Capítulo II

El pasado de Edmund Corbyn

En San Francisco, Edmund Corbyn gozaba de buena reputación entre los norteamericanos y de bastante popularidad entre los californianos. Estaba casado con una Marrero, Vicenta Marrero, o sea que se hallaba emparentado con una de las mejores familias del viejo San Francisco. Esto le abría las puertas de los añejos hogares de la ciudad y le permitía mantener un ventajoso contacto con los principales hacendados de California. Tenía dos hijos y una fortuna muy sólida. Durante tres años había vivido en San Francisco, casado y prosperando velozmente. Fue uno de los que tuvieron fe en el ferrocarril e invirtió en él gran parte de su dinero y todo el de su esposa. Antes de que el tendido terminase, aquellas acciones habían multiplicado su valor y todos se peleaban por obtenerlas. Vendió en condiciones buenísimas y fundó una nueva compañía ferroviaria para prolongar el ferrocarril hacia Los Ángeles.

En aquel instante comenzó de nuevo su tragedia. Edmund Corbyn no olvidaría jamás el momento en que su secretario le anunció que un caballero deseaba verle.

- ¿Quién es? -había preguntado Corbyn.

- Alega que no puede decir su nombre -explicó el secretario-. Si prefiere no verle…

Un presentimiento malo se apoderó de Corbyn. Por unos momentos pensó en hacer despedir al visitante. Luego reflexionó que si se trataba de una visita realmente desagradable no podría evitar recibirla entonces, o más tarde, cuando saliera en dirección a su casa, o, tal vez, en su misma casa, frente a su mujer. Dio orden de que el visitante fuera introducido.

Cuando Gordon Laforey entró con paso indiferente en el despacho, mirando a su alrededor con una burlona sonrisa, Corbyn sintió que el mundo se hundía bajo sus pies y que todo se venía encima de sus hombros. El pasado volvía a él convertido en horrible presente.

- Puede retirarse -dijo a su secretario, reuniendo con un supremo esfuerzo sus vacilantes energías.

Al quedar frente a frente los dos hombres, Laforey sonrió y sin esperar a que le invitasen sentóse al otro lado de la mesa, frente a Corbyn.

- Ya supongo que mi visita no le alegra -dijo-. Sería pedir demasiado. ¿No es cierto?

- ¿Qué viene a buscar aquí? -preguntó Corbyn, cuyo rostro se estaba enrojeciendo por la ira.

- Ya puede imaginarlo -replicó el otro-. De todas formas me alegra que no haya tratado usted de mantener la apariencia de Edmund Corbyn y deje que sean Gordon Laforey y Robert Redmill los que hablen. Le prometo que no volveré a pronunciar el nombre de Redmill a menos que no lleguemos a un acuerdo ventajoso para los dos.

- ¡Nunca hubiera creído que existiera tanta vileza humana!

Laforey se echó a reír.

- El marido de Sara Redmill debiera estar ya curado de espantos. Por lo visto la pureza de los aires californianos ha influido en usted. ¿No me pregunta por Sara?

Edmund Corbyn inclinó la cabeza y con voz ahogada preguntó de nuevo:

- ¿A qué ha venido?

Laforey abrió una caja de cigarros de encima de la mesa.

- ¿Me permite? -preguntó, cogiendo uno de los puros y encendiéndolo pausadamente, para comentar luego-: ¡Buen cigarro! Siempre ha sido usted aficionado a ellos. Sara me obsequiaba a menudo con algunas docenas de habanos. ¿Me preguntaba a qué he venido? Se lo voy a decir. He venido a contarle una historia. Es mejor contársela a usted que a ciertas personas que se alegrarían mucho de conocerla, ¿no?

Corbyn no replicó. El otro dio unas chupadas al cigarro. Por fin continuó:

- Érase una vez un joven abogado salido de Harvard. ¡Gran Universidad la de Harvard! Frecuentada por las mejores familias y madre intelectual de los mejores ingenios. Yo no pude estudiar en ella. Yo no pertenezco todavía a una buena familia. Aquel joven abogado se llamaba Robert Redmill. Era usted, antes de su segundo bautizo. Sus compañeros de universidad decían que Bob Redmill era un gran romántico. El defecto de los románticos es creer que las mujeres son algo más que mujeres. Las convierten en diosas o en santas o en sublimes. Así le ocurrió a Bob Redmill. Encontró un día a Sara. Era un ángel caído. No lo digo irónicamente. No hago más que emplear palabras del propio Bob. Sara era un demonio; pero antes de ser demonio el diablo fue ángel. Por lo tanto, algo debe de quedar de bueno en el alma de todo demonio. Usted se enamoró de Sara. Era un joven abogado, sin mayores responsabilidades ni compromisos. Sara utilizaba su hermosura para ganarse la vida. Usted le pidió que reservara exclusivamente para usted su belleza. Sara aceptó. Marcharon los dos a Washington, fundaron un hogar y… el señor Redmill empezó a prosperar. Todo le salía bien. Negocio que emprendía, negocio que triunfaba. Al empezar la Guerra Civil los negocios fueron aún mejor. Eran muchos los hombres que acudían a usted a ofrecerle dinero, buenas transacciones, y un día incluso le propusieron unos suministros para el Ejército. Su nave marchaba viento en popa. ¡Y qué viento!

- ¿Es necesario todo esto? -preguntó Corbyn.

- Desde luego. Cuando termine lo comprenderá. Decíamos que el viento que impulsaba la nave de los Redmill era de lo mejor y más sustancioso que se puede dar. El dinero entraba a raudales en su casa. Sara vestía como una reina e, incluso, tenía una corte rendida a sus pies. El pobre Bob Redmill no pensaba que la cabra siempre tira al monte. No imaginaba de dónde salía toda su prosperidad; pero un desgraciado día; mejor dicho, una desgraciada noche, el señor Redmill volvió a su casa en lugar de quedarse en el Ministerio de la Guerra, al que había sido llamado por una conferencia que no pudo celebrarse porque a última hora el personaje que debía hablar con él no acudió. El señor Redmill fue a casa, entró sin hacer ruido, pues era un hombre considerado y no quería despertar a su esposa, a quien suponía dormida en los brazos de Morfeo y…

- ¡Cállese! -gritó Corbyn.

- Para lo poco que queda no vale la pena interrumpir el sustancioso relato. El pobre hombre encontró a su esposa muy despierta y en los brazos de Cupido. La diferencia entre el dios del sueño y el del amor era demasiado grande para que el señor Redmill la aceptara con indiferencia. Le aseguro que me hizo usted pasar un mal rato. A cada momento esperaba verle empuñar un revólver y dispararlo contra mí. Luego ya vi que la vergüenza y el bochorno eran mayores en usted que en mí. Sara, que era muy diplomática, propuso que discutiésemos en otro sitio que en su dormitorio. Usted salió del cuarto, yo escapé por la escalera de servicio y hasta este momento no nos hemos vuelto a ver. Sara me contó luego algo de lo ocurrido. La revelación de que ella había seguido siendo una cabrita loca le dejó anonadado. Usted se encontró con la desagradable sospecha de que todo cuanto había conseguido en Washington procedía de los amores de su esposa con la mejor parte de los miembros del Gobierno. Digo la mejor parte no porque fuesen ministros o generales, sino porque eran los personajes oscuros que tienen en sus manos las riendas del poder. Es el cochero el que guía el coche, no el que se sienta dentro de él, dejándose contemplar por la gente. Ése no es más que el dueño. Aquellos hombres le ayudaron en todo lo posible. Era la única forma de pagar a Sara lo que ella les dejaba hacer. Cuando comprendió usted la verdad, cuando sospechó que todos le habían creído un consentido, estuvo a punto de matarse. ¿No es cierto?

- Sí.

- Pero luego reflexionó y se conformó con desaparecer de Washington. Todos creímos que había usted muerto en la guerra, pues alguien dijo que se alistó en el Ejército. Pero ahora he sabido que vino a California, vivió algún tiempo aquí y sin duda se olvidó de Sara para poderse casar con la señorita Vicenta Marrero. ¡Pobre Sara! ¡Qué pronto olvidó todo cuanto ella hizo por usted! ¿Lloró mucho su muerte?

- No. Me limité a perdonarla. Pero a usted…

- Un momento -interrumpió Laforey-. No se precipite. ¿Conoce los detalles de la muerte de Sara?

Corbyn movió negativamente la cabeza.

- No… Sólo sé que… Dijeron que fue condenada por espía de la Confederación.

- Y usted imaginó que no saldría nunca de la cárcel, ¿verdad? Usted no sospechó ni por un instante que la condena a muerte se cumpliera. Usted escribió a Washington pidiendo informes y recibió la respuesta de que, si bien se había condenado a Sara a morir ahorcada, a última hora se revocó la sentencia de muerte por la de prisión. Veinte años de cárcel son muchos años. Una prisión es casi una tumba. Y usted, considerando a Sara encerrada en aquella sepultura, se casó con la señorita Marrero sin molestarse en esperar a que su legítima espesa muriese. Y como la señorita Marrero era de una familia católica y, por tanto, opuesta al divorcio, usted se abstuvo de solicitar el divorcio. Lo hizo por miedo a las consecuencias del escándalo, ¿verdad?

- No debo responderle nada -murmuró Corbyn.

- Como quiera. Sé todo lo que hace falta saber. Usted está casado con Vicenta Marrero y al mismo tiempo es el esposo legítimo de Sara Redmill, que no hace mucho tiempo salió de la cárcel, absuelta de todas sus culpas y más hermosa que nunca. Claro que la prisión no le perjudicó en nada. ¡Tiene tantos amigos! Con sus aficiones, señor Corbyn, debía usted haberse hecho mormón.

- Bien -replicó Corbyn-. Aún no me ha dicho qué es lo que quiere.

- Cierto, cierto. Aún no se lo he dicho. Ha cometido un grave delito. Es usted bígamo. El Gobierno ha perseguido implacablemente a los mormones, no por llamarse mormones, sino por practicar la poligamia. Por poco severo que sea el juez, le condenará a unos años de cárcel, hará anular el segundo matrimonio y destrozará la paz en que viven el señor Corbyn y su esposa, junto con sus hijos. Además, San Francisco se enterará de quién es la verdadera esposa del señor Corbyn.

- ¿Cuánto dinero quiere? -preguntó fríamente el financiero.

- Muchísimo -sonrió Laforey-. Nunca me sentiré harto de dinero. Cuando al llegar al Este oí hablar de usted pensé en venir a ofrecerle algunas buenas ideas comerciales. Antes quise saber algo acerca de su persona y de sus costumbres. Asistí a una fiesta a la cual se hallaba usted invitado y, en cuanto le vi, le reconocí. ¿Le gustaría que Sara Redmill se enterase de dónde está su marido?

- ¿Cuánto dinero quiere? -repitió, cansadamente, Corbyn.

- Sólo quiero su apoyo. Me presentará usted a sus amigos, dirá que soy un hombre de gran capacidad y me permitirá que prospere. Podemos ayudarnos mutuamente. O bien podemos perjudicarnos. Yo no diré nada a Sara. No imagine que haya sentido hacia ella algo más que un simple capricho. Es una mujer terrible. No concibo cómo se llegó usted a casar con ella.

Edmund Corbyn no supo resistir. Era tanto lo que podía perder que se entregó dócilmente en manos de Laforey. Le facilitó el relacionarse con personas importantes de San Francisco. Gordon sabía hacerse simpático y logró introducirse en los círculos financieros. Apoyado económicamente por Corbyn consiguió reunir un pequeño capital y gracias a su carencia de escrúpulos logró convertirse en el hombre de confianza de algunos personajes que para enriquecerse con más facilidad necesitaban de alguien que tuviera inteligencia y fuese capaz de hacerlo todo, bueno o malo, sin sentir remordimientos.

En menos de dos años, Gordon Laforey habíase asentado sólidamente en el mundo financiero de San Francisco. Había cobrado energías y seguridad y estaba dispuesto a seguir adelante hasta alcanzar las cumbres más altas. La docilidad de Edmund Corbyn le había servido de fiel escalón. El negocio de las minas de Peñas Rojas iba a ser la culminación de todos sus esfuerzos.