase de espaldas!

En un momento le ató de pies y manos y le sujetó a las patas de una mesa. Después empezó a registrar la casa. En el pequeño equipaje de Laforey encontró dinero y documentos. Ambas cosas las guardó en los bolsillos, después desató los pies de Laforey y le obligó a bajar con él hasta la cuadra. Había allí dos caballos. Hizo que el canalla montase en uno de ellos y le ató las manos al pico de la silla. Luego, con una cuerda pasada por debajo del vientre del caballo, le sujetó los pies. Laforey no volvería a desmontar de aquel caballo. Con uno de sus propios pañuelos le amordazó. Ni en su agonía podría Laforey lanzar ni un grito. Y mucho menos lo lanzaría para prevenir a sus cómplices. Después, los dos hombres, seguidos por uno de los caballos emprendieron el camino de Punta de San Pedro.

Antes de llegar a la casa rosada, El Coyote desmontó, dejando los dos caballos entre unos sauces. En el caballo que él había montado guardó el dinero que había quitado a Laforey. Había allí unos ciento ochenta mil dólares. Si algún paseante nocturno se apoderaba de los caballos, se llevaría una agradable sorpresa. Pero como no podía hacer otra cosa, El Coyote dejó allí los animales, limitándose a guardar en su poder el más precioso de los documentos.

Cogiendo luego las riendas al caballo en que seguía montado Laforey, lo condujo hacia la casa rosada. Cortó las riendas, para que no molestaran al animal, luego puso su sombrero a Laforey y le tapó con el sarape. Dando una palmada en las ancas del animal, le dejó marchar, sin que nadie le guiara, hacia la casa. Si los amigos de Laforey habían tendido una trampa, Gordon caería en ella. Si al comprender cual iba a ser su suerte Laforey quiso decir algo para salvarse de ella, la mordaza se lo impidió. Lo único que pudo hacer fue inclinarse lo más posible sobre el caballo; pero con eso sólo consiguió hacer creer a los otros que era, en realidad, El Coyote.

Éste sacó del bolsillo el documento que había quitado a Laforey y, tendiéndolo a Corbyn, dijo:

- Aquí tiene lo que usted necesita para vivir tranquilo.

Corbyn desdobló el documento y comenzó a leerlo. ¡Era la partida de defunción de Sara Redmill! Estaba fechada seis meses antes.

El financiero contemplaba el grueso papel de barbas lleno de negra escritura, con la misma emoción con que un condenado a muerte hubiera contemplado su indulto.

Cuando quiso dar las gracias al Coyote se encontró solo. El enmascarado había desaparecido.

***

Cuando el Sirena, empujado por las palas de sus grandes ruedas laterales se apartó del muelle en dirección a la entrada de la bahía, pudo verse un jinete que desde detrás de unas balas de mercancías había presenciado la operación de desatraque y cuya mirada había estado, especialmente, fija en la mujer que con una niña en brazos se paseaba por el puente. Nadie hubiese reconocido en el jinete al atildado don César de Echagüe.

Antes de que el buque alcanzase la boca de la inmensa bahía, aquel jinete galopaba a toda velocidad en dirección sur. No descansaría ni una hora. Tan sólo se detendría el tiempo suficiente para cambiar de caballo y comer unos bocados. Tenía que adelantar a aquel buque, y lo consiguió gracias a que a la altura de Monterrey, el barco sufrió una ligera avería.

***

- ¿Ya ha vuelto de San Francisco? -preguntó asombrado, Teodomiro Mateos, cuando desde la posada del Rey don Carlos el señor de Echagüe fue a su despacho.

- No llegué -replicó el hacendado-. Casi no pasé de Monterrey. Estaba inquieto. Además…

- ¿Qué?

- Recibí un mensaje, aunque sospecho que no se ha cumplido aún la promesa.

La de que la niña me sería devuelta dentro de unos días. Desde el momento en que usted no me ha felicitado, supongo que será porque aún no ha sucedido eso.

- ¿Se lo dijo El Coyote? -preguntó Mateos.

- Sí. Uno de sus mensajeros. Ahora voy al rancho. ¿Me acompaña?

- Desde luego.

Por el camino siguieron charlando sobre el mismo tema. Cuando llegaron a la hacienda, don César se informó por Serena del estado de Lupe.

- Está algo mejor -contestó la esposa de Yesares-. Hace dos días se afectó mucho, no sé por qué. Tal vez por estar sola; pero poco a poco se ha ido reponiendo. El doctor se asustó. La debilidad es todavía muy grande.

- ¿No sospecha nada del niño?

- No. Cada día lo quiere más.

Don César respiró aliviado. Como en aquellos momentos Guadalupe estaba descansando, subió a su dormitorio y se tendió en la cama, para descabezar un sueño. Estaba tan rendido que durmió de un tirón hasta la mañana siguiente. Y aun entonces tuvo que ser despertado por Serena, que harta de llamar en vano con los nudillos a la puerta entró en el dormitorio y, a sacudidas, lo despertó, anunciándole:

- Abajo está la señora Brown con un niño en brazos. Dice que quiere verle.

Haciendo salir a Serena de su habitación, don César se puso una bata, se calzó unas zapatillas y bajó corriendo al salón. Allí, con la niña entre los brazos y la mirada fija en el suelo, esperaba la matrona.

- ¿La trae? -gritó don César, arrancando a la niña de los brazos de la matrona.

- Sí. Es una historia muy larga. Ya le contaré…

- No me cuente nada -interrumpió don César-. Nada de cuanto me dijese podría serme más grato que esto. Luego le daré un premio…

- No necesito nada, señor. Sólo su perdón y el de su esposa.

- Tiene el de los dos -sonrió don César-. Buena suerte.

Mientras Emily Brown regresaba a Los Ángeles, donde recibiría el dinero prometido por El Coyote, don César, con su hija en brazos, dirigióse hacia el cuarto de Guadalupe.

- Entraré solo -dijo-. Voy a tener que explicarlo todo…

Cuando don César entró en la habitación de su mujer, ésta se hallaba sentada en la cama, con el niño en brazos, acariciándole con el dedo la naricita.

La señora Bowden estaba terminando de recoger su equipo. Al ver a don César comprendió lo ocurrido y anunció:

- Salgo en seguida, don César.

- No, no -contestó el hacendado-. Quédese. Puede que la necesitemos.

Sin mirar a su marido, Lupe saludó:

- ¿Qué tal ha ido el viaje? ¿Cómo no entraste a verme?

- Es que ya no me interesas -respondió don César.

- No me extraña -replicó Lupe, siempre sin mirarle-. Te marchas dejándome sola, vuelves sin decirme nada, ni esperas a que me despierte…

- Ya te he dicho que no te quiero -contestó el hacendado-. Ya no eres tan guapa como antes.

Lupe continuó acariciando la naricilla del niño y, sin mirar a su marido, pidió:

- ¿Quieres dejarme ver a mi hija? Estoy segura de que no sabes cómo sostenerla.

- ¡Eh! -gritó, asombrado, don César-. Pero…

Cuando, al fin, Lupe le miró, lo hizo con los ojos llenos de lágrimas…

- ¡He pasado dos días horribles! -musitó-. Ahora, por favor, no me hagas sufrir más y déjame verla por primera vez. ¿Es muy fea?

- Tanto como tú.

- ¡Pobrecita!

Con una carcajada quebrada por la emoción, don César intentó bromear.

- Pudo haber tenido más desgracia.

- Colócala aquí, sobre mi brazo derecho.

La señora Bowden se acercó para llevarse al niño que hasta entonces había pasado, oficialmente, por niña.

- No, no se lo lleven aún -pidió Lupe-. Quiero compararlos. ¡Qué distintos son! ¿Te costó mucho recuperarla?

- La recuperó El Coyote -contestó don César-. Creo que tuvo que matar a cuatro hombres.

- ¿Por qué la raptaron?

- Un momento -pidió don César-. ¿Puedes contarme cómo has averiguado la verdad? Todos me han asegurado que tú creías…

Lupe volvióse hacia la señora Bowden y le pidió:

- Coloque al niño en la cuna. Ya tiene sueño.

- Es tan tragón -sonrió la matrona-. ¡Pobrecito!

Después de colocar el niño en su cuna, la mujer salió, dejando solos a César de Echagüe y a Lupe.

- Hace dos días me quedé sola con él -explicó Lupe-. Tenía ganas de verle el cuerpecito. No me lo dejaban desnudar. En cuanto le quité el pañal comprendí por qué se resistían todos tanto a que se le abriesen los agujeros para los pendientes.

- ¿Cómo cometieron semejante barbaridad? -gritó don César-. Sabían que no debían dejarte nunca sola con el niño.

- Tarde o temprano tenía que suceder. Pero fue una emoción espantosa.

- Lógicamente debías haber muerto a consecuencia de ella.

- Sí; pero en seguida empecé a tener fe. De momento imaginé que la niña había muerto al nacer y que me habías traído a otro recién nacido para evitarme la impresión que la noticia de su muerte me hubiera podido producir.

- ¿Y por qué creíste luego lo contrario?

- Te conozco mucho, César. Sé de lo que eres capaz. Empecé a razonar. Era imposible que ni tú ni nadie proyectara mantener por toda la vida el engaño de hacer pasar por niña a un niño. Por lo tanto, esa criaturita debía permanecer en su puesto sólo unos días, en espera de que volviese mi verdadera hija.

- Es verdad -asintió César-; pero también podía tratarse de una sustitución momentánea, en espera de que estuvieses lo bastante fuerte para resistir la mala noticia de la muerte de la niña. ¿No se te ocurrió pensarlo?

- Sí; pero sólo un momento. El hecho de que tú hubieras tenido que ir a resolver un asunto urgente a San Francisco, indicaba que El Coyote andaba persiguiendo a alguien. Lo natural era suponer que perseguía a los secuestradores de nuestra hija…

- A pesar de todo…

- ¡Qué hermosa es! -suspiró Lupe, acariciando las mejillas de su hija-. ¡Cuánto vamos a quererla! ¿Qué decías? ¡Ah, sí! Estaba segura de que la niña no había muerto, porque si eso hubiera ocurrido, tú no te habrías apartado de mí. No eres de los que huyen de una escena dolorosa. Tú hubieses estado junto a mí en el momento en que se me hubiese dado la noticia de la muerte de Leonorín. Por eso estaba segura de que aún quedaban esperanzas. Ahora cuéntame lo ocurrido.

Don César explicó con todo detalle el cúmulo de acontecimientos de los últimos días. Guadalupe le escuchaba; pero sin apartar la mirada de su hija.

- Está muy delgaducha -comentó.

- No han podido alimentarla debidamente; pero la matrona asegura que está bien de salud. Años tiene para engordar.

Acercándose a la cuna donde estaba el sustituto de Leonorín, don César comentó:

- De momento se acabó la buena vida, cachorrillo. Te vas a tener que buscar otra ama. Has estado ocupando un puesto que no era el tuyo.

- ¿Quién cuidará de él? -preguntó Lupe.

- Ya le encontraremos una buena ama. Estos días los he empleado en reunirle una buena dote. Ciento ochenta mil dólares que le quité a Laforey y cincuenta mil que me entregó Corbyn, hacen doscientos treinta mil dólares. Puede comprarse un rebaño de vacas lecheras.

- ¿Murió su madre?

- Sí. Era Carmen Delamata.

- Fuimos bastante amigas. Estaba muy enamorada.

- Desde el Cielo se alegrará viendo que a su hijo no le falta nada.

- Lo creo, porque a ese Leonorín no le va a faltar nada -dijo Lupe-. Ni siquiera una madre. Y ni siquiera una hermana de su misma edad.

- ¡Eh! ¿Qué estás diciendo?

- ¿No lo adivinas? -sonrió Lupe-. Sería un crimen deshacernos de este niño sólo porque ya no le necesitamos para hacer de niña. Se quedará en casa. Le administraremos el dinero que tú le has traído. Ten en cuenta que fue en él en quien aprendí a querer a mi hija. Antes que a ella, le quise a él. Quizá me ha salvado la vida. Pero de todas formas, si tú quieres que lo pongamos en otras manos…

- La verdad… no se me había ocurrido… Vamos, quiero decir que nunca pensé en que me pudieran nacer un par de gemelos. Resultará un experimento interesante… e inesperado.

- Y te ahorrarán más de doscientos mil dólares.

- Pero no un montón de preocupaciones -sonrió don César-. Bien, prohijaremos a Eduardito Gómez Delamata. Y ahora saldré a dar la noticia.

- ¿Volverás en seguida?

- En seguida. ¿Por qué?

- Antes has dicho que no me querías. ¿Era verdad?

- No.

- No me lo digas así -pidió Lupe-. Quiero que estés hablando muchas horas para convencerme de que es verdad. A las mujeres nos gusta que nos convenzan de aquello de que estamos seguras.

- Salgo a dar la noticia y vuelvo -prometió don César.

***

Cuando don César regresó al cuarto de Lupe, el doctor García Oviedo se llevó a un lado a Ricardo Yesares.

- Cuando propuse utilizar el niño lo hice pensando en que pudiera ocurrir lo que ha ocurrido -dijo.

- Para el crío ha sido una formidable suerte -declaró Yesares-. ¡Qué poco se lo podía imaginar su madre!

- ¿Se acuerda de lo que hablamos en mi casa, don Ricardo?

- Sí -asintió Yesares.

- ¿Para qué se casó Carmen Delamata? ¿Con qué objeto quedó viuda? Y luego, ¿por qué murió al dar a luz a su hijo? Ahora ya sabemos todos los porqués.

- Realmente hay que admitir que los caminos de Dios son a veces asombrosos -dijo Yesares-. La cosa más insignificante ocurre siempre por algo.

- Y creo que sólo conocemos el principio -declaró García Oviedo-. Tal vez lo ocurrido ahora en Los Ángeles tenga, algún día, repercusiones mundiales. Tal vez el mundo se alegre de que haya sucedido así, o acaso llore con sangre este suceso.

- Y también es posible que sea tan sólo una mujer la que se alegre de ello. Guadalupe, o bien la muchacha con quien algún día se casará Eduardo.

- Creo que ya hemos filosofado bastante -refunfuñó el doctor-. Hay que ser moderado en la dosificación de la filosofía. Si se toma demasiado, atonta, porque llega uno a la conclusión de que no sabe nada de nada, o sea de que de tan sabio que es, se ha vuelto imbécil. Será mejor que bebamos el poco coñac que queda en la botella con que brindamos por el nacimiento de la niña. No habrá para más de dos copas.

Yesares siguió al médico. Iban pensando en que tal vez, algún día, El Coyote reviviría en aquel hijo que no era suyo.

- ¿En qué piensa? -preguntó el doctor.

- En el chiquillo. ¿Qué llegará a ser?

- Tal vez llegue un nuevo Coyote -dijo García Oviedo-. Cualquier cosa se puede esperar de un chiquillo que se las compone para ocupar el puesto de una niña de casa rica. Claro que con los ejemplos de esta casa nunca se le ocurrirá convertirse en un Coyote, ¿verdad, don Ricardo?

- No, claro que no -dijo, no muy convencido, Yesares, mirando al médico para comprobar hasta dónde llegaba la broma y hasta dónde la realidad.

Pero el doctor García Oviedo estaba chasqueando la lengua, saboreando el aroma del centenario coñac. Parecía la estampa de un viejo bebedor pintado por un artista flamenco.

"No sabe nada -pensó Yesares-. ¿Cómo iba a sospechar que ha dicho la verdad?"

1 Luis Borraleda es uno de los personajes centrales de Otra lucha y El final de la lucha.

2 Véase El secreto de Maise Syer.

3 Véase La vuelta del Coyote.

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25/10/2009