Capítulo VIII

Siguiendo la pista

Don César explicó a Yesares lo que había sucedido en el jardín.

- Si Alberes no hubiese fallado el golpe, ahora todo estaría arreglado. Aquel hombre nos hubiese dicho, por fuerza, dónde estaba la niña; pero tuvo suerte.

- ¿Le reconociste?

- No. Apenas le vi. Estábamos a oscuras.

- ¿No intentaste perseguirle?

- No pude hacerlo. Me llevaba ventaja, además… Confío en que los Lugones lo hagan. El Coyote los apostó en tres lugares distintos. Son suficientemente capaces de seguirle. Ya sabes que ellos ignoran que quisiera dejar, para siempre, de ser otra cosa que un hacendado. Es más fácil luchar en favor de los demás que por uno mismo. Cuando he ayudado a otros no he sentido jamás, como ahora, el temor de cometer un error fatal.

Yesares asintió.

- Lo comprendo -dijo-. Además, ahora no se trata de tu vida, sino de otras dos vidas que para ti valen mucho más que la tuya.

- Eso es. Ahora saldré a interrogar a los Lugones. Si no han visto nada, no sé qué podremos hacer. Aún tengo la débil esperanza de que devuelvan la niña, que ya no les servirá de nada.

César entró en el cuarto de Lupe. Serena salió con el niño, diciendo que era preciso cambiarle de ropa.

- Hazlo aquí -pidió Lupe-. Tengo ganas de verla desnudita.

- El doctor nos lo ha prohibido -replicó, riendo, Serena-. El otro cuarto está muy caliente. Dice que no conviene que se enfríe.

Cuando la esposa de Yesares salió del cuarto, Lupe se quejó:

- No me dejan para nada a la niña. Creen que no sé cuidarla.

- Estás muy débil -replicó don César-. Dentro de un par de semanas podrás hacer con Leonorín lo que tú quieras; pero hasta entonces debes obedecer al médico. García Oviedo sabe lo que hace. Él dice que ahora los niños deben ser cuidados a la moderna, no como antes. Así mueren muchos menos. ¿No te importa quedarte sola un par de horas? Puede que vaya un rato a Los Ángeles. Tengo que hacer unas gestiones que he retrasado durante todo el día.

Sin esperar a que Lupe diera una respuesta a su petición, se levantó y acariciando las mejillas de su esposa salió del cuarto, dirigiéndose hacia aquel donde estaba Serena.

- No sospecha nada, ¿verdad? -preguntó.

La mujer de Yesares movió negativamente la cabeza.

- ¿Cómo podría imaginar la verdad? -agregó-. Pero no sé si lograremos ocultársela mucho tiempo.

- Temo que deba ocultarse mucho tiempo -replicó César de Echagüe-. ¡Si por lo menos en vez de ser un niño fuera una niña! Pero, ¿cómo íbamos a encontrar otra en estas condiciones?

- Lo malo es que también quiere que se le abran en las orejas los agujeros para los pendientes -sonrió Serena-. ¡Tendremos que hacerlo!

- ¡No, por Dios! -protestó César-, Es un niño. Nunca nos perdonaría una jugada tan mala.

- Aunque se le abran, se volverán a cerrar por sí solos en cuanto deje de llevar pendientes. Además, retrasaremos el momento de abrirlos.

Más seria, agregó:

- Lo peor es que se está encariñando demasiado con este chiquillo al que ella cree su hija.

- Cuando sepa la verdad dejará de quererlo -replicó don César-. Adiós. He de salir.

Y descendiendo al sótano donde guardaba su disfraz, don César se vistió con las ropas del Coyote, y montando a caballo salió por el pasadizo secreto. La noche era muy oscura en aquel paraje. El Coyote se deslizó como una sombra en dirección a los puestos donde había ordenado a los Lugones que se ocultaran. Timoteo estaba en una eminencia, sobre la carretera que llevaba a Los Ángeles. Entre los cedros de aquella altura había muerto, muchos años antes, el canallesco sheriff Koster3 de un disparo que él le dirigió desde el camino. ¡Qué lejos estaba aquello! Entonces había otra mujer en el rancho de San Antonio y ningún hijo suyo.

De entre los cedros salió Timoteo.

- Por aquí no ha pasado nadie, patrón -explicó-. El hombre que huía a caballo se dirigió hacia los montes en la dirección donde estaba Evelio. Él hizo la señal.

- Pues vayamos hacia allí -ordenó El Coyote-. Recogeremos a Juan.

Timoteo montó a caballo y siguió al Coyote, montaña abajo. Cruzaron por las tierras del rancho de San Antonio y a poco llegaron al puesto que debía ocupar Evelio Lugones. Estaba vacío; pero el resplandor de las estrellas se reflejaba en el acero de un puñal clavado en el tronco de un árbol.

- Esto quiere decir que ha seguido al hombre -explicó Timoteo.

- Avisa a Juan -ordenó el enmascarado, consumido de impaciencia.

Timoteo formó bocina con las manos y lanzó dos veces seguidas el aullido de un coyote. Hizo una corta pausa y repitió una vez el grito. Luego, encendió un trozo de papel y lo sostuvo en alto hasta que se consumió.

Transcurrieron unos seis minutos antes de que se oyera el galope de un caballo y luego tres aullidos, seguidos, de coyote. Poco después, Juan Lugones se detenía frente al Coyote. Éste ordenó:

- En marcha. -Señalando hacia las montañas, agregó-: Sólo puede haber seguido el camino de la cumbre.

- Si ha ido hacia allí encontraremos señales -dijo Timoteo.

Efectivamente. Al poco rato vieron, prendido de una rama, un trozo de tela blanca. Volvieron a encontrar otro unos cien metros más allá y un tercero al comienzo del ascendente sendero.

El Coyote avanzaba rápidamente, a pesar de lo peligroso del camino. ¿Sería posible que por lo menos una parte de su plan hubiese tenido pleno éxito? Evelio Lugones era astuto y tenía iniciativa propia. Sabía lo que debía hacer sin necesidad de esperar que otro le diese órdenes.

La noche era fresca y olía a musgo y a pino. Algunas aves nocturnas lanzaban sus chillidos hasta que el ruido de los cascos de los caballos las hacían enmudecer. Una vez se callaron a causa de un lejano disparo. Encontraron otras dos tiras de tela, indicadoras de que seguían una buena pista. Todos empuñaban sus rifles y estaban atentos a cualquier agresión. El aletear de algún pájaro llevaba el sobresalto, por un momento, a sus corazones; pero en seguida identificaban el ruido y seguían adelante. Cuando llegaron a la vista de la cumbre, señalada por el contraste entre la negra línea de la montaña recortada contra el fondo más claro del cielo, El Coyote se detuvo. Su caballo había erguido las orejas y esta señal fue seguida de un cercano relincho. Otro caballo estaba a corta distancia.

Los tres jinetes desmontaron, y con las armas prevenidas, avanzaron cautelosamente. Diez metros más allá, en una profunda hendidura, vieron, atado, un caballo.

- Es el de Evelio -susurró Timoteo, señalando la mancha blanca que el animal tenía entre los dos ojos.

- ¿Y dónde está Evelio? -preguntó El Coyote.

- Ha de estar cerca -dijo Timoteo.

Juan siguió camino adelante, a pie, cuidando de que el cañón de su rifle no chocara contra ninguna piedra y descubriera, con su metálico sonido, su presencia. Dejando a Timoteo junto a los caballos, El Coyote siguió a Juan Lugones, alcanzándole cuando faltaba poco para llegar a la cumbre. No se oía nada. Continuaron adelante y, de pronto, El Coyote se detuvo. Su mano izquierda se había posado sobre un pequeño charco de un líquido pegajoso. La oscuridad impedía averiguar qué era aquello, pero el dulzón olor que emanaba del líquido indicó al Coyote que su mano se hallaba con seguridad manchada de sangre.

- Aguarda -dijo a su compañero-. No te muevas.

A la derecha se extendía un terreno descubierto que no podía cobijar a nadie. A la izquierda, en cambio, había unos grupos de árboles. Antes de que Juan Lugones se diese cuenta, El Coyote corrió como una sombra hacia los árboles y dando un breve rodeo alcanzó al fin dos de ellos que crecían formando una alta V. Si alguien había disparado en aquel lugar, tenía que haberlo hecho desde allí. ¡Aquel disparo que oyeron a poco de iniciar el ascenso! No había nadie detrás de los árboles ni cerca de ellos. Un reflejo metálico que llegaba del suelo resultó ser una cápsula vacía. El Coyote la recogió. Estaba ya fría.

Reuniéndose con Juan llamó a Timoteo y los tres reanudaron la marcha, sin que el enmascarado expusiera sus temores acerca de Evelio.

- ¿Vamos hacia la cabaña del pastor? -preguntó Juan.

- Sí -respondió El Coyote.

A poco vieron una luz que centelleaba a lo lejos. Había alguien en la cabaña. Los tres jinetes se separaron un poco y a unos doscientos metros de la luz desmontaron, continuando el avance con mayores precauciones, evitando que les delatara el roce de las ramas contra el cuerpo o el chasquido de alguna de ellas al romperse. Cuando estuvieron a pocos pasos de la solitaria cabaña, El Coyote cruzó en un par de largos saltos el espacio descubierto y se pegó a la pared, junto a la puerta. Miró hacia sus dos compañeros. Estaban apuntando la puerta. Alargando la mano la empujó. Estaba abierta. La empujó más y la abrió del todo. Una mujer que estaba arrodillada en el suelo, junto a un hombre tendido en él, levantó, asustada la cabeza. Luego, al ver al enmascarado que avanzaba revólver en mano, exclamó, aliviada:

- ¡El Coyote!

Éste señaló con el revólver el cuerpo de Evelio Lugones, preguntando:

- ¿Está muerto?

La señora Bowden movió negativamente la cabeza.

- Sólo mal herido.

- ¿Y la niña? -preguntó El Coyote.

- Se la llevaron. Han huido. Tienen miedo de que usted los siga. Lo oí decir.

- ¿Oyó decir, acaso, hacia dónde se dirigían?

- San Francisco. Lo nombraron algunas veces. Yo no pude oír mucho. Me secuestraron ayer noche y me obligaron a escribir…

- Ya lo sé -interrumpió El Coyote-. ¿Hace mucho ya que se marcharon?

- Quizá una hora. Puede que menos. Me pusieron en libertad, diciendo que podía volver en seguida a Los Ángeles o por el contrario cuidar de este pobre hombre.

En este momento entraron Juan y Timoteo Lugones. Dejándoles que cuidaran de su hermano, El Coyote se llevó a otra habitación a la señora Bowden. Necesitaba interrogarla acerca de lo que pudiese haber oído; pero la matrona sabía muy poco. Casi no había oído nada. Oyó pronunciar varias veces dos apellidos que no eran iguales, pero que terminaban los dos en ey. Ley o rey. Además, también había oído algo acerca de Peñas Rojas, pero sólo recordaba que debía de tratarse de unas minas.

Aquella noche El Coyote regresó a Los Ángeles dejando a los Lugones el trabajo de llevar a su hermano a casa del doctor García Oviedo. A la señora Bowden le encargó que no repitiera a nadie lo ocurrido. Le pidió, igualmente, que preguntase al doctor García Oviedo si su presencia era necesaria en la finca de don César de Echagüe.

A la mañana siguiente, don César anunció a Teodomiro Mateos:

- No puedo resistir esta situación. Marcho a San Francisco a recoger a mi hijo. Pueden hacerlo víctima de algún ataque. Creo que aquí se hallará más seguro.

Y a media mañana don César marchó en un ligero coche tirado por cuatro ágiles caballos en dirección a la gran ciudad de la Alta California. Pero nadie le vio llegar allí. Cuando el coche entró en San Francisco, lo conducía un hombre de corta barba que vestía como un clérigo. Era tan corriente ver en las calles de San Francisco hombres como aquél, que nadie le prestó la menor atención.