8 La feria
UN DÍA le mandaron al bueno de fray Perico a vender la miel a la feria de Salamanca. Fray Perico llegó a la ciudad cargado con los tarros de la miel. En la plaza, ¡qué jaleo de cestas, de gallinas, de patos, de quesos, de sandías, de ristras de longanizas, de barriles de aceitunas, de señoras, de guardias, de gitanos!…
—¡A la rica lechuga de la huerta del Cojo!
—¡Chorizos y pepinos de Vitigudino!
—¡Vendo patos, gordos y baratos!
—¡Ajos, ajos, ajos de Mimbres de Abajo!
—¡Higos, higos, higos de Ciudad Rodrigo!
—¡A la buena sartén! —chillaban los hojalateros dando sartenazos en el suelo.
—¡El paragüero!
—¡El sillero, vendo sillas!
—¡Vendo fuelles!
—¡Vendo peines y cepillos!
Fray Perico compró un paraguas para fray Olegario, un fuelle para fray Sisebuto, un peine para las barbas de fray Ezequiel, una sartén para fray Pirulero. No tenía brazos para llevar tantas cosas. Se sentó en el suelo y se puso a vender la miel.
—¡Vendo miel! A real la onza. Cura el hígado, la sordera, el sarampión; quita las arrugas y hace crecer el pelo.
A los cinco minutos ya no quedaba miel, y se puso a vender escapularios, estampas y medallas a grito pelado:
—Vendo a San Cucufate, que cura la sordera. Hermanos, vendo a San Pascual Bailón, que cura el sarampión.
Los chiquillos y las viejecitas le quitaban las estampas de las manos.
Cuando ya no le quedaba nada por vender, fray Perico guardó su dinero en una bolsa y se fue a recorrer la plaza. Había un grupo de gente que miraban como papanatas a un hombre barbudo de músculos de acero, grande como un buey.
—¡Soy Sansón, el hombre barbudo!
El barbudo cogía una piedra enorme que tenía a sus pies y la levantaba en vilo sobre sus hombros. Fray Perico estaba con la boca abierta. De pronto, el hombre dejó la piedra, se le acercó y le dio un abrazo tan fuerte que casi le parte por la mitad.
—¡Hola, fray Perico! ¿No me conoces?
—Sí, eres Sansón, el de la Historia Sagrada —repuso fray Perico tembloroso.
—No, hombre, soy Pascasio, el de tu pueblo. El hijo de la señora Niceta.
—¿Pero esas barbas tan largas?
—Son postizas.
—¿Y cómo puedes con esa piedra?
—Porque es de cartón —le dijo al oído.
Después de pasar un rato con él, fray Perico se despidió y siguió recorriendo la plaza. En una esquina, un hombre gritaba:
—¡Señores, soy el Tragalotodo, todo me lo como!
—Mirad cómo me trago estas tijeras.
—Mirad cómo me trago este martillo.
—Mirad este sombrero y este zapato.
Fray Perico se quedó embobado. El Tragalotodo le quitó la bolsa del dinero y gritó:
—¡Señores, vean cómo me trago las monedas!
El hombre hacía como si se las comiera, pero lo que hacía era guardárselas en una bolsa que tenía en el pecho. Fray Perico y toda la gente aplaudían. De pronto llegó Sansón furioso, pues lo había visto y no quería que engañasen a fray Perico.
—¡Devuélvale las monedas!
—No puedo, me las he tragado.
—¿Que no puedes? Pues toma.
Sansón se lió a puñetazos con el Tragalotodo que soltó la bolsa que tenía llena de tijeras, cuchillos, botellas, monedas y otros mil objetos. ¡La que se armó! El Tragalotodo fue a caer en un carro de tomates, que se desparramaron por el suelo. Los muchachos se lanzaron por los tomates, los guardias daban con las porras, las gallinas volaban por el aire, los cerdos gruñían. Carreras por aquí, bofetadas por allá, un tenderete de botijos que se venía abajo, un puesto de huevos que se derrumbaba. Fray Perico tomó su bolsa, se la guardó en la capucha y se fue corriendo de la plaza con un ojo amoratado.
Camino ya del convento, venía echando sus cuentas.
Cuando pasaba por un bosque vio unos ladrones y pensó: «Estos ladrones vienen por mi dinero. Si les pido una limosna, creerán que no tengo. Así me dejarán en paz». Escondió su bolsa en la capucha. El jefe de los bandidos, que era feo como un pecado, gritó:
—¡Manos arriba, hermano!
—¡Una limosnita por amor de Diooosss!
—¡Maldita sea mi sombra! —rezongó el bandido.
Los otros bandidos rechinaron los dientes y, de muy mala gana, rebuscaron en sus bolsillos. El jefe, muy enfadado, dejó su trabuco en el suelo y miró su cartera.
—Tome. No tenemos más que dos reales. Hoy no hemos robado nada.
—¡Vaya unos ladrones! —dijo Fray Perico, y siguió su camino.