Jueves Santo
La mañana siguiente, la del Jueves Santo, cuajó en un día soleado de justicia, con temperaturas que rozaban los 27 grados y una humedad del 90 por ciento. Tanto calor hizo que respirar fuese insoportable en las calles invadidas del centro. Los fieles se planteaban si sus prendas rojas, muchas de un tejido inadecuado para temperaturas tan altas, eran obligatorias. Nadie se atrevió a quitársela y los sudores arreciaban de forma plétora en los rostros de muchos. Ante tanto calor, se improvisó que la jornada empezara antes de lo dispuesto. A primera hora de la mañana todo el mundo comenzó a desfilar al encuentro del reparador desayuno. Éste lo constituía un sencillo bollo de pan rehogado de aceite de oliva con azúcar que se repartía a decenas de millares por distintos puntos de la ciudad. Eran recogidos, de forma casi intachable, sin ningún tipo de altercados. La gente se lo comía y asumía que ya no habría más comida hasta el caldo de la tarde, que también se servía en puntos localizados de la urbe sobre gigantescas ollas que daban de comer a todo el que se acercaba. El Ayuntamiento había pedido el auxilio tanto del Ejército como del Gobierno Central para toda la brega que se le vino encima con la llegada de los fieles. Entre esas tareas de obligado cumplimiento estaba el cocinado de la comida que se iba necesitando en el día a día. Todo fue sufragado con los fondos reservados que el Estado dedicaba a la asistencia en caso de desastre natural. Esto tenía todas las trazas de serlo. La comida era cocinada en los bordes de la franja invadida, en la parte que quedaba pegada a las playas de la Milagrosa, la Misericordia y Huelin, donde además de disponer del suficiente espacio para los guisos, se mitigaba el peligro que ocasionaba la acumulación de tantas bombonas de gas en un mismo sitio. Aún así, la comida no era mucha y el sacrificio del ayuno se perfilaba en los rostros de mucho de los fieles. Lejos de quejarse, se lo tomaban como una purga del alma, un sacrificio del cuerpo que adquiría ya la óptica de un asceta.
El Jueves Santo no era un día cualquiera, era un día marcado en rojo en el calendario malagueño de los festejos de Semana Santa. Era el día en que el Cristo de la Buena Muerte “el Cristo de Mena” era homenajeado por la Legión en un acto que congregaba a miles de fieles. Pero este año la Legión estaba en otros menesteres y no desfilaba ante la imagen del Cristo de Mena. Se rompía con una tradición que ya venía de muchas décadas atrás. La Legión había sido movilizada semanas antes para engrosar al contingente militar que se repartió por toda la ciudad. Se podía ver a los legionarios en grupo de cinco o diez manejándose en los bordes de la zona invadida o entre las calles del centro, desahogando entradas y salidas, procurando imponer el orden cuando la ocasión lo requería. Otras veces ellos eran quienes acudían los primeros al traslado de algún enfermo allí donde la ambulancia o los sanitarios no llegaban. Por una u otra causa, la Legión estaba sin estar, y el Cristo de la Buena Muerte, en aquella mañana del Jueves Santo, aparecía en el suelo bocarriba, sobre su cruz, tumbado justo a la entrada de la Parroquia de Santo Domingo, sin nadie a su lado, con el puente de los Alemanes al frente, circundando por un gentío de fieles que lo miraba expectante desde la distancia, a una treintena de metros, como si fuese un objeto extraviado. Nadie se acercaba a menos de esos treinta metros. Tampoco nadie se atrevía a romper el cordón invisible que se había creado entre ellos y la imagen del Cristo de la Buena Muerte. Nadie se preguntaba qué hace el Cristo colocado de aquella manera en la puerta del templo. Todo estaba quieto, en silencio, como si el tiempo se hubiese parado en ese instante, hasta que de pronto, rompiendo el cordón invisible que contenía a la gente, apareció un legionario atravesando el amplio espacio que quedaba entre la masa de fieles y la figura del Cristo, luego saludó a la imagen con marcialidad, y después se colocó a un lado, celando la imagen, tieso como una vara, con la barbilla apuntando al cielo. No hizo otra cosa. No la tocó ni hizo ningún aspaviento. Su ademán se redujo en estar allí, sin más, mirando al infinito. Al instante aparecieron otros legionarios. Hasta cinco. Se colocaron a uno y otro lado de la imagen tras el mismo saludo marcial del primero. Igual que el anterior, se quedaron inmóviles, mirando al infinito. Todo seguía quieto y el tiempo apenas había surcado un instante. Pero la gente reaccionó. Empezaron a buscar a otros legionarios, a propagar el silencio que traía los sonidos de esos seis legionarios que estaban celando la imagen. Todos y cada uno de aquellos fieles pudieron oír, sin que mediara palabra alguna, que la legión iba a cumplir con la tradición. Ahora las miradas sí que hablaban y le decían “venga” a cada legionario que se les cruzaba. Acércate que te andan esperando. Y todos aquellos legionarios que lo escucharon, o que creyeron escuchar lo que nadie les dijo, fueron corriendo entre el pasillo que la gente iba dejando: pasillos kilométricos lindados por miles de manos que tentaban sus hombros para empujarlos, pare decirle que ya deberías estar ahí, corre, que el Cristo te espera. Al cabo de unos cinco minutos habían llegado casi todos. Formaron en siete filas de diez hombres, todos envarados, la camisa de dos tallas menos bien abierta, la barbilla apuntando al cielo y luciendo la bandera del tercio Gran Capitán, dispuesto a cruzar las calles de Málaga a 160 pasos por minuto. Era la cadencia del desfile de la legión que ningún otro ejército del mundo se atrevía a copiar. Todo el mundo seguía sin hablar y el tiempo se quedaba congelado en el mismo instante del principio, hasta que los seis soldados, los seis que primero llegaron, se cruzaron las miradas con un leve gesto de sus barbillas, levantaron el Cristo a hombros y dieron inicio al desfile de los legionarios sobre unas calles hechas de gente que se abría frente a ellos como si se obrase de nuevo el milagro del Mar Rojo. La gente perdió el hábito del silencio y comenzó a gritar. Aquel Jueves Santo se convirtió en un día memorable donde nadie pudo saber si el tiempo había pasado. Las calles hechas de gente se quedaron abiertas para el otro gran trono, el de la Esperanza, con el palio más grande de todo el barroco, siguiendo la estela del desfile, remolcado por la conmoción de todos los que estaban allí. Las flores se fueron acabando y ahora se despachan las centenares de palomas que habían sido retiradas de los parques. Las aves revoloteaban entre los palios y se posaban sobre las imágenes. Lo inundaron todo con el sonido hueco de miles de aleteos, con la lluvia de cientos de plumas que caían ingrávidas como si se tratase de copos de nieve. Era la nieve del Jueves Santo. El resto de tronos, como La Sagrada Cena, María Santísima de la Paz, Nuestra Señora del Gran Poder, Viñeros, Jesús del Santo Suplicio, La Misericordia, La Amargura o Jesús Nazareno del Paso, hicieron lo mismo que los tronos anteriores, sustentándose sobre la estela que marcaba el desfile de los legionarios.
Mientras ocurría todo eso, el comisario, Micaela y Elías, circundaban la zona invadida por el lado de la ciudad que conectaba con el Paseo Marítimo de Antonio Machado. Lo hacían en moto, en dirección a la estación de trenes María Zambrano; aunque ése no fuese su destino. Iban camino del viejo inmueble que había de frente, al otro lado de la calle Héroe de Sostoa, que albergaba la residencia de ancianos de las Hermanitas de los Pobres desde hacía décadas. El edificio era de finales del siglo XIX y contenía el panteón familiar de la familia Larios: el apellido más ilustre de la urbe. Era un inmueble con una planta imponente de ladrillo visto que daba hospicio a unos ochenta ancianos con pocos recursos económicos. El comisario les adelantó, esa misma mañana, mientras esperaban a los agentes motorizados, que Inés Albilla llevaba interna cerca de ocho años, que no parecía quedarle mucha familia, y que los recursos económicos con los que contaba debían ser escasos para haber optado a esa residencia, que por otro lado tenía fama de estar muy bien cuidada por la orden religiosa a pesar de vivir de la caridad. Los tres bajaron de sus motos justo delante de una fuente grotesca que afeaba el frontal del edificio. El comisario dio orden a los motoristas para que se quedaran esperando. Elías y Micaela se quitaron los cascos y los dejaron sobre los sillines. El calor aumentaba a esa hora del día y en el cielo no aparecían nubes. Era fácil de prever que el calor ambiental seguiría por los mismos derroteros, al menos hasta que cayese la tarde. Todos agradecieron la bajada de temperatura que experimentaron a la entrada del asilo. Una de las hermanas de la orden acudió a prestarles atención y a preguntarles si son ustedes todos los comisarios que vienen a ver a nuestra querida Inés Albilla, a lo que el comisario contestó que comisario sólo era él, y que el de su derecha era jesuita. Elías se llevó desde ese instante toda la atención de la hermana. Ésta no dudó en piropear a San Ignacio y a San Francisco Javier, así como a todo un completísimo muestrario de conocidos jesuitas.
– Inés está arriba, esperándoles con su sobrina. Entenderán que hemos querido llamar a un familiar para que les ayude en lo que sea menester. Nuestra querida Inés hace tiempo que ya no coordina bien los razonamientos.
Cruzaron el patio interior de la residencia y entraron por uno de los accesos que daba a las escaleras, justo al lado de un Cristo resucitado donde se leía la leyenda Adveniat Regnum Tuum escrita a sus pies –Venga Tu Reino –. La hermana señaló al ascensor, por si alguien quería obviar las escaleras. Todos decidieron subir a pie hasta la primera planta. Después recorrieron el pasillo en dirección a la zona sur del edificio, la que quedaba mirando hacia el puerto, aunque sólo se pudiese intuir detrás de las enormes grúas de carga que descollaban por encima de una pequeña arboleda, al otro lado de la plaza. El resto eran edificios de dudoso gusto arquitectónico. La habitación donde residía Inés era pequeña, adusta en mobiliario y provista de una sencilla cama de hospital, una mesita de noche donde habían colocado un foco de lectura, un crucifijo y un par de sillas. En una de las sillas estaba sentada una muchacha joven, de no más de treinta años, leyendo una novela de bolsillo. La otra estaba vacía. Frente a la ventana, sentada sobre una silla de ruedas, y mirando a través del quicio hacia el infinito, aparecía Inés Albilla, quieta, sin hacer gesto alguno, ni tan siquiera cuando la hermana entró dando cánticos de aleluya al ver que Inés tomaba el sol. A esas horas del día la luz ya entraba en perpendicular sin molestar a la vista. La muchacha joven se presentó como Verónica, su sobrina, aunque no de sangre, sino política por parte de su tío Patricio, del que enviudó su tía Inés hacía casi treinta años. Elías hizo las presentaciones del grupo. Micaela aprovechó el momento para aproximarse a Inés, sin acercarse en exceso, sólo para observarla, para asimilar que ella era la misma Inés Albilla de las cartas, la que con veinte años participaba en los mítines socialistas de la II República; la militante del JSU que se reunía en la desaparecida iglesia de la Merced junto a los Larios, Loring, Huelin y Heredia. La que merodeaba por los barrios de La Coracha y El Bulto para activar su ideario social. La misma que destilaba su amor licencioso con Ernesto Miranda en un estudio de la calle Larios. Costaba creer que aquellos ojos tristes y cansados miraron alguna vez a la vida con la esperanza de contemplar tiempos mejores, quizá un futuro repleto de primaveras con paseos en el parque, de veranos con baños en el balneario del Carmen, de otoños con soles tibios que alentaban a nuevos paseos; y con inviernos singulares donde la luz invadía las calles mientras el resto de Europa claudicaba bajo la nieve.
– No te va a hacer mucho caso – intervino Verónica, que observó cómo Micaela prestaba toda la atención a su tía Inés –. Mi tía Inés hace unos años que vive en un columpio donde su cordura parece ir y venir. Poco reconozco ya de ella, salvo esos ojos verdes que tuvieron que ser hermosos a reventar y que ahora no parecen los mismos –. Micaela escuchaba con atención a Verónica, sin desatender a Inés, que parecía emerger frente a ella como un pecio rescatado de un antiguo naufragio –. Muchas veces pienso que no quiere irse – prosiguió Verónica –que hay algo que la retiene. Algo que ya ni siquiera ella recuerda, pero que la mantiene en el día a día sin aparente lógica.
– Entiendo que debe ser casi imposible que tu tía nos pueda responder algunas preguntas.
Verónica hizo un gesto de no comprender muy bien lo que le estaba diciendo aquel cura, de no entender qué puede saber mi tía para que venga esta gente a preguntarle lo que sea.
– Mi tía hace ocho años que no ha salido de esta residencia. Así que no entiendo muy bien qué ha podido hacer para que estén interesados en verla.
– No tenemos la más mínima intención de convertir esta visita en un interrogatorio – ahora intervino el comisario, mas familiarizado en estas lides –. En realidad estamos un poco perdidos y buscamos alguna pista sobre un conocido de su tía Inés. Un conocido del pasado que murió hace décadas. Ernesto Miranda.
– ¿Ernesto Miranda Huelin? – Verónica sufrió un sobresalto, como si de pronto le viniesen a contar una película que ya hubiese visto antes. Micaela percibió que también Inés se contagió del mismo sobresalto, pero sin salir de su mundo de sombras.
– Creemos, o al menos tenemos sospechas más que contrastadas, de que Ernesto, su tía Inés, y otras personas, pertrecharon todo lo que está ocurriendo en Málaga con el milagro de las Vírgenes, y que como usted se imaginará, tiene poco de milagro y mucho de misterio. Un misterio que nos ha llevado hasta Ernesto Miranda y por ende, hasta su tía.
Verónica seguía sin abandonar su gesto de sorpresa. No comprendía cómo su tía Inés podía haber hecho todo aquello, de qué manera y cuándo. No tenía la menor duda de que aquellas tres personas estaban apuntando en la dirección equivocada.
– Conozco perfectamente la historia de mi tía y de Ernesto. O al menos la sé hasta donde ella me ha querido contar. Vine a Málaga a estudiar turismo hace cosa de unos doce años. Ni siquiera sabía que tenía un familiar en esta ciudad hasta que mi madre me contó que la viuda de su hermano mayor, mi tío Patricio, vivía aquí. Mi madre nunca se llevó bien con ella, y siempre pensé que los motivos estaban vinculados a la personalidad de mi tía Inés. Un día me decidí a visitarla y comprobé que era completamente distinta a como me la imaginaba. Según la fui conociendo, creció en mi la convicción de que mi tía Inés fue una de esas miles de mujeres que nacieron en la época equivocada, que salieron al mundo varias décadas antes de lo que debían, y que sufrió los rigores de una sociedad que hoy vería su actitud con total normalidad. Mi tía Inés era una mujer del siglo XXI metida con calzador en las primeras décadas del siglo XX. Y su relación con Ernesto Miranda era la prueba del nueve.
– ¿Qué puede contarnos de Ernesto? – incidió el comisario –. Le aseguro que podría ayudarnos cualquier cosa que nos cuente.
Verónica sonrió antes de seguir hablando. Giró su cabeza y miró a su tía Inés, que seguía con la mirada colgada del infinito, ajena a aquella conversación que bogaba en su pasado.
– Mi tía nunca fue de detalles. El tiempo, o las situaciones vividas, la volvieron muy prudente. Pero lo que me contó fue suficiente para saber que Ernesto y ella vivieron un romance que no encajaba en los cánones morales de la época. En él podía tener un pase; pero en mi tía, mujer y encima de clase social alta, era un crimen imperdonable. También fue una activista republicana de mucho cuidado. Me contaba que ella luchaba por cosas tan elementales como el voto de las mujeres o una enseñanza obligatoria y de calidad entre las clases más desfavorecidas. Estaba claro que iba llenando su vida de cosas que, según soplase el viento, podían resultar un equipaje demasiado incómodo. El viento cambió de dirección y le sopló en contra.
– ¡La Guerra Civil! – exclamó Micaela..
– Más que la guerra, la ocupación de Málaga por las tropas de Franco y los años que sucedieron a esa ocupación. Los padres de mi tía eran gente con una buena posición social. Estoy segura de que cuidaron las formas en esos años tan socialmente convulsos. Lo que me contó mi tía de los días postreros a la llegada de la ocupación de Málaga se puede resumir en una palabra: Pánico.
– ¡Queipo de Llano! – de nuevo intervino Micaela –. Aquellos discursos incendiarios de Queipo de Llano en Radio Sevilla ganaron muchas batallas en los frentes nacionales contra la República.
– Yo no sé lo que dijo, ni cómo lo dijo –continuaba Verónica – pero me resultó muy fácil reconocer el miedo en los ojos de mi tía cuando rememoró todo aquello. Aquel pánico le debió cuajar en las entrañas, porque de otra forma no se explica el miedo que expresaba cuando me lo contaba. Lo que he leído me ha dado para saber que aquellos discursos invitaban a los soldados a que violasen a cuantas mujeres se encontrasen, que si eran decentes no se dejarían violar y preferirían morir, pero que si eran marxistas, la cosa ya cambiaba. No es difícil imaginar que los relatos que iban llegando sobre los pueblos ocupados derrumbaban el ánimo de cualquiera. Todo el mundo temía la llegada de los soldados de Mussolini y del ejército moro; y mi tía, con todo el recorrido que tenía, estaba en el punto de mira. Así que hizo lo que debía hacer: huyó camino de Almería junto con otros 200.000 malagueños por la carretera de la costa. Ya saben que aquello fue una masacre.
– Pero su tía se salvó.
– No. Mi tía no se salvó. Yo creo que a mi tía la mataron allí, y lo que quedó de ella fue una vida sin ganas de vivirla. Nunca entendí por qué salió huyendo, siendo más seguro haberse quedado con sus padres: un reconocido notario y una fervorosa católica. Pero lo hizo así y jamás le pregunté por qué.
– ¿No huiría con Ernesto?
– Estoy segura de que no. Y lo estoy porque mi tía nunca me habló de él en aquella huida. Mi tía sólo me contó que la hirió un obús que lanzaron los nacionales desde una de las fragatas que asediaban aquella evasión. Me contó que tuvo la suerte de que un voluntario canadiense de las Brigadas Internacionales la asistió y le hizo una transfusión de sangre; luego me contó que la llevaron hasta Motril, donde notificaron a su padre el incidente, la recogieron y la hospitalizaron de vuelta en Málaga. Allí se recuperó, aunque con unas secuelas terribles: nunca jamás podría tener hijos. Y así ha sido. Luego se casó con mi tío Patricio, o la casaron, quién sabe, porque la idea era que no estuviese mezclada con los republicanos para salvar su pellejo de las razias franquistas. Mi tía Inés siempre me contó que su marido, mi tío Patricio, fue un buen compañero de viaje, que le dio una vida aceptable, y que jamás pudo decir ni pensar nada malo de él. Se le fue pronto, y ella respetó su luto para regresar después a Málaga. Ni se volvió a casar, ni tampoco le entraron ganas de buscarse otro compañero.
– ¿Y con Ernesto? – Seguía preguntando el comisario – ¿Ya no hubo más contacto después de la huida hacia Almería? –.
– Soy incapaz de llegar a ese nivel de detalle. Piensen que Ernesto es solo una sospecha certera, una convicción de que toda la infelicidad de mi tía giraba alrededor de ese hombre. De alguna manera u otra estoy segura de que algo se le quedó a medio camino, y no creo que se tratase de algo tan simple como un amor de juventud. Puede que sea lo que ustedes me proponen, que se trate de algo relacionado con estas Vírgenes que nos tienen en pie de guerra. Pero tampoco lo tengo claro.
Micaela se acercó hasta la ventana donde Inés seguía ligada al infinito. Se dejó llevar como si el suelo hubiera adquirido un desnivel repentino y la hubiese empujado hasta ella. No fue consciente de en qué manera se decidió a acercarse hasta Inés para ponerse en cuclillas, cogerle la mano y mirarla a los ojos, esperando una reacción que no llegó. Sentía que aquella mano se le disolvía entre los dedos, fría y huesuda. E inerte. Micaela aguantó un buen rato, sin proferir sonido alguno. Acompañaba aquella mirada turbia de Inés en un escenario que se abría al resto de la habitación. Verónica le insistió que aquello era lo normal, que no esperase gran cosa. Micaela siguió con ella, esta vez pronunciando con suavidad el nombre de Ernesto, mullendo aquel nombre entre sus labios como un bisbiseo accidental, hasta que Inés entreabrió los labios y pronunció una frase quebrada que sonó a revelación celestial.
– Las golondrinas.
Verónica acudió a su tía y le agarró la otra mano. La animó a seguir hablando, a seguir balanceándose por el lado luminoso de la vida.
– Ernesto y yo siempre envidiábamos a las golondrinas – Inés prosiguió con voz queda –. Míralas, van y vienen cuando quieren. Son unos cuerpos diminutos, frágiles, casi insignificantes, pero contienen la fuerza más potente de la creación. La Libertad. Ningún hombre será tan libre como para igualarse a una golondrina. Nadie poseerá jamás esa libertad.
Inés cayó otra vez en un silencio profundo. No dejaba de mirar al infinito, aunque ya todos, en aquella habitación, sabían que no miraba al infinito, sino que observaba el vuelo de las golondrinas sobre los nidos que colgaban bajo las repisas de los edificios colindantes. Inés contemplaba aquella escena abrigada en su mundo de sombras, día tras día. Y así sería hasta que le llegase la última de sus primaveras. Verónica acarició el pelo de su tía e invitó a Micaela, a través de un esbozo de sonrisa amable, a que terminase aquel intento de conversación, que su tía ya no daba para mucho más, que la edad y otras cosas la han dejado sentada ahí, y esto ya no tiene remedio.
– ¿Cómo dieron con mi tía? – preguntó Verónica mientras se alejaba de Inés.
– Pues a través de unas cartas que Ernesto nos dejó, por así decirlo, en su biblioteca personal – Elías le contestó con bastante desánimo en su forma de hablar –. Una carta nos llevó a una pista que luego nos ha conducido hasta su tía.
– Bueno, en realidad no han sido las cartas – interrumpió Micaela –. Jamás nos planteamos la posibilidad de que su tía, la Inés Albilla de las cartas, estuviese viva, pero un percance que no viene a cuento nos hizo perder esas cartas, y con ello la ligadura con el resto de pistas.
– Así que andamos a ciegas – ahora era el comisario quien se confesaba, como si no quisiera perder comba en la conversación –. Y ahí es donde decidimos buscar a su tía, por si había manera de que nos dijese algo. Pero ya vemos que su tía ya no está en este mundo.
– ¿Han dicho cartas? – preguntó Verónica.
– Bueno, sí, cartas o un diario. Eso es lo que teníamos…
– ¡Por qué no me lo habéis dicho antes! – exclamó Verónica – Mi tía tiene un cajón lleno de cartas de aquellos años. Jamás las he leído, pero sé que muchas de ellas son de Ernesto Miranda. ¿Les interesa que vayamos a verlas?