Capítulo VII

Los secuestradores

Gordon Laforey examinó atentamente a la recién nacida.

- ¿No hay peligro de que le ocurra nada malo? -preguntó a la señora Brown.

- No, en absoluto. Es muy sana. No corre ningún peligro.

- Su vida significa mucho para todos -advirtió el hombre-. Cuídela como si fuese de oro.

Regresando al cuarto donde le esperaba David Sealey, explicó a éste:

- Ya tenemos lo principal. Don César cederá en todo. He tomado informes acerca de él. Es hombre riquísimo y amigo de la vida tranquila. Como la mayoría de los californianos, es pacífico. Haremos de él lo que queramos.

- No olvide que sus antepasados fueron los que descubrieron América y la colonizaron en cincuenta años, mientras que los nuestros han necesitado cuatrocientos años para lograr mucho menos.

- ¡Bah! Puede que los antepasados del señor Echagüe fuesen belicosos y realizaran empresas muy grandes; pero en él la sangre se ha ido convirtiendo en agua. Además, aunque fuese un Hernán Cortés no le serviría de nada. Le tenemos cogido.

- ¿Pero no quería usted coger al Coyote?

- Desde luego; César de Echagüe es amigo suyo. Los dos se han hecho favores. El señor Echagüe debe de tener algún medio para comunicarse con El Coyote. Y si quiere recobrar a su hija tendrá que citar al Coyote en un sitio donde nosotros podamos acabar con él. Voy a verle.

- ¡Eh! ¿Ya sabe a lo que se expone?

- No me expongo a nada. Mi vida está protegida por la niña de don César.

- ¿Por qué no le envía una carta? Es más seguro.

- No. Hablaré con él. Iré disfrazado para que nunca pueda reconocerme.

- ¿Y si no vuelve usted?

- Volveré. Pero en el caso de que no regresara, válete de la niña para obtener un buen rescate y para rescatarme a mí.

Aquella tarde, cuando llegaba ya la noche, regresaron a Los Ángeles Yesares y Teodomiro Mateos que habían vuelto al rancho. Cuando don César, después de despedirlos, se disponía a entrar de nuevo en casa, una voz le ordenó, desde detrás de un seto:

- No se mueva, señor Echagüe. He de hablar con usted. Le estoy apuntando con un revólver.

Don César permaneció inmóvil. Presentía lo que iba a suceder y que al fin los secuestradores de su hija iban a presentarle sus condiciones.

- Acérquese -siguió ordenando la voz.

El hacendado obedeció.

- ¿Qué quiere? -preguntó.

Un hombre cubierto con una capa y un sombrero hundido hasta las cejas apareció ante él, empuñando un revólver.

- ¿No lo imagina? -preguntó el desconocido.

- No; realmente no comprendo. Tal vez necesite usted dinero.

- Más adelante, tal vez. De momento le preguntaré, tan sólo, si desea recuperar a su hija.

- No entiendo -murmuró César de Echagüe.

- Está bien. Hablaré sin rodeos. La situación está muy clara. Usted es amigo del Coyote. Lo sabemos positivamente. Cite a su amigo en el lugar que yo le indicaré y a la hora que también le diré. Dé cualquier excusa. Usted sabrá encontrarla. Cuando hayamos hablado con El Coyote le devolveremos a usted su hija.

Don César fingió un vivo sobresalto.

- Pero, ¿es que han vuelto a raptarla? -preguntó.

- ¿Qué está usted diciendo? La hemos raptado una vez, aunque puede estar tranquilo acerca de ella. Si usted sigue nuestras instrucciones se la devolveremos en perfecto estado de salud. Es una chiquilla encantadora.

Don César permaneció callado un momento. Después replicó:

- En efecto, es una chiquilla encantadora. Eso era lo que me decía hace un momento el señor Mateos. Es el jefe de la policía de Los Ángeles. Se acaba de marchar. Ha venido a ver cómo estaba Leonorín.

- Me parece que estamos hablando distintos idiomas, don César -gruñó el otro-. Yo tengo a su hija en mi poder. No trato de quitársela. Sólo quiero conseguir que usted cite al Coyote.

- ¡Por Dios, señor! -rió don César-. Creo que está usted loco. Esta madrugada recibí la visita del Coyote. Vino a devolverme a mi hija. Me explicó que unos bandidos la habían robado para pedirme un rescate por ella.

- ¿Dice que esta madrugada…?

- Sí, sí. En realidad eran las ocho de la mañana. Estábamos desesperados por la desaparición de la niña cuando, al entrar yo en mi despacho, encontré al Coyote meciendo en sus brazos a mi hija. Me dijo que se alegraba mucho de poder hacerme aquel favor.

Gordon Laforey sintió que las piernas se le doblaban. ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso El Coyote, aprovechando su ausencia…? Pero, no. No. El dueño del rancho de San Antonio decía que la niña le fue devuelta a las ocho de la mañana, y él sabía que muchas horas después la niña estaba en el lugar donde la habían ocultado. Por lo tanto…

- O me engaña usted, o le han engañado -dijo-. Yo tengo a su hija, y le advierto que he tomado las debidas precauciones para que, si no vuelvo, sea llevada a un lugar donde nunca podrán encontrarla.

Don César disimuló perfectamente su estado de ánimo. Había tomado sus precauciones y, a menos que ocurriese un fallo completo, sus planes se realizarían mucho mejor que los de aquel hombre.

- No quiero contradecirle ni enemistarme con usted, a pesar de que no le conozco; pero debo insistir en que mi hija está en casa, con su madre, vigilada por mis mejores hombres para que no se vuelva a repetir el rapto. Si quiere usted acercarse a la ventana, quizá la pueda ver.

Era tan grande la serenidad del hacendado, que Laforey sintióse perdido.

- ¿Avisó usted al Coyote? -preguntó.

- Al Coyote nadie le avisa, señor. Él lo sabe todo. Seguramente se halla ya enterado de su visita. Sin duda oyó usted decir que habían raptado a mi hija y aunque usted no tiene nada que ver con el rapto, pensó en aprovechar mi inquietud de padre para obtener algún dinero. ¿Por qué hace usted estas cosas? ¿No comprende que lleva una vida muy mala?

Del interior de la casa llegó en aquel momento el llanto de una criatura. Al oírlo, Gordon Laforey empezó a creer en la verdad de lo que decía el estanciero. ¿Cómo podría convencer a aquel hombre de que su hija no era la que tenía en casa?

- Si no me necesita, entraré a ver lo que ocurre -dijo don César.

Laforey trazó vertiginosamente otro plan. Aquel hombre le era necesario para llevar a cabo sus propósitos y…

- Se equivoca -replicó-. Acompáñeme.

- Necesito entrar en casa -insistió el estanciero-. Si quiere esperar aquí un momento…

Aunque don César había hablado en voz alta para acallar con ella los ruidos, Laforey previno a tiempo lo que iba a ocurrirle y saltó lateralmente un segundo antes de que Matías Alberes descargase un golpe dirigido a la cabeza del hombre que estaba hablando con su amo. Falló el golpe y Alberes, perdiendo el equilibrio, cayó contra don César. Laforey pensó un brevísimo instante en hacerse seguir por los dos hombres; pero temiendo que el hacendado tuviese a alguien más oculto en el jardín, se escurrió por entre los árboles y escapó hacia donde tenía el caballo. Sólo se detuvo un momento para contemplar a través de una enrejada ventana a Guadalupe que trataba de calmar a una criatura envuelta en pañales. En esta faena estaba ayudada por Serena.

Reanudando la fuga llegó al lugar donde estaba su caballo, montó en él y picando espuelas escapó a través de los campos, hacia su guarida, rumiando el fracaso de sus planes, a pesar de que todos ellos se habían realizado al pie de la letra.

Durante diez o doce minutos marchó a todo galope; luego, al alcanzar unos montículos, detúvose para escuchar si le seguían. No oyó nada. Reanudó la fuga más despacio. Era evidente que César de Echagüe tenía en su casa a una niña que él creía hija suya; pero que en realidad no lo era. Él no podría convencerle de que le habían engañado, pues el estanciero insistía en afirmar que era suya. Y dentro de unos días estaría tan encariñado con la niña como si en realidad fuese su hija. Esto echaba abajo el complicado plan. Se había gastado mucho dinero en triunfar y el triunfo resultaba inútil. El Coyote acababa de derrotarle. No obstante, ¿cómo pudo entrar en acción El Coyote tan rápidamente? ¿Indicaba acaso ese detalle que el famoso enmascarado conocía sus planes? De ser así, él y su gente estaban en peligro, pues sin duda alguna El Coyote les atacaría. De momento había resuelto el problema entregándole a don César una niña que no era la suya; pero ahora tendría que seguir adelante y apoderarse de la secuestrada hija de don César para devolvérsela a su padre.

De atacante, Laforey habíase convertido en atacado. Ya no era cuestión de imponer condiciones, sino de evitar que otro se las impusiera a él. Ya había faltado muy poco para que él hubiese quedado prisionero en el rancho de San Antonio. ¿Le habría tendido don César una trampa? No era posible. Sin duda, alguno de sus criados puestos de guardia en el jardín llegó atraído por la voz de su amo y quiso salvarle. De no fallar el golpe, las consecuencias hubieran sido fatales para Laforey.

Era preciso buscar otro plan, pues de lo contrario lo de Peñas Rojas iba a fracasar por completo. Si El Coyote había descubierto algo, tal vez lo descubriese todo.

Continuó galopando hasta su refugio, rehaciendo el camino que la noche antes siguiera con Emily Brown, sus compañeros y la niña. Era un camino difícil, muy quebrado, que en algunos momentos bordeaba un profundo abismo. Por fin llegó a la cumbre y miró a su alrededor. Allí tenía que haber un centinela. ¿Cómo no le había dado el alto? Pensó en averiguarlo; pero desechó en seguida la idea. Era preciso comprobar si, efectivamente, la niña estaba aún en su poder.

Cuando se hallaba a unos cien metros de la terminación del sendero oyó tras él un disparo. Alarmado, empuñó su rifle y desmontando se tendió en el suelo, para defenderse. Luego comprendió que el disparo no había sido hecho contra él, porque no se había oído el silbar de ninguna bala. Un momento más tarde oyó:

- ¡Eh, patrón! Acabo de cazar a uno que lo iba siguiendo.

Reconoció la voz de uno de los hombres de Sealey. Llevando de la brida su caballo regresó hacia el camino. Junto a éste se veía a un hombre de pie al lado de un bulto tendido en el suelo.

- ¿Qué ha pasado?-preguntó.

- A poco de continuar usted su camino apareció éste y le disparé -explicó el hombre-. El señor Sealey me dijo que sólo llegaría usted. ¿Qué hago con el cuerpo?

- ¿Está muerto?-preguntó Laforey.

- Por lo quieto que está, sí debe de haber muerto.

- Bien. Ayúdame a cargarlo sobre el caballo.

Entre los dos colocaron el inerte cuerpo cruzado sobre el lomo del caballo y mientras el centinela volvía a su puesto, por si llegaba algún otro perseguidor, Laforey continuó hacia la casa, llegando a ella al cabo de media hora de marcha.

David Sealey aguardaba fuera, oculto entre unos árboles. Al reconocer a Gordon fue a su encuentro, preguntando:

- ¿Contra quién dispararon? ¿Ha salido todo bien? -Y en seguida, al fijarse en la carga del caballo agregó-: ¿Qué trae ahí?

- El centinela disparó contra él. Me iba siguiendo. ¿Está la niña en casa?

- Claro que está. La vi hace un momento. ¿Aceptó don César?

- Luego te contaré. Ayúdame a descargar el cadáver. Quiero saber quién es.

Entre uno y otro llevaron el cuerpo al interior de la casa. Dos más de la banda de Sealey acercaron luces para examinar el cadáver.

- No está muerto -dijo Sealey-. Una herida grave; pero no más. Es posible que muera.

- Es Evelio Lugones -dijo uno de los bandidos contratados en Los Ángeles-. ¿Qué hacía por aquí?

- Seguirme -replicó Laforey.

El hombre le miró, alarmado. Al notar su expresión, Gordon le preguntó:

- ¿Qué te ocurre?

- Na… nada -tartamudeó el otro-. Sólo que es raro…

- ¿Qué sabes de este hombre? -preguntó Laforey.

Como el otro vacilase, Sealey le agarró violentamente de la camisa y le zarandeó con rudeza, ordenando rabiosamente:

- ¡Responde de una vez!

- Es… es que dicen en Los Ángeles que los Lugones están al servicio del Coyote y…

- ¿Y qué? -gritó Sealey.

- Que nosotros no queremos nada contra El Coyote -replicó el bandido-. Si él anda metido en esto, nosotros nos vamos, ¿verdad?

El otro bandido asintió con la cabeza, agregando:

- El Coyote es un veneno para quien se enfrenta con él. Si nos hubiesen dicho que era a él a quien querían cazar… No, no hubiésemos aceptado. Nos marchamos en seguida.

Sin esperar el consentimiento de sus jefes, los dos hombres corrieron a la puerta y salieron de la cabaña. Sealey fue a empuñar su revólver, pero Gordon le contuvo.

- ¡No cometas locuras! -gritó-. Sería inútil. Deja que se marchen. Han ocurrido muchas cosas malas.

- Si ésos huyen pueden ocurrir cosas peores -previno Sealey.

- No, no. El plan se ha venido abajo. Además, si ésos le tienen tanto miedo al Coyote no nos servirían de nada. Vamos a tener que luchar contra él.

Gordon explicó en seguida lo ocurrido, terminando:

- Con una astucia muy de coyote, ese maldito hombre ha hecho fracasar el plan. Ahora don César cree haber recuperado a su hija, y se fortificará en su casa de tal forma que no podremos intentar nada contra él.

- Pero, ¡nosotros tenemos a la niña! -gritó Sealey.

- Si él cree que no la tenemos, sino que la tiene él, nada podemos hacer.

- Podemos demostrar, por medio de la matrona, que la niña es la que tenemos.

- Ese nombre no creerá nada; pero existe una probabilidad: la de que El Coyote venga a nosotros. Él sabe cuál es la verdad. Intentará recuperar a la hija de don César. Vendrá a nosotros y podremos cazarlo.

- Con la diferencia de que ahora tendremos que hacer de cebo. No me ha gustado nunca este plan. Tenemos que escapar.

- Desde luego -asintió Laforey-. No podemos quedarnos ya aquí. Especialmente después de la fuga de tu gente. El centinela que dejaste en el camino parece hombre seguro.

- Lo es. Y el que vigila a la niña, también. Los traje de San Francisco.

- Pues que vaya a avisar al centinela para que se reúna con nosotros. Saldremos en seguida hacia San Bernardino. Desde allí subiremos hacia San Francisco. Creo que estaremos más seguros en la ciudad.

- El plan de Peñas Rojas se complica, ¿no?

- Sí. Aquellos financieros se reirán de mí. Por fortuna tengo bien sujeto a Corbyn.

- ¿Qué hacemos con la Brown? -preguntó Sealey.

- Llevarla con nosotros, desde luego.

- ¿Y el dinero que ella no debía cobrar?

- Te lo daré. Esa mujer nos es más necesaria que nunca. ¡Maldito Coyote!

Sealey fue a dar las instrucciones al hombre que vigilaba en el cuarto donde estaban Emily Brown y la niña. Luego ordenó a la matrona:

- Prepárelo todo. Nos marchamos.

- Pero… yo creí…

- Déjese de creer tonterías -interrumpió Sealey-. Tiene que acompañarnos. No pierda un momento.

- Quiero hablar con el señor Laforey -pidió la mujer.

- Ahora está ocupado. Ya tendrá tiempo de hablar mientras viajamos. Cuidado en cómo maneja a esa criatura.

Volviendo hacia Laforey y preguntóle:

- ¿Qué se hace con la Bowden?

- La dejaremos aquí. Ya no la necesitamos para nada. Sería un estorbo con el cual no podemos ahora cargar.

- ¿Y a éste? ¿Lo rematamos? -inquirió Sealey, dando un puntapié al herido.

- No es necesario. Si no se muere y se cura, tardará muchos meses en hallarse en condiciones de molestarnos. La señora Bowden puede curarle.

- Y después bajará a Los Ángeles a contar lo ocurrido -observó Sealey.

- Lo que ella pueda decir sólo perjudicará a la Brown. Y ésa sabe demasiado para que nos convenga dejarla en condiciones de repetirlo. En cuanto lleguemos cerca de San Francisco, te desharás de ella. Creo que ya llegan nuestros hombres. Terminaremos los preparativos. Aquí no debe quedar ningún caballo. Si la señora Bowden vuelve a Los Ángeles, conviene que no pueda hacerlo demasiado pronto.