“Envejezco, aprendiendo cada día” Horacio
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DURANTE TODO EL día Roma estuvo soportando un aire africano y molesto bajo los fuertes rayos de un sol abrasador que evaporaba gran cantidad del agua que fluía por el Tiber y que, en forma de denso vaho, se distribuía por las zonas más bajas de la ciudad cubriendo sus edificios y ocultándolos a la vista de quienes, por ser más afortunados, vivían en lo alto de las colinas. Pero al atardecer, justo cuando Pola inició su camino hacia el palacio de los Germánico para asistir a una de las habituales recepciones de Agripina, se levantó de improviso un inquietante y fuerte viento del oeste que anunciaba la pronta aparición de una tormenta estival.
Asunto concluido, musitó para sí, al recordar la misión encomendada a Marco, reconociendo, sin embargo, que todavía quedaba bastante para que ese deseo se cumpliera en su totalidad, mientras descendía de la sella y entraba en el palacio de los Germánico acompañado por los zalameros cumplidos del nomenclátor, para quien el banquero era uno de los escasos personajes a los que se distinguía permanentemente en aquella casa. Como tenía por costumbre iba solo, sin la compañía de Asellina, porque no desea-ba que la belleza de su amiga llamara la atención precisamente en la casa de la mujer a la que pretendía como esposa. El sirviente le ofreció la copa que él mismo medio llenó con la refrigerante bebida y Pola, en un acto mecáni-co, se la llevó a los labios, pero apenas dio un leve sorbo en un gesto ruti-nario.
Durante el trayecto desde su casa a la de Agripina estuvo considerando el giro que había tomado la conjura desde la muerte fortuita del senador Ticio Sabino. Hacía diez días que Popeo, su esclavo y confidente, le había informa do que Marco, acompañado por los tres sujetos que le escoltarían durante el viaje, salieron de Roma camino de Patavium por lo que ya estarían a punto de ponerse en contacto con Crasso para recoger el dinero. Si todo transcurría con normalidad pasaría cerca de un mes antes de que regresaran a Roma. Ese era el tiempo que estaba dispuesto a aprovechar para consolidar su futuro en la conjura y el paso más importante, el de convencer a Agripina para que contrajera matrimonio, lo iba a dar ahora mismo.
Marco Norbano, el sustituto del asesinado Ticio Sabino, se mostraba nervioso, inquieto por actuar sin dilación y no podía consentir que la deci-sión más grave, la que ya no posibilitaría la retirada, se tomara sin que él tuviera bien asegurado el premio si la conjura llegaba a triunfar o a retirarse si algo fallaba.
La lógica reflexión, y el conocimiento que tenía del carácter de los hijos y la viuda de Germánico, le llevaban a comprender que si Tiberio era depuse-to y Nerón le sustituía, él, Pola Servio, hasta entonces protector y cómplice, quedaría relegado porque su concurso no sería ya necesario. La política, los gustos y aficiones del nuevo prínceps, y sobre todo la ambición de su madre, alejarían a quienes colaboraron a conseguir el poder. A los mediocres, para conseguir sus fines, no les importa realizar promesas que, desde el principio, saben que no han de cumplir y más tarde, cuando su ambición está siendo colmada, les resultan incómodos quienes, con su sola presencia, les recuer-dan que lo que son se debe en buena parte a los servicios que les prestaron con riesgo de sus vidas. De ahí que, con el paso del tiempo, comiencen a con siderar que no sólo resultan innecesarios, sino que se han vuelto irritantes y hasta peligrosos puesto que lo mismo que hicieron en el pasado en su favor pueden hacerlo en el futuro para otro ambicioso que espere su oportunidad en la sombra. Por tanto, Pola consideraba que lo que se pretendiese obtener como beneficio a cambio del peligro que se corría por participar en la intri-ga, debía lograrse antes de que las legiones de Germania y las cohortes urba-nas de Roma se levantasen contra Tiberio y su valido.
Para una ocasión tan importante como la de esta noche, se había esme-rado en presentar un aspecto lo más noble y elegante dentro de una mascu-linidad fuera de duda y su figura, vestida con una elegante toga, calzado con unas preciosas sandalias confeccionadas a la medida, atadas con tiras de suave cuero dorado y peinado delicadamente, emanaba atracción y fuerza.
Acababa de anochecer y, por consiguiente, eran todavía escasos los invitados que habían acudido ya al palacio. Apenas una decena paseaban por parejas entre los macizos de flores del gran jardín. Algunos, al recono-cerle, le demostraron su respeto con una ligera inclinación de cabeza; Pola respondió a todos, pero no se detuvo y continuó su camino hacia el interior, a los aposentos de Agripina. Ésta, se encontraba sentada en el centro de la amplia estancia acompañada de sus hijos; Nerón, cerca de ella, a su izquier-da; Druso, de pie, junto a una mesa con una jarra de vino en la mano y lle-nando las copas, al tiempo que escuchaba con atención lo que se decía. Frente a Nerón, un pequeño diván del que una y otra vez se levantaba y se sentaba inquieto el senador Marco Norbano que tenía a ambos lados al prefecto de las provisiones de grano, Gayo Turranio y al tribuno de la plebe, Justo Polión. Como siempre, entre sombras, la invariable presencia de Úrculo pasando inadvertido para todos.
Pola entró, saludó a los presentes y se dirigió directamente a la anfitriona a la que hizo una ligera reverencia mientras tomaba la mano de ella entre las suyas. Después se alejó unos pasos quedando de pie cerca de Druso que le señaló con la mirada una copa sobre la mesa invitándole a beber. Pola rehusó con un gesto amable la invitación y observó las nerviosas reacciones del senador que trataba de componer los pliegues de su toga.
―Marco Norbano insiste en la conveniencia de acelerar el levantamien–to de las cohortes urbanas sin esperar a que lo hagan las legiones de Germa-nia ―dijo Agripina, dirigiéndose a Pola―. ¿Qué opinión tenéis sobre este asunto?
Pola no era tan insensato como para hacer públicas sus ideas al respecto sin antes conocer las de los demás y los motivos que llevaban a Marco Nor-bano a formular aquella exigencia.
―¿Por qué esa prisa repentina? ―inquirió al senador, que de nuevo estaba de pie dando unos cortos pasos por la estancia―. Ticio Sabino, que había meditado minuciosamente la operación, siempre creyó que el momen-to más conveniente sería cuando Léntulo diese su conformidad y ésta no se conseguirá hasta que no tenga en su poder el dinero que le permita comprar la voluntad de sus oficiales.
―Yo tengo serias dudas de que Léntulo sea el elemento decisivo que nos ayude a terminar con Sejano y su amo. Considero, más bien estoy seguro, que, pese a que reciba el dinero, no moverá un dedo, ni dará un solo paso en favor de nuestra causa y que se quedará a verlas venir para acudir, eso sí, con rapidez, a mostrar su fidelidad al vencedor ―respondió malhumorado.
Pola no deseaba ninguna precipitación, pues sabía que una vez que se diera el primer paso los acontecimientos se acelerarían por si solos y los resultados serían ya imparables. Por tanto, intentaría convencer a Marco Norbano para que moderase su ímpetu si bien reconocía que no estaba exen-to de razón en el juicio que había formulado sobre la actitud que tomaría el máximo responsable de las legiones estacionadas en Germania.
―Puede que estés en lo cierto respecto a Léntulo, pero de todas maneras bien podemos esperar unos días hasta tener la seguridad de que ese flanco lo tenemos a nuestro favor. Nuestro hombre debe encontrarse ya lejos de Pata-vium y en los próximos días llegará a Noreia, si bien tenemos de plazo hasta los idus de agosto para la entrega de la suma convenida.
―Eso está mejor ―reconoció Marco Norbano―, pues si bien dudo que haga algo en nuestro favor teniendo el dinero en su poder, sí creo que se volvería contra nosotros si pensara que le hemos excluido. Pero lo impor-tante es el concurso de los vigiles y las cohortes de los pretorianos, y para ello es vital contar con el dinero que traerá vuestro hombre pues estas gentes no quieren otro metal que no sea el oro, lo que nos impide hacer uso de nuestro propio dinero. ¿Cuándo dispondremos de los áureos para sobornar a Sertorio Macrón y a Lucio Lacón?
―Con toda seguridad, antes de las calendas de septiembre ―contestó Pola, tras realizar un rápido cálculo sopesando el tiempo que le llevaría a Marco regresar desde Noreia a Roma, dando por hecho que la entrega a las legiones se verificase en los últimos días del plazo fijado para ello, los idus de agosto.
Marco Norbano dio unos pasitos cortos y nerviosos mientras meditaba la respuesta de Pola para, finalmente, pararse y exclamar sin dirigirse a nadie en concreto:
―Pues las nonas de septiembre han de ser el límite de nuestro tiempo. Sé, por información directa recibida de los conjurados que tenemos entre los integrantes de su séquito, que Tiberio tiene previsto concluir su viaje por el Lacio y la Campania sin entrar en Roma para trasladarse de nuevo a su villa de Capri, donde quiere estar para los idus de septiembre ya que desea cele-brar en la isla las Liberalia. Por la misma fuente he sido informado de que el último acto público que realizará Tiberio en la península tendrá lugar dos días después de las Volturnalia y es ese día cuando debemos actuar en Roma contra Sejano y en Capua contra Tiberio. Si no intervenimos en esa fecha, cuando el dictador se halla desprotegido y su valido ausente, ya no podremos hacer otra cosa que esperar a que se nos presente una nueva oportunidad y sólo los dioses conocen cuándo Tiberio puede decidirse a pisar de nuevo suelo itálico, si es que antes Sejano no acaba con nosotros.
Al oír esta última advertencia un estremecimiento recorrió la piel de Nerón que no había abierto la boca desde la llegada de Pola. Las muertes recientes del senador Ticio Sabino junto con la del epicúreo Albino Traca-lus, y a las que poco después se sumó la de su amigo Quinto Duratón, todas ellas ocurridas de forma sucesiva y misteriosa, habían levantado una gran preocupación y como el único que podía eliminar esta angustia contando la verdad de lo sucedido no tenía ninguna intención de disipar el temor de los conjurados, sobre ellos pendía una sutil amenaza que nadie se atrevía a citar.
―¿Qué seguridad tenemos de que tanto Lucio Lacón como Sertorio Macrón actúen en favor de la causa y que no nos traicionen en el último momento una vez hayan recibido el dinero del soborno? ―pre guntó Druso, sin dirigirse a ninguno de los presentes en particular.
―De Lucio Lacón respondo yo ―saltó de inmediato Norbano―. Los áureos son una llave poderosa para doblegar voluntades, pero en este caso no significan estimulo alguno en la conducta del prefecto de los vigiles. Pese a que ha hecho un gran esfuerzo para ocultarlo, odia a muerte a Sejano desde que éste consiguió atraerse a la bella Bibia Placina y la convirtió en su amante durante los meses del estío del pasado año para despedirla como un fardo molesto cuando se cansó de ella. Lucio Lacón que bebe los vientos por esa mujer tuvo que tragar bilis cuando le abandonó para seguir a su rival y tascar el freno para no perderse dada la personalidad del nuevo amante de su concubina y después, cuando ella regresó, haciéndose la arrepentida, cada día tiene que sufrir la doble humillación de haber pasado por cornudo y la de soportar los reproches de Placina, que no pierde ocasión de hacerle ver que sale mal parado cuando le compara con su examante.
Agripina mostró un súbito brillo en los ojos y se pasó la lengua por los labios al oír la explicación de Marco Norbano.
―Por lo que concierne a Sertorio Macrón ―intervino el tribuno de la plebe, Justo Polión―, los áureos fijados como precio para el soborno los empleará para atraer a su favor a los oficiales pretorianos y a los soldados más destacados entre la tropa, nada para él. Macrón es un hombre muy ambicioso, enfrentado a Sejano. Tiene junto a él hombres de confianza y su aspiración es ocupar la prefectura. Ese es su precio y así se le ha prometido.
―Estoy de acuerdo ―intervino Agripina―. Creo que ninguno de los dos ganaría nada delatándonos.
Pero Nerón veía cómo el epílogo de la conjura, que él siempre había situa-do en un futuro lejano o en una simple teoría que nunca se llevaría a la práctica, se precipitaba. Como de ninguna manera deseaba ocupar la prime-ra magistratura de Roma, suplantando a su tío-abuelo para echarse encima el ímprobo trabajo que significaba la dirección de los asuntos del Imperio a lo que se sumaba, aparte del terror que le causaba Sejano, el hecho de que sentía un afecto especial por Tiberio porque éste siempre manifestó hacia él una cierta benevolencia y nunca le zahirió con palabras ofensivas sobre su conducta, como invariablemente hacían Druso y su madre, se atrevió a dar una opinión a sabiendas de que, difícilmente, iba a ser considerada.
―Todo me parece muy precipitado y dependiente de la conducta de indi-viduos que no son de fiar, y aquello que no se medita cuidadosamente es poco probable que pueda salir bien. Es tanto como jugárselo todo, incluso la vida, a una partida de dados. Si, incluso, cuando el hombre cree haber dis-puesto todo a su favor, los dioses se encargan de trastocar y confundir sus planes, mucho más cuando la improvisación y la venganza constituyen la base de las conductas.
Las palabras de Nerón que a otros parecerían sensatas, a los presentes, desde su propia madre hasta Pola, sólo sirvieron para reflejar en los rostros gestos de indiferencia, cuando no de desprecio, por venir de quien venían. Fue su hermano Druso quién se anticipó a todos para responderle poniendo en sus palabras una dosis de controlada ira y otro tanto de resentimiento.
―Entonces ¿Qué crees tú? ¿Piensas que puedes ser el primer hombre de Roma permaneciendo ahí sentado, disfrutando de los placeres que la vida te ofrece en espera de que la plebe por si sola, sin que nadie la oriente y la dirija, acabe con el viejo y con nuestro enemigo mortal, Sejano, y después venga a buscarte para aclamar tu preciosa estampa alabando tu valor?
Marco Norbano se levantó al ver el sesgo que podía tomar la discusión familiar con la intención de abandonar los aposentos.
―Por mi parte no tengo nada más que añadir, solamente que queda claro, de acuerdo con lo revelado por Pola, que no daré la señal hasta que parte del dinero sea entregada a las legiones y el resto se encuentre en Roma a mi disposición, pero con la condición de que no esperaré más allá de las Volturnalia, ese día será, con la anuencia de los dioses o sin ella, el de la liberación de Roma.
Pola le asió del brazo amistosamente para evitar su salida juntamente con los otros dos conjurados, haciendo un gesto a Druso para que llenara las copas.
―Antes de salir de aquí para ir a reunirnos con los invitados desearía que brindáramos por el éxito de lo que venimos persiguiendo hace meses recor-dando al instigador de la idea, nuestro querido y añorado amigo, el senador Ticio Sabino y, a la vez, formular una propuesta que envuelve un íntimo deseo largamente meditado.
Agripina y Nerón miraron sorprendidos a Pola pues nunca habían perci-bido en él, hasta ese momento, otros sentimientos que no reflejaran la frial-dad de su carácter y el rígido comportamiento de quien sólo persigue obje-tivos que trata de cumplir por encima de todo. En la voz de Pola se percibían unas notas de humanidad que sonaban extrañas para los que le conocían. Druso tomó las copas para ofrecerlas, y, observando con disimulo al ban-quero, fue el único en comprender lo que vendría a continuación. Pola, por fin, se atrevía a dar el gran paso, y lo que a partir de aquel instante surgiera podía suponer un cambio notable. Por el rabillo del ojo miró a su madre y supo que ésta, a pesar de la intuición que se manifiesta de manera notable en las féminas, no se percataba de las intenciones que yacían bajo las palabras pronunciadas por el banquero.
Pola giró el cuerpo para tomar la copa que le estaba ofreciendo Druso y, en ese instante, mientras ladeaba hombros y cintura, su mirada pasó distraí-damente por la puerta de la estancia que permanecía con las dos hojas sin cerrar del todo, dejando un palmo de espacio entre ellas, e intuyó, más que vio, una sombra humana que se alejaba. Lo que sí observó con claridad fue el talón de un pie calzado con tiras de piel de colores marrón y plata. Preocu-pado como estaba por lo que iba a decir no prestó atención al hecho y lo relacionó instintivamente con algún miembro de la servidumbre que realiza-ba sus labores en el interior de la casa. Se volvió, levantó la copa, miró a Nerón, a Marco Norbano y a Druso y dio un paso hacia Agripina. Quedó frente a ella y mirándola fijamente, exclamó con un tono de voz revestido de emoción que sonaba sincera.
―Levanto mi copa en honor de Júpiter, Marte y Volturno a fin de que nos sean propicios.
Todos bebieron un pequeño sorbo esperando las siguientes palabras de Pola.
―Bebamos también por Minerva a cuya diosa pido me procure el talento necesario para convencer a quien dirijo mi ofrecimiento. Amigos, creo que, al acercarse inexorablemente el día de la acción, debemos tomar todas las medidas posibles para preservar a Nerón y a Druso de cualquier contin-gencia desagradable. Opino que ambos deberán encontrarse lo más alejados del pomerium cuando tenga lugar el cruento acto...
Marco Norbano asintió a las palabras de Pola y con mucha más convic-ción lo hicieron Druso y Nerón que, por causas diversas, deseaban mante-nerse al margen de los acontecimientos por si al final no salían las cosas como se habían planeado.
―En cuanto a su madre... ―Pola se detuvo unos instantes, que a los presentes se les hicieron interminables, consciente de que en cuanto soltara lo que iba a decir ya no sería posible dar marcha atrás―...considero que debe tener una protección especial que, al mismo tiempo, pueda alejar las sospechas de Sejano y del prínceps. Mi propuesta, querida Agripina, es que contraigas matrimonio. A ser posible en los próximos días debería procla-marse el anuncio de los esponsales por toda Roma y ello serviría, igual-mente, para alejar de ti cualquier sospecha de que puedas estar involucrada en una conjura contra el César, lo que permitiría a Marco Norbano una completa libertad de acción al dejarle las manos libres sin tener que preocu-parse tanto por los sicarios de Sejano.
Druso sonrió. Había acertado, pero sabía, al contrario que los otros, que lo que vendría a continuación sería aún más turbador para su madre.
Agripina, asombrada por lo inesperado de la propuesta de Pola no pareció complacida por semejante idea.
―Sacáis a debate un asunto que, por su carácter íntimo, solamente a mí me pertenece considerar su utilidad y, en caso afirmativo, los pormenores que rodean vuestra insólita propuesta ―sin embargo, Agripina no había concluido y después de llenar de aire su agitado pecho, volvió a la carga―. Me parece que no hay en este momento hombre alguno en la Ciudad que pueda enfrentarse con éxito a mis dos enemigos, pero supongo que has pen-sado también en quién ha de ser mi esposo ¿cierto? ―dijo con aire provo-cador, y curiosa por saber lo que se le podía haber ocurrido a Pola. Sabía que el banquero era un hombre agudo con un grado de inteligencia superior a cualquiera de los que formaban parte de la conjura, pero en asuntos de matrimonios y sobre todo en el que ella debía ser protagonista, discurría que Pola era un inexperto casamentero.
―Sí, he pensado en ello largamente y he llegado a la conclusión de que hay un hombre en Roma que os puede proteger de todos los peligros y que, por si fuera poco, os ama.
Ante esta última afirmación, Agripina sintió que el rubor aparecía en sus mejillas. El asunto seguía pareciéndole molesto, pero como mujer sentía una cierta vanidad al escuchar públicamente que era una hembra deseada a pesar de la edad y de su viudez.
Norbano advirtió que él como cabeza de la conjura había pasado a un segundo plano y aunque esto le hacía sentirse incómodo en una reunión donde se creía el eje de la conversación o al menos la dirigiera, se resignó a guardar silencio en espera de intervenir en el momento oportuno. Se perca-taba de que la propuesta de Pola podía darle las ventajas que aquél había manifestado con respecto a la seguridad de Agripina al alejarla del centro de la conjura pero, a su vez, no se le escapaba que si aquella idea fructificaba, el futuro del Imperio y el de él mismo, podían ser muy diferentes al que había previsto. La mayoría de los conjurados sabían que Nerón era solamente un instrumento para justificar ante la plebe y las legiones la sustitución de Tiberio por el hijo de Germánico, y que, alcanzado el poder y consolidada la nueva dinastía, sucedería alguna de estas dos cosas: que Nerón fuera asesi-nado y sustituido a su vez por su hermano Druso que era quién de verdad no ocultaba sus intenciones de llegar a ser prínceps, o que Agripina sería la ver-dadera ostentadora del poder a través de la debilidad de carácter de Nerón, a quién dominaba. Existía una tercera hipótesis que solamente él conocía: valerse de la familia de Germánico para ocupar él mismo, con la aclamación del Senado, el lugar dejado vacante por el viejo Tiberio. Pero en cualquier caso la propuesta de Pola podía modificar todos los planes en virtud de la personalidad de aquel desconocido personaje al que el banquero estaba aludiendo como posible consorte de Agripina. Se dispuso a permanecer aler ta y aguardar las revelaciones que estaban a punto de producirse.
Agripina, entre enojada y curiosa, exclamó elevando la voz:
―Decidnos de una vez de quién estáis hablando para acabar cuanto antes con esta inútil conversación.
Poniendo en práctica una escena largamente meditada, Pola dio unos pasos acercándose a Agripina y, quedando frente a ella, la tomó las manos que llevó hasta sus labios para, sin soltarlas, responder con voz que pretendía tener una dulzura sincera.
―Hablo de mí... Pola Servio... el hombre que os ama y protegerá con su vida de cualquier peligro que os aceche...
Pronunciadas estas breves palabras, cada uno de los presentes en la estan-cia exteriorizó de manera distinta su asombro ante la declaración del ban-quero. Nerón, pasado el primer instante de estupor, denotaba una clara complacencia y hasta se permitió cabecear repetidas veces en prueba de una conformidad que nadie le había solicitado. Veía su liberación en el mero hecho de que su madre pasara a compartir el lecho con un hombre y si éste resultaba ser uno ya conocido del que siempre recibió atenciones y ayuda, la solución le parecía perfecta.
Para Norbano la declaración de Pola supuso un sobresalto y una inquie-tud, pues el banquero era uno de los pilares de la conjura, un hombre podero so lleno de recursos, poseedor de una considerable fortuna. Un individuo de carácter frío y calculador al que los rumores atribuían total falta de escrú-pulos cuando se trataba de conseguir objetivos por él marcados. Desconocía si era cierto el amor que expresaba hacia Agripina o si todo formaba parte de una artimaña para hacerse con el poder. Recordaba que el desaparecido Ticio Sabino le había comentado que el banquero poseía la mente más sagaz y criminal de cuantos personajes conocía en Roma, solamente igualada o superada por Tiberio y el propio Sejano.
Druso fue el único, por haber intuido el sentido de las palabras de Pola, que no se mostraba alterado y permanecía atento a las reacciones de su madre.
Pero así como todos lograron guardar una cierta compostura que no dela-tase lo íntimo de sus pensamientos, Agripina, desconcertada por la sorpresa, reaccionó de una manera estúpida y peligrosa. Si hubiese dominado su carácter engreído dando a entender que consideraba y valoraba la propo-sición de Pola, podía haber respondido a éste de suerte que, sin compro-meterse, quedase en el aire el interrogante de si le aceptaría en un futuro próximo. Lo que resultó más grave es que puso en ridículo a su aliado, dejan do por los suelos su amor propio. De otro modo hubiese ganado tiempo para consultar más tarde con sus hijos la forma de ofrecer una respuesta acorde con sus deseos e intereses, pero la arrogancia de suponer que cuantos la rodeaban se constituían en siervos suyos, sobradamente retribuidos por el mero hecho de aceptarles a su lado, la llevó a cometer un grave error del que todos habrían de lamentarse.
Retirando sus manos de entre las de Pola, como si estas la quemaran, abrió los ojos desmesuradamente y gritó:
―¿Tú? ―y después de una risotada histérica, repitió―. ¿Tú? ―sin pausa para recobrar el sentido, continuó diciendo―: ¿Has supuesto que la viuda de Germánico pueda aceptarte como esposo? ¡Yo solamente podría casarme con alguno de la gens Claudia o Julia…!
Ante las despectivas palabras y el gesto desabrido que las acompañó, Nerón, Druso y Marco Norbano quedaron sobrecogidos por la estúpida y gratuita ofensa que se acababa de cometer con uno de los hombres impor-tantes de Roma y pieza clave en la conjura. Gayo Turranio y Justo Polión se sintieron incómodos al ser testigos del arrebato penoso de Agripina. Pola sintió que el corazón se le paraba de golpe y su rostro adquirió una palidez mortal para tornarse en seguida cárdena. Por un instante la mancha vinosa que le ocupaba desde el cuello hasta el lóbulo pareció crecer hasta cubrir todo el rostro. Fue una doble e incontrolada reacción física a las palabras de Agripina. Le procuraron un dolor tal que le dejaron sin respiración para, seguidamente, sentir el ridículo en el que iba a quedar ante toda Roma. Desde que su padre le abofeteara delante de su madre y de los criados para echarle de los aposentos y quedarse a solas con la que consideraba su escla-va, no había vuelto a sentir semejante sensación, una profunda mezcla de odio y vergüenza. El silencio que se apoderó de la estancia resultaba más atronador para los presentes que el estampido cercano a un rayo. Agripina se percató, por fin, del daño que acababa de inferir a su confidente y aliado. Sin mucha convicción, trató de poner remedio al agravio.
―Deseo aclarar, mi buen amigo, que no quiero decir que no seas un hom bre honorable digno de formar parte de las familias más ilustres, pero en mi caso me debo a la memoria del padre de mis hijos y eso comporta unas obligaciones de por vida. En cuanto a vuestra amable proposición creo que la formuláis impulsado por vuestro deseo de protegerme y yo no puedo aceptar ese ofrecimiento hasta el punto que habéis manifestado.
Estas palabras pudieran haber echado un poco de agua al fuego si la pri-mera e impulsiva reacción no hubiese existido, pero el daño ya estaba hecho y la disculpa de Agripina, así como la respuesta de Pola, solamente servirían para eludir lo mejor posible el mal trance, manteniendo la compostura para hacer gala de una fría hipocresía.
Pasado el primer momento de estupor, Pola recobró, en un notable ejercicio de autodominio, su frialdad e indiferencia acostumbradas. El color regresó a sus mejillas y hasta se permitió acompañar su respuesta con una leve sonrisa.
―Únicamente deseaba demostrar que, por serviros, estaba dispuesto a poner mi vida entera a vuestros pies. Es indudable que os acompaña la razón y que veis el futuro con más claridad que yo.
Como si nada hubiese sido dicho, Pola giró lentamente sobre sus talones y dirigiéndose al lado de Druso tomó de la mesa una de las copas y se la llevó a los labios bebiendo su contenido con parsimonia. Druso observó que asía la copa con fuerza al extremo de que los nudillos blanqueaban. Era el único síntoma que pudo apreciar en Pola de la humillación que debía estar soportando en su interior. Por el contrario, los demás respiraron aliviados al ver la actitud indiferente de Pola y, al unísono, se dispusieron a imitarle. Tenían la boca seca a causa del mal momento del que fueron espectadores.
Marco Norbano se despidió con la excusa de ir a saludar a cierto perso-naje que le esperaba en el jardín y abandonó la estancia a toda prisa, seguido inmediatamente por el prefecto Turranio y el tribuno Polión. A continuación lo hicieron Pola y Druso saliendo al parque y mezclándose entre los invi-tados.
Nerón, a solas con su madre, la miró fijamente a los ojos y con voz en la que se notaba una dureza nunca vista en aquel ser, tenido por todos como afeminado y débil, la recriminó, quizá, por primera y única vez en su vida.
―Madre, alguien tiene que decirlo y voy a ser yo. Has olvidado las últi-mas exhortaciones de nuestro padre cuando, en su lecho, moribundo, te supli có, en nombre de tus hijos y honor a su memoria, que prescindieras de tu orgullo, te inclinaras resignada, ante los reveses del Destino y no intrigaras cuando regresaras a Roma. Todo el mundo te tiene por una mujer imper-tinente a causa de tu altivez y engreimiento, pero esta noche has batido todas las marcas de la estupidez al comportarte con Pola como la mujer insensata que eres. Siempre me he sometido a tu voluntad y, por mi carácter, creo que seguiré haciéndolo porque amo la paz. Los malos modos y las discordias me perturban, de ahí el que constantemente acabe resignado a tus antojos, pero has cometido el estúpido error de considerar que todos los hombres son como tu hijo, meros juguetes en tu presencia y pienso que hace un momento no has cometido un error, sino la mayor equivocación de tu vida al ofender en público a un hombre al que el mismo Ticio Sabino tenía miedo. A pesar de la indiferencia con la que ha recibido tu afrentoso rechazo tengo la corazo nada de que no olvidará el incidente y que, en algún momento, se cobrará venganza.
Acabando sus palabras, y dejando a su madre con la boca abierta por la sorpresa ante la actitud de su hijo al que tenía por medio tonto, se dirigió a la puerta y cuando iba a traspasarla se volvió nuevamente hacia Agripina que permanecía muda de la impresión y lanzó un inquietante presagio.
―Ojalá que la venganza de Pola sólo te alcance a ti, pero temo que, por el exagerado orgullo que te domina, todos nos veremos envueltos en la desgracia.
Agripina escuchó con temor las palabras de su hijo, no solamente por el negro vaticinio, sino por verle comportarse con una gravedad y con una osadía que nunca hubiera supuesto en el Nerón desenfadado y frívolo que conocía.
EL INFIERNO QUE llevaba dentro impedía a Pola rela-cionarse aquella noche con los invitados, así que los eludió dirigiéndose con pasos rápidos hacia el lugar del parque donde suponía que podría encon-trarse a solas consigo mismo sin que nadie pudiera observar las dolorosas emociones que le embargaban y donde, aprovechando la soledad y el bucó-lico ambiente, sus pensamientos pudieran disciplinarse poco a poco. Era tal la rabia que le dominaba que cuando llegó al pretil que separaba el jardín de la terraza inferior no pudo por menos de golpear el muro con el puño cerra-do y proferir una exclamación que revelaba odio a raudales.
―¡Zorra vanidosa! ¡Por Júpiter, haré que te arrepientas!
En su mente bullían imágenes de venganza que desechaba una tras otra, en busca, siempre, de la más sangrienta y dolorosa para la mujer que acaba-ba de humillarle públicamente. Pasados unos minutos solazándose con estas escenas, llegó a serenarse, si no del todo, al menos lo suficiente para pensar en el camino que debía tomar como resultado de lo acaecido en los aposen-tos de Agripina. Era obvio que su participación en la conjura ya no tenía sentido al no pretender, como otros, fortuna o cargos públicos en la nueva administración puesto que, en lo primero, superaba a bastantes familias ilustres y, en cuanto a lo segundo, su prestigio era muy superior al de muchos políticos afamados. No, lo que pretendió fue unirse a los Germánico a través de un vínculo permanente, no expuesto a las vicisitudes de los inte-reses y la política, y el medio para conseguirlo era Agripina. Pero, una vez rechazado, el camino quedaba definitivamente cortado, por tanto, si conti-nuaba formando parte de la conjura lo único que conseguiría sería perder la cabeza en el caso de ser descubiertos o ser condenado al exilio por la propia Agripina cuando alcanzase el poder, pues se daba cuenta de que tampoco ella olvidaría lo sucedido. Los escrúpulos de la viuda eran tan escasos como los suyos en el momento que el propio interés o el egoísmo lo demandaban. Por consiguiente, debería andarse con mucho cuidado a partir de hoy. Agripi na era muy capaz de valerse de algún necio de los que la rendían pleitesía para acabar con su vida, al igual que él hizo con Quinto Duratón en cumpli-miento de sus deseos.
Por su cabeza pasaron como ráfagas toda clase de planes, desde el más simple como abandonar ahora mismo el palacio rompiendo toda relación, hasta pensar seriamente en acabar con la vida de Agripina mediante el concurso de su esclavo Popeo y los sujetos que éste solía encontrar en el Subura. Pero su sentido común se impuso haciéndole ver que ninguna de estas acciones era conveniente pues cualquiera de las dos conduciría a su propia destrucción. Si se evidenciaba que su actitud con los Germánico había cambiado, era casi seguro que, por los conjurados, se pusiera en mar-cha alguna acción letal contra su persona y, por el contrario, si acababa con la vida de Agripina todas las miradas se dirigirían contra él, incluso los mis-mos Tiberio y Sejano investigarían a fondo para acabar acusándole, y así quedar ellos ante la plebe libres de toda sospecha.
“No, se dijo, hay que obrar, ahora más que nunca, con la astucia de la serpiente y la cautela de un felino. Debo dar la impresión de que no estoy afectado por la negativa de Agripina y que continúo siendo uno de ellos. Pero, a la vez, prepararé mi entrada en el bando contrario porque, como dijo Platón ―ahora una sonrisa sarcástica afloró en su rostro―, <<si no puedes con tu enemigo, abrázate a él>>. La mejor manera de demostrar que no me afectó el rechazo de Agripina, y de paso devolver la ofensa, la voy a hacer pública mañana cuando anuncie mi boda con Asellina. Cogerá a todos de sorpresa y durante días no se hablará de otra cosa. Será también la excusa para alejarme, por el momento, de las reuniones de los conjurados”.
Con estos propósitos y dispuesto a considerar la manera de llevar a cabo durante los próximos días un acercamiento discreto hacia el prefecto del pre-torio que no levantara sospechas, se dispuso a dar la vuelta y regresar donde los invitados aguardaban la llegada de Agripina para dar comienzo al ágape. En ese mismo instante algo llamó su atención por insólito. El joven Rubrio Dolabela se estaba acercando por su derecha hacia el muro y comenzaba a descender paso a paso por la pequeña rampa hacia la terraza inferior, y a Pola le pareció que no lo hacía con la normalidad de alguien que está dando un paseo sino, sigilosamente, como si no deseara ser visto. Pola, oculto bajo las frondosas ramas de la higuera bajo las que estaba resguardado para evitar las escasas gotas de agua que débilmente habían comenzado a caer, podía observar lo que sucedía a su alrededor sin ser visto por lo que siguió inmóvil a la espera de descubrir a qué se debía la furtiva presencia de aquel conocido vividor al que tenía por delator y agente de Sejano. Rubrio Dolabela acabó de descender la rampa y antes de acercarse a las dependencias de la servi-dumbre se aproximó a una de las higueras que franqueaban la terraza inferior y permaneció quieto en la actitud de quien está esperando a alguien. A los pocos instantes Pola atisbó que se acercaba un individuo del que no le era posible ver más que los pies ya que el ángulo de visión desde el lugar en el que se encontraba introducía en su camino abundantes ramas y hojas del árbol frutal. Sin embargo, sus pies resultaban perfectamente visibles permi-tiendo descubrir que iban calzados con unas sandalias de tiras plateadas y marrones. Con todo el sigilo posible para no delatarse, Pola descendió por el lado opuesto al que lo hizo Rubrio Dolabela y fue acercándose a los dos hombres aprovechando la facilidad que le brindaban los macizos de arbustos y los gruesos troncos, hasta quedar a una distancia prudencial que le permitiera escuchar la conversación que aquellos dos mantenían.
―¿Durante las Volturnalia? ―oyó preguntar a Rubrio.
―Así es. Será al tiempo que se celebre esa fiesta, tanto aquí como en Capua.
A Pola le latió con fuerza el corazón. Acababa de descubrir la identidad del desconocido por su voz; ¡se trataba de Ngalo!, su hombre de confianza, el espía que él mismo introdujo en aquella casa. Durante unos instantes fue incapaz de prestar atención a lo que se decía unos pocos pasos por delante de donde se hallaba tal era la confusión que sentía. Parece que hoy era un día aciago, pensó, Ngalo estaba haciendo un doble juego, pero ¿desde cuándo? ¿cuánto conocerían sus enemigos acerca de su participación en la conjura? ¿estaría todavía a tiempo de salvarse? ¿a que esperaba Sejano para acabar con todos ellos si conocía a través de Rubrio Dolabela, y éste por Ngalo, el nombre de cada uno de los promotores de la conjura?
―Repíteme quienes están al tanto de esta decisión ―exigía Rubrio.
―Aparte de Agripina y sus dos hijos, el senador Marco Norbano, el prefecto Gayo Turranio y el tribuno Justo Polión.
―Pero... he visto dirigirse a los aposentos de la viuda al banquero Pola Servio ¿no está también él implicado?
―No. Ya habían hablado sobre el asunto cuando el banquero hizo acto de presencia. La familia, con la madre a la cabeza, le utiliza para beneficiarse de su fortuna y posición, dada su precaria situación económica, en virtud de que Druso le ha insinuado que su madre podría estar considerando la posi-bilidad de contraer nuevo matrimonio y que el banquero puede ser el prin-cipal pretendiente. Le sacan, descaradamente, todo el dinero que pueden y se han servido de él como instrumento ciego para ocultar y distribuir la gran cantidad de dinero que necesitaban para llevar a cabo el levantamiento de las legiones y de los vigiles, pero no está involucrado en la trama ―insistió Ngalo con firmeza.
Al oír estas palabras, Pola respiró tranquilo al ver que le liberaban del peligro. Reconocía que Ngalo estaba mintiendo deliberadamente para salvar le, pero a pesar de ello le ajustaría las cuentas en el momento oportuno. Era evidente que llevaba mucho tiempo sirviendo de confidente a Rubrio Dolabela y el motivo sería, sin duda, el dinero, pero este doble juego a él le protegía y eso era lo importante. Al mismo tiempo, reflexionó, se le pre-sentaba la vía de escape que estaba buscando.
―Hasta los idus de agosto un enviado de las legiones esperará en Noreia, en la taberna “Las ocas sagradas” a que le entreguen el dinero. Se trata de cerca de doscientos cincuenta talentos en áureos. Otro tanto será transpor-tado hasta Roma para costear el soborno de los vigiles.
―¿Cómo se reconocerá al hombre de la taberna?
―Estará solo y tendrá el pelo recogido por una cinta sobre la frente.
―Existirá alguna contraseña...
―Debe entregar la mitad de un denario de oro que ha de coincidir con la que posee quien le hará entrega del dinero.
―¿Cómo y a quién se hará la entrega en Roma?
―Solamente sé que el senador Marco Norbano tiene en su poder la mi-tad de un áureo, con el que, él mismo o la persona a quien faculte, recibirá el resto del dinero.
―¿Quién es ese desconocido que va repartiendo millones de sestercios? ―inquirió irónico Rubrio, al concebir la hipótesis de lo que él habría hecho con los áureos de encontrarse en la situación de aquel individuo.
―Lo ignoro, y los conjurados también. Al parecer sólo dos personas le han visto: el senador asesinado, que fue quien le contrató para llevar a cabo esa misión y Marcelo Crasso, de Patavium, que es quien le entrega seme-jante fortuna. Parece ser que ese sujeto desconoce el contenido del trans-porte.
Rubrio Dolabela meditó la información recibida. De repente, y cambian-do de asunto, preguntó:
―¿Qué comentarios se hacen acerca de la muerte del senador Ticio Sa-bino?
―En público apenas si osan citar su nombre y en privado los rumores señalan que esta muerte, junto con las insólitas de Albino Tracalus y Quinto Duratón, deben estar relacionadas con las actividades de los esbirros de Sejano.
―¿Suponen que fueron ejecutados por orden suya?
Ngalo se limitó a asentir.
―Bien, si descubres algo que consideres importante avísame por el proce dimiento habitual.
Rubrio hizo ademán de retirarse dando por concluido el encuentro, pero Ngalo le cogió del brazo, diciendo con voz trémula:
―En cuanto a Talania...
―¡Ah! Se me olvidaba... Puedes estar tranquilo pues Nerón se compro-metió anoche públicamente a obsequiarme con la propiedad de tu esclava al insinuarle yo que me sentía atraído fuertemente por sus encantos. Una vez en mi casa te la traspasaré como parte de nuestro pacto.
A Ngalo se le humedecieron los ojos al pensar en la pronta liberación de su amada. Sólo pudo articular, balbuciente:
―¡Gracias... gracias!
Desde donde se ocultaba, Pola tuvo, al oír el nombre de Talania, la solu-ción al misterio de la deslealtad de Ngalo. Se trataba de una esclava de Agri-pina de la que el mayordomo estaba enamorado. Tenía que sacar partido de aquella curiosa y compleja situación. Se estiró todo lo que pudo para res-guardarse tras el árbol y no ser visto por Rubrio Dolabela, mientras éste volvía sobre sus pasos y ascendía por la rampa hacia la terraza superior. Al mismo tiempo, Ngalo se retiró, abrió la puerta de su aposento y penetró en el interior.
Pola se decidió a abandonar la protección del árbol al ver que había quedado solo. Salió del escondite y se dirigió a la puerta por la que entró un momento antes Ngalo. Levantó el pestillo y, decidido, penetró en la estancia El sirviente, al verle, se quedó petrificado y su rostro adquirió un tinte bilioso a la par que todo su cuerpo adoptaba una expresión de total abatimiento. Se daba cuenta de que la presencia del banquero significaba que le había descubierto.
―¡Vaya, vaya... mi fiel Ngalo! Así que traicionándome... ¿desde cuándo? A ver si acierto. ¿Desde qué descubriste que sentías por la esclava Talania un amor irresistible o desde que Rubrio Dolabela te propuso el doble juego de los delatores?
Ngalo silencioso, miraba al suelo avergonzado.
―Responde, fiel Ngalo ―preguntó cáustico Pola―. ¿Desde cuándo?
Ngalo levantó la mirada y miró de frente al banquero.
―Señor, no os he traicionado, al contrario. He tratado de protegeros en todo momento ocultando vuestra complicidad en la conjura. Es cierto que, por conseguir la libertad de Talania y algún dinero extra, he colaborado con Rubrio Dolabela contando lo que veía y oía, pero sabed que mi predecesor en esta casa era ya confidente de Sejano, así que no hice más que continuar su labor, bajo pena de verme perjudicado físicamente. Podéis fiaros, vuestro nombre no figura entre los conjurados y yo he tenido especial cuidado en confirmar que estáis al margen.
―Por el bien de ambos quiero seguir confiando en ti, pero voy a some-terte a una prueba. ¿Estás de acuerdo en hacer lo que te ordene?
―Nada me complacería más en este momento que poder demostrar mi gratitud.
Pola se sentó en el borde de la mesa y señalando a Ngalo con el dedo índice, le informó:
―Dentro de unos días pienso contraer matrimonio y con tal motivo daré una gran fiesta a la que asistirá Rubrio Dolabela y mantendré con él una breve conversación, pero antes, y por el método que tenéis convenido, le harás saber que tienes información de interés que revelarle. ¿Me sigues?
Un ligero cabeceo de Ngalo hizo que Pola continuara.
―Le dirás que has sido testigo de una disputa privada entre Agripina y yo en sus aposentos. Que ella pretendió atraerme a la conjura revelándome los secretos de la misma y los nombres de quienes participan, a la vez que dejaba entrever una velada amenaza en el caso de que me negara, puesto que, sin que yo lo sospechara, había sido instrumento importante para con-seguir los áureos necesarios para el soborno de las milicias. Insistirás en que yo me negué en todo momento a dar un solo paso contra el prínceps y que abandoné el palacio de los Germánico enojado y furioso, dejando detrás de mí una sarta de amenazas proferidas por Agripina.
―Lo explicaré con tanta convicción que, hasta yo mismo, creeré que ha sucedido tal como decís.
LOS ESPONSALES ENTRE Pola y Asellina se celebraron cuatro días después de tener lugar la desagradable escena en los aposentos de Agripina. La noticia significó una conmoción por lo inesperada, resultan-do un verdadero acontecimiento entre las amistades del banquero.
Cuando Asellina escuchó la proposición de Pola dudó un instante y estuvo a punto de repetir la negativa que le hizo tiempo atrás cuando éste la propuso vivir en su mansión, pero en esta oportunidad las circunstancias eran otras. Se conocían lo suficiente uno al otro y entre ellos existía, si no exactamente amor, una atracción mutua y un afecto que permitía la vida en común. A este hecho se sumaba el que Asellina, durante este tiempo, experimentó un radical cambio en su carácter al verse y sentirse propietaria de su propia casa y, aún más, le agradaba la idea de convertirse en una matrona romana a lo que se uniría el poder y la riqueza de su esposo, algo nada desdeñable y muy importante para quien, como ella, había crecido careciendo de techo propio y hasta de las cosas más indispensables. Así que, echándose en los brazos de Pola le besó apasionadamente y dio, agradecida, su conformidad. Había conocido muchos hombres, la mayoría obtuvieron sus favores y algunos hasta su amor, pero solamente el hombre que la abrazaba en ese instante había declarado su intención de vivir juntos bajo la forma legal del matrimonio, con lo que no solamente entraría a formar parte del estado civil del marido dentro de la sociedad romana, sino que se hacía, además, copropietaria de todos sus bienes.
Pola, con la ayuda de Popeo y la esencial colaboración de Dovidena, dispusieron que los esponsales constituyeran todo un acontecimiento festivo para una parte de la sociedad romana, la que se relacionaba con el banquero. Tanto la villa de Asellina como la majestuosa domus de Pola se engalanaron profusamente desde la víspera y a lo largo del camino que recorrería el cortejo desde una a otra casa, un tercio de milla, se dispusieron grupos de músicos que amenizarían con sus melodías y canciones el paso de los recién casados. También, imitando a lo hecho por el dictador Sila, se colocaron decenas de mesas en las aceras, distribuidas hábilmente para que los curio-sos disfrutaran con viandas y bebidas que el novio regalaba con generosidad al objeto de que compartieran la alegría que los nuevos esposos sentían. La comida y la bebida iban a correr con tanta abundancia que las aceras de las calles que separaban la casa de la novia de la del novio estarían tan atestadas de curiosos y de aprovechados que, a duras penas, las literas iban a poder transitar entre el gentío.
En la mañana del día señalado para la boda y antes de que el sol saliese, los tres flámines de Jano, Marte y Quirino, a los que Pola había convocado con anticipación, y espléndidamente retribuido, sacrificaron una vaca, un cerdo y un cordero y declararon que los auspicios eran favorables a los contrayentes, señal de que los dioses bendecían aquella unión y, por consi-guiente, podía procederse a los ritos nupciales. Asellina esperaba en sus aposentos la declaración de los flámines acompañada por Dovidena y Pollia, ésta haciendo las veces de prónuba por ausencia de sus padres. Las dos mujeres la vistieron y engalanaron para la ocasión acompañándola hasta el atrium donde esperaban los invitados más ilustres y los que harían de testi-gos de la ceremonia. Su entrada causó sensación entre los asistentes y más de uno sintió envidia por la suerte del banquero. La muchacha, que de por sí era todo un arquetipo de belleza, en ese momento impresionaba a todos, hombres y mujeres, con su esplendorosa figura. Hasta el mismo Pola sintió una cálida ola de emoción y en su fuero interno se alegró de que Agripina le hubiese rechazado. No había color entre una mujer y otra, en lo físico y en el alma, y sintió el orgullo de notar la admiración que Asellina despertaba entre los presentes. La muchacha vestía la túnica blanca y recta que constituía el traje nupcial y que llegaba hasta los pies, el talle ceñido por un cinturón cuyos extremos iban atados con el nudo de Hércules, y el cabello, con ayuda de una lanceta, estaba separado en seis mechones o trenzas y entrelazadas de cintas. Cubría su cabeza con un velo de color delicado, parecido al azafrán, sobre el que circundaba una corona de mirto y flor de naranjo recogidos la víspera por la misma novia.
En el atrium esperaba Pola rodeado de unos treinta personajes de la alta sociedad romana, la mayoría acompañados de sus esposas, desde Nerón, que hacia las veces de paraninfo y Julia, su mujer, porque las fiestas y el jolgorio le seducían y por corresponder de algún modo con Pola después del áspero proceder de su madre. Druso, con su esposa Emilia; Drusila, Gayo Turranio, Marco Norbano, los cónsules Gémino... entre otros políticos, militares y personalidades del mundo festivo del teatro, de las artes y del circo, incluyendo los hombres del gran comercio como el navarca Régulo Pahndo, que acudió solo porque su mujer sufría una rutinaria jaqueca y su sobrina estaba visitando no sabía que ciudad; Munatio Fausto, el viejo Vaccula... No faltaba nadie que fuera influyente y que, por alguna causa, se relacionara con el banquero. Solamente podía echarse en falta a la propia Agripina, pero ésta, hizo correr la noticia de que una enfermedad inoportuna la tenía postrada en el lecho con lo que se evitó el mal trago de presenciar los esponsales del hombre que unos días atrás la había solicitado públicamente. Si la declaración del banquero la molestó de manera irritante por venir de un hombre al que consideraba un plebeyo, tanto más la desagradó el hecho de que se desquitara, supliéndola cuatro días más tarde, con una bailarina de provincias. En lo hondo de su pensamiento dejó un hueco para recordar en el instante oportuno esta nueva afrenta, que ella suponía le había sido inferida a propósito.
Pola manifestó a Nerón, sagazmente, que, en su condición de paraninfo, tenía libertad plena para invitar a todos sus amigos y entre éstos se encon-traba el joven Rubrio Dolabela al que Ngalo había facilitado ya el informe convenido. De este modo y de cara a lo que pudiesen pensar los conjurados, se excluía de cualquier sospecha ante la presencia en su casa del sujeto venal al que se soportaba para no molestar al hijo mayor de Agripina.
Se procedió, en primer lugar, a firmar las tablas nupciales del contrato matrimonial en presencia de los testigos y, a continuación, una vez pronun-ciadas las palabras sagradas, Pollia, también bellísima y ataviada para la ocasión en su calidad de prónuba, puso sus manos sobre los hombros de los novios y los condujo hacia el altar que se había dispuesto en el centro del atrium para ofrecer allí sacrificios a los antiguos dioses. Sobre el ara se encontraba el corderillo que los augures habían examinado y mientras que los auspex repetían salmodiando la usual plegaria, el novio y la novia dieron vueltas al altar tomados de la mano hasta que, parándose, Pollia unió las manos derechas de ambos poniendo una sobre otra lo que constituyó el momento de mayor emoción y en el que ambos se entregaban mutuamente sus voluntades y sus almas. Un niño sostenía una antorcha personificando al dios Himeneo. Pollia se situó junto al novio y Nerón al lado de la novia. Entonces éste, tomó la palabra y dirigió unas súplicas a Júpiter, a Juno, a Venus, a Diana y a la diosa Fides y al concluir, los novios se intercambiaron su mutuo consentimiento con la fórmula ritual en la que se unían sus vidas: "Donde yo soy Pola tú eres Pola" y todos los presentes culminaron el rito saludando a los recién casados y prorrumpiendo en exclamaciones de buenos augurios clamando: ¡Feliciter! comenzando así la fiesta nupcial.
Durante un tiempo todos los invitados se dedicaron a apagar la sed y el apetito y al cabo de un buen rato, cuando ya los espíritus y los estómagos alcanzaron un cierto grado de alegría y excitación, se simuló que arrancaban por fuerza a la novia de los brazos de la prónuba entre Nerón y su pandilla, y llevándola en volandas la sacaron al exterior donde esperaba un enjambre de sellas y lécticas para ir en procesión regocijada a la casa del novio quien se había adelantado a todos para recibirla en la puerta de la casa. Como era costumbre, durante todo el trayecto Pola no dejó de echar puñados de nue-ces a los chiquillos que salían al paso.
Asellina, acompañada por Nerón y Pollia iba en medio de la comitiva que, por el acto festivo en si y por la bebida trasegada, resultaba bullanguera y bromista, voceando sin cesar los gritos nupciales de: ¡Talassio, Talassio! Abrían la procesión los batidores y tocadores de flautas y por el camino se les iba uniendo la gente que buscaba diversión. Como era de prever hileras de curiosos, que llevaban buen rato dando cuenta de las viandas y bebidas que los servidores del banquero habían dispuesto en abundancia sobre las mesas en la vía pública, cubrían las aceras del trayecto respondiendo con gran alborozo a los gritos que lanzaban los de la comitiva que no dejaban un instante de cantar canciones picarescas y poco decentes. Llegado el cortejo al umbral de la domus de Pola, éste entregó a Asellina una redoma de aceite con la que ungió los goznes de la puerta y un copo de lana que envolvió en los pilares. Concluida la operación, Nerón y Druso levantaron como una pluma a la novia para que cruzara el umbral sin pisarlo y para evitar que pudiera tropezar, ni que sus pies tocasen objeto alguno que fuese de mal agüero. Pola la recibió en el atrium con la frase obligada: "Deseo que vengas en buena hora a compartir mi agua y mi fuego" lo que suponía los emblemas de una vida que desde aquel momento habían de llevar aparejada. A partir de ese instante Asellina se convertía en una matrona romana con todos los honores y derechos que la ley concedía. Seguidamente penetraron en la suntuosa mansión todos los invitados para disfrutar del extraordinario banquete que se prolongaría hasta el amanecer.
Avanzado el convite, cuando ya los cuerpos comenzaban a sentirse agota dos por tanta fiesta y algazara, y hasta los más jóvenes y fuertes comenzaban a buscar en los jardines un cierto descanso, Pola se hizo el encontradizo con Rubrio Dolabela en un momento en que lo vio solo. A pesar de estar cons-tantemente pendiente de sus invitados y de la buena marcha de la fiesta, a Pola no se le pasó por alto algo que le resultaba singular y que podía apuntar alguna situación curiosa en el futuro: desde el comienzo de la ceremonia observó que Pollia y Rubrio se lanzaban miradas significativas procurando situarse cerca en cuanto les era posible. Durante la cena se sentaron uno al lado del otro cogiéndose de la mano y juntándose los cuerpos en un gesto de natural sensualidad al tiempo que se dedicaban los arrumacos propios de dos jóvenes que se sienten atraídos.
Estos gestos también fueron observados por Régulo Pahndo, situado fren te a la pareja algunos lugares más a su izquierda, lo que le lleno de desazón y enojo estropeándole la cena y, lo que era peor, la conversación con sus veci-nos a los que ya había iniciado en el secreto de su futuro político. Conocía al joven que trataba de engatusar a Pollia por haberle visto en las recepciones de Agripina y, desde ahora mismo, le consideraba un ladrón que pretendía robarle lo que era de su propiedad y por lo que estaba pagando un alto precio desde hacía tiempo, pero el hecho de que fuera uno de los amigos favoritos del futuro prínceps le obligaba a disimular y a consentir. Sin embargo, en la primera oportunidad que estuviera a solas con la muchacha, la advertiría seriamente de que no debía volver a ver a aquel joven que, a pesar de su inocente aspecto, trataba de inmiscuirse en la propiedad de otro hombre. Lo que no podía sospechar el necio es que Pollia pudiese tener su propia opi-nión y que el joven ingenuo al que tomaba por un advenedizo fuera un sujeto temible y falto de escrúpulos que se había crecido desde que servía de confidente al prefecto del pretorio, y más aún cuando desapareció su socio Quinto Duratón en el incendio del prostíbulo del griego Panionos quedando él como único beneficiario de la subasta de la flota del navarca Gracio Dura-tón, lo que le reportaría una fortuna y la independencia económica de por vida.
Pollia, sin perjuicio de su aspecto pudoroso y su aire ingenuo, era mujer de una gran sensualidad, necesitada de un hombre al que amar y que la com-pensara de soportar a individuos como el viejo Régulo. Hacía tiempo que su amante la había abandonado sin decir una palabra y era probable que ya no regresara, así que la llegada de Rubrio Dolabela, por cierto bastante parecido físicamente a Caelio, resultó especialmente atrayente y oportuna. Por si fuera poco, éste no era un rufián como Caelio, sino un joven rico con amis-tades influyentes. Sólo la presencia del viejo Pahndo interfería en sus planes ahora que su amiga Asellina al casarse con Pola Servio había tenido para con ella el gesto generoso de dejarle utilizar su villa por todo el tiempo que quisiera. ¿Por qué no iba a conseguir ella con Rubrio Dolabela lo mismo que su amiga Asellina con el banquero?
―¿Os estáis divirtiendo? ―inquirió al joven con amabilidad.
―Una fiesta magnifica para una novia extraordinaria ―contestó adulador, sorprendido por la pregunta del banquero a quien tenía por un personaje distante que hasta entonces no le había dirigido nunca la palabra a pesar de coincidir en numerosas ocasiones en los banquetes de Agripina.
―También os habéis dado cuenta de lo bellísima que es la madrina... ―enfatizó Pola, complaciente.
―Desde luego ―contestó ufano Rubrio―, y tengo intención de pro-fundizar en su amistad.
El banquero asintió como dando a entender que le comprendía, y que él mismo en su situación no dejaría pasar la oportunidad de conquistar a una mujer tan bella y sensual como Pollia.
―Como sabéis, se trata de una amiga de mi esposa por la que siente un gran afecto, hasta el punto de cederle su villa de soltera para que la utilice mientras se encuentre en Roma. Nos gustaría a ambos que encontrara en la Ciudad algo más conveniente que la protección del anciano navarca... ―dijo, señalando a Régulo Pahndo que, en ese instante, abandonaba la fiesta para dirigirse a su casa.
Rubrio Dolabela siguió con la mirada la figura calamitosa del viejo y pasando la mano por el rostro como si alejara un insecto, respondió:
―Mi inclinación por la madrina de vuestra boda no es fugaz y en cuanto a su protector... creo que ha dejado de serlo desde esta noche ―aseguró rotundo y despreciativo, mientras seguía observando como se alejaba el navarca massiliano.
Cuando dejó de mirar la achacosa figura del anciano que acababa de salir y volvió el rostro se sintió asombrado al ver que el banquero, sentándose a su lado y con una expresión dubitativa a la vez que adoptaba un tono cauteloso, decía:
―Deseo pediros un favor...
Rubrio, algo embriagado, sólo veía ante sí a un importante banquero que se estaba dirigiendo a él con respeto, lo que le predispuso a favor de su anfitrión.
―Nada me agradaría más que serviros ―contestó raudo el joven pensando ya en los posibles beneficios que podría reportarle la gratitud del banquero.
Pola pasó por alto la rápida respuesta.
―He realizado algunas averiguaciones y de ellas deduzco que tenéis acceso, incluso amistad, con uno de los dos hombres más poderosos del Imperio ―dijo, sin comprometerse a pronunciar un nombre.
Rubrio, pletórico, hizo alarde de presunción y sin pararse a pensar si le convenía confirmar lo insinuado por el banquero, pues sabía que éste se estaba refiriendo a Sejano, contestó exagerando:
―Estáis en lo cierto. Me enorgullezco de que entre mis amistades se encuentre quien tiene la máxima autoridad... después del prínceps ―añadió, ufano.
Pola le miró asintiendo como si hubiera quedado impresionado por la confesión del joven, respondiendo con voz meliflua:
―Desearía tener una conversación urgente y secreta con esa persona ¿puedo contar con vuestra influencia para lograrlo?
Rubrio, a pesar de sentirse algo embriagado, se daba cuenta de los moti-vos que impulsaban al banquero a solicitar su ayuda para concertar un encuentro con Sejano fuera de los cauces oficiales. Ngalo le había advertido de la disputa, sin testigos, entre Agripina y el banquero. Estaba claro que Pola Servio deseaba delatar la conjura, pero sin levantar sospechas y sin correr riesgos.
―Haré lo posible por satisfaceros ―contestó―. En breve os comu-nicaré el resultado de mi gestión.
―Hacedlo de manera que nadie pueda sospechar que estoy dando este paso y tened la seguridad de que corresponderé con generosidad a vuestra colaboración.
Rubrio se paso la lengua por los labios denotando su satisfacción por la promesa. Tener aquel aliado significaba prosperidad en los negocios. Mien-tras aquel se alejaba, quedó aguardando el regreso de Pollia que había acompañado a sus habitaciones a la novia y se puso a soñar planes para el futuro. Con un protector como Sejano y un aliado como el banquero, todas las empresas serían posibles.
EL ENCUENTRO TUVO lugar dos noches después en la propia villa de Rubrio Dolabela. Pola llevaba unos minutos en la casa cuando se aproximó una léctica de la que descendió, vestido con ropas civiles, Lucio Elio Sejano. Poco antes varios esbirros a las órdenes del prefecto se habían apostado estratégicamente por los alrededores. Sejano no era ningún cobarde pero tampoco era un necio que acudiera a cualquier cita secreta por inocua que pareciera sin tomar las debidas precauciones.
Sejano penetró en la estancia donde tiempo atrás incorporó a Rubrio Dola bela a su nómina de confidentes y vio a los dos hombres que le esperaban de pie. Pola Servio, a pesar de tener una altura superior a la media no le llegaba a la barbilla al valido del prínceps. Éste, con una simple mirada, dio a entender a su agente que estaba de más en aquella entrevista. Rubrio, con gesto que bordeaba el servilismo, hizo una reverencia y sin decir palabra abandonó el aposento dejando solos a los dos hombres.
Sin intercambiar ni una palabra ni un saludo, se observaron con atención. Cada uno sabía que enfrente estaba un hombre inteligente, revestido de la suficiente astucia como para confundir al adversario, y sin reparos ni escrú-pulos para la acción cuando la seguridad o la supervivencia están en juego. Ambos eran, además, unos consumados simuladores. Una ligera ventaja se decantaba hacia Pola Servio en este encuentro y es que Sejano desconocía que el banquero estaba al tanto de todo lo que él sabía. Lo único que Pola trataría de averiguar es el motivo por el cual Sejano accedía a la entrevista cuando era de suponer que no iba a recibir más novedades sobre la confa-bulación que las suministradas por su confidente. Pola fue el primero en romper el silencio.
―Gracias por haber accedido a este encuentro.
―Espero que me compensaréis de las molestias con lo que tengáis que decir ―respondió ambiguo Sejano a la vez que se sentaba y hacía un gesto con la mano al banquero para que le imitase―. Rubrio Dolabela me ha hablado de vos con mucho interés, tanto que ha intentado presionarme para que no faltara a esta cita. Parece ser que habéis sabido impresionarle ―con-tinuó burlón, dando a entender que no se le escapaba la venalidad de su confidente y la escasa o nula confianza que le merecía el sujeto.
Pola captó el mensaje que le enviaba en el sentido de que sospechaba que había sobornado al joven Rubrio, pero eludió la celada e hizo como si no hubiese entendido el sentido de las palabras de Sejano.
―Mi deseo de hablar con vos en secreto está motivado por dos razones: una, que temo por mi vida, y otra que siendo un hombre que está a favor de la legalidad por principios y por mi profesión, me rebelo contra cualquiera que atente contra Roma y sus instituciones. Por doloroso que me resulte he de denunciar que he tenido evidencia de que existe una conjura contra el César y contra vos mismo... ―Pola hizo una pausa como si deseara tomar aire, esperando que Sejano le interrumpiera, pero éste siguió silencioso y mirándole fijamente con una mueca un tanto irónica por lo que continuó su explicación tratando de poner el suficiente énfasis que hiciera creíbles sus sentimientos.
―...durante meses, personas a las que tenía por amigos se han servido de mí como instrumento para sus fines subversivos. Supuse que las operaciones financieras que realizaba por su indicación no tenían otro objeto que el de procurar unos sustanciosos ingresos para sanear su maltrecha economía, pero según he descubierto hace pocos días se trataba de recaudar fondos para sobornar a las milicias y a los vigiles...
Sejano esta vez pareció cansado de tanto circunloquio y con voz áspera interrumpió a Pola.
―Lleváis un rato hablando y hasta ahora no habéis mencionado un solo nombre. No deseo perder más tiempo.
Era lo que Pola estaba esperando para dar todos los nombres, datos y fechas que Sejano ya conocía. Éste, le escuchaba con atención por ver si decía algo que no coincidiera con lo que sabía o por si trataba de engañarle, pero lo que el banquero le relataba se correspondía exactamente con los informes obtenidos durante meses. Sin embargo, ese sexto sentido que pare-cen poseer los que se mueven constantemente en la intriga y tienen sus vidas pendientes del filo de una espada, le hacía desconfiar del banquero. Si bien había dicho la verdad, probablemente no la dijo toda, por lo que debería con-fiar en él solamente hasta donde fuera necesario. El banquero estaba dela-tando a los que había tenido como amigos cuando se acercaba la hora deci-siva, quizá por motivos totalmente distintos a los que había expresado sobre la lealtad al prínceps y a Roma ¡Cómo si pudiera creerme, se dijo, que este hombre pueda guardar lealtad a alguien! Sin embargo, su concurso es necesario para demostrar a Tiberio que la conjura no es una invención mía.
―Os creo. Podéis dar por seguro que, cuando llegue el momento y los culpables paguen su traición, quedaréis a salvo de cualquier peligro pero, antes, decidme: ¿estáis dispuesto a repetir vuestras palabras ante el propio César?
Pola comprendió de inmediato el motivo que le llevó a Sejano a este encuentro. Necesitaba presentar a Tiberio pruebas de la conjura para que el emperador diera la orden de actuar contra su propia familia. Por lo visto no era suficiente con la palabra de su valido o, más probable, que éste no desea-ra comprometerse en una venganza en la que pudiese aparecer como parte interesada. Pero Pola era un hombre de recursos y de reflejos y vio, con pers picacia, la solución más favorable, tanto para él como para su interlocutor.
―–Estoy dispuesto a declarar lo que habéis oído de mis labios ante el Cé sar, pero creo entender que Tiberio ha de escuchar esta confesión de alguien que le merezca todo crédito, es decir, que no le quede la menor duda de que la conjura contra él auspiciada por Agripina es verdadera ¿es así?
Sejano asintió.
―Pues considero que existe alguien que, moviendo hábilmente su amb.-ción y su temor, daría a Tiberio en persona toda la información y éste no tendría ya la menor duda.
―¿Quién es esa persona? ―inquirió intrigado Sejano.
―Druso, el hermano de Nerón. No oculta el odio que siente por éste al ser el mayor e interponerse en el camino hacia el poder. Tiene la ambición de ocupar un día el puesto que la conjura reservaba para su hermano y, como es ruin, cantará como un mirlo en cuanto conozca que han sido des-cubiertos. Atraedle con la esperanza de pasar al primer lugar en la sucesión del César si quita de ese puesto a su hermano mayor. El carácter violento de Druso, además de por el ansia de poder, se verá excitado por la envidia, ya que Agripina demuestra mayor interés por Nerón al ser éste más fácil de dominar. No dudo que sepáis aconsejarle y que vaya por su propia voluntad hasta la presencia del prínceps. Con ese hábil acercamiento a Druso estaréis tramando también contra él la semilla de su futura desgracia sabiendo que es arrogante como su madre.
Sejano, por vez primera desde que entró en la casa, dibujó en su rostro una sonrisa divertida al considerar la taimada solución que se le había ocu-rrido al banquero. Era, desde luego, la mejor táctica y a Tiberio no le cabría ninguna duda de que el hijo mayor de Germánico y sus seguidores, con Agripina a la cabeza, intrigaban para quitarle del medio, cuando era el propio hijo y hermano quien hacía de delator. En ocasiones el prínceps le reprochaba suavemente su celo y achacaba a rumores interesados lo que se decía de la viuda y de quienes la rodeaban. Ya se encargaría él, de acuerdo con lo insinuado por el hombre que tenía enfrente, de que Druso tomara la iniciativa. En cuanto al banquero veía claro que éste se había bajado en mar-cha de la conjura al ver que estaba condenada al fracaso y, desde luego, no por los motivos de justicia y legalidad que mencionaba. Sin embargo, esto no influía en su apreciación de que era más conveniente contar con su agra-decimiento y su colaboración que eliminarlo.
―Reconozco que es una buena solución y en ese supuesto no sería nece-saria vuestra presencia ante el César. En cuanto al dinero destinado al sobor-no de las legiones ¿hay tiempo todavía para detener la entrega en Germania?
―Considero remota esa posibilidad si todo ha sucedido acorde con los planes previstos. Lo que no ofrece dificultad es impedir que, en Roma, el dinero llegue a las manos de sus receptores. El sujeto ―pasó por alto su relación con él y la exigencia de poseer el medio áureo de la contraseña―, ha de ponerse en contacto con el senador Marco Norbano para realizar la entrega a las personas que éste designe como receptoras del dinero.
Sejano meditó esta advertencia antes de responder.
―Enviaré un mensaje hoy mismo por el correo imperial a Lucio Volusio Saturnino, gobernador de Dalmacia y Pannonia, que goza de mi confianza, para que envíe algunos hombres a investigar en Noreia con orden de salir en persecución de quienes hayan recogido el dinero. Tiene su campamento cer-ca de Noreia y cuenta con medios y hombres que no llamarán la atención. En cuanto al sujeto que traerá el resto del dinero a Roma, nos ocuparemos de él a su debido tiempo.
Sejano hizo una pausa como si quisiera recordar algo.
―De todas maneras a partir de ahora comunicareis a Rubrio Dolabela cualquier cambio o novedad que tenga que ver con la conjura, aunque tengo entendido que acabáis de contraer matrimonio y pensáis ausentaros de Roma.
―Efectivamente, he dispuesto pasar los próximos días junto a mi esposa en Baias. Lo que sí os pido es un favor personal.
―¿Cual? ―inquirió curioso, Sejano.
―Cuando llegue el instante en que decidáis actuar en la domus de Agri-pina, concededme adelantarme, aunque sea el tiempo de media clepsidra para comunicar a esa mujer el final de su sueño.
Sejano sonrió ahora abiertamente. Acababa de tener la clave de la dela-ción del banquero. Éste odiaba a la mujer por algún motivo y deseaba ven-garse. No iba a privarle de ese placer ya que, en cierto modo, él también se sumaba a la revancha.
―Id tranquilo, os avisarán con tiempo suficiente para que podáis cumplir ese deseo.