Somos hombres de fe
Bajaba por las escaleras para enfilar el puente de Víctor Manuel II. Su apartamento, al final de la Via Acciaoioli, se emplazaba en un lugar privilegiado, sólo al alcance de las familias más acomodadas de Roma o de aquellos afortunados por una herencia inmobiliaria añeja. No en vano, a pocos metros del puente, descollaba el Castillo de San Angelo, donde no hace mucho tiempo tomaban refugio los Papas cuando se veían intimidados por alguna revuelta o una de esas epidemias en la que a Dios se le iba la mano. El puente cruzaba sobre el río Tíber en una diagonal que iba desde la misma Vía Acciaoiolo hasta el rione del Borgo, donde comenzaba la vía de la Conciliazione. El padre Ángel Elías Arenas, o Elías a secas – como a él le gustaba que lo llamasen –, solía ver desde su terraza cómo las luces del castillo rielaban en las turbias aguas del río romano, transformando el reflejo de la figura que corona su cúspide, el del arcángel San Miguel, en una silueta animada que danzaba al son del movimiento de las aguas, convirtiéndolas en un regajo dorado tan diferente del color verdoso que presentaba a la luz del día y que lo asemejaba a una marea de guisantes. Sin duda, aquel río se dignificaba cuando caía la noche y la ciudad de Roma se asomaba en sus meandros para duplicar los escenarios que la Historia había esculpido durante más de dos mil años. Elías se sentía bien en Roma. Sabía que aquel era el mejor sitio donde podía estar un sacerdote católico. Estaba agradecido con el destino que había elegido para sí, cuando a finales de los 80, con poco más de 18 años, ingresó en el noviciado de los Jesuitas de Madrid, donde se tituló en la Universidad de Comillas en las licenciaturas de Teología y Derecho Canónico, finalizando años más tarde con la de Ingeniería Informática en la Escuela Técnica de ICAI. Tenía, desde luego, una mente bien dispuesta para el estudio. Destacaba por sus excelentes calificaciones, aunque se titulase en disciplinas tan dispares. Eso hacía que se perfilara como un prometedor sacerdote dentro de la Compañía de Jesús, tan proclive a contar entre sus dirigentes con los más excelsos teólogos, ingenieros y juristas. Así fue que tras quince años de preparación pudo ordenarse sacerdote jesuita. Encontró su último destino en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma, donde era titular en la Facultad de Derecho en la asignatura de Legislación en telemática y nuevas tecnologías, pudiendo combinar los conocimientos adquiridos en Derecho y en Ingeniería Informática. No vivía solo, compartía el piso con dos compañeros jesuitas, ambos colombianos y muy aficionados al café patrio. Lo recibían desde Colombia en pequeños paquetes de tela que Elías identificaba con la misma sarga de algodón con las que se confeccionaban los trajes de los monjes. El café le llegaba en grano y era molido con una maquina en desuso de la que era difícil encontrar recambios, pero que nunca les fallaba allá donde fuesen, aunque faltara corriente eléctrica. Era una maquina manual, casi de museo, con una manivela en la parte superior y un pequeño cajón en su base para recoger el café molido. El proceso posterior de la elaboración del café ya iba por derroteros más estandarizados y se aplicaba el uso de una cafetera italiana de siempre. El olor a café solía impregnar todo el apartamento y viajaba escalera abajo hasta llegar a la portería de Doña Francesca, una italiana septuagenaria que había pasado los últimos cincuenta años como portera del edificio. Ella detestaba a todo cura que se le pusiera por delante, quizá debido a tanto alzacuello que había visto desfilar frente a sí. Era un odio por saturación, pero adoraba el café por encima de todas las cosas; así que a esos dos jesuitas colombianos, a pesar de ser curas, los admitía como amigos en ese sentido particular del afecto que tenía, que era poco más que no mentarles los parientes difuntos cada vez que se los cruzaba. Cualquiera de los dos jesuitas colombianos estaba siempre dispuesto para bajar, a eso de las cinco de la tarde, con una taza metálica, de las que se llevan a los campamentos, cargada de un café colombiano recién hecho que a Doña Francesca le devolvía toda la energía perdida durante el trasiego matutino.
– Aquí le traigo su cafetito, doña Francesca. Mire usted que el médico le ha prohibido tomar café y nosotros le traemos una tazita entera.
– ¡Qué sabrá ese médico de tener casi ochenta años! Que me puedo morir un día de estos me dice. Lo que me preocuparía sería no morirme nunca.
Y ella se lo tomaba sentada en el sillón de portera, con calma, apoyada sobre el mostrador desbarnizado en el que depositaba los papeles de la comunidad, mirando hacia el exterior con la vista hueca, como si le sobrasen recuerdos para no tener que pensar en algo concreto. Llevaba cincuenta años observando aquella puerta por donde Roma se le asomaba para regalarle ese trocito de ciudad que era sólo para ella; y de nadie más.
A Elías le cegó el poco sol que apenas se dejaba ver entre las nubes de un día que había amanecido brumoso, pero sin cuajar en lluvia. No había tenido tiempo de acostumbrar la vista desde que salió del portal, en un ambiente semioscuro más propio de una cueva, y donde doña Francesca apenas había emitido un bufido como saludo. Elías no le llevaba café y eso se hacía notar. Metió las manos en el abrigo y comenzó a caminar cruzando el puente de Víctor Manuel II y entrando a la Vía de la Conciliación, la misma avenida que servía de entrada hacia la plaza de San Pedro y donde decenas de turistas se paraban para hacer una foto mil veces sacada: la de la Basílica de San Pedro tomada desde la panorámica del final de la calle. El Vaticano tenía una característica que sólo la ciudad de Nueva York compartía con ella en todo el mundo: daba igual no haber estado antes, porque todo era como si se estuviese de vuelta, como si ya se hubiese estado allí decenas de veces y se observara las calles con la rutina de un nativo ocioso. Todo estaba repetido en cientos de imágenes proyectadas en telediarios, películas o documentales, así que nada era nuevo para casi nadie de los que venían por primera vez. Así también lo sintió Elías el primer día que llegó al Vaticano y paseó por aquellas mismas calles recién ordenado sacerdote. Venía de oficiar su primera misa en Madrid en una de las capillas de la Catedral de la Almudena. Éste era su primer destino fijo tras un itinerario de varios años por Universidades Europeas que le ayudaron a perfeccionar el inglés, el alemán y el francés, que junto al italiano, el español, y algo de latín, formaba la lista de idiomas en las que Elías sabía desenvolverse sin problemas. Siguió caminando hasta llegar a la altura de dos autobuses de turistas aparcados en la entrada a la Plaza de Pío XII. Subían y bajaban docenas de turistas armados con sus cámaras de fotos. Elías no entró hasta la plaza, sino que se desvió por la Vía Rusticucci camino del Corridori, justo donde tenía su entrada una sucursal bancaria. Era una entrada sencilla que tenía dos espejos enormes a cada lado. Todos los turistas y paseantes desviaban una mirada fortuita para verse reflejados un instante. Elías hizo lo mismo. Su planta no era muy alta, no llegaba al metro ochenta, piel morena y con un peinado muy corto rapado a la taza en los laterales y la nuca. Así era su estilo desde hacía años y lo mantenía a base de visitar la peluquería casi semanalmente. Le gustaba vestir con alzacuellos y camisa negra, sobre todo allí, en Roma, donde llevar alzacuellos era un distintivo tan diferente al resto de mundo. Su complexión era fuerte. Estaba acostumbrado a realizar deporte casi a diario, pero arrastraba una cojera del pie derecho por un percance de su niñez que además le había dejado una enorme marca sobre la piel. Gracias a la disciplina de ejercicio diario, esa cojera desaparecía, y tan sólo cuando estaba cansado, o relajaba la atención, volvía a aparecer manifestándose con un ligero vaivén de los hombros cuando caminaba, igual que si se anduviese con unos zapatos demasiado apretados. La Via del Corridiori discurría paralela a las murallas leoninas de Roma, acabando en Porta Angélica: una puerta de doble arco que se presentaba en mitad del muro y por donde transitaban todos los turistas que iban camino de los Museos Vaticanos. Elías hizo lo propio y se dirigió en la misma trayectoria que los turistas, sólo que estos acarreaban su resignación antes de disponer su cuerpo a tres horas de espera en una interminable cola cuyo principio tenían a pocos metros, pero cuyo final acababa a más de seiscientos metros, en la entrada de los Museos Vaticanos. Pero Elías no se dirigía a la cola, sino que entraba por una puerta que había unos quince metros antes, de frente al Borgo Pío, custodiado por dos guardias suizos que saludaban con gesto marcial su entrada y la de otro sacerdote vestido de la misma guisa que él, alzacuellos y camisa negra. El otro sacerdote cruzó la puerta sobre una moto scooter negra de forma un tanto distraída, tanto que Elías se vio atropellado por el motorizado clérigo. El incidente provocó la inmediata discusión entre ambos, pero todo dentro de una calculada ceremonia de reproches entre dos curas muy bien educados que estilaban buenas maneras, que si tenga cuidado padre que esas motos las carga el diablo, mientras que el otro contestaba, mostrando una sonrisa, que entre curas y guardia suiza andábamos escasos de guardia suiza y sobrados de curas, y no me quedaba otro remedio que optar por el menor de los males. Elías lo vio alejarse mientras acompañaba la broma del cura motorizado con una sonrisa bien interpretada, sintiendo que todo aquello le había hecho la misma gracia que una patada en el entrecejo. Pasada la puerta, a Elías le quedaban ya poco metros para llegar hasta los aparcamientos privados de los Museos Vaticanos, dentro del enorme edificio rectangular al que sólo tenían acceso el sacerdocio y los funcionarios del propio estado pontificio. Muchos de estos funcionarios eran pagados por los presupuestos del estado italiano en una contrariedad toda ella llena de lógica, tanto en cuanto el Vaticano era la razón por la que millones de personas visitaban Roma cada año, mucho más que el Coliseo o las propias ruinas romanas. La fe movía montañas de turistas y aquello era una inversión justificada. Elías iba con bastante prisa. Temió su encuentro con el padre Giuseppe Vinci cuando lo vio acercarse a lo lejos. El padre Vinci era uno de los varios sacerdotes que estaban dedicados en cuerpo y alma a la actualización del latín, una lengua muerta para el resto del mundo, pero que en Roma seguía disfrutando de los mismos cuidados que una lengua franca. El padre Vinci se encargaba de la actualización del vocabulario latino, obligado más por el rigor del cumplimiento que por la exigencia de una ciudadanía que lo hablase. Como ejemplo, en los términos novedosos como ordenador o correo electrónico, se optaba por una traducción literal, aunque se entendiese que en tiempos de los romanos no se disponían de tales medios para hablar de computatrum para el ordenador o de cursus electronicus para el correo electrónico. El padre Vinci era un sacerdote risueño de ademanes alegres al que le gustaba pararse unos segundos con todo el mundo para charlar en cualquiera de las lenguas vivas que dominaba. Elías, que también dominaba unas cuantas, solía tener tertulia para rato. Por eso temió encontrarse con él en aquella mañana de sábado; así que optó por no disimular su prisa. El mismo padre Vinci se extrañó mucho de tanta premura por parte de Elías. Éste no tuvo otro remedio que excusarse y explicarle que había quedado con el Padre Adrián Ugarte en la explanada de la casina de Pío IV. La conversación no se extendió más allá de tres o cuatro frases y Elías emprendió rumbo hacia los jardines del Vaticano, que quedaban al otro lado patio, saliendo ya del edificio rectangular que albergaba a los Museos Vaticanos. Toda aquella zona era la más antigua del Estado. Fue creada como entorno circundante de la sede Papal desde que ésta se trasladó desde Laterano al Vaticano. Lo que entonces era parte del bosque exterior de Roma ahora se había convertido en una isla verde absorbida por la ciudad. Apenas ya se divisaban otros árboles que no fuesen los del propio jardín. A pocos metros de la entrada se erguía la Casina de Pío IV, construida como palacio de verano. En la actualidad albergaba la sede de la Academia Pontificia de las Ciencias. Detrás de ella descollaba la inmensa antena de la Radio Vaticana. Elías caminó directo hacia la plaza elíptica que quedaba en el centro del conjunto monumental, y en cuyos bancos de piedra, mirando de frente a las escaleras de entrada de la Villa de Pío IV, aparecía sentado el Padre Ugarte, vestido con una sotana negra y una faja de seda ceñida a la cintura, como era hábito en los jesuitas. Reposaba junto a un periódico cerrado que plisaba con su mano izquierda, e inclinaba su rostro hacia arriba, mirando de medio lado el horizonte formado por el cielo atiborrado de nubes y las copas de los pinos más altos del jardín. El Padre Ugarte era un jesuita navarro, muy amigo de la familia de Elías, una especie de mentor que se encargó de ayudarle cuando a los doce años se quedó huérfano y se trasladó a Madrid. Lejos de haberle influido en su vocación religiosa, siempre le inculcó la libertad que adquiría todo individuo que fuese capaz de reconocer las cosas a través de los libros, y Elías, que ya traía consigo una amplia trastienda llena de lecturas, aprendió con él a intensificar sus gustos más allá de las novelas y la poesía. Entró de lleno en los ensayos y los tratados filosóficos, comprendió el trasfondo social de un mensaje tan rompedor como el Nuevo Testamento, identificó su manera de discernir entre los renglones escritos por Platón, observó los hechos de la Historia a través de la razón vital de Ortega y Gasset, apostó por el significado de la existencia y de la libertad del individuo a través de Jean Paul Sartre. En definitiva, eligió tener en los libros un compañero en la larga travesía de su vida, o como el padre Ugarte le repetía en ocasiones, los libros te proporcionarán esa lente graduada que te curará de la miopía de los ignorantes y te hará ver las cosas en su distancia real, con su auténtico cromatismo, sin otro filtro que el de tus propias opiniones; y es ahí, hijo mío, donde empezarán tus problemas, por eso de tener una opinión propia. La vocación le llegó a Elías a través de los libros de San Agustín y de Sor Juana Inés de la Cruz. El padre Ugarte tan sólo le influyó en la elección de ser Jesuita. Aquí te puedo ser de ayuda, le repetía. Está bien ir de la mano de Dios a la hora de tomar decisiones, pero con lo liado que está el mundo, nuestro Dios anda un poco despistado; así que seré yo quien te eche una mano siempre que me necesites. De esa manera fue como Elías eligió la vida sacerdotal dentro de la Compañía de Jesús. En todos esos años estuvo viendo al padre Ugarte con más o menos frecuencia, y en los últimos tiempos, desde su destino en Roma, la periodicidad se había hecho casi semanal. El padre Ugarte llevaba casi veinticinco años destinado en el Vaticano. A pesar de no pertenecer a la Curia Romana, era la mano derecha en Roma del mismísimo General de la Compañía, así que no le resultó difícil traérselo a Roma, más allá de sus compromisos obligatorios en sus destinos universitarios o con las decisiones tomadas por el Provincial de turno. En los últimos años, cuando ya se veían de forma más asidua, se los veía paseando por el centro de Roma. Les gustaba comer en alguna de las miles de pizzerías que inundaban la ciudad. Rehuían de aquéllas pensadas para el turista, que sólo tenía en mente las pizzas congeladas del supermercado. Buscaban las pizzerías más familiares, esas a las que iban los romanos de a pie y que podían encontrarse en los barrios menos turísticos. Solían pedir la pizza tradicional, del tamaño de una mesa camilla, o la auténtica lasaña boloñesa cocida al horno. Pero por encima de todo, la pasta fresca, que era la que los italianos hacían en su casa.
Elías llegaba sorprendido a la cita. Aquel sábado por la mañana, a eso de las seis y media de la madrugada, recibió una llamada del padre Ugarte para reunirse con él de forma casi inmediata, sin mediar mesa ni mantel de por medio, directamente en el Vaticano y en un enclave muy del gusto del prócer cuando quedaban para comunicarse temas extraoficiales. Elías sospechaba con fundamento que aquella reunión iba por esos mismos derroteros extraoficiales, aunque esta vez no tenía pista alguna que le disolviera su duda. El padre Ugarte lo vió entrar en la plaza. Dejó el periódico a un lado y se levantó para recibirlo con un abrazo. Elías lo miraba de frente, a los ojos, con los brazos agarrados a los hombros del padre Ugarte, sin poder evitar que se le escapara una mirada furtiva al periódico, que seguía allí, doblado por la mitad, con la portada puesta del revés, y del que apenas se dejaba traslucir el titular principal.
– Pues aquí estamos de nuevo, padre. ¿Qué es lo que toca esta vez?
El padre Ugarte lo miraba reconfortado. Sin haber tenido hijos por exigencias obvias del oficio, la satisfacción que sentía por Elías era la misma que la que sentía un padre por su vástago. Sentía tener esa faceta cubierta, aunque en el fondo tenía claro que se equivocaba, y que lo de tener hijos debía ser otra cosa bien distinta. Ambos se sentaban en el banco de piedra y dejaron el periódico rezagado a un lado. Elías ya le prestaba una atención que no reparaba en disimulos. El padre Ugarte, en lugar de devolverle la mirada, parecía acariciar el rasposo banco de piedra sobre el que estaban sentados.
– ¡Sabes una cosa, Elías!... En los museos de todo el mundo hay antigüedades que tienen bastantes menos años que estas piedras. Aquí está el verdadero poder de nuestra Iglesia. A lo largo de todos estos siglos hemos sido capaces de mantenerlo todo piedra sobre piedra haciendo que parezcan actuales, cuando en realidad son auténticas antigüedades.
– Voy a tratar de no leer entre líneas – Le contestó Elías casi de inmediato, devolviendo una amplia sonrisa
Elías estaba acostumbrado a las reflexiones del padre Ugarte. En realidad las compartía, y a veces las completaba con reflexiones propias. Le gustaba anotarlas en la agenda o en algún papel que tuviese a mano. Eran frases como La Torre de Babel no fue el origen de los idiomas, más bien fue el origen de los cónclaves; o si Cristo se bajara de la cruz, además de pedir gasa, tiritas y una aspirina para el dolor de cabeza, pediría que le tomasen un poquito más en serio, que para eso se metió donde se metió. Pero lejos de estar en contra de ella, el padre Ugarte amaba la Iglesia en la que había dejado la mayor parte de su vida. Admitía sus defectos y sus virtudes, pero jamás renegó de ella, y ese mismo compromiso se lo supo transmitir a Elías. Ya no es una cuestión de creer en tal o cual Dios, le solía repetir; el asunto está en si merece la pena creer en los hombres. Dentro de la misma Compañía defendía con denuedo los postulados más universales de la Iglesia. En más de una ocasión se enzarzó en discusiones con los defensores de la Teología de la Liberación sobre cómo aplicar el Evangelio a los más pobres de Latinoamérica. Al final acababa discutiendo con los unos, los teólogos de la Liberación, y con los otros, los teólogos del Vaticano. Elías recordaba aquellos años que dejaron en el padre Ugarte el agrio sabor de la incomprensión. Era tildado de reaccionario por unos y de revolucionario por otros; o conmigo o contra mí, así es el género humano, querido Elías, aunque lleven sotana y blandan una cruz. Uno trata de ser puente entre dos opiniones y al final te das cuenta de que los puentes sólo están para darse un bonito paseo. Nadie se queda a vivir en ellos. El padre Ugarte ya rondaba los ochenta y hacía dos años que le diagnosticaron Leucemia. Trataba de terminar todo aquello que creía a medio hacer. Y Elías era uno de esos asuntos a medio terminar. El resto de cosas las apilaba en la bolsa de lo futurible y sentenciaba que la muerte le andaba tentando el hombro, y en una de éstas me doy la vuelta y me marcho con ella, terminaba diciendo entre carcajadas. Su estado físico se había deteriorado con la quimioterapia y solía cubrir las señas de su alopecia con una txapela roja que le hacía parecer un requeté de la Guerra Civil española. Pero esta vez no la llevaba. El color plomizo del día se le reflejaba en la mirada. En su rostro se acartonaba toda la crudeza de su enfermedad. Su cuerpo delgado, casi esquelético, apenas daba para aguantar la sotana en el aire.
– Toma, Elías anda… aquí tienes el periódico que llevas mirando desde que has llegado.
Elías lo cogió y lo desplegó por la portada. Se trataba de un ejemplar del Il corriere della sera con una noticia a media página donde aparecía la entrada de la Catedral de Málaga con cientos de personas de pie, levantando las dos manos, todas ellas pintadas de blanco y agarrando ramas de olivo. El titular, rotundo, resumía la noticia con la frase Malaga preparato per l'arrivo del Figlio – Málaga se está preparando para la llegada del Hijo –, y hacía alusión a la proximidad del Domingo de Ramos como el inicio de una Semana Santa que en Málaga se viviría como un acontecimiento mundial.
– Te preguntarás por qué te he llamado
Elías levantó la mirada del periódico. Lo miraba dibujando en su rostro una media sonrisa que lo contestaba todo, que le decía sí padre, a ver si me cuentas ya de qué va la cosa, pero sin mediar palabra alguna, solamente con esa media sonrisa que Elías podía haber patentado, y que de haber sido un revolucionario latinoamericano, hubiera empapelado las paredes de muchas adolescentes. Sin embargo, en el último año, Elías apenas era capaz de fijar su mirada en los ojos del padre Ugarte. Ya no era como antes, cuando gustaba de atarse a su mirada para descolgarse de ella y observar al futuro sin sentir el vértigo de lo impredecible, para entender, en el día a día, por qué eligió ser sacerdote, por qué todo ocurrió como tenía que ocurrir para encontrarse con él, junto a él, con el padre que la vida le dio para compensar el otro que le quitó. Todo pasará, hijo mío, ahora te cuidaré yo, le dijo en la habitación del hospital Carlos Haya cuando apenas tenía doce años y se despertaba de una pesadilla que luego resultó ser cierta. La enfermera le palpaba la frente y le apretaba la mano mientras decía en voz alta que el muchacho está mejorando, la fiebre le ha bajado, y los antibióticos están haciendo efecto. Elías aún podía recordar el intenso dolor del vendaje sobre la pierna derecha cuando la enfermera se lo quitaba para cambiárselo. Era como si le mudaran la piel a jirones. Puedes llorar, muchacho, todos sabemos que esto duele. Elías miraba a la ventana de la habitación, al cielo de azul intenso que la primavera malagueña le estaba regalando. Trataba de recordar cómo llegó hasta allí… y lloraba con desconsuelo, y la enfermera al verlo llorar le decía que eso estaba muy bien, que llorar también es cosa de hombres, y que lo de la pierna debe de dolerte mucho, pero que ahora voy a tener cuidado para no hacerte daño. Elías callaba para no decirle que no lloraba por la pierna, sino que lloraba porque ya recordaba por qué estaba allí. Todo pasará, le repetía el padre Ugarte mientras lo miraba desde un lado de la cama, sentado, con la sotana negra y la faja de seda ceñida a la cintura, agarrándole con fuerza la mano y esbozando una sonrisa complaciente, casi de certeza premonitoria. Elías le miró a los ojos y lo creyó. Entendió que aquella mirada del padre Ugarte jamás le mentiría, y sea como fuese siempre estaría ahí para contemplarla, para sosegarse, para confiar en lo venidero, para seguir adelante en los momentos de duda. Pero jamás pensó que un día tendría aquella mirada para despedirse de él, para decir adiós Elías, hasta siempre, hasta que nos veamos en la otra vida, que no sé si será mejor que ésta, hijo mío; porque por haberte tenido ya me ha merecido la pena vivirla. Ahora Elías apenas podía mantenerle la mirada unos pocos segundos. No era capaz de decirle adiós.
– Pues resulta que el obispo de Málaga se ha puesto en contacto con la Secretaría de Estado – prosiguió el padre Ugarte –. Lo que nos ha comunicado es que las autoridades municipales de Málaga están intentando averiguar qué o quién está detrás de todo esto, y al parecer van a iniciar una investigación.
Elías volvía a sonreír, pero lejos de ser una sonrisa aprobatoria se trataba más bien de una sonrisa sarcástica que tratase de dar cuerpo a lo que tenía en mente.
– De entrada… descartamos a Dios, ¿No?... o ¿lo metemos ya como un primer sospechoso? ¿Sabes si alguien lo ha visto por allí?
El padre Ugarte giró la cabeza y volvió a mirarle, esta vez cerrando uno de sus ojos y fijando toda la mirada con el otro, recogiendo el comentario sarcástico que le había mandado Elías para devolvérselo tal como le había llegado.
– Mira Elías, como haya sido Dios será entonces cuando tendremos un problema de verdad.
Elías levantó la mano frente al padre Ugarte, sin mediar de nuevo palabra alguna, tratando de comunicarle que ya no le mandaría ningún sarcasmo más.
– Pues bien – proseguía el padre Ugarte –, lo que nos ha comunicado Antonio Castro, el obispo de Málaga, es que la condición para que se inicie esa investigación es la de contar desde un principio con la Iglesia, dado que es muy posible que parte de esa investigación se deba hacer dentro de los archivos de la diócesis, los templos o donde tenga que ir.
– Entiendo, pero no veo qué pinta el Vaticano en todo esto, teniendo en cuenta que es una cosa tan localista – Elías interrumpió al padre Ugarte con el gesto contrariado. Pronto se dio cuenta de que le había interrumpido antes de tiempo y volvió a pedir disculpas.
– Mira Elías, si llego a saber que me ibas a interrumpir tantas veces, te hubiera contado todo esto en mi plegaria del domingo, para que me dejases hablar del tirón.
Elías volvió a hacer el mismo gesto de antes, levantando la mano sin mediar palabra alguna, reiterando su disculpa anterior.
– Y que sepas que te equivocas en eso de que sólo es una cuestión local. Fíjate en este ejemplar del Il corriere della será. Lleva no sé cuántas semanas poniendo noticias sobre los sucesos de Málaga, y así la mayoría de los periódicos que me han ido enseñando
El padre Ugarte abría el periódico por la primera página. En ella se mostraba diversas fotos de la ciudad, todas ellas con un denominador común: un inmenso gentío que parecía desbordarlo todo, las calles, las plazas, las iglesias; gente portando ramas de olivos, estampas, Biblias y cruces; muchas cruces que parecías clavadas sobre un erial de cabezas que se movían de un lado a otro. Elías apenas reparaba en aquellas fotos desde cuyos paisajes urbanos saltaban los recuerdos de su niñez, de sus paseos por la calle Larios hasta la plaza de la Constitución, calle Granada, plaza del Carbón, Molina Larios y Plaza del Obispo, con la Catedral de frente y sus anchísimas escaleras de entrada cercada por una enorme reja. Se recordaba cogido de la mano de su madre entrando en el oficio del Corpus cuando las puertas de la fachada principal se abrían de forma excepcional. Siempre eran mañanas soleadas. Por alguna razón, en sus recuerdos de niñez no aparecía la lluvia, sólo luz y sol que restañaban cualquier herida urbana que tuviese la ciudad, incluso para aquella torre amputada de la Catedral que tanta atención le llamaba, y que su madre siempre adornaba con una sencilla historia de guerras lejanas. Ves hijo mío, le decía a modo de susurro, el dinero para acabar esa torre se lo dimos a los americanos para que le ganaran la guerra a los ingleses y pudieran ser un país ellos solitos. Entre ese dinero y un tal Gálvez que les ganó una guerra en Pensacola, pues se llevaron la independencia para casa. Elías creció para averiguar que esa historia no era del todo verdadera; pero nunca le importó, porque en los labios de su madre aquellas mentiras dichas a un niño volaban sobre su imaginación tan ciertas como las palomas que revoloteaban frente a las columnas salomónicas de la fachada; así que aquellas victorias americanas fueron ganadas por los hijos gloriosos de Málaga sí o sí… y Elías, como malagueño y niño que era, sentía que el Gran Imperio le debía algo, al menos una torre nueva con campanas y reloj para su Catedral, como Dios manda; una torre tan grande como la otra. Era entonces cuando Elías se apretaba al brazo de su madre y le pedía que se lo contase otra vez más; así que su madre se ponía en cuclillas para mirarlo de frente, para que su niño la mirara con aquellos ojos claros que heredó de su abuela, para que su niño pequeño de ocho años tuviese pájaros revoloteando en su cabeza más alto que aquellas palomas de la plaza. Cuéntamelo otra vez mamá, cuéntamelo… que no quiero olvidar nunca esa historia.
– Sí, entiendo eso de que es un fenómeno que acapara la atención mundial – le replicó Elías –, Yo también leo los periódicos, pero vamos a ser serios. Hablamos de seis imágenes de Vírgenes que seguramente han sido manipuladas. Y sea lo que sea no creo que se deba implicar al Vaticano. Creo que debemos quedarnos al margen de todo esta historia como se ha hecho en otras ocasiones de similares trazas. “Miracula non sunt multiplicanda sine necesítate” es lo que se suele decir… ¿No es así, padre? No multipliquemos los milagros sin necesidad.
Ahora el padre Ugarte volvía su mirada de nuevo al periódico, con cierta perplejidad, como queriendo encontrar un titular que le explicara qué le estaba pasando a Elías; él, que nunca perdía la oportunidad de cuestionarse algo, de buscar la verdad en lo que fuese, de escribir sobre ella, de opinar dando antes un pequeño paso atrás para cuestionárselo todo y tener un mejor punto de observación. Pero poco a poco fue entendiendo lo que le estaba pasando.
– Bueno, Elías. Lo de la implicación pública del Vaticano… está por ver. Es por eso que te tengo aquí, en este sitio, donde siempre quedamos para estas cuestiones extraoficiales.
Elías esbozaba otra vez su sonrisa complaciente. Miraba de nuevo al padre Ugarte, pero sólo un instante, justo antes de girar su cabeza al otro lado y observar hacia horizonte donde descollaba la inmensa antena de Radio Vaticano. Pero no dejaba de sonreír. Era cierto que sabía por qué estaba allí desde que recibió su llamada a primera hora de la mañana. Sabía que aquella reunión era extraoficial, y que como en otras ocasiones, acarrearía un nuevo encargo donde el Vaticano estaría sin estar. Elías, lejos de ser un espía de película con licencia para matar, se encargaba de los asuntos delicados de la diplomacia allí donde no convenía la presencia vaticana. Preparaba los viajes de su Santidad con meses de antelación. Negociaba protocolos, acuerdos e incluso prebendas a los dirigentes de zonas conflictivas de África, Asia o Latinoamérica para que todo el mundo fuese papista durante la visita oficial. Formaba parte de ese grupo de elementos invisibles que mantenía con vida la relación ecuménica con la comunidad musulmana en lugares donde la práctica invitaba a lo contrario. Intercedía por las misiones. Era el encargado de recuperar a los misioneros secuestrados, esos que nunca jamás salían en los telediarios porque a nadie le importaba aquello una higa, entre otras cosas porque sólo representaban lo bueno de la raza humana. Investigaba la certeza de cualquier denuncia sobre un prelado y observaba con pulcritud la veracidad de cualquier prueba que se presentase en contra de un sacerdote con cargo. Estaba detrás de muchos procesos de beatificación. A veces ejecutaba las tareas encargadas por el Abogado del Diablo que nunca se hacían públicas, pero que desvelaban la manipulación intencionada de un proceso. Cosa distinta era que las decisiones finales fuesen otras. Pocos conocían esas tareas invisibles de Elías; ni tan siquiera sus diferentes compañeros de piso o de la Compañía de Jesús, y ni mucho menos la mayoría de los cardenales de la Curia. Todo empezó como una petición de ayuda, un simple favor que le solicitó el padre Ugarte para que viajara a Camboya a negociar el permiso de construcción de un hogar de acogida para niños con el gobierno del rey Sihamoni. Aquello era una especie de orfanato y escuela que sería dirigida por una ONG española. Lo que parecía una negociación sencilla escondía en realidad un complicado entramado burocrático que pasaba por el punto más complicado de la negociación. Ese punto no era otro que la aceptación formal, por parte del gobierno, de la existencia de abusos a menores como negocio turístico. Elías fue capaz de resolver el asunto sin tener que mencionar nada de aquello. Al final los niños pudieron ser acogidos por la ONG. De vuelta a Roma, comprendió que aquella ayuda prestada iba más allá del compromiso personal que tuviese con el padre Ugarte. Poco a poco fue resolviendo más asuntos para el Vaticano hasta que terminó adquiriendo una experiencia de varios años. Destacaba por su facilidad en los idiomas y su versatilidad en el carácter, así como una inclinación natural al estudio y el conocimiento de las costumbres de los lugares donde tenía que hacer una negociación. Estas negociaciones se hacían de forma casi exprés y en fines de semana para que su asistencia a las clases en la Universidad apenas se viese resentida por un par de ausencias o tres al año; algo necesario para hacer invisible ese otro trabajo que nadie conocía. Dicen que los Jesuitas somos espías por naturaleza, le comentó una vez el padre Ugarte; que fuimos los primeros agentes secretos que tuvo el Vaticano, y todo porque corre la leyenda de que allá por el año 1566, el Papa Pío V encargó a la Compañía que se deshiciese de la reina Isabel I de Inglaterra para colocar en el trono a María Estuardo, que además de ser escocesa era muy católica y muy fiel al Vaticano; que por otro lado ya le valía. Pero muy bien no lo tuvimos que hacer porque la pobre acabó decapitada en el intento. Fíjate Elías, otra mujer que ha perdido la cabeza por culpa de los curas. Así que hijo mío, eres el heredero de una rancia tradición jesuítica que nos ha hecho meternos siempre en donde nunca nos han llamado. El padre Ugarte acabó aquella frase riendo a carcajadas. Elías lo secundó aquel día con una risa más moderada, casi disimulada, pero que no impedía que se le viese la satisfacción por escuchar aquellas frases que le soltaba el padre Ugarte, al que no dejaba de mirar a los ojos para atarse de nuevo a su mirada y buscar un poco de alivio que restañase esa aflicción vital que le solía llegar de vez en cuando, sin avisar, como una oleada que amenazaba con saltarse el dique de su cordura. Todo pasará, le dijo de nuevo, como en aquel lejano día en el hospital Carlos Haya cuando tenía doce años. Y así fue. Primero pasaron los días, las enfermeras, los cambios de gasa sobre la pierna quemada; hasta que un día pasó el médico y dijo que este muchacho puede irse a casa, y Elías que se preguntaba dónde estaba esa casa de la que hablaba el médico. Todo pasará, hijo mío, le dijo aquel día el padre Ugarte; ya verás que más tarde o más temprano te acostumbrarás a convivir con este dolor. Sólo te pido que no dejes que ese dolor te impida ver las luces que vienen con cada nuevo día. Créeme, habrá días que los acabarás con una sonrisa en los labios y otros… otros ni tan siquiera tendrás un recuerdo de ellos. Elías se levantó y lo siguió cogido a su mano. Miraba hacia todos los lados mientras recorría el pasillo que lo llevaba a las escaleras de salida. Observaba los carteles de Por favor silencio y miraba a su vez hacia las habitaciones abiertas en cuyas entradas se hacinaban los familiares de los enfermos, todos ellos hablando a voz en grito por respeto a esa tradición española de no guardar silencio en los hospitales. ¿Ya te vas muchacho?, le decía la enfermera mientras se paraba frente a ellos, justo antes de bajar la escalera. Recuerda que debes cambiarte la venda todos los días, y en una semana te la dejas de poner; pero la pomada no dejes de echártela... ¿vale? Por lo menos póntela una semana más. Y no te preocupes si notas que cojeas un poquito, eso se te quitará con el tiempo y de mayor ni te acordarás. La enfermera pasaba la mano sobre su pelo y se despedía del padre Ugarte con un sencillo gesto de resignación que transformó en una amplia sonrisa en cuanto volvió la cara hacia Elías. Cuídate muchacho, cuídate mucho… y que Dios te bendiga. Finalmente, bajaron las dos plantas del hospital hasta llegar a la puerta de salida donde Elías se topaba, otra vez más, con el recuerdo de un día soleado. El padre Ugarte lo llevó hasta un taxi que esperaba en la puerta, los recogió, e inició la marcha cruzando la avenida en dirección hacia el centro de la ciudad, hasta llegar a la arteria principal de la urbe. Luego cruzó por el puente de Tetuán y el paseo de la Alameda. El taxi se dirigió después camino del Parque. En su trayecto se cruzó con el hotel Málaga Palacio y la Catedral, al que apenas se intuía detrás de aquel promontorio hotelero, aunque sí lo suficiente para que Elías pegara su cara al cristal y se quedase unos segundos mirando la torre amputada y el lateral de la entrada principal, la que daba a la Plaza del Obispo. Sobre ella volaban cientos de palomas que nunca más oirían historias acerca de guerras en países de ultramar; historias contadas por su madre para que soñase con ellas, para que creyese que esa torre no estaba allí por culpa de algo que no mereció la pena. Y esa certeza de lo ‘nunca jamás’ le llegó a Elías como un rayo caído del cielo que le partió el alma. Ya nunca más me lo contarás mamá, ya nunca más te oiré decir Elías ven, hijo mío, que te voy a contar otra historia hermosa. Dice el padre Ugarte que habrá días en los que te dejaré de recordar; pero sé que eso nunca ocurrirá. Dime que eso no puede ser verdad, mamá, dímelo para que yo te oiga. Dímelo anda, dime que seré yo quien se marcha y que pronto nos veremos.
Así fue que Elías ya no quiso saber nada más de aquella ciudad. Después todo fue un largo viaje hasta Madrid por carreteras imposibles con curvas interminables. Luego la llegada al orfanato donde estuvo seis meses hasta su adopción por una familia valenciana: la familia Sorells, muy amiga del padre Ugarte. No tiene a nadie y es un muchacho muy especial, les comentó cuando fueron a Madrid a conocerlo. El primer día tan sólo estuvieron juntos un rato en una pequeña salita del orfanato. Otro día ya dieron un paseo por el Parque del Retiro. Elías se llevó en aquella ocasión un libro metido en su bolsillo para leer un rato. Te has fijado, le dijo él a ella; se ha traído La isla del tesoro, mi libro favorito de pequeño, lo habré leído por lo menos quince veces. Y así se quedaron toda la tarde hablando de cómo sería la posada del Almirante Benbow, el Doctor David Livesey o el pesado del loro de John Silver. Y que ya que estamos hablando del pirata ciego que visitó a Jim Hawkins en la posada, vamos a aprovechar y nos compramos un cupón de la ONCE, que lo mismo nos toca. Después de aquella tarde vinieron otras muchas tardes, hasta que al fin hizo las maletas y se marchó con ellos. Elías pasó el resto de aquellos años, hasta los dieciocho, viviendo con los Sorells en Valencia, donde recuperó no sólo a una familia, sino también esa luz mediterránea a la que estaba atado de forma inconsciente.
– Hace ya mucho tiempo que no vuelvo a Málaga, padre.
El padre Ugarte se acercó un poco más y le puso el brazo sobre el hombro para zarandearlo con la poca fuerza que le quedaba.
– Mira, Elías… tú nunca has querido volver a tu ciudad. Desde que te recogí del hospital jamás la has vuelto a pisar… y de eso ya hace más de treinta años.
Elías se levantó del banco con cierta brusquedad, dejando el brazo del padre Ugarte casi en el aire. Se introdujo las manos en los bolsillos e hizo un leve gesto de ponerse de puntillas, como si fuese un amago de salto, una especie de inicio de huída al galope. Luego apretó con fuerza los labios y se contuvo unos segundos para poner en orden todo lo que estaba pensando.
– Es por eso por lo que me manda para allá, ¿verdad? Da igual la razón, pero yo debo volver allí. Y usted, Padre, sabe que no quiero hacerlo.
El padre Ugarte sonrió mezclando cierta complacencia con algo de enfado. Le molestó que Elías lo simplificara todo de esa manera, pero por otro lado era cierto que vio en este asunto una excusa para hacer que Elías volviese a su ciudad. Aquello era una de las cosas que dejaba pendiente en la vida: la del regreso de Elías con su dolor. Todo pasará, le gustaba repetirle, pero en el fondo sabía que no todo pasaría, y que el simple hecho de no volver impedía que la herida se cerrara.
– ¿Recuerdas aquella enfermera tan simpática que te cuidaba en el hospital?
– Claro que la recuerdo – le respondió Elías –. La recuerdo perfectamente como si la tuviese enfrente. ¿Qué será de ella? Si por entonces tenía unos treinta años… ahora debe estar más que jubilada.
El padre Ugarte sonrió. Aprovechó que Elías se daba la vuelta para ofrecerle la mano y pedir que le ayudara a ponerse en pie. Vamos a dar un paseo hijo mío, le dijo en cuanto se levantó. Ambos emprendieron la salida de la plaza y se dirigieron hacia la parte más interior del jardín, justo donde quedaba el olivo que le regalaron a Juan Pablo II en su viaje a Israel. Elías aprovechó la proximidad de aquel árbol para acariciar su tronco con las yemas de los dedos. Ese tacto áspero de un olivo era otro sentimiento al que estaba ligado desde siempre, como la luz del Mediterráneo. Era un sentimiento que lo llevaba a otros jardines y a otras edades junto a un olivo que estaba plantado en su casa, un viejo olivo en el que su padre había colocado un enorme columpio donde cabían él y la hija del guardés, la hija pequeña de siete años, morena como el tizón, que solía dormirse en su regazo mientras le cantaba una vieja nana de su abuela materna. Así solía ser casi todos los días de verano cuando caía la tarde y corría una ligera brisa que traía las acrisoladas esencias del campo, a jazmín, a dama de noche y a césped recién regado. Mica se llamaba aquella niña, la niña mica la llamaba su madre, la niña a la que Elías apenas recordaba con unos pocos años subida sobre sus hombros para que recogiese los higos de una higuera que había junto a la cancela. ¿Son higos o brevas? le preguntaba la pequeña mientras Elías le respondía que si ahora estamos en Junio, son brevas, pero que si estuviésemos en Septiembre, serían higos, y la pequeña mica que lo miraba extrañada y se esmeraba en comprender cómo aquel dichoso árbol sabía en qué mes estábamos. Pues creo que me gustan más las brevas que los higos, ¿sabes por qué?, pues porque las brevas saben a vacaciones y los higos saben a vuelta al cole. Y Elías que se reía y le decía que a él también le gustaban más las brevas, aunque fuesen menos dulces, así que anda, coge todas las que puedas que pesas lo tuyo. Elías se preguntó muchas veces qué fue de aquella niña por la que nunca se atrevió a preguntar, la niña a la que recordaba corriendo por el jardín, saltando de aquí para allá, inundándolo todo con su alegría, ¿Por qué no me tarareas esa nana tan extraña que me sueles cantar? le decía la niña mica cada vez que se sentaban en el columpio y dejaba reposar su pequeña cabeza sobre su hombro. No es una nana extraña, mi niña mica, lo que pasa es que está cantada en el idioma de los ángeles. Pues suena rara, le contestaba la niña, que nunca era capaz de entender la letra de aquella canción de cuna. Créeme cuando te digo que ése es el idioma de los ángeles; porque así me lo cantaba mi abuela, que era un ángel y me decía que allí, de donde ella venía, en el norte de España, todo el mundo hablaba igual que como en la nana.
– Pues fíjate – respondía el padre Ugarte –, que al haber sido yo mayor que ella, pues le echaba unos veinte años. Así que date cuenta tú si nos podemos fiar de nuestros recuerdos.
– ¿Y por qué te has acordado ahora de ella? – Le preguntó Elías, que no quería perder el hilo de aquella conversación mientras aún seguía acariciando el tronco del olivo.
– Pues la verdad es que últimamente me estoy acordando mucho de aquella enfermera – le respondió el padre Ugarte –. Debe ser cosa de estar todo el día escuchando noticias de lo que pasa en Málaga. En estos días no hago otra cosa que recordar muchos detalles de esa ciudad.
El padre Ugarte se alejó del olivo. Elías pareció darle al tronco una palmada de despedida antes de seguir al viejo jesuita. El cielo dejó caer las primeras gotas de lluvia que primero fueron un leve chispeo. Poco a poco fueron tomando algo más de consistencia. Ambos decidieron refugiarse bajo el techado de un kiosco de madera que les quedaba a medio camino de ningún sitio, y de cuyas pérgolas caían varias buganvillas repletas de flores rojas. Aquel kiosco, de haber estado en otro lugar, hubiese traído cola para las fotos de todos los recién casados de Roma. El padre Ugarte aprovechó el momento para secarse la cabeza con un pañuelo y lamentarse de no haberse traído la boina roja que tanto gustaba lucir.
– Póngase este periódico en la cabeza, padre. Esto le protegerá.
Y el padre Ugarte que lo miraba como diciendo a dónde voy yo con ese periódico en la cabeza, hijo mío. Así que ambos decidieron quedarse en el kiosco esperando a que pasase la tormenta y dejara de llover.
– Tienes que ir porque es parte de tu misión – continuaba el padre Ugarte –, porque así lo han ordenado desde arriba. No vas porque yo te lo pida o porque yo haya pensado que sería bueno que fueses. Todo lo demás, el mismo hecho de que haya sido en Málaga, forma parte de la casualidad. Créeme hijo mío que no he sido yo el que ha montado esa historia de las Vírgenes malagueñas para que regreses allí… aunque como idea, ahora que lo pienso, hubiese sido de las mejores que he tenido.
Elías sonreía una vez más y sacaba ahora la palma de su mano fuera del kiosco para notar la fuerza con la que caía el agua.
– El Vaticano está conmocionado con todo este tema – prosiguió el padre Ugarte–. Lo normal es proceder en el silencio, no comentar nada, no otorgarle la duda a nadie por apoyar cualquier superchería que ocurra en este mundo; pero esto… esto nos ha superado a todos y nadie tiene certeza de nada.
– ¿Pero acaso se duda de que haya alguien detrás de todo esto? – preguntó Elías, matizando la frase con un ligera pincelada de sorpresa.
– Mira Elías, no olvides que somos hombres de fe y Dios se nos ha manifestado de innumerables formas que sólo en esa fe hemos sido capaces de entender. No me negarás que ya es extraño que seis Vírgenes lloren sangre en la víspera de la Semana Santa. Pues bien, esa es tu misión. Debes tratar de averiguar qué está pasando. Necesitamos una respuesta con la que el Vaticano pueda posicionarse. Una respuesta con la que todos sepamos dónde nos encontramos. Sea lo que sea, deberás averiguarlo. Y si es cosa de Dios, también deberás ser el primero en admitirlo.
– En eso estoy de acuerdo padre, pero… calculo que todo esto me llevará unos cuantos días… bastantes días, creo yo. Puede que semanas.
Elías hacia cuentas de memoria sobre los días que faltarían a sus clases de la Universidad.
– Hemos tomado nota de ese detalle. Ya hay un profesor que te sustituirá en el tiempo que estés allí. Así que nadie sospechará nada. Estás de peregrinaje por tu tierra. Así de simple.
– Y para todo lo demás – inquirió Elías.
El padre Ugarte pareció acomodarse sobre la barandilla del kiosco con las dos manos apoyadas sobre el mismo barandal. Ya había dejado de llover y eso lo animó a sacar la cabeza para mirar al cielo. Las nubes aún seguían amenazando lluvia. Volvió a introducir la cabeza como si la metiese en un caparazón y miró a Elías, que apenas le aguantaba la mirada unos segundos.
– Eso ya es cosa tuya. Si quieres, no hagas nada. Pasa por tu ciudad como si no fueses de allí. Esa decisión sólo te concierne a ti. Otra cosa diferente es lo que yo creo que deberías hacer.
El padre Ugarte se tomó unos segundos en los que ejecutó una profunda respiración. Seguía con las manos sobre el barandal. Apretaba la madera con la poca energía que ya le quedaba, dejando caer el peso de su maltrecho cuerpo sobre los brazos; y volviendo a mirar a Elías, una vez más, pera esta vez con la mirada aguada, cargada de un cansancio vital próximo a la resignación. Al desahucio.
– Elías, sabes que el tiempo se me acaba y no me quiero ir de este mundo sin tener claro que no te dejo solo. Deberás ir y buscar una respuesta a toda esta historia de las Vírgenes; pero sobre todo deberías buscarte a ti mismo. Y hasta que no te encuentres, seguirás estando solo.
Elías se acercó al padre Ugarte, le echó el brazo por encima del hombro, y lo apretó contra su cuerpo hasta casi quebrarlo. Así se quedaron, mirando al suelo del jardín durante un buen rato, más allá de la baranda del kiosco. Miraban al suelo, en silencio, como si se le hubiesen caído las palabras al césped y anduviesen buscándolas por el jardín. Elías pensaba y recordaba, todo a la vez, sin saber muy bien cuáles de las cosas que rememoraba eran realmente recuerdos o simplemente eran ideas o pensamientos que habían quedado encallados en su cabeza hasta crecer en ella como un recuerdo vivido, como una parte de su vida que no fue tal, pero que a Elías se le aparecía en su memoria llena de un sinfín de imágenes clarividentes, de sonidos y tactos que eran imposibles que no fuesen ciertas. Recuerdos de los días de playa en las orillas de la barriada de El Palo, el bañador Meyba, la arena que no era arena, sino piedras y conchas rotas que en muchas ocasiones, demasiadas, venían adheridas a los pegotes de alquitrán que soltaban los barcos que entraban al puerto. Recuerdos del viejo restaurante Casa Pedro con sus ventanales mirando al mar, la enorme tubería que desaguaba en la playa impregnándolo todo de un olor a cañería en los días en los que el levante soplaba con fuerza; la imagen de la bahía malagueña enarcándose casi noventa grados hasta las mismas faldas de la sierra de Mijas, la chimenea de los viejos altos hornos de los Heredia descollando en el horizonte como un fantasma sin rumbo, los chiringuitos de cañizo en plena playa donde servían los refrescos Mirinda. Los caminos de tierra y los carteles de construcción de un paseo marítimo en ciernes. Recuerdos de las golondrinas en primavera anidando en los tejados del colegio del ICET, el olor a espeto de sardina, las jábegas varadas en la playa y los pescadores tirando del copo, la carretera chica, el puente por donde cruzaba un tren que llamaban la cochinilla y que él nunca llegó a conocer; las cuatro esquinas con su extrañísimo semáforo colgante, la peluquería de Rafael, la calle Real que daba entrada al intratable barrio de las Cuevas, la iglesia grande y la iglesia pequeña, el cuartel de la Guardia Civil, la lechería Colema donde se hacinaban decenas de motocarros para el reparto de la leche, la cuesta de Villafuerte para subir hasta el monte San Antón; que era donde estaba su casa. Y por encima de todo, la luz de aquel sol mediterráneo del que Elías recordaba, aunque fuese extraño, hasta cómo olía y sonaba, porque olía a castañas asadas en otoño, a incienso en las procesiones del Carmen y a miel de torrijas en Semana Santa. Olía a bizcocho casero que su madre hacía con un yogurt de limón, a algodón dulce en la feria, a limón y conchas finas en las tabernas de la Campana y la Paloma. Olía a mar cuando soplaba temporal y a campo mojado cuando llovía con fuerza en el monte San Antón; a café en vasos pequeños de Duralex servidos en los bares, a leche merengada, canela y helado de turrón en verano. Y sonaban a mil cosas diferentes, a sonidos que ahora ya no se escuchan como antes, o simplemente ya no se escuchan. Sonaba a niños jugando en la calle, al chasquido de las canicas golpeándose unas contra otras, a los trompos de madera bailando sobre un suelo sin pavimento, a canarios enjaulados cantando desde los balcones, a jilgueros, verderones y a camachos; al titeo de las perdices, a las campanas de la iglesia grande, al dulcero haciendo sonar el claxon de su vieja furgoneta Renault 4L, al afilador tocando su flauta y acarreando su moto con una piedra esmeril enganchada a la rueda trasera; a murciélagos revoloteando entre los bloques al caer la tarde. Sonaba a gente agolpada en la parada del once para ir a Málaga como si aquello fuese otra ciudad, como si en lugar de vivir en una barriada del extrarradio viviesen en un pueblo aparte. Sonaba a mi madre llamándome desde la ventana. Elías sube, que va a empezar el “Un, Dos, Tres”. Sí mamá, subo ahora mismo, déjame que recoja los cromos. Y era entonces cuando creí que la vida sólo me depararía momentos como aquellos.
– Somos hombre de fe, ¿no es así, padre? Pues sigamos teniendo fe.