Capítulo primero
Gordon Laforey chupó su cigarro y un momento después lanzó una columna de humo que fue a densificar la niebla que llenaba la habitación. Sus compañeros le miraban, esperando sus palabras. Laforey contempló varios segundos su cigarro, como si leyera en él y, por fin, después de carraspear, empezó:
- Soy enemigo de toda clase de violencia, señores. La violencia siempre engendra violencia y el que a hierro mata, a hierro muere.
Augustus Knapman se apresuró a replicar:
- En este caso no hay otra solución que la violencia, Gordon. Son una cuadrilla de testarudos a quienes no se podrá convencer de otra forma. Diez yanquis y diez californianos. Es la primera vez que se unen las dos razas y por cierto que forman un frente invencible. Se han juntado para unir el valor con la astucia. Si no los asustamos…
Gordon Laforey contuvo con un ademán a su compañero.
- Déjeme hablar, Knapman. Ya sabemos qué clase de gente son los propietarios de Valle Naranjos. Norteamericanos y californianos unidos codo con codo y luchando contra los propietarios de las minas en defensa de sus árboles frutales. El gobernador Borraleda1 les apoya. Es una ayuda muy poderosa. Una ayuda que se haría mucho más fuerte si empezásemos a asesinar agricultores sin ton ni son.
- Sólo el miedo les hará ceder -declaró Benjamín Patey.
- De acuerdo -siguió Gordon-. Pero el que les hará ceder no será nunca un miedo estruendoso. Ha de ser un miedo que se les meta dentro sutilmente. No podemos atacarles abiertamente, porque yo he vivido lo suficiente en California y sé lo que ocurriría si actuásemos con torpe brusquedad. En seguida tendríamos a su lado a cierta persona que nos daría tantos dolores de cabeza que, al fin, fatalmente, perderíamos esa cabeza que todos apreciamos tanto.
- No le entiendo -declaró James Cooke-. Claro que yo no soy californiano y, por lo tanto…
- Por lo tanto, no ha oído hablar nunca del Coyote -sonrió Laforey.
Un súbito silencio se hizo en la estancia. Augustus Knapman, que iba a llenar su copa de licor, vertió fuera un chorro de whisky. Lanzando un gruñido protestó:
- ¡Ni lo nombre! Es llamar a la tempestad.
- A las tempestades no se las puede llamar -contestó Laforey-. Se presentan cuando uno menos las desea. En este caso debemos prever lo que sucederá. Si imponemos en Valle Naranjos un régimen de terror, antes de una semana tenemos allí al Coyote. Eso es seguro. Valle Naranjos está a veinte millas de Los Ángeles, y en esa ciudad parece tener su cuartel general El Coyote. Todo el mundo conoce a los cinco financieros que tienen en sus manos el Sindicato Minero de Peñas Rojas. Presidente, Edmund Corbyn; secretario, James Cooke; y vocales, Benjamín Patey, Augustus Knapman y yo. Está escrito en los membretes de nuestro papel de cartas, en los estatutos de nuestra sociedad y en nuestras acciones y obligaciones. Cualquiera puede averiguar nuestro domicilio.
- ¿Y qué? -preguntó Corbyn-. ¿Qué importancia puede tener eso?
Gordon Laforey hizo un gesto de disgusto. Aquellos hombres le parecían una cuadrilla de imbéciles. ¿Cómo no veían lo que estaba tan claro como la luz del día?
- Empezaré por el principio -dije-. Nosotros tenemos una concesión minera en Peñas Rojas, o sea encima de Valle Naranjos. Existen allí unos yacimientos de oro que, debidamente explotados, pueden proporcionarnos una pequeña fortuna. Algo así como un par de millones netos para cada uno de nosotros, después de pagar todos los gastos de explotación y de maquinaria. No es mucho. En total se obtendrán unos doce o trece millones de dólares en oro. Si descontamos dos o tres para los gastos, nos quedan los diez millones de que he hablado antes.
- Creo que todos conocemos esos detalles -refunfuñó Corbyn-. Estamos perdiendo el tiempo…
- No -interrumpió Laforey-. No se pierde el tiempo cuando se planea una buena campaña o una ofensiva. El lanzarse a ciegas al ataque ha sido causa de muchas derrotas. Conviene meditar bien cada paso antes de darlo. Si el Valle Naranjos estuviese en alto y Peñas Rojas en bajo, no existiría problema alguno. Por el contrario, todo serían ventajas para nosotros y para el grupo de propietarios del Valle. Ahora no ocurre eso. Si nosotros explotamos los yacimientos arruinamos a los cultivadores. Hace tres años el problema no habría existido. Ningún gobernador de California hubiese apoyado a unos campesinos en contra de una empresa minera. Aquellos eran los buenos tiempos. Ahora se sienta un californiano en el trono de California y, además de ser californiano, pretende tener ideas avanzadas. Cree que la riqueza del Estado se encuentra en la agricultura, no en las minas. En su opinión, las naranjas valen más que las pepitas auríferas. El color de ambas cosas es parecido; pero el valor es distinto.
- ¿Va a durar mucho su discurso, Laforey? -preguntó Corbyn.
- Sí, señor presidente. Va a durar bastante. No se impaciente y luego me lo agradecerá. El plan de explotación de las minas requiere abundante agua para el lavado del oro y un sitio donde tirar los escombros que se saquen de los pozos. El lugar ideal para echar todos los residuos de las rocas se encuentra en las laderas que descienden hasta el valle. En realidad no existe otro sitio, a menos que recurriésemos a tender un ferrocarril exclusivamente para ese objeto. No es imposible tender la vía, abrir unas docenas de túneles, comprar unas treinta millas de terreno y emplear a unos miles de obreros. El coste de esas obras no bajaría de doce o trece millones de dólares. Es decir, que tanto si se tiende el ferrocarril para llevarnos los residuos, como si lo utilizamos para llevar el cuarzo aurífero a un lugar donde poderlo tratar debidamente, lo único que conseguiríamos sería perder dinero. Triturar el cuarzo a bocamina y deshacernos con unas vagonetas de los residuos rocosos vertiéndolos montaña abajo, es lo que nos conviene. Hace tres años esa solución era ideal. Ahora tropieza con dificultades graves. Al pie de Peñas Rojas se extiende, en suave declive, Valle Naranjos, resguardado de los vientos fríos, caldeado por el sol durante todo el invierno y cubierto ya por varios cientos de miles de jóvenes naranjos. Esos arbustos morirán irremisiblemente si nosotros iniciamos la explotación de las minas. En primer lugar porque el agua que los agricultores podrán utilizar para regarlos será la misma que nosotros utilizaremos para el lavado del cuarzo, o sea un agua que llegará a ellos llena de residuos minerales que petrificarán las raíces de los árboles. En cuanto lleguen las lluvias, las aguas que se precipitarán por las laderas de los montes arrastrarán una masa mayor de residuos minerales, que dejarán al valle inútil para todo cultivo. Ni una brizna de hierba podrá crecer allí. Y mucho menos quinientos mil naranjos. Como el grupo de cultivadores de naranjas se anticipó en dos años a nosotros, el gobernador Borraleda les dará la razón y nos impedirá sacar esos millones de oro que se esconden en Peñas Rojas.
- Recuerdo al señor Laforey que el gobernador aún no se ha declarado definitivamente sobre ese punto -observó Cooke.
- Pero no tardará en hacerlo. Entonces su decisión será contraria a nuestros intereses. Nos impedirá explotar las minas si no construímos el ferrocarril minero. Si lo hacemos, nos arruinamos. Por lo tanto, nos conviene actuar como si en el Valle no hubiera nadie. ¿Qué nos importa si las tierras de abajo se transforman en un desierto rocoso? Nada. Nada en absoluto. Son nuestros intereses los que valen, no los otros; pero seríamos unos locos si actuáramos queriendo ignorar los peligros a que nos exponemos. Los agricultores se defenderán. Primero apelarán al gobernador. Si éste les falla, se defenderán con las armas. Eso no debe asustarnos; pero sí debemos tener en cuenta el peligro a que antes he hecho referencia: el representado por El Coyote.
Knapman se agitó nerviosamente.
- Cuentan cosas horribles de él -dijo-. Pero tal vez no se mezcle en este asunto.
- Se mezclará -dijo, tajantemente, Laforey-. Es un hombre que se mezcla en todo cuanto ocurre en California que perjudique a los intereses de sus compatriotas. Eso viene ocurriendo desde hace muchos años. Con sólo que sea verdad la décima parte de lo que cuentan de él, hay suficiente para temerle. Por eso creo que, ante todo, antes de eliminar el peligro del gobernador y atacar a los agricultores, debemos deshacernos del Coyote.
- Otros lo intentaron antes que usted, Gordon, y salieron en dirección al cementerio -observó Augustus Knapman.
- Es verdad -admitió Laforey-. He estudiado el caso y he tenido en cuenta todos los peligros a que me expongo… o nos exponemos. Pienso matar dos pájaros o tres de un tiro. Para ello necesitaré ciento sesenta mil dólares y el voto de confianza de todos los presentes.
- Pide usted mucho -balbuceó Edmund Corbyn.
- Si lo dice por el voto de confianza, creo que me lo deben conceder y quedar agradecidos -replicó Laforey-. Para lo único que lo utilizaré será para librarles de todo peligro. Yo seré el pararrayos que atraerá la chispa eléctrica y la inutilizará. Si falla el pararrayos yo recibiré la chispa y sufriré las consecuencias, en tanto que ustedes quedarán libres de todo mal y de todo peligro, con las manos limpias y la conciencia tranquila. No necesitarán saber nada de lo que está ocurriendo. Sólo les interesarán los resultados prácticos obtenidos.
- Podemos dejar sin explotar las minas -sugirió Corbyn-. Ya sé que dejaríamos de ganar unas importantes sumas de dinero; pero quizá dentro de unos años se descubra la forma de sacar el oro sin necesidad de gastar millones en la construcción de un ferrocarril ni de perjudicar a unos agricultores.
- No creo, señor Corbyn, que a ninguno de los presentes le agrade su sugerencia. Estamos aquí para ganar dinero ahora, no para que lo ganen nuestros hijos, si es que llegamos a tenerlos. Somos nosotros quienes debemos resolver el problema. ¿No es cierto, señores?
Todos, menos Corbyn, asintieron con la cabeza. Gordon Laforey se apresuró a continuar:
- Bien; eso me demuestra que la mayoría está conmigo y comprende la necesidad de actuar con firmeza y prudencia a la vez. El señor Corbyn y el señor Cooke tendrán la bondad de firmar el cheque para que yo pueda retirar los ciento sesenta mil dólares. Confío en que no se necesitará más dinero.
Notando en Corbyn la iniciación de un movimiento de protesta, Laforey le dirigió una dura mirada, preguntando luego:
- ¿Tiene aún algo que oponer el señor presidente?
Corbyn inclinó la cabeza.
- No -murmuró-. Si todos los demás creen que es mejor obrar así, yo acepto su veredicto.
Cooke sacó un libro de cheques y firmó en uno de ellos, tendiéndoselo luego a Corbyn, que firmó también. Cuando Laforey tuvo el cheque en sus manos, anunció, mientras lo agitaba para que se secara la tinta de las firmas:
- Tengan la seguridad de que no se arrepentirán de la confianza que depositan en mí.
Knapman, Patey y Cooke se levantaron de sus sillones y dirigiéronse hacia la puerta saludando a Corbyn y a Laforey. Cuando hubieron salido, éste se dirigió al presidente, preguntando, con no disimulada dureza:
- ¿Qué significa su oposición, Corbyn?
- Esto no puede seguir así, Gordon. ¡Es imposible!
- Esta vez no se trata de su dinero.
- Es mil veces peor que si fuese mío. Es el dinero de nuestra compañía…
- Al fin y al cabo vamos a ganar millones. Usted saldrá tan beneficiado como el que más. ¿O acaso prefiere que se sepa la verdad?
- Si tuviese valor me mataría con el objeto de impedirle que siga explotándome.
Gordon Laforey se encogió de hombros.
- Puede hacerlo, si quiere; pero no querrá. No soy muy exigente, no le pido más de lo que puede darme sin comprometer su fortuna. Al fin y al cabo soy generoso. No trato de apurar la producción de la gallina de los huevos de oro. Me interesa que siga poniéndolos y los dos nos beneficiaremos.
- Algún día encontrará un enemigo que le vencerá, Gordon.
- Confíe en que lo consiga El Coyote -rió Laforey.
- Se lo pediré a Dios -respondió Corbyn.
- ¿Cree que Dios escucha a los hombres como usted? -preguntó el otro-. Si algún dios los escucha no será el de su mujer; ése es el dios católico, muy blando, muy comprensivo, muy dado a perdonar; pero que en ciertas cosas es tan inflexible como pueda serlo el que más. Al menos eso dicen. Si lo duda, hable con su mujer.
- ¡Canalla! -gritó el financiero, cerrando con impotente rabia los puños-. ¡Le mataría!
- Ya sabe que todo está previsto, Corbyn. Si me mata se sabe la verdad, destruye usted su vida, destruye la de sus dos hijos y la de su amada esposa.
- ¡No la nombre, siquiera!
Laforey se echó a reír.
- ¡Bah! ¡No adopte actitudes puritanas! Yo soy un canalla; uno de los más perfectos canallas que existen; pero usted no me va en zaga. No, no tiene nada que reprocharme.
- Es verdad -musitó Corbyn, inclinando la cabeza-. Los dos estamos sucios de barro. Pero algún día seremos castigados. En la vida todo el mal que se hace se paga. De una forma o de otra. No importa.
Y siempre con la cabeza baja, Edmund, Corbyn salió de la estancia y bajó a la calle Vallejo, perdiéndose entre la multitud que subía desde el muelle. Muchos de aquellos hombres y mujeres acababan de llegar a San Francisco desde alguno de los extremos del mundo.