Elías apenas consiguió abrir los ojos sin que la luz le hostigara en forma de dolor de cabeza, de migraña perenne que actuaba a modo de taladradora y le aguijoneaba las sienes hasta convertirse en un suplicio. Quizá por eso trataba ahora de masajearse el rostro a ver si conseguía recobrar el hábito de la consciencia, pero por más que lo intentaba e insistía, sólo conseguía que el cuerpo guerrease contra su ánimo y se incrustara en el colchón como un proyectil. Levantó un brazo, giró la cabeza, e incluso se mordió los labios hasta tragarse el sabor acartonado de su saliva. Seguía narcotizado entre una bruma de recuerdos que apenas era capaz de conectar entre sí, como sensaciones que parecían vividas en siglos anteriores, pero que tenían que ser de hoy, se decía y se insistía a sí mismo, tratando de rememorar todo lo que había pasado, todo lo que le sucedió después de aquello cuando él y Micaela salieron de la casa, se pararon al final de la escalera, y colocaron la puerta en su sitio con una sensación de clausura final, de que por fin todo el mundo salió de aquel lugar y ya nadie se quedaba esperando. De que todo se había quedado vacío de malos recuerdos y ahora se quedaban con los buenos. Por fin recorrían el primer tramo de otra vida mejor donde recuperarían lo que el destino les quitó hace muchos años. Elías le confesó a Micaela que pondría la casa en venta para que la derrumbasen y aprovecharan la parcela. Eso fue lo que estaba recordando justo en ese momento, que quería poner su casa en venta y Micaela le insistía que lo que ahora toca es beberse una botella de Black Label a tu salud, a la mía y a la de toda esta gente que se viene con nosotros agarrados a nuestras entrañas, y que la botella la pongo yo, que para eso la tenía guardada, para una ocasión como ésta donde me siento como recién nacida. Elías iba colocando cada recuerdo en su sitio para ordenarlo después en una secuencia racional: la llegada a casa de Micaela, la botella, los dos vasos; y beber. Beber sin parar, brindar, reír y llorar a ratos. Recordar lo que ambos vivieron y preguntarse si fue verdad lo que habían sentido en aquella casa, o si esto no va a ser que ya íbamos mamados con una botella de whisky encima, porque muy normal no es lo que ha pasado, pero qué más me da si ahora puedo estar tomándome este Black Label contigo, que me va a sentar como si fuese el mismo elixir de la felicidad. Elías fue organizando su memoria como quien ordena un enorme armario repleto de repisas, hasta que por fin, y sin ser muy consciente, el cuerpo le fue respondiendo lo suficiente como para mirar a un lado y reconocer la habitación de Micaela, con la ventana medio abierta y la penumbra de la tarde colándose por debajo de la persiana, dispersando las sombras y contoneando los objetos cercanos: la silla, la cómoda, el espejo y un pequeño sillón donde aparecía su ropa. Elías cayó en la cuenta de que estaba casi desnudo, que sólo tenía puesto el slip y uno de los calcetines, y que el resto estaba enmarañado en ese sillón junto a una ropa que no era la suya. Así que sólo le quedaba sospechar, intuir y mirar al otro lado para percatarse de lo que ya presintió al ver su ropa, que Micaela estaba al otro lado, boca abajo y desnuda. Elías recolectó fuerzas suficientes para incorporase, ponerse en pie y mover las piernas con dudoso acierto, hasta que resolvió sentarse en la silla sin dejar de preguntarse hasta dónde le llevó los Black Label mientras miraba el perfil desnudo de Micaela. Decidió que lo mejor era no seguir rastreando sus intuiciones y se levantó con más decisión, casi de un salto. Consiguió ponerse en pie con más acierto, cogió luego la ropa y se vistió con los pantalones, la camisa y el otro calcetín que le faltaba. Después agarró su reloj y miró la hora para comprobar que ya eran las cinco de la tarde. Buscó su móvil por el salón y lo encontró justo donde lo había dejado: encima de la mesa, al lado de las llaves del Ford Fiesta, dos vasos caídos y una botella vacía. Elías revisó los mensajes en un acto casi reflejo y comprobó si tenía llamadas perdidas. Encontró cinco llamadas del comisario, que se estaría preguntando si el cura había vuelto ya de Pamplona o si lo tenían atado otra vez en algún polígono de Málaga. No era momento de llamarle ni tampoco se veía con templanza para encarar una conversación. Optó por dar varias vueltas al salón a ver si acababa con esa sensación de cansancio absoluto que lo dejaba sujeto al suelo. Al final, y tras varias vueltas en balde, se marchó hacia la cocina para hacerse un café bien cargado, no sin antes pasarse por la habitación de Micaela, abrir las persianas, y gritarle a viva voz que se despertara, que voy a preparar un café, y que si quieres regresar al mundo de los vivos te espero en la cocina con una buena taza, que ahora no sé si tomármelo o echármelo a la cara, así que no te vayas a perder el espectáculo porque puede merecer la pena.
Micaela tardó varios minutos en emitir algún sonido descifrable antes de acudir a la llamada de la cafetera y de Elías. Éste la esperaba en la cocina con la cabeza incrustada entre sus brazos y derrumbado sobre la mesa. La luz de la cocina era generosa y entraba por un pequeño tragaluz que había a su espalda. Tamizaba el ambiente de una luminosidad con la que se podía convivir sin dejar de verse el rostro. Micaela apareció al cabo de un rato por la puerta, con la sábana liada al cuerpo, el pelo enmarañado, los ojos entornados y dando tumbos, preguntándose si existe la remota posibilidad de que lo que creo haberme bebido sea menos de lo que realmente bebí.
– Me temo que nos bebimos hasta el agua de la pecera – sentenció Elías para disipar las dudas; si es que alguien las tenía.
– No recuerdo tener pecera.
– Lo ves, nos la bebimos.
Micaela logró sentarse a duras penas y repitió el mismo ritual de Elías. Incrustó su cabeza entre los brazos y se derrumbó después sobre la mesa. Luego, tras un rato de silencio preceptivo, se preguntaron uno a otro quién de los dos se sentía con capacidad suficiente para ir a por el café y servirlo sin causar daños colaterales sobre el entorno. Elías fue la opción elegida, así que se levantó con decisión, retiró la cafetera del fuego y la colocó en la mesa después de servirse una taza hasta arriba.
– ¿Es verdad que te lo vas a echar encima? – le comentó Micaela, sin más interés que el de recuperar el habla.
Elías la premió con una sonrisa mientras le llenaba la taza. Micaela fue la primera en bebérselo, casi de un sorbo. Después aprovechó el rato para mirar el aspecto con el que Elías se le asomaba a la otra orilla de la mesa, de frente a ella, sin dejar de preguntarse cómo puede ser que después de verte todos estos días no sea hasta ahora cuando me doy cuenta de esa cara de niño ángel que tienes. Cómo no se me ha ocurrido echarme en tus brazos y pedirte que me pasearas sobre tus hombros por donde te diera la gana. No te puedes hacer una idea de la cantidad de botellas de whisky que me he metido en el hígado por culpa tuya y de esa puñetera casa que ojalá que se venda pronto y la derrumben.
– ¿Por qué decidiste regresar Málaga? – le preguntó Elías mientras escudriñaba en el poso de su taza –. Te hubiese resultado más fácil vivir en otra ciudad, estar en otro sitio con menos recuerdos.
– ¿Te sirvió a ti de algo? – le preguntó Micaela.
– Bueno, me ha servido para tener días tranquilos. Pero no te lo niego, uno no se puede inventar una vida distinta de la que se tiene, por más que lo intente y se marche a otros sitios. Siempre habrá una maleta que llevaremos con nosotros a todos lados y que jamás podremos vaciar ni guardar en un armario. Son nuestras cosas y punto. Por suerte, lo que a ti y a mí nos queda ahora es sobrevivir a la satisfacción de haber puesto cada cosa en su sito. No sé tú, pero yo casi me acostumbré a esto de vivir huyendo. Ahora pienso que quizá no sepa vivir de otra forma.
– ¿No crees que tal vez perdimos el tiempo?, ¿que qué lástima no haberlo hecho antes?
– La lástima sería no haberlo hecho nunca – respondió Elías casi antes de que Micaela terminara su pregunta –. Lo demás es lo que te dije antes, lo de inventarse la vida. Eso nos sirve de poco. Esas cosas jamás nos van a caber en esa maleta de la que te he hablado.
– ¡Lo del ejemplo de la maleta te ha gustado! – Micaela no disimulaba su toque de sorna –. ¿Es de cosecha propia?
Elías se quedó en silencio, sin dejar de mirar el poso del café. Luego sonrió como si algún pensamiento agradable hubiese cruzado su cabeza de una sien a otra.
– No. No es de mi cosecha – Elías se dio un respiro mientras su sonrisa le inundaba el rostro –. Lo de la maleta era cosa del padre Ugarte. Siempre me decía que se imaginaba a sí mismo llevando una maleta que fue antes de su padre. Era una vieja maleta de cuero que le regaló cuando se fue al seminario y que venía atada con una cuerda. Su padre le decía que lo de la cuerda era como una especie de sistema antirrobo, que nadie iba a prestarle interés a una maleta tan vieja y cerrada con una cuerda. El padre Ugarte la perdió al poco de ingresar en el seminario, así que a partir de ese momento decidió imaginar que la llevaría siempre consigo, que jamás la había perdido, y que aquella vieja maleta de cuero atada con una cuerda sería el lugar perfecto donde iría guardando las cosas indispensables de su vida, hasta que un día, cuando todo acabase, la dejaría en el suelo y se despediría de todos.
– ¿Crees que pudo hacerlo? ¿Crees que le dio tiempo a pensar en aquella maleta antes de morir?
– De eso estoy convencido.
Elías se levantó con fuerzas renovadas, quizá por el chute de café que se había metido, o quizá porque recordar al padre Ugarte en su vieja casa, dejando aquella vieja maleta de cuero, le desperezaba el ánimo y le alegraba la vida. Aprovechó el momento para preparar otra cafetera, encender el fuego, y sentarse otra vez. Micaela fue tomando conciencia de su aspecto, liada en aquella sábana como si fuese una romana antigua de medio pelo.
– ¿Y qué vamos a hacer tú y yo ahora? – le preguntó Micaela, que no cesaba de prestar atención a su atuendo.
Elías se quedó sin saber cómo reaccionar. Miraba a Micaela para hurgar en sus pensamientos y averiguar por dónde iban los derroteros de aquella pregunta. Optó por responder con una porción de cautela y otra de no saber de qué me estás hablando
– ¿Qué te gustaría que hiciésemos? – le preguntó sin dejar de atender a los gestos de su cara.
Micaela sonrió con ademanes serios, mezclados con cierta picardía, en una combinación un tanto peligrosa. No resultaba difícil ver que en su rostro se le dibujaba lo que estaba pensando, que con esa pregunta me quieres pillar, mi niño ángel, pero no voy a ser yo quien dé el primer paso. No te voy a dar ese gusto.
– ¿Te gustan los finales felices? – preguntó Micaela con intenciones de mantener la conversación por derroteros confusos y con dobles interpretaciones
– Pues depende de cómo empiecen – respondió Elías, que dibujó una enorme sonrisa en su cara que hubiese merecido dedicarle todo un mural repleto de grafitis.
Micaela miró a un lado, en dirección al tragaluz. La tarde avanzaba y apenas aportaba claridad como para verse la cara; así que se levantó, encendió la luz fluorescente de la cocina, y volvió a sentarse, procurando que no se le cayese la sábana en su trasiego de un lado a otro. Luego dio una respiración profunda, casi de claudicación. Después volvió a sonreír, como quien va a cometer un acto premeditado.
– Creo que estamos muy cerca de dar con la solución a todo – sentenció Micaela –. Creo que deberíamos hacer un último intento en el tema de Ernesto Miranda. ¿Cómo lo ves?
Micaela clavó su mirada en él. Éste pareció contagiarse con la misma sonrisa que ella le regalaba desde la otra orilla de la mesa. Elías era consciente de que aquel derrotero que tomaba la conversación era una de las dos opciones por donde se podía continuar. Ahora pareció sentirse más tranquilo, quizá menos incómodo, así que tomó una postura más erguida en la silla, casi psicológica, como queriendo dominar la situación.
– Nos habíamos quedado en la conversación que tuve con Inés Albilla – prosiguió Elías –. No sé qué decirte. ¿Tú eres capaz de sacar algo en claro de todo lo que nos dijo Inés?
– Con lo de “La ciudad perdió su alma en la derrota y solo volverá a recuperarla en la victoria”. Pues no, no tengo ni idea de por dónde pillarlo. Pero la frase no deja de tener su aquello, y conociendo las maneras que gastaba Ernesto, seguro que nos está diciendo otra cosa.
– Eso es así – afirmó Elías –- Pero si te soy sincero, no tengo muchas ganas de crujirme las meninges con este asunto.
Micaela pareció desaprobar aquel exabrupto de Elías, como si le reprochase algo, quizá que él se iba a marchar en unos días hacia sus palacios romanos a vivir del cuento, pero que ella había elegido quedarse. Que aquello era su ciudad y en su ánimo no estaba dejarla así.
– Sólo nos queda un último sitio donde buscar
– ¿La casa de Inés Albilla? – Elías trataba de confirmarlo mientras la propia Micaela ya se lo afirmaba con un gesto de la cabeza –. Sabes que eso puede ser una locura. Encontrar ahora a la sobrina de Inés Albilla puede resultar tan difícil como encontrar libre un servicio público en Málaga. ¿Cómo pretendes dar con ella?
– No necesito dar con ella. Ya tengo lo que necesito.
– ¿Tienes las llaves de la casa? – La propia Micaela lo volvía a confirmar con un gesto de la cabeza –. ¡No me dirás que se la has birlado!
– Pero Elías, ¡ni que yo fuese Carmen Sandiego! Me las dio en la residencia de las Hermanitas de los pobres justo después de que te fueses a Pamplona. Me las dio sin yo pedírselo. De alguna manera se sentía agradecida por lo que habíamos hecho con su tía. Como además tengo esta cara de buena gente que tira para atrás, pues ha debido pensar que soy de fiar. En eso no la podemos culpar.
Elías observó como Micaela se levantaba, salía de la cocina, y se acercaba hasta una de las repisas del salón, abría una pequeña caja de madera y cogía unas llaves. Luego regresaba, se las mostraba y se las daba en la mano, con cara de reproche, diciéndole que si quieres nos vamos ahora, o si quieres te quedas aquí disfrutando de tu maravilloso dolor de cabeza.
– ¿Y cuál es tu idea? – le preguntó Elías mientras miraba las llaves con detenimiento. Micaela volvía a sentarse sin dejar que la sábana se le moviese ni un milímetro –. ¿Se te ha ocurrido por dónde podríamos continuar?
Micaela no le respondió. Se levantó y se marchó a la habitación, donde comenzó a vestirse sin cerrar del todo la puerta. Elías decidió esperarla en el salón, a una distancia prudencial de la entrada.
– Ni idea – le hablaba Micaela desde el fondo del cuarto –. Si lo supiese me quedaría en casa y no me tiraría a la calle, con la que va a caer en Málaga. Lo único que se me ocurre es agarrar esa dichosa frase y buscarla en alguna de las cartas. Quizá podamos encontrar alguna otra frase que le venga pareja y nos diga algo más, ya sabes, lo de esconder las cosas sin esconderlas, como estilaba Ernesto.
– Pero ya viste la cantidad de cartas que había. Es casi una lotería, no tenemos tanto tiempo como para leerlas todas.
– Pero hay una diferencia – Micaela salía de la habitación ajustándose la camisa –. Inés estaba en el ajo, sabía a la perfección lo que se le pasó por la cabeza a Ernesto, y también sabía que sólo ella, David Ben Ishti, Ernesto Miranda y Tomás Bocanegra estaban metidos en el asunto; así que podríamos mirar sus cartas, las que intercambió con ellos. No las leímos porque sólo nos centramos en las de Ernesto Miranda. Quizá ahí encontremos algo.
– Pero estamos en las mismas. ¿Cuántas cartas son?, ¿las tiramos al aire y cogemos una al azar, igual que en los concursos de la tele?
Micaela parecía mirarlo como diciéndole que si te vas a rendir ahora, me lo dices y punto. Elías entendió aquella mirada, así que le respondió con diligencia encarando la puerta e invitándola a salir con un gesto de la cabeza.
– ¿No te falta algo? – preguntó Micaela
Elías se tentó el cuerpo buscando móvil, llaves y cartera. Todo estaba en su sitio. Micaela negó con la cabeza y se dirigió hacia una de las sillas para recoger las túnicas.
– Parece mentira que no te acuerdes en qué ciudad estamos viviendo. Se te olvidaban los disfraces de caperucita roja.