Sábado de Semana Santa

 

Se desperezó en la cama con la sensación de haber descansado hasta hartarse. La luz de un día soleado despuntaba entre la pequeña abertura que dejaban las dos hojas exteriores de la ventana. Elías se terminó de desperezar con un gran bostezo. De inmediato se levantó hacia la ventana, abrió los cierres, y se encontró con un sol extrañamente tardío; demasiado alto para la hora que se suponía. Elías revisó la mesita de noche hasta dar con el reloj, tirado bocabajo, confirmándole que aquellas horas no eran ni mucho menos las que él pensaba, y que en realidad eran más de las diez y media del primer Sábado de Semana Santa, el que antecedía al Domingo de Ramos y que marcaba el inicio de todas las procesiones. El hermano Beltrán no había llamado esta vez a la puerta; pero no le importaba, todo lo contrario, agradeció esa tregua que le habían concedido. Ahora se sentaba sobre el cerco de la ventana para mirar fuera, hacia el patio interior de la residencia, allí donde crecían cuatro hermosos naranjos circundando una pequeña fuente alicatada con azulejos azules. Era primavera. El aroma del azahar parecía inundarlo todo hasta dejar sobre el ambiente un reposo de tranquilidad, una especie de todo puede esperar de momento. Los canarios se agitaban de un lado a otro de la jaula tratando de encontrar una salida que nunca aparecía; pero no cantaban. El hermano Beltrán salió al patio para cambiarles el agua. Miró hacia arriba, donde se encontraba Elías saludándolo con cierto amago de agradecimiento por la tregua concedida. El hermano lo saludó y le preguntó si había dormido bien, a lo que Elías contestó que por lo menos he dormido, que ya es un progreso. Eso último no pareció oírlo el hermano Beltrán, que ya estaba enfrascado en la tarea de cambiarles el alpiste a los pájaros.

– ¿No parecen que canten mucho? – le preguntó Elías para tratar de retomar su atención.

– Pues no cantan desde que empezó todo este asunto de los milagros – contestó el hermano sin dejar de atender las jaulas –. Se ve que tanto jaleo les ha cortado el ánimo; pero fíjese lo que le digo, cuando los escuche cantar de nuevo significará que por fin ya se ha arreglado todo.

Elías abandonó la charla y decidió entrar y cerrar la ventana. Parecía que el hermano Beltrán tampoco daba mucho más de sí. Luego cogió el móvil y miró el mensaje SMS que había recibido del comisario a eso de las once de la noche. “Nos vemos en la cafetería del Hotel Larios a mediodía”. Así era como el comisario le confirmaba que sí podría quedar con él, que al final no habría problema y que se verían tal como le había pedido el propio Elías a última hora de la noche cuando ambos, comisario y él, decidieron llamarse para contarse sus reuniones con cada parte implicada: por un lado el Vaticano, que debía ser informado por Elías de primera mano; y por otro lado la alcaldesa y el obispo, que recibirían la misma información por parte del comisario. Todo trascurrió en paralelo y empezó el día anterior, cuando Elías, al poco de haber salido del parque tecnológico, pidió al comisario que lo acercara hasta cualquier punto cercano al centro, que ya se encargaría él mismo de llegar a la residencia. Así lo hizo y lo dejó a la altura del puente de las Américas. Luego le preguntó si sabría llegar andando, que ahora mismo llamo a un compañero y te lleva con la moto. Elías rehusó el ofrecimiento alegando que aun seguía siendo malagueño, con un acento valenciano que tiraba de espaldas, pero malagueño al fin y al cabo; y que le resultaría fácil llegar hasta la residencia. Los dos se despidieron y Elías se fue caminando bajo un pertinaz sol de media tarde que ya venía avisando del verano. Había comido un sencillo sándwich vegetal en una cafetería del parque tecnológico. Sin ser de un gran aporte alimenticio, por lo menos le libraba del insidioso cosquilleo del hambre y le daba margen para tomarse su tiempo.

Elías fue caminando durante todo el trayecto sin abandonar el centro de la carretera que conducía desde la avenida de Andalucía hasta la plaza de toros de la Malagueta. Estuvo caminado así durante un buen rato. Pero de pronto cayó en la cuenta de que estaba normalizando lo que en sí no era nada normal; porque no era muy normal que en pleno sábado a media tarde de un mes de abril estuviese andando por mitad de una avenida, sin coches, en dirección a una ciudad sitiada por más de tres millones de fieles llegados de todo el mundo. Ese hombre estará contento con lo que ha conseguido, se decía Elías a sí mismo mientras cruzaba la plaza de Manuel Alcántara, con la iglesia de San Pedro a su derecha atestada de fieles que celaban a la Virgen de la Expiración. Bien contento debe estar, se volvía a repetir, imaginando en qué estaría pensando aquel individuo de los años 30 o 40 para obrar de aquella manera sabiendo que jamás lo viviría. Elías trataba de buscar un punto de satisfacción que le diese a aquel individuo una razón para gestar tan colosal campaña de promoción de la fe. No lo he entendido, y sigo sin entenderlo. Elías hablaba en voz alta como si tuviese a alguien a su lado, que lo tenía, a miles, pero ninguno estaba haciéndole el menor caso. No entiendo cómo alguien, después de la que cayó en aquellos años, se la jugó manipulando unas imágenes religiosas. Elías seguía escudriñando en su memoria por si algo de lo que había comentado la doctora tenía alguna lógica aparente; y en cierto modo lo tenía si hacía caso a la última disertación que les soltó a modo de opinión personal, quizá tratase de enviarnos un mensaje, les dijo a ambos. Alguien muy preocupado por algo quería enviarnos un mensaje para que lo recogiésemos; pero es que podía ser más clarito, con un sobre y un par de sellos ya nos hubiese valido a todos, se volvía a decir para sí mismo. Elías pensaba y pensaba a la vez que caminaba, esta vez cruzando por el puente de Tetuán, justo enfrente de la Alameda principal. Allí podía ver a varios individuos subidos sobre uno de los autobuses abandonados a su suerte en mitad de una avenida inundada de fieles. Elías los contemplaba con curiosidad, pensaba si aquello era la mejor manera de entender ese supuesto mensaje, si en su plan no entraba la posibilidad de esta reacción en cadena. ¿Qué pensó que ocurriría si aparecían seis Vírgenes distintas de una misma ciudad llorando sangre casi a la vez? Era obvio que esto tenía que suceder, que no podía ocurrir otra cosa, que él lo supondría, como también debió suponer que alguien vendría a cerciorarse de la autenticidad del milagro, de comprender qué estaba ocurriendo. Sabría lo que iba a provocar, y también que habría gente que conocería lo que estaba pasando, lo que había manipulado. De hecho, aunque todo parecería un milagro a los ojos de un creyente, había dejado suficientes pistas para que con cualquier análisis lo descubriese al momento. Demasiadas pistas para que fuese un simple descuido. Y sobre todo, ¿por qué esperar tanto tiempo? ¿Por qué no hacerlo para que todo ocurriese en la década siguiente, o veinte años después? Quizá fuese eso, volvió a decirse a sí mismo Elías, quizá el tiempo es la clave, y si el tiempo es la clave, entonces la única explicación era que la sociedad de aquellos años ya hubiese desaparecido. Que la manera de pensar de aquellos momentos fuese distinta setenta años después. Elías pensó entonces que aquel individuo no debió de ser una persona muy religiosa; eso estaba claro, porque de serlo no se hubiese atrevido a manipular de aquella manera la imagen de una Virgen sin pensar en chamuscarse en los infiernos. Sólo una persona capaz de contemplarla como un trozo de escayola podría hacerlo en aquellos tiempos. Y eso no era muy abundante por entonces. Así que se trataría de alguien que quería enviar un mensaje “no religioso” disfrazado de milagro en toda regla. Pero, ¿por qué querría hacer eso? se preguntaba otra vez. ¿Por qué colocarle aquel enorme disfraz religioso si lo que quería comunicarnos no tiene nada que ver con la fe? Y así fue que Elías dio un chasquido de dedos como si hubiera encontrado la primera pista de algo. Lo hizo parado delante de uno de los autobuses, observando a dos hombres subidos al techo que miraban al inmenso gentío y señalaban a un lado y a otro como el que contempla un espectáculo de fuegos artificiales. Eso es, se volvió a decir mientras los seguía mirando. Sólo seremos capaces de entender lo que nos dice si pensamos como pensaría él, si lo vemos todo sin las ataduras de nuestra fe. A eso aspiraba aquel individuo, a que en la sociedad de setenta años después hubiese personas capaces de sobreponerse a un acontecimiento como éste para no dejarlo sólo en manos de la fe. Aspiraba a que años después hubiese gente capaz de no creerse este milagro tan gigantesco, de darlo por imposible según las leyes más elementales de la lógica. A pensar en que podía haber algo más allá de la fe, de cerciorarse de que aquello era obra de una persona sin pretensiones milagreras, de comprender desde el resultado de un buen análisis y una buena disertación que todo aquello no podía encajar en la mente de un creyente fanático con ganas de generar un milagro para la posteridad. De que algo debía haber detrás de todo esto. Elías se acercó al autobús para mirar de cerca a toda la gente que lo rodeaba. Los observaba y pensaba que tal vez se estuviese equivocando por completo. Se tomó un tiempo para seguir pensando. Y fue entonces cuando comenzó a fijarse con más detalle en la gente, en su forma de vestir. Miró alrededor, luego miró al que tenía detrás, y después al que tenía a su lado. Miró también a los que estaban arriba y les pidió que lo ayudaran a subir. Y así lo hicieron. Lo auparon entre unos cuantos. Elías se vio caminando sobre el techo del vehículo, de un lado a otro, mirando hasta donde la vista se perdía, observando que todo el mundo había decidido llevar una prenda roja: una camisa, un jersey o un simple pañuelo. Todos lo llevaban hasta el punto de que la avenida le pareció un inmenso reguero de sangre: el mismo Nilo convertido como en las antiguas plagas de Egipto. ¿Tú no llevas prenda roja?, le preguntó el hombre que estaba justo a su lado. ¿Es que tú no eres de los nuestros? Y aquel tú no eres de los nuestros le encogió el estómago igual que si enfilase un paredón de fusilamiento. Elías decidió marcharse de allí bajándose como pudo del autobús. Luego caminó paralelo a calle Larios y llegó a la residencia del Sagrado Corazón entre calles atestadas de gente en un número que ya rompía todas las estadísticas: gente y más gente que vestían o llevaban una prenda roja como símbolo de las lágrimas que derrama nuestra bendita Madre por su hijo Jesucristo oía repetir por todos lados, a veces a voz en grito, otras acompañadas de rezos y plegarias, y las más numerosas como estribillos de coros improvisados que cantaban en mitad de una calle, de un cruce o allí donde surgiese. A Elías le quedó la sensación de estar remando contracorriente, de tener el conocimiento real de unos hechos que la mayoría habían convertido en una magnífica expresión de fe. De que nada volvería a ser igual para aquella ciudad ni para sus habitantes; y posiblemente tampoco para la propia religión católica, provista ahora de su propia Meca, de su Kumbh Mela a las orillas de un inmenso río de fieles vestidos de rojo.

En cuanto Elías consiguió entrar a la residencia, se marchó a su habitación sin apenas saludar a nadie, como si viniese huyendo de una jauría de perros. Cerró la puerta, cogió su móvil y llamó a Roma al padre Ugarte. Éste llevaba esperando noticias suyas desde su marcha tres días antes; así que lo primero que hizo el padre Ugarte fue regañarle con la obstinación de una madre. Elías sólo supo contestarle que se me fue el santo al cielo, padre, aunque entre los curas no quede bien decirnos esas expresiones. Pasaron un rato charlando sobre los detalles del viaje, de sus tres días en Málaga y del resultado de los análisis de la sangre, del que nadie sabía nada en el Vaticano, lo que encorajinó bastante al padre Ugarte, que reclamaba un poco más de cuidado con esas cosas. Elías no quiso tocar el tema de lo poco privado y secreto que estaba resultando su misión, entendía que eso ya sería darle una mal rato, tan metódico y profesionalizado que era para esas cosas, así que prefirió decirle que estaba trabajando en un ambiente muy agradable y relajado con el comisario, en lugar de decirle la verdad, decirle que el Tercer Secreto de Fátima hubiese durado una media hora en esta ciudad, padre; lo que hubiese tardado la pastora Jacinta en cruzarse con un malagueño por el camino. Una vez concluida la exposición de lo que fue la charla con la doctora Núñez, el padre Ugarte exclamó con alivio, despejando el temor que tenía en jaque a parte de la Curia Romana. Todos recelaban que aquello fuese obra de alguien que luego se hiciese publicidad a través de las redes sociales y dejara en un ridículo mundial a los creyentes católicos. No se preveía por tanto que eso ocurriese, así que el padre Ugarte de alguna manera le hizo entender que la misión había terminado, que el objetivo en sí no era saber el origen del milagro, que salvo sorpresa mayúscula se comprendía desde un principio que sólo podía ser obra del hombre. El objetivo era cerciorarse que ese origen no les ponía en entredicho. Ahora las autoridades de la ciudad podrían gestionar su milagro de la manera que creyesen más oportuna siempre que tuviesen miramientos por la sensibilidad de los creyentes, que no están las cosas como para quitarle la ilusión a nadie. Era obvio que el padre Ugarte no estaba viviendo en Málaga. Él no captaba la dimensión del problema que se estaba generando. Elías tampoco quiso decir más, tan sólo le aceptó el consejo que le dio, de que no regresara aún a Roma, que se quedara toda la semana en Málaga y disfrutara del buen clima, de su Semana Santa, y que ya después del Domingo de Resurrección se viniese. Quedaba claro que Elías ya no tenía ninguna misión encomendada, aunque el padre Ugarte no se lo dijese de forma directa, así que la conversación discurrió por derroteros más personales y comprometidos, que si has podido regresar a tu casa, que si la ciudad te ha traído muchos recuerdos. Pero sobre todo hubo una pregunta que le entró como una lanza por el costado. ¿Has ido a visitarlos? Elías contestó que no había entrado allí, y que tampoco tenía claro que quisiera entrar. El padre Ugarte esperó unos segundos antes de seguir hablando, esta vez para despedirse y desearle una buena Semana Santa, dejando a Elías colgado al teléfono, callado, con la sensación de haberle fallado por no cumplir la otra misión que el padre Ugarte le había encomendado, o más bien, que le había solicitado a modo de ruego, de última voluntad de alguien que vivía los días como si fuesen el último. Elías tardó un tiempo antes de reordenar sus pensamientos y tomar el hilo de sus tareas. Llamaría después al comisario para organizar una reunión a primera hora del Sábado Santo. Aprovechó la llamada para preguntarle qué tal fue el encuentro con la alcaldesa y el obispo. El comisario fue explícito cuando le contestó que ambos se sorprendieron por el cariz que había tomado el asunto, pero que sobre todo estaban aliviados como si se hubiesen tomado un bote entero de laxantes. Cada uno expresaba la relajación a su manera, continuaba el comisario, sobre todo el obispo, que temía un varapalo en toda regla a su Santa Institución. La alcaldesa opinaba que era tiempo de colocar cada cosa en su sitio, y que con el desbordamiento que vivía la ciudad, era previsible que nadie quisiese que la experiencia se pudiera repetir de nuevo, así que sabiendo que no aparecería nadie con la autoría del asunto, ella se encargaría de ir dándole una salida airosa a los milagros sin dejar a nadie descontento, ni a los creyentes ni a sus conciudadanos, que vivían secuestrados en sus casas por mor de los acontecimientos milagrosos. El obispo no quiso perder la oportunidad de meter una cuña publicitaria y le recordó a la alcaldesa que de alguna manera había que vivir todo esto como un regalo que Dios le concedía a la ciudad para su Universalización. Todo el mundo conocía Málaga gracias a este asunto. La alcaldesa insistió en que el Vesubio también es un regalo para Nápoles, que gracias al volcán se llena de turistas para verlo, hasta el día que explote. Eso es lo que nos ha pasado; el dichoso regalo nos ha explotado en las manos. El comisario fue detallando la conversación hasta llegar a la conclusión final que aceptaron la alcaldesa y obispo. La misión en sí podía darse por concluida, y que él, el comisario, podía dedicarse a otros asuntos, salvo que el padre Elías lo reclamara para cualquier cosa, que era bueno no perder el hilo de lo que hiciese el cura del Vaticano.

– Pues entonces estamos los dos en la misma tesitura – le respondería Elías casi de inmediato –. Porque a mí me han dado a entender lo mismo. Que ya lo puedo dejar todo por finiquitado.

– Y… ¿qué vas a hacer entonces? – le preguntó el comisario –. ¿Vas por libre o te marchas para casa?

Elías se quedó pensando en esa pregunta. Desde que conoció los detalles que le expuso la doctora Núñez, sólo quería averiguar qué sucedió hace setenta años para que esté pasando todo esto, para que a alguien se le ocurriese ejecutar lo que le traía loco a él, a la ciudad entera y a medio orbe cristiano. No se planteó la posibilidad de dejarlo, aunque desde el Vaticano le dijesen que lo dejara, que se acabó, que ya no hay más hilo del que tirar, vaya a ser que nos salga un friqui nonagenario con ganas de airear el asunto. Así que Elías tenía toda la Semana Santa por delante para planificarse, para decidir lo que quería hacer. Le quedaban siete largos días para averiguar por sí mismo lo que había pasado, aunque en realidad no supiese ni tan siquiera por dónde empezar. Eso era con diferencia lo peor. No saber a dónde dirigirse, a quién preguntar, cómo enfocar la investigación. Tenía por delante un tiempo largo de análisis y búsqueda de pistas si quería llegar a algo concluyente cuando terminara su periplo por tierras malagueñas. Siete días se me pueden hacer muy cortos, pensaba Elías para sí mismo. Así que si quiero encontrar algo, debo empezar ya.

 – Oficialmente me han dado una semana de tregua – continuaba Elías –. Y digo oficialmente porque en realidad no me la han dado. Me dejan que esté una semana por aquí para disfrutar de unas vacaciones en mi tierra. Así que ése es el tiempo del que dispongo para averiguar algo.

– No es mucho tiempo, me parece a mí – respondió el comisario –. Setenta años no se aclaran en siete días. Y menos en mitad de una Semana Santa como ésta, donde va a resultarnos muy difícil movernos con cierta soltura.

– Pues es lo que tengo, comisario. Ya sabes, obediencia estricta y todo eso de los votos. Así que tengo desde hoy hasta el Domingo de Resurrección. Luego regreso a Roma.

El comisario y Elías concluyeron que lo mejor era seguir charlando con tranquilidad en algún sitio, por ejemplo en alguna cafetería que fuese discreta y que le pillara cerca de la residencia. Así que el comisario no dudó ni un momento en emplazarlo en la misma cafetería dónde se reunía con la alcaldesa. Y en ésa estaba Elías, leyendo el mensaje que el comisario le había mandado por SMS para confirmarle que podría estar allí a eso de las 11:30 de la mañana. Elías dejó el móvil, volvió a frotarse los ojos, y se marchó al cuarto de baño donde, tras una corta ducha, se afeitó, se vistió y salió disparado hacia la calle sintiendo que tenía el tiempo justo para ser puntual. Sólo hubo un “hasta luego, me marcho que he quedado” a los dos viejos jesuitas que estaban sentados en el cuarto de la televisión. Hasta luego, le dijo uno de ellos mientras el otro negaba con la cabeza, diciendo que a estos jesuitas jóvenes cada vez los entiendo menos; cualquier día uno de estos nos trae una novia a casa. Y siguieron con la tele. Elías volvió a sumergirse en la riada de gente que circulaba en ambos sentidos por la calle Compañía. Saltó hacia un grupo numeroso de gente que marchaba en dirección a la plaza de la Constitución, desde donde iría hacia Calle Larios, donde se encontraba el Hotel. Elías recordaba aquella plaza de cuando se llamaba plaza de José Antonio, en recuerdo al icono franquista. Por aquel entonces la fuente de Génova no estaba allí. La que estaba era la fuente de las Tres Gitanillas y se situaba justo en la zona central, dejando habilitado el resto del espacio para el tránsito de los coches que iban o venían de calle Granada. La plaza era por entonces una enorme rotonda que servía de apeadero para los autobuses de turistas que venían de las otras ciudades de la costa. Ahora todas aquellas calles eran peatonales. Todo había cambiado, aunque el entorno urbanístico seguía siendo el mismo, como el antiguo café Central o el pasaje Chinitas, con su particular arco de entrada. Elías lanzó su mirada hacia otro lado, a la parte de arriba de uno de los edificios colindantes. Echaba en falta algo que iluminaba las noches de aquella plaza y que él, proveniente de un barrio del extrarradio desprovisto de alumbrado urbano, lo recordaba como un retablo lleno de colores y luces. Se trataba de un enorme panel publicitario de la Philips que debió ser desmontado hacía años. Aún así, lo seguía viendo en su imaginación, encendiendo y apagándose con intermitencia como en las decoraciones navideñas de los grandes almacenes; sólo que las estrellas no eran las de Belén, si no que eran las propias del logotipo de la marca holandesa. Elías continuó su camino por el estrecho margen que dejaban las tribunas y las mesas del café Central. Las mesas estaban apiladas sobre la pared por falta de una clientela harta de verse desbordada por toda la gente que confluía desde calle Granada, calle Compañía, calle Sta. María y calle Especería. La bandera de España ondeaba en su mástil sobre el lugar donde varias placas de plomo rememoraban la aprobación de la Constitución Española en los años setenta. Elías dispuso de unos breves segundos para hacerse una idea de lo que aparecía sobreimpresionado en las placas de plomo; era el poco tiempo en el que decenas de pies volvían a pisarlo para no dejar libre ni un centímetro cuadrado de aquella plaza. Ocurría igual con la calle Larios. Se divisaba como una alfombra de cabezas que descollaban hasta el mismo edificio de la Equitativa, al otro lado del paseo. Todo seguía siendo de un rojo permanente, con camisas, pañuelos, bufandas. E incluso ya aparecían las primeras túnicas rojas. Los vendedores ambulantes de refrigerios habían cambiado su mercancía por telas rojas. Era el nuevo negocio en ciernes. Todos pedían algo rojo con lo que vestirse, o solicitaban que les pintasen una marca roja sobre la ropa que llevasen puesta, que era otra de las alternativas que se mercadeaba. ¿Quiere comprarme un pañuelo rojo, señor? le propuso uno de los vendedores que se había acercado hasta él, observando el acromatismo de sus vestimentas. Elías reaccionó con un no y una ligera sonrisa al que el vendedor respondió con un ¿está usted seguro, señor?, mire que no va a parecer usted muy normal. Elías volvió a sentir el mismo escalofrío del día anterior, cuando le preguntaron si no era de los nuestros. Las cosas iban discurriendo por unos derroteros que a él no le gustaban en absoluto, así que prefirió marcharse sin responder. Y sin comprarle nada. Todo el trayecto que llevaba hasta la puerta del hotel lo hizo sin mirar a ningún lado, en línea recta, empujando todo lo que se le ponía por delante, con la sensación de sentirse fuera de una fiesta en la que todo el mundo se había puesto de acuerdo para incomodarle. La entrada al hotel estaba celada por un par de guardias de seguridad que solicitaban la identificación de quien quisiera entrar. Elías se presentó y les dijo que no era cliente del hotel, que sólo iba a la cafetería con un amigo. Los guardias se disculparon con un entiéndanos, si su nombre no está en la lista de clientes o de personas que han hecho la reserva, no podemos dejarle pasar. Elías, que empezaba a cansarse del asunto, vio el cielo abierto cuando el comisario apareció por detrás para decirles que ha quedado conmigo.

– Lo siento, páter, pero esto de los guardias no estaba la última vez que vine. Yo he entrado porque conozco al dueño, que si no, me veo contigo en la puerta sin que podamos entrar.

Los dos subieron al primer piso del hotel, donde se situaba el bar y una pequeña sala de conferencias. El comisario le llevó hasta una esquina. Desde allí se divisaba todo el salón. La mesa daba la espalda a dos enormes ventanales que se encontraban cerrados, aislados del bullicio que llegaba desde la calle. Dos periódicos locales aparecían con la portada bocarriba y con el aspecto desaliñado. En ambas portadas se reflejaba lo mismo. “Toda Málaga se viste de rojo” o “El rojo lo cubre todo”. Las crónicas hablaban del impacto que había producido el hecho de que, sin aparente sincronismo ni ninguna orden inicial, todo el mundo había adoptado aquel color como si se tratase de la oficialidad de un peregrino, como el blanco de los fieles de la Meca. No se sabe cómo empezó, pero ya se veían las consecuencias finales en miles de personas ataviadas con prendas rojas o pintadas con ese color inundando las calles del centro. Las autoridades estiman que una multitud aproximada de dos millones de personas han adoptado la vestimenta roja, conformando una extraña silueta que, a vista de pájaro, se asemeja a un tremendo cauce sanguíneo discurriendo por las arterias de la ciudad. Se espera que en los próximos días la proporción vaya creciendo según vaya adoptándose este modus operandi entre el resto de los fieles, en un número que se aproxima a los cuatro millones. La mayoría de los comercios del extrarradio han vaciado sus almacenes para hacer acopio de cualquier tipo de tela roja. Se prodiga una túnica similar a la galabiya, la prenda tradicional de los egipcios, pero tintado con el color rojo sangre. Se realizan partidas de comerciantes que van con sus furgonetas desde los almacenes hasta el centro cargado con todo tipo de telas rojas. Las venden y vuelven de nuevo a los almacenes a cargar más mercancía. Así una y otra vez en un proceso que se repite al menos diez o doce veces al día. El periódico se hace eco también de la llegada de otro contingente militar que estaría encargado de la construcción de diferentes zonas de servicios que atenderán las necesidades más básicas de los peregrinos. Muchas calles se han convertido en el destino obligado de las defecaciones y los orines de los peregrinos, que sin ninguna alternativa de hoteles, han optado por asignarles tan demeritorio fin a varias calles que circundan el centro. El contingente militar, formado por unos doscientos efectivos, se encargará del apoyo a los servicios de limpieza y de la construcción de unos enormes urinarios públicos que atenderán el trajín diario de los peregrinos. Para ello, informa el periódico, el gobierno autonómico ha contratado los servicios de la misma empresa saudí que asesora en la construcción de los urinarios públicos de la Meca. El periódico finaliza con la información de que no parece que ni los militares ni los saudíes se hagan mucho caso los unos a los otros, y que la situación no progresa a la velocidad que se consideraría necesaria para una urgencia de esta envergadura. La foto que acompaña la noticia es suficientemente explícita para hacerse una idea de lo que está ocurriendo en esas calles.

– Pues sí que estamos bien – exclamó Elías mientras hojeaba los dos periódicos.

– La cosa está llegando a un punto en el que las mismas autoridades ya no saben qué hacer – le replicó el comisario –. He hablado hoy mismo con la alcaldesa y está bastante preocupada con lo que está sucediendo. Dada la situación actual, si alguien pretende decir la verdad de este asunto, lo de que el milagro no es un milagro sino un hecho consumado hace setenta años, no se lo creerá nadie y encima es muy posible que se produzca un enfrentamiento de masas. Estamos hablando de casi cuatro millones de personas concentradas en un mismo lugar. Cualquier contrariedad se multiplicaría de forma exponencial y provocaría una masacre de proporciones incalculables.

Elías escuchaba con atención al comisario y continuaba con la lectura del periódico. La noticia seguía con el primer asomo de violencia contra las fuerzas policiales. Un grupo poco numeroso de peregrinos, de apenas quince miembros, habían trepado por las tribunas plegables de la plaza de la Constitución hasta el palco de las autoridades. A esa hora del día, y sin haber comenzado aún oficialmente las procesiones, la tribuna estaba vacía. Sin embargo, y según contaba el periódico, la policía optó por desalojarlos ante la sospecha de que hiciesen algún acto vandálico contra el mobiliario que había en el palco. La situación, lejos de pasar desapercibida, provocó entre la multitud una reacción airada que se tradujo en un enfrentamiento muy violento con la policía, obligándoles a huir a toda marcha. El periódico recalcó que el grupo de peregrinos permaneció en el palco y pintó de rojo todo lo que encontraron por allí mientras eran vitoreados por la multitud. Ante tales circunstancias, se está estudiando la posibilidad de que el palco y la tribuna sean inhabilitadas para evitar que el suceso se repita cuando las autoridades estén presentes.

– ¡Está ocurriendo!

– ¿Qué está ocurriendo? – preguntó el comisario.

– Está ocurriendo lo que ha ocurrido desde siempre. Se están creando los primeros grupos de fanáticos. Conmigo o contra mí. Así empieza todo. Primero creas una marca que te distinga del resto, luego consigues que más gente lleve tu marca. Y finalmente los que no llevan la marca son minoría. Eso es lo que está ocurriendo.

– En eso coincides con los peores temores de la alcaldesa. Sólo las Hermandades y el obispo parecen satisfacerse con todo lo que está ocurriendo. Es como si le hubiesen montado un escenario para su dispendio. La alcaldesa está barajando la posibilidad de suspender las procesiones, pero la mayoría de nosotros pensamos que eso es imposible. Al menos que montes un retén en la puerta de las Casas Hermandad, los tronos van a salir.

– Además eso sólo serviría para radicalizar las posturas – puntualizó Elías –. Dales un simple motivo para que justifiquen su radicalismo, para que se inventen un agravio en primera persona, y con eso montarán toda una doctrina del victimismo, que es la base del fanatismo.

– No creo que la alcaldesa lo haga – prosiguió el comisario –. Por otra parte, sin el apoyo del obispo poca cosa se puede hacer. Por eso me volvió a llamar esta mañana. Parece que ha cambiado de idea y quiere que continúe en el caso. Es una petición que viene de ella, sólo de ella. Quiere que te anime a que sigas investigando qué hay detrás de todo esto, por si entre las cosas que descubramos se puede encontrar la manera en que se pueda disolver esta concentración humana que lo invade todo.

– Dile a la alcaldesa que no me tienes que convencer de nada, que lo voy a hacer, pero que sólo cuento con esta semana. Como ya te adelanté anoche, no podré alargar mi estancia durante más tiempo. Lo que descubramos en estos días es lo único que puedo ofrecerte. Después tendrás que continuar solo con la investigación.

– Pues entonces… ¡A qué esperamos! – Exclamó el comisario, poniéndose de pie como si se marchara –. Cuanto antes empecemos, antes acabamos.

– Siéntate comisario. De nada nos sirve correr si no tenemos al menos una teoría sobre la que podamos construir nuestras conjeturas. Antes de comenzar debemos saber qué es lo que estamos buscando.

– Pues un mensaje – contestó de seguido el comisario –. Ésa es la teoría que barajamos. Lo dijiste ayer mismo.

– Pero transmitir un mensaje es bastante sencillo de hacer. No hace falta montar esta historia para decirnos algo. Con escribirlo en un papel ya le valía. Debe haber algo más.

El comisario se le quedó mirando mientras Elías volvía a los periódicos, pero esta vez no era para hojearlos, sino para entretener sus pensamientos mientras hilvanaba alguna idea, alguna conjetura que le animara a levantarse y decirle al comisario, venga, que nos vamos a investigar. El camarero se acercó para anotarles dos cafés.

– ¿Quieren algo de comer con los cafés, señores? – Preguntó el camarero.

Los dos negaron con la cabeza. Pero una cuarta persona, que aparecía justo por detrás del camarero, dijo que sí, que a ella por favor le ponía un croissant con mermelada y mantequilla, un zumo de naranja, y un café bien cargado, de esos que se hace con el café que tiráis al cubo de la basura. Elías se quedaba perplejo ante la repentina aparición de aquella mujer, de muy buena apariencia, que se sentaba en su mesa pidiendo el desayuno. Su cara le resultaba familiar, pero de una familiaridad lejana.

– Creo que ahora toca presentarse. Me llamo Micaela, el comisario ya me conoce, pero usted y yo aún no tenemos ese placer.

– Me llamo Elías.

– ¿Un cura?

– Bueno, sí… soy… ¡cura! – Elías miraba al comisario con la cara contrariada –. Y usted, además de llamarse Micaela… ¿quién es?

– Soy periodista del diario La Opinión. Estoy escribiendo una noticia sobre las Vírgenes y quiero aprovechar que está aquí para que me cuente algo de los milagros.

– Me va a disculpar, pero no sé de qué me habla –Elías volvía a mirar al comisario, esta vez con cara de pedirle ayuda –. Me parece que se ha equivocado de persona.

Micaela sonrió y clavó sus ojos verdes sobre Elías, que estaba deseando que alguien se llevara a la periodista de aquella mesa. En lugar de eso, el camarero trajo los cafés, el zumo de naranja y el croissant que había pedido. Así pues, le quedaba un rato largo con la periodista. Lo que diera de sí el desayuno.

– Pues ya me has contestado lo que quería – Micaela no dejaba de sonreír ni de mirarlo fijamente a los ojos –. Yo ni le he preguntado si es usted el cura que ando buscando y ni si está usted investigando el milagro. Sólo le he preguntado que me contase algo de los milagros. Tan sencillo como eso. Si usted fuese un cura normal hubiese largado hasta por los codos hablando de los milagros, de la Madre de Cristo, del don que Dios ha concedido a esta ciudad y de toda esa retahíla del Espíritu Santo. Pero mira por dónde me dices que me equivoco de persona. ¿Equivocarme en qué, si no le he afirmado nada? Sólo le he hecho una pregunta muy inocente que, de no ser usted el cura que busco, pues lo hubiese entendido de otra manera. Ya sabe, entre el clavel y la rosa, su majestad escoja.

Elías volvía a mirar al comisario. Éste le devolvía la mirada para no decirle que sí, páter, que no te hagas más el tonto, que te han pillado, que tienes menos coartada que el toro que mató a Manolete. Elías trató de acomodarse en el asiento y carraspeó ligeramente. Se tomó unos segundos, infló sus carrillos, y expulsó el aire para volver a carraspear una y otra vez en una cadencia que empezaba a ser molesta y desconcertante. Micaela seguía mirándolo, sin dejar de sonreír, hasta que en un improvisado movimiento recogió el bolso que tenía sobre la silla, lo colocó en su mesa, y lo abrió para sacar de su interior un sobre con varias fotos donde aparecía Elías y el comisario en la puerta de la Iglesia del Sagrado Corazón. Las colocó encima de la mesa como quien baraja en una partida de cartas. Luego señaló sobre una de las fotos donde aparecía Elías en primer plano. Después le señaló a él y le hizo ver que aquella foto era suya. Elías repartía alguna que otra mirada al comisario. Éste las esquivaba sutilmente y le prestaba atención a su café, o a las mesas que había al otro lado.

– No se preocupe por estas fotos, padre – Continuó Micaela–, no vamos a publicarlas ni a contar nada. De momento.

– ¿Entiende que la situación es delicada? – le cuestionó Elías, que no dudó en darle a su gesto toda la expresividad que pudo.

– Soy consciente de eso y de mucho más, padre. No he caído de un helicóptero sobre el techo de este hotel ni he bajado hasta aquí colgada de una cuerda. He llegado cruzando las calles de esta ciudad sitiada por no sé cuántos millones de pesados vestidos de rojo. Soy consciente de que una noticia como esta no se puede publicar así como así. Sé que hay mucha otra gente implicada, que está la alcaldesa y el obispo. También sé que está el Vaticano y que todo el problema gira en torno a quién ha provocado este barullo con las Vírgenes plañideras.

Elías volvía a sorprenderse con la exactitud de los comentarios de Micaela. Una vez más tenía la sensación de estar moviéndose en un escenario donde todo el mundo sabía lo del cura que llegó del Vaticano. El comisario, pasada la tormenta, prestaba de nuevo todo su interés a la conversación, sin distraerse ya en las mesas del fondo o en su café, salvo cuando Elías hacía el amago de reprocharle algo.

– Quizá se está usted precipitando en sus conjeturas – Elías tomaba ahora las riendas de la conversación –. Estamos de acuerdo en todo lo que ha dicho; pero de ahí a que sepamos el origen de las lágrimas rojas nos queda un buen trecho

– No le queda tanto, padre. También eso lo sé.

– ¿Qué sabes? – Preguntó ahora el comisario, que parecía ahogarse en el mismo mar de dudas donde Elías ya llevaba zozobrando un buen rato.

Micaela volvía a meter las fotos en el sobre y las guardaba en el bolso. Luego lo colocó detrás de su silla. Ahora cogía el tenedor, el cuchillo y daba cuenta de su croissant mientras seguía hablando.

– En el Ayuntamiento hay un concejal que tiene la boca tan grande como un buzón de correos. Quién es ese concejal no es algo que vaya a compartir, pero sí que aquel desliz nos ha conducido hasta vosotros. Luego está el detalle de las pruebas del carbono 14 sobre las lágrimas de las Vírgenes. Esas pruebas sólo se hacen para datar una fecha, y sabiendo que algunas imágenes son posteriores a la quema de conventos de 1931, pues el resultado es simple. Alguien montó todo esto en aquellos años. El por qué lo hizo, pues dudo mucho que aún lo sepa.

Micaela seguía dando cuenta del croissant y del café. Elías y el comisario no sabían por dónde continuar la conversación.

– ¡Ah!, y lo del carbono 14 lo sé porque conozco a alguien que conoce al muchacho que fue a recoger las muestras de cera en las Vírgenes. Ya se sabe lo que pasa con los becarios. Al final puede que no te salgan tan baratos como uno cree.

Elías volvió a darse unos segundos en los que el comisario quiso tomar la palabra, pero Elías se lo impidió levantando su mano, como pidiéndole que le dejase negociar las condiciones.

– Y, ¿qué quiere a cambio?

– Quiero la noticia, padre. No sé si saldrá, pero quiero ser quien la dé en su momento. Y quiero además que me dejen ayudarles. Soy buena investigando cosas, y soy justo lo que necesitan ahora. No me entrometeré en sus asuntos internos, sólo quiero ayudar para hacer una buena noticia. El comisario le puede certificar que no le miento y que he sido capaz de sacar petróleo de donde no lo había.

El comisario le hizo un gesto de complacencia, como diciendo que sí, padre, que es verdad lo que dice ella, que ahí están los juicios contra la corrupción urbanística de la Costa del Sol y los juicios sobre la mafia instalada en la provincia en la que ella sacó gran parte de la información que luego se sirvió en el juicio.

– Lo primero, sería que no me llames padre –, Elías sonreía mientras se lo decía –. Llámame por mi nombre de pila. Elías.

Micaela pareció dar un repullo en cuanto Elías le dijo aquello, una especie de salto atrás en el tiempo que no sabía ubicar muy bien, pero que hacía que todo se cubriese de una familiaridad extraña.

– Me parece bien, Elías. Queda mejor que lo de padre o páter, como te llama aquí el amigo – El comisario se dio por aludido –. Y ahora, ¿en qué punto estamos?

– Pues no estamos en ningún punto – le replicó el comisario –. Discutía con Elías sobre el sentido que puede tener que alguien hubiese perpetrado todo esto hace unos setenta años.

– Alguien que sabría con total certeza que no iba a ver sus consecuencias – le interrumpió Micaela.

– Efectivamente – proseguía ahora Elías –. Y eso es centro de todo este misterio. Es lo que lo cambia todo. ¿Qué sentido tiene? Desde luego como broma no encaja. Como acto de fervor religioso tampoco encaja mucho por aquello de meterle un jeringazo en pleno lagrimal a la imagen de una Virgen, con lo que eso suponía además en aquella época de posguerra y cruzada de salvación. Así que nos inclinamos por el plano más científico a tenor de los conocimientos que debía manejar aquel individuo. Hablamos de alguien con conocimientos en química o cercano a alguien que los tuviese. Alguien capaz de idearlo todo sobre la base de unos cálculos empíricos.

– ¿Has oído hablar de los geles tixotrópicos? – le preguntó el comisario a botepronto.

– Sí claro, te refieres al Kétchup – le contestó de inmediato Micaela sin prestarle más atención al comisario, quien se quedó con la sensación de que aquello no se lo esperaba, que cómo podía saber eso.

– La cosa es que ni tan siquiera tenéis claro de quién estamos hablando. ¿Es correcto?

– Es correcto, Micaela. Pero en realidad ese problema se une a otra duda. ¿Qué se supone que debemos buscar?

– Y eso es justo lo que estábamos discutiendo – Intervino ahora el comisario mientras se despojaba de la chaqueta para lucir una camisa de rayas azules con unos cuellos planchados de forma impecables–. Ayer partíamos de que era un mensaje que se nos quiere transmitir, pero hoy el páter se ha levantado con la idea contraria. Que lo del mensaje no puede ser.

– Es verdad – hablaba ahora Micaela –. Es absurdo pensar que se trata de un mensaje. Nadie se juega su libertad de esa manera y monta toda esta parafernalia para decirnos algo que podía escribir en una nota y clavarlo en el retablo de la iglesia del Sagrario, por poner un ejemplo. Evidentemente se trata de algo que adquiere especial importancia en nuestro tiempo, tan importante como para querer legarnos algo. Aquí hay dos opciones: la primera es que se trate de algo que de alguna manera se iba a perder en su época. La segunda, que se trate de algo que en su época no hubiese sido entendido, y que en años venideros sí que lo fuese.

– En esa parte estoy de acuerdo – Elías parecía adquirir cierto entusiasmo según avanzaban las conjeturas –. Quizá se trate de una mezcla de ambas cosas. De lo que sí estoy seguro es que pensaba transmitirnos algo que sólo desde una clave empírica podríamos averiguar, pero que desde un punto de “fe ciega”, como la que era impuesta en aquella época, hubiésemos sido incapaces de ver.

– Está claro que en eso coincidimos, Elías – Micaela pareció contagiarse del mismo entusiasmo –. Es que si te fijas, lo que estamos haciendo es discutir sobre un conocimiento al que hemos llegado tras un análisis de las pruebas. Esto nos ha llevado a negar, de primeras, que todo esto fuese obra de Dios, que fuese un milagro. Es lo primero que esperaba aquel hombre: esperaba que fuésemos capaces de disociarnos de una fe religiosa para ahondar en el porqué de las cosas. Sólo así merecíamos tener, o quién sabe si recuperar, lo que hubiese guardado o escondido.

– ¿Das por hecho de primeras de que se trata de un objeto, y no de un mensaje? – El comisario se interpuso en la discusión de ambos.

– Algo de mensaje sí que hay, pero creo que se trata de un objeto.

– ¿Una corazonada? – Le cuestionó Elías.

– No creo en las corazonadas – respondió Micaela –. Sólo creo en los hechos; y es un hecho que el factor tiempo es un elemento fundamental en toda esta historia.

Elías se quedó confuso y el comisario trató de hacer un amago de decir algo, pero finalmente declinó el intento y se echó para atrás a la espera de que Micaela expusiese su teoría.

– Todo esto me recuerda a una cápsula del tiempo. ¿Sabéis a lo que me refiero?

– Sí, claro, te refieres a esos objetos tipo termo de café gigante que suelen encontrarse debajo de las estatuas centenarias y que aparecen sin que nadie se lo espere.

– Bueno, esa son las de ahora – respondía Micaela dibujando una sonrisa en su cara –. Antes se conformaban con que tuviesen pinta de cofres, que era lo que se estilaba por entonces. Pero bueno, a lo que se parezca es lo de menos. Tened en cuenta que desde que empezamos a desenterrar los primeros yacimientos arqueológicos y tuvimos conciencia de que hubo otras civilizaciones, siempre ha crecido en nosotros ese extraño anhelo por pasear a través de nuestro pasado, a imaginar que tal o cual moneda se cruzó entre las manos de los patricios de la Roma imperial, o que tal armadura la llevaron en una guerra detallada en los libros de Historia. Todos, en parte, gustamos de hacer nuestras propias cápsulas del tiempo, y quizá por eso grabamos nuestros nombres con una fecha allí donde podemos: en paredes, en el cemento recién puesto, en la corteza de los árboles. El tiempo permite que las cosas que hacemos adquieran primero un valor de añoranza, de recuerdo de edades anteriores que siempre tenderemos a evocar como mejores; luego, cuando los años venideros nos sobrepasan en vida, esas mismas cosas pueden quedar como testimonio de nuestra forma de vivir, aunque quede muy deslucida si nos dedicamos sólo a pintarrajear paredes. Pero hay algo de irremediable en nuestros viajes en el tiempo que no podemos paliar: sólo tenemos la capacidad de viajar al futuro a la insuperable velocidad de un segundo por segundo. Así que imaginad, qué mejor cosa que coger un trozo del mundo en el que vivimos y trasladarlo al futuro a una velocidad de un segundo por segundo para que otros puedan viajar hasta nosotros con la simple herramienta de su imaginación, que no es poca cosa. Además, tened en cuenta que toda la parafernalia de las cápsulas del tiempo tiene como objetivo trasladar un conocimiento, un objeto o una información a las generaciones futuras, que en este caso seríamos nosotros. La cápsula hace de protección y permite ese aparente milagro del viaje en el tiempo. Eso es lo que quizá se montó hace setenta años, una cápsula del tiempo a lo grande donde, en lugar de esperar a que alguien moviese una estatua de sitio, se ha pensado en llamar la atención de esta forma tan desmesurada para que busquemos un objeto que se nos legará si somos capaces de digerir todo este espléndido argumento de fe que supone seis imágenes distintas de Vírgenes llorando sangre a la vez.

– ¿Un objeto? – se cuestionaron ambos casi a la vez.

– Sí, un objeto, que tampoco tiene que tratarse del tesoro de un pecio sumergido lleno de monedas de oro. Más bien pienso en algo que se quisiera proteger.

– Algo que, según los cálculos de aquel individuo, sufriría menos peligros en los tiempos de hoy que en su época contemporánea.

– Efectivamente, comisario, – le confirmó Micaela –, esa es la idea que tengo en la cabeza. Puede que se trate de un descubrimiento científico que estuviese en peligro por el extremismo religioso de aquella época y por el ambiente posbélico. O puede que fuese otra cosa diferente, que estuviese en peligro por el radicalismo político de entonces. No hace falta recordar la vehemencia con la que se vivió aquellos años, antes, durante y después de la Guerra Civil.

– No fue una época fácil para nadie – reafirmaba Elías –. Durante aquellos años se asesinó al cuarenta por ciento del clero que vivía en la ciudad, repartido entre el seminario, las parroquias y los conventos de monjas.

– Y no nos olvidemos que después de la guerra se fusiló al diez por ciento de la población malagueña – recordó el comisario –, miles de malagueños fueron fusilados en la tapia del cementerio de San Miguel, algunos por delitos tan absurdos como haberle quitado la novia a quien después te denunció.

– Tampoco nos olvidemos que durante la guerra ocurrieron capítulos tan penosos como lo que sucedió en la carretera entre Málaga y Almería, – ahora era Micaela quien hacia los recordatorios–, donde miles de malagueños fueron literalmente masacrados por aire y por mar mientras huían de las tropas fascistas del general Queipo de Llano. Como veis, todo fue muy convulso antes, durante y después del conflicto civil. Aquello fue una guerra ganada por la sinrazón donde ni los buenos de entonces son los malos de ahora, ni tampoco los buenos de ahora eran los malos de entonces. Estaban donde les tocó estar e hicieron lo que tenían que hacer allí donde les pilló. Fuimos un ejemplo palpable y demostrado de que la estupidez humana no tiene ni límites, ni ideales; sólo tiene a mucha gente que pierde y a unos pocos que siempre saldrán ganando, sea cual sea el signo de una batalla.

– Es una buena reflexión – dijo Elías –. Pero me temo que no va a ayudarnos mucho. ¿Piensas en algo concreto?

– No tengo ni la más remota idea – concluyó Micaela para desencanto del comisario y de Elías, que ya vivían en el convencimiento de que Micaela iba a resolverlo todo ella sola, ahí delante, mientras daba cuenta del último sorbo de zumo de naranja –. Pero todo nos vale para averiguarlo, aunque nos ayudaría mucho saber de quién estamos hablando.

– Es ahí justo donde tenemos el primero de los problemas – contestaba ahora Elías, que apenas había empezado su café. – . ¡Si hubiese dejado un nombre, un signo o algo parecido!, pero buscar por buscar nos puede traer locos.

El comisario parecía disfrutar con la desorientación palpable de Elías. Lo hacía como si estuviera jugando con un niño que buscara la pelota que escondía detrás de la espalda.

– Aquí se nota que os falta un poco de adiestramiento en la investigación de los delitos – ahora tomaba la palabra el comisario –. Nunca se sabe a priori quién es el que comete un delito, y en eso consiste la investigación, en partir de que no se sabe quién es. Lo primero que nos toca hacer es investigar los lugares en los que estuvo ese individuo para encontrar alguna pista.

– Es decir, hablamos de las parroquias donde están las Vírgenes – Saltó de inmediato el comisario –. Aunque hayan pasado setenta años, sabemos que estuvo en cada una de ellas para pertrechar su idea. Lo que toca ahora es encontrar puntos comunes entre un escenario y otro, como el que busca patrones en una secuencia de crímenes. Todo aquello en lo que se coincida puede ser una pista muy clara.

– Tiene todo el sentido del mundo – habló ahora Micaela–. Se me ocurre que la mejor manera de llevarnos hasta lo que quería proteger sería a través de su propia persona, averiguar quién es para luego seguir buscando en cualquier objeto suyo, casa o propiedad que quedase de él. La mejor manera de decirnos quién es él sería a través de señales que fuesen invisibles en apariencia.

– ¿Invisibles en apariencia? – replicó el comisario –. Algo así como señales escritas en grande que sólo se ven desde cierta perspectiva.

– No, comisario, – volvía a sonreír Micaela –. Eso son las cosas de las novelas de templarios y de las películas de Indiana Jones. Esto debe ser algo más sencillo. Deberían ser invisibles para evitar que fuesen descubiertas por sus contemporáneos. No me imagino poniendo su nombre escrito en letras góticas para que luego le llegase la policía preguntándole a qué venía eso. Será invisible salvo que estés buscando algo, como las conchas de la playa, que las hay a miles en la orilla, pero nunca reparas en ellas hasta que te pones a buscarlas. Esto debe ser algo parecido. Algún signo que no se le da la más mínima importancia, pero que si vas buscando una seña de identidad, entonces le prestas atención.

– En este caso es como si estuviésemos buscando la conexión entre dos crímenes. Debemos fijarnos en aquellas cosas que aparecen repetidas en todas las iglesias – concluyó el comisario –. lo que toca ahora es irnos para allá. Tú, Elías, puedes ir a la Iglesia de los Mártires, que Micaela y yo nos vamos a la iglesia de San Agustín, frente al museo Picasso.

– ¿No sería mejor que Micaela fuese a una tercera iglesia?

– Dudo mucho que me dejasen entrar en una iglesia estando todas cerradas a cal y canto – reacciona Micaela –. A ti y al comisario no os darán problemas, así que me voy con él. Nos avisaremos por móvil cuando estemos en la parroquia y hablaremos entre nosotros para identificar algo que creamos importante.

– Me parece una idea estupenda.

Con esa frase concluyeron y se pusieron en marcha. El comisario se adelantó para pagar el desayuno y decir esto va de mi cuenta. Micaela lo agradeció con un guiño que le hizo ruborizar. Elías volvía a negar con la cabeza al ver el insólito ataque de adolescencia que le había entrado al comisario, pero no quiso extenderlo a un comentario imprudente. Prefirió dejarlo ahí mientras el comisario iba recuperando una compostura más acorde con la edad que tenía. Los tres bajaron por la escalera y se pararon en la puerta de salida, aún celada por los dos guardias de seguridad. Elías dijo entonces que él llegaría antes. Sabía que la iglesia a la que iban el comisario y Micaela estaba más lejos, cruzando la plaza de la Constitución, calle Granada y cortando por la calle San Agustín, donde estuvo emplazada parte de la antigua judería que en la Edad Media albergó a los orfebres y cambistas judíos que negociaban con las mercancías del puerto. Allí también vivieron los musulmanes conversos que permanecieron en la ciudad tras la conquista cristiana de los Reyes Católicos. Elías se imaginó el camino y recordó que un poco más allá, rebasando un edificio del siglo XVI que fue palacio de los condes de Buenavista, se llegaba a la iglesia del mismo nombre, la iglesia de San Agustín, antecedida por una enorme verja de hierro que cerraba el jardín situado frente a su portada. Rescató de su memoria la imagen de aquel conjunto visto desde esa misma verja de entrada, cercado por el contorno histórico de su ubicación: las calles empedradas que se perdían camino de la Catedral, las propias paredes del templo teñidas de colores vivos, el jardín poblado de cipreses o la planta barroca de todo el frontal de la iglesia donde despuntaba una espadaña coronada con campanas. Por su lado, Elías cogería el mismo camino hacia calle Granada, pero cortando mucho antes, por calle Santa Lucía, hasta la misma plaza de los Mártires. Aún así, siendo un camino más corto, se volvería eterno para cruzarlo entre los miles de peregrinos que iban y venía por calle Larios, plaza de la Constitución y calle Granada. El comisario llamó al secretario del obispo para que contactara con los párrocos o con quienes estuviesen dentro de los templos. Había que asegurarse que alguien los esperara cuando llegaran. Todo se resolvió en apenas cinco minutos. A Elías le recomendaron que entrase por la puerta del campanario y que lo hiciese con cautela, llamando varias veces e identificándose de parte del mismo secretario del Obispado. A Micaela y el comisario los esperarían en la misma verja del jardín para abrirles en cuanto estuviesen allí. Una vez aclarado el destino y la forma de entrar, emprendieron la marcha como si se tratase de un buceo a pulmón libre donde la apnea requiriese de hasta un tercer pulmón para no ahogarse a medio camino. Con esa sensación se lanzaron otra vez a la calle, cada uno por su lado, sin mirar a ningún punto concreto, sólo andar y andar en la dirección donde creyesen que iba a resultar más sencillo desplazarse. Poco a poco se fueron distanciando unos de otros. El comisario y Elías sólo pudieron lanzarse una mirada furtiva antes de ahogarse cada uno por su lado. Una mirada para decirse te llamo en cuanto llegue, si es que llego para el día de hoy.

A Elías no le resultó nada sencillo llegar a la plaza de los Mártires. Lo que se antojaba en otros tiempos como un paseo tranquilo de apenas unos cinco minutos, le supuso ahora al menos treinta; y ni tan siquiera llegó a la puerta del campanario. Solo llegó hasta el borde de la plaza de los Mártires, justo en el límite con calle Comedias. Allí le tocó tomar la decisión de cruzar entre la gente que había sentada frente a la puerta de la misma iglesia, algunas con el Rosario enredado entre las manos, la mayoría con velas encendidas. Todos ellos vestidos con túnicas rojas. Hombres y mujeres, gente más mayor y gente joven, todos velando la puerta de entrada que permanecía cerrada. Nadie se atrevía a tocarla. Nadie se apoyaba en ella. Todos rezaban alrededor del templo en un aparente silencio sobre el que rebosaba el bisbiseo de las oraciones. La gente miraban a Elías y éste se miraba a sí mismo, como diciéndose qué está ocurriendo, hasta que cayó en la cuenta de que su vestimenta era gris: un gris entre cientos de rojos que nadie parecía aceptar. Una señora mayor, de unos setenta años y unos distinguibles rasgos nórdicos, se levantó y le dio una toquilla roja que Elías no aceptó con una amabilidad forzada. Pero un “cójalo señor, por favor” de varios peregrinos que tenía a un lado le hizo aceptar la prenda. Se la puso con desgana sobre los hombros. Y así se obró el milagro, un simple gesto de voy para aquel lado hizo que se abriera un pasillo entre la gente como si se tratase del mismo Moisés cruzando el mar rojo; un pasillo estrecho de brazos y piernas que se encogían para que él pudiera pasar de un lado de la plaza hasta el pórtico de la Iglesia, situado a un lateral del templo. Elías fue dando las gracias según iba cruzando, pero nadie parecía atenderle. Era lo justo, lo que había que hacer ahora que eres uno de los nuestros.

La puerta de la torre apareció en un lado del pórtico. Era una puerta sencilla, pequeña, sobre la que Elías estuvo apoyado unos segundos antes de llamar, controlando la respiración, mirando a la torre mudéjar de la iglesia que descollaba allí mismo desde su enorme planta cuadrangular. Elías no recordaba el templo de aquella manera. Todas las paredes habían sido restauradas, y el mismo pórtico, formado por tres sencillos arcos realizados en ladrillo y cerámica, lo recordaba distinto. Sin embargo no dejaba de ser una iglesia portentosa, una de las cuatro iglesias construidas por los Reyes Católicos tras la conquista de la ciudad a mano de las tropas castellanas, allá por el año 1487. Por tanto la iglesia ya contaba, de largo, con más de cinco siglos de antigüedad. Además era una de las más vinculadas con la Semana Santa de Málaga, con cinco hermandades que sacaban en procesión algunas de las imágenes del templo. Estaba consagrada a la advocación de los patrones de la ciudad: los mártires hispanorromanos San Ciriaco y Santa Paula, que fueron ejecutados por orden del mismísimo emperador romano Diocleciano en el año 303, lo que convertía aquel templo en un icono para la urbe. Elías volvió a incorporarse, se colocó de frente a la puerta y llamó varias veces, sin aporrearla. Dio varios golpes secos con los nudillos que fueron contestados con rapidez desde el interior con una voz que preguntaba el nombre. Vengo de parte del secretario del obispado, fue todo lo que tuvo que decir para que la puerta se abriese. Elías entró de un salto. La puerta se cerró tan rápido como se abrió. Todo pareció quedar en silencio, sin bisbiseo ni murmullos, un silencio de los que hacen pitar los oídos. Elías no desperdició ni un segundo para despojarse de su toquilla roja y depositarla en un banco que había a la entrada. El párroco lo miraba con cierta pose de comprensión, como diciendo que yo también tengo el mío para poder moverme por aquí, así que no se apure, que por este aro hemos entrando todos.

– ¿Así que viene usted del Vaticano? – le preguntó el párroco –. Me ha dicho el secretario del obispo que está usted pasando unos días por aquí y que ha solicitado una visita turística. Verá usted que la cosa no está para muchas visitas y que en lugar de un templo esto parece la última morada de la tranquilidad. Al menos aquí no hay aglomeraciones y se puede hablar como personas normales.

Elías le contestó que sí, que tenía toda la razón del mundo, que hasta que no he entrado en el templo no me he relajado.

– Fíjese que ni siquiera las hermandades han hecho los traslados a sus respectivas casas Hermandad. Y aquí tiene los tronos, sin montar, cuando a estas alturas ya deberían estar con los varales puestos y los palios bien colocaditos. Ni siquiera sabemos si van a llevar la imagen a hombros o si al final decidirán clausurar la procesión en vista de la que se puede armar. Por cierto, me llamo Pascual.

Tan pronto terminó de presentarse, se marchó hacia el otro lado del templo, hacia la sacristía, sin mostrar mucho interés por saber el nombre de su visitante. Dejó a Elías en medio del pasillo central del templo, contemplando las enormes naves decoradas con todo lo que el estilo rococó daba de sí, viendo la iglesia desde la perspectiva de los últimos bancos, observando el altar mayor al fondo, casi a una distancia kilométrica, y con las diferentes capillas que se abrían en las naves laterales del templo. Elías caminó desde el pasillo central hasta la zona más próxima al altar mayor. Allí reapareció el párroco de nuevo, esta vez acompañado de una persona más joven, casi adolescente, que entraba y salía de la sacristía. Elías decidió sentarse en uno de los bancos que quedaban en la zona central de la iglesia. Esperó a que el comisario se pusiera en comunicación. Intuía que aquello llevaría su tiempo, justo lo que no tenía: tiempo para averiguar lo que había sucedido. Y desde esa reflexión, cayó en la cuenta de su paradoja: necesitaba averiguar el significado del tiempo sin apenas tenerlo. Resumir esos setenta años en una semana mal contada. Aún así, se encontraba relajado, quizá fuese por la sensación de haberse colado en un mundo aparte, quizá por mezclar todo lo que veía con los recuerdos de esa niñez que, de vez en cuando, le asaltaba para quebrarle el ánimo y no dejarle mirar a su pasado, donde se recordaba andando por aquellos mismos pasillos treinta años antes. Siempre le pareció una iglesia distinta, un lugar anclado en la atemporalidad de su secular historia donde miles de personas, de centurias lejanas, contemplaron las mismas columnas, las mismas naves, la misma atmosfera tamizada por la breve luz que entraba desde los ventanales. El mundo de afuera había cambiado, pero todo parecía quedar más allá de las puertas que cerraban al exterior. La iglesia había pasado de generación en generación como si se tratase de esas cápsulas del tiempo de las que hablaba Micaela. Había cruzado los umbrales del tiempo desde los mismos Reyes Católicos hasta nuestros días para recordarle a la ciudad de dónde venía, y en qué podía acabar. Fue entonces cuando le vino a su memoria las conversaciones con el padre Ugarte. A él le gustaba reflexionar sobre la Historia desde su peculiar estilo de decir las cosas. Se lo imaginó allí, sentado a su lado, mirándolo todo mientras hablaba de esto o de aquello, diciéndole a Elías lo que en ese momento veía necesario; pensando lo que decía. Y fue así que se lo imaginó hablando de la propia historia de aquel templo, diciendo que piensa Elías en esos dos reyes catolicísimos aburridos por no meter el pie en la ciudad de Málaga. Los moros, que así se han llamado de siempre y a nadie ha molestado hasta ahora, salvo a nuestro patrón Santiago Matamoros que no era muy de hacerse amigo de ellos, se defendieron durante meses hasta el punto de que las tropas castellanas veían que la penúltima empresa que les quedaba para finalizar la reconquista se alargaba más y más. Y Granada esperando. Así que ahí tienes a Fernando, el rey de Aragón, pensando para sus adentros en catalán, que para eso era rey aragonés, y va y se le ocurre la magnífica idea de subir a la loma donde ahora se alza la basílica de la Victoria, poner su tienda de campaña, y contar al día siguiente que la Virgen se le había aparecido para que le dijese a sus tropas que por favor conquistaran la ciudad en su nombre, que serían recompensados en el cielo. Eso es darle moral a la tropa y olvídate de los himnos de corneta. Y ahí los tienes. En un par de días la ciudad ya era cristiana y las tropas castellanas daban cuenta de los quince mil habitantes que tenía. Pero hemos aquí el detalle de lo que cuestan las cosas. Los Reyes Católicos hacen números y no le salen las cuentas. Se ha gastado mucho en la conquista de Málaga, y aún les queda Granada. Pero la solución está ahí mismo, delante suya. Esclavizan a la población entera, incluido niños que se pagan a menor precio, y con eso se sufragan la campaña contra Granada. Los que no son esclavizados pasarán a ser “mudéjares”, algo así como “domesticados” y adquieren el apellido de “Málaga”. Para los demás, imagínate lo peor. Pues ahora habrá un idiota que dirá que qué salvajes que eran estos reyes y que poco católico y cristiano, y qué vergüenza acabar así con una cultura como aquella. Y tal vez, desde lo atrevido que es la ignorancia, pues se puede pensar que los Reyes Católicos tenían que haberse reunido con Muley Hacen para hablar de lo que el tratado de Ginebra tiene pensado para esos casos, de que hay que tener cuidado con no hacerse daño a la hora de intercambiar prisioneros, y que la Cruz Roja la tenemos ahí en la puerta de atarazanas, esperando a entrar en fila de a uno para no pisarse y atender a los heridos. Pues nada de eso. En aquella época la gente no llegaba a los cuarenta. Raro era que no te hubieses llevado a alguien por delante, o que no te hubiesen matado antes. Si eras miope, en lugar de llamarte gafotas te ensartaban con la lanza en el primer cuerpo a cuerpo que tuvieses por la noche, por no ver tres en un burro. Lo de las violaciones ni te cuento, estaban a la orden del día. Así que ni lo Reyes Católicos, ni Muley Hacen, estaban para otra cosa que para hacerse la puñeta. Fíjate Elías qué estupidez más grande se comete al evaluar la Historia con los criterios de nuestros días. Así no se salva ni la Odisea, que ahí la tienes, a Ulises dándole guerra a todas las Diosas que se le cruzaban por el camino mientras Penélope lo esperaba en Ítaca y le guardaba ausencia. A ver cómo se digiere eso sin pensar que el tal Ulises y los griegos eran unos machistas embrutecidos de mucho cuidado. Y lo de la Filosofía Griega tuvo que ser un cúmulo de casualidades de filósofos incomprendidos por su gente, que así dejaron el Partenón, todo destrozado por no saber cuidar sus cosas. Elías reía a carcajadas como si tuviese al padre Ugarte sentado a su lado, en el mismo banco, contándole que eso es justo lo que nos enseña la Historia, que los cambios no son inmediatos, y que cada cosa que hoy consideramos rutinaria hubiese sido un lujo en otros tiempos, y si no fíjate en los reyes, con lo que eran antes, que disponían de la gente, de sus bienes y de su salud como mejor les venía en gana. Ahora lo más peligroso que pueden hacer es salir despeinados en el papel cuché, y todo gracias a que decenas de generaciones se dedicaron a cambiar las cosas para que en esta parte del mundo vivamos como reyes. Pero no te creas, que también nos pasará lo mismo a nosotros, pero con la diferencia de que en siglos venideros, si es que sobrevivimos como especie animal, no necesitarán imaginarnos ni elucubrar sobre nuestra Historia. Ellos la verán en nuestras televisiones y en nuestros telediarios de hoy, verán cómo éramos, cómo vestíamos, cómo nos movíamos y pensábamos. Lo verán igual que hacemos nosotros cuando nos vamos a ver una película de romanos, sólo que aquello no será una película. Será todo de verdad. ¿Y sabes qué dirán?, pues no creas que sólo hablaran de nuestro cambio climático o de nuestra dependencia del petróleo. Nos juzgaran por todo. Y hasta dirán que cómo podíamos ser tan brutos para meternos en nuestros coches, en esos objetos tan débiles que alcanzaban velocidades altísimas y que tenían tantas estadísticas de muertos. Cómo se nos ocurría hacer esa barbaridad para ir de un sitio a otro sabiendo que un mínimo descuido nos mandaba al otro barrio. Pues eso es lo que dirán, que éramos unos brutos. Y lo peor es que acertarán. Elías se levantó de su asiento dejando a su imaginado padre Ugarte sentado en el banco, olvidado en el silencio del templo, donde se hacían eco las lejanas conversaciones del párroco y su acólito, pero al que no llegaba ni el más leve sonido del exterior. Elías caminó un poco más adelante, hacia el altar mayor, lo contempló durante un instante y fijó su mirada en la parte superior. Allí aparecía un juego de cadenas alrededor de un escudo. Eran las cadenas de los prisioneros cristianos que las tropas castellanas se encontraron al entrar en la ciudad. O al menos esa era la leyenda que siempre se había contado. Nadie tenía la certeza, ni se habían hecho las pruebas pertinentes para asegurar tal afirmación; pero qué más daba, porque lo importante era lo que se decía que era, lo que los padres le contaban a sus hijos en aquella ciudad cuando entraban a la iglesia de los Mártires y se sorprendían con aquel escudo rodeado de cadenas. Así es como Elías se enteró. Fue cuando su madre observó que su niño señalaba hacia arriba en lugar de quedarse mirando hacia los tronos que tomaban salida desde el templo. Aquello, Elías, son las cadenas de los prisioneros cristianos que estaban encerrados en las mazmorras de la Alcazaba. Son las mismas y no otras, así que ahí llevan cerca de quinientos años. A Elías se le inundó la memoria de recuerdos, de la admiración que sintió por aquel objeto que imaginó anclado a los vetustos muros de la Alcazaba, allá por el siglo XV, rodeado de otras cadenas iguales. Pero aquella, por algún capricho del destino, fue elegida para sobrevivir a todos los tiempos, a permanecer en el mundo de lo material para ser contemplado durante varias centurias por todas las generaciones siguientes. Era igual que aquel cuadro que pintó Picasso sobre la puerta de un armario y que Elías recordaba en ese momento. Lo vio en una exposición en el museo Picasso de París y ahora formaba parte de la colección permanente de la pinacoteca malagueña. Un día, un joven Picasso se quedó sin lienzo y decidió pintar sobre una de las puertas de un viejo armario de su pensión. Pudo elegir otra cosa, incluso pudo elegir la otra puerta, pero se decidió por aquella, otorgándole la inmortalidad a ese trozo de armario. El padre Ugarte solía decirle que el tiempo es caprichoso y elige ciertos objetos para que diferentes generaciones nos podamos encontrar en un viaje imposible. Son objetos hechos por el hombre que la mayoría de las veces ya han perdido su utilidad para convertirse en una muestra, en un objeto de museo. Pero son tan contundentes que nos hacen creer que compartimos algo en común con nuestros ancestros. Esto ocurre así porque somos incapaces de captar que nuestras montañas, nuestra propia luna, o nuestros mares, son los mismos que han visto y compartido nuestros antepasados. Preferimos volcar este anhelo de conexión sobre nuestros objetos como una especie de herencia de un tío lejano al que nunca hemos conocido. Será por eso por lo que los museos siempre tendrán su público. La gente va a encontrarse a sí mismo, a reconocerse en tiempos anteriores. El mejor museo de la tierra sería aquel que sólo tuviese ventanas abiertas, unas enormes ventanas mostrándonos el mundo que nos rodea. Eso es lo que realmente compartimos con nuestros ancestros, este trocito de universo que Dios nos ha concedido para que podamos pulular a nuestras anchas.

Por fin el móvil empezó a sonar. Elías agitó la cabeza hasta disipar el eco de su imaginado padre Ugarte. Miró a la pantalla y apareció el nombre del comisario, así que respondió con un ¿ya estás ahí? y comenzó a moverse hacia todos los lados de forma desorientada, confuso, sin la menor idea de por dónde empezar la búsqueda. Elías hizo un gesto sencillo pero rotundo al párroco. Éste se acercó con celeridad por si fuera a ser que aquel cura del Vaticano estuviese hablando con el mismo Papa. Elías le repetía una y otra vez el mismo gesto. Se encogía de hombros y describía sobre su rostro la marca de una lágrima. Esta vez el párroco sí que se dio por enterado y señaló hacia el lado izquierdo del templo, justo delante de las figuras del Santo Sepulcro y de la Santa Cena. Éste último venía con todo el juego completo de Apóstoles, incluido Judas y su bolsita con treinta monedas de plata mal escondida para que los fieles lo pudiese reconocer con facilidad durante la procesión y no anduviese señalando a San Pedro. Ya la tengo delante, dijo Elías, que al situarse frente a la imagen de la Virgen la reconoció de inmediato. Era María Santísima de la O, la Virgen de los gitanos. Así la recordaba desde que un día, de pequeño, se acercó por primera vez a la procesión de aquella Virgen. Vamos a ver la Virgen de todos los gitanos, le dijo su madre, y él que se quedó pensando en lo que sería aquello, un trono repleto de gitanos, vestidos de su guisa, llevando el trono a hombros y haciendo retumbar el asfalto con su botines de tacón grueso. Luego descubriría que eran los payos quienes portaban el trono y que ellos, los gitanos, gustaban más de seguirla, de ir detrás tocando las palmas, cantando por bulerías, presumiendo de niños bien limpios y peinados, disfrutando de la fiesta que ellos mismos se hacían, pero sin entrar en historias de cargar con ningún trono. Elías siguió mirándola con el teléfono en la mano. Se sintió sobrecogido al verla con esa lágrima roja cayendo sobre la parte derecha de su rostro. El tremendo realismo con que estaba tallada aquella imagen, junto al efecto de la simulada sangre, hizo que Elías tomara conciencia de lo que llegaría a motivar su figura, y las otras cinco, en una masa enfervorizada por la fe ciega en los milagros. Pensó que quizá habría que medir muy bien cada paso que se daba a partir del Domingo de Ramos cuando empezaran a salir los primeros tronos de la Semana Santa. Voy a alejarme un poco de la imagen, dijo ahora Elías por el móvil. Esperó a que el comisario y Micaela hiciesen lo mismo. La perspectiva le permitió observar las imágenes de atrás, la de la Santa Cena y la del Sepulcro, que mostraba a un Cristo inerte con la pose propia de un difunto, tumbado por completo, con el sudario cubriéndole hasta la cintura. Los tambores redoblaban en sus recuerdos como si se tratase de un desfile que marchaba al paredón. También recordaba El Réquiem de Mozart, o el ruido de las botas de los militares impactando contra el asfalto y desfilando a paso de funeral. Todo alrededor era silencio y en algunas calles se apagan las luces porque venía el trono de las Servitas. ¿Recuerdas las bolas que hacías con las ceras de los nazarenos? creyó escuchar Elías a su espalda desde su figurado padre Ugarte, sentado en el mismo sitio donde imaginaba verlo. Si que eran grandes, se respondió Elías mientras recordaba ese episodio, tan cotidiano de los niños de Málaga, que gustan desfilar entre los nazarenos para pedirles que le dejen caer la cera derretida de sus velas sobre las bolas que van haciendo, hasta que al cabo de una semana, alguno de ellos poseen bolas de ceras del tamaño de un balón de fútbol, de mil colores, mezclados según la combinación de las velas.

– ¿Elías, sigues ahí?

– Sí disculpa, me estaba fijando en los detalles – contestó Elías. El comisario pensó que se había quedado sin cobertura.

– Me quedé pensando. Disculpa

Ahora Elías miraba alrededor, a las columnas, a las rejas, a cualquier cosa que hubiese estado ahí hace setenta años. No fijó los ojos en lo perecedero: en las velas, en las flores, en los jarrones ni en los mantos, que solían conservarse en los museos de las hermandades como obras de arte. Sólo se fijó en lo que rodeaba a la imagen. El párroco volvió a acercarse, solo que esta vez Elías no le había avisado. Le llamó la atención que aquel cura del Vaticano se volviese loco mirando de un lugar a otro.

– Esto no tiene sentido.

– ¿El qué no tiene sentido? – le preguntó el comisario

– No tiene sentido que busquemos alrededor – le cogió la palabra Micaela, cuya voz le llegaba a Elías desde el manos libres del Comisario –. No tiene sentido que busquemos alrededor, porque esto no es el Moisés de Miguel Ángel. No estamos hablando de una figura de mármol de cuatro toneladas colocada perpetuamente en la iglesia de San Pietro. Estamos hablando de una figura más liviana que puede moverse de un sitio a otro.

– En eso estaba pensando ahora – le confirmó Elías –. En que lo que sea, no puede estar alrededor, precisamente por ese detalle. Esta figura ha debido moverse de este sitio varias veces.

– El año pasado la teníamos al otro lado, justo donde tenemos ahora a la Virgen de la Soledad.

El párroco intervino en la conversación de forma inesperada. Elías no supo qué responderle, pensando que en un principio entró como un simple turista del Vaticano y ahora andaba indagando sobre las ubicaciones de las Vírgenes. No sabía muy bien cómo continuar la conversación.

– Solemos cambiar las imágenes de vez en cuando – prosiguió el párroco –. No es lo habitual, pero lo hacemos.

– Pues le agradezco la información, padre, porque estoy aquí con unos compañeros que me llaman desde Roma. Estoy tratando de describirle todo esto de la mejor manera. Ya sabe, con las fotos no salen todos los detalles y vale más las impresiones que un buen encuadre.

Elías sintió que el comisario aceleraba su respiración para no desentonar con una carcajada que hubiese puesto a Elías en evidencia. No obstante, quiso ser previsor y cerró el auricular del móvil con la mano, por si el comisario no aguantaba. Elías decidió acercarse a la Virgen y se fijó en los detalles de la imagen, todo ello sin soltar el móvil y con la prevención de tapar el auricular. Fijaros bien en la imagen, le soltó al comisario por el móvil, que respondió que en esa estamos. Elías miró por detrás de la talla, sobre la peana, en el manto que llevaba puesto, en las manos. No encontró ninguna marca ni señal que le diese un respuesta. Hasta que se fijó en un detalle. Un sencillo detalle que podía tener su importancia.

– Esta parte parece más nueva – Elías señalaba a uno de los pliegues de la Virgen, justo la que quedaba por debajo de la rodilla. Parecía restaurada y en cierto modo, a pesar de que era un buen trabajo de restauración, se percibía una diferencia en los matices de color de esa parte concreta del pliegue, que sólo se notaba fijando mucho la mirada y desde la perspectiva en la que la luz diese de frente.

– La tuvimos que restaurar hace cosa de cuatro años – respondió el párroco –. En el traslado a la casa hermandad hubo un pequeño problema y se accidentó al chocar contra el propio trono, justo cuando la subían. Se desconchó toda la parte que observa de la rodilla. Desde la procesión no se veía, entre otras cosas porque nos encargamos de ponerle un manojo de claveles justo delante. Cuando terminó la procesión decidimos que lo mejor era restaurarlo de forma inmediata, porque el desconchón sí que era visible desde la perspectiva de los visitantes del templo.

Elías imaginó el proceso de restauración. La llevarían a un taller, la tendrían allí desprovista de toda la parafernalia que le otorgaba la supuesta divinidad con la que los fieles la veían. La tratarían como un objeto más de restauración, igual que un jarrón antiguo o un cuadro de museo, sin reparar en lo que otros sentían por esa misma imagen. Sin pensar en esos miles de creyentes que le concedían una identidad divina, incapaces de tratarla como un simple objeto de madera. Elías comenzó a pensar en dónde podría estar la señal que andaba buscando.

– Creo que tengo una ligera pista – le comunicó al comisario y a Micaela por el móvil, alejándose previamente del párroco y amortiguando su voz con la mano para que sus palabras no retumbaran en todo el templo –. Pero lo complicado es cómo lo haremos.

– Creo que sé por dónde vas – le anunció el comisario –. Pero dudo mucho que el párroco te deje hacerlo.

Elías imaginó que todo el montaje de las Vírgenes se debió hacer en los mismos talleres de los escultores después de que las originales fueran arrasadas en la “quema de conventos” que ocurrió en Mayo de 1931. Fuese hecho en los mismos talleres, o después en su templo, para aquel individuo era una simple talla de madera desvestida de cualquier proclamación de divinidad. De eso estaba seguro. Así que si no encontraba ninguna señal visible era porque debía estar en un lugar que obligase a tumbar la Virgen sobre el suelo, o sobre la mesa, sin pensar en que podía estar tumbando a la misma madre de Dios, o que le estaba poniendo una marca impropia. Sin entrar en problemas religiosos ni en castigos divinos en una época, los años de la posguerra, donde la jerarquía eclesiástica dictaba sobre la conciencia de la sociedad de entonces, con todos su miedos, sus trabas y la terrible omnipresencia de un Dios castigador y justiciero.

– Efectivamente, estamos hablando de la base de la imagen. Y me temo que debo tumbarla para poder verla.

– Y nosotros – le replicó Micaela.

– De momento, dejadme que pruebe yo; y si la cosa es lo que creo, probamos con vosotros para cotejar lo que encontremos. Ahora debo pensar en qué le digo a este buen hombre para que me deje tumbarla. Mejor os llamo en un rato.

Elías bajó la voz como si se hubiese tragado las palabras antes de decirlas. Miró con recelo al párroco, que a su vez le devolvía la mirada con cierto aire de complacencia, ajeno a lo que Elías estaba urdiendo.

– Padre, necesito un pequeño favor – Elías respiraba con fuerza, sin tener muy claro cómo iba a solucionarlo, pensando que como se lo suelte de golpe, lo mismo me clava una estaca en el esternón.

– Dígame hijo.

– Desde Roma me piden que aprovechando que estoy por aquí, compruebe si la imagen fue encargada por quien era el obispo de Málaga de entonces. Se está estudiando iniciar el proceso de beatificación y parece ser que esto daría fuerza a quienes defienden ese proceso.

– ¿Habla usted de D. Manuel González García?... ¡El Apóstol de los sagrarios abandonados!

A Elías le pareció que aquello era como jugar a la ruleta rusa. No tenía ni idea de quién podía haber sido aquel obispo.

– ¿Lo conoce? – Fue lo mejor que a Elías se le ocurrió decir.

– Es evidente que por razones de edad no lo conocí en persona, pero mi tío abuelo, que era también sacerdote, fue su secretario en los años anteriores a la II República, e incluso después estuvo con él en su exilio de Gibraltar. Me habló mucho de él, y me contó en varias ocasiones cómo se salvaron in extremis de la quema del Palacio Episcopal saliendo por la puerta trasera. Si quiere, yo mismo le puedo ayudar en lo que sea preciso.

Elías vio un hueco por dónde acecharle sin entrar en más explicaciones.

– Pues sí que lo voy a necesitar. Pero para ello debo pedirle que me ayude a bajar esa imagen al suelo y la tumbemos – El párroco empezó a mirarlo con cara extraña y Elías desaceleró su ímpetu inicial para hablar ahora más pausado, fuera a ser que el párroco pisara el freno –. Necesito leer las inscripciones que debe haber en la base de la talla, por si hace referencia al obispo. Estos detalles que parecen insignificantes tienen su peso en un proceso de beatificación.

Elías sintió que algún día tendría que ajustar cuentas con Dios por la retahíla de mentiras que estaba soltando. El párroco por su parte quedó en silencio, sólo un rato, mirando primero la imagen y después el lugar del suelo donde debían tumbarla. Alzó las manos y empezó a dar palmadas. Llamaba a un tal Antonio, que apareció por la puerta de la sacristía.

– Antonio, tráete ahora mismo uno de los hábitos de monaguillo, que lo vamos a necesitar para tumbar a la imagen en el suelo. Mira, mejor tráete tres.

 Antonio, que aparentaba estar en la veintena de años, tenía el típico semblante de seminarista de manual, con gafas incluidas, piel blancuzca de no haber tomado el sol en décadas, y una intratable calva incipiente. Se paró a medio camino para volver a la sacristía y recoger del armario un par de hábitos blancos que servirían de paño donde colocarían la imagen.

– Ponedlo ahí – le indicó Elías, que volvía a sentirse confiado y empezaba a dirigir las maniobras –. Entre los tres bajaremos la imagen y la tumbaremos con cuidado.

Elías agarró a la Virgen desde la base. Antonio, junto al párroco, se colocaron al otro lado, asegurándose de que la imagen no se fuese para el lado equivocado y acabara con la salud del párroco. La talla no pesaba mucho, apenas unos veinte kilos, así que la maniobra no fue difícil y entre los tres supieron colocarla sobre el improvisado manto hecho de hábitos. Después procedieron a tumbarla sobre su espalda para dejarle los brazos hacia arriba, sin peligro de que se pudieran quebrar con el peso. Elías se fue hacia la base y allí encontró lo que iba buscando. Otra cosa era entenderlo.

– ¿Qué puede ser esto? – Elías le preguntó a ambos, casi como un acto reflejo.

Lo que aparecía eran tres elementos bien diferenciados. Por un lado aparecía las letras I.P.V.P.A.V., y justo debajo dos signos enmarcados en una especie de escudo que le resultó difícil de distinguir. Uno de ellos parecía un árbol. Junto a esa marca aparecía otro signo con forma de barca. Debajo del escudo se mostraba una fecha: 2119.

– ¿Eso puede ser una barca y un árbol?

Los tres estuvieron observándolo un rato. Se miraban entre ellos, pero no se decían nada. Marcaban con el dedo la silueta de los dibujos, hasta que Antonio abrió la boca y dijo que aquello le resultaba familiar, de haberlo visto en el escudo de la barriada de El Palo. Un árbol rodeado de una planta trepadora junto a una barca, y de frente al mar. Al fondo se dibujaba la silueta de la iglesia de las Angustias, la misma en la que había aparecido la primera imagen llorando sangre: la Virgen del Rosario. Antonio insistió en que sólo lo recordaba, pero vagamente. Elías se preguntaba si aquel muchacho tenía una cámara de video por cabeza.

– Yo también he vivido en esa barrida de pequeño – le replicó Elías –, pero no recordaba ese detalle de los escudos. Aunque ahora que me lo dices, puede que lo recordarse de haberlo visto pintado en la Feria o en el campo de fútbol de San Ignacio; pero soy incapaz de asegurarlo.

– Créame – le reiteró Antonio –. El escudo representa un árbol y una barca, pero ya no le puedo asegurar si tiene que ver con lo que aparece ahí. Yo no veo ni la orilla del mar ni la iglesia de las Angustias.

– Y esto… ¿tiene algo que ver con el bueno de D. Manuel González?

Elías no supo qué contestarle. Ya ni recordaba la trama que había improvisado para tenerlo de su parte. Tan sólo dijo un ya veremos, padre, que esto tiene su proceso. El párroco se quedó medio conforme y con la sensación de no entender lo que estaba pasando.

– ¿Y las letras I.P.V.P.A.V.?, ¿y la fecha de 2119?

Elías volvió a preguntarle a Antonio, a ver si por casualidad pescaba algún recuerdo de su insospechada capacidad de memoria. Esta vez no hubo suerte y se quedó en explicar lo obvio, en que esos puntos denotaban que se trataba de un acrónimo, pero que la frase no le resultaba en nada familiar. Lo del acrónimo ya lo había deducido Elías, y hasta el mismo párroco, a pesar de que la confusión le hacía mella en su ánimo y ahora se comportaba menos complaciente con Elías. Le empezó a meter prisa para que se volviese a colocar la imagen en su sitio.

– Voy a hacer una llamada. Si me disculpan

Elías llamó de nuevo al comisario y le explicó lo que había encontrado. El comisario dijo que coincidía con lo que veían ellos.

– ¿Pero habéis tumbado ya la Virgen al suelo? Os dije que esperarais hasta que estuviera seguro de encontrar algo.

El comisario contestó que sí, que era cierto, pero que no había terminado la frase cuando Micaela estaba empujando la Virgen a un lado para mirar lo que había debajo, así que no me ha quedo otro remedio que ayudarla. Pero no nos ha hecho falta tumbarla en el suelo, porque Micaela en cuanto la ha inclinado un poco ha hecho una foto con la cámara de su móvil, que parece que es de los que tienen muchos mega píxeles. Con eso se ha puesto a estudiar lo que había debajo.

– Así que no hemos tenido que engañar a nadie – concluyó el comisario con una cierta sorna que Elías captó de inmediato mientras sentía el bufido del párroco a menos de un metro de su espalda.

– Dile que me mande esa imagen por el móvil para que yo lo pueda comparar con lo que tengo aquí.

A la vez que lo decía, sonaba el sonido de “mensaje recibido” en el móvil de Elías. Se podía escuchar a Micaela de fondo diciendo que ya he pensado en eso y que te lo he mandado hacía cosa de quince segundos. Elías abrió el mensaje y observó la imagen que había sacado Micaela. Tenía suficiente resolución como para distinguir los trazos de la marca del árbol y la supuesta barca. Arriba se repetía las letras I.P.V.P.A.V. y la fecha 2119 en la parte inferior. Era obvio que el patrón común se había encontrado, y que, si se buscaba en otras imágenes, a buen seguro que se toparían con lo mismo.

– ¿Se os ocurre algo? – les preguntó Elías mientras notaba cómo Micaela le pedía el teléfono para hablar directamente con él.

– Ahora mismo sólo veo claro lo del escudo, pero la frase y la fecha, si es que es una fecha, no lo tengo claro.

– Por aquí me han comentado que puede ser un árbol y una barca, y que eso se corresponde con el escudo que lucen en la barriada de El Palo, aunque también me comentan que no es ni mucho menos exacto. Quizá haya relación con la primera Virgen, la de la iglesia de las Angustias. Quizá tengamos que irnos allí a investigar esa imagen.

Micaela se tomó una pausa, aunque le dio tiempo a soltar un no lo tengo muy claro.

– Puede ser una posibilidad, pero yo no veo una relación tan rebuscada, sobre todo si pensamos que podía fallar o que la Virgen podía ser cambiada de sitio en todo este tiempo. Dudo en que no hubiese caído en ese detalle como para plantearse la posibilidad de decirnos “Iros para allá y mirad debajo”, cuando no tenía claro que eso iba a estar ahí setenta años después. Tenemos que pensar en algo que no cambiase de lugar.

– En eso tienes razón – Elías parecía claudicar a las primeras de cambio –. Quizá el acrónimo pueda significar algo. Y esa fecha… ¿qué querrá decir? ¿Quizá pensaba en que todo esto se iba a desatar dentro de un siglo?

– Eso sí que lo dudo del todo – respondió Micaela de nuevo, pero esta vez sonaba a reproche –. No veo por qué tiene que ser una fecha. Lo que está claro es que aquí hay tres elementos separados. El acrónimo, el escudo y el dichoso número que parece una fecha de ciencia ficción. Y si alguien pone un escudo es para que busquemos cosas que estén relacionadas con ese escudo. Un lugar, una familia, un apellido,… lo que sea. Sabiendo eso podremos relacionarlo con los otros dos elementos y encontrar la pieza que nos falta del puzle.

– Micaela, lamento decirte que ahora me encuentro más perdido que antes.

– Pues agradécemelo, Elías. Mejor estar perdido que confundido, que aunque parezca lo mismo, no es igual.

El párroco empezó a mostrarse más vehemente con Elías. Ahora lo conminaba a subir la imagen a su peana. Elías se dio por aludido y volvió junto a la talla.

– Os tengo que dejar, que tenemos que poner las cosas en su sitio. Podríamos vernos los tres esta noche para estudiar lo que tenemos, a ver si somos capaces de sacar alguna conclusión ¿Qué os parece?

– Esta noche te va a resultar imposible – habló el comisario desde el manos libres del móvil–. Se me ha pasado comentarte algo que acabo de recordar.