“No hay lugar donde la dicha sea completa”
Quinto Horacio
XIII
EL DÍA ANTERIOR a las calendas de septiembre, Régulo Pahndo consideró llegado el momento de visitar a Pollia y pedirla explica-ciones. Su naturaleza pusilánime permitió que pasara todo este tiempo desde que asistió a la boda de Asellina sin aparecer por la casa de la muchacha porque, sin reconocerlo, tenía temor de encontrarse con su rival, Rubrio Dolabela. Supuso que la economía de la joven estaría en precario al no recibir su asignación durante un período tan largo lo que la habría servido de lección para hacerla comprender quien era el que gobernaba las relaciones entre ambos.
Llamó a un esclavo y le ordenó que saliera a la calle en busca de una léctica. Cuando el sirviente regresó cumplido el encargo, Régulo salió de su cámara y atravesó el jardín saludando al pasar, indiferente, a Calpurnia y a Acté que estaban ocupadas hablando con el jardinero junto a un macizo de flores. Su egolatría, su permanente desinterés por todo lo no que le afectara directamente, le impidió advertir que había transcurrido casi un mes desde la última vez que vio a su sobrina. Al llegar a la puerta, el maldito Arruncio que le seguía intentó morderle los tobillos, pero en esta oportunidad pudo lanzar al repulsivo y odioso animal una patada alcanzándole, aunque leve-mente, con la punta del pie lo que el perro acusó lanzando unos lastimeros y exagerados quejidos, más por el afán de llamar la atención de su dueña, hacia la que se dirigió corriendo a toda prisa en busca de amparo, que a causa del daño recibido.
Salió al exterior y se introdujo en la litera después de dar la dirección a los porteadores. A buen paso y sin excesivos obstáculos ni retenciones porque la circulación era fluida y escasa, se dirigieron hacia la villa donde continuaba viviendo Pollia por la generosidad de su amiga Asellina.
Un individuo de aspecto atlético y corta estatura, luciendo una larga mele-na rubia que desde hacía varios días permanecía inmóvil frente a la puerta de la domus y que seguía a Régulo a todas partes cuando éste salía de su casa, se puso en movimiento cuando los porteadores iniciaron la marcha y continuó tras ellos sin perderles un instante de vista.
Fue un síntoma algo esclarecedor y, al mismo tiempo, inquietante para Régulo Pahndo el que Pollia no saliera a recibirle con los brazos abiertos y aquella sonrisa amorosa en su rostro que le hacía sentirse un hombre de los pies a la cabeza. Tuvo que llamar varias veces y sufrir la humillación de espe rar a que el enclenque Filoteo oyera los golpes propinados con la aldaba.
―¡Va, vaaa! ―se oyó decir dentro.
Aún transcurrió un buen rato hasta que Filoteo encerró a los molosos y se decidió a abrir la puerta.
―¿Hay alguien en la casa aparte del ama? ―preguntó Régulo, temeroso de encontrarse con Rubrio Dolabela.
Filoteo se limitó a mover la cabeza a ambos lados.
Animado ante la oportunidad de encontrarse a solas con la joven se encaminó al interior aunque no con la misma seguridad que mostró en las ocasiones anteriores. Tenía la sensación de que pisaba las baldosas con idéntica ansiedad a la que tendría un delincuente que teme ser descubierto, en vez de hacerlo con la autoridad de quien se considera dueño y señor de las personas que allí habitaban como había sucedido hasta entonces.
Pollia, que le había oído aporrear la puerta y hablar con el portero, le es-peraba de pie en el centro del atrium con gesto hosco, nada que ver con la actitud cariñosa, hasta sumisa, que siempre había mantenido.
Esta manifiesta frialdad paró en seco al viejo.
―¿Por qué has venido? ¿Qué quieres? ―le espetó sin contemplación.
Confuso, Régulo tomó aire intentando responder con toda la persuasión y delicadeza de que era capaz.
―Deseaba verte y pensé...
Pero Pollia no daba tregua.
―Estoy esperando una visita por lo que agradecería regresaras con tu mujer cuanto antes. Visítame en otra ocasión o, mejor aún, te avisaré cuando puedes venir.
Régulo recibió estas palabras como un mazazo. Pollia había sido, era, la única persona que le hacía sentirse un hombre en todos los sentidos y no un viejo decadente; si la perdía ya no se consideraba con ánimo para sustituirla. El recuerdo de su reciente fracaso con Asellina fue todo un ejemplo.
–Pe…pero Pollia querida, deploro que estés enfadada conmigo y si bien desconozco la causa te prometo que haré lo posible por resarcirte.
Pollia le contempló largamente en silencio. Estaba considerando el tiem-po que había soportado al carcamal necio y orgulloso que tenía frente a ella a cambio de su protección que siempre tuvo por generosa, pero que, desde la boda de Asellina, estimó como la limosna que se da a una esclava. En su mente sólo había lugar para una cuestión: si su amiga consiguió un esposo y la fortuna ¿por qué ella no? La súbita entrada en su vida de Rubrio Dolabela aumentó los ecos de la pregunta. Sin embargo, como diestra en las artes para capturar los sentidos y las voluntades de los hombres, sobre todo débiles y ancianos como Régulo, no era tan irreflexiva como para tirar por la borda el yugo invisible que la convertía en dueña del suplicante hombrecillo que imploraba perdón. El viejo sería repulsivo e insoportable pero era un hombre rico al que podía exprimirse de un modo más provechoso que hasta el presente. Se había visto obligada por la necesidad a fingir que era una aman-te dócil, sumisa, manejando habilidad y astucia juntamente con el juego de la sensualidad hábilmente dosificada. La situación había cambiado y estaba en condiciones de exigir, de amenazar, al sentirse protegida por Rubrio Dolabela. Habían tomado los dos la decisión de expulsar de su vida al anciano, pero no sin antes intentar obtener el máximo provecho.
Modificando el tono de su voz y mostrando un gesto más apaciguador que confundiera al viejo, burlonamente, exclamó como si estuviera compun-gida:
―¡Querida Pollia, querida Pollia! ¡Los hombres estáis siempre dispues-tos a engañarnos con protestas de amor, pero los hechos os denuncian!
Régulo comenzó a ver la luz y, fascinado, echó a andar por el camino que le señalaba la joven.
―¡Es cierto, amada mía! Tú lo eres todo y lejos de ti me siento el más abandonado de los hombres ―gimió, mientras avanzaba los brazos con la esperanza de que Pollia se arrojara entre ellos.
Pero la joven hizo caso omiso del gesto del viejo girando el cuerpo y la mirada hacia otro lado.
―¡No te creo! ―refunfuñó―. Llevas mucho tiempo diciéndo las mis-mas palabras, pero en cuanto satisfaces tus instintos me abandonas para ir en busca de tu mujer y nada sé de ti hasta la siguiente ocasión ―y remató su protesta con lo que sabía dejaría desconcertado al anciano―. Si me amaras realmente lo demostrarías igual que Pola ha hecho con Asellina.
Régulo Pahndo era bastante idiota, pero no hasta el extremo de no com-prender el requerimiento. Emitió un significativo suspiro antes de responder poniendo los ojos en blanco.
―¡Qué más desearía yo que estar en las mismas circunstancias de Pola Servio!
Probablemente, esa exclamación sincera fue una de las pocas ironías que se permitió en su larga vida.
Pero Pollia, haciendo caso omiso de su respuesta, estaba resuelta a llevar-le a un terreno más práctico.
―Asellina es ahora una dama respetada y rica. Ha dejado de mendigar una asignación y dispone, sin restricciones, del dinero que necesita para ella y el gobierno de su casa. Sin embargo, yo he de ver como abandonas mi lecho para ir a ocupar el de otra mujer y, por si fuera poco, tengo que vivir medio escondida y en precario dando gracias, todavía, a la generosidad de mi amiga. No puedo disponer libremente de un as, sólo dependo de lo que quieras socorrerme cuando te place.
Régulo, escuchaba entre turbado y complacido. Pollia no daba muestras de terminar decididamente con él, aunque parecía exigir un imposible, como era romper su matrimonio con Calpurnia. Más fácil de arreglar era el reproche sobre el dinero, no obstante en su mente hizo un rápido cálculo de lo que le había costado hasta entonces su relación con la muchacha y no le pareció que fuera una cantidad tan exigua como daba a entender Pollia. Sin embargo, se cuidó mucho de suscitar una controversia sobre el asunto.
―Así que digo... ¡basta! ―remató airada―. Vuelve con tu mujer y aho-rra los sestercios que empleas conmigo.
Régulo dio unos pasos hacia Pollia, se arrodilló frente a la joven y en esa postura ridícula intentó tomar las manos que ella se llevó a los pezones en un gesto estudiado de mimoso enfado.
―¡Pollia amada, no puedo repudiar a mi mujer, pero en lo demás haré lo que me pidas!
El viejo había llegado al centro de la tela de araña donde Pollia le espera-ba para aniquilarle como hace la mantis con su pareja. Puso las manos sobre las orejas del anciano y atrajo el rostro de éste hasta juntarlo a su bajo vien-tre, mientras susurraba con una voz melosa en la que Régulo quiso adivinar mil promesas voluptuosas.
―Te pondré a prueba y veremos si es como dices. Deseo que tengas con-migo el mismo trato que Pola daba a Asellina antes de su matrimonio. Quie-ro tener mi propia casa y el dinero suficiente para no sentir ninguna necesi-dad. Solamente en esas circunstancias, ya que no quieres casarte conmigo, estaré dispuesta a continuar nuestra relación.
―Mañana mismo abriré una cuenta a tu nombre en la banca Servio ―se precipitó a asegurar el viejo.
―No quiero cuentas... ¡quiero dinero! ―exclamó, haciendo un mohín de niña mimada que provocó en el viejo sátiro, unido al calor de la piel de la muchacha que sentía en su rostro a través de la sutil gasa, ¡oh milagro!, una viril y repentina respuesta en la entrepierna a pesar de la incomodidad que significaba el estar arrodillado.
―Está bien, querida Pollia ―dijo, mientras se ponía de pie con esfuer-zo― Traeré el dinero como quieres. Y ahora ¿no podrías ser bondadosa y darme un anticipo de tu amor? ―siguió diciendo, al tiempo que intentaba poner los ojos de esa especial manera que supuso serviría para derretir las defensas de la joven.
Pero en esta ocasión no dio resultado.
―¡No! Todos prometéis mucho para conseguir vuestro capricho, pero una vez obtenido lo olvidáis todo. Trae el dinero primero.
Filoteo observó que el anciano abandonaba la domus cabizbajo y pensa-tivo sin despedirse de él como tenía por costumbre. Lo cierto es que Pahndo estaba pensando en llegarse al banco de Pola Servio y retirar unos pagarés para regresar al día siguiente. Sentía verdadera necesidad de que Pollia aliviase sus urgencias y, a su edad, no convenía dejar escapar la oportunidad cuando se presentaba. Por el momento –creía– había ganado la partida a su rival, pero como solución a largo plazo lo mejor era regresar a Massilia donde Pollia volvería a ser la complaciente y sumisa amante de siempre.
Mientras se dirigía hacia los porteadores que esperaban junto a la litera no prestó atención al pequeño individuo de la melena rubia que, durante el breve espacio de tiempo que Filoteo mantuvo abierta la puerta para que saliera el viejo navarca, no dejó de observar con gran interés el espacio interior de la domus que podía verse desde la calle.
AL DESPUNTAR EL alba, Roma se encontró el primer día de septiembre con un cielo casi cubierto por nubes que parecían un ejército aborregado lo que revelaba a los madrugadores que el verano iniciaba su andadura hacia un tiempo más fresco y húmedo.
El senador era un hombre de costumbres y tradiciones arraigadas que, como la mayoría de sus conciudadanos que no habían pasado la noche de juerga, estaba levantado desde la hora tercia por lo que pudo recibir perso-nalmente en el cuarto que tenía por biblioteca y despacho al emisario del gobernador de Pannonia, Volusio Saturnino. El soldado le entregó el mensa-je oficial y se retiró para continuar hasta el pretorio donde debía dejar, según dijo, otro similar al prefecto Sejano.
Sin tener una razón objetiva, Marco Norbano presintió que el mensaje que estaba sobre la mesa anunciaba funestas noticias. Suspiró intensamente y con un acusado temblor de las manos rompió el sello y estiró el perga-mino. Hizo una rápida lectura por encima, el rostro se le demudó, abrió las manos y el papel cayó al tiempo que se doblaba por la cintura hasta colocar la frente sobre la mesa, exclamando sollozante:
―¡Oh Júpiter! ¡Oh dioses... malditos seáis! ¡malditos... malditos!
Permaneció así un largo rato, abandonado a su dolor, profiriendo lamen-tos que reflejaban su intenso sufrimiento y lanzando improperios contra los dioses, a los que hizo culpables de su desgracia, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Para Marco Norbano la vida acababa de perder su significado. La trage-dia que contenía el escrito que apretaba en la mano terminaba con el estímu-lo de su vejez y la razón de toda lucha. La gens de los Norbano concluía y para el senador, que sentía delirio por su único hijo, un nuevo día, nuevas ilusiones, otras metas que alcanzar, ya no tenían sentido. Veía, al mismo tiempo, la larga mano de Tiberio y de su prefecto Sejano en aquella pérdida irreparable. Sólo ellos, que contaban con los medios y los confidentes, pudie ron descubrir el verdadero motivo de la presencia de su hijo en Noreia y, si estaban al corriente, significaba que la conjura había fracasado porque cono-cerían lo que los conspiradores se proponían realizar durante las Volturna-lia, tanto en Roma como en Capua.
Pero a él, nada de todo esto le interesaba ya. La conjura y la sucesión de Tiberio dejaron de producirle ninguna emoción porque toda se había concen trado en las palabras escritas en el mensaje que tenía en la mano. Su amado hijo, vilmente asesinado, yacía en una fosa común en una tierra lejana y hostil como cualquier proscrito. No le quedaba ni el pequeño consuelo de tener su cuerpo enterrado en el sepulcro familiar. Con los ojos empañados por las lágrimas y realizando un gran esfuerzo volvió a leer las líneas más significativas y lacerantes:
<<...informa Salvio, comandante de vexillatio, que por orden del goberna dor de Germania, los tribunos Cayo Norbano, Marcio Fulvio y Licinio Curión se desplazaron hasta Noreia para negociar la adquisición de provisiones... Ante la prolongada ausencia de noticias sobre los tribunos se salió en su busca... unas camareras de la taberna "Las ocas sagradas" con las que tenían trato descubrieron el cadáver del tribuno Cayo Norbano en el molino donde se alojaban... los tribunos Marcio Fulvio y Licinio Curión han desaparecido y se desconoce el móvil del crimen... se descarta el robo... el cuerpo del tribuno fue enterrado en la fosa común y los gastos se sufra-garon con el dinero hallado en la bolsa de la víctima...>>
Estrujó el pergamino, cerró los ojos y, en ese instante, tomó la decisión.
Con el semblante blanco y un acusado temblor en sus manos, abrió una pequeña arqueta, extrajo un cuchillo de dimensiones reducidas que usaba para alisar y cortar la cera de las tablillas y, mordiéndose los labios, pero sin mostrar vacilación alguna, se propinó sendos cortes en las muñecas que sec-cionaron las venas limpiamente. Cuando observó que la sangre comenzaba a manar suave e incesante, se reclinó en el asiento, descansó el dorso de las muñecas sobre los brazos de la butaca, echó la cabeza hacia atrás y se dispu-so a morir recordando las escenas felices de un Cayo infantil correteando revoltoso por la domus y las risas y la alegría adueñándose de la casa. La sangre goteaba constante sobre las baldosas y una dulce fatiga se estaba apo-derando de su ser. Dada la laxitud que sentía pensó que morir no era tan doloroso y terrible como la gente suponía. Entre brumas, le vino a la mente el gesto postrero del gran Julio César después de ser vilmente apuñalado que, hasta en el último instante, mostró respeto por el pudor cuando se bajó los pliegues de la toga que dejaban al aire sus piernas y también él, el último de los Norbano, deseaba abandonar este mundo con dignidad por lo que intentó componer su figura recostándose suavemente contra el respaldo.
Los sirvientes descubrieron el cadáver al cabo de unas horas y la noticia se difundió rápidamente entre los círculos aristocráticos de la Ciudad. Todos coincidieron en que la pasión que el senador sentía por su hijo había sido la causa del suicidio.
Sin embargo, Sejano lamentó la inoportuna desaparición de Marco Norba no que dejaba descabezada la conjura y lograba que esta decayera. Hasta tal punto era evidente que el complot estaba abortado que Sejano recibió, sucesi vamente y en el intervalo de dos clepsidras, dos visitas inesperadas, la del prefecto del grano, Gayo Turranio y el tribuno de la plebe, Justo Polión. Ambos acudieron a informarle de la muerte de Norbano y, al mismo tiem-po, congratulándose en virtud de que el Imperio recobraría la tranquilidad porque el senador llevaba tiempo conspirando a favor de la familia Germá-nico intentando, naturalmente sin éxito, incluirles entre los seguidores. Sejano comprendió que aquellas ratas estaban abandonando a toda prisa el barco que consideraban a punto de naufragar y que Agripina, por el momen-to, no daría el paso que la llevaría a enfrentarse con Tiberio.
―No obstante ―Sejano dio un respingo y esbozó una sonrisa malévo-la―, aún podía, sin riesgo, jugar una última baza que obligara a Agripina a cometer el error necesario. Existía un hombre rencoroso, vengativo que, desconociendo la muerte de Norbano, podía utilizarse como instrumento que llevara a la viuda a imitar el gesto del senador al saberse descubierta en sus maquinaciones contra el prínceps.
Dio una fuerte palmada y al instante penetró en la estancia un centurión.
―Escoge cinco hombres y vete ahora mismo a Baias, reventando los caballos si es preciso. Allí buscarás al banquero Pola Servio al que dirás: <<El momento se ha anticipado. Si deseas cumplir tu propósito, ven con nosotros. Esperaremos el tiempo necesario antes de actuar>> ––Le condu-ciréis ―siguió diciendo―, hasta la puerta del palacio de los Germánico y, una vez que el banquero haya entrado en la mansión, regresad aquí. No deseo que conozca la muerte del senador Norbano y de su hijo por lo que cuidad de que no hable con nadie durante el viaje.
Aquello era como una tirada de dados. Podría salir ganador si las amenazas que Pola lanzaría, la viuda las tomaba en serio y prefería acabar ella misma con su vida antes de que lo hicieran la guardia del prínceps. Le quedaba otro medio más seguro para acabar con Agripina, aunque este lo sería a medio plazo: Su propio hijo Druso. Fue una idea magnífica la que tuvo Pola Servio y ya había visto que comenzaba a dar frutos el acerca-miento al ruin y rencoroso hijo, y la siembra en su mente de que era a él y no al libertino de Nerón a quien debería corresponder la sucesión de Tiberio. Introducir en su corazón egoísta esta convicción y convertirle en un poten-cial delator sólo era cuestión de tiempo.
A LA MISMA hora en la que el senador Norbano se disponía a abandonar voluntariamente este mundo, Marco procedía a su arreglo personal en su aposento del palacio de Coceyo Nerva pues hoy era el día esperado para dar cumplimiento al encargo de Tito Cepio. Las calendas de septiembre fue la fecha fijada por los duumviros para celebrar la subasta de la flota Duratón, de acuerdo con los deseos de Marco sugeridos a su amigo Lucio Annio al siguiente día del regreso a la Ciudad.
Marco deseaba concluir lo antes posible la adquisición de las doce naves, pero primero tomó medidas para asegurarse el éxito. El anciano navarca Nigidio Vaccula y el banquero Pola Servio le habían dado una vez una lec-ción y no estaba dispuesto a repetir la medicina. Con ayuda de Fabio obtuvo de Marcia, la viuda Duratón, a cambio de un precio razonable, las conce-siones exclusivas para atracar navíos en los muelles de Ostia, Siracusa, Cesárea, Gades, Tarraco, Puerto Victoria, Joppe, Rodas, Tesalónica... hasta veinte puertos. Con el contrato en su poder, visitó a Nigidio Vaccula y éste, al momento, supo aceptar, sin resentimiento, su derrota. Marco le dio a elegir entre invertir los papeles que él mismo había fijado o renunciar. El prudente navarca dejó a un lado la arrogancia y aceptó la propuesta de Marco: a cambio de dos millones de sestercios recibiría el ponto que comercia con Fenicia y las tres corbitas que lo hacen con Grecia y Numidia y se le permitiría el atraque en los muelles sobre los que Marco tenía el derecho exclusivo. La opción de Munatio Fausto se mantendría en los mismos términos. Sin embargo, consciente Marco del poder que le daban las concesiones de los muelles, quiso jugar fuerte y propuso al anciano la nueva táctica que seguirían los tres durante el curso de la subasta. Nigidio Vaccula le escuchó interesado y cuando concluyó, entornó los ojos malicio-samente.
―Parece que habéis aprendido rápidamente a actuar con astucia en los negocios. Siempre estaré en contra de los canallas y traidores por lo que me satisface vuestra propuesta. Hablaré con Munatio Fausto y le daré cuenta de vuestros propósitos.
El día señalado para la subasta, Marco abandonó el palacio de Coceyo Nerva en compañía de Fabio. Los jóvenes Larcio y Crispo, como hacían todos las mañanas desde su llegada, llevaban horas paseando por la Ciudad en su deseo de verlo todo, conocer todo, no perderse nada. Era su gran oportunidad de provincianos y, quizá, también la última que tendrían en el curso de su vida que transcurriría, probablemente, entre el fundo y Vicetia.
Corconte estaba tan entusiasmado con Origena que no quiso avisarle para que no se separara de la cimbra. Por otro lado pensaba que ni él ni los áureos corrían peligro a pesar de que en dos ocasiones pretendió quitárselos de encima visitando a Pola Servio en su despacho, pero la primera vez le infor-maron que el banquero se hallaba ausente de Roma disfrutando de un placentero viaje con su esposa y la segunda que continuaban sin tener noticias del momento en que tenía pensado regresar. La sorpresa de Marco fue considerable cuando supo que Asellina era la esposa del banquero, pero se alegró por la joven y por la seguridad que el matrimonio daría a su futuro.
LA BASÍLICA JULIA la comenzó Julio César y la continuó con mayor magnificencia Augusto, logrando que ocupara una gran exten-sión rectangular en el lado sur del Foro, entre los templos de Saturno y de Cástor, la vía Sacra y el Vellabrum.
Marco y Fabio descendieron de la litera y cruzaron el umbral de la puerta del lado corto, que daba al Foro, porque aquella era la entrada de los que acudían a participar en las subastas públicas, en tanto que quienes lo hacían por el centro del lado largo pretendían asistir a los procesos de los tribunales en los que intervenían los centumuiri, que juzgaban las causas en cuatro tribunales con un total de ciento ochenta jueces. Los asientos eran abundan-tes porque oficiaban numerosos defensores de una y otra parte y los oyentes formaban una multitud compuesta de hombres y mujeres que asistían a los juicios más famosos con el ánimo de ver y oír, esto último bastante difícil. Los dos amigos dejaron al frente y a la izquierda la zona de los centumuiri y se dirigieron hacia su derecha, al sector delimitado por veintiocho columnas en cuatro lados. En el centro de los lados largos se encontraban dos entradas secundarias por las que, constantemente, entraban y salían personajes del mundo de los negocios y de la banca. Cruzaron un patio abierto a la luz cuyo pavimento era de mármoles preciosos y el resto, según avanzaban, de mármoles orientales. El podio o tribunal donde se celebraría la subasta esta-ba al frente y a él se accedía a través de dos escaleras de madera.
Cuando subieron la docena de escalones se encontraron en una sala diá-fana con un fondo articulado en dos filas superpuestas de seis columnas corintias. Entre la segunda y la tercera se encontraba el duumviro Cneo Clodio Capella acompañado por varios funcionarios del Estado que le asisti-rían durante la subasta. Vio Marco a Nigidio Vaccula que conversaba anima damente con otro anciano togado, Naevoleia Tyche según supo más tarde, pero hizo como que no se conocían y, por consiguiente, no se saludaron. Numerosos grupos de dos y tres personas se encontraban alrededor de las columnas esperando el inicio de la subasta, que suponían revestiría un desusado interés al observarse la presencia del sobrino del prínceps, Clau-dio y del consiliatör Lucio Annio. De acuerdo con lo establecido previa-mente, la sesión comenzaría a la hora quinta lo que quería decir que se estaba a punto de que Cneo Clodio Capella advirtiera que se iniciaba el procedimiento.
Marco se dirigió hacia el reducido grupo en el que se encontraban Clau-dio y Lucio Annio que habían acudido porque deseaban acompañar a su amigo y celebrar con él lo que consideraban un seguro éxito. Cuando llegó a su encuentro el primero que le saludó efusivamente fue Claudio.
―¡Que...que...querido Mar...co! ―tartajeó al iniciar el saludo para seguir después con normalidad―. Conseguí las escamas bóricas y su efecto ha sido maravilloso. Tengo contratado un proveedor fijo, aunque he de decirte ―al tiempo que le cogía del brazo afectuosamente―, que me curaré los ojos pero puede que me arruine. ¡Me pide cincuenta denarios de plata por cada bolsita de un quadrans!
Marco, Fabio y Lucio, rieron las palabras de Claudio y separándose los cuatro del grupo de personajes que rodeaban al sobrino del prínceps comen-zaron a pasear lentamente, al tiempo que Lucio inquiría:
―¿Tienes posibilidades de ganar la subasta?
Marco, en medio de los dos amigos con Fabio en un extremo, les explicó concisamente la situación omitiendo los extremos referentes a la clase de misión que había efectuado por cuenta de Pola Servio. Se limitó a decirles que, por mediación del banquero, pudo obtener un beneficio económico que, añadido al dinero de que disponía cuando vino a Roma, le significaba convertirse en el mejor postor, pero que las circunstancias habían hecho inú-til este esfuerzo ante la posibilidad que le ofrecía el testamento de Gracio Duratón y la ayuda que le prestó su amigo Fabio para que la viuda le conce-diera en exclusiva la utilización de los muelles.
―¿Los otros competidores conocen este extremo? ―quiso saber Clau-dio.
Marco les refirió su encuentro con Nigidio Vaccula.
Claudio apretó el brazo de Marco.
―Mira, ahí está el delator, el miserable Rubrio Dolabela.
Miraron hacia donde señalaba Claudio y vieron como se aproximaba al duumviro un joven con el ingenuo aspecto de un muchacho que poseía un bello rostro y que, aparentemente, parecía todo lo contrario a un canalla. Rubrio Dolabela habló durante unos momentos con el funcionario y, seguidamente, tomó asiento en la única butaca libre junto a Cneo Clodio Capella y sus ayudantes.
―Va a dar comienzo la sesión ―advirtió Claudio.
A un gesto del duumviro, uno de los funcionarios se incorporó y procedió a poner en pie una lanza o pilum introduciendo el extremo en el hueco de una peana. Atada a la punta de la lanza, colgaba un pequeño estandarte carmesí con las iniciales grabadas SPQR bajo las alas de un águila y, sobre el estandarte, estaban anudadas dos cintas largas de color amarillo. Hecho esto, el funcionario se dirigió a los presentes y gritó en voz alta y fuerte:
―¡Navisis onerarii subiectum hastae uenire! ―indicando que determi-nados navíos se ponían en almoneda o venta pública.
El funcionario ocupó su sitio al lado del duumviro. En el extremo más alejado a la lanza izada se sentaba el propietario de los bienes que iban a subastarse.
Cneo Clodio se dirigió a Rubrio Dolabela y al público para, con voz desganada, desgranar las formalidades jurídicas del acto.
―Da comienzo la subasta de los navíos que el navarca Gracio Duratón testó en favor de nuestro prínceps y de los que, éste, generosamente se des-prendió para que, de acuerdo con la lex laesae maiestatis, el legado sirviera como pago a los delatores Quinto Duratón y Rubrio Dolabela. De acuerdo con dicha ley, los delatores solamente tienen derecho a transmitir los bienes por cualquiera de los medios aceptados en derecho cuando hayan trans-currido cinco años desde su recepción, pero en el supuesto de que no deseen esperar a que se cumpla este periodo de tiempo, cual es el caso que nos ocupa, deberán someterse a la venta pública al mejor postor. Por tanto, según el ordenamiento jurídico, el único propietario actual es el ciudadano romano aquí presente ―señaló con su mano― Rubrio Dolabela, porque el otro delator, Quinto Duratón, al morir no cedió su derecho porque la ley excluye la mortis causa y cualquier otra en la transmisión de estas propie-dades antes de cumplirse el plazo indicado de cinco años.
Cneo Clodio, hizo una pausa para mirar al frente y alrededor antes, de continuar.
―Esta subasta se regirá por la lex Municia. Cualquier hombre libre, sea o no ciudadano romano, está facultado para pujar y ser declarado por este tribunal propietario de las naves que se ponen en venta pública. Para que ello tenga lugar legalmente es necesario que el remate ocurra como mínimo a la tercera puja y que el precio sea superior al de salida que, de acuerdo con la lex Municia, se fija en la mitad de la tasación efectuada por el Fisco, dos millones doscientos mil sestercios.
―A propósito ―dijo Claudio, volviéndose hacia Marco―, ya que estamos aquí para disfrutar contigo del éxito, y visto que has llegado a un acuerdo con Nigidio, voy a intentar que el precio que pagues por la flota sea el menor posible.
Marco y Fabio miraron a Claudio extrañados por lo que había dicho ¿Cómo iba él a conseguir abaratar la puja? ―se preguntaron. Sin embargo, Lucio Annio no mostró ninguna sorpresa como si diera por descontado que el sobrino del prínceps cuando pretendía algo estaba en condiciones de conseguirlo.
En ese momento, Claudio que con Marco, Fabio y Lucio se encontraba de pie en la primera fila frente al tribunal, levantó la mano derecha con la palma abierta hacia el duumviro y solicitó la palabra.
Cneo Clodio Capella que desde el primer momento había sentido extra-ñeza por la presencia en aquel trance del sobrino del prínceps, se la concedió en el acto.
Claudio, haciendo gala de una parsimonia desusada, se dirigió a los funcionarios.
―Mencionáis la lex Municia para determinar las normas por las que debe discurrir la venta pública de la flota Duratón, y por lo dicho supongo que el hasta clavada a vuestra derecha se relaciona con el hasta fiscalis, es decir, el que corresponde al anuncio de que se trata de vender algo pertene-ciente al Fisco al exhibir un estandarte con las cintas amarillas ¿es así?
―Cierto ―contestó Cneo Clodio.
―Sin embargo, ha de considerarse que, en el caso que nos ocupa, el hasta jurídicamente aplicable sería el hasta uenditionis, es decir, el que señala que van a venderse a la puja los bienes de los ciudadanos proscritos o condenados. Aunque los bienes hayan sido cedidos por el prínceps, no debe omitirse, por obvio, que proceden de un ciudadano que fue juzgado y conde-nado. Por consiguiente, lo que es causa de la causa –la delación de un ciudadano y su condena– será causa del acto causado –la utilización que se haga de los mismos, en este supuesto, la venta pública.
El duumviro que no debía tener ningún interés en establecer una polémica jurídica con Claudio, se limitó a interrogar a sus ayudantes sobre la pro-puesta que acaban de hacerles, y éstos le murmuraron al oído su opinión.
―Este tribunal aclara, rectifica y confirma formalmente que la venta pública de la flota Duratón se rige por la lex Municia, que el hasta uenditionis es el que se iza a continuación y que, por tanto, la puja se inicia en la cuarta parte del valor tasado, un millón cien mil sestercios.
Se levantó uno de los funcionarios y sustituyó las cintas amarillas por otras de color negro. Claudio, le dio con el codo a Marco al tiempo que decía en voz baja para que sólo pudieran oírle sus amigos:
―Ahí tienes, como te dije, mi regalo. Acabo de ahorrarte más de un millón de sestercios.
Se oyó la fuerte y sonora voz del funcionario que había colocado la lanza.
―¡Comience la puja!
Rubrio Dolabela miró a los navieros que estaban en la primera fila, escamado por la intervención del sobrino del prínceps, algo nervioso y expectante por saber cuantos millones le iban a procurar aquel negocio por la feliz y oportuna desaparición de su cómplice.
Munatio Fausto fue el primero en levantar la mano.
―Un millón, cien mil sestercios y… ¡un as!
Solamente media docena de rostros no demostraron ninguna sorpresa, el resto fijó alternativamente sus miradas en la faz de Munatio Fausto y en la de Rubrio Dolabela. Éste, contemplaba con cierto asombro el semblante risueño del naviero que había pujado ¡un as! sobre el precio de salida. Pensó que debía ser una broma.
Pero la chanza de la que creía ser objeto, estaba convirtiéndose en algo pesado, sin gracia. Naevoleia Tyche, al lado de Nigidio Vaccula, uno de los navarcas más importantes del Imperio, había levantado la mano y, con un cierto tono burlón, se dirigió al tribunal y al tiempo que se inclinaba haciendo una ligera reverencia a Rubrio Dolabela, exclamó, pronunciando lentamente las dos últimas palabras:
―Un millón cien mil sestercios y… ¡dos ases!
Rubrio Dolabela, apretó fuertemente los puños sobre los brazos de la butaca y se removió inquieto. Aquello ya no tenía visos de tratarse de una burla. Olía el engaño, la trampa, pero no sabía que podía hacer porque sus conocimientos jurídicos eran nulos y el duumviro no refutaba las pujas, muy al contrario, lo miró de reojo y le vio hasta alborozado.
Los curiosos murmuraban entre ellos y se mostraban hilarantes. El que un delator sufriera cualquier clase de mortificación es algo que parecía alegrar-les. No se daban con frecuencia las ocasiones en que aquella canalla que usaba medios tan indignos para acabar con la vida de ciudadanos nobles, recibía la misma medicina. El público se mostraba, unánime, en contra de Rubrio Dolabela.
―Un millón cien mil sestercios y… ¡tres ases!
Quien acababa de pujar era el que todo el mundo se figuraba, por adelantado, que sería el mejor postor, el que se haría con la flota que se estaba subastando, el judío Nigidio Vaccula.
Aquello iba en serio, pensaron los curiosos. Cneo Clodio Capella y Rubrio Dolabela creyeron entender entonces el motivo de la presencia de Claudio en un acto como aquél que no debería tener ningún interés para la familia imperial. Ambos, el duumviro y Rubrio, pensaron que la larga mano del prínceps estaba presente y que pretendía recobrar la flota a un precio ínfimo.
Pero aún quedaba otro postor.
―Un millón cien mil sestercios y… ¡un denario! ―exclamó Marco.
El jolgorio de cuantos habían seguido la escena desde el comienzo más los que se habían ido acercando atraídos por el bullicio era ostensible. Rubrio estaba pálido y se removía inquieto en la butaca sin osar decir palabra alguna para no molestar al duumviro y, mucho menos, incomodar a los que suponía meros mandatarios del prínceps. Su avaricia le hacía pade-cer un tremendo sufrimiento al ver como se esfumaba una ganancia que siempre consideró segura. Cuando vivía Quinto calcularon que cada uno podría recibir de dos a tres millones de sestercios y ahora que los dioses le permitían quedarse con todo, aparecía aquel tartaja medio idiota y la venta quedaba reducida a poco más de un millón.
Esperó, sin mucha confianza, que la subasta siguiera su curso pero pasado un rato sin que se volviera a oír ninguna otra puja, Clodio Capella solicitó a Marco que se acercara al tribunal y, una vez que éste confirmó el precio ofrecido, dio por concluida y adjudicada la venta pública de la flota Duratón. Marco recibió el documento que le acreditaba como propietario de la flota y entregó el pagaré a favor de Rubrio Dolabela. Éste, no supo aceptar el correctivo con indiferencia y lo recogió de manos de uno de los ayudantes con un gesto desabrido que sirvió para que el público le gritara una sarta de insultos y amenazas. Por el contrario, cuando Claudio y sus amigos se reti-raban recibieron el aplauso unánime mezclados con gritos contra los delatores.
EN EL MISMO instante en que Rubrio Dolabela aban-donaba airado y contrito la Basílica Julia para dirigirse a la villa de Pollia, salía de su casa el navarca Régulo Pahndo con la misma intención, pero antes pasaría por la banca Servio para retirar los pagarés a favor de Pollia. Estaba seguro de que, cuando la joven comprobara la cantidad que le entregaba, sus dudas se disiparían y estaría dispuesta a tener con él uno de aquellos amorosos momentos de los que, regularmente, disfrutaba en Massilia.
Rubrio Dolabela abandonó, enfurecido, la Basílica y se encaminó hacia la villa de Pollia sin volver la vista atrás y sin que nadie se molestase en acompañarlo. Régulo Pahndo también salió de su casa solo, pero durante todo el camino le siguieron como sombras el mismo individuo de corta estatura y melena rubia que lo había hecho el día anterior y otro de aspecto fiero con la cara marcada por cicatrices que, continuamente, mascaba una astilla de madera.
El anciano tuvo que demorarse más de lo que pensaba en la banca Servio, debido, según le manifestó un atento empleado, a la ausencia del propietario lo que obligaba a realizar formalidades más complejas si se entregaban a los clientes sumas tan importantes como la solicitada por el navarca.
Continuó hasta la villa de Pollia, descendió de la litera y, como tenía por costumbre, ordenó a los porteadores que le esperaran. Al acercarse a la entrada sintió que sus carnes y sus miembros respondían ansiosos a la sen-sual cercanía de la joven. Era tal su excitación que no le llamó la atención el hecho desacostumbrado de que la puerta se encontrara medio entornada y que Filoteo se hallara cerca de la perrera. Se limitó a hacer al portero un displicente saludo con la mano e, impelido por su acuciante deseo de abrazar a Pollia, no se paró a preguntar al hombrecillo si el ama estaba sola o acompañada.
Cometió el penúltimo error de su vida.
Cruzó el atrium, siguió jardín adelante en vista de que no estaba allí la joven y se dirigió presuroso hacia los aposentos de ésta. Le daban ganas de gritar su nombre y de blandir al viento los papeles que llevaba en la mano, pero se contuvo. Cada cosa a su tiempo. Jugaría un rato con ella, al igual que el gato hace con el ratón antes de echársele encima.
La fuerte luz solar del mediodía le nubló un poco la vista cuando penetró en el umbrío aposento de Pollia y tardó unos instantes en ver que, sobre el lecho, dos figuras humanas vestidas, se revolcaban abrazadas y proferían exclamaciones de placer. Régulo se quedó quieto, estupefacto, al tiempo que el corazón le daba un vuelco.
Su figura, resaltando sobre la claridad luminosa del jardín, fue vista en primer lugar por Rubrio.
Desprendiéndose de los brazos de su amante se puso en pie de un salto y gritó colérico:
―¡Qué haces aquí, viejo! ¡Qué buscas! ¡Cómo te atreves a espiarnos en nuestra intimidad!
Pollia se levantó igualmente y miró al estúpido con rabia.
―¡Te dije que no te acercaras por esta casa!
La figura de Pahndo era del todo patética. Con la mano extendida mostraba los papeles a la pareja que acababa de sorprender realizando lo que él venía a solicitar a la joven. Su rival se le había anticipado y no sabía que hacer. La situación le dominaba y comenzó a proferir frases incoherentes.
―Pollia... ¡Este hombre no puede hacerte feliz! Te traigo parte de lo mucho que puedo darte... ¡Échale Pollia, échale! ―gritó en su desvarío.
El viejo Pahndo desconocía que Rubrio Dolabela estaba teniendo un mal día. Escasamente dos horas antes, el sobrino del prínceps había urdido una trama para birlarle varios millones de sestercios y ahora, este viejo alelado no sólo le había interrumpido el placer con su amante sino que, además, pretendía que Pollia le expulsara. Rabioso y enfurecido, se levantó de un salto agarró al viejo por el cogote y con la otra mano por la cintura hasta hacerle dar media vuelta y, de esta guisa, empujándole, le obligó a recorrer el camino hacia la salida a toda prisa, al mismo tiempo que le iba propi-nando alguna que otra patada en las posaderas, mientras le gritaba toda clase de improperios.
―¡Viejo cerdo! ¡Tu lugar está en los lupanares del Subura!
Pollia les siguió alborozada, contemplando la escena y riéndose a carca-jadas en cada ocasión en que Rubrio sacudía al viejo un puntapié. Cuando llegaron a la entrada, Filoteo contempló con la boca abierta, asombrado, el espectáculo. Rubrio soltó al navarca para abrir la puerta y le escupió:
―–¡Sal, y no vuelvas más! Pollia es para mí ¡cerdo estúpido!
Régulo, humillado y decaído no podía articular palabra alguna. Cruzó el umbral y comenzó a descender los escasos peldaños, pero se giró a medias cuando oyó, junto a él, la voz de Pollia.
―¡Maldito, hijo de loba, esto es por el asco que siempre me has dado y lo que he tenido que soportarte! ―y al tiempo que estas palabras penetraban en la mente de Régulo como puñales, vio y sintió como la joven le atizaba una patada con tal fuerza que le hizo dar de bruces contra el suelo. Se levantó con gran esfuerzo y respirando trabajosamente. Con los ojos vidrio-sos y la faz descompuesta se encaminó a la litera desde donde los portea-dores contemplaban atónitos la escena.
Al ponerse éstos en marcha con el humillado anciano dentro de la léctica, Rubrio y Pollia regresaron al interior con ánimo de continuar la apasionada relación que el viejo había interrumpido con tan mala fortuna.
Medio caído sobre el asiento de la litera, sangrando por la nariz y por el alma, Régulo sollozaba. La amargura le ahogaba hasta el extremo de que no sentía el dolor físico causado por la caída y las patadas. Una fuerte opresión, como si una piedra de un peso enorme estuviera colocada en el centro del pecho, le producía un dolor agudo, permanente, insuperable, que le obligó a llevarse las manos al punto dolorido y a encogerse hasta quedar en posición fetal. En esos instantes sintió lástima de sí al reconocer la vaciedad de lo que había sido su vida y el gran error que le había llevado a no interesarse jamás por nada que no fuera él mismo. Las lágrimas se le deslizaron por las meji-llas al recordar, con profunda tristeza, que había sido la patada propinada por Pollia la que le había herido de forma letal.
Al cabo de un buen rato de transitar a toda prisa por las cuestas del Palatino los porteadores llegaron, casi exhaustos, ante la mansión del navar-ca y, parándose ante la puerta, depositaron la litera para que el cliente descen diera. Como no acababa de salir, el que parecía el encargado del transporte se acercó y exclamó en voz baja y servicial:
―¡Estamos ante vuestra casa, podéis salir!
Silencio.
Extrañado, el porteador descorrió la cortinilla y mirando al interior descu-brió la figura encogida del viejo con ambas manos sobre el pecho. La boca abierta y los ojos velados con una expresión fija, indicaron al hombre que el anciano estaba muerto. Cerró de golpe la cortinilla y se quedó durante un instante pensativo sin saber que decisión tomar. Llamó a los otros, les musi-tó unas palabras al oído, miraron alrededor y, viendo que nadie les observa-ba, procedieron a sacar al viejo de la litera llevándole en brazos hasta dejarle junto a la puerta de la domus.
En Roma, como en cualquier otra ciudad, transportar un cadáver signifi-caba relacionarse con la autoridad y la obligación de tener que dar muchas explicaciones. A veces, incluso más de las necesarias, con el consiguiente peligro de que a uno pudieran acusarle de ser algo más que un mero testigo. Los vigiles, teniendo en cuenta que el anciano debía ser un hombre muy rico a juzgar por la mansión que tenía por casa, desearían saber lo sucedido y a ellos eso les reportaría incomodidades, retrasos y pérdida de salarios. Lo mejor era salir de allí cuanto antes, así que cogieron la léctica y escaparon de aquel lugar a toda prisa.
Cuando al portero se le ocurrió abrir la puerta para limpiar la entrada se encontró con su dueño tirado en el umbral y acurrucado contra la pared. Tiró la escoba y salió corriendo hacia el interior del jardín donde se encontraban el ama y su sobrina. La curiosidad de Arruncio, inquieto por el gesto desu-sado del hombre y el ver la puerta entreabierta, le llevó hasta la entrada para descubrir lo que había al otro lado llevándose una sorpresa cuando vio al odiado enemigo que yacía en el suelo. Se acercó previendo que aquella actitud podía ser una añagaza para atizarle y realizó unos cuantos círculos de aproximación en espera de cualquier movimiento del caído que le avisara que había de salir a escape, pero no, continuaba inmóvil y ello le dio con-fianza para acercarse y olisquear las ropas. Sí, se trataba del aborrecible y, por lo que fuera, no daba muestras de estar despierto por lo que decidió que era el momento adecuado. Se dio media vuelta, levantó una pata y le lanzó un chorro de orín sobre la espalda. Cuando concluyó, regresó ufano por su victoria al jardín extrañándole que sus amas no se fijaran en él cuando, seguidas del portero, pasaron corriendo hacia la entrada.
FILOTEO, TODAVÍA BAJO la impresión que le causó la forma en que su ama había arrojado de la casa al viejo navarca, se dirigió a la puerta para atender la tenue llamada que hacían desde el exterior. Descorrió el cerrojo y con la hoja entreabierta miró hacia fuera. En un abrir y cerrar de ojos un individuo de melena rubia, aún más bajo que él, se deslizó ágilmente a través del reducido hueco y pasó a su espalda, al mismo tiempo que otro, alto y fornido, empujándole entraba y cerraba la puerta detrás de él. No vio más porque la vista se le nubló y las fuerzas le abandonaron al instante cayendo al suelo desvanecido al sentir un pinchazo en el costado.
Silenciosos, Maropo y Arreno se deslizaron uno a cada lado del atrium y, cautelosos, avanzaron lentamente deteniéndose cada pocos pasos para des-cubrir la presencia de otros sirvientes. Cruzaron el largo jardín conven-ciéndose de que en la casa solamente debían encontrarse Pollia y el joven que apareció en la puerta insultando y golpeando al viejo Pahndo. Arreno se adelantó a Maropo unos pasos al llegar al corredor del que abrían los apo-sentos y se detuvo a escuchar al borde de la entrada del primero de ellos. Pegado a la pared, se volvió hacia Maropo y le hizo unas señas obscenas y fácilmente comprensibles de lo que dentro se encontraba haciendo la pareja.
Permanecieron unos instantes prestando atención a los sonidos que llega-ban del interior de la estancia, hasta que Maropo sacó un puñal y con la cabeza indicó a Arreno que era el momento.
Cuando, agachados, irrumpieron velozmente como sombras silenciosas en la cámara contemplaron el desnudo cuerpo de Rubrio Dolabela que, de espaldas a ellos, se agitaba rítmicamente sobre Pollia, tumbada boca arriba y de la que sólo eran visibles sus lindos pies. Arreno, de un salto se colocó tras la pareja y, tomando impulso, clavó el puñal hasta la empuñadura en el sitio exacto donde el corazón de Rubrio resultó atravesado limpiamente. Retiró la hoja y se echó a la izquierda al tiempo que daba una fuerte patada a su víctima que cayó al suelo al otro lado del lecho. Pollia, que mantenía los ojos cerrados pendiente sólo del placer que le proporcionaba su amante, disgus-tada por la interrupción iba a reprocharle su actitud cuando vio a sus pies la perversa figura de Maropo y a su derecha al pequeño Arreno que, al tiempo que la contemplaba lascivamente, limpiaba un puñal ensangrentado restre-gándolo en los almohadones. Enmudecida por el horror miró a su izquierda y comprobó que su amante, caído boca arriba en el suelo, había abandonado este mundo sin conocer el motivo, pero gozoso si se consideraba la posición de su miembro viril. Pollia consideró las posibilidades de huida que tenía y se desanimó. Era más ágil y rápida que Maropo al que quizá pudiera burlar consiguiendo escapar hacia la salida, pero Arreno, con toda seguridad, la alcanzaría antes de llegar a la puerta o, peor aún, el puñal que el enano lan-zaba con extraordinaria perfección. Era inútil intentar nada de momento por lo que continuó inmóvil sin mover un solo músculo.
Maropo, que comprendió los deseos lascivos de su compinche, se sintió generoso.
―Ve a echar un vistazo por el resto de la casa, yo, mientras tanto, voy a sustituir a éste ―al tiempo que daba una patada al cuerpo de Rubrio Dolabela―, y continuar donde le interrumpimos. Pollia me lo agradecerá. Después te tocará a ti.
Arreno abandonó el aposento y Maropo, con los ojos brillantes por la excitación, se desnudó y echó sobre la joven quien, a pesar del miedo, intentó cooperar considerando que de este modo podría ganarse el favor del bandido.
―Suponías que te habías librado de nosotros ¿verdad? A mí no se me puede engañar impunemente y a tu querido Caelio le he de ver como a este otro que está en el suelo pero con las manos cortadas y tú, que eres la culpa-ble del ridículo que tuve que soportar ante mis hombres, seguirás viviendo porque mi venganza será duradera. Con todo el tiempo que ha transcurrido os creíais a salvo, pero no contabais con que teníamos una pista segura que nos llevaría hasta vosotros, el viejo navarca ―siguió diciendo Maropo, mientras contemplaba el rostro macilento de la joven que permanecía con los ojos cerrados― Era difícil dar con vosotros en Roma, pero no tanto con la mansión de un hombre rico como el navarca.
Al cabo de un tiempo regresó Arreno y permaneció quieto junto al lecho disfrutando con la contemplación de la pareja en tanto que Maropo cabal-gaba, una y otra vez, furioso, sobre la muchacha. Desnudo de cintura hacia abajo alcanzó por primera vez el éxtasis, pero siguió en la misma posición al tiempo que Pollia cerraba los ojos para que el criminal no descubriera en su mirada el odio y el miedo que sentía ya que cada impulso que éste realizaba en su interior lo recibía como un latigazo en su piel.
Sintió como la rodeaba el cuello con sus manazas mientras la sometía a una nueva cópula lenta, pausada.
―¡Dime ramera! ¿Dónde se esconde Caelio?
―¡No lo sé! Hace tiempo que me abandonó ―respondió con voz apagada por la opresión que la ahogaba.
―¡Mientes! ―gritó Maropo apretando un poco más la garganta de la joven― ¡Caelio sin tu ayuda no sabría que hacer ni donde ir!
―Me haces año... ¡No, no! ¡Estoy diciendo la verdad! Se fue... y no he vuelto... a saber nada... de él ―repitió trabajosamente porque las manos de Maropo la ahogaban y el aire no entraba en sus pulmones en la cantidad necesaria.
―¡Ramera! ¡Mientes! ¡Le estás protegiendo!
Maropo, enfurecido, continuaba apretando más y más el frágil cuello de Pollia a medida que sentía la proximidad del orgasmo.
―¡Estás loca por Caelio y harías cualquier cosa por salvarle!
En el instante en que Maropo pronunció la última palabra alcanzó el clímax que coincidió con dos sucesos letales: Arreno, próximo a la pareja se deleitaba contemplándoles cuando la última sílaba pronunciada por Maropo se prolongó en un rugido de placer al tiempo que Pollia sucumbía estrangu-lada, pero ninguno de los dos asesinos se apercibió de la silenciosa y repenti-na presencia en el umbral de dos enormes perros negros que les contem-plaban con las fauces abiertas y babeantes, mostrando un sanguinario aspec-to. A uno de ellos debió enfurecerle especialmente la visión de unas grandes nalgas blancas, relucientes, que se agitaban frenéticamente y en el instante en que su propietario las alzaba lanzando un rugido de placer, la negra bestia se abalanzó como un rayo sobre las relucientes carnes y de una sola dente-llada le arrancó los genitales para, seguidamente, cerrar sus colmillos sobre la nuca al mismo tiempo que la zarandeaba de uno a otro lado con propósito de quebrarla. El otro se lanzó sobre el cuello de Arreno quien no tuvo opor-tunidad de rechazarlo ni de protegerse con el brazo del bocado que le rompió la carótida.
En un momento los dos molosos habían hecho honor a su fama de bestias feroces y acabado con la vida de los dos hombres, pero, excitados por el olor de la sangre y rugiendo sordamente procedieron a despedazar las ropas, los almohadones... todo aquello que era susceptible de destrozar. Los pagarés de Régulo Pahndo y de Marco quedaron hechos pedazos entre los restos de los vestidos. Aquella orgía sangrienta sólo acabó cuando apareció Filoteo avan-zando con gran dificultad y el cuerpo medio doblado, tapándose con las manos la herida por la que casi se desangra durante el tiempo que perma-neció desvanecido.
Lamentó, al ver la espantosa escena, no haber recobrado antes el conoci-miento para abrir la perrera y soltar a los molosos a tiempo de impedir el asesinato de su ama.
LA GALOPADA DESDE Baias, donde quedó Asellina en espera de su regreso para proseguir los felices días que estaban disfrutando, con las paradas estrictamente necesarias para cambiar de monturas, fue fati-gosa para el banquero que no estaba acostumbrado a los duros ejercicios físicos, pero su ánimo no se detenía a considerar algo tan trivial como el can-sancio. Su alma vengativa se llenaba de gozo ante la proximidad de poder cobrarse la deuda que creía tener pendiente con la insolente viuda. Además, aquellos pretorianos que le rodeaban confirmaban el acierto de su plan cuan-do decidió que era el momento de separarse de la conjura y unirse a Sejano. Los legionarios representaban el poder, pero no un poder relativo como el que procuraba el dinero, la mente, las ideas... No, la guardia de Sejano signifi caba el poder total, el que permite vivir o morir.
Pola se congratuló por haber cambiado oportunamente de bando y al tiempo que su montura galopaba velozmente por la vía Apia al encuentro con Roma, su mente se gozaba en las imágenes de una Agripina humillada, temerosa, suplicante, vencida...
Alcanzaron el pomerium poco antes del mediodía y, a partir de entonces, pusieron las cabalgaduras al paso llegando algo más tarde a las puertas del palacio de los Germánico.
Antes de llamar a la puerta, el centurión sin descabalgar se dirigió al banquero recordándole las instrucciones.
―Regresaremos dentro de una hora. Tenéis, pues, tiempo suficiente para ultimar vuestro asunto.
El banquero asintió y desmontando se acercó a la puerta y golpeó la alda-ba. En seguida abrieron y, tras el portero, apareció Ngalo que miró preocu-pado al amenazador grupo de pretorianos que rodeaban a Pola Servio. Una vez que éste entró, cerrándose la puerta tras él, percibieron las pisadas de los caballos que piafaban inquietos.
Pola se dirigió a Ngalo.
―¿Está sola?
―En sus aposentos. Talania está con ella.
―¿Y sus hijos?
―No hay nadie más. No acudirán hasta el atardecer.
―Vamos. Tú, entrarás primero y anunciarás mi llegada al frente de los pretorianos.
Echaron a andar hacia el interior del palacio que tantas noches había visi-tado para ayudar a aquella ingrata familia con su dinero y exprimiendo a los incautos que reclutaba para la causa. Incluso, ejecutando las acciones que la misma viuda demandaba por criminales y peligrosas que fueran. Al tiempo que dejaban atrás el imponente atrium y se introducían por la extensa gale-ría, paralela al gran parque, que conducía a los aposentos privados de Agri-pina, Pola se volvió a su confidente.
―Te sugiero que cojas a Talania y abandones esta casa cuanto antes. Los acontecimientos que se van a producir dentro de poco pueden perjudicar a quienes se encuentren aquí dentro.
Ngalo, pálido, quiso confirmar sus temores.
―¿Creéis que…?
―No lo creo, estoy seguro... La cólera del prínceps se dejará sentir cuan-do yo abandone esta casa.
Cuando alcanzaron los dos tercios de la longitud del corredor, Ngalo hizo una seña con la mano para que Pola se detuviera y él avanzó unos pasos hasta entrar en una cámara abierta a su derecha.
Pola se quedó fuera escuchando.
―Ama, tenéis una visita.
Agripina, sentada en la butaca al fondo de la estancia había concluido su tocado con la ayuda de Talania quien miró por encima del hombro de su dueña a Ngalo como si esperara instrucciones. Éste, la hizo una leve seña que la muchacha captó y deslizándose sin el menor ruido, se retiró.
―¿Una visita? ―exclamó, indiferente― ¿De quién se trata?
―El banquero Pola Servio.
Agripina, cogida por sorpresa pues era el nombre que menos esperaba oír, dejó el espejo sobre la mesa y, entre burlona y sorprendida, exclamó:
―¡Pola Servio! ¿Pero no se encontraba en Baias recibiendo lecciones de baile de su aristocrática esposa? ―y a ella misma debió parecerle muy graciosa su observación porque finalizó estas palabras con una grosera car-cajada―. Está bien, dile que le recibiré pero que su visita ha de ser muy breve.
―Ha venido acompañado por la guardia pretoriana ―Ahora era Ngalo el que modulaba su voz como si relamiera las palabras que pronunciaba. También él disfrutaba viendo a aquella mujer cruel como palidecía de temor bajo sus afeites―. Un centurión y cinco pretorianos aguardan a la entrada.
―Que entre él sólo ―exclamó, bajando el tono de la voz en la que se notaba cierta preocupación.
―No es necesario ―exclamó Pola, a la par que hacía su entrada en la estancia―. Los soldados no entrarán hasta que yo salga.
Se miraron ambos como si fuera la primera vez que sus miradas se encontraban frente a frente. El brillo maligno de sus ojos denotó una lucha a muerte entre los dos seres orgullosos, vengativos y sin escrúpulos, aunque cada uno lo fuera por distintas razones. Entre Agripina y Pola no podría haber armisticio ni equidad, uno vencería y otro tenía que sucumbir.
Ngalo aprovechó la entrada de Pola para salir en busca de Talania. Si lo que el banquero había insinuado se llevaba a cabo hasta las últimas conse-cuencias sus vidas correrían un peligro cierto, pero en caso contrario, si aban donaban Roma, Talania podría ser declarada esclava fugitiva y él, cómplice. No, lo mejor era salir del palacio los dos, pero sólo temporalmente. Irían a la casa de la abuela Antonia con cualquier excusa para su nieto Cayo Botitas. Después, a tenor de los acontecimientos, improvisaría lo más conveniente.
Agripina, manteniéndose sentada en la butaca, fue la primera en romper el largo silencio.
―Parece que teméis algo de mí cuando tan poderosos amigos os acom-pañan.
Pola se adelantó unos pasos hasta quedar frente a la mujer, a la que podía tocar si estiraba el brazo.
―Yo nunca tuve miedo y menos aún de una mujer, sobre todo cuando esa mujer es una estúpida orgullosa. Los soldados que me acompañan no lo hacen para protegerme, tienen sus propias órdenes y las ejecutarán cuando yo abandone esta casa.
―Es inútil que intentéis atemorizarme con la presencia de los pretoria-nos. Tú eres tan culpable de sedición como los demás a los ojos de Tiberio y de Sejano ―exclamó Agripina, rabiosa por el insulto.
―Es lo que tú quisieras. Lo cierto es que yo estoy con la autoridad y el orden y ambas cosas representan el poder, es decir, Tiberio. Te di la oportu-nidad y no sólo la pisoteaste, sino que a causa de tu orgullo desmedido cau-saste una herida innecesaria. Cuando te ofrecía mi protección la rechazaste humillándome ante todos.
―¡Ah, vamos! Conque es eso... Te sientes humillado porque una Julia no quiere unirse al hijo de una esclava, ni a un parricida por más que hayas in-tentado ocultarlo con el poder que da el dinero ¡Tú si que eres un insensato, Pola! Todo el mundo en Roma conoce tu procedencia, que el difunto Ticio Sabino estuvo divulgando banquete tras banquete por los palacios de la Ciu-dad, en tanto que, ignorante y engreído, suponías que te aceptábamos entre los patricios por algo más que por la bolsa y los servicios que prestabas...
Ahora, quien modificó su semblante fue Pola. Enrojeciendo hasta las cejas, se acercó a la viuda y tomándola de los hombros la hizo ponerse en pie, mientras sus labios escupían, lleno de cólera, la rabia que le ahogaba.
―¡Virago! ¡Necia! Me regocija conocer el fin que te aguarda. En cuanto abandone esta casa los pretorianos entrarán a darte muerte, lo que celebraré esta noche con un banquete. Dentro de poco de ese orgullo no quedará más que una masa informe de carne que los gusanos se encargarán de convertir en polvo.
Agripina se soltó dolorida de las garras que la apretaban los hombros y con el rostro arrebatado por el odio, le increpó:
―Soy la viuda de Germánico y eso detiene hasta la mano del César, mucho más la de un pretoriano, pero de todas formas el que no verá la luz de un nuevo día, y, por tanto, desconocerá el desenlace, serás tú... ―y mirando por encima del hombro de Pola, hacia la izquierda, gritó, al mismo tiempo que señalaba al banquero con la mano extendida.
―¡Occide!
Pola la miró extrañado porque desde la salida de Ngalo estaban solos en la estancia. Hizo un escorzo con el cuerpo hacia su derecha para ver a quien estaba dando Agripina la orden de matarle y, cuando lo vio, se dio cuenta en el último instante de que un simple error, un mero olvido, algo tan insignifi-cante como recordar lo que uno está acostumbrado a ver y a no prestar aten-ción, puede dar al traste con una vida. Úrculo, impasible, le atravesó el cora-zón de un único golpe. Pola Servio permaneció de pie contemplando asom-brado la punta de la espada que sobresalía de su pecho, hasta que Úrculo la retiró, cayendo entonces a los pies de Agripina rebotando con un ruido seco sobre el pavimento de piedra.
Agripina no se alteró al ver caído en el suelo al que fue uno de sus más eficaces confidentes. Le dio un ligero puntapié para comprobar que estaba sin vida y, echando a andar hacia el corredor, ordenó a su guardián.
―Cógelo y vamos a la entrada del palacio. Se lo entregaremos a los preto rianos diciendo que ha intentado deshonrarme. Veremos si osan penetrar por la fuerza en mi casa.
Por el camino se encontró con Ngalo que, indeciso, aún no había tomado la decisión de abandonar el palacio porque Talania estaba aterrorizada sola-mente de pensar que, en su condición de esclava, pudieran acusarla de huir. Cuando vio el cuerpo ensangrentado que Úrculo transportaba como un far-do, su aprensión se transformó en un visible temblor.
Agripina al verle, le hizo señas de que se acercara.
―Ven con nosotros, ayudarás a Úrculo.
Llegaron a la puerta, la abrieron y asomándose al exterior miraron en todas direcciones. No se veía el menor rastro de los soldados. Ngalo estaba confundido, no se explicaba lo que pudo haber ocurrido para que los preto-rianos hubieran desaparecido, pero se cuidó mucho de decir nada.
―Id a la espuerta más cercana y arrojad en ella el cadáver, después os presentáis al prefecto de los vigiles para dar cuenta de lo sucedido. Que os acompañen algunos criados y decid a Lucio Lacón que lo recibiré esta tarde si desea conocer los hechos de mis labios ―dijo Agripina sin inquietarse, mostrando una frialdad sin par ante los sirvientes.
Mientras estos cumplían las instrucciones de su dueña alejándose, con Úrculo llevando al hombro el cadáver del banquero, Agripina musitó entre dientes:
―Esta noche, durante el banquete, tendré la oportunidad de demostrar a los invitados, y al mismo César, que los Germánico componemos una estir-pe ejemplar.
LOS PRIMEROS EN abandonar la Ciudad fueron Larcio y Crispo. Regresaban a Vicetia reflejando en sus ojos el asombro que Roma había causado en sus ingenuos espíritus provincianos. Acostumbrados a vivir en el campo, y a la vida sosegada de una pequeña ciudad como Vicetia, todo les pareció descomunal y extraordinario. Se despidieron con la renova-da promesa por parte de Acté y Marco de que les visitarían el año próximo cuando finalizara la recogida de la cosecha y ya se hubieran formado dos nuevas familias en el fundo de los Sotto.
A los jóvenes, les siguió, pocos días después, la pareja de Origena y Corconte. La cimbra sorprendió a todos, y especialmente al gigante cánta-bro, cuando mostró el documento que su hermano le recomendó ocultar al poco de su llegada a la casa de Marcelo Crasso y que la acreditaba como poseedora de una cuantiosa suma de sestercios. De común acuerdo, Cor-conte y Origena decidieron que Roma no era el lugar que ellos soñaban para llevar una vida en común y partieron hacia las lejanas, húmedas y monta-ñosas tierras del cántabro, en la Hispania Citerior.
Al siguiente día de haberse celebrado la subasta, Marco se trasladó hasta Ostia en compañía de Fabio para informar a Doidero de la fórmula de repar-to de las naves establecida con Munatio Fausto y Nigidio Vaccula, y que había llegado el momento de dar salida a las mercancías que esperaban en las bodegas de los barcos que permanecían amarrados a los muelles. Doidero, de acuerdo con su carácter voluntarioso y emprendedor, respondió perfectamente a los planteamientos de Marco. A partir de ese día, conocido el nuevo propietario, la actividad en los almacenes y en los muelles volvió a ser tan dinámica como en el pasado.
A su regreso al palacio de Coceyo Nerva, Marco tomó la iniciativa en vista de que nadie se presentaba a reclamar los áureos y a cobrar el pagaré de la subasta. Realizó algunas indagaciones, apoyado, como siempre, por el inseparable Fabio. Descubrieron la sangrienta carnicería que tuvo lugar en la antigua vivienda de Asellina y, también, el sorprendente final del banquero Pola Servio. Su viuda y heredera regresó de Baias donde permanecía en espera del retorno de Pola y se hizo cargo de la hermosa mansión del que fuera su esposo por tan breve período de tiempo. Hasta allí fueron Marco y Fabio a visitarla y a expresarle su sentimiento por la inesperada viudez, pero hallaron una Asellina tranquila, reposada y, hasta cierto punto, insensible hacia lo sucedido. Ciertamente, que no era la joven que viviendo en Massilia se mostraba despreocupada y con la que mantuvo su idilio sensual y amo-roso, pero tampoco había abandonado su carácter alegre y expresivo. Era la misma muchacha, ahora consciente de la importancia de su posición, refle-jando en sus actos y en sus movimientos la soltura que da saberse propietaria de una gran fortuna.
Asellina agradeció la presencia de los dos amigos y, sin ninguna inhibi-ción, abrazó y besó a Marco intensa y repetidas veces logrando que el joven sintiera aquellas dulces emociones que le aturdían los sentidos. La proximi-dad del cuerpo de la joven y la fragancia de su piel, junto con los besos era algo que no podía soportarse mucho tiempo sin que cualquiera acabara rin-diéndose sin condiciones. Marco, dándose cuenta de ello, hizo un esfuerzo para separarse de aquellos dulces brazos y en seguida mencionó a la mucha-cha con la que pensaba contraer matrimonio dentro de pocos días. Asellina, con ese sentido especial que tienen las mujeres, comprendió que había surgido una poderosa rival y que Marco era irrecuperable. No insistió en sus demostraciones afectivas.
―Me hubiese llenado de alegría que los dos volviéramos a iniciar una vida juntos en mejores condiciones de las que tuvimos en Massilia ―suspi-ró Asellina.
―Los dioses zarandean nuestras vidas y nuestros sentimientos. Estamos en sus manos. Yo siempre guardaré de ti un maravilloso recuerdo ―contes-tó Marco con expresión sincera.
―El caso es que pensé en ti, no sólo como mi futuro esposo, sino como el hombre experto que pudiera hacerse cargo de las propiedades y del banco que heredé de Pola.
―¿Qué piensas hacer?
―Como sabes, lo desconozco todo de los negocios, pero no quisiera desprenderme de nada vendiéndolo porque me gustaría que siguiese todo igual para que nadie salga perjudicado con los cambios. Sin embargo, mi situación es difícil porque no puedo ocuparme de los asuntos directamente y no conozco ningún hombre, excepto los que cantan y bailan ―guiñó los ojos riéndose―, en el que pueda depositar mi confianza. ¿Qué me acon-sejas?
Marco quedó pensativo considerando lo acertado de lo que expresaba Asellina. Era imposible que ella pudiera comprender y resolver la comple-jidad de los negocios de Pola. Quien lo hiciera en su nombre debería ser honrado, activo, emprendedor... y si, además, era joven y atractivo...
A Marco se le iluminó el semblante y mostró una repentina alegría.
―Creo que tengo la solución. Puedo recomendarte a un administrador fiel y competente que me ha demostrado que se puede tener confianza en él aunque a su alcance esté la posibilidad de apropiarse de lo que no es suyo ¿Quieres recibirlo y decidir por tu cuenta?
―Me estarías haciendo un gran favor si es como dices. Esa es mi única preocupación y quisiera liberarme de la carga que supone el estar pendiente de los múltiples negocios de Pola.
A los pocos días, Asellina recibió en sus aposentos de la lujosa mansión al hombre que Marco elogiaba tanto. Nada más tenerle ante ella, creyó, fir-memente, en las afirmaciones hechas por su viejo amigo sobre aquel joven cuyo aspecto ya inspiraba confianza.
Doidero, a su vez, quedó impresionado por la belleza que tenía frente a él y tanto sus ojos como su semblante hablaron a Asellina como si hubiese preparado un discurso para la ocasión. Contemplaba admirado la extraor-dinaria y sensual figura de aquella mujer y ella comprendió que la sería fiel porque se había enamorado ciegamente al primer golpe de vista.
Marco le había hecho una jugarreta a Doidero al no ponerle sobre aviso. Supuso que iba a visitar a una anciana que acababa de enviudar y se encon-traba ante la joven más maravillosa y cautivadora que pudo soñar. Marco, conociendo a ambos, no tuvo la menor duda de lo que sucedería avanzado el tiempo, por lo que no constituyó ninguna sorpresa que Doidero, meses más tarde, le anunciara que, una vez concluido el plazo oficial del luto, contrae-rían matrimonio.
Por su parte, Fabio y Marcia hicieron pública su intención de unir sus vidas y de abandonar Roma. Marcia no deseaba continuar viviendo en una casa y en un lugar que traería a la memoria de su hija, y de ella misma, la tragedia de Gracio Duratón y acordaron que Massilia, la patria de Fabio, era un buen lugar para rehacer sus vidas.
Marco, a tenor de lo sucedido, se encontró poseyendo una fortuna consi-derable, no sólo por los áureos de la conjura, sino, además, por el dinero que le entregaron Munatio Fausto y Nigidio Vaccula, el pagaré anticipado por Pola; el crédito incobrado entregado a Rubrio Dolabela al finalizar la subasta y los navíos adquiridos gratuitamente. Por si fuera poco, Calpurnia y Tito Cepio donaron a Acté el día que celebró los esponsales con Marco, sus parti-cipaciones en la Compañía Marítima Pahndo, lo que le convirtió en el omní-modo propietario de la sociedad. Nombró a Fabio procurator y de este modo los dos amigos continuaron unidos, no sólo por la amistad sino tam-bién por el trabajo como sucediera antaño. La diferencia es que ya no com-partirían la misma estrecha mesa en aquel reducido cubículo, sino los lujosos despachos de la segunda planta en la calle de los Meliseos.
En todo ello pensaba Marco apoyado contra el quicio de la ventana con-templando la febril actividad que ejercían cientos de esclavos en los muelles y almacenes que se encontraban al otro lado de la calle.
¡Seis meses! Medio año transcurrido desde que él y Fabio salieron del edificio por última vez. Lo que había sucedido durante ese corto periodo de tiempo logró que sus vidas dieran un tremendo vuelco. Que estamos en ma-nos de los dioses, discurría Marco, y que estos se divierten jugando con las vidas de los mortales es una evidencia. Toman nuestras pasiones, nuestros sentimientos y hasta nuestras debilidades y lo mismo que hace el jugador introduciendo los dados en el cubilete agitándolos antes de echarlos sobre la mesa, de este modo parecen conducirse en el Olimpo con los humanos.
Hoy era el primer día que tanto Fabio como él aparecían por la Compa-ñía. Todos los empleados estaban sobre aviso acerca de la identidad del nue-vo amo y de su procurator, pero desconocían sus intenciones y estaban asus tados. El que más Vesonio Anteros, el Trena. Marco guiñó un ojo a Fabio sentado al otro lado de la mesa y éste cogió una pequeña campanilla de oro que reposaba sobre la exquisita tabla de cidro y la agitó brevemente. No acabaron de sonar las últimas notas cuando ya Cotrio Varus asomaba la cabeza y los hombros por la puerta que comunicaba con su cámara.
Antes de que tuviera tiempo de preguntar, Fabio gruñó:
―¡El Trena!
Vesonio fue introducido en el despacho por Cotrio Varus, quien se retiró a toda prisa como si tuviera el temor de que, lo que suponía iba a suceder, pudiese alcanzarle también a él. Vio sentado a Fabio que le miraba ceñudo y a Marco de pie, junto a la ventana y al contraluz, lo que le impedía estudiar su semblante y conocer el estado de ánimo del nuevo propietario. Que era un hombre acabado se observaba a simple vista, los hombros caídos, la mirada huidiza y la faz macilenta junto a las manos temblorosas que inten-taba ocultar a la espalda reflejando que tenía el convencimiento de que se iba a tomar venganza en su persona por lo sucedido meses atrás.
―¿Cuántos años llevas en la Compañía? ―preguntó Marco.
―Veinticuatro. Entré cuando tenía veintidós como esclavo amanuense y...
―¡Ya, ya…! ―interrumpió Marco― ¿Cual es tu paga?
―Mil ciento cincuenta sestercios... ―respondió con voz apagada como si se avergonzara de mencionar aquella cantidad― ¿Me van a despedir? se atrevió a preguntar con un hilo de voz, aunque desde que conoció la identi-dad del nuevo propietario había estado preparándose para este momento.
―Eso lo decidirá el procurator ―respondió Marco, señalando a Fabio.
Vesonio dirigió una mirada perruna y claudicante a quien tenía en las ma-nos su futuro y no pudo evitar un suspiro. Sus hombros se hundieron aún más.
Fabio le contempló unos instantes y se dio cuenta, desde su nueva situa-ción de poder, de la verdad que representaba aquel pobre hombre. Primero esclavo, después liberto, y siempre sujeto a la voluntad de un amo egoísta y necio, a Vesonio Anteros no le quedó otro camino que el de entregar su vida a la Compañía en la forma en que lo entendía el desaparecido Régulo Pahndo, convirtiéndose en un instrumento odioso. Fabio sintió lástima porque él mismo se vio en situación parecida hace unos pocos meses y hubiese sido capaz de todo con tal de no perder su empleo. Si actuaba con aquel ser, que era una víctima de las circunstancias, con espíritu vengativo su conciencia se lo reprocharía. De todas formas merecía un correctivo que sirviera de escarmiento a quienes pretendieran medrar transitando por los mismos caminos. Se levantó de la silla, se acercó a Marco y, después de cuchichear entre ambos, se volvió a Vesonio.
―No va con el carácter del propietario resolver los asuntos de la Compa-ñía bajo el sentimiento de la venganza. Consideramos ambos que cada hombre se merece una oportunidad y, a pesar de que, en el pasado, has demostrado escasa o nula compasión por tus compañeros también a ti te la ofrecemos. Irás a Ostia y allí sustituirás al encargado de los almacenes. Cumple tu labor de manera eficaz, pero viendo en los empleados a tus órde-nes a seres que al igual que tú tienen sentimientos e idénticas preocupa-ciones. Si realizas correcta-mente tu cometido, olvidaremos el pasado...
A Vesonio se le escaparon unas lágrimas y quiso balbucear algunas frases de agradecimiento, pero Fabio, que era un sentimental y no podía soportar la debilidad de sus semejantes hizo sonar de nuevo la campanilla y Cotrio entró para, a rastras, llevarse cogido de un brazo al Trena que se resistía a salir sin antes besar las manos de Fabio.
Cuando se quedaron nuevamente a solas, Fabio respiró hondo.
―¿Quieres creer que he pasado un mal rato?
Marco contempló a su amigo con una mirada amable.
―Yo creía que llegado este momento podría mostrar mi dureza, pero estoy contigo, amigo Fab, no valemos para consumar venganzas ―y diri-giéndose a un cajón de la mesa, dijo, al mismo tiempo que sacaba de él un paquete lacrado forrado en arpillera―. Por cierto que tengo para ti un re-galo...
―¿Un regalo para mí? ―repitió sorprendido Fabio.
―¿Es que acaso no sabes que día es hoy? ―contestó un sonriente Mar-co―. Pues que, además de un burro viejo, eres olvidadizo ¡Hoy cumples cuarenta y siete años!
―¡Anda, pues es cierto! ―contestó, mientras echaba cuentas.
Abrió el paquete y apareció una pequeña ánfora conteniendo un exquisito vino de Opimium. Sacó dos vasos y los llenó hasta la mitad.
―Igual que hace unos meses cuando yo cumplía treinta años ¡Por tu edad!
Se bebieron el vino de un trago.
―Te agradezco que te hayas acordado ―expresó Fabio.
Volvieron a llenar los vasos.
―Eso mismo te respondí yo entonces ―contestó Marco
―¿De un trago?
―De un trago.
Un doble chasquido de las lenguas, denotó que el opimium era excelente.
Fabio sirvió otra vuelta.
―¡Feliz cumpleaños, asno viejo!
―¡A tu salud!
Estallaron en carcajadas y Marco llenó los vasos que volvieron a apurar entre risotadas.
La vasija estaba ya por la mitad, cuando los dos amigos con los vasos en la mano prorrumpieron en cánticos.
Al otro lado del despacho, con la oreja pegada en la puerta, Cotrio Varus escuchaba atónito el jolgorio que se traían los nuevos amos. Las costumbres estaban cambiando rápidamente, pensó, pero si los propietarios de una firma tan importante y rigurosa se comportaban así, no sabía a donde se iría a parar.