Miércoles Santo

 

Pasó un largo tiempo hasta que Elías pudo recuperar la conciencia en una habitación que no había visto antes. ¿Dónde estoy? preguntó al comisario López. Éste se le apareció a su lado, sentado frente a la tele, escuchando las noticas de las nueve. Estás en un hospital y te encuentras bien, le contestó con voz mullida, casi un bisbiseo. Te han metido suero glucosado porque andabas muy débil y tus niveles de azúcar habían caído por los suelos. Pero por lo demás me temo que seguiremos aguantándote.

– ¿Y Micaela?

– Micaela está estupenda, como siempre. A ella tres cuarto de lo mismo. Le han puesto oxigeno porque presentaba problemas con el ritmo cardíaco. Se ve que la dosis de formol, más lo que os hayan dado después, le ha sentado peor que a ti. Pero no hay que temer nada.

– Quiero verla – Elías se levantó sobresaltando al comisario, que no esperaba esa reacción.

– Y yo quiero que te quedes aquí. Necesitas descansar por lo menos hasta el jueves.

– ¡No puedo estar dos días sin hacer nada! – respondió Elías.

– ¡Dos días! – Exclamó el comisario con sorpresa –, pero si el Jueves Santo es mañana mismo. Has estado desconectado de este mundo todo el Martes Santo. Estamos ya en Miércoles Santo.

Elías se azuzaba el pelo para tratar de despejarse de aquel aturdimiento que le venía por oleadas y le desorientaba. Todo aquello le parecía un mal sueño. ¿Y qué ha pasado en todo este tiempo? le preguntaba al comisario para coger el hilo de los acontecimientos. Pues nada, le contestó el comisario, pues que en el Martes Santo todo sucedió igual que en el Lunes Santo; y hoy Miércoles Santo los peregrinos han seguido sacando las procesiones por la mañana, sólo que esta vez han hecho una excepción con la Virgen de la Expiración, que como presume de ser una de las más grandes, la han sacado con el palio incluido y ha ido de mano en mano sobre los varales durante kilómetros sin apenas tocar el suelo; con la de toneladas que pesa eso. Lo del trono de Jesús el Rico ha sido curioso. A falta de un preso al que indultar, como es costumbre de siglos en nuestra Semana Santa malagueña, la gente ha optado por presentarse como presos improvisados. El Rico ha estado liberando a uno y a otro según se encontraba con la gente, en una riada humana kilométrica. El último trono en encerrarse ha sido el de Jesús del Puente del Cedrón, que se ha mantenido dando vueltas de forma interminable alrededor del templo de María Santísima de la Paloma, hasta que alguien dijo que para adentro. Elías sonreía con las descripciones de los sucesos que hacía el comisario. Ahora se estaba preguntando cómo le había localizado, cómo pudo saber que estábamos allí. Cómo dedujo que estaban en peligro.

– Pues no lo deduje. Me lo soplaron, aunque ya andaba yo preocupado después de dejarte no sé cuantos mensajes en el móvil. A ti y a Micaela, que tampoco me contestaba.

– ¿Y quién te dio esa información?

– Pues te va a sorprender, pero no tengo ni la menor idea. Y lo curioso no es eso, porque la cosa no queda ahí. Hemos rastreado las líneas para localizar la llamada y nos ha salido un teléfono público.

– ¡No pretenderías encontrarte con un móvil de contrato!

– Eso es lo de menos, páter. Aquí el tema es dónde estaba la cabina. La localizamos en una calle llamada Annankatu, en el centro de Helsinki. Eso es Finlandia, no es aquí al lado. Y la pregunta es obvia… ¿cómo puede ser que alguien de Finlandia supiese lo que te iba a pasar? Pues ni idea, aunque a lo mejor tú nos das una pista. ¿Pulula tu ángel de la guarda por aquellos lares?

Elías negó con la cabeza. No salía de su asombro. ¿Helsinki?, se estuvo preguntando mientras arrastraba su mirada por el suelo tratando de recoger alguna lógica que cotejara lo que escuchaba con lo que era capaz de deducir. Pero nada de nada.

– Y, ¿también te dijo dónde estaba?

– No, eso no me lo dijo. Sólo nos advirtió de que tu vida estaba en peligro. Lo de localizarte ha sido cosa mía. Deduje con facilidad que si saltaba el contestador es que tenías el móvil encendido, porque de otra manera me hubiese salido el mensaje de terminal apagado. Pedimos a la operadora que nos diera su localización aproximada mediante la triangulación de las torretas de cobertura que tuviese cerca. Nos dio esa nave y nos fuimos corriendo hacia allá. Os habían trasladado en una furgoneta robada, pero no tuvieron la mínima precaución de tirar tu móvil. Lo dejaron en el vehículo como si se tratase de la radio. En fin, gracias a ese descuido estáis aquí respirando peor que mejor; pero respirando al fin de cuentas. Y ahora me toca preguntarte. ¿Reconociste a alguien?

Elías se quedó un rato navegando entre sus ideas, o más bien naufragando en una oleada de indecisiones, sobre si tengo o no tengo que contarle la verdad al comisario y si merece la pena hacerle caso al puñetero de Nicodemo; porque es verdad lo que me dijo. En el instante que le arresten pasará a engrosar las filas de los mártires. Esa imagen televisada, radiada y manejada en todas las redes sociales dilatará su figura hasta encubrir el propósito real de su impostura. Después de eso ya no habría marcha atrás, no quedaría posibilidad de borrarle las máculas de su victimismo, y entonces, el peso de cualquiera de sus apócrifos sermones desnivelarían aún más su figura. Elías sopesó que no merecía la pena darle de comer a la fiera, aunque tuviese la fuerte convicción de que eso era lo que Nicodemo buscaba cuando lo retó antes de desaparecer por la puerta de la nave. En cierto modo se sentía achantando frente a aquella velada amenaza de Nicodemo.

– Jamás lo había visto, y creo que sería incapaz de reconocerlo aunque me jugara con él una partida de parchís.

– ¿Llevaban la cara cubierta? – preguntó el comisario con cierto desconcierto.

– Pongamos que sí – aseveró Elías, sin prolongar más ni la frase ni su gesto de dejemos las cosas como están y vayamos investigando por otro lado.

– Como quieras, Elías – el comisario captó el sentido real de aquella respuesta –. Nos olvidaremos del nuevo amigo que te has echado; y ya sabes, cuando quieras refrescar la memoria y atinar en los detalles olvidados… pues por aquí me tienes.

Elías aceptó de buen agrado aquella reacción del comisario. Lejos de parecer un acompañante desaliñado de los que pueblan las habitaciones de los hospitales, parecía un modelo recién saltado de los escaparates de Valentino, con un traje color crema, camisa blanca, una corbata gris plomo y unos zapatos brillantes como para mirarse y hacerse la raya del pelo. El médico entró en ese momento y se apresuró a auscultarlo, le revisó la tensión, el ritmo cardíaco y de la respiración. Le observó la dilatación de las pupilas y terminó repasando el historial del paciente, concluyendo que sería bueno que diese un paseo para ver cómo se encuentra, y si no nota ningún mareo y está con fuerzas, pues se puede marchar a su casa, aunque eso sí, le recomiendo que se quede con alguien, por si tiene una caída de la tensión, que no lo creo. Le recetó varias marcas de bebidas isotónicas y se marchó. Elías miró al comisario y se encogió de hombros, luego se levantó y salió de la habitación murmurando que si ahora toca andar, pues nos vamos a ver a Micaela. El comisario se marchó detrás, casi a su espalda, previendo una caída con retroceso. Elías mantuvo el paso firme y superó bien el contratiempo de su ayuno forzado. Preguntó por la habitación de Micaela y se dirigió hacia el final de ese mismo pasillo. Micaela apareció por la puerta de su habitación haciendo el mismo propósito de recuperarse. Estaba andando para ver cómo se encontraba de fuerzas y suplicaba que la dejasen marchar.

– Casi te veo tan bien como siempre – le espetó Micaela a Elías, quien no se ahorró una ligera sonrisa para acompañar aquel comentario.

– He tenido mis momentos, no te creas – concluyó Elías, acompañando la chanza de Micaela.

Los dos volvieron a la habitación de Micaela junto al comisario. Éste se acomodó en un lado de la cama, dejando los sillones libres a Elías y Micaela.

– Y, ¿qué fueron de esas famosas pistas que buscabais en la biblioteca? – preguntó el comisario mientras Micaela cayó en la cuenta, en ese instante, de que su último recuerdo iba ligado a la carpeta con las cartas de Ernesto Miranda. Miró alrededor de la habitación como quien trata de recordar dónde dejó el reloj.

– De aquello ya nos podemos olvidar. Se quemaron. Desaparecieron. La gente que nos secuestró las quemó en un bidón con gasolina. Ya no tenemos nada. Nada de nada. No tenemos por dónde seguir; así de sencillo.

– ¡Pero eso no puede ser! – exclamó Micaela sin dar crédito a que tanto esfuerzo ímprobo se esfumase de aquella manera, sin propósito de enmienda alguna – ¡Algo habrá quedado!

– Me temo que no, Micaela. Pude ver cómo las quemaban y después desmenuzaban las cenizas con una barra de hierro. Podemos volver a la biblioteca, pero no creo que encontremos nada que nos sea útil. Nos han cortado la cuerda que lo ataba todo.

El comisario colocó las manos sobre sus rodillas, luego balanceó su cuerpo y dijo que eso no era del todo cierto, que algo sí que tienen. Algo en lo que se puede seguir investigando.

– ¿Recordáis a Inés Albilla Monzón? – pues parece ser que sigue viva, o al menos alguien que se llama como ella, porque hemos encontrado a dos. Bueno, en realidad hemos encontrado a unas cuantas más, pero que anduviesen en una franja de edad concreta sólo hemos encontrado a dos. Una de ellas vive en Cuenca, es soltera y amante de los gatos.

– ¿La has interrogado para saber eso de los gatos? – expresó Micaela con tono de sorpresa.

– Lo de que vive en Cuenca lo he sacado del padrón. Lo de que es soltera del Registro Civil, y lo de amante de los gatos porque es socia de la protectora de animales de Cuenca; y quien dice gatos dice cualquier bicho de cuatro patas. Tampoco hay que entrar en detalles.

Micaela y Elías se miraron. Pensaron que hasta un simple registro en una protectora era trasvasado a los archivos de la policía. Micaela resumió en su cabeza la de registros que habrá mandado a la policía sin saberlo.

– Ésa no puede ser – aseveró Elías. No puede ser porque la Inés Albilla Monzón que buscamos estuvo casada.

– O viuda – continuó el comisario –, porque la otra Inés Albilla que encontramos lleva viuda varias décadas y cobra una pensión del Ministerio de Defensa.

– ¡Casada con un militar! – Elías exclamó como quien se encuentra con un conocido de la infancia.

– Efectivamente, Elías. Casada con un militar, y según el Registro Civil se casaron en…

– ¡La Basílica de Santa María de Elche! – Elías volvió a exclamar, interrumpiendo la frase del comisario, que no salía de su asombro.

– Correcto. ¿Pero se puede saber qué tipo de servicios secretos tenéis en el Vaticano que lo sabéis todo?

– Todo no lo sabemos, querido comisario; pero al menos eso sí lo sabía. Y te puedo confirmar que ésa es la Inés Albilla Monzón que andamos buscando. ¿Nos vamos?