Capítulo V
Don César estrechó nerviosamente las manos de García Oviedo.
- ¡Me ha hecho pasar un rato malísimo, doctor! -exclamó-. Creí que no llegaría a tiempo.
Al ver a la mujer que le acompañaba, preguntó, en voz baja:
- ¿Quién es?
- La matrona. La señora Bowden ha tenido que marcharse a Monterrey. Es su sustituta. Creo que me podrá ayudar tan bien como lo hubiera hecho ella. Además, no había tiempo de buscar otra.
- ¿Está seguro de que servirá?
- Claro, hombre. No se apure. Yo me encargaré de todo. Ella sólo será mi ayudante. Veamos a Lupita. Usted quédese fuera. En estos trances el que lo pasa peor es el marido. No quiero tenerle que atender a usted al mismo tiempo que a su esposa.
Don César se pasó una mano por la frente.
- Estoy asustado -confesó-. Quisiera que de todo esto hiciera ya un año.
- No se apure -rió el médico-. Los minutos se le antojarán años y las horas siglos. Dentro de poco habrán pasado para usted mil años; pero cuando hayan transcurrido tres o cuatro horas estará usted tranquilo y tendrá en sus brazos a su segundo hijo. ¿Qué quiere que sea? ¿Niño o niña? Aún está a tiempo de decirlo.
Don César dio unas palmadas en el brazo izquierdo de García Oviedo, agradeciendo la broma.
- Gracias por todo, doctor -dijo-. Le voy a convertir en un hombre rico…
El médico no le oía. Su mirada se había posado un momento en la mano derecha del hacendado. Y, más que en la mano, en el dedo índice. Aquella pequeña cicatriz la conocía muy bien. Era la misma que él había abierto con un bisturí aquella noche en que fue llevado a curar a un herido…2. Si don César era en realidad quien él sospechaba… ¡Bah! Era mejor no decir nada, ni intentar descubrir misterios peligrosos. Sin embargo, era curiosa la debilidad que demostraba un hombre tan enérgico y tan temido.
- Bien, bien -dijo, interrumpiendo a don César-. Vamos a ver a la futura madre. Acompáñeme, señora Brown. En cuanto a usted, don César, le ruego que me haga preparar el mejor café que haya salido de su cocina. Dígale a Anita que se esmere, porque menos usted, que ya tiene los nervios bastante malos, todos necesitamos café. Y su esposa también lo necesitará. Luego, baje a buscar una botella de aquel coñac tan viejo que guarda para las grandes ocasiones. Ésta lo merece.
Mientras don César iba a dar las órdenes necesarias, el médico entró en el cuarto de Guadalupe, a quien acompañaba Serena. La paciente le dirigió una sonrisa que trataba de hacer alegre.
- Bien, bien -dijo el médico-. La veo animada. Eso es bueno.
Ricardo Yesares le vio salir poco después con gesto preocupado.
- No, no sé -respondió a las preguntas del dueño de la posada-. Mejor dicho: sí lo sé; pero quisiera equivocarme.
- ¿Algún peligro? -inquirió, alarmado, Yesares.
- Bastante más de uno. Guadalupe no debía haber salido de casa esta noche. Y estando en Los Ángeles no debió haber vuelto al rancho. El trayecto en coche le ha perjudicado. No diga nada a don César. Preocupándole no conseguiríamos más que complicar las cosas. Además, es posible que todo sean simples aprensiones mías.
- ¿De veras cree que no se debe decir nada a don César? -preguntó Ricardo-. Tal vez fuera conveniente prevenirle a tiempo.
- ¡No, por Dios! No temo que su mujer se muera de esto. Lo que más temo es que las cosas no vayan todo lo bien que yo quisiera. Por otra parte, los únicos que podemos hacer algo somos la matrona y yo. ¡Cuidado! Ahí viene.
Don César llegó seguido de Anita, que llevaba una cafetera llena y una bandeja con varias tazas y un azucarero. Don César empuñaba una botella cubierta de telarañas casi petrificadas.
- Aquí está el coñac -anunció con nerviosa risa.
- Me alegro más de verlo a él que de verle a usted, don César.
- ¿No hay nada para mí? -preguntó Teodomiro Mateos, entrando en la antesala-. He estado recorriendo la casa. Nunca me canso de verla y de envidiársela, don César.
- Tiene la mejor casa de Los Ángeles, casi el mejor café y, desde luego, el mejor coñac de California -dijo el médico, aspirando el aroma que se escapaba del interior de la descorchada botella.
Cuando empezaba a beber el coñac se abrió la puerta del cuarto de Lupe y Emily Brown le llamó desde el umbral. En la antesala quedaron Yesares, don César y Mateos. Faltaban unos minutos para las dos de la madrugada.
Durante las tres horas y media siguientes, Mateos y Yesares hicieron lo posible por calmar el nerviosismo de don César. Le contaron docenas de casos en que todo había ido bien. Los que no eran ciertos eran inventados para alivio del inquieto hacendado. Varias veces se abrió la puerta del cuarto, del cual salió la señora Brown en busca de algo necesario. Otras veces era para dar una orden a Anita. En otras ocasiones la que salía era Serena, y tanto ella como la matrona se limitaban a decir que todo iba bien y que el doctor prohibía a don César que entrase a ver a su esposa. A las seis menos cuarto hubo gran revuelo en la habitación. Serena salió un par de veces en busca de ropa, regresando en seguida y negándose a responder más que con nerviosos: "Sí, sí, va bien. Va bien."
- ¡Es el peor trago de mi vida! -se lamentó don César-. La otra vez me cogió todo de sorpresa. Antes de darme cuenta de la verdad ya había ocurrido…
Mateos sonrió protectoramente.
- Usted no está acostumbrado a pasar malos ratos -dijo-. Ya verá como luego se ríe de sus apuros de ahora.
A las seis y nueve minutos, se oyó, ¡por fin!, un llanto en el cuarto. De momento fue entrecortado; pero en seguida estalló con toda la potencia y ritmo propios del caso. Mateos y Yesares comenzaron a palmear violentamente la espalda de su compañero y a felicitarle, riendo, por su buena suerte. Luego corrieron los tres hacia la puerta de la habitación, aunque los otros dos se abstuvieron de entrar.
- Ha sido niña -anunció Serena, en voz baja. Y luego, con cierta vacilación, agregó-: Todo ha ido bien.
Cuando don César se acercó a Guadalupe se asustó al darse cuenta de la intensísima palidez de su rostro. Parecía como si toda la sangre hubiese huido de sus venas.
- Di que acerquen a la niña -pidió Lupe a su marido.
Emily Brown se acercó con un bulto de mantas, de cuyo interior brotaba un irritado llanto.
- Tiene genio -comentó don César contemplando el congestionado rostro de la recién nacida y comparándolo, mentalmente, con la blancura de la madre.
- Déjenmela ver a mí -pidió Lupe.
- Sólo un momento -dijo el doctor, que acusaba un profundo cansancio-. No está usted en condiciones de agotarse. Ha de descansar unas cuantas horas.
Lupe trató de contemplar a su hija; pero ante sus ojos todo se cubrió, de pronto, de densas nieblas. La matrona llamó al médico para que la atendiese y anunció que iba a lavar a la niña, saliendo de la habitación hacia otra donde se hallaba preparado el baño caliente. Nadie la acompañó. Todos estaban pendientes de lo que ocurría en la estancia donde se hallaba Guadalupe.
El doctor García Oviedo explicó breve y nerviosamente a don César lo que estaba ocurriendo.
- No hay peligro inminente; pero el trance ha sido muy duro. No todo ha salido como era de desear. Su esposa está muy débil. Necesita reposo. Le administraré una pequeña dosis de opio. Le es imprescindible el reposo. Por fortuna no es de temer ninguna depresión moral. Cualquier disgusto o sobresalto podría tener consecuencias graves. ¿Me entiende?
César de Echagüe miró, extrañado, al médico.
- ¿Qué quiere decir? -preguntó.
- Que no debe producirse ningún sobresalto. En los próximos cuarenta días ha de reinar aquí la tranquilidad absoluta. -Cogiendo la mano derecha del hacendado y golpeando suavemente el dedo anular, en el cual se veía la reciente cicatriz, el médico agregó-: Durante esos días su puesto ha de estar, permanentemente, al lado de su mujer. En casa, por lo menos. Deje que los demás resuelvan sus propios problemas.
La mirada de don César descendió hacia el dedo que señalaba el médico y luego miró fijamente a los ojos de García Oviedo. Éste, serenamente, preguntó:
- ¿Me comprende?
- Creo que sí -asintió César.
- Sólo me he atrevido a decírselo porque me interesa muchísimo su felicidad, don César -prosiguió el doctor-. Enviudar una vez es suficiente. Le considero mi mejor amigo, y ya sabe cómo me porto yo con los amigos. -Respirando profundamente, García Oviedo, agregó, con una sonrisa-: Y ahora vamos a beber un trago de coñac, en honor de su hija. Ha logrado usted la parejita. Vamos a ver al chiquillo.
Después de administrar a Lupe una bebida opiada y encargar a Serena que no se apartase del lado de la paciente y que le avisara al menor síntoma anormal, García Oviedo salió del cuarto, empujando ante él a Mateos y a Yesares.
Mientras llenaba la copa de coñac, don César repasó mentalmente las palabras del médico. Era evidente que García Oviedo conocía su doble identidad. Era un riesgo que se había visto obligado a correr con la casi seguridad de que el médico podía descubrirle. Sin embargo, tenía plena confianza en aquel hombre, que jamás había causado daño alguno ni a sus enemigos, y, mucho menos, a sus amigos.
- Vamos a brindar sobre la cuna de… ¿Cómo bautizarán a la niña, don César? Supongo que se llamará Guadalupe, ¿no?
El estanciero se vio bruscamente arrancado de sus reflexiones.
- ¿Cómo? -preguntó-. ¡Ah, sí! No, no se llamará Lupe. Mi mujer quiere que lleve el nombre de Leonor.
Hubo un silencio que fue cortado por García Oviedo, proponiendo:
- ¡Pues a brindar por Leonor de Echagüe!
Dirigiéronse a la habitación donde estaba la matrona lavando o vistiendo a la niña. El doctor, que iba delante de todos, abrió la puerta y, asombrado, miró en torno suyo. ¡En el cuarto no había nadie! En la bañera de hierro esmaltado humeaba el agua que debía haber servido para bañar a la criatura; pero ni ésta ni la matrona se veían por parte alguna. Una ventana que daba a la terraza estaba abierta. El cestito que debía guardar la ropa de la niña aparecía vacío. En la habitación veíanse algunas huellas de desorden.
- ¿Dónde se habrá metido esa mujer? -preguntó el doctor-. No ha tenido tiempo de bañar a la chiquilla y vestirla.
- Tal vez haya ido a la cocina o a otra habitación -sugirió Mateos.
Pero ni en la cocina ni en ningún lugar de la casa pudieron hallar a la matrona ni a la niña. La búsqueda de ambas se fue haciendo más inquieta y nerviosa. Por fin, en el jardín encontraron, prendida en las espinas de un rosal, una fajita de hilo.
- Todo esto es muy raro -dijo el médico.
- Y muy sospechoso -declaró Mateos.
Entraron de nuevo en la habitación donde estaba el baño. Fue entonces cuando Teodomiro Mateos encontró, prendida con un alfiler en la cortina, una nota escrita y dirigida a don César de Echagüe. Éste la cogió con manos que temblaban como hojas agitadas por el viento y leyó:
A don César de Echagüe: Nos hemos llevado a su hijo. También nos hemos llevado a la mujer que lo atiende. Ella seguirá cuidando de él y esté seguro de que no le faltará nada. Su vida no corre ningún peligro. Uno de estos días recibirá la visita de un mensajero nuestro. Él le indicará bajo qué condiciones le devolveremos a su hijo. Entretanto no diga nada a nadie. Absténgase de solicitar ningún auxilio, pues con ello sólo conseguiría perjudicar al pequeño. No hable con el señor Mateos. Nuestras condiciones no serán muy onerosas; pero si nos viésemos en un apuro por su culpa, usted pagaría las consecuencias, que serían no ver jamás a su hijo.
Por primera vez, desde que le conocía, Teodomiro Mateos vio a don César de Echagüe bajo el aspecto de un hombre dispuesto a cualquier violencia. El dueño del rancho de San Antonio cerró los puños y su rostro acusó la tormenta que se agitaba en su alma.
- ¿Qué dice la carta? -preguntó Mateos.
Don César se la tendió, diciendo:
- Léala en voz alta.
Cuando el jefe de policía terminó la lectura, el silencio que se hizo en la estancia fue tan profundo que casi cobró materialidad. Al fin, García Oviedo declaró:
- Esto es mucho más grave de lo que ustedes imaginan. No se trata sólo de la niña. Hay que pensar también en la madre.
César se volvió hacia él. Con voz quebrada, preguntó:
- ¿Podría perjudicarle el saber lo ocurrido?
- Estoy seguro de que sí. Cuando despierte pedirá que le dejen ver a su hija. Y cuando sepa la verdad… Si estuviese más fuerte quizá no le afectara tanto; pero en el estado en que se halla… En fin, ya me comprende, ¿no? Recuerde lo que le dije antes. Es muy lamentable… y muy grave.