24 Las tres cabras

EL HERMANO PASCUAL bajó la cabeza, resignado ante la mirada severa del superior, y no se atrevió a rechistar, pues no estaba el horno para bollos. Fray Perico empuñó humildemente el rastrillo y comenzó a limpiar el establo, que tenía un metro de alto de porquería. Al rato tuvo que parar para respirar por la ventana, pues el estiércol no olía a lirios precisamente; luego, después de tomar aire, se puso una pinza de la ropa en la nariz y siguió su tarea con tanta rapidez y diligencia que, no reparando en que una vaca estaba tumbada en un rincón, le dio un pinchazo de padre y muy señor mío. La vaca mugió, levantó los cuernos con rabia, y de una cornada mandó por la ventana al hermano Pascual, atareado en echar pienso en las pesebreras. A los gritos acudieron los frailes, y a todo correr llevaron al pobre hermano a la enfermería, donde el padre Matías le cosió un siete que tenía en las posaderas.

Fray Perico regañó a la vaca por sus malas pulgas y, muy compungido, se puso a ordeñar otra, muy gorda y mansurrona, que no hacía más que sonar el cencerro. Mientras la ordeñaba rezó un rosario por el hermano Pascual; pero al llegar al quinto misterio se dio cuenta de que había puesto el cubo boca abajo y la leche se había vertido por el suelo.

De buena gana hubiera puesto a la vaca el cubo en la cabeza, pero resignadamente se acercó a otra, colorada y más gorda que la anterior, y, después de poner el caldero como Dios manda, se puso a sacar el tibio líquido de la ubre, cuidando de no desperdiciar una gota. Mas al terminar, el animal, no sé por qué razón, dio una patada al caldero y lo estrelló contra el techo.

Fray Perico, más paciente que el santo Job, tomó el cubo e inició su tarea con la tercera, que era una vaca blanca y negra, delgada y con cara de pocos amigos. Fray Perico le pisó la cola con el pie para que no se moviera, y consiguió vaciar las ubres, a pesar de los bufidos del animal.

Ya se iba camino de la puerta con el cubo lleno hasta los bordes, cuando la vaca, fastidiada, levantó la cola y le dio un latigazo en la cara que casi le deja ciego. Fray Perico, sorprendido, perdió el equilibrio, soltó el caldero y cayó dando tres volteretas por el suelo.

El fraile se sacudió el hábito, que con la mojadura se había vuelto blanco, y salió malhumorado del establo, dispuesto a ordeñar a las tres cabras que estaban atadas al nogal, mordisqueando hierba. Las cabras le miraron con sus grandes ojos altivos, y maliciando que el fraile venía a llenar el caldero a costa de ellas, bajaron la testuz, rompieron las cuerdas y arremetieron contra fray Perico.

Este tiró el caldero, se remangó los hábitos y echó a correr hacia el convento. Venía la comunidad tan campante, rezando el rosario, pues era el día de Todos los Santos, y los frailes volvieron la espalda y pusieron pies en polvorosa buscando cada uno el mejor lugar donde refugiarse. El que menos corría era fray Pascual, todavía dolorido en su parte posterior por los cuernos de la vaca, y la primera cabra fue a estrellarse allí precisamente, con gran duelo del fraile. Del envite fue a parar a una zarza cercana al camino.

Fray Olegario se subió a una cuba, pero la segunda cabra se encaramó también y el fraile, de un brinco, se asió a la parra que cubría la puerta trasera del convento. Los demás entraron al monasterio atropellándose en el umbral. Mas, al llegar fray Sisebuto con sus ciento y pico kilos, se atarugó en la entrada, y gracias a la arremetida de la tercera cabra, que venía lanzada de lejos, pudo salir de aquel atolladero, al ser disparado como un cañonazo contra la pared del vestíbulo.

San Francisco se quedó perplejo cuando vio llegar al primer fraile: abrió la puerta, la cerró, se persignó, se arrodilló, se levantó y, por la escalera de la torre, desapareció. Todo fue en un abrir y cerrar de ojos, a una velocidad endiablada. Al instante llegó otro fraile, abrió la puerta, la cerró, se persignó, se arrodilló, se levantó y, por la escalera de la torre, desapareció. El tercero abrió la puerta, la cerró, se persignó, se arrodilló, se levantó, y, por la escalera de la torre, desapareció. El cuarto abrió la puerta, no la cerró, se persignó, se arrodilló, se levantó y, por la escalera de la torre, desapareció. El quinto no abrió la puerta, porque ya estaba abierta, ni la cerró, sí se persignó, no se arrodilló ni se levantó, sino que, a todo correr, por la escalera de la torre, desapareció.

San Francisco estaba bizco de tanto abrir y cerrar, tanto persignarse y santiguarse, agacharse y levantarse, pues, después de los cinco primeros, pasaron otros diez frailes y cada uno abrió y cerró, se persignó, se arrodilló, se levantó y desapareció por la escalera de la torre como alma que lleva el diablo. Al final pasaron tres cabras bufando, que no se entretuvieron en abrir ni cerrar la puerta, ni en persignarse, arrodillarse y levantarse, sino que siguieron el camino más corto, detrás de los talones de fray Simplón; que tomó las primeras vueltas de la escalera de caracol más rápido que una peonza.

—Parecen los encierros de San Fermín —murmuró San Francisco, admirado de aquellas carreras tan precipitadas.

Al fin, compadecido de los ayes y lamentos de sus frailes, y temeroso de que la torre se viniera abajo, tal era el estruendo que se sentía, llamó dulcemente a las cabras y éstas se llegaron a los pies del santo, sumisas y arrepentidas, como si fueran dóciles ovejas.