Capítulo IX
- Ha fracasado, ¿no? -preguntó Corbyn.
- Parcialmente -sonrió Laforey-, Aún existen muchas posibilidades.
- ¿De qué? -preguntó Corbyn.
- De salir adelante. Conseguiremos que Peñas Rojas…
El presidente del Sindicato Minero de Peñas Rojas le interrumpió con un brusco ademán.
- Eso no saldrá bien de ninguna manera. El gobernador de California ha sido bien informado y no dará su consentimiento.
- Al gobernador de California se le puede obligar a que ceda.
- De la misma forma que se ha obligado al Coyote a caer en sus manos, ¿verdad?
- El Coyote caerá en mis manos -replicó Laforey-. Vendrá a San Francisco a entregarse.
- ¿Por su propia voluntad?
- Sí. Tiene que recuperar a la niña. Él sabe la verdad…
- No me diga nada, Gordon. No quiero conocer sus canalladas.
- ¿Tiene bastante con las suyas? -preguntó irónico, Laforey.
Corbyn inclinó la cabeza.
- Sí -murmuró-. Tengo más que suficiente con las mías
- Necesito dinero -anunció Laforey-. Ha habido muchos gastos y…
- No puedo pagarle nada más. Los otros socios tienen que dar su conformidad.
- Todos ellos están fuera de San Francisco. Usted tiene poderes para eso.
- No lo haré.
- ¿De veras? ¿Por qué no llegamos a un acuerdo?
Edmund Corbyn había meditado muchas veces sobre un arriesgado plan. Éste debía permitirle deshacerse del peligro representado por Laforey. Hubo un tiempo en que pensó comprar con dinero su silencio; luego, la realidad le convenció de que con dinero sólo conseguiría prolongar su esclavitud.
- Óigame, Gordon. Le voy a hacer una proposición. Usted posee mil acciones del Sindicato Minero. Cada una de esas acciones tiene un valor nominal de cien dólares. Se las compro a la par.
Laforey le miró asombrado.
- ¿Qué está diciendo?
- Lo que ya ha oído. Cien mil dólares netos para usted.
- ¿Cree que voy a vender por cien mil dólares lo que puede representar un millón?
- ¿Cree que después del éxito de su misión en Los Ángeles, puede esperar que los demás confíen en usted? Véndame sus valores. Tráigalos mañana y yo le entregaré el dinero. Si quiere quedarse en San Francisco podrá emprender nuevas aventuras financieras. La de Peñas Rojas ha fracasado.
- ¿Y no teme que yo acepte su dinero y luego le siga obligando a que me ayude?
- No olvide, Gordon, que El Coyote le perseguirá. Ahora tiene usted que matarle o morir a sus manos. Ya no se trata de conseguir tales o cuales ventajas, sino de salvarse o perecer. Usted lo ha dicho.
- Y usted cree que voy a ser vencido, ¿no? Por eso quiere comprar mis despojos.
- Si supiera a ciencia cierta que El Coyote me iba a hacer el favor de matarle, no le ofrecería ni dos centavos por sus acciones. Desaparecido usted, las acciones serían anuladas.
- Pero si usted las posee se convertirá en el principal accionista -observó Laforey-. Tendrá doble número de acciones que cualquiera de los otros.
- Es posible que sea ése mi afán. Puede que lo realice y no quiero ocultarle mi esperanza de que El Coyote termine con usted.
- ¿Dónde ha encontrado ese valor de que alardea tanto? -preguntó, irónico, Laforey.
- Acaso sea el que usted y sus amigos perdieron.
- Yo no he perdido ni una partícula de valor.
- ¿Para qué quiere, pues, el dinero que me ha pedido? ¿No es para contratar unas pandillas de asesinos y poder hacer frente al Coyote?
Gordon retrocedió como si le hubiesen golpeado en el pecho.
- Creo que le venderé mis acciones -dijo, al fin.
- Tráigalas cuando quiera. Mañana mejor que pasado. Es posible que mañana todavía esté vivo.
Gordon Laforey se dio cuenta de que su situación era bastante mala.
Si aquel hombre lograba sobreponerse a su complejo de inferioridad…
- Se las traeré todas menos una. Quiero conservar mi puesto…
- Las quiero todas -dijo Corbyn.
- Bien. Las tendrá.
Al quedar solo, el financiero se pasó las manos por la frente. No estaba tan tranquilo como había querido aparentar. Su única esperanza descansaba en la posibilidad de que en su lucha contra El Coyote, Gordon Laforey fuese vencido. ¡Todo California sabía cuál era la suerte de un vencido por El Coyote! Una vez muerto Laforey, su secreto permanecería oculto para siempre.
Cuando regresó a su casa era ya de noche. Su esposa y sus hijos no estaban allí. Subiendo a su cuarto, encendió la luz y se quitó la chaqueta. Estaba profundamente fatigado. Pocas veces había sentido una angustia tan grande. ¡Qué poco sólido le parecía todo cuanto le rodeaba! Cogió un retrato de sus hijos. Dos niños. ¡Qué hermosos eran para él! De pronto sintió un escalofrío. Era como si una corriente de aire helado acabase de rozar su cuerpo.
Cuando estaba seguro de que el escalofrío era más moral que material, una voz preguntó a su espalda:
- ¿Le emocionan sus hijos, señor Corbyn?
El financiero se volvió para encontrarse frente a un hombre vestido a la mejicana y con el rostro tapado por un antifaz de seda negra. Una capa, también negra, colgaba de su brazo izquierdo.
- ¿Quién es usted? -preguntó Corbyn, demasiado seguro de la identidad de su visitante.
- Entré por la ventana -respondió el enmascarado-. Supongo que esto es lo que más le interesa, ¿no?
- ¿Es usted El Coyote?
- Desde luego, señor Corbyn. Ahora ya sabe quién soy. Podemos hablar de otras cosas. Le veo muy interesado en la contemplación del retrato de esos chiquillos. ¿Son sus hijos, verdad?
- Claro…
- ¿Le gustaría que se los secuestrara yo?
- ¡Por Dios! No diga eso…
Recordando, de súbito, que ni su esposa ni sus hijos habían regresado aún, preguntó, ya perdida la serenidad:
- ¿Es que tal vez los ha… raptado?
- Podría haberlo hecho, pero no me gusta recurrir a esos métodos de lucha. Los considero muy indignos. Además, no creo que existan legalmente los hijos de Edmund Corbyn.
- Pero… -tartamudeó Corbyn-. No puede decir…
- Desde Washington a San Francisco, el señor Robert Redmill dejó un rastro tan grande como lo dejaría un elefante cruzando un campo lleno de barro. ¿Por qué no se oculta mejor?
Edmund Corbyn inclinó la cabeza. ¡Era horrible aquella lucha por ocultar la verdad!
- Usted sabe dónde se encuentra una niña robada a sus padres, ¿no?
- No lo sé -replicó Corbyn.
- ¿No sabe que ha sido robada?
- Eso sí… ¿A qué viene usted?
El Coyote sentóse en una silla y cruzó una pierna sobre otra.
- Sé muchas cosas acerca de usted, señor Corbyn o señor Redmill -dijo-. Me he informado bien y creo hallarme en condiciones de imponerle mi voluntad sin excesivas violencias.
- Fue una locura confiar en que mi pasado permanecería en el secreto.
- ¿Qué tuvo que ver el Sindicato Minero de Peñas Rojas en el secuestro de la hija de don César? -preguntó El Coyote.
- Creí que lo sabía -replicó Corbyn.
- No. Se algo acerca del sindicato y de sus miembros y, sobre todo, sé mucho acerca de usted. He pensado hacerle un favor, pero antes quiero que usted me haga otro. Un hombre le tiene amenazado y valiéndose de que conoce su secreto le somete a un continuo robo. Ese hombre es Gordon Laforey.
- Y él es quien ha raptado la niña -respondió Corbyn-. Pero no sé dónde la tiene escondida.
El Coyote logró permanecer impasible, aunque en su corazón se agitaba un violento tumulto de emociones.
- ¿En dónde tiene su domicilio Gordon Laforey? -preguntó El Coyote.
- Vive en un hotel; pero no sé en cuál. Además, creo que se va a trasladar a una casita que ha comprado en las afueras de San Francisco. Sin embargo, mañana por la tarde me visitará para venderme las acciones que él posee de nuestra compañía. Le entregaré cien mil dólares.
El Coyote esbozó una dura sonrisa.
- Quiere que yo le mate, ¿no? -preguntó.
- Cualquiera que le quitase la vida haría un favor al mundo.
- Y a usted especialmente.
- También me favorecería, desde luego -admitió Corbyn-. Confieso que desde el momento en que supe que iba a intentar luchar con usted alimenté la esperanza de que Laforey resultase vencido.
- Lo será. Ahora, dígame, ¿por qué deseaba Laforey acabar conmigo?
- Usted era un obstáculo para sus planes con relación a las minas de Peñas Rojas. Si se llegan a explotar las minas se arruinará el Valle Naranjos. El gobernador de California quizá se oponga a ello, pues estima que el valor de la agricultura californiana llegará a superar el del oro; pero si los agricultores de Valle Naranjos son convencidos de que no deben recurrir al gobernador, es muy probable que el señor Borraleda no llegue a enterarse de lo que ocurre.
- ¿Y para eso raptaron a una niña? -preguntó El Coyote.
- Don César, por lo que me ha contado Laforey, debía pagar el rescate de su hija facilitando la colocación de una trampa en la cual caería usted, señor.
- ¿Y luego?
- Una vez desaparecido El Coyote se podría atacar a los campesinos que, por sí solos, no representarían ningún peligro.
- ¿El peligro era que yo acudiese en su socorro? -preguntó El Coyote.
- Sí.
- Desde luego, era un peligro. Bien, no le voy a molestar más por ahora. Mañana volveré para decirle algo que le interesará. Entretanto evite decirle nada a Laforey. Y entréguele el dinero a cambio de sus acciones.
- Le prepararé un cheque…
- No. Dinero. Prepare también otros cincuenta mil dólares.
- ¿Para qué? -preguntó Corbyn.
- Mañana lo sabrá. Creo que los pagará usted muy gustoso. Buenas noches.
- ¿Cómo encontró mi habitación? -preguntó Corbyn, antes de que El Coyote saliera por la ventana.
- Supuse que su cuarto estaba en el primer piso. Esperé a que usted llegase y luego subí a la ventana que se iluminó. Muy sencillo. Adiós.
Al cabo de un momento Edmund Corbyn asomóse a la ventana. No vio nada que pudiera relacionarse con El Coyote. Al cabo de un momento oyó llegar a su esposa y a sus hijos. Levantando la vista hacia el cielo deseó con toda su alma que El Coyote terminara de una vez para siempre con Gordon Laforey. Si el enmascarado realizaba tal milagro, él saldría sumamente beneficiado en todos los sentidos.
"Si fracasa el plan de Gordon, los demás socios querrán retirarse del negocio y yo podré comprar las acciones a bajo precio -pensó-. Tal vez algún día no muy lejano se pueda explotar la mina…"