Lunes Santo

 

Elías durmió aquella noche en casa de Micaela. Habían esperado al comisario hasta muy tarde para discutir sobre la carta, pero el comisario no llegó, y cuando avisó ya era más de las tres de la madrugada. Era una hora incómoda para aventurarse entre una grey que esperaba tumbada a que el Lunes Santo les trajesen las nuevas procesiones. La gente se había acomodado sobre cartones o mantas que alfombraban todo el suelo de las calles. Por las mañanas las amontonaban en los laterales de la vía pública y volvían a recogerlas por la noche. Nunca cogían el mismo cartón, sino que se iban haciendo de uno y de otro según el día y la calle. El milagro era que hubiese para todos. Los peregrinos se solían extender por el suelo formando cuadrículas. Dejaban un enjambre de pasillos entre cuadrícula y cuadrícula. Los usaban para desplazarse de un lado a otro, en general para sus obligadas evacuaciones nocturnas. Luego volvían para retomar el reposo en la cuadrícula correspondiente. No había ningún tipo de higiene en la grey. No se habían dispuesto duchas. Nadie parecía acercarse a la playa para pegarse un baño, aunque el tiempo acompañase. Las autoridades tomaron esto como una señal inequívoca de que todo acabaría más o menos pronto, y que en cuanto se acabase la Semana Santa, los peregrinos correrían a sus lugares de origen a pegarse una buena ducha.

Elías entendió que la noche no estaba para darse un paseo laberíntico, y por eso se quedó después de que Micaela se lo propusiese sin echarle demasiado descaro, pero tampoco sin andarse con muchos rodeos, para que no diese lugar a un mal entendido que lo incomodara, siendo Elías lo que era: un cura al que aún no le había cogido el paso. Le ofreció lo único que tenía a mano en su pequeño apartamento: su sofá. Elías se acomodó como pudo. Intuyó desde el principio que le aguardaría una larga vigilia mirando al techo, a la ventana, o a la luz roja de standby que lucía el televisor. Confiaba, al menos, en que el comisario pudiese aparecer a la mañana siguiente a primera hora. Tocaba esperar. Y tocaba esperar durmiendo, si se podía. Pasaron un par de horas hasta que al fin le entró sueño, aunque no fuese muy profundo. Estuvo en un duermevela que le mantuvo en un ligero sopor que no cuajaba, quizá por lo incómodo del sofá, por la humedad que tenía aquella casa de techos tan altos, o tal vez por el parpadeo de una luz que provenía del luminoso de una farmacia que quedaba cerca. Cuando por fin consiguió anclarse a un sueño más profundo, se llevó aquel parpadeo en su cabeza y lo terminó mudando por otro destello más inquietante, uno que le había acompañando en incontables noches desde que huyó de Málaga. No era la primera vez que tenía ese sueño. Tampoco sería la última. Eran sueños mudos desprovistos de sonidos y palabras que se convertían en una letanía de imágenes que se sucedían unas a otras, parecida a una colección de diapositivas. Todo discurría en una atmósfera silenciosa donde los objetos, las puertas o los cristales estallaban sin aparente sonoridad. Sólo había un sonido que sí podía escuchar, un único sonido que actuaba como un interruptor que silenciaba a los otros sonidos. Un clic seco, hueco y lejano. Un clic de una estufa soterrada en los bajos de una mesa camilla. Un sonido que grabó en su memoria una noche subiendo las escaleras camino de su habitación. Mil veces se preguntó por qué no bajé a comprobar si estaba encendida, por qué no levanté el paño de la mesa y miré la estufa. Por qué la dejé encendida mientras todo el mundo dormía. Y calor. Calor era otra cosa que sentía en esos sueños. Un calor tórrido que entraba por debajo de la puerta y prendía sus sábanas. Sus pies pataleaban en el vacío para alejarse de ese fuego que trepaba por su cama y prendía en su pierna hasta quemarle la piel. Y luz, también recordaba mucha luz. No era una luz fija, sino que era otra vez ese mismo parpadeo que encendía y apagaba el mundo a los ojos de un Elías mucho más joven, casi púber, que se tiraba al suelo para respirar el aire que no le llegaba y que caía a plomo desde el manto de humo que cubría su habitación. Luego ya no hubo más luz, sino que todo era negro, oscuro y mudo. Y dolor. También recordaba el dolor que sintió cuando la puerta saltó en decenas de astillas ardientes que se clavaron en su pierna. Y confusión. Confusión porque no sabía lo que estaba pasando, ni tampoco sabía por qué, en aquel instante, entraba alguien que no supo reconocer y que lo atrapó con sus enormes brazos en una manta ignífuga y luego se lo llevó hasta el piso de abajo, con paso ligero, saltando los peldaños de la escalera y cruzando ese manto negro y espeso que impedía ver hacia dónde se dirigían. Y de nuevo la luz, la luz de la noche que se abría tras una puerta. Y la humedad. La humedad de un jardín anegado de agua donde lo tumbaban boca arriba mientras otro extraño le hacía el boca a boca. Y gente. Gente apilada a su alrededor. Eran vecinos. Los miraba, y ellos a su vez lo miraban a él con cara de compasión. Y Elías que no entendía nada. No comprendía por qué sus vecinos se aplastaban la cara con las manos y negaban con la cabeza. No podía entender por qué la policía estaba en su jardín apartando a la gente, ni por qué le seguían haciendo el boca a boca mientras un tercer desconocido humedecía su cara. Seguía sin oír nada. Sólo gestos y muecas de espanto. La policía conseguía abrir el corro de vecinos que lo cercaba. Y al fin Elías lo contempló todo. Vio las llamas saliendo de las ventanas, el techo derrumbándose, los cristales estallando, la higuera ardiendo, y a su lado varios cuerpos cubiertos con mantas. Luego se le cerraron los ojos para llegar después a un penúltimo sonido: el padre Ugarte diciéndole todo pasará, Elías. Todo pasará.

Y después, el último de todos los sonidos. Una vez más ese clic seco que lo sacaba de su sueño. Clic, clic, clic.

– Elías despierta, anda. Que estás teniendo una pesadilla.

Elías salió de su sueño algo desconcertado. El comisario estaba sentado en el sofá palmeándole las mejillas mientras Micaela aparecía por detrás, despeinada, y con un bostezo que se hubiese tragado al propio comisario.

– Disculpa que te haya despertado – le decía el comisario –, pero es que llevaba un rato aquí y de pronto te veo dando patadas al vacío. Si te digo la verdad, he visto en peligro todo el mobiliario de Micaela.

– Muy amable por tu parte – le recriminaba Elías.

Micaela se acercaba con una taza de café y se la ofrecía a Elías. El comisario levantaba la mano para insinuar que a esas horas aún no había desayunado.

– Ahora te pongo otro a ti, Javier. Y tú, Elías… ¿has estado cómodo en el sofá?

Elías la miraba alejarse mientras el comisario se percataba de su cara.

– No me hubiese venido nada mal una buena dosis de anestesia – replicó Elías en voz baja para evitar que Micaela se enterase desde la cocina mientras trasteaba la cafetera.

El comisario aprovechó que Elías estaba de confesiones para acercarse hasta la mesa y recoger la carta. Volvió al sofá, apartó la manta del jesuita a un lado, y comenzó a leerla. Transcurrido un buen rato, el comisario miró a su alrededor e hizo una mueca preguntado si había algo más.

– Esto es lo que tenemos – contestó Micaela mientras regresaba de la cocina con dos cafés, y le daba una taza al comisario. Después se sentó en el sillón que quedaba a un lado, colocó sus pies sobre la mesa, y cogió la otra taza con las dos manos, para dar después un sorbo largo.

– Quizá haría falta comprobar la autenticidad del documento – propuso el comisario –. La fecha queda cuanto menos lejana. Puedo hablar con la doctora Núñez para que nos dé prioridad absoluta en este asunto. Esta tarde mismo podríamos tener el resultado

– Eso no nos aportaría nada – contestó Elías –. Yo te puedo asegurar casi a cien por ciento, sin hacer ningún tipo de análisis, que ese documento es auténtico y cuenta con los años referidos en la fecha. Tendrías que gastártelas con el cura que cuida esa biblioteca para darte cuenta de lo que te estoy hablando.

Micaela asintió con la cabeza. Dio veracidad a lo que Elías le confirmaba. Así que el comisario dio por bueno la autenticidad del documento y prosiguió con las pesquisas. Colocó su café sobre la misma mesa en la que Micaela posaba sus pies. Luego se levantó para acercarse a su chaqueta. Sacó una libreta y un bolígrafo del bolsillo interior, y después volvió al sillón. Comenzó a releer la carta mientras iba anotando cosas. Elías miró a Micaela, y ésta le hizo un gesto con la cabeza como diciendo échale un vistazo a la libreta a ver si nos enteramos qué está escribiendo. El comisario miró a su lado. Entendió con rapidez el interés que tenían los dos por saber lo que estaba anotando.

– He de reconoceros que sois muy buenos sacando conclusiones – comenzó a decir el comisario –. En el rato que estabas dormido antes de despertarte, Micaela me ha contado muy por encima cómo llegasteis hasta esta carta. El asunto de los versículos y su traducción a estanterías y baldas ha sido cuanto menos brillante. Holmes y Watson son dos palurdos a vuestro lado, pero con esto, la verdad, no tenemos nada. Sin embargo, quiero fijarme en varios detalles que parecen no tener tanta importancia, pero que sí la tienen. Hay un montón de cosas que están ahí por algo; y me explico. Si un delincuente comete un delito y no quiere que se descubra, callaría todos los detalles de ese delito, y por supuesto, no daría los nombres de sus cómplices, porque al final lo contarían todo. Me ha llamado la atención que Ernesto Miranda lista con nombres y apellidos a todos los que estuvieron en la reunión. Eso es más propio de una confesión, donde el delincuente ofrece toda la información que se necesita para descubrir el delito; lo cual me da a entender que quizá sea éste el camino que nos quiere trazar en la carta: el de sus compañeros. Ahora tenemos una lista de gente que podrían darnos muchas más pistas que esa carta.

– Pero esa gente ya se habrá muerto hace décadas – interfirió Micaela –. No tiene sentido que montes un numerito así, al que seguro no podrás asistir en vida, y sin embargo esperas que tus amigos sobrevivan, siendo probablemente de la misma edad.

– ¡O tal vez no, Micaela! – le rebatió el comisario –, Estamos dando por hecho ese dato, pero no se dice nada de las edades de ninguna de las personas mencionadas en la carta. Bueno, sí. Aquí dice que Inés Albilla Monzón no llegaba a los veinte años. Con algo de buena salud, y bien alejada de los médicos, lo mismo está haciendo croché en el salón de su casa rodeada de biznietos. De los otros, pues más de lo mismo. Yo, por si acaso, me estoy apuntando los nombres y datos que vienen en la carta, a ver si puedo hacer algunas pesquisas y averiguo algo más de ellos.

– Y, ¿por qué Ernesto querría hacer algo como eso? – se preguntó Elías, que no sabía muy bien cómo reconducir las reflexiones del comisario.

– Pues cuando encontremos a alguien, se lo preguntamos. Sólo se me ocurre eso, que tal vez la siguiente pista sea preguntarles a ellos o a algún familiar que recibiese la confesión de este asunto. Algo así como un secreto de familia trasmitido de padres a hijos en el lecho de muerte. A mí, imaginación no me falta, ya veis. Yo no veo que la carta diga mucho más. Eso sí, te reconozco que esta historia me tiene cada vez más intrigado.

– ¡Qué la carta no dice nada más! – Micaela pareció revolverse de su asiento y casi lanzó el café sobre el televisor. Elías se quedó un tanto sorprendido, mientras que el comisario prefirió mirar al bloc de notas, como si se le hubiese olvidado anotar algo –. De momento, tenemos un muerto el final de la carta. Un cadáver que Ernesto debe de conocer de algo porque le produce una reacción que no obvia.

– Bueno, lo de la reacción lo entrecomillamos – inquirió Elías – que Ernesto no pierde ocasión para volverse enigmático. Podría habernos dicho quién era esa persona. Eso nos ayudaría bastante.

– Querido Elías – prosigue Micaela – debes recordar que en la biblioteca del colegio llegamos a una conclusión. Ernesto pone las cosas más o menos fáciles, pero jamás lo cuenta del tirón, para evitar que alguien pueda coger una carta por accidente y se entere de todo. Recuerda bien lo que dijimos en esa biblioteca, a Ernesto le gustaba colocar los grandes detalles escondidos con la sencilla técnica de no esconderlos. Sólo se encontrará si quien lo lee está buscando el propósito de esa carta.

– En conclusión – interfirió el comisario, que ya no atendía con tanta afición a su libreta –. Debe haber otra pista más.

– ¡Correcto! Y para encontrarla no hay que inventarse nada nuevo. Hay que seguir el mismo método.

Elías sonrío a Micaela sin esconder la admiración que comenzaba a profesarle. Se azuzaba con fuerza el pelo mientras agarraba de nuevo la carta, sin dejar de mirar a Micaela. Ella le seguía sonriendo sin soltar media palabra, dejándole claro lo que estaba pensando y no le decía, que ya sé lo que me vas a contar cuando termines de releer el final.

– Al final de la carta tenemos otro versículo, y por ende, otra estantería con su balda correspondiente – concluyó Elías, sabiendo que Micaela aprobaba su conclusión –. El que quiera salvar su alma, la perderá; pero el que pierda su alma por causa de Mí, la hallará. Mateo Capítulo 16, versículo 25, o lo que es lo mismo, estantería 16, balda 25.

– Yo estudié en los Salesianos – intervino el comisario –, y me suena que eso queda también por Marcos y por Lucas. ¿Quién te asegura que es el evangelio de Mateo?

Elías se quedó un tanto desconcertado. Miró al comisario sin saber reponerse a la duda que se le había planteado. Preguntó a Micaela si tenía una Biblia. Ella le contestó que sí, que la casualidad ha hecho que la tenga en algún lado de la librería, pero que no recuerdo por dónde puede quedar. Elías comenzó a buscar la Biblia mientras cocinaba una idea en su cabeza. Tan solo tenía que probar en una estantería y otra según coincidiese con la numeración de los distintos Evangelios.

– Es el Evangelio de San Lucas – concluyó Micaela desde su sillón mientras miraba el fondo de su taza –. Me inclino por San Lucas. Si caes en la cuenta, Ernesto utilizó San Lucas para colocarnos el número 2119 en la base de las imágenes. Ya le voy cogiendo el truco, así que no creo que cambie el rumbo.

Micaela pasó de largo y se marchó a la cocina a trastear la cafetera y hacerse un nuevo café. Elías dio al fin con la Biblia. El comisario cerró la libreta y se la llevó al bolsillo interior de su chaqueta. Luego aprovechó que estaba levantado y se acercó hasta la estantería donde Elías hojeaba el Evangelio de San Lucas.

– Aquí, está, Lucas 9:24. Estantería 9, balda 24. Si el razonamiento de Micaela no nos engaña, este debe ser el sitio donde seguiremos buscando.

Micaela terminó de cerrar la cafetera. Miraba a Elías con cierto tono de reproche que sonaba a desde cuando soy yo la que yerra en sus razonamientos. Finalmente puso la cafetera al fuego y volvió al salón. Le pidió a Elías que volviese a esconder la Biblia donde la encontró. Luego se sentó en el sofá para retomar la lectura de la carta.

– ¡Lo peor es no tener claro hacia dónde vamos! – Suspiró Micaela sin intención de hacerse notar, pero dejando en Elías, y en el comisario, el mismo poso de desconcierto, de deriva, de estar participando en un juego donde no estaban claras las reglas ni el propósito –. Ahora nos aparece un cadáver – prosiguió Micaela – que Ernesto debe conocer y que le lleva a pensar en un nuevo plan. Un plan que, según nos cuenta, es más loco que el anterior, pero que no tiene nada que ver con el primero que idearon. Sabemos que casi la totalidad de la obra artística de esta ciudad se quemó en aquellos incendios, así que ya no quedaba mucho que esconder.

– O tal vez sí – replicó Elías –. Él habla de salvar el alma de la ciudad. De salvar sus almas. Quizá está dando a entender que todo podía tener arreglo. Todo, o parte de ello.

– Mira Elías, tú y yo contamos con la ventaja del tiempo y sabemos que de aquello no se salvó casi nada – le replicó Micaela –. De hecho, el propio Ernesto maquinó todo su plan basándose en las imágenes nuevas que fueron talladas para replicar a las originales. Así que esa idea de que no pasó nada y que lo pudieron esconder todo… pues me parece poco viable.

Elías aceptó los argumentos de Micaela. Era cierto que la mayoría del tesoro artístico de Málaga fue arrasado en aquel mes de Mayo de 1931. Los tres sabían que las copias que se sucedieron en años posteriores carecían del valor que sólo los siglos conceden a las obras de un artista, pero servían para hacerse una ligera idea de lo que tuvo que ser aquello en cantidad y calidad. Un verdadero museo de arte ubicado en iglesias, conventos, monasterios y un largo etcétera de edificios religiosos que jalonaban el mapa urbano de Málaga. Casi tantos como tabernas. Las librerías escaseaban. Elías regresó a su asiento y se quedó pensando en silencio. Se repetía a sí mismo la palabra “alma” como si fuese la clave de un criptograma, pero luego desistió; le runruneaba la tediosa sensación de que perdía el tiempo, que lo mejor era llamar al padre Eugenio para pedirle que le dejara entrar otra vez a la biblioteca. Cogió el móvil para hacer la llamada, pero se encontró con la sorpresa de un mensaje SMS destellando en la pantalla. El número era desconocido, pero el autor se revelaba con claridad en el propio mensaje:

Tengo algo muy interesante para usted. Le espero en Restaurante Tintero a las dos. ¿lo conoce? Philippe Savouier

Elías recodó que en la noche del sábado, durante la fiesta, le dio su número a Philippe cuando hablaron en su despacho. Ahora Philippe le respondía como una ayuda caída del cielo. Micaela se extrañó del semblante de Elías cuando recogió el móvil, así que le preguntó si todo iba bien. Elías respondió que tal vez. Que Philippe se anunciaba con la buena nueva.

– ¡Messié le expolié dando auxilio! – saltó el comisario –. Tú verás qué haces. Recuerda que ser cura no te libra de ser precavido. Fe y confianza son dos cosas bien distintas. La fe es una opción del entendimiento, pero la confianza suele ser un descuido de la razón y del sentido común.

Elías sonrió con aquel comentario cargado de razón. Recordaba el restaurante El Tintero de cuando era niño. Quedaba en las lindes de su barriada de El Palo con la otra barriada de El Candado, junto a un pequeño puerto deportivo donde anclaban barcos de poco calado. Era un restaurante atípico y diferente. Desde niño vivió esa atipicidad cada vez que sus padres lo llevaban a comer, lo sentaban en las mesas del exterior, y se quedaba escuchando cómo pasaban los camareros con los platos que nadie había pedido, pero que voceaban hasta que alguien levantaba la mano y los reclamaba. Así era como Elías recordaba aquellas comidas con Mirinda de naranja y los ojos puestos en la salida de la cocina. Llevo calamaritos gritaba uno, y Elías que le decía a la madre que eso es lo que quiero. Su madre entonces levantaba el brazo y le traían el plato de calamaritos. Llevo chopo, chopitos, calamares, calamaritos, jibia, rosada frita, rosada a la plancha, salmonetes, salmonetitos, búsanos, chirlas, almejas, conchas finas, rape, mero adobado, mero frito, pulpo, pulpito, gambas, sardinas, boquerones y así hasta repasar toda la gastronomía malagueña, sin olvidar al inmolado chanquete. La mesa se quedaba repleta de platos de fritura malagueña que se comían con voracidad, tan rápido como llegaban. Luego un último camarero, que venía gritando “que yo cobro”, contaba los platos y los multiplicaba por una cifra fija en pesetas, apuntando la cuenta sobre el mantel de papel. Así se comía en aquel restaurante tan distinto a otros. Nadie pedía ningún plato ni miraba ninguna carta de menú, pero todo el mundo salía comido y contento. Elías le preguntó al comisario si se trataba del mismo Tintero, o si se refería a otro restaurante que había heredado el nombre. Ambos confirmaron que se trataba del mismo. Elías dudó entonces si el sitio era bueno para quedar, si tal vez podía convencer a Philippe para que quedasen en otro lugar más alejado de sus recuerdos de infancia. Un lugar donde no se quedara anclado a esa especie de zozobra vital que le sacudía por rachas según las épocas, y que estando en Málaga, había adquirido las dimensiones de un seísmo a gran escala donde no tenía donde asirse, ni siquiera la sempiterna mirada del padre Ugarte que tanto le reconfortaba. En realidad, Elías ya tenía asumido que tarde o temprano volvería a despedirse, a colocar cada recuerdo en su caja correspondiente, a regularizar esa vida anterior con toda su carga de amargura, de recuerdos rotos, de sueños incumplidos por no haber tenido una vida normal donde la gente a la que tanto amó seguía a su lado, con su madre diciendo que mayor estás hijo mío, si estás hecho un hombre.

– Será mejor que ya me vaya– dijo Elías –. Micaela, si te parece, cuando termine con Philippe, podemos acercarnos a la biblioteca para buscar la siguiente carta, o lo que sea que nos tenga guardado el bueno de Ernesto. Que ya me está empezando a cansar con sus misterios.

Micaela y el comisario se sorprendieron con aquel exabrupto de Elías. Hasta entonces sólo había reconocido su admiración por Ernesto. Era fácil resolver que los vericuetos por los que discurría el ánimo de Elías se perdían en aspectos que ambos desconocían. Así que Micaela aprovechó el momento para proponerle al comisario que expusiese su teoría sobre “El gen de Caín”, a lo que el comisario se negó en rotundo, por no disponer ni del tiempo ni del ánimo, pero prometiendo que cuando la ocasión lo disponga, os lo expondré gustosamente, para que comprendáis que hasta en los más nimios aspectos del comportamiento humano hay una explicación que generaliza ese comportamiento. El desenlace de esa frase sumió a Elías y a Micaela en un interés aún mayor. El comisario lo resolvió saliendo por la puerta y saludando con la mano de forma enérgica. Elías aprovechó y comenzó a recoger todas sus cosas para marcharse. Recordó que tenía que confirmar la cita con Philippe y se lanzó al móvil para mandarle un SMS. Por un gesto casi intuitivo, o quizá por pura querencia de su oficio, Elías mandó el mensaje yéndose a un rincón de la casa, allí donde quedase al resguardo de las miradas. Tomó conciencia de su situación y de la estupidez que había cometido. Para cuando se percató de ello, ya se vio dentro de la habitación de Micaela, sin saber cómo estaba allí, delante de su tocador, con el espejo de frente y varias cajas y joyeros repartidos por encima. Miró alrededor con la vista ahuecada intentando disimular su desliz. Y dio con algo que le llamó la atención. Era una caja de madera: una caja sencilla, alargada, donde apenas cabría algo más que un collar. Llevaba una inscripción, una frase sin sentido para la mayoría de la gente, pero para él guardaba un significado especial: ”Haurtxo polita seaskan dago”. De pronto Elías empezó a comprenderlo todo. Como si se tratase de un puzle que tuviese desarmado, su cabeza comenzó a colocar cada cosa en su sitio hasta que por fin, terminado ese puzle mental, pudo ver y comprender la imagen que había construido. Una imagen que creía perdida para siempre. Micaela apareció por la puerta un poco sorprendida de encontrarlo en su habitación. Y también un poco enfadada por verle tocando sus cosas personales. Elías no recurrió al perdón, ni siquiera reparó en el enfado de Micaela, sólo se acercó, atrapó su cara entre las palmas de su mano, y comenzó a acariciar su pelo y su rostro con la mirada perdida en un pensamiento lejano, un poco vidriosa, sin dejar de fijarla en sus ojos. Así se mantuvieron durante un buen rato, hasta que Micaela comenzó a incomodarse. No comprendía nada. Elías tampoco daba ninguna señal que explicase aquella situación. Micaela retrocedió un paso, se liberó de sus brazos y abrió la puerta de su casa sin decir nada; dejándole claro que quería estar sola. Elías se volvió a acercar, sin decir tampoco nada; tal vez un “lo siento”, pero no se le escuchó. La puerta se cerró con un golpe fuerte y contundente. Elías seguía aturdido con la imagen que había construido en su mente, pero no por la reacción de Micaela. La podía escuchar al otro lado de la puerta removiendo los muebles. Decidió que era hora de marcharse. Encaminó las escaleras y se enfundó su casucha roja para surcar la marea de fieles. Cruzó la plaza de Félix Sáenz y se dirigió en dirección a la Alameda. Desde ahí le quedaba un largo paseo hasta las lindes de la ocupación que seguía quedando en la zona del Morlaco. Allí lo esperarían centenares de taxis que aguardaban a los náufragos de esa ocupación para llevarlos por la zona oriental de la provincia, o para devolverlos a la zona occidental a través de las rondas de circunvalación, las cuales, desde las primeras semanas de los sucesos, permanecían cuasi desiertas, como si se tratase de caminos rurales. Sin gente que pudiera ir al trabajo ni coches que pudieran circular, las autovías se habían convertido en un fiel testimonio de la catalepsia que estaba sufriendo la ciudad. Cientos de fotos se sacaron de aquellas carreteras vacías para ilustrar las portadas de todo el mundo. El hecho, de ser tan insistente y cotidiano, había perdido su matiz de asombro. El Lunes Santo empezó de la misma manera que lo hizo el Domingo de Ramos, tal vez de forma más acelerada al no tener que echar mano de la improvisación. Los miles de fieles sabían cuál era la fórmula elegida para sacar en procesión a las imágenes. Se dirigieron primero a la iglesia del Buen Pastor, en el barrio de Capuchinos, y sacaron al Cristo de la Crucifixión. Al mismo tiempo, otros fieles se marcharon camino del barrio de El Perchel para recoger la imagen del Cristo del Perdón y de la Virgen de los Dolores. Como el día anterior, la transición de la imagen desde la iglesia a la calle se hizo con soltura y respetando el orden de llegada. Los primeros eran los que entraban y se encargaban de recoger la imagen. No había contiendas. La pelotera que se formaba a la entrada se conformaba con estar allí y presenciarlo todo. Se dieron los mismos hechos en la iglesia de los Mártires y en distintas casas hermandades repartidas por el barrio de la Trinidad o en el propio centro. En un intervalo corto de tiempo ya se habían juntado, en la misma procesión, el resto de imágenes del Lunes Santo, como el Cristo Coronado o María Santísima del Amor Doloroso. Pero de pronto, un clamor rugió entre las calles. Y después el silencio. La gente se quedó inmóvil y miraba hacia la lejanía como quien espera la llegada de un Tsunami. De lejos se ven llover las flores de un lado a otro. Una columna de humo de incienso barre el aire y tamiza la ciudad. Ahí está, gritaban todos. Ahí llega. Elías se alzó de puntillas y lo vio venir de lejos. Era el “Cautivo”, la gran insignia de la Semana Santa malagueña, y quizás, de la propia Málaga. El espejo en el que todo habitante de la ciudad se miraba para reconocer su singularidad malagueña. Un signo de identidad en el mundo que no dudaban en llevarlo con cordones de oro, sobre almanaques, cuadros, figuras de todos los tamaños y gustos; y por supuesto tatuado. Como cada año, la imagen congregaba a miles de penitentes. Acompañaban el trono en señal de devoción, algunos con los ojos vendados para cumplir las promesas hechas por peticiones que le habían sido concedidas. Otros lo hacían descalzos. Era el Cristo más malagueño del mundo, un Cristo boquerón y malacitano, vestido con túnica blanca y con las manos atadas por delante con un cordón dorado. La imagen pasaba de mano en mano sin apenas rozar las palmas. Como las imágenes anteriores, levitaba sobra las yemas de los dedos. A unos dos metros de Elías, casi de frente, se paró la procesión. De entre el tumulto apareció el obispo de Málaga secundado por un segundo personaje que vestía de blanco con una cruz formada por dos lágrimas rojas que se cruzaban en su pecho. Elías no lo reconocía, pero alguien desde atrás dijo es Nicodemo. Los dos hablan y la gente se calla para escuchar. El obispo hace la señal de la cruz delante de la imagen y Nicodemo se coloca frente a ella, palpándole los pies con las yemas de los dedos, diciendo que no hay hombre que se merezca interrumpir el paso del Señor. La gente enfervorizó y la imagen pasó por las yemas de Nicodemo hasta empujar al mismo obispo hacia un lado. Éste no pareció resolver muy bien aquella situación. Elías se acercó hasta él por si se había hecho daño. El obispo lo vio acercarse y levantó la mano en señal de despreocupación. No hubo más acercamiento ni proximidad. Elías prefirió seguir su camino, aunque antes miró al personaje que había enfervorizado a la gente. A Nicodemo. Y fue en ese instante, apenas unos segundos, cuando sus miradas se cruzaron con frialdad, sin apenas gesticular una mueca. Nicodemo vistió aquella mirada con una sonrisa fría y calculada que a Elías le gustó tanto como si le hubiesen clavado un puñal en el bazo. Después desapareció. Elías tomó su camino y decidió olvidarse del asunto. Pasaron cerca de cincuenta minutos hasta que pudo alcanzar la zona de El Morlaco, donde le esperaban los taxis. No tardó mucho en conseguir uno y marchar camino a El Candado, más allá de la barriada de El Palo. El tráfico, como en el resto de la ciudad, era escaso o nulo, y sólo lo formaban los taxis que llevaban gente de un lado a otro. Se pusieron en marcha. Elías fue observando las aceras a través de la ventana. Todas aparecían atestadas de gente que marchaban de un lado a otro cargando al hombro con gigantescas bolsas de plásticos. Algunos tiraban de carros improvisados. Otros usaban mantas para liar lo que querían llevarse y se lo ataban a la espalda como si fueran enormes mochilas. Esa imagen le recordó a lo que tantas veces había visto en los campos de refugiados. El taxi continuó y cruzó de largo la barrida hasta entrar en El Candado. Luego torció a su derecha para después llegar a los aparcamientos del restaurante. Pero el taxi no pudo entrar. De frente, y justo a la entrada, aparecieron una docena de tiendas de campaña que el mismo taxista juraba no haber visto dos días antes cuando pasó por allí, pero que tampoco le sorprendía mucho. Elías pidió parar, se salió, y miró a lo lejos, de un lado a otro, viendo cómo las tiendas de campaña se perdían por la playa y se extendían hacia el otro lado, en dirección al puerto deportivo. No entendía nada de lo que estaba pasando. El taxista captó la desorientación del cura y le dijo que entrara de nuevo al vehículo, que le iba a regalar una visita guiada, y que no se lo iba a cobrar. Arrancó y siguió el camino de la carretera en dirección a la localidad del Rincón de la Victoria, que quedaba casi pegada a los límites de la ciudad de Málaga. Elías certificó que las tiendas continuaban más adelante y subían por las laderas de los montes que quedaban al otro lado de la carretera. No entiendo nada, fue lo que exclamó Elías. Miraba y detenía su vista en las tiendas de la Cruz Roja que salpicaban el paisaje por un lado y otro. Son refugiados, contestó el taxista, y mi familia vive aquí desde hace más de un mes, como tantos otros malagueños que no podemos entrar en nuestras casas, porque si entramos no podemos tener una vida normal: hacer la compra, aparcar, comprar una aspirina o tener una urgencia sanitaria. Somos refugiados en nuestra propia ciudad ¿lo entiende?, y no sabemos si esto acabará algún día. Si volveremos a vivir como antes. Elías comprendió que el drama era mucho mayor que una simple falta de movilidad. Poco se había escuchado de ellos en los informativos. Quizá los confundió con la otra masa de gente, la de los fieles invasores, y creyó de antemano que eran lo mismos. El taxista cambió de sentido y volvió hacia el restaurante. Lo dejó a escasos metros, en la otra dirección. Si no le importa le dejo aquí, le dijo el taxista mientras Elías le agradecía aquel viaje tan ilustrativo. Insistió en pagarle, pero el taxista desistió. Le dije que no le cobraría y no lo voy a hacer. Y no insista que me ofende. Si quiere pagarme, rece por mí, que yo me quedé sin ganas. Luego arrancó con una sonrisa afable y se marchó sacando la mano por la ventana. Elías lo vio perderse en el horizonte de aquella carretera desierta hasta que ya dejó de verlo, preguntándose si todo esto que estaba ocurriendo se lo merecía alguien. Y si Ernesto Miranda pensó bien en lo que había hecho. Prefirió aparcar sus pensamientos y se marchó camino del restaurante cruzando la carretera, sin tan siquiera mirar a un lado u otro. No hacía falta. Paseó entre las tiendas de campaña y se dirigió a la entrada del restaurante. Anduvo hasta la terraza delantera y comprobó que no había ni camareros ni clientes. Todas las sillas estaban en columnas colocadas en cada una de las esquinas, amarradas con cadenas. Desde luego aquello no cotejaba con sus recuerdos de infancia. Dudó por un momento que aquel fuese el lugar elegido por Philippe, hasta que lo vio detrás de unos de los ventanales que miraban al mar. Él también se percató de su presencia y levantó la mano para hacerse notar. Elías entró y se dirigió hacia la esquina donde el belga estaba sentado con una cerveza en la mano, detrás de una columna de periódicos que tenía sobre la mesa.

– Querido Elías, cuánto estimo que haya usted acudido a esta cita – le estrechaba la mano con fuerza –. Lamento haberle traído tan lejos, pero ya sabemos que las circunstancias actuales de nuestra ciudad no permiten respirar a menos de treinta kilómetros del centro.

– Me hago cargo – respondió Elías sin evitar que su mirada se clavase en la montonera de periódicos que tenía a su lado.

– He olvidado advertirle que aquí no se puede comer. Como verá, es difícil traer pescado, y si se trae, es difícil tener a quién servírselo. Tampoco hay bebidas, ni hielo, ni fruta, ni bombonas de gas, ni nada de nada. Conozco al dueño y por eso me ha dejado traer mi propia cerveza. Suena ridículo, pero es así. He traído unas cuantas pensando en que tal vez usted quiera una. Y si quiere comer, no dude en que le llevaré a un restaurante de Nerja o Vélez-Málaga, donde por suerte la vida sigue su curso normal.

Elías declinó la invitación a comer. Lo que no rechazó fue la cerveza que Philippe había traído. El amigo del belga, el dueño del restaurante, no tardó mucho en servírsela. Ahora los dos tenían su correspondiente bebida. Les tocaba hablar de aquellos periódicos.

– Bueno, en realidad no son periódicos – recalcó Philippe –. Son fotocopias de algunas de las ediciones de “El Diario Mercantil” que se publicaron entre los años 31 y el 44. Están fotocopiadas en A3 sobre papel reciclable y plegado en dos, pero no se deje engañar. Son fotocopias.

Elías cogió el primero y empezó a hojearlo. Eran fotocopias de ejemplares bastante bien conservados de aquel diario liberal del que ya tuvo noticias en la carta de Ernesto. Comprobó que cada una de las fotocopias tenía un sello de salida con un número de registro que ponía “Archivo Narciso Díaz de Escovar”, que también salía mencionado en la carta. Justo a la derecha de esa página, a media columna, aparecía una noticia sobre Ernesto Miranda. Elías no escondió su sorpresa cuando vio a tantos viejos conocidos repartidos en aquellas noticias.

– Veo que le sorprende lo que ha visto, y sólo ha cogido el primero. ¿Reconoce algo de lo que ve?

– Bueno, usted sabe mejor que nadie que estamos detrás de las pistas que nos va dejando Ernesto. Fue usted mismo el que nos mandó a la biblioteca

– Lo recuerdo – sonreía el belga mientras daba un nuevo trago a su cerveza –. Pero no sabía nada de ninguna pista. No soy tan agudo como usted piensa. De hecho me he tomado la molestia de recopilar todo este montón de periódicos pensando en que tal vez podía ayudarle en algo. Pero ya veo que ha adelantado mucho. Me alegro escuchar esa noticia.

Philippe pareció apartar los periódicos a un lado, como si aquel trabajo hubiese sido en vano. Elías le pidió que le dejara echar un vistazo y le preguntó qué había allí.

– Me alegra que me lo pregunte – resolvió el belga con cierto tono de gratitud –. Como le digo, es un recopilatorio de varias ediciones del periódico “El Diario Mercantil”. Este diario, por si no lo sabe, fue el más importante de la ciudad en su época. Tenía una tirada considerable y un declarado matiz liberal que no gustaba a muchos, pero que entusiasmaba a otros. Pocos años después de la guerra se cerró, pero mientras estuvo sacando ediciones fue el auténtico diario de la ciudad. Ahí se reflejan multitud de noticias que hubiesen quedado en el olvido si no fuese por este periódico… y porque a alguien le dio por coleccionarlos.

– ¡Narciso Díaz de Escovar!

– Correcto… ¿lo conoce también?

– De oídas. Solo de oídas.

– Pues afina usted muy bien el oído. Tres días que lleva en la ciudad, y ya se ha enterado de muchas cosas.

Elías sonrió con el cumplido. Seguía observando el resto de portadas y veía siempre lo mismo: el nombre de Ernesto subrayado en todas las páginas.

– No piense usted que soy un autómata sacando este tipo de información. Tengo mi propio grupo de investigación, a quienes les encargo tareas similares para indagar tal o cual cosa de un objeto que esté a punto de adquirir. Así que todo esto que le traigo ha sido pan comido para mi gente, tan acostumbrada como está a indagar en los lodazales de los siglos pretéritos. Podrá comprobar que todo son noticias de Ernesto Miranda. Le he traído todo lo que hemos encontrado sobre él, pensando en que podía serle de ayuda.

– Puede que lo sea… y mucha – sentenció Elías – Y se lo agradezco de corazón.

– No tiene que agradecerme nada. Haré lo que sea para conseguir que ese malnacido de Ernesto vuelva a donde nunca debió salir. Al olvido.

Elías se sorprendió por aquella reacción que tuvo contra Ernesto Miranda. Era como si el belga tuviese cuentas pendientes. Philippe pidió disculpas y Elías le aclaró que era muy apresurado pensar que Ernesto tenía algo que ver con todo esto. Que lo poco que había encontrado no daba tanto juego. Que sólo tenía una carta con frases ambiguas escrita por él, pero poco más.

– ¿Una carta? ¿Qué clase de carta?

Elías inclinó su mirada hacia el periódico para perderse entre las líneas impresas de “El Diario Mercantil”. En realidad no lo leía. Se estaba tomando una ligera pausa para encarar aquella pregunta de una forma más o menos cómoda sin descolgar en el ambiente la sensación de que no se fiaba del belga. Era su forma de proceder. No contar nada para no mezclar conclusiones con confidencias que luego diesen al traste con la investigación. Miró entonces a Philippe. Luego le sonrió mientras gesticulaba con la cabeza, sin pronunciar palabra alguna, como tratando de arrancar una conversación que tenía anclada en su esófago.

– No le dé reparo decirme lo que piensa – se anticipó Philippe –. Yo actúo de la misma manera cuando estoy encima de algo que creo importante. Hablar antes de tiempo, o contarle algo a un desconocido, nunca es una buena decisión. Yo sólo he venido a ayudarle. No tengo otros objetivos en esta investigación que no sea el de echarle una mano; así que la carga de mis cautelas es, en realidad, una carga liviana o inexistente para el caso que nos toca ahora.

Elías agradecía la postura del belga. Levantaban su cerveza y luego entrechocaban los vasos en un gesto que parecía continuar aquellos brindis interminables de la noche del sábado. Elías aprovechó el momento para observar el mar a través de la ventana. Se quedó un rato con la mirada anclada en la bruma marina que salpicaba el horizonte. Sólo se podía intuir ligeros retazos del mar entre los callejones estrechos que dejaban las tiendas de campaña. Los niños jugaban en la arena y las madres sacaban sus barreños con agua para enjuagar la ropa que luego secaban colgado sobre las mismas cuerdas de las tiendas. Los rostros estaban cansados. En algunos se reflejaba la desorientación propia del desubicado, de quien no entiende nada de lo que le rodea. La Cruz Roja hacía rondas entre las tiendas y colocaba letrinas públicas para solventar la falta de instalaciones apropiadas. Era la playa; no podía ser de otra manera. Elías volvió a su cerveza. Fijó la mirada en la mano derecha de Philippe y comprobó que aún lucía el sello de oro que ya vio la misma noche del sábado, cuando estuvieron en su despacho. Esta vez le prestó un poco más de atención, aunque fuese un sólo instante. No quería parecer curioso. Tampoco quería despertar en Philippe ninguna sospecha. Lo poco que pudo observar le permitió identificar el mismo candelabro de nueve brazos que tenía en su despacho, pero esta vez sobreimpresionado con un ojo muy parecido al “ojo de Isis” o el “Udyat”, que tanto gustaba a los amantes de lo exotérico por aquello de tenerla como guardiana de la vida y dotarla de poderes mágicos, que es lo mínimo que se esperaba de una Diosa, pensó Elías para sí mismo. Tal mixtura entre lo hebraico y lo egipcio le confundió, así que prefirió desatender el anillo y comenzó a fijarse otra vez en la columna de periódicos.

– No le voy a contar todo lo que hay aquí, porque es probable que termine aturdido, pero sí que le voy a contar aquellas cosas que he creído más interesantes. De momento no le ha ido mal con este proceder, porque la pista de la biblioteca fue un buen paso. ¿No cree?

– Puede ser – respondió Elías, dando un guiño –. Prosiga.

– Pues bien, en este ejemplar del año 1934 se habla que “Ernesto Miranda Huelin, hijo del difunto Don Ramón Miranda y miembro de la familia Huelin, ilustrísima casta de empresarios que dirigen variados negocios en toda la provincia de Málaga, ha decidido seguir los pasos de este vasto linaje de emprendedores creando una empresa de importaciones con sede en Berlín. Según fuentes próximas a la familia Huelin, Don Ernesto ha entablado lazos mercantiles con las autoridades germanas del recién instaurado gobierno de Adolf Hitler, y en especial a la persona de Alfred Rosenberg, figura próxima al 'Führer' que ejerce oficio de redactor en el periódico Völkischer Beobachter. Les ha convencido de que su empresa podrá acercar a los españoles la nueva imagen que la gran Alemania trata de proyectar en el mundo entero. Las mismas fuentes citan a Alfred Rosemberg, y a otros miembros del partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores, como impulsores de esta novedosa idea cuyo modelo de negocio quieren repetir en otros países como Francia, Bélgica, Polonia, Austria, Rusia, Holanda o Dinamarca. La nueva Alemania ha creado una extensa línea de objetos, ropa y elementos decorativos que aluden a su nueva bandera y a sus símbolos, que podrían ser importados y comercializados en España con notable éxito. Entre todos estos símbolos, el propio Ernesto destaca la sobrecogedora cruz gamada, que tanta curiosidad nos ha despertado en la redacción, y que más de uno consideramos muy decorativa. Prevemos que será un símbolo universal de paz y armonía”. Como puede ver, querido padre, en “El Diario Mercantil” no atinaban bien con las previsiones futuras, pero ya me parece curioso que Ernesto estuviese mezclado con los nazis. Desde luego la idea es cuanto menos sui géneris.

– En 1934 nadie era capaz de estimar las consecuencias que traía consigo la ideología nazi – agregó Elías –. Como tampoco se podía prever las consecuencias de un estado totalitario comunista ni las depravaciones políticas de Stalin. Todas esas fórmulas políticas eran tan viables y válidas como la democracia, a la que por cierto se la acusaba de ser un modelo añejo y poco eficiente. Ya ve usted que era mucha la gente que no atinaba en aquella época. Quizá el propio Ernesto no sabía dónde se metía.

– Los nazis no engañaron a nadie. Su política sobre el “espacio vital” para el desarrollo de Alemania, además de otras perlas sobre los judíos y su sugerido complot en la derrota alemana en la Gran Guerra, estaban bien explicadas en sus mítines y sus pasquines. De todas formas, es mejor seguir leyendo para entender lo complejo de este asunto. En otro de los periódicos se habla de una notica con fecha de 1940. Ya ha estallado la II Guerra Mundial y la Guerra Civil española hace un año que terminó. En la noticia se comenta “El empresario Ernesto Miranda, junto con su amigo y cónsul de Alemania, Walter Hoffmann, han recibido un último gran cargamento proveniente de la Alemania con infinidad de objetos, que serán de notable aceptación en esta nueva España que ha sabido desertar de sus debilidades perniciosas para encarar un futuro desde donde retornará hacia glorias pasadas. Sin duda, la imagen de esta nueva Alemania nos enseñará el camino que deben seguir los países que optan por escribir los mejores renglones de la Historia, esa misma Historia en mayúsculas donde España cuenta ya con capítulos memorables”. Además de esta oda de fervor hispano-germano, los de “El Diario Mercantil” nos cuentan que, en plena guerra, Ernesto seguía haciendo negocios. ¿No le parece extraño dedicarse a esto de vender souvenirs alemanes después de una guerra civil donde casi nadie tenía dónde caerse muerto? ¿Quién compraría eso?

– ¿Piensa que era contrabandista? – sugirió Elías

– Lo dudo. No creo que se dedicara al estraperlo. Pero tampoco creo que viniese con una caja de cruces gamadas recubiertas de chocolate. Así que seguimos leyendo y nos encontramos con otra noticia – pasa al siguiente periódico – y volvemos atrás. De nuevo el año 1934, cuando se crea su empresa, que por cierto se llamaba “Zenobia importaciones, sociedad mercantil”, intuyo que ese nombre viene por la esposa de Juan Ramón Jiménez. Pues bien, hay una noticia pequeña ocurrida en el mes de abril, sin mucha importancia, pero que me parece cuanto menos curiosa. “El empresario Don Ernesto Miranda embarca hoy con destino a Alemania. El objeto de su viaje, según cuenta el protagonista, es el de iniciar los primeros trámites para establecer una línea continua de importación y comercialización de los productos alemanes. Viajará sólo y espera regresar en cuestión de cuatro semanas.” ¿Qué le parece?

– ¿Qué me debe parecer? – Elías miraba con resignación el diario, sin encontrar una lógica a la sorpresa que Philippe mostraba. Poco veía de la noticia, salvo una foto en blanco y negro que acompañaba al texto, y donde se podía ver a un hombre vestido con traje claro y sombrero, frente a un buque de pasajeros. Detrás se intuía un grupo de personas ascendiendo al barco sobre una pasarela móvil. El pie de foto no dejaba lugar a las dudas: era el propio Ernesto Miranda. Era la primera vez que lo podía ver. La foto, sin ser de mucha calidad, había quedado empeorada con la fotocopia, y el negro había difuminado varios rasgos de la cara; pero aún así, se intuía con ciertas reservas cuál era el rostro de Ernesto – ¿Así que éste es Ernesto? –. Pues le guardo cierto parecido – concluyó Elías, que no dejaba de mirar la foto.

– En eso tiene razón, padre – confirmó Philippe – Si repasamos varias fotos que hay de él, podremos confirmar que sí que se le parece un poco. ¿Alguna confesión familiar que quiera revelarme? – Philippe sonrío con malicia.

– Pues… hasta donde me han contado… es hasta donde sé –Elías quiso acompañar la chanza del belga gastando su cuota en la broma –. Siguiendo con el asunto… ¿qué es lo que le parece extraño?

– Verá. Cogiendo la fecha en la que debía volver, busqué en los diarios, hasta que di con la noticia de su vuelta. Era una intuición, pero algo me decía que lo que hacía Ernesto no encajaba con una actitud normal. Me explico. Encuentro la noticia que busco en el mes de mayo de 1934. “Don Ernesto Miranda, tras cuatro semanas en Alemania, ha regresado hoy de su periplo por tierras germanas. El avión que lo trajo aterrizó en el aeródromo de Churriana a las diez y media. El propio Ernesto, aunque muy fatigado, ha expresado su enorme satisfacción por el buen camino que están tomando sus negocios”. Ahí está. Quizá no le dé usted importancia, pero fíjese en el detalle. Va en barco y vuelve en avión. Los viajes comerciales en avión ya eran habituales por esos años. La gente con posibilidades eludía los tediosos viajes en barco o tren y se embarcaban en aviones que tardaban horas en recorrer lo que un barco tardaba días. ¿Por qué Ernesto se hizo un viaje hasta la misma Alemania en barco? Además, le recuerdo que no se puede llegar hasta Berlín en barco. Sólo había una razón que explicase eso.

– ¿Se llevaba algo que no podía embarcar en un avión? – contestó Elías

– Esa fue mi intuición. Pero… era una empresa de importaciones… no tenía sentido que llevase productos, ni nada por el estilo. Su cometido era traer cosas, no llevarlas… ¿entonces?

– ¿Mucho equipaje?

– ¿Y se lo dejó todo en Alemania? Le recuerdo otra vez que volvió en avión, así que lo que llevó para allá, seguramente no lo trajo.

– Bueno, quizá esté dándole demasiada importancia a lo del barco y el avión. Puede que le apeteciese pasar unos días de asueto. Quizá necesitaba relajarse.

– Puede ser – contestó Philippe – Pero como ya tenía esa duda, me volví a la noticia que antes le mencioné, la de 1940 donde se anunciaba la llegada del último gran cargamento, y me quedé pensando. Entonces decidí buscar más noticias que hablase de los cargamentos traídos desde Alemania, pero no encontré nada. Sólo se hablaba de ese cargamento. Así que mi pregunta era clara… ¿qué tenía de especial ese cargamento para que se hablase de él en el periódico? ¿Por qué no sale nada de los otros cargamentos?

– Quizá Ernesto no quiso darle bombo. Quizá aquel cargamento llamase la atención por su volumen.

– Esa es la explicación más sencilla, padre. Como dice la teoría de la navaja de Ockham, dos explicaciones que en igualdad de condiciones tienen las mismas consecuencias, la explicación más simple siempre será la que tiene más probabilidades de ser la correcta. Pero en mi caso, esta teoría no es del todo válida, porque si la duda es tan grande que requiere de otra explicación, entonces hay que buscarla. Y yo la busqué.

Philippe sacó un nuevo documento, pero esta vez de la chaqueta que tenía colgada en su silla. Abrió un sobre y cogió unos papeles doblados que no tenían nada que ver con las copias de unos periódicos. Los colocó encima de la mesa tras apartar a un lado el último periódico que habían leído. Elías trató de leerlo del revés, pero no había manera de entender lo que estaba pasando.

– Para resolver mi duda he tenido que recurrir a mis contactos. La ciudad está colapsada, y todo lo que esté cerca del centro está clausurado. Sin embargo, conociendo a la persona adecuada, ese problema se puede convertir en ventaja. Puedes conseguir lo que quieras sin esperar colas ni plazos. Solo hace falta que esa persona te abra la puerta – Philippe disfrutaba con aquel momento. Elías se perdía en los entresijos mentales del belga –. Este primer documento lo he sacado del Registro Mercantil.

– ¿Ha ido a indagar sobre la empresa de Ernesto Miranda? ¿Se guardan aún esos papeles?

– En la burocracia se guarda todo, querido padre. Y si es algo tan antiguo como esto, pues se quita de en medio, se almacena en un lugar seguro y con eso se acaba el problema del espacio. Estas cosas no están en el cajón de nadie, eso se lo aseguro. Pues bien, es correcto, fui al Registro Mercantil para ver los balances de la empresa de Ernesto, la llamada “Zenobia Importaciones, sociedad mercantil”, ¡y mire qué curioso!, el balance es cero. Nada de nada. Jamás se trajo cosa alguna de Alemania porque no aparecen gastos ni ingresos. Así que tampoco se vendió nada. La empresa se dejó morir por inactividad allá en el año 1941, poco después de este último gran cargamento anunciado en el periódico. Se pagaron religiosamente las tasas durante esos años de actividad inactiva, pero vender no se vendió nada.

– Y… ¿el gran cargamento? – cuestionó Elías en ese momento, que no entendía nada de lo que estaba pasando.

Philippe sacó un nuevo documento, diferente al del Registro Mercantil, y por supuesto dispar a las copias de los periódicos. El belga hizo una ligera pausa para mirar el papel, como si estuviera repasando las condiciones de una capitulación.

– Este otro documento ha seguido los mismos cauces que los anteriores: un amigo que me ha abierto la puerta que necesitaba. Es un registro de entrada, guardado por la Autoridad Portuaria de Málaga. Es una copia, pero me permite comprobar lo que Ernesto trajo en aquel “gran cargamento”.

– ¡No trajo nada! – sentenció Elías

– Sí que trajo – Philippe volvió a hacer una nueva pausa –. Trajo una sola caja. Una única caja. Esa fue toda su mercancía. No pone nada del contenido porque no aparecen esos detalles, pero sabemos que sólo trajo eso.

Philippe y Elías se quedaron en silencio un rato. El belga sabía el resto de la historia y esperaba a que Elías se desenredara por sí mismo. Pero tardó un rato. Elías miró de un lado a otro como si agitase su cabeza para ordenar las ideas, hasta que una luz en su mirada desveló que ya había dado con algo.

– Philippe sacó algo de Málaga en el año 1934 por barco – Elías comenzó a desmadejar con cierta aceleración en el ánimo–, algo que no podía llevar en el avión, quizá por su tamaño, o por el riesgo a que lo interceptaran. Luego lo trajo en el año 1940 camuflado como parte de su negocio. Después de eso no volvió a necesitar la empresa y la dejó morir. Aprovecharía esos años para ir y venir a Alemania sin levantar sospechas, hasta que pudo traer lo que sea que se trajo. Durante esos años no desembarcó nada en Málaga, y por eso sólo se tiene noticia de ese gran cargamento, porque en realidad fue el único. Y por supuesto no era grande.

– Y si miramos los balances de la empresa… no lo vendió. Tampoco compró nada.

– Y, ¿por qué Alemania?

– Bueno, eso tiene también su respuesta. Su amigo el cónsul podía ser esa respuesta; pero quiero que se fije en un detalle. El desembarco lo hizo a través de un buque llamado “W. Shakespeare”. Es innegable que ese nombre le pega más a un barco británico que a un alemán. Así que miro la bandera del barco y ¡Eureka!... es británico. Y en 1940, en plena II Guerra Mundial, no me imagino yo a ningún buque inglés saliendo de un puerto alemán… ¿No le parece?

– ¡Se lo trajo de Inglaterra!... exclamó Elías.

– Concretamente venía de Plymouth, como dice el registro portuario. Y por el contexto bélico, descartamos que pasase por Alemania.

– Así que es muy posible que ni tan siquiera fuese a Alemania en su primer viaje – propuso Elías, que no sabía contener el bullido de su cabeza, aunque tampoco daba con lo que Ernesto pudo sacar y traer a Málaga en aquellos años.

– Bueno, también eso es raro, porque aunque no tengo el papel del registro aquí para mostrárselo, sí que le confirmo que aquel barco de pasajeros tenía como destino Hamburgo. Pero ahí ya me pierdo.

– Es decir – Elías trataba de recapitular–, que se llevó algo para Alemania y años después se trajo a Málaga otra cosa que venía de Inglaterra. ¿Cambió una cosa por otra?

Philippe se quedó mirando a Elías con media sonrisa esbozada en su rostro y una ceja enarcada que le daba cierto aire de trilero. Elías comprendió que su razonamiento no iba por buen camino, que el belga le estaba mirando con cara de Elías te estás haciendo un lío tú solito. Que la película no va por ahí.

– ¡Se trababa de la misma cosa! – concluyó Elías –. Se lo llevó a Alemania y de allí a Inglaterra. Desde Inglaterra regresó a Málaga… pero… ¿por qué hizo ese transbordo y no se lo llevó directamente para allá?

– Esa es la pregunta que yo también me he hecho. Bueno, eso y qué cosa se trajo de Inglaterra como para organizar todo esto – Philippe señalaba hacia los acampados mientras terminaba la frase.

Elías prefirió sentenciar aquella frase con un no tengo ni la menor idea y será difícil que lo sepamos alguna vez. Luego volvió a los periódicos y los hojeó rápidamente, quizá tratando de que el azar lo llevase a las respuestas, igual que en las soluciones de un crucigrama.

– Y del resto de cosas que salen de Ernesto… ¿Hay algo más que destacar?

– El resto se puede resumir en un anecdotario – respondió el belga –. Podemos hacer un repaso rápido y le cuento. Por ejemplo, en algunos ejemplares, sobre todo aquellos que se corresponden con los años de la guerra en que Málaga ya estaba tomada por los nacionales, se nos cuenta que Ernesto sufragó muchas de las imágenes que se tallaron para recuperar el patrimonio artístico que desapareció en los incendios del 31. Eso tal vez guarde relación con lo que está pasando ahora.

– Tuvo acceso a las imágenes que luego se manipularon – coligió Elías.

– O estuvo conchabado con los propios tallistas, con los ayudantes o con quien fuese que estuviera allí dándole al cincel. Pero tampoco eso es relevante.

– ¿Y después de 1940? ¿Hay algo que nos indique qué hizo con lo que se trajo de Inglaterra?

– Nada de nada. Siempre lo mismo. Estaba metido en todos los fregados eucarísticos y se había ganado el beneplácito de la Iglesia. Se cuenta por ejemplo que sufragó la restauración del panteón de los condes de Buenavista en la basílica de la Victoria, algo digno de ver, porque aquello pone los pelos de punta. También participó en la restauración de los archivos diocesanos de la propia basílica, que como otros archivos documentales, sufrieron pérdidas irreparables en los incendios de 1931.

Philippe iba barajando los ejemplares de “El Diario Mercantil” sin reparar en que Elías no podía seguir los detalles de cada noticia. Elías decidió coger un tocho para leerlos por su cuenta. Miraba con avidez aquellas zonas donde el nombre de Ernesto Miranda venía tachado en rojo. Los detalles que ya le adelantó el belga estaban repartidos en varios periódicos, con fotos de Ernesto Miranda junto a otros personajes de los que no tenía ni la menor idea de quiénes podían ser. Muchos con guisa de cura. Siguió buscando y se percató de otra noticia. Para la gente contratada por Philippe debió resultar intrascendente, quizá por desconocer su importancia. Era un texto corto que se resumía en unas líneas “Han contraído matrimonio en la Basílica de Santa María de Elche el oficial alférez Don Patricio Núñez y Narváez y Doña Inés Albilla Monzón, hija del Ilustre Notario Don Ricardo Albilla y de Doña Luisa Monzón, reconocida familia malagueña, a la que trasladamos nuestras felicitaciones por tan feliz acontecimiento.” Era el catorce de septiembre de 1938. A Elías le extrañó ese desenlace. Lo poco que sabía de Inés la colocaba junto Ernesto en una relación más que reconocida. Philippe advirtió el gesto de sorpresa del propio jesuita. No dudó en preguntarle si había algo que no le encajaba. Elías prefirió negar lo evidente, así que siguió leyendo y se topó con tres esquelas funerarias que ocupaban una página completa. Llevaban el nombre de Ernesto Miranda Huelin. Era el 21 de Agosto de 1947.

– ¿Se cuenta en algún sitio de qué murió? – preguntó Elías, señalando con el dedo una de las esquelas.

– Bueno, lo que se cuenta es cómo lo encontraron. Estaba solo, en una casa sin muebles ni otro elemento que le diese cierta habitabilidad. Lo encontraron en la planta de abajo, sentado en el suelo, con la espalda apoyada sobre la pared y mirando hacia una ventana, pero con los ojos cerrados.

– ¿Mirando a una ventana y apoyado sobre la pared? ¿No había signos de violencia? ¿Ningún indicio que hiciese pensar en un atraco?

– Nada de nada – respondió Philippe –. No he encontrado nada parecido a eso en ninguno de estos periódicos, salvo esta noticia un tanto desconcertante – señalaba la columna de unas de las hojas –. “Ayer, a las cinco y media de la tarde, se ha encontrado el cuerpo sin vida de Don Ernesto Miranda Huelin. Fue un familiar suyo, Don Miguel Huelin Larios, que alertado ante la falta de noticias del difunto, y después de haber quedado con él el día anterior, decidió personarse en su domicilio en el día de autos, encontrándose con tamaña sorpresa. Poco ha transcendido de las investigaciones policiales, pero los indicios apuntan a que Don Ernesto Miranda sufrió un ataque al corazón que le pilló solo en casa. Nada se sabe de la razón por la que la casa se encontraba completamente vacía. El propio difunto presentaba un estado de dejadez considerable, con barba de varios días y evidente falta de higiene. Hay quien adelantó a este medio que la muerte pudo haberse debido a un suicidio. Sea cual fuese la razón que ha llevado a Don Ernesto Miranda hasta el Altísimo, sólo nos queda rogar por su alma para hacerle justicia a tantas obras de caridad que Don Ernesto despachó en vida. Dios tenga su alma en justo descaso.” Ahí lo tiene – prosigue Philippe – ¿Se mató o se dejó morir? Pues casi es lo mismo. Había vaciado su casa y trasladó la biblioteca al colegio de los Jesuitas. Una vez vacía, se murió allí en medio, en el salón. Pero hay algo aún más extraño que todo eso, o al menos a mí me lo parece. Justo delante de él, en el mismo suelo del salón, había un montón de hojas en blanco, una pluma, varios sobres vacios y unos cuantos sellos. Es como si la muerte lo hubiese encontrado mientras se decidía a escribir una carta.

Elías no conseguía imaginar qué pasó en aquella casa. Tampoco qué ocurrió con Ernesto para que lo encontrasen de aquella manera, en mitad de un salón vacio, apoyado sobra la pared y con un montón de sobres y sellos. Pensó que quizá todo aquello podía tener alguna relación con el mismo hecho de las imágenes manipuladas de las Vírgenes. ¿Algo que se le escapó de la mano? se preguntó Elías. También podía ser una dejadez del ánimo en la que intervendría la boda inesperada de Inés Albilla. Pero esa boda fue nueve años antes, se respondió a sí mismo. La órbita de Ernesto Miranda empezaba a colmarse de demasiados cuerpos extraños, de infinidad de incógnitas que no parecían ligar unas con otras: lo del cadáver que encontró en el poblado de El Bulto junto a Inés y un joven desconocido para él. La misma boda de Inés, sus negocios con la Alemania nazi, la mercancía que vino de Inglaterra cuando debía llegar de Alemania. Las cartas en la biblioteca de los Jesuitas, la empresa “Zenobia Importaciones” que creó para no se sabe qué. Su muerte en el salón de una casa sin muebles y en aquella postura tan extraña en la que lo encontraron. Al final de todo, la manipulación de las seis Vírgenes puede ser la menor de todas las incógnitas, se volvía a decir Elías a sí mismo, sin revelarle sus palabras a Philippe, escudriñando en lo poco de lógica que podía tener todo aquello. Elías decidió despedirse de Ernesto de una forma simbólica. Leyendo sus esquelas. Las tres: la primera en nombre de su familia y allegados. La segunda de las autoridades civiles y militares de la ciudad, a la que se unía el mismo obispo de Málaga de aquel entonces. El último era de sus amigos, con nombres propios: Tomas Bocanegra, Luis Sánchez, Walter Hoffman, Miguel Huelin, Jorge Loring, Ernesto Larios y un nombre que le resultaba novedoso: David Ben Ishti. Echó en falta a Inés Albilla, que no apareció por ningún lado. Dos incógnitas más y un “Nunca te olvidaremos” que sonaba a presagio. Porque de eso estaba seguro: él nunca olvidará a Ernesto Miranda.

El móvil de Elías comenzó a sonar. Avisaba de un nuevo mensaje SMS. Elías lo atendió. Era Micaela que le comunicaba, en un escueto mensaje medio indescifrable, que lo esperaba en la puerta del restaurante. Y que le enviase un OK. A Elías le sorprendió que Micaela estuviese allí. No habían quedado, ni recordaba haberle pedido que le esperase en la puerta. Pero estaba allí, eso era una evidencia, y tocaba marcharse. Elías se levantó y se excusó ante Philippe, agradeciéndole todo el interés que había puesto en su investigación, pero que ahora lo tenía que excusar porque le esperaban en la puerta.

– ¿Se marcha ahora a la biblioteca de los jesuitas? – irrumpió el belga en las disculpas de Elías.

– Bueno,… es lo que pretendo, pero no lo tengo muy claro, porque ha surgido un imprevisto de última hora que no sé cómo voy a resolverlo – Elías pensaba en Micaela mientras iba construyendo sus frases.

– Lo entiendo – replicó Philippe, que se había levantado de la mesa acortando las distancias físicas con Elías –. ¿Puedo pedirle algo?

–Sí, claro – Elías respondió desconcertado.

– Se preguntará por qué me he tomado todo este trabajo con los periódicos. No quiero que piense que soy una persona altruista. No lo tengo como una de mis virtudes. Lo mismo me ocurre con mi arrogancia y mi soberbia. Sé que las llevo a cuestas allá donde voy, y jamás pecaré de falsa modestia porque nunca seré una persona humilde. Pero sí tengo una virtud que me gusta reconocer: esa virtud es la fidelidad hacia esta ciudad, mi amor sincero por ella y por la forma de vivir de esta gente. Por la manera en la que uno entiende el mundo cuando reposa su vida en esta bahía. Hace más de veinticinco años comprendí que este era mi lugar en la tierra, y desde entonces jamás he sido infiel a este sitio. He viajado mucho, he estado aquí y allá, he recorrido decenas de países y ciudades, pero siempre he sabido volver; siempre he sabido encontrarla. Pero todo ha cambiado: me han robado la ciudad, a mí y a todos ellos; y usted es el único que puede ayudarnos. Encuentre algo que nos solucione este problema. A estas alturas ya no sirve con decir la verdad, con contar que todo esto de las Vírgenes es una broma de mal gusto de un pirado de los años treinta. Quiero que mi ciudad sea como antes, quiero que todas esas personas que usted ve ahí puedan abandonar sus refugios para volver a casa. Quiero que los niños vuelvan al colegio y que la gente regrese a sus trabajos. Quiero que nos podamos reunir en las cafeterías para sufrir con los partidos del Málaga. Quiero volver a encontrarme con la duda de si pedir un mitad, una nube o un “solo” cuando quiera un café. Quiero que el sol vuelva a tentar el pavimento de mi ciudad y que las calles suenen a silencio; que las palomas tengan donde posar su patas, y que la Catedral pueda ser la mofa de quienes no entienden por qué está sin acabar desde hace más de un siglo. Quiero que las iglesias, a las que nunca he entrado con la fe de un creyente, vuelvan a abrirse y me den otra oportunidad. Quiero que las imágenes de la Semana Santa se posen de nuevo sobre los hombros de los malagueños, que crucen entre los senderos de la urbe y que todo retorne a las tradiciones. Quiero sentir la mirada de un niño extranjero cuando vea a esa gente vestida con los capirotes del kukuxklán, y quiero ver a otros niños, a los de aquí, corriendo entre los legionarios que desfilan junto al trono de Mena. Quiero pasear por los jardines del Parque y creerme que la ciudad no se acaba en el puerto, que la ciudad sigue siendo ciudad hasta donde el horizonte corta el cielo con el mar. Quiero seguir escuchando a la gente y enterarme sólo de la mitad. Quiero que me sigan hablando a gritos aunque no estén enfadados. Quiero poder sentir el primer trago de una cerveza fría en un invierno soleado, sentado en la plaza de la Constitución y mirando al fondo de la calle Larios. Quiero creer que esta ciudad no se merece perder su historia otra vez. Puede parecer que quiero muchas cosas; pero al final sólo quiero una: quiero lo que tenía antes, sólo eso. No pido más. Y todo lo que yo haga para que usted lo consiga me parecerá poco.

Philippe no evitó que se le empañase la mirada y que acabara abrazado a Elías, al que apretaba con fuerza, como si lo estuviese sujetando para no echar a volar. Elías respondió con otro abrazo ante aquel improvisado gesto que le desconcertó, pero que a la vez le dejó en su ánimo una sensación de gratitud, una percepción de que merecía la pena lo que estaba haciendo, aunque fuese sólo por contentar a ese presuntuoso expoliador que no dudó en destaparse en lo que era: un expatriado, un deportado de su propia ciudad, uno más de los que pululaban en los alrededores sin rumbo fijo, con la fe puesta en que un canje del destino permutase todo aquello por la tranquilidad de siempre.

– No dude que haré todo lo que pueda – sentenció Elías mientras soltaba a Philippe del brazo, sin dejar de mirarlo, y dibujando una mueca apretada en su cara que resumía toda la empatía que sentía por el belga. No supo regalarle más palabras, pero al menos le concedió ese sencillo gesto de deferencia como punto final de la conversación.

Elías se alejó del belga y salió del local, pero antes saludó al dueño, que lejos de parecer cansado, manifestaba un semblante alegre propio de quien espera que las cosas vayan a mejor. Aquel hombre levantó una de las cervezas que le había traído Philippe y le deseó un “zuerte compáe” que se agarraba a todos los tópicos del dialecto andaluz. Elías recogió aquel saludo con una sonrisa. Luego se lanzó hacia las tiendas para buscar a Micaela. Ahí está, se dijo Elías justo cuando salió hacia un estrecho carril de tierra que daba directo a la calzada. Micaela lo esperaba con el casco puesto, sentada en la moto y apoyada sobre otro casco que tenía colocado justo delante, encima del depósito de la gasolina. Elías se acercó con el sigilo de un gato hasta que la tuvo de frente. Luego, ella se levantó la visera, lo miró, y acto seguido le dio el casco que llevaba sobre el depósito. Una vez que lo tuvo, fue Micaela quien se quitó el suyo, se atusó el pelo con las manos, y le dijo con semblante enfadado que sea la última vez que le montaba un numerito como ése, que la próxima vez le derrapaba la moto en el cielo de la boca, que si tenía algo que decirle, o pedirle, que fuese clarito para que ella supiera a qué atenerse; y que a estas alturas de su vida no se iba a espantar de nada, por muy fuera del guión que estuviese el asunto. Aunque en ese guión aparezca un puñetero cura como tú.

– ¿Te estás quedando con la copla?

– Perfectamente – contestó Elías.

– Pues bien, ahora cuéntame a qué vino ese numerito en mi casa.

– Todo a su tiempo, Micaela. Te prometo que llegará el momento en que te lo diré, y será algo que nos afecte a los dos de forma muy personal. Pero necesito un tiempo para saber cuándo podré decírtelo.

Micaela vistió su rostro con un gesto claro de perplejidad, de no saber si Elías captaba el sentido de su amenaza, o si era la propia naturaleza de Elías la que le llevaba a expresarse como si estuviese relatando un acertijo. Prefirió ponerse el casco echándole una mirada que pudo traducirse en una sincera amenaza. Elías actuó como si la cosa no fuese con él, se colocó el casco y se subió a la moto, luego se pusieron en marcha y aceleraron hacia una rotonda próxima donde cambiaron de sentido en dirección al colegio de los Jesuitas. Tardaron poco en llegar a la parada de autobús que quedaba frente a la iglesia de las Angustias. De nuevo estaban allí. La iglesia seguía colmada con ramos de flores y repleto de exvotos ensartados sobre los troncos de las palmeras. Aparcaron la moto cerca de la parada y continuaron el camino a pie, con los cascos colgados sobre el codo y sin decirse ni media palabra: Elías, porque parecía ensimismado en sus pensamientos. Micaela porque prefería no hablar mucho con él. Los dos entraron en las instalaciones del colegio. Allí les esperaba el portero. Les indicó, casi a modo de acto reflejo, que el padre Eugenio estaba en la biblioteca, que me ha dejado el recado de que suban allí. Los dos hicieron caso y tomaron la escalara que subía a la primera planta. Elías entró primero y llamó al padre Eugenio desde el mismo quicio. El padre Eugenio contestó desde el fondo, justo a la entrada de la biblioteca privada de Ernesto Miranda. Los conminó a que se acercaran porque andaba ocupado en una lectura.

– Ya ven, aquí me tienen echando el tiempo con un libro de Cervantes: El licenciado vidriera, en una edición que se hizo el mismo año en el que los de la generación de García Lorca se pegaron un homenaje a costa de Luis de Góngora. ¡Pero qué bueno era este Cervantes novelando personajes con la azotea ventilada!

– Venimos a sacar prestado otro libro – Micaela no atendía a pausas, y prefirió saltarse la farfulla del Padre Eugenio para buscar la siguiente carta.

– Ya veo que vienen con prisa – replicó el padre Eugenio con cierto pasmo –. Es curioso que ustedes, que cuentan con más tiempo que yo, anden con más prisa, como si por hacer las cosas más rápidas se fuesen a hacer antes. A ver, ¿qué tienen en mente?

– Disculpe nuestras prisas – ahora hablaba Elías con descargo –. Hoy buscamos dos posibles opciones, porque no tenemos claro si estamos hablando de Mateo 16, versículo 25 o de Lucas 9 versículo 24; haciendo su traducción pertinente de los capítulos y los versículos a estantes y baldas.

– Así que nuestro amigo Ernesto Miranda anda buscando salvar su alma: “porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará.”. La cosa está entre Mateo y Lucas ¿no es así? – preguntó el padre Eugenio, no sin ocultar cierto grado de burla –. Pues hagan caso a San Lucas, porque no encontrarán en Mateo la salvación que tanto anhelan.

– ¿Un presentimiento? – preguntó Elías

– A mi edad, el único presentimiento que yo tengo es que la voy a espichar antes del primer rosario. Lo que le digo se lo cuento porque ya me he recorrido unas cuantas veces estas estanterías, y viendo lo que encontraron antes, no puede haber otra opción que San Lucas. Pero ya les adelanto que lo que encontrarán ahí les va a resultar mucho más complicado.

Elías y Micaela se miraron entre ellos sin salir de su duda, pero sin dedicarle más tiempo que el preciso para decir gracias y lanzarse camino del estante número 9. Allí, en la balda 24, reposaba una hermosa carpeta atada con una cuerda estrecha de seda. Micaela la recogió, deshizo el nudo sin dificultad, y la abrió de par en par. Descubrieron, en ese justo momento, que la búsqueda adquiría las trazas de un esfuerzo ímprobo.

– Pero… ¡si aquí debe haber, por lo menos, más de cien cartas! – exclamó Elías, que le echó mano al montón de cartas que tenía en la carpeta, por si aparecía de pronto una que tuviese un aspecto desigual al resto.

– Ya le conté que aquí había mucha tela donde cortar – sentenció el padre Eugenio – Son cartas personales de Ernesto con sus amigos. N las he leído todas; de hecho no he leído casi ninguna porque me pareció demasiado chismoso leer algo tan personal, aunque el personaje lleve ya fallecido sus años.

– ¿No tiene una idea de por dónde empezar? – ahora era Micaela quien preguntaba.

– Pues me tendrán que decir de nuevo qué buscan para que yo les pueda contestar a eso.

Micaela y Elías se cruzaron la mirada con la sensación de haber vivido ese momento decenas de veces en los últimos dos días: la de cuestionarse qué era lo que estaban buscando y no saber qué contestar. Respondieron al padre Eugenio con un gesto sencillo de hombros para no decirle que saber no sabían nada, que sólo buscaban una carta de Ernesto que les dijese por qué había organizado aquella pelotera. Que una simple broma no daba para tanto lío.

– Pues lamento mucho no serles de ayuda – contestó el padre Eugenio –, porque en todos mis años como custodio de estos libros jamás barrunté nada parecido a lo que está ocurriendo ahora. Siempre me resultó un tanto singular el personaje de Ernesto y su afán por proteger y trasladar su biblioteca a este colegio, así como colocarlo en la misma posición que lo tenía en su casa. De siempre colegí que aquello era más una manía que el bosquejo de un plan, tal como se deduce de todo lo que han ido descubriendo con los versículos y su traducción a estantes y baldas. Pero ahora estoy tan despistado como ustedes. Es más, casi le podría asegurar que padezco de un estupor notable que me impide estimar lo que el bueno de Ernesto podía tener en mente.

El padre Eugenio volvió a su Licenciado Vidriera como si el asunto ya se escapase a sus posibilidades deductivas. Entendió que con molestar lo menos posible ya valía. Elías y Micaela se quedaron con la carpeta de cartas y la miraron como quien se asoma a un pozo del que no se ve el fondo. Micaela, que era quien tenía la carpeta abierta sobre una de sus manos, comenzó a tantear fechas y comprobó que no estaban ordenadas. Más difícil aún. Había cartas a Tomás Bocanegra, Walter Hoffmann, a Miguel Huelin, a Inés Albilla, y a un nuevo personaje que Micaela encontró al azar en la jarana de papeles: David Ben Ishti.

– Lo conozco – soltó Elías antes de que Micaela ni tan siquiera tuviese un segundo para reaccionar.

– Vaya, con que tienes a amigos a los que aún no conozco. ¿Y al amigo David Ben Ishti, cuándo me lo ibas a presentar?

– Conocer no lo conozco de nada – respondió Elías – Es la segunda vez que me topo con su nombre. La primera vez ha sido esta misma mañana, en unos periódicos de los años treinta y cuarenta que Philippe me enseñó con noticias de Ernesto Miranda. David Ben Ishti aparecía en su esquela junto a todos los demás miembros del grupo que son nombrados en su carta. Bueno, todos los demás, menos Inés Albilla, a la que me extrañó no verla. En otro periódico supe que se había casado con un militar en Elche dos años después de que empezase la Guerra Civil.

– Eso fue en 1938… ¿correcto?

– Pues sí – confirmó Elías, un poco sorprendió por la simplicidad del cálculo.

– No te pregunto esto para presumir de que me manejo bien con las fechas, si no porque aquí hay cartas fechadas después de ese año y que tiene a Inés Albilla de destinataria. Fíjate, aquí puedes ver una carta de 1940; otra de 1941. Y observa este comienzo: “Suspiro desde el silencio que sólo mi amargura se atreve a quebrantar cuando rompo mis noches solitarias con gritos de desesperación, de no poder decirte lo que antes me resultaba tan sencillo contarte cuando nos ahogábamos en la bruma de nuestros besos inacabables”. Ya ves, si a mí un hombre me suelta esto por carta, cojo la moto y me planto en su casa para montarme un festival con él. Lo que no tengo claro es si esta carta le llegó a Inés, porque si está aquí, me hace sospechar que nunca se la mandó, cosa que entiendo menos.

Elías miró de soslayo al padre Eugenio por si la prosa de Micaela le había incomodado. El padre Eugenio ya hacía tiempo que andaba enmarañado entre los reglones de su novela; y no pensaba salir de ahí en un buen rato.

– Pues no entiendo nada – concluyó Elías –. Desde luego ella no aparecía en la esquela, y sin embargo sí que sale este hombre de origen judío que lo mismo tiene mucho que decirnos, o quizá no. ¿Hay más cartas de él?

Micaela empezó a manejarse entra carta y carta hasta dar con otra dirigida a David Ben Ishti, fechada en 1944, que solo ocupaba cinco líneas, y que decía “Cada cosa ha quedado en su sitio. Nuestras vidas han surcado por caminos peligrosos en los que tú, querido amigo, has ganado una segunda oportunidad que no hubieses imaginado nunca, y de la que me alegra haber sido su casual mentor. El alma ya está donde debe estar. Sólo queda que mi ciudad merezca recuperarla”.

– ¿Y ahí se queda?... ¡Viva Ernesto y su manera de complicar las cosas! – exclamó Micaela con cierto tono de cansada.

– Pues pienso que ha sido más claro que nunca – reaccionó Elías –. A mí, esta carta me confirma la sospecha que ya teníamos, que todo este numerito que montó fue para esconder algo; algo muy valioso que se trajo de Alemania vía Inglaterra en el buque W. Shakespeare dentro de un cargamento importado por su empresa Zenobia Importaciones.

– ¿Zenobia Importaciones?, ¿un buque llamado W. Shakespeare?, ¿Un cargamento que vino de Alemania vía Inglaterra? – Micaela no salía de su asombro –. Oye Elías, ¿tú no tendrás una vida paralela con otra Micaela a la que sí que le cuentas las cosas? Porque lo que es a esta Micaela que ves aquí, no le cuentas nada.

– Te lo hubiese contando si me hubieras condonado la vida antes de echarme los perros en la puerta del restaurante – Elías colocaba en su gesto una pose afligida que no se correspondía a su estado real de ánimo –. Pero vamos, yo te hago un resumen rápido.

Micaela se quedó unos segundos esperando a que Elías arrancase con aquel prometido resumen que no parecía iniciarse. Un gesto de desesperación de ella encendió la chispa que arrancó las explicaciones. Elías fue breve y expuso todos los detalles que acaecieron en su reunión con Philippe: los periódicos, la nota simple del Registro Mercantil, la empresa Zenobia Importaciones que no hizo ningún tipo de compra ni venta. El viaje en barco a Alemania y su vuelta en avión, su irrisorio negocio con el merchandising nazi, el cargamento con una sola caja. El barco que volvió de Inglaterra en lugar de Alemania.

– Pues estamos apañados – concluyó Micaela –. Tenemos, por un lado, las cartas de Ernesto, ese dichoso muerto que se encontró en El Bulto y la salvación de no sé qué alma; y ahora, por otro lado, tenemos también sus trapicheos con objetos que sacó y metió en España después de la Guerra Civil.

– ¿Recuerdas aquello que contaste sobre una cápsula del tiempo?

– Me acuerdo perfectamente, pero nunca pensé que me estabas tomando en serio – Micaela guiñaba con complicidad –. Ahora me dirás que todo esto es una gran cápsula del tiempo que trata de traernos algo desde aquella época a nosotros. Algo muy valioso.

– No del todo – Elías se toma su tiempo para rectificar a Micaela –. Para eso bastaba con enterrarlo. Pienso que esa era la idea primigenia, pero hubo algo que Ernesto descubrió junto a Inés en aquella habitación de El Bulto que le hizo cambiar el enfoque. Hubiese bastado con las pistas de las cartas, pero no fue suficiente.

– ¿Pero por qué alguien haría eso? – Volvió a cuestionarse Micaela – ¿Por qué alguien se toma tanta molestia en devolver algo que entiende que es de mucho valor, si luego no quiere que nadie lo vea?… Si hubiese querido robarla, bastaba con haberlo sacado y no traerlo. No sé Elías, no tengo las cosas tan clara como tú. Tiene que haber algo más que explique su extraño entretenimiento con las Vírgenes plañideras. No se puede quedar sólo en esconder un lo que sea: Hay algo que se nos está escapando, porque si sólo se tratase de esconder un objeto valioso, ya iba sobrado con las cartas. Lo de las Vírgenes estaba de más, a no ser que…

– A no ser que buscase una reacción según la cual la ciudad ya estaría preparada para recuperar lo que fuese – Elías concluyó la frase sin parpadear, recordándose que ya tuvo ese presentimiento días atrás, pensando en un motivo mientras volvía caminando de los laboratorios LABMA.

– Preparada para recuperar su alma – concluyó Micaela – Tiene sentido a la vez que, si te paras a escucharlo, suena como la tontería más grande que se nos podía haber ocurrido.

Elías cogió la carpeta con las cartas y la cerró, como diciendo que todo esto que nos estamos preguntando debe de estar aquí, que ya vamos conociendo a Ernesto, y encontrar la respuesta debe ser más fácil de lo que parece.

– Lo de esconder las cosas con el truco de no esconderlas

– Correcto – corroboró Elías –. Venga, vámonos que no he comido nada en todo el día.

Elías se acercó al padre Eugenio. Éste no pareció tomar de mucho agrado que lo sacasen de sus lecturas. Le enseñó la carpeta y le pidió que se la dejase para todo aquel día, que mañana la tendría sin falta, pero que hoy necesitaba echarle unas horas para leerlas por encima.

– Son todas suyas – respondió el padre Eugenio –. Pero manténgame informado si le sale por ahí algún poema de Altolaguirre o Prados que aún no se conozca. A ver si nos resulta provechoso tanta indagación.

Elías recogió el sarcasmo del padre Eugenio con la mejor de sus sonrisas, esa que siempre llevaba de equipaje en su maleta de diplomático, aunque esta vez sí era verdad que aquel viejo sacerdote despertaba en él una cierta simpatía mezclada con algo de fascinación por tantos años dedicados a unos libros que podían resumir toda la crónica fabulada de la humanidad. Micaela se despidió con un breve gesto de la mano y se colocó tras Elías caminando entre los pasillos de la biblioteca exterior, la que quedaba fuera del alcance de los dominios de Ernesto Miranda. Luego cruzaron el pasillo que iba desde la puerta de la biblioteca hasta la escalera y bajaron los peldaños despacio, como si la brevedad de aquel instante fuera a multiplicarse para darle todo el tiempo que necesitaban. La tarde ya encaraba sus primeras horas y la atmósfera adquiría los colores dorados propios del atardecer. Se dispersaba sobre las paredes de los edificios colindantes y se reflejaba en los cristales de las ventanas, multiplicando aquel atardecer en cientos de ocasos. Continuaron caminando de forma pausada, sin esperar a que uno u otro dijese algo que rompiese aquel silencio que se asemejaba al sosiego de una tempestad pasada. Sólo se rompió cuando dos personas se acercaron a preguntarles la hora. Elías alzó el brazo para mirar su reloj, luego levantó la carpeta que había sacado de la biblioteca, y después enarcó las cejas en un gesto de admisión, de que aquello había que leérselo sí o sí. ¿Qué te parece si llamamos al comisario y lo vemos entre los tres? le dijo a Micaela, a la que situaba justo detrás suya.

Fue un extraño sonido que ella emitió lo que alertó a Elías y le hizo sentir que algo no iba bien, que aquella queja muda de Micaela no podía ser gratuita.

Sólo le dio tiempo a mirar hacia atrás un breve instante. Justo antes de que todo se oscureciese.