Elías apenas tardó diez minutos en llegar desde la iglesia del Sagrado Corazón hasta su destino. El jesuita había echado mano por enésima vez de la incondicional ayuda de su amigo el comisario López, quien en la breve conversación que tuvo con Elías fue incapaz de averiguar por qué decidió tirar para allá; y esto ya me huele a que sabes de qué va la tostada, le soltó el comisario antes de resignarse al silencio del jesuita. Te mando al motorista, le respondió el comisario con tono casi de reproche. La conversación acabó ahí. La travesía para llegar a las urbanizaciones del paseo marítimo de Huelin fue como remontar el Nilo. A un lado y otro de la carretera se amontonaban meandros de prendas rojas, enseres y cientos de extraños objetos que la gente iba amontonando para despejar las avenidas y calles de la urbe. La cooperación de todos los malagueños para recuperar la ciudad era un hecho consumado y globalizado donde ningún alma en pie escatimaba esfuerzo alguno para recobrar la normalidad de antaño, despojada al fin de la carga de los penitentes. De ellos no quedaba rastro alguno por los alrededores. Los telediarios abrieron sus resúmenes con esa noticia: La ciudad de Málaga estaba siendo liberada y los penitentes se agolpaban en el aeropuerto o colapsaban las vías de salida en colas que se extendían por kilómetros a través de las autopistas. EEUU, así como la UE y los estados Iberoamericanos, habían organizado una operación de retorno que consistía en fletar docenas de aviones que recogerían a los peregrinos de forma gratuita para llevarlos a su lugar de destino o a puntos cercanos. Japón, Corea, China y la India organizaron la recogida de los peregrinos procedentes del continente asiático, que aun siendo bastantes menos, tenían un retorno más complicado. El océano Atlántico y los cielos europeos se inundaron de aviones que iban vacíos con destino a Málaga y regresaban repletos de pasajeros. El otro punto de evacuación, como ya habían adelantado los noticieros, estaban siendo las carreteras. El gobierno español dispuso un completo dispositivo que, como si fuese una prueba ciclista que requiriese de un inmenso circuito, cercó todos los accesos de las autopistas que iban desde Málaga hasta Barcelona, y desde allí a Francia, donde las caravanas se irían dispersando por toda Europa. Los fieles se fueron ubicando por nacionalidades o proximidades en los centenares de autobuses que varios estados europeos habían fletado para la recogida de aquellos que no iban a ser evacuados por medios aéreos. Los autobuses, al igual que los aviones, dejaban a los pasajeros en un determinado destino y volvían a recoger a más pasajeros, trazando siempre la misma ruta, una y otra vez, hasta finalizar la evacuación. Era un desalojo en toda regla. A pesar de todo el alboroto organizado para la evacuación de los fieles, nada de aquello era percibido en una ciudad que se afanaba por encontrarse a sí misma a base de escobas, fregonas, cubos y trapos. Lo fieles, estuviesen donde estuviesen, quedaban sólo en el recuerdo y en el temor de que todo aquello se volviese a repetir al año siguiente. A Elías le estaba ocurriendo algo parecido. En aquel momento nada de lo que ocurriese con los fieles le importaba mucho, más bien le resultaba indiferente y prefería concentrar todas sus energías para mantener una pizca de sosiego y no coger por el cuello a quien, en ese momento, tenía en mente. Quizá por eso prefirió pararse unos segundos a la entrada del portal bajo la mirada perpleja del portero, quien sin entender muy bien qué hacia aquel hombre bajando de la moto de un policía y con esa cara de haber perdido la cordura, se acercó para preguntarle qué hacía por ahí.
– ¿Se encuentra usted bien, señor?
– Me encuentro estupendamente. Sabría usted decirme si ha visto salir al señor Philippe Savouier.
– No señor, no lo he visto salir. Hace un rato estuve en los aparcamientos y su coche seguía aparcado. ¿Quiere usted que lo llame desde el teléfono de la portería?
– No gracias, es usted muy amable. Seguro que me está esperando.
Elías aprovechó que el ascensor estaba abierto en la planta baja para pedirle al policía que lo esperase ahí, que sería cosa de unos minutos. Luego, una vez dentro del ascensor, viendo que no había manera de pulsar los botones, le pidió al portero que accionara con su llave el botón que lo llevaría hasta el ático del edificio. El portero entró con cierta cautela, alertado por el aspecto que despachaba Elías. Se autoinvitó a acompañarlo, que vaya a ser que el señor Savouier no se encuentre y tenga usted que regresar conmigo.
– Entienda usted que debo acompañarle.
Elías hizo un gesto de desgana, casi de indolencia, como diciendo que haga usted lo que tenga que hacer, pero dele de una vez a la dichosa llave, que tengo ganas de que este trasto se ponga en marcha. El ascensor ascendió las cuatro plantas dúplex del inmueble con aquel portero haciéndole un marcaje a Elías propio de un rompetibias de primera división. El jesuita perfirió mirar hacia otro lado para no encontrarse con la coacción de aquel portero. En unos segundos la puerta se abrió al amplio salón de Philippe. Primero salió el portero. Elías se quedó un par de pasos más atrás por mera educación, aunque no estaba allí para dispensar sus mejores modales. El mayordomo de Philippe apareció por una de las puertas un tanto contrariado, sin entender a qué venía aquella visita que no tenía programa en la agenda.
– Quiero ver al señor Philippe – inquirió Elías antes de que el portero pudiese decir algo – No me está esperando, pero eso no importa ahora. Necesito verlo por un asunto bastante urgente.
El mayordomo conminó al portero a que se marchase. Le dijo con la mirada que la situación ahora ya está bajo mi control. El portero desapareció en el ascensor mientras el propio mayordomo invitaba a Elías a que esperase al señor Savouier en su despacho, el mismo donde ambos conversaron a principios de esa misma semana. Aquello parecía perderse en un recuerdo de décadas anteriores.
– Avisaré al señor Savouier ahora mismo. Le rogaría que esperase aquí unos minutos. El señor Savouier se encuentra en su clase de yoga.
El mayordomo se marchó con pose displicente y dejó a Elías un tanto desamparado en aquel despacho repleto de vitrinas, libros y curiosidades antiguas. En su mesa, junto al Mac, había unos papeles que Elías reconoció a primera vista. Eran los registros del puerto que el propio Philippe le mostró en el restaurante de El Tintero junto a los viejos periódicos con las noticias sobre Ernesto Miranda. Elías pudo detenerse en detalle en aquellos papeles, cosa que no hizo en el restaurante, donde apenas les prestó algo de atención. Esa revisión pormenorizada le dejó ver algo que ni siquiera imaginaba, pero que estaba justo ahí, en la cabecera de cada documento. Elías volvió a respirar profundo, pero esta vez la cólera le salpicaba por las orejas como un aspersor. La sangre le apretaba las sienes y los brazos se le tensaron. Todo aquello ocurrió en el mismo instante en que Philippe apareció de forma educada por una de las puertas del despacho, vestido con prenda deportiva, la cara sudada, una toalla enrollada sobre sus hombros y ofreciendo su mano derecha por delante a modo de saludo. Elías contó uno, dos, tres; pero no llegó ni a cuatro. Se abalanzó sobre el belga sin que éste pudiese reaccionar. Le propinó un primer puñetazo en el labio. El segundo fue directo a su mentón. Un tercero aterrizó en su carrillo derecho y el cuarto fue más bien un guantazo con la mano abierta que le pilló el rostro completo y lo lanzó hacia atrás hasta tirarlo de espaldas sobre el suelo. Lo siguiente que hizo Elías fue lanzarse sobre el belga, sentarse sobre su esternón y propinarle un recital de sopapos que fue detenido por el mayordomo en cuanto escuchó el jaleo. Éste agarró a Elías por detrás y lo inmovilizó prensando su cuello con la pinza del brazo. Elías luchaba por zafarse. Trataba de darse la vuelta y agarrar al mayordomo por detrás, pero no había manera. Philippe se levantó, se colocó junto a Elías, que seguía tirado en el suelo, y lo miró fijamente mientras cuantificaba los daños palpándose la cara con la yema de los dedos.
– Déjalo – le dijo Philippe al mayordomo –. Este hombre ha venido a reclamar lo que en justicia es suyo. Sólo espero que mi deuda haya quedado saldada.
– Tendría que llevarle a un polígono y rociarle con gasolina para que usted y yo nos quedásemos en paz.
Elías odiaba a aquel hombre. Se hubiese levantando para estrangularlo con sus propias manos hasta chascarle la nuez; pero no podía hacerlo, no por falta de ganas ni por aparentar un comportamiento apropiado al de un sacerdote. No podía hacerlo porque el mayordomo supo intuir cómo se las iba a gastar el cura si lo soltaba. Se lo estaba diciendo con esa mirada de loco, que si me sueltas lo majo y te lo meto en una de esas vitrinas para que lo veas cada vez que te venga en gana y le pases el plumero. Tuvieron que pasar al menos un par de minutos para que Elías entrara en un estado menos alterado. Uno en el que a menos la intención no se le delatara en la mirada. Philippe seguía allí, tranquilo, aunque no estaba quieto, sino que se había marchado hacia un mueble bar que tenía disimulado en uno de los laterales del despacho.
– ¿Le apetece tomar algo? le soltó el belga mientras se echaba un par de cubitos de hielo en el vaso. Le prometo que le contaré todo si me deja que se lo explique. Y de paso podré excusarme con usted, porque le aseguro que mi intención jamás fue quitarle de en medio ni infligirle daño a nadie… pero digamos que todo se me fue de las manos.
– Usted es un hijo de la gran puta – le vociferó Elías mientras el mayordomo le apretaba el cuello con más fuerza –. Y si le dice a su puñetero mayordomo que me suelte un rato, le estaré agradecido. Tengo la costumbre de respirar con cierta continuidad.
Philippe lanzó una mirada asertiva al mayordomo. Éste se mantuvo en la duda durante unos segundos, aunque luego le liberó el cuello y se levantó. Después se marchó hacia el belga manteniendo una distancia prudencial con ambos, por si tenía que volver al placaje.
– Déjanos solo – le inquirió el belga ante la sorpresa del propio mayordomo –. Tengo la certeza de que nuestro invitado es un hombre razonable. De no ser así, no hubiese llegado hasta aquí.
Philippe le ofreció la bebida que acaba de prepararse. Elías la recogió y le dio un buen trago mientras el belga retornaba al mueble bar para ponerse un ron con hielo. El mayordomo aprovechó la escampada para dirigirse a la puerta y salir del despacho, no sin antes decirle al belga que si lo necesitaba, solo tenía que llamarlo.
– No hará falta por ahora – le respondió Philippe.
El belga se dirigió a su mesa y se apoyó en el borde mientras dejaba su ron a un lado. En ese momento, y aprovechando que dejaba la bebida, recogió los papeles con los registros portuarios que Elías estaba leyendo cuando Philippe entró en la habitación.
– No me creo yo que hayan sido estos papeles lo que le ha traído hasta aquí… ¿verdad? Usted ya venía con esas intenciones antes de verlos.
– Esos papeles sólo han venido a confirmar lo que ya sospechaba – respondió Elías –. Me ha mentido en todo. Me ha mentido desde el principio, y esos papeles son una prueba más de que es usted un retorcido mentiroso. ¡Vienen con fecha de registro de hace diez años! – Elías apuntaba al rostro del belga con su dedo índice –. Usted ya sabía desde hace más de una década que algún día ocurriría lo de las Vírgenes. Conocía la historia de Ernesto Miranda, y me apuesto mi mejor alzacuello a que también sabía que detrás de este asunto estaba la imagen cristiana más importante de la historia: el Cristo de Mena. Me hizo creer que su ayuda fue por un encuentro casual que se dio en este despacho. Pero por culpa de sus tejemanejes casi nos matan, pedazo de cabrón.
El belga levantó el brazo pidiendo un tiempo de réplica, de excusas y absolución ante tantas pruebas irrefutables. Su reacción casi inmediata fue coger aquellos papeles y meterlos en el cajón de su mesa, como si tratara de esconderlos. Después recogió su vaso de ron y volvió a repetirse en sus excusas de antes, en que traté de avisarle cuando todo aquello se me fue de la mano.
– Y casi llego tarde – el belga continuó en sus excusas –. Le juro que lo del secuestro y su inmolación en un polígono no entraba en mis planes.
– Ese es un detalle que a mí no me sirve de nada– le replicó Elías –. Esos tres pedazos de cabrones que contrató casi nos chamuscan a lo bonzo.
– Vuelve a equivocarse, padre – le replicó ahora el belga –. Yo no contraté a esos tipos, ni jamás hubiese pagado a alguien por quitarles de en medio. Reconozco que he pagado mucho dinero por cientos de cosas que no se pueden considerar lícitas. Han sido tantas, que valdrían para ponerle mi nombre a la prisión de Alhaurín. Pero le aseguro que el asesinato jamás estuvo entre esos asuntos. Juego con la codicia de la gente; se me da bien y con eso ando sobrado para conseguir todo lo que me propongo. Esta vez no me estaba jugando los cuartos con unos codiciosos, sino con unos locos de remate. Mi error fue no darme cuenta de ello mucho antes.
Elías puso su vaso con violencia sobre el escritorio de Philippe, luego lo cogió de las solapas de su prenda deportiva y después acercó su mentón contra el rostro del belga. Destilaba unas ganas enormes de descolocarle la cara; pero se contuvo, o al menos no volvió al recital de sopapos. Prefirió quedarse con el gesto de rabia incontrolada. Así estuvo un rato, un instante breve, hasta que lo soltó con un empujón que desplazó al belga unos metros atrás. Elías forzaba su respiración. Al cabo de unos segundos pudo desacelerar sus pensamientos y concretar frases congruentes en su mente. Al menos ahora las preguntas empezaban a desfilar por su cabeza con cierta soltura.
– La llamada desde Finlandia fue cosa suya… ¿verdad?
– Así es, padre. – le afirmó el belga– . Cuando me enteré de su secuestro le pedí a unos de mis colaboradores extranjeros, un finlandés, que llamase desde una cabina pública a la policía de Málaga y los advirtiese.
– ¿Y cómo supo de nuestro secuestro? Sólo me cabe pensar que fue usted quien los mandó.
– Le vuelvo a dar la razón – Philippe asentía con cierto gesto de clemencia y arrepentimiento –. Pero no los envié para secuestrarles. Los envié para que les quitasen las cartas que usted había encontrado en la biblioteca. Los llamé para preguntar si las tenían y me dijeron que sí, que las tenían, pero que ahora les tocaba cumplir con la misión que venía encomendada por Dios. Ahí fue donde tomé conciencia de que la cosa se me iba de las manos.
– ¿También sabía usted lo de las cartas? – preguntó Elías.
– Por supuesto que sí; lo sabía desde el principio. Pero no conocía nada de su contenido. En su día traté de acceder a esa dichosa biblioteca, pero me lo impidieron sus compañeros jesuitas. Usted comprenderá que no puedo mandar a unos mercenarios a una biblioteca con más de cuarenta mil libros sin tener ni la más ligera idea de por dónde buscar. Eso no es tan fácil como robar una imagen que tienes en un pedestal en el rincón de una iglesia de Pristina. Estamos hablando de miles de libros y sin tener ni la más ligera idea de por dónde empezar.
– Y por eso nos mandó a nosotros – volvió Elías a conjeturar.
Philippe se tomó su tiempo antes de contestar, como si tratara de medir la longitud de cada una de sus frases.
– He estado años esperando a que las imágenes comenzaran con su coro plañidero. Vine a esta ciudad y tomé estancia en ella. Buscaba el mayor tesoro que alguien como yo podía tener; algo que superaba todo lo que jamás se había representado de la imagen de Jesús. Ya no me refiero al detalle de su antigüedad, hablamos de cómo Pedro de Mena trabajó con las dimensiones de los brazos para jugar con la perspectiva que tendría de la imagen a pie de calle. Se adelantó en siglos a sus predecesores. Unió en una misma disciplina un compendio de técnicas que sólo se daban en la pintura y en la arquitectura hasta ese momento. No es una simple obra artística, es un fenómeno del arte. Y si a todo eso le unimos el mito de su desaparición en la quema de los conventos del año 1931, entonces ya hablamos del Santo Grial de las imágenes de Cristo. Hablamos de toda una leyenda.
– Y gracias a David Ben Ishti usted supo que la imagen regresó a Málaga y que fue escondida en algún lugar de la ciudad– Philippe hizo una muesca de sorpresa cuando Elías escuchó el nombre de David –. Nunca ha sabido dónde está ni tampoco pudo acceder a la biblioteca de los jesuitas; así que le tocaba esperar. Y cuando ocurrió el milagro de las Vírgenes, aparecimos nosotros. Usted procuró que viniese a su casa a través de la amistad con el obispo cuya camaradería seguramente forjó durante años sabiendo que era bueno tenerlo como amigo cuando se iniciasen los milagros. Tener amistad con el primer representante de la iglesia en la ciudad le permitiría estar cerca de las investigaciones. Así fue como nos encontramos y nos hizo aparecer “por causalidad” la pista de la biblioteca, cuando en realidad tal casualidad jamás existió. Usted tenía planeado mandarme allá desde el principio. Me contó la historia de la familia Miranda, de su ficticio escudo y de su biblioteca. Me lo dijo todo aparentando que aquello no tenía la más mínima importancia: al fin y al cabo aquella pista había sido una casualidad, un golpe de suerte para mí. En realidad me estaba enviando con un propósito calculado. Y que encima fuese jesuita facilitaba mi acceso a la biblioteca; aunque ese detalle fue la única parte casual de todo este asunto.
El belga volvió a su vaso de ron con hielo y le dio un último trago que dejó los cubitos de hielo tintineando en el vaso. Ahora apretaba los labios tratando de contener su sorpresa ante la lucidez del jesuita. Retorcía su gesto y asentía con la cabeza. Observaba a Elías con declarada admiración.
– No le voy a negar que me estuvo sorprendiendo con sus indagaciones desde el principio. No hay duda de que su capacidad para ir resolviendo los pasos, uno detrás de otro, ha sido admirable. Sé que su compañera de viaje, esa periodista que iba con usted, también ha tenido la mente bastante lúcida. Hacen un buen equipo, no lo duden; pero insisto,… esto último de David Ben Ishti… ¿cómo lo ha descubierto? ¿Ha sido ella o usted?
– Ha sido la casualidad – respondió Elías, que ahora se mostraba más calmado, quizá por el discurrir de la conversación –. Llegó hasta mí esta foto – Elías se la muestra, pero no se la entrega –, donde aparecen Ernesto Miranda, Inés Albilla y David Ben Ishti. En esta foto descubrí que el escudo de los Miranda jamás llevó las inscripción de I.P.V.P.A.V. Esa inscripción fue lo que le hizo reconocer la posible relación de la familia de los Miranda con los milagros. Los símbolos del árbol y la barca sí que están en el escudo original, y estoy convencido de que esos símbolos eran la pista que Ernesto dejó para llevarnos hasta su biblioteca; pero hubiese costado muchísimo tiempo relacionar las inscripciones que había en las Vírgenes con esa biblioteca; así que usted nos ayudó a acortar los plazos de forma artificiosa y se inventó lo de su familiaridad con el acrónimo I.P.V.P.A.V a través de un supuesto recuerdo que tenía de la inscripción.
– Bueno – le interrumpió el belga –, eso sólo explica cómo dedujo mi plan de llevarle hasta los Miranda. He de confesarle que lo del acrónimo fue lo primero que se me ocurrió en aquel momento. Podría haberle dicho que reconocía el escudo por sus símbolos, con esa barca y el árbol; pero le quise dar un toque más casual al asunto, y al final ese detalle ha sido mi perdición. La improvisación nunca fue mi fuerte, lo reconozco… pero insisto… ¿cómo supo mi relación con David Ben Isthi ?
Ahora era Elías quien se tomaba su tiempo, tal como antes lo hizo el belga. Pero en esta ocasión el jesuita no pretendía tomar ninguna medida de sus respuestas.
– Detrás de la foto estaban los signos de la familia de David – respondió Elías –. Se trataba del mismo candelabro de nueve brazos que tenía en su despacho, pero con la sobreimpresión del ojo de Isis. Son los mismos signos que pude ver en su anillo el día que quedamos para repasar los viejos periódicos que hablaban de Ernesto Miranda. Aquello me empujó a mirar de nuevo la foto, la imagen de David con la mano atusándose el pelo y mostrando un anillo que era igual al suyo. David Ben Isthi tiene un vinculo familiar con usted… y quizá estemos hablando del mismo anillo.
– Pues sí, padre… es el mismo anillo. Una joya que cuenta ya con su par de siglos y que forma parte de la herencia secular de mi familia. De nuevo le doy la enhorabuena por su capacidad de observación y sus deducciones tan juiciosas. Jamás imaginé que este anillo y sus inscripciones me acarrearían una delación tan descarada – Philippe se giraba el anillo en el dedo, como si se previniera de más delaciones.
– Aquel día, en el restaurante El Tintero, observé lo de su anillo – continuaba Elías – pero no fui capaz de advertir que me la estaba colando, que ese estudio pormenorizado de los viejos periódicos donde aparecía Ernesto Miranda no podía ser el fruto de unas pocas horas de trabajo, sino de meses y años: los que usted llevaba esperando para el desenlace de los milagros. Tampoco tuve la precaución de observar con más detalle los registros del puerto y fijarme en la fecha de salida. Ese detalle me hubiese ahorrado el percance que tuve después.
– Insisto en mis disculpas de antes – el belga se reiteraba con la sensación de que acometía un esfuerzo en vano –. Le dije antes que jugaba con la codicia de la gente; y eso fue lo que hice con ese tal Nicodemo. Observé sus movimientos el Domingo de Ramos y la importancia que estaban adquiriendo entre la masa de fieles, así que pensé en que ellos serían los más beneficiados si la verdad nunca salía a la luz. Llevaban las trazas de convertirse en auténticos agitadores de masas, en líderes religiosos. Esa fue la baza que jugué con ellos. De nuevo a vueltas con la codicia. Informé a uno de sus acólitos del peligro que corría la veracidad milagrosa de aquellas lágrimas a través de uno de mis contactos. Le di detalles de lo que pretendían usted y esa periodista que le acompañaba en las investigaciones. Les hice creer que éramos unos cuantos los interesados en que aquello no saliese a la luz; algo así como una especie de poder fáctico, de priorato de Sión dispuesto a proteger un secreto arcano. Entendí que aquello le daba más empaque al asunto y convertía el encargo en una especie de misión histórica. Les informé de sus movimientos y de cómo podían atajar la posibilidad de que se descubriese la verdad. Pero me equivoqué mezclando los ingredientes. Entendieron que Dios andaba detrás de todo esto. O quizá eso fue lo que quisieron creer. Mi propósito sólo era recoger esas cartas. No había otra intención.
Elías negó con la cabeza. Volvió a contener sus ánimos para no abroncarse otra vez con el belga y repartirle sopapos uno detrás de otro. Respiró hondo y extendió su mano derecha, como si tratara de reclamarle algo.
– Bueno, pues sabiendo que usted tiene las cartas… creo que ya va siendo hora de devolvérmelas... ¿no le parece? La ciudad merece recuperar su imagen.
Ahora era Philippe quien parecía mostrarse más vehemente, igual que si aquellas palabras le estuviesen detonando los tímpanos.
– Me va a disculpar que discrepe con usted, padre; pero pienso que la ciudad ya tuvo su oportunidad y la perdió a manos de su propia estupidez. Creo que la fortuna nos regaló unos personajes como Ernesto Miranda, Inés Albilla y David Ben Ishti. Estamos hablando de una suerte con la que no contó, por ponerle un ejemplo, la ciudad de Alejandría, que si hubiese tenido unos personajes como los referidos, ahora podríamos disfrutar de las obras completas de Sófocles o los estudios originales de Arquímedes y Euclides… pero no fue así. Alejandría no tuvo la suerte que Málaga sí tuvo. No puede pretender que ponga la protección de un bosque en manos de un tropel de pirómanos con sus teas encendidas. Ernesto, Inés y David se esforzaron por devolverle su alma a la ciudad cuando ésta se lo mereciese. Es usted un iluso si piensa que la ciudad ya ha reunido suficientes méritos para redimirse de sus pecados. A mí me parece que no. Yo sólo he visto calles atestadas de gente cegada por la fe, capaces de declarar una guerra a quien piense lo contrario que ellos. Gente capaz de invadir una ciudad sin importarles una higa sus habitantes.
– ¿Ha salido hoy a la calle? – le interrumpió Elías
– ¿Es que me estoy perdiendo algo? – le contestó el belga con tono irónico
– Pues salga y comprobará que el auténtico milagro está sucediendo ahora mismo. El milagro que Ernesto, Inés y David construyeron hace setenta años. Salga a la calle y descubrirá a una ciudad que está reconquistándose a sí misma y que ha unido a todos sus ciudadanos en el empeño común de resucitarse; un esfuerzo como jamás se había visto en mucho tiempo.
El belga se quedó un tanto contrariado. Abría los ojos con ademanes de sorpresa y negaba con la cabeza, como diciendo qué me está usted contado.
– Sinceramente – prosiguió Elías con algo más de vehemencia –, pienso que a usted le importa muy poco los merecimientos que pueda hacer la ciudad para recuperar su imagen. Lo que usted pretende es quedarse con El Cristo de Mena y punto. Pero eso ya no podrá ser, por lo menos mientras yo lo sepa; así que, si no me dice dónde está, tendré que cursar la correspondiente denuncia.
Philippe sonrió. Mas bien se rió. Despertó en Elías un sentimiento de indignación, de no comprender a qué venía esa actitud grosera del belga.
– Usted está más perdido de lo que pensaba – le contestó el belga sin dejar de reír –. Me acabo de dar cuenta de que hay un par de detalles que usted aún no ha sabido colegir. No le culpo por ello, es complicado que lo supiese; así que me va a conceder la oportunidad de explicárselos… ¿verdad?
Elías seguía sin entender nada. Ahora observaba cómo el belga salía de la habitación y llamaba al mayordomo, le susurraba algo al oído, y éste se marchaba.
– Sé que no he hecho merecimiento alguno para pedirle a usted que confíe en mí. – El belga ponía gesto de confesión –. Así que a pesar de mis antecedentes, le voy a rogar que me otorgue el beneficio de su confianza. Necesito que me acompañe y no pregunte nada. Sólo acompáñeme. Nos marcharemos a un sitio que está, digamos, un poco lejos. Mi mayordomo está llamando al aeropuerto para prepararnos el helicóptero que nos llevará allí.
– ¿Y se puede saber a dónde vamos? – preguntó Elías.
– Le voy a llevar al lugar donde encontrará todas sus respuestas.