Viernes de Dolores
Micaela apenas podía levantar su cabeza de la almohada. Miraba alrededor con los ojos entornados y el pelo revuelto sobre la cara. Una y otra vez dejaba caer su cabeza como si fuese un peso muerto, hasta que de pronto, en un arrebato de espontánea clarividencia, sentía que la realidad cotidiana la sacaba de su sopor. Por fin pudo levantar la cabeza, mirar al despertador, y descubrir que ya eran más de las once. Le salió un mierda, me he quedado frita y saltó de la cama. Agarró el despertador con ambas manos y lo agitó con la vana esperanza de que el tiempo retrocediese un par de horas, hasta las nueve: la hora en la que había quedado citada en el periódico. Soltó el despertador sobre el colchón y se sentó a un lado de la cama con las manos sobre sus sienes. La noche había transcurrido demasiado rápida como para poder contar las horas o los tragos. Micaela odiaba emborracharse en la calle, así que solía subirse una botella de black label a su apartamento y daba largas al codo mientras escuchaba música o leía un libro. No siempre era así. Sólo lo hacía cuando la vida requería de una ponzoña que le hiciese olvidar los recuerdos de siempre, aunque tarde o temprano esos recuerdos volviesen al mismo sitio de partida: a su cabeza, como en aquella leyenda del griego Sísifo, solía repetirse ella, condenado a subir una piedra por una colina que luego terminaría cayendo una y otra vez colina abajo. Aquella noche la botella se le hizo corta y los recuerdos sobrevivieron al último trago. Mala cosa, se dijo para sí misma, mala cosa es que me acueste acompañada de la botella y luego me levante sola. Mala cosa es que me siga acordando de todo. Volvió a levantarse y se marchó al cuarto de baño. Abrió el grifo y se refrescó la cara con agua fría hasta que sintió que los párpados ya se le colocaban en su sitio. Miró primero de soslayo al espejo, como si quisiera desatender a la imagen que veía reflejada, pero finalmente se quedó observando sus facciones, la de una mujer que cercaba los cuarenta años, bien parecida, con los ojos verdes y la piel morena. Tenía algunas canas que disimulaba con el tinte, pero en general era una casi cuarentona de buena planta sobre un cuerpo que no había visto crecer ningún hijo en él, así que, como le decía con ironía a sus amigas que ya eran madres, aún las cosas las mantengo en mi sitio. Decidió acercarse a la ventana, tomar el paquete de cigarros, coger uno y fumarlo mientras miraba hacia la calle, a la multitud que no la dejaba descansar ni de día ni de noche. Su apartamento se encontraba en el centro, en un edificio de calle del Mar. Era un apartamento pequeño de una sola habitación, con buenas vistas. No tenía terraza, pero si poseía unos hermosos ventanales por los que se podía ver la centenaria silueta de los ficus de la Alameda, aunque ella prefiriera de siempre mirar el otro lado, hacia la fachada modernista del palacio de Félix Sáenz, un edificio también centenario que vivió mejores tiempos, y que ahora se remodelaba para convertirse en un bloque con viviendas de lujo. Micaela fumaba y pensaba. Daba una calada profunda y miraba al humo como si quisiese escribir en el aire la excusa que tenía preparada en el periódico; aunque en realidad sentía que aquello le daba igual, porque tampoco era la primera vez que le pasaba. Micaela era periodista y trabajaba como autónoma en el diario La Opinión. A ella le encargaban aquellos trabajos de reportera que requiriesen de una buena prosa más allá de los textos planos que solían glosar los periódicos. Gustaba de ser una columnista de noticias, llevar al lector hasta el último renglón sin necesidad de atraerlo con un titular envolvente sacado de contexto. Ella misma era la encargada de hacer las fotos y eso le daba cierta independencia de acción. No necesitaba esperar a nadie y asumía en persona los riesgos, como cuando realizó su reportaje sobre la mafia rusa afincada en la Costa del Sol y se introdujo en una fiesta con cámara en mano y una buena minifalda. En una ciudad en la que apenas pasaba nada, Micaela supo sacar la noticia de todo el corredor litoral que iba desde Nerja hasta Manilva, pasando por Marbella, Estepona, Fuengirola y Torremolinos. Los reportajes sobre corrupción urbanística remplazaron a los de la mafia. Sus investigaciones fueron tenidas en cuenta en varios juicios. Por eso se le permitía ciertas licencias de acción, como poder llegar tarde a una cita en su trabajo. Ahora Micaela daba una última calada, terminaba el cigarro y se empezaba a vestir. Se colocó los vaqueros, una camisa y un jersey gris tres tallas mayor que la suya. Después abrió el primer cajón de su cómoda, recogió unos calcetines gruesos, y se encontró con la foto de su ex novio puesta boca abajo. Micaela la recogió con una media sonrisa, la sacó del marco y la tiró a la papelera, dejando el marco de nuevo en el cajón mientras pensaba que mira tú por dónde ya tengo el marco para la foto de mi ahijada. Finalmente volvió a la cama para colocarse los calcetines y las botas con un doble nudo en cruz, especial para cordones largos: la misma lazada de cordones que le enseñaron en el ejército en donde estuvo como voluntaria varios años. Todo eso fue después de haber dejado los estudios a mitad de bachillerato. Micaela no fue un caso fácil de adolescente. Pasó su niñez en diferentes orfanatos de Andalucía y entró en la adolescencia con evidentes signos de rebeldía. El ejército fue la mejor salida que encontró para no quedarse en la calle. Allí descubrió el valor de la disciplina y del compañerismo; lo que siempre le faltó en los hogares de acogida donde vivió. Su vuelta a la vida civil le permitió mirar las cosas con una perspectiva distinta. Se esforzó en terminar el bachiller para incorporarse a la vida universitaria y estudiar periodismo en Sevilla. Allí destacó por sus notas, por sus exposiciones, sus trabajos, y por supuesto, por su mayor edad y personalidad. Pocos creían que aquella mujer de cuerpo esbelto y facciones delicadas había pasado varios años en el ejército. Yo me he chupado más mili que tu padre y tu abuelo juntos, le decía a sus compañeros mientras le enseñaba el tatuaje con el emblema de la legión. Eso me lo puedo hacer yo en mi barrio, le respondía alguno que otro; y Micaela, recuperando cierto aire marcial, le dejaba claro que si tenía ganas pues que se lo hiciese, pero que como te lo pille un ex legionario y vea que es falso, te vas a acordar tú de la madre que parió al chino que inventó los tatuajes. Terminado los estudios, fue recomendada por un profesor para un trabajo donde se encargaría de hacer las guías turísticas de varios países centroeuropeos. Su excelente forma de escribir y expresarse, y sobre todo su capacidad de sintetizar las ideas, le abrió las puertas para ese trabajo. Micaela viajó y aprendió idiomas. Después de varios años dando vueltas por el mundo decidió volver a su Málaga natal. Estuvo varios meses buscando trabajo hasta que consiguió uno por recomendación de un antiguo compañero de la facultad que ya ocupaba cargo de redactor jefe en el diario La Opinión. Allí estaría de redactora unos meses. Al final ambas partes decidieron que lo mejor era contratarla como freelace y compensar así su capacidad de generar noticias con su incapacidad para fijarse un horario de trabajo. Te pagaremos por lo que nos traigas, le dijeron en la redacción, y ella, casi siempre, traía buenos reportajes, unas veces por encargo y otras buscándose la vida, siempre después de desaparecer de circulación una o dos semanas. Y encima te lo traigo hasta con fotos. El teléfono parpadeaba con el aviso de que tenía algún mensaje en el contestador. No sé cómo no lo he escuchado, se decía para ella misma mientras sopesaba la posibilidad de borrarlos. Estaba harta de las suplicas de su ex novio, que por favor dame otra oportunidad, que lo nuestro siempre ha sido muy especial, que sólo han sido cinco meses pero muy intensos. Micaela siempre odió a la gente que perdía su dignidad. No lo soportaba ver en la televisión, y menos presenciarlo en persona; así que su ex novio estilaba unas maneras un tanto equivocadas para volver con ella. Vamos a ver Micaela, ¿cuándo vas a sentar la cabeza?, le decían las amigas mientras ella respondía que es verdad, que no entendía como no he optado por una vida como la tuya, enganchada a la rutina histórica de millones de mujeres en el mundo. Hijos, más hijos y soportar al marido. A Micaela no le quedaban muchas amigas que la aguantasen, quizá dos, una de ellas era su amiga Teresa, la madre de su ahijada, con la que se permitía el lujo de confesarse. ¿Quieres ser la madrina de Teresita?, le preguntó un día por sorpresa mientras ella le respondía si estaba segura de lo que hacía, porque lo del cura y el agua bendita no va mucho conmigo. Segura no estoy, le contestó Teresa, si lo estuviese no te lo pediría, elegiría a otra, así que estoy aprovechando este momento de duda para dignificar nuestra amistad y de paso darle otro motivo más a Teresita para que me odie en la adolescencia. Por cosas como ésa Micaela se ataba a Teresa y tenía en ella a su amiga fiel. ¿Nunca te has enamorado, Micaela? Claro que sí, Teresa, pero no llegué a saberlo en su momento. ¿Y eso?, le preguntó Teresa. Pues no lo supe porque aún era una niña, pero recuerdo que él era un ángel. Mi niño ángel.
Micaela terminó de vestirse y se recogió el pelo con una cola. Se puso una chaqueta vaquera para paliar algo del frío que recorría la ciudad en el mes de Marzo, que tampoco era mucho. Se colocó la cámara al hombro y salió del apartamento cerrando la puerta con fuerza, asegurándose de que quedaba bien encajada. Dio dos vueltas a la cerradura y se lanzó a las escaleras, que como en casi todos los edificios antiguos de finales del siglo XIX, carecía de ascensor, y tampoco disponía de un hueco donde colocarlo. Ese detalle hizo que los vecinos de mayor edad se fuesen marchando para dejar sus pisos en alquiler a gente más joven. Todo el edificio había sido remodelado por el ayuntamiento acogiéndose a los planes de rehabilitación del centro histórico, así que lejos de vivir en un edificio en ruinas, Micaela disponía de un apartamento en muy buen estado, eso sí, sin ascensor alguno, pero con una estupenda escalera con baranda de mármol coronada al final por la figura de un león que aparecía sentado con la pata colocada sobre una esfera, igual que la manida imagen de los leones de las Cortes Generales de Madrid. También era cierto que viviendo en el primer piso las escaleras se hacían más cortas.
Micaela no tardó en llegar a la enorme puerta de madera que cerraba el portal. Apoyó las manos sobre el picaporte y respiró profundo, casi cerrando los ojos, preparada para enfrentarse a la marea humana con la que se venía topando desde hacía dos meses. Aquella ingente masa le estaba sacando lo peor de su personalidad. Micaela no aguantaba las aglomeraciones. Había estado en muchas de ellas a través de sus viajes por el mundo, como en su documentación sobre los Carnavales de Venecia y Río de Janeiro, o la del maratón en la ciudad de Nueva York. Sin embargo, toda aquella gente que veía en la puerta de su casa no estaban allí por diversión ni asueto; sus miradas eran las mismas que pudo ver en su día en el Kumbh Mela, en la reunión de fieles y peregrinos más grande del planeta que tenía lugar cada doce años a las orillas del río Ganges, en la India. Aquellos visitantes habían adquirido el pasaporte de peregrinos en cuanto comenzaron a deambular por las calles de Málaga, entre templo y templo, cruzando las calles y plazas, visitando a cada una de las Vírgenes milagrosas. El orbe cristiano carecía de un lugar como era la Meca para los musulmanes o el Ganges para los hindúes. Un sitio elegido por Dios donde expiar todos los pecados. Sólo quedaba que algún elegido se fuese reinventando los lugares para darle el colofón de Ciudad Santa, lo mismo que hizo en su día Santa Helena con lugares santos de Jerusalén. A Micaela le seguía asombrando la capacidad de absorción que había adquirido la ciudad para con todos sus visitantes. Cada uno de ellos vivían imbuidos en una procesión de fe que casi los mistificaba, les abría los chacras allí donde los tuviesen, y los unían a la comunidad de fieles que cohabitaban en las plazas y calles, sin guión aparente, pero sin que nadie hiciese práctica de una improvisación que desentonara. Todo lo contrario. Ni el más estricto régimen dictatorial hubiese mantenido un orden tan sincronizado como el que se observaba en cualquier calle de Málaga. Había sitios donde se paseaba en un silencio casi enlutado, como ocurría en calle Comedias o en la plaza de los Mártires, cerca de la iglesia del mismo nombre. También era un espectáculo lo que ocurría en todo el cauce del río Guadalmedina o en la avenida de la Aurora, al lado de la iglesia de San Pedro, que también albergaba otra de las Vírgenes, lo que obligó a cortar el tráfico desde la misma plaza de Manuel Alcántara hacia delante. En otros lugares se cantaba al unísono, como en la plaza de la Constitución o en la plaza de la Merced, justo alrededor del obelisco al General Torrijos. Micaela llamó a aquello “mi pequeña Jerusalén”. Así tituló el reportaje que estaba haciendo sobre la ciudad vista desde la parte de los invadidos; es decir, de los miles de malagueños que no entendían por qué ahora no podían circular por el centro de su ciudad, o por qué tenían que guardar silencio al pasar por ciertas calles, o por qué tenían que vivir en un perpetuo concierto al aire libre cuando paseaban. Pocos eran los que se satisfacían con aquella nueva situación caída del cielo, con ese acontecimiento nacido de las lágrimas de seis Vírgenes repartidas por varios templos de la ciudad. Los pocos que se atrevían a romper el monótono ajetreo de los visitantes eran los vendedores ambulantes, que al grito de llevo la Coca-Cola, la Fanta, la arvellana y toa el agua bendita que me pidan, se iban haciendo de un sueldo importante todas las semanas. Hasta las fotos, que al principio Micaela sacaba con el esmero de un coleccionista, ya casi carecían de valor testimonial. Todos los gestos, las actitudes, y hasta la misma gente, parecía repetirse en un bucle infinito. Eran las mismas fotos copiadas unas de otras. Si tiro la cámara al suelo me sale por lo menos dos buenas fotos que ya habré hecho, decía Micaela a modo de sorna, echando de menos en todo aquel escenario bíblico la elección de un lugar donde los fieles pudiesen lanzarle piedras al diablo para lavar sus pecados, como en la Meca cuando los peregrinos llegan a Mina. Una ciudad no puede ser Santa si no le otorga su sitio al demonio, decía Micaela en su artículo, que proponía el horroroso obelisco de la plaza de Uncibay como lugar idóneo del apedreamiento, al que calificaba de grosero monolito alicatado que merecía ser apedreado, hubiese diablo o no.
Micaela consiguió al fin iniciar el camino entre la decena de personas que se habían sentado frente a su portal con guitarras y partituras. Hoy toca concierto al aire libre, se volvía de decir a sí misma mientras saltaba con resignación entre los huecos de las piernas, igual que si estuviese saltando entre piedra y piedra para cruzar un charco. A veces, en el intento, pisaba alguna mano o caía sobre alguna pie, pero lejos de crearse algún incidente, el suceso siempre se resolvía con un Sea la paz del Señor contigo o algo del mismo estilo en cualquiera de los idiomas del mundo. Micaela no sabía ya qué hacer para abroncarse con alguien, para sacar a algún visitante de sus casillas. Necesitaba su dosis de altercados de los de “qué de qué” con mirada desafiante de por medio y barbilla apuntando al cielo. Pero no había manera. Todo el mundo parecía sentirse vigilado por un Dios, que al poco que te dejases llevar por el instinto humano, te echaría de su Ciudad Santa. Micaela continuó caminando entre la gente hasta encarar calle Nueva. Aquí tenía dos opciones: seguir por la misma calle Nueva o coger calle Larios pasando por calle Esparteros. Todas eran calles peatonales, pero la decisión que debía tomar era la misma que cuando se va en coche y se opta entre dos vías alternativas para no toparse con una caravana. Eso era la vida de los malagueños en aquellos meses, optar entre una calle u otra para llegar a casa sin quedarse clavado en mitad de una multitud que se estaba poniendo a rezar justo en ese momento, delante de uno, sin preguntar un disculpe señor, señora, quiere que le ayudemos a llegar a casa y luego nos sentamos. Era fácil distinguir a los foráneos de los autóctonos por la forma en que los segundos deambulaban desesperados por sus calles. Los primeros no daban muestra alguna de desesperación o de enfado. Micaela decidió guiarse por la confusión y se lanzó camino de calle Nueva. Esperaba que aquel Viernes de Dolores, que estrenaba a deshora, le guiase por el buen camino, o al menos que no le hiciese topar con alguna congregación norteamericana. Ellos eran, con notable diferencia, los más sincronizados y los que nunca perdonaban la mínima oportunidad de cantar y rezar allí donde el Espíritu Santo les dijese. El cómo el Espíritu Santo se hacía entender con ellos era un misterio, pero cantar se ponían a cantar; y eso nadie lo ponía en duda. Micaela aligeró el paso como si fuese a perder un autobús. Consiguió llegar al final de calle Nueva en el cruce con calle Especería, que llevaba directo a la plaza de la Constitución. Allí ya se habían instalado las tribunas provisionales que cada año se montaban en Semana Santa. En ellas, algunos privilegiados malagueños, alcaldesa y obispo incluidos, disponían de un mirador privilegiado para ver la procesión de los tronos de la Semana Santa. Todos ellos iniciaban su recorrido desde sus templos y casas hermandad hasta un circuito oficial que pasaba por la Alameda hasta calle Larios, cruzando luego por la plaza de la Constitución, justo por delante de las tribunas desmontables. Si ya de por sí la circulación peatonal se complicaba en aquella plaza cuando llegaba la Semana Santa, los sucesos acontecidos provocaron un colapso sin precedentes. La mayor parte de la tribuna fue inhabilitada para que fuesen colocadas las cámaras que buscarían las mejores imágenes de las Vírgenes milagrosas portando el manto, la corona, el palio, las flores, las cientos de velas encendidas, y las muy famosas máculas de sangre que les había brotado a cada una de ellas a modo de lágrimas. En los itinerarios que se repartieron para informar de los horarios de las procesiones venía marcado en rojo la salida, el recorrido y el encierro de las cinco cofradías que portaban algunas de las imágenes milagrosas, lo cual hizo predecible el inmenso colapso que se avecinaba en esos días claves. La última, la de la Virgen del Rosario, la primera que apareció llorando sangre, no se sacarían en procesión en esas fechas, sino en el mes de Octubre, y sólo por las calles de la barriada de El Palo. Para entonces se esperaba un abordaje de creyentes que amenazaban con convertir la otrora barriada de pescadores en una nueva “Fátima” o “Lourdes”. Micaela apuntaba con detalle todo lo que iba viendo para construir un reportaje, que trajeado con una buena prosa y adornado con buenas fotos, me puede dar sus premios, se repetía con el convencimiento de un oráculo. Pero todo aquello debía esperar de momento; esperar a ver cómo se iba resolviendo los acontecimientos para saber si el maremoto que lo embarraba todo amenazaba con quedarse, con convertirse en una tradición anual, o por lo contrario se encallaría en los lodazales del olvido para no volver nunca más y dejarlo todo igual que estaba, como esas catástrofes naturales que aparecen en todos los telediarios durante días, pero que al cabo de las semanas se olvidan como si nada hubiese ocurrido. Micaela continuaba por calle Granada. Y se preguntaba en cómo terminará todo aquello. Mezclaba en su reflexión una porción de curiosidad con otra porción de auxilio, porque de alguna manera, como malagueña y habitante de la ciudad, deseaba con todas sus ganas que le devolvieran sus calles, sus carreteras y sus plazas; que llegaran al fin la horda de turistas ávidos de Picasso, de chiringuitos, de sangrías, de sol, de playa, y que barriesen con sus bermudas y sus incalificables camisas todo lo que ahora la asfixiaba. Los malagueños sólo querían tener la ciudad mundana y pecadora de siempre; esa ciudad despejada de ataduras milagrosas y de escenarios propios de una novela de Dante. Micaela continuó caminando y ahora giraba a la derecha camino a la plaza del Carbón, con la torre de la Catedral como testigo, pero no se dirigió hacia allá, sino que cogió recto por calle Granada hasta la misma entrada del periódico La Opinión, frente a la plaza de Uncibay: la plaza donde descollaba su detestado obelisco al que Micaela le deseaba un futuro de lapidaciones. Ya delante de la puerta del periódico, golpeó con los nudillos sobre el cristal de una de las ventanas para que se le acercase el guardia de seguridad y le abriese, primero la cancela metálica, y después la puerta de entrada, que cerrada desde que tomaron la plaza contigua como zona de acampada. El guarda de seguridad la saludó con un qué tal Micaela, han bajado a preguntarme si habías aparecido, y Micaela le devolvía una sonrisa amable mientras levantaba la mano a modo de déjalo, que ya sabes que lo mío no tiene remedio. Se dirigió después hacia el ascensor que la llevaría a la última planta, pero antes se dio media vuelta para volverse al guarda y pedirle si tenía por ahí un gelocatil, una aspirina o algo que se le parezca en forma o función, que el dolor de cabeza que tengo me tiene loca. El guarda se excusó mientras miraba a la chica de recepción, que también negaba con la cabeza. Micaela se resignó y se marchó al ascensor. Allí se entretuvo en mirarse al espejo, ajustarse el jersey, y acicalarse de nuevo el pelo, todo ello con la celeridad que obligaba el corto tránsito entre la planta baja y el último piso. Finalmente, el ascensor llegó y abrió su puerta, volcándola de frente con Ricardo Vázquez, el jefe de redacción y la persona con quien estaba citada tres horas antes.
– Hola, Micaela… ¿te sigues acordando de mí?
Micaela pasó de largo y se dirigió directa a su despacho. Levantó una vez más la mano y apuntó al final del pasillo cuando pasó cerca de él, sin decir nada, con los labios apretados y un gesto de discúlpame, pero ya sabes cómo me salen estas cosas a mí. Ricardo la observaba y negaba con la cabeza a la vez que la seguía hacia su despacho, sin dejar de mirar su reloj, como queriendo reorganizarse el día con sólo mirar las manecillas.
El jefe de redacción cerró la puerta con suavidad, sin hacer ruido, dejando que el clic del pestillo sonara en toda la habitación. Ahora se marchaba a su asiento, cruzaba los brazos detrás de su nuca, y estiraba su espalda hacia atrás, dejándose caer sobre el respaldo del sillón. No decía nada, sólo esperaba a que Micaela le empezase a contar algo. Pero tampoco ella decía nada, sólo observaba la pared que tenía enfrente con las decenas de diplomas que certificaban la asistencia a un curso, a un simposio o a un máster, alguna en inglés y otras en español. Miraba a su izquierda, a la estantería llena con libros y enciclopedias que se quedaron ahí para no abrirse nunca jamás y que ahora ayudaban a soportar las mejores fotos de Ricardo: con el Rey en un acto del periódico en Madrid. Con la alcaldesa. Con el Papa acompañado por su mujer vestida de mantilla. Eran fotos que no podían quedarse en casa escondidas en un álbum familiar y que servían para lo que servían: para presumir y lucir palmito, se pensaba Micaela mientras dejaba pasar el tiempo. Sabía que en esas partidas de silencios siempre era Ricardo quien movía la primera pieza. Pero esta vez la cosa se estaba alargando más de lo acostumbrado.
– ¿Qué tal tu mujer, Ricardo?
– Bien. Nos estamos divorciando, pero por lo demás bastante bien.
Micaela recordó por qué a ella no le gustaba comenzar la charla. Tenía el don de la imprudencia inconsciente, que por ser inconsciente no dejaba de ser imprudente.
– Ah, bien,… me alegro por ella… me refiero a lo de que esté bien, no a lo de divorciarse de ti y todo eso… – Micaela se habría pegado un tiro ahí mismo si hubiera tenido a mano una pistola.
– Déjalo Micaela – ahora prosiguió Ricardo – Si por más que lo quieras arreglar lo único que vas a conseguir es empeorarlo. Puede parecer difícil pero seguro que lo consigues empeorar.
Ricardo se echó hacia adelante y ahora colocaba las manos sobre la mesa. Buscaba un sobre que debía tener entre la decena de papeles que desordenaba con un orden premeditado: a la derecha lo importante, a la izquierda lo menos importante. Quedaba por recordar si lo que buscaba lo consideró en su momento importante o menos importante. Lo buscó durante un buen rato, hasta que al fin soltó un aquí te tengo mientras recogía un sobre de papel estraza sin sellos ni franqueo. El sobre sólo hacía de recipiente de un contenido que ahora Ricardo extendía sobre la mesa. Consistía en varias fotos en blanco y negro. Ricardo las apiló y se las dio a Micaela.
– ¿Conoces a alguien en estas fotos?
Micaela sonrió mientras pasaba una foto tras otra. En las fotos se veía al comisario Javier López junto a Elías entrando por la verja del Sagrado Corazón, acompañados del hermano Beltrán.
– Al tallo de metro noventa lo conozco de vista. Es un comisario de policía muy amigo de la alcaldesa. De eso lo conozco. Sin embargo al otro que entra con él, pues no lo he visto nunca, aunque tiene cara de cura importante, de los de manual. Aspecto pulcro, buenas maneras en el vestir, ropa cara diría yo; piel bronceada y pelo bien cortado. No tiene aspecto de exprimidor de Biblias en parroquias de medio pelo, así que debe venir del Vaticano. Seguramente jesuita por aquello del trato familiar que le dispensa el otro cura, que ese sí que sé que es jesuita. La foto está tomada en la entrada de la iglesia del Sagrado Corazón, lo que corrobora mi tesis de que es jesuita. ¿Algo más que deba saber?
Ricardo sonreía con aquellas maneras que estilaba Micaela cuando exponía sus razonamientos. Tenía cierta habilidad para identificar las sutilezas que ocultaba una foto, un gesto o una frase inadecuada dicha en un momento inapropiado. En realidad, el resultado de sus conjeturas era lo de menos. Lo mejor siempre era la manera en la que exponía los resultados. Muchas veces la quiso convencer para que diese el salto a la televisión. Él conocía gente en la emisora local que la ayudarían a dar el salto a las televisiones nacionales, que es donde se cocían los mejores contratos. Pero ella no estaba por la labor y prefería tirar de tecla y procesador de texto en lugar de lucir maquillaje y modelitos en la pequeña pantalla; porque además la tele te engorda, decía siempre, y ya sólo me faltaba eso, verme gorda y volverme loca en el gimnasio subiendo y bajando mancuernas para filetearme el abdomen. Como tú veas Micaela, le respondía Ricardo, pero de verdad pienso que triunfarías y te harías de oro presentando programas de esos con mucha señora de laca entre el público. Micaela prefería callar un instante antes de decirle que es verdad, que mira cómo se me caen los lagrimones por no estar presentado lo último de la Fashion Week . Créeme, Ricardo, la televisión buena se acabó cuando dejaron de emitir la carta de ajuste. Esto que hacen ahora es otra cosa.
– Las fotos las ha hecho Roberto, uno de los fotógrafos de la redacción. Son de ayer mismo por la tarde.
– ¿Las ha hecho por casualidad? – preguntó ahora Micaela –. Quiero decir si es que pasaba por allí o hay algo más que debería saber.
Ricardo se echó hacia atrás y volvió a cruzar sus brazos por detrás de la nuca. Ahora miraba a Micaela con cierto aire de satisfacción, como si estuviese esperando a que Micaela le hiciese aquella pregunta antes de empezar a hilar toda la trama que traía en mente, y de la cual, en buena manera, ella también formaba parte. Algún gesto tuvo que delatar su satisfacción para que Micaela decidiera acompañarlo con la misma sonrisa, sin dejar de mirarlo, pero alternado esa mirada con varias ojeadas a las fotos que sostenía entre las manos.
– Pocas cosas ocurren por casualidad, mi querida Micaela, salvo que te toque la lotería, que tampoco es casualidad si echas el boleto. Pero bueno, empiezo a contarte desde el principio.
Ricardo se levantó de su asiento y se marchó hasta la ventana. Miró desde su despacho el panorama que presentaba la plaza de Uncibay, toda atestada de gente. Colocaba las manos a su espalda y comenzaba a respirar con suavidad, recolocando todas las ideas en su cabeza.
– En el mes de febrero, a poco de ocurrir lo de las Vírgenes, un concejal del partido de la alcaldesa, tuvo una reunión de amigos en un restaurante del centro de Málaga. Te hablo de cuando en el centro se podía respirar – Ahora Ricardo parecía hacer un leve gesto de añoranza –. Pues bien, lo que celebraban no viene a cuento ahora, pero se dio la ocasión propicia para que este concejal empezase a beber más de la cuenta. Ya se sabe qué ocurre cuando los hombres bebemos de más: que si exaltación de la amistad, que si me caes bien, que si mira cómo está aquella pichona que acaba de entrar. Así hasta que se llega a la revelación de la verdadera personalidad, y este concejal, fanfarrón como el que más, se le empezó a calentar la boca y a contar lo que no tenía que contar. Y mira tú por dónde dijo algo sobre la llegada de un agente especial del Vaticano. Así lo dijo tal cual, un agente especial del Vaticano que venía a investigar el asunto de las Vírgenes. Los amigos le dijeron que si eso no puede ser y el otro que sí, que sólo lo sabía él y dos más, alcaldesa y obispo incluidos; y que como sois buenos amigos, que por favor no se lo contéis a nadie.
– Y parece que sí que se lo contaron a alguien – Interrumpió Micaela para confirmar lo evidente.
– Contarle un secreto a un muy buen amigo es la estupidez más grande que se puede cometer, entre otras cosas porque ese “muy buen amigo” también tiene otro “muy buen amigo”, y así sucesivamente hasta que al cabo de unos días el secreto está repartido entre todos los “muy buenos amigos” del mundo. En fin, es fácil de imaginar que entre uno y otro me llegó la noticia. Pero esta vez quien me lo contó no fue un “muy buen amigo”, sino un confidente.
– ¿Y es de fiar ese confidente? – preguntó Micaela.
– Lo es en la medida en que te llega la misma versión de dos lugares distintos. Pregunté en qué restaurante se dijo eso, y mira tú por dónde conozco al dueño bastante bien. Y te puedo asegurar que él y unos cuantos más escucharon aquel secreto a voces en boca del concejal bocazas.
– De acuerdo – ahora continuaba Micaela –. Tenemos un rumor, pero todavía no tenemos una noticia. ¿Cuándo empiezas a contarme lo bueno?
Ricardo se dio media vuelta para mirar de frente a Micaela. Ella seguía sentada en su silla con cierto desdén en la postura, medio tumbada. Le sonreía y él respondía también con otra sonrisa. Ahora Ricardo anduvo hacia su mesa y volvió a sentarse. Micaela se reincorporó en su asiento para atenderlo mejor.
– Bueno, menos mal que te tengo para recordarme cómo funciona mi oficio – prosiguió Ricardo, abrigando su frase con cierta sorna cargada con algo de reprimenda –. Así que mi siguiente paso era averiguar cuándo llegaría y con quién se reuniría ese dichoso agente del Vaticano que a buen seguro nadie conocía; porque de haberlo sabido alguien, nuestro querido concejal lo hubiese anunciado hasta en código Morse. Sólo sabíamos una cosa, y esa era la clave de todo: nuestro hombre era jesuita.
– ¿También lo dijo el concejal? – preguntó Micaela –. Al pájaro éste no le queda ni dos telediarios como político.
– No, no lo dijo porque no lo sabía – contestó Ricardo –. En realidad no lo sabía nadie, ni yo mismo. En realidad fue una intuición.
– ¿Intuición?… ¿te has dejado llevar por una simple intuición para tener a un fotógrafo haciendo guardia con una cámara todo este tiempo?
– Pues claro que sí – respondió de inmediato Ricardo con un expresivo gesto de sorpresa –. Las mejores noticias suelen empezar por una intuición. Se tira del hilo y a veces sacas algo, y otras veces pues no sacas nada. Olfato de periodista se le llama a esto. Parece mentira que me lo recrimines siendo tú la reina de las intuiciones.
A Micaela no le hizo ninguna gracia esa afirmación que le soltó Ricardo. Cada decisión suya venía sopesada con un sinfín de análisis que podían ser propios de un jugador de ajedrez. No había nada que la enfadase más que tomar el camino equivocado para llegar a una buena noticia; quizá por eso se sentía desorientada al verse allí sentada, escuchando a Ricardo, dispuesta a comenzar un reportaje que se iniciaba con una simple intuición. Estaba claro que Ricardo no quería ver más allá del barniz con que ella lustraba sus reportajes, y tal vez por eso reducía a la absurda expresión de “reina de las intuiciones” su más que sopesadas decisiones.
– Me vas a perdonar que discrepe contigo en eso de las intuiciones, pero ya será otro día. Ahora cuéntame qué pinto yo aquí en todo esto. ¿Quieres que nos pongamos a intuir los dos juntos?
Si Ricardo hubiese podido echarse a un lado, lo habría hecho para que el dardo envenenado de Micaela no se le hubiese clavado entre ceja y ceja, que era donde ella estaba fijando su mirada, tintándola con un suave matiz de odio, un odio controlado, pero suficiente como hacerle sentir incómodo. Ricardo recobró su postura en el sillón y dejó pasar unos breves segundos. Después exhaló una profunda respiración y se preparó para seguir hablando, esta vez con pausa, como si estuviese contando las vocales a la vez que las pronunciaba.
– Fue una intuición. Sólo eso, pero parece que he acertado. Primero pensé en poner a alguien en el aeropuerto, pero ya sabes que eso es imposible con toda le gente que está entrando a diario. Sopesé que no podía ser ni un salesiano ni un hermano marista ni un cura de parroquia. Pensé en un jesuita por aquello de que se les señalan como los agentes secretos del Papa a causa de ese dichoso cuarto voto de obediencia estricta que no tiene ninguna otra orden. Así que le pedí a Roberto que se paseara por el obispado, o por el Sagrado Corazón o por la comunidad que tienen los jesuitas en la barriada de El Palo, allí en el colegio San Estanislao de Kostka. No estaba ocurriendo nada relevante… hasta que ocurrió; y ayer mismo, en cuanto recibí estas fotos, te llamé para que nos viésemos. Pienso que aquí hay una buena historia que contar.
Ahora era Micaela quien se incorporaba en su asiento. Apoyaba los codos sobre la mesa, juntaba las manos, y colocaba la barbilla sobre sus dos puños cerrados.
– Y tu idea entonces… ¿cuál es?
– Pues mi idea es que te enteres qué está pasando, porque desde luego algo debe estar ocurriendo cuando el obispo y la alcaldesa se conchaban, y donde además se pretende que la opinión pública quede al margen de todo este asunto. Pero para eso estamos nosotros, los del famoso cuarto poder, para informar allí donde otros no quieren que se sepa nada. El cómo lo consigas, ya eso me da igual. Puedes hacerte monaguillo de la santa orden de las Mariquita Pérez, o puedes ponerte un liguero y pasearle el muslo por la cara; eso ya no me incumbe, pero eso sí, sólo te pido que me traigas un buen reportaje.
Micaela se tomó su pausa antes de seguir hablando. Había echado mano de un bolígrafo y ahora se lo hacía pasar entre los dedos de su mano derecha.
– Estamos hablando de algo serio, Ricardo. No se trata de un ruso al que le puedas meter cuatro vodkas en un bar de Puerto Marina, ni un concejal de urbanismo que farda con su Rolex nuevo. Se trata de un cura muy bien entrenado que hasta negará saberse el credo. Sospecho que sólo tengo dos alternativas: hacer que ni me vea en todo este tiempo, o ir a él y explicarle cómo están las cosas. Estoy segura de que no le interesará que todo se airee antes de tiempo y mucho menos que publiquemos conjeturas en lugar de una información contrastada. Trataré de llegar a un pacto: él nos informa, trabajamos juntos y nosotros no publicaremos nada hasta que estemos de acuerdo. Deberemos pactar que seamos nosotros los primeros en publicarlo. Dudo mucho que esto se pueda publicar sin el consentimiento de quienes tú sabes. Así que lo mejor es que nos ganemos ese mérito de poder ser los primeros. ¿Estarías de acuerdo en pactar con el cura?
Ricardo volvió a dibujar un gesto de sorpresa en su rostro. Esta vez echó la cabeza hacia atrás como si se le hubiese soltado un muelle del cuello. Micaela seguía hilvanando conjeturas sin parar, y ahora le proponía un pacto con un cura al que todavía ni había visto. Aquel reportaje no saldría nunca a la luz hasta que lo permitiesen. En realidad no había otra opción que conseguir el permiso para publicarlo, pero ese mérito aún no se lo habían concedido. Micaela ya tenía fijado su objetivo.
– Me parece perfecto – le respondió Ricardo –. No me queda otra, así que éntrale al cura por donde lo veas más claro y mira a ver qué eres capaz de conseguir. Si además de todo eso le vuelves loco como para que acepte tu ayuda, pues estupendo, así tendrás la información de primera mano. Quién sabe, a lo mejor está Dios detrás de todo este asunto y me vuelves convertida en una Santa Teresa.
Micaela enarcaba el entrecejo sin entender muy bien por qué Ricardo se ríe de sus propias tonterías, cuando no tienen ninguna gracia. Pensó en que, tal vez, existe una edad en la que el género masculino se pierde sin retorno; y Ricardo hace tiempo que ha cumplido con esa edad.
– Homo est Deus – respondió Micaela –, el hombre es Dios como dicen algunos, así que sea lo que sea, encontraremos a Dios de una manera u otra.
– ¿Y esa frase en latín?, ¿de dónde la has sacado?
Micaela sonreía y guiñaba a Ricardo con cierta complicidad mientras recogía sus cosas y se marchaba del despacho. Antes de salir se dio medio vuelta y se dirigió de nuevo a él.
– Desde luego, eso no se aprende en la tele que tú ves. Ya sabes que tengo la fea costumbre de abrir los libros para leerlos.