9 Los gitanos

CAÍA la tarde; a un lado del camino había una tribu de gitanos que estaban pintando, con hollín de la chimenea, un burro flaco y desteñido. Como le faltaban muchos dientes, tapaban los huecos con cera; le arreglaron las patas y las orejas como sólo lo saben hacer los gitanos.

Al ver a fray Perico con aquella cara de bueno que tenía, quisieron engañarle y pusieron un cartel sobre los lomos del asno. Fray Perico vio el cartel y preguntó a los gitanos:

—¿Qué pone en ese cartel?

—Que se vende un burro barato con albarda; razón aquí.

—¿Y rebuzna?

—Pues claro, cuando tiene hambre.

—¿Y da coces?

—Claro que da coces.

—¿Le falta algún diente?

—Ni uno, nunca fue al dentista.

—¿Y es joven?

—Sólo hay que ver el pelo tan lustroso que tiene.

—¿Y anda?

—Vaya que si anda; pruébelo.

Fray Perico se montó en el burro; los gitanos le pincharon con un alfiler y el burro empezó a trotar con mucha fuerza; pero el fraile dijo: ¡sooo!, y el burro se paró, obediente.

—Lo compro. ¿Cuánto vale?

—Treinta reales.

—Ahí están.

Los gitanos los contaron y luego se despidieron del burro con muchos abrazos:

—Adiós, Calcetín; hasta siempre.

—Adiós, hermanos gitanos —gritó fray Perico.

Fray Perico cargó las alforjas y se montó sobre el burro.

Tracatá, tracatá, tracatá, el burro salió trotando. Tracatá, tracatá, tracatá, el fraile iba tan contento. En esto comenzó a llover. Gruesos goterones caían sobre el burro y sobre fray Perico. El fraile notaba que el burro se desteñía y tomaba un color muy feo. Poco después dejó de trotar y se derrumbó como una pared vieja.

Fray Perico le puso el termómetro y éste marcó cuarenta de fiebre. «Está grave», pensó fray Perico, preocupado. Le descargó la alforja y le ayudó a caminar. Subieron la cuesta y llegaron trabajosamente al convento.

¡Pom, pom, pom!

—¿Quién es?

—Soy yo, fray Perico. ¡Abre, abre pronto!

Tris, tras, tris… Abrió fray Baldomero los cerrojos.

—Pasa, pasa, fray Perico. Hace frío.

—Es que no vengo solo. Traigo, traigo… un amigo.

—Pues que pase. Cena tendrá y cama en esta casa.

Y fray Perico tiraba de un cordel y el amigo no quería entrar.

—Ayúdame, tira, fray Baldomero.

—Tendrá mucha vergüenza tu amigo. ¡Pobrecillo!

Después de mucho tirar, el borrico entró y fray Baldomero se quedó con la boca abierta:

—¡Pero si es un burro!

Luego, como un loco, salió corriendo a avisar a los demás frailes:

—¡Fray Perico ha traído un burroooo! ¡Un burroooo!

¡Qué carreras por los pasillos! ¡Qué abrir y cerrar de puertas! ¡Qué tropel de frailes! ¡Qué risas! Fray Olegario, el bibliotecario, el viejecito del bastón, tropezó, y dos, tres, cinco, ocho frailes cayeron por el suelo rodando escaleras abajo.

—¡Un burro! ¡Un burro! —gritaban. Los frailes, muy contentos, empezaron a estudiar el burro. Unos le miraban la dentadura; otros le miraban por las orejas, por si estaba hueco; otros le contaban las patas. Al verlo tan viejo, tan feo, tan sin dientes y tan enfermo, le preguntaron a fray Perico:

—¿Quién te lo ha regalado?

—Lo he comprado a los gitanos.

—¿A los gitanos? ¡Ave María Purísima! ¿Por cuánto?

—Por los treinta reales de la miel.

—¡Te han engañado! ¡Con la falta que hacía el dinero en el convento!

Los frailes, muy enfadados, mandaron a fray Perico a buscar a los gitanos para devolverles el burro. Luego cerraron la puerta y dijeron:

—¡Aquí no vuelvas sin el dinero!

El burro, al sentir cerrarse la puerta detrás de sí, comenzó a llorar. Fray Perico le secó los ojos con su pañuelo y lo consoló:

—No llores, hombre, yo no te abandonaré.