27 La lluvia
MUCHAS y muchas cosas pasaron durante aquel largo invierno en el monasterio; pasó también la primavera y llegó el verano, un verano seco y agobiante como hacía tiempo no se había conocido.
El campo estaba abrasado. Una gran sequía asolaba la comarca. El pobre fray Mamerto, el del huerto, sólo cosechaba cardos borriqueros. Cuando escarbaba en la tierra, le salían patatas achicharradas, echando humo. Fray Pirulero, el cocinero, asaba las castañas en las losas del patio, y las mujeres del pueblo freían los pimientos en las tejas. Fray Sisebuto, el herrero, no encendía la fragua. Sacaba el hierro al sol y se ponía al rojo vivo. San Francisco estaba asustado. Las velas del altar estaban dobladas. Por la noche oía a los patos protestar, ¡cua, cua, cua!, pidiendo un poco de agua. El que más sufría era fray Olegario, que sudaba tinta cuando escribía sus librotes después de la siesta y ponía las hojas perdidas.
El único que soportaba bien su trabajo era fray Bautista, el organista, pues cuando tocaba, un airecillo agradable salía de los tubos del órgano.
—Toca más fuerte —gritaban los frailes, que sudaban la gota gorda en lo alto del coro.
Allá en la pastelería, fray Cucufate, el del chocolate, estaba desesperado. Con el calor todo se derretía, y estaban el suelo, las mesas, las alacenas, hechos un asco.
No podía abrir la puerta porque todo bicho que entraba, mosca, mosquito, mariposa, escarabajo o abejorro, salía embadurnado de chocolate hasta las orejas. El huerto se llenó de animales extraños que se relamían posados sobre los repollos o sobre las ramas de los ciruelos.
Y, como seguía sin llover, los frailes tocaron la campana y sacaron en procesión de rogativas al Santo, que iba tan contento de dar una vuelta por los alrededores.
La gente del pueblo se sumó al cortejo. Como eran muy tozudos, iban con las manos en los bolsillos y miraban de reojo al Santo, como diciendo: «Si no cae agua, te tiramos al río». En lo alto sólo había una nube blanca, y todos miraban a la nube; hasta San Francisco, que tenía la cara preocupada sin saber cómo iba a terminar aquello.
Al llegar al río, las ranas protestaron: ¡croa, croa, croa!, y el tío Carapatata, que estaba quemado porque sólo había recogido una rama de perejil en su huerto, se burló del Santo y dijo:
—¡Cua, cua, cua!
Fray Sisebuto no pudo más: se remangó los faldones, se subió las mangas y de un puñetazo lo lanzó de cabeza al río.
En un momento se armó la de San Quintín: capuchas por aquí, boinas por allá, bastones, cirios.
San Francisco se enterneció. Vio a sus frailes aporreados y maltrechos por culpa suya: a fray Nicanor, el superior, sin dientes; a fray Sisebuto, sin barba; a fray Ezequiel, con un ojo hinchado, y no pudo más. Guiñó un ojo a la nube y la nube comenzó a descargar unos granizos gordos como huevos de gallina.
Allí se acabó la guerra. Todo el mundo se metió bajo las andas del Santo, abrazados como hermanos, sin acordarse de golpes ni puñetazos. Luego comenzó a llover, y a relampaguear, y a tronar; y toda la noche se la pasaron frailes y aldeanos acurrucados bajo las andas de San Francisco, sin atreverse a sacar la nariz.
Al amanecer salió el sol, y salieron todos de su escondrijo, como los caracoles tras la tormenta. San Francisco estaba un poco magullado y descolorido, pero sonreía. La procesión volvió camino del convento y, como la sonrisa es contagiosa, la alegría volvió al pueblo y empezó a florecer en el convento.