29 La campana
CUANDO vio la celda de fray Olegario, llena de pajaritas de papel, y las lagartijas de fray Procopio, y a fray Silvino llegar patinando por el pasillo, y a fray Mamerto, que tiraba tomates a fray Cucufate detrás de las tapias, se puso hecho un basilisco.
El colmo de su furor llegó al encontrar un borrico durmiendo en la cama, con calcetines y todo. Reunió a toda la comunidad en el claustro y allí se llegaron todos temblando, esperando una buena regañina.
El visitador se mesaba la barba, se rascaba la oreja. No sabía qué hacer. ¡Vaya convento! Todo eran carreras, ronquidos, bichos, risas… ¡hasta santos que movían las barbas!
Había, junto a la torre, una pesadísima campana del tiempo de los moros, que debía de pesar varias toneladas.
Lo malo fue que el padre visitador, cuando paseaba meditabundo, dando vueltas a la cabeza sobre qué castigo pondría a los frailes, se paró ante la campana, miró al campanario, midió con la vista los treinta metros de la torre y se dio una palmada en la frente.
Fray Sisebuto, que fue el primero que comprendió sus pensamientos, se fue por la cuerda del pozo para subir la campana, pues ése era sin duda el castigo que al padre visitador se le había metido en la sesera. Fray Ezequiel fue por la garrucha, la garrucha de las piedras gordas que se encontraba en la bodega. Sólo de subir la garrucha se arriñonaron dos frailes.
Cuando estuvo puesta la garrucha en lo alto de la torre y la cuerda atada a la campana, el padre visitador se dirigió a los frailes y dijo:
—Dispensen, hermanos; arremánguense que hay trabajo para todos.
—Yo tengo sabañones —dijo fray Simplón.
—Y yo tengo tortícolis —observó fray Balandrán.
—Yo tengo paperas —terció fray Nicanor.
—Y yo, el baile de San Vito —rezongó fray Olegario.
—Pues tirad, tirad, que esto lo cura todo.
Los frailes se aferraron a la cuerda de mala gana… ¡pero nada!
—¿Por qué no traemos el burro? —protestó fray Procopio.
—Es verdad, hace días que no da golpe. Además, es el que más jaleo ha traído al convento —protestaron todos.
A fuerza de ruegos y de empujones, los frailes ataron al asno al extremo de la cuerda. La polea comenzó a crujir y la campana empezó a elevar majestuosamente el vuelo.
—¡Animo, ánimo! —gritaba el visitador—. Yo os ayudaré.
Ya quedaba poco trecho para que la campana llegara a su destino, cuando fray Perico, que venía de la cocina comiéndose el postre, se detuvo con la boca abierta junto a la fila de frailes. ¡Era hermoso ver subir aquel mastodonte de hierro como si fuera de hojalata! Fray Perico arrojó al suelo la cáscara de plátano, el padre visitador la pisó, perdió el equilibrio y, ¡cataplum!, los veinte frailes tropezaron uno tras otro y la campana se precipitó al barranco.
Los frailes quedaron colgando y pataleando en el vacío, cada uno a diversa altura, agarrados a la cuerda. Todos gesticulaban, todos daban gritos y, al extremo, el borrico, que rebuznaba como un descosido.
Fray Perico, con las manos en la cabeza, no sabía qué hacer. Corrió por el cuchillo de la cocina, lo afiló y, agarrando el extremo de la cuerda atada a la campana, ¡zas!, de un tajo la cortó. Fue todo en un instante. El burro y los frailes cayeron en confuso tropel. Fray Perico, que aún sostenía el otro cabo, subió como por ensalmo al campanario y quedó colgado de la garrucha.
Los frailes se levantaron doloridos y maltrechos, y el padre Nicanor, con una pierna rota; los demás, descalabrados, tullidos y magullados. El único que había salido sin un rasguño fue el padre visitador, que se miraba todos los huesos, maravillado de estar sano y salvo.
Pero lo que más le maravilló fue que los frailes, caídos en el suelo, se partían de risa, tomaban la cosa a broma y sus semblantes no reflejaban dolor, sino alegría.
—He tenido yo la culpa, he tenido yo la culpa —repetía el visitador—. ¡Maldito resbalón!…
—¡Bah! —le tranquilizó el padre Nicanor pidiendo el bastón a fray Olegario—. Así me estaré dos meses en la cama.
El padre visitador se fue a despedir de San Francisco, que estaba muy serio y no movía las barbas. El fraile rezó muy compungido, arrodillado ante el altar.
—¡Qué cernícalo he sido! ¡Ahora me doy cuenta de que la alegría no está reñida con la penitencia!
Entonces —¿estaría soñando?— observó que San Francisco se sonreía. ¡Sí, sí!, se sonreía. El fraile se levantó, echó a andar hacia atrás y, de pronto, salió corriendo. A fray Pirulero no le dio tiempo de desearle buen viaje. Corre que te corre, pesaroso de haber pensado mal de aquellos buenos frailes, llegó a su monasterio y se dirigió al Capítulo General, donde los más ancianos estaban reunidos muy serios, muy serios, acariciando sus barbas blanquísimas. Llegó el fraile, se tropezó en los dos escalones y, ¡cataplum!, cayó de bruces delante de la Asamblea.
Los religiosos, al ver que el fraile no se había hecho daño, rieron de buena gana, olvidaron su enojo y dijeron:
—Hermano, tenemos que quitar esos escalones.
El fraile, alegre por haber salvado el Convento de San Francisco, sonrió para sus adentros y se dijo:
—¡Si supieran que lo he hecho aposta!