23 Lluvia de tomates
EL POBRE fraile, de buena gana hubiera echado del huerto a fray Perico; pero como los tomates estaban en sazón y fray Mamerto, el del huerto, estaba cojo, de un clavo que se había hincado en el pie, fray Cipriano ordenó a fray Perico cortar los tomates a toda prisa. Estaban los tomates maduros, y fray Perico comenzó a tirar los más pasados por encima de la tapia del huerto, por donde pasaba el camino del pueblo.
La suerte quiso que el primero cayese en el rostro del tío Carapatata que iba en su caballo; espantóse éste, dio una coz al aire y envió al jinete por encima de la valla. El tío Carapatata cayó sobre las espaldas de fray Perico, que estaba agachado sin pensar en lo que se le venía encima, y ¡Dios bendito, la que se armó!
Fray Perico se levantó deslomado, cogió un tomate maduro y rojo como una amapola y lo aplastó en la cara sebosa y ancha del tío Carapatata. Éste tomó otro y lo lanzó al rostro del fraile, pero se agachó fray Perico y el proyectil fue a parar a los ojos de fray Tiburcio, que venía con una carretilla.
El fraile se enfureció y, tomando del suelo otro de los frutos averiados, lo lanzó contra el labriego, con tan mala fortuna que fue a estrellarse contra fray Opas, el cual venía rezando su breviario en compañía de fray Olegario y de fray Ezequiel.
Los tres religiosos dejaron sus tranquilos rezos por un momento y, enojados por aquella broma, tomaron los tomates más hermosos que asomaban, encendidos como brasas, entre las matas y repelieron con ellos la agresión. Fray Sisebuto cayó al suelo, derribado de un tomatazo; el tío Carapatata, que abría la boca para reírse con todas sus ganas, se quedó mudo cuando otro tomate se le incrustó entre los dientes.
En menos que canta un gallo se generalizó la pelea fuera y dentro del convento, de tal manera que no había árbol ni ventana del que no saliese un disparo traicionero. Desde lo alto de la torre, fray Balandrán, que había pedido a fray Perico le atara un cesto bien repleto a la cuerda de la campana, arrojaba certeramente sus municiones contra el tío Carapatata, el cual tuvo que saltar de nuevo la tapia y poner pies en polvorosa.
Fray Pirulero lloraba desde la ventana de la cocina, pensando que se quedaba sin ensalada para todo el año. Y fray Cipriano, el hortelano, veía visiones contemplando cómo, del cielo despejado y sin una nube, caía una granizada de tomates.
Todo acabó cuando el padre superior, que, montado en Calcetín, venía de predicar en el pueblo, se presentó como el Cid Campeador en aquel campo de moros y cristianos. Los frailes quedaron inmóviles, con las manos en el aire unos, agachados otros, torcidos los de más allá, sorprendidos todos en actitud guerrera.
Fray Nicanor no dijo ni pío, se metió en la capilla y se postró ante San Francisco, que estallaba de risa al pensar en las escenas que acababa de ver por la ventana de la capilla. El santo, no obstante, comprendió que el padre Nicanor estaba indignado con mucha razón, y asintió con la cabeza cuando el superior, después de dos horas de meditación, dijo con voz cavernosa:
—Desde hoy comerá todo el mundo pan y cebolla para merendar.
Y dando un portazo se fue pasillo adelante, enojado, y con razón, por los manchones de tomate que se veían por las paredes. En la fuente del patio se encontró a fray Perico, que se estaba lavando los faldones del hábito, todavía pringosos por la feroz batalla. Y, asiéndole por una oreja, lo llevó al corral, donde estaba fray Pascual quitando el estiércol con un rastrillo.
—Desde hoy ayudarás al hermano Pascual a cuidar de la granja —gritó con voz de trueno.