Capítulo X

El vuelo de una paloma

A la tarde siguiente Gordon salió de casa de Corbyn sumido en honda confusión. Había advertido en el financiero una energía que otras veces no había aparecido o que si apareció sólo duró unos instantes, dominada en seguida por el recuerdo del terrible secreto que poseía Gordon. Al vender sus acciones de Peñas Rojas echaba por tierra todos sus planes; pero aún le quedaba la esperanza de obligar a Corbyn…

Súbitamente, Laforey, se detuvo con la impresión de que alguien le seguía. Volvióse. La calle estaba llena de transeúntes. Ninguno de ellos pareció demostrar ningún interés por él. Sin embargo, al reanudar su marcha, Gordon lo hizo apretando con el brazo y contra el cuerpo los cien mil dólares en billetes que poco antes le había entregado Corbyn. ¿Intentaría alguien quitarle aquel dinero? Por si acaso iba prevenido.

Varias veces, en el curso de su camino en dirección a las afueras de San Francisco, volvió a sentir la impresión de que alguien le seguía, pero nunca pudo confirmarla.

Entró en su casa y cerró la puerta con llave. Anochecía. Gordon Laforey empezó a lamentar el haberse separado de Sealey y de su gente. Aquella casa, en la cual pensaba vivir unos meses, estaba excesivamente aislada. Si El Coyote llegaba a atacarle se vería en una situación apuradísima.

El recuerdo del famoso enmascarado no se apartaba de su mente. Existía un importante premio para quien lo entregara a la Justicia, vivo o muerto. Aparte de ese premio, de treinta y cinco mil dólares, existía otra ventaja: la de que una vez muerto El Coyote se pudiese llevar a cabo lo de Peñas Rojas, y otros negocios. Por último… La hija de don César de Echagüe aún podría servir para obtener de ella un buen rescate. Esta posibilidad era la que había salvado la vida a Emily Brown. Su declaración de que la verdadera hija de don César de Echagüe era aquélla y no la entregada por El Coyote, debería convencer al dueño del rancho de San Antonio, quien ante una duda tan grave preferiría asegurarse y se quedaría con la niña a cambio de la suma de dinero que, por muy elevada que fuese, nunca tendría para él la importancia del sostenimiento de aquella duda.

Comenzó a sacar el dinero, dejándolo sobre la mesa. Nuevamente tendrían que ponerse en viaje para llegar a un sitio más próximo al rancho de San Antonio.

Una fracción de segundo antes de que sonara la voz del Coyote a su espalda, Gordon Laforey comprendió que no estaba solo. También comprendió cuál era la única persona que podía haber llegado hasta allí sin ser vista ni oída.

Cuando iba a volverse sonó la voz:

- Hola, señor Laforey. Supongo que mi visita le es sumamente desagradable, ¿no?

Dirigiéndose al enmascarado, Laforey consiguió replicar con forzada serenidad:

- ¿Es usted El Coyote?

- Sí. Como ve, al fin nos hemos encontrado. Hemos tenido que recorrer un largo camino; pero ya estamos frente a frente.

El Coyote mantenía la mano derecha apoyada en la culata de uno de sus revólveres, pero no hizo mayor intención de empuñarlo.

- Y… ¿qué… qué quiere de mí?

Con un ademán El Coyote señaló el dinero extendido sobre la mesa.

- Eso -respondió-. Y, además, la niña.

- ¿Y si me niego a entregar esas dos cosas? -preguntó Laforey.

- Entonces sufrirá usted las consecuencias -sonrió El Coyote, empezando a desenfundar su revólver.

- Usted no me mataría a sangre fría -replicó Laforey.

- A los seres como usted se les puede matar sin cometer por ello un crimen; pero, además de ser malo, es usted estúpido. ¿Por qué quiso enfrentarse conmigo?

- Porque podía vencerle.

- ¿Y aún cree eso?

- Mientras tenga en mi poder a la hija de don César, El Coyote no puede hacerme nada.

La mano derecha del enmascarado se movió con inconcebible rapidez, brilló un cegador fogonazo, sonó una detonación y Gordon Laforey se llevo la mano izquierda a la ensangrentada oreja, a la vez que el terror desorbitaba sus ojos.

- Ya ha empezado a hacer algo El Coyote -dijo el enmascarado-. Puedo hacerle mucho más.

- Me ha destrozado la oreja -gimió Laforey.

- Así podrá contar a todo el mundo que ha visto al Coyote. Si enseña esa oreja nadie dejará de creerle. No debió haberse enfrentado jamás conmigo. Es usted listo, audaz, completamente canalla; pero le falta inteligencia. Mientras permaneciese en segundo término y no descubriera su juego podía imaginarse que iba ganando; pero desde el instante en que llegó a mis oídos el nombre de Peñas Rojas, tuve una referencia y ya supe a quién debía atacar. Ahora dígame dónde está la hija de don César.

- No… ¡No! Máteme si quiere…

- No sea loco. ¿No comprende que me tiene sin cuidado el matarle o no matarle?

- Si me mata no recuperará a la niña.

- Es verdad. Tardaré algún tiempo en recobrarla o puede que no vuelva jamás junto a su padre; pero ni don César ni su esposa se darán cuenta de la verdad. Ya tienen una hija que imaginan suya. Serán tan felices en el engaño, como lo hubieran sido con la realidad. Mi prestigio no sale resentido.

- Déjeme el dinero y llévese a la niña.

La vacilación del Coyote no fue advertida ni sospechada por Gordon Laforey.

- No -replicó el enmascarado-. Lo único que puedo darle es la vida. Y eso porque no ha cometido ningún crimen. De lo contrario, ni la vida le dejaría. Pero antes de concederle la vida, quiero saber dónde está la hija de don César de Echagüe.

- Está bien. Lo aposté todo a una carta que parecía buena -dijo Laforey-. Usted ha resultado poseedor de un naipe más alto. Mala suerte.

- Veo que acepta con bastante hombría su derrota. ¿Dónde está la niña?

- En Punta de San Pedro. ¿Lo conoce?

- Sí. Pero Punta de San Pedro es muy grande.

- En la carretera, a la entrada del pueblo, hay una casa de color de rosa. Allí está la niña.

El Coyote guardó cuidadosamente el dinero. Mientras lo hacía, advirtió:

- Podría ocurrir que usted pensara tenderme una trampa o en engañarme. Debo advertirle que si lo hiciese cometería un error muy grave porque entonces caería usted en sus propias redes.

- No le engaño -replicó Laforey-. Sé darme cuenta de cuándo he perdido la partida.

- Así lo espero -respondió El Coyote.

Se apoderó del revólver que Laforey guardaba en su bolsillo y aseguróse de que no había ninguna otra arma en la casa. Luego, montando en su caballo, alejóse en dirección sur, hacia Punta de San Pedro. A los pocos momentos una paloma pasaba volando, por encima de él.

***

El trayecto de la paloma fue muy breve. Voló hacia el mar, en dirección suroeste. Cada vez más segura del camino que debía seguir, aceleró el vuelo y veinticinco minutos después se posaba a la entrada del palomar en que se había criado. Al cruzar la puertecita basculante, sonó un tintineo.

David Sealey, al oírlo, se puso en pie, anunciando:

- Debe de haber llegado una paloma. Recogedla en seguida.

Mientras uno de sus hombres iba a cumplir la orden, Sealey entró en el cuarto que ocupaba Emily Brown. La mujer estaba junto a la cama de la niña, a quien daba leche a cucharaditas. Al oír a Sealey volvióse hacia él, dirigiéndole una mirada de espanto. Habíase dado cuenta del peligro que corría y estaba temiendo que de un momento a otro la mataran.

- ¿Cómo sigue la chiquilla? -preguntó Sealey.

- Bien; pero necesita otra alimentación. Así no se puede seguir por muchos días.

- No tardaremos en saber lo que debe hacerse -replicó Sealey, volviendo a la habitación que había abandonado.

Acababa de regresar el hombre enviado a recoger la paloma. La traía entre las manos. El ave miraba a derecha e izquierda, con inteligente expresión.

Sealey extrajo el canutillo atado a una de las patas de la paloma, y del interior del mismo sacó un papel arrollado. Lo extendió sobre la mesa y leyó escrito con tinta: Persona que esperamos salió hacia Punta de San Pedro ahora mismo. Recibidla como acordamos. Gordon.

Sealey sonrió, ampliamente. Había sido una buena idea alquilar una casa en la cual existía un palomar de palomas mensajeras. No fue por casualidad, sino por cálculo. Gordon Laforey era un buen jefe.

Sealey hubiera querido tener más gente a sus órdenes. Eran sólo tres hombres contra El Coyote. Los suficientes para matarle a traición, tendiéndole una emboscada cuando llegase convencido de que nadie le esperaba. Comenzó a seleccionar las armas. Se utilizarían, especialmente, escopetas de cañón serrado y doble carga de perdigones gruesos. Seis disparos sobre seguro bastarían para hacer pedazos al Coyote. Luego, si todavía le quedaba un poco de vida, se la acabarían de quitar a tiros de revólver. Llamó a sus hombres y les dio las oportunas órdenes.

- Cargad bien las escopetas -dijo-. Cuando el que viene esté a tiro, disparad sobre él las dos cargas. Luego, si se mueve, seguid disparando con los revólveres; pero no creo que haga falta.

- ¿Y quién es ese que llega? -preguntó Ickes, uno de los dos hombres de Sealey.

- Un amigo del jefe -replicó Sealey.

- ¿Un amigo? -preguntó Osman, el otro bandido.

- Claro. Se trata sólo de una broma. Y ahora daos prisa. Dentro de una hora y media, si no va demasiado de prisa, llegará aquí. Hemos de estar prevenidos.

Los dos hombres sacaron de un armario unas escopetas de caza de cañón cortado y empezaron a cargarlas cuidadosamente, midiendo la pólvora, colocando los tacos y por último los pesados perdigones, así como un último taquito de fieltro, y, por fin, el cebo.

Sealey les imitó y cuando tuvo su escopeta cargada entró en la habitación de Emily Brown. La matrona, al verle entrar armado, lanzó un grito de terror.

- ¿Qué quiere? -chilló.

- No tenga miedo -rió Sealey-. Sólo vengo a decirle que tendremos que encerrarla. Esperamos una visita y la niña podría correr algún peligro.

La habitación en que estaban la matrona y Leonorín carecía de ventanas. La puerta era muy sólida y estaba provista de una fuerte cerradura. Sealey cerró con llave y la guardó. Hecho esto cambió los cartuchos de su revólver. Como medida de precaución, pues todas eran pocas cuando se trataba de luchar contra El Coyote, se puso otro revólver entre el cinturón y el cuerpo.

Se comió y se bebió y, una hora más tarde, los tres hombres descendían al jardín, parapetándose detrás de unos setos y de la tapia. Desde allí se veía la carretera que llegaba de San Francisco. Nadie podría acercarse a la casa sin ser descubierto por ellos.

Pasaron unos quince minutos antes de que a lo lejos se escucharan las pisadas de un caballo. Sealey previno a sus hombres con un ligero silbido. Los vio moverse en la oscuridad. Cuando en el recodo de la carretera apareció un jinete que avanzaba hacia la casa, muy pegado al caballo, los tres prepararon sus armas.

- Es él -susurró Sealey, sin explicar que eran el sombrero mejicano y el sarape los detalles que le permitían identificar al que se acercaba.

Guardaron silencio y esperaron a que el jinete llegase a unos diez metros del edificio. Cualquiera que hubiese examinado la casa, con sus luces en las habitaciones y su tranquilo jardín, no hubiera imaginado que tres asesinos esperaban arma al hombro el instante de cometer un nuevo crimen.

- ¡Va! -gritó de pronto Sealey, disparando la primera carga de su escopeta.

El jinete, al recibir la masa de plomo, se irguió y el caballo encabritóse. En seguida sonaron dos disparos más y luego tres casi simultáneos. Lanzando un horrible relincho, el caballo se desplomó herido de muerte, arrastrando con él a su jinete, que no había replicado a la agresión.

Sealey dejó en el suelo la escopeta y corrió al lugar donde el caballo, en los estertores de la agonía, coceaba cada vez con menos fuerza. Cuando cesó en sus movimientos, David Sealey se acercó más. La luz del balcón llegaba hasta allí lo suficiente para descubrir el rostro del jinete. ¡Por fin sabrían quién había sido El Coyote!

Los otros dos asesinos acercáronse, también. Sealey echó atrás el sombrero mejicano. Apareció un rostro ensangrentado y medio cubierto con un pañuelo. De momento Sealey imaginó que se trataba de una máscara; pero en seguida vio que era una mordaza. Al mismo tiempo Osman anunció:

- ¡Lleva las manos atadas!

En efecto, el jinete estaba maniatado al pomo de la silla.

- ¡Es el jefe! -gritó Ickes-. ¡Es el señor Laforey!

Sealey sintió que un escalofrío le corría por todo el cuerpo. ¡Sí, el hombre a quien acababan de matar era Gordon Laforey!

Pero esto quería decir…

El ágil cerebro de Sealey actuó tan de prisa que en una décima de segundo formulóse y respondió a todas las preguntas. ¿Qué hacía allí Gordon Laforey, atado a su caballo, para que no pudiese conducirlo a otro lugar y amordazado para que no pudiese prevenir a sus amigos? El mensaje recibido por medio de la paloma mensajera era suyo. No cabía duda alguna. Sealey conocía la letra. Por lo tanto, no cabía pensar en una trampa o en una falsificación. Pero tampoco se podía pensar en que voluntariamente Laforey se hubiese amordazado y se hubiera atado al caballo. No sólo por las manos, sino también con una cuerda que iba de un pie a otro, por debajo del vientre del caballo. Esto sólo podía haberlo hecho una persona:

¡El Coyote!

Y El Coyote no lo habría hecho sólo para castigar a Laforey, sino con algún otro fin. ¿Cuál era la finalidad del Coyote?

¡La niña!

Sealey saltó entre los matorrales, en el instante preciso en que, desde unos diez metros de distancia, El Coyote, saliendo de la protección de un árbol, disparaba contra él. La bala hundióse en el cuerpo del caballo; pero ni aquélla ni la segunda, pudieron alcanzar a Sealey que, como un indio, se escurría por entre los arbustos en dirección a la casa.

El Coyote lanzó una ahogada imprecación. Aquel fracaso podría tener gravísimas consecuencias. En primer lugar, ya los otros dos asesinos estaban disparando contra él, a la vez que también retrocedían hacia la casa.

El Coyote disparó tres veces. Y Osman e Ickes cayeron uno contra otro buscando un apoyo que ninguno de ellos podía ya ofrecer.

Saltando por encima de los dos cadáveres, El Coyote entró en la casa. Desde arriba Sealey disparó tres veces contra él, obligándole a guarecerse a un lado, mal-diciéndose por el estúpido fallo del primer tiro. Sabía que sólo eran tres los hombres que vigilaban a su hija; pero mientras quedase uno vivo, la seguridad de Leonorín era nula. Además, estaba la matrona, cuya traición había puesto a la chiquilla en manos de sus secuestradores.

Al oír arriba el tintineo de unas espuelas, El Coyote comprendió que Sealey se alejaba de la escalera. Con la agilidad de un tigre, El Coyote subió por la escalera y llegó al primer piso. Una puerta, al otro lado de la cual se oía el llanto de una criatura, le cerró el paso tan sólo un par de segundos, pues lanzando contra ella todo el impacto de su cuerpo, El Coyote la derribó, desplomándose en tierra al mismo tiempo que dos balas pasaban zumbando sobre su cabeza.

Apenas chocó contra el suelo, El Coyote aprovechó el brevísimo instante en que Sealey debía permanecer indeciso, creyendo que habían sido sus balas las que derribaron a su adversario. Rodando como una bola, El Coyote buscó la protección de la mesa que Sealey, al entrar, había derribado, y apenas estuvo tras ella levantó su revólver y fue a disparar.

Una violenta contracción de la mano evitó que la bala alcanzara a Sealey, que estaba en la puerta del cuarto, con el revólver en una mano y la hija de don César en el otro brazo, apretándola contra el pecho, como débil pero eficaz escudo.

La bala se perdió, inofensiva, en el techo, y El Coyote pudo observar luego la escena que tenía ante él. Sealey se iba dirigiendo hacia la ventana. Pretendía escapar. Y podría hacerlo casi impunemente, porque mientras tuviese en sus brazos a la niña, su adversario no podía disparar contra él. Podría herirle en una pierna o en un brazo; pero si lo hacía correría el peligro de que la niña cayera al suelo y el golpe la matase. ¡Es tan frágil una niña que apenas tiene una semana de vida!

Cuando Sealey estuviese en la ventana, aún sería más imposible herirle. Y luego, ¿qué sería de la chiquilla? ¿Qué haría con ella aquel hombre, fugitivo de la más terrible justicia de California? ¡La justicia del Coyote! Si huía con ella la condenaría a muerte. O acaso la matara para deshacerse de un estorbo.

- ¡Deténgase! -ordenó El Coyote.

- ¡Si dispara contra mí matará a la niña! -replicó el otro-. No lo olvide.

¿Cómo podía olvidarlo El Coyote?

- Escúcheme -pidió-. Deje a la niña en el suelo y le doy mi palabra de no perseguirle ni de hacerle ningún daño.

- Teniéndola en brazos sé, seguro, que no me hará usted ningún daño -contestó Sealey-. Y luego también sé de alguien que pagará una fortuna por recuperar a su hija.

El Coyote sentíase destrozado por una horrible angustia. ¡Era tanto lo que se hallaba en juego!

La sensación de su derrota se acentuó. No podía disparar contra aquel hombre. No se podía lanzar contra él para disputarle con sus brazos a su hija, porque le separaba de él una distancia de seis metros, y Sealey empuñaba un revólver cargado con seis tiros. Hubiera sido como suicidarse…

En el preciso instante en que Sealey iba a pasar la pierna derecha por la ventana, Emily Brown realizó lo que hasta entonces jamás se hubiera creído capaz de llevar a cabo. Estaba junto a la puerta del cuarto de donde Sealey había arrancado a la niña, sin que ella pudiese impedirlo. Miraba, espantada, a los dos hombres: al que huía y al que le veía huir sin poder hacer nada.

Cuando Emily Brown se lanzó contra Sealey y le arrancó la niña de los brazos, lo hizo convencida de que el bandido la iba a matar. En cuanto tuvo en sus brazos a la asustada criatura se volvió de espaldas, para protegerla con su cuerpo y, al mismo tiempo, defendió con la mano derecha la cabecita, por si ambas caían al suelo.

Emily Brown estaba plenamente segura de que iba a morir. Confió en que aquel último acto de su vida sirviese de expiación por todos los malos y empezó a encomendarse a Dios.

AI sonar el primer disparo, detrás de ella, se dejó caer de rodillas; pero al mismo tiempo, al notar que no estaba herida, volvió la cabeza.

David Sealey, al sentir que le arrancaban la chiquilla de sus brazos, quedó un momento desconcertado, luego, fue a disparar contra la matrona; pero el movimiento del Coyote al incorporarse le hizo comprender dónde estaba el mayor peligro. Disparó sobre el enmascarado, sin apuntar, y falló el tiro. Cuando quiso repetir el disparo con más cuidado, era ya demasiado tarde. Su corazón recogió las dos balas disparadas por El Coyote que le empujaron hacia atrás.

Dejando caer su revólver, Sealey, en un postrer esfuerzo se agarró al marco de la ventana; pero, en seguida, sus manos perdieron su fuerza y cayendo hacia atrás el cuerpo resbaló por el tejadillo y fue a chocar contra el suelo del jardín, en el cual yacían los otros tres cadáveres.

Yendo hacia la matrona, El Coyote la ayudó a levantarse. Luego le quitó la niña, contemplándola con una emoción que le anudaba la garganta.

- ¿Está bien? -preguntó.

- Sí… sí, señor -respondió la mujer-. Pero convendría que fuese llevada cuanto antes a su madre.

- Abrigue a la niña, recoja lo que sea suyo y acompáñeme.

Emily Brown obedeció en seguida. El Coyote, siempre con la niña en brazos, registró las habitaciones. En una de ellas encontró, guardados en un cajón, quince mil dólares en billetes de banco. Los rasgó por la mitad y volviendo al cuarto, donde ya esperaba la matrona le tendió la mitad de los billetes, diciendo:

- La otra mitad se la entregaré cuando haya devuelto la niña a don César. Regresará a Los Ángeles y explicará esta mentira: que la secuestraron y la obligaron a ocupar el puesto de la señora Bowden, para atender a la señora de Echagüe. Luego dirá que cuando estaba lavando a la niña la amenazaron con matarla si no les acompañaba. También dirá que ha cuidado mucho a la niña.

- Eso es verdad, señor -respondió Emily Brown-. ¡Es una niña tan preciosa!

- Sí… es hermosa -admitió El Coyote-. Claro que a sus padres se lo parecerá mucho más. Al fin y al cabo yo no tengo demasiado interés por ella.

- Si la hubiese cuidado tantos días como yo, seguramente sentiría cariño hacia ella. ¿Debo decir que usted la ha salvado?

- Tendrá que decido. Explíquele la verdad a don César. Él sabrá lo que se debe hacer. Si le da algún premio, puede aceptarlo. Antes de que se marche usted de Los Ángeles le daré la otra mitad de los billetes. No tendrá más que pegarlos. Es una precaución que me veo obligado a tomar, aunque estoy seguro de que se halla usted arrepentida.

- No me di cuenta de lo horrible de mi culpa -murmuró la mujer.

- Vámonos en seguida. Han sonado muchos tiros y dentro de un rato, cuando crean que ya no se van a disparar más, llegarán otros curiosos.

A un cuarto de legua de la casa, entre unos sauces, esperaban dos caballos. El Coyote ayudó a montar a Emily Brown en uno de ellos, y él lo hizo en el otro. A falta de sombrero, pues el suyo había quedado sobre el cadáver de Laforey, El Coyote se ciñó un pañuelo a la cabeza.

Al cabo de un rato de cabalgar en silencio, el enmascarado prosiguió:

- Tenga doscientos dólares más. Mañana embarcará usted en el Sirena, que va de San Francisco a Los Ángeles en viaje directo. Es un buen barco. Creo que para la niña será menos fatigoso el viaje marino que el terrestre.

- Desde luego -asistió la matrona.

- No creo necesario prevenirla que si a pesar del valor que ha demostrado al salvar a la niña, pensara en cometer una acción mala y en vez de entregarla a sus padres quisiera cometer un nuevo chantaje, yo la mataría aunque tuviese que irla a buscar a China.

- No lo haré. Me he encariñado con la chiquilla. Ella me ha hecho ver lo grave de mi culpa. No volveré a ser lo que he sido. Cuando me di cuenta de que la iban a matar o iba a quedar en manos de Sealey… No sé lo que sentí.

- Fue algo muy hermoso -declaró El Coyote-. No creo que usted lo olvide nunca. Y ahora, siga usted adelante. Hospédese en el hotel Frisco y mañana por la mañana embarque en el Sirena. No olvide que yo la vigilaré.

El Coyote tuvo que contenerse para no acariciar de nuevo a Leonor de Echagüe. Pero no debía demostrar a aquella mujer cuáles eran sus sentimientos hacia la niña. Tampoco podía quedarse con ella, pues aún faltaba hacer algunas cosas importantes.

Picando espuelas emprendió, al galope, el camino de San Francisco.