“Algunas veces me he arrepentido de haber hablado, pero nunca de haber callado” Jenócrates, 358 a.C.
VI
POLLIA, DE PUNTILLAS, le besó repetidas veces.
―Será mejor que te marches.
Caelio la miró y se encogió de hombros.
―No puedo atenderle como es debido si sé que estás en la casa ―dijo Pollia tajante.
―A mí lo que hagas tú con el viejo no me preocupa ―contestó el joven con sinceridad.
―Pero yo no puedo concentrarme.
―¿Y qué más da…? El viejo es un estúpido ―arguyó el joven.
―Un error por mi parte puede perjudicar o disminuir mi influencia sobre su voluntad.
―Creo que te preocupas en exceso. El viejo Régulo está chiflado por ti y solamente ve lo que tu quieres que vea.
―Ha sido así hasta ahora y como necesitamos su dinero debo hacer todo lo posible para que no pierda la confianza que tiene en mí.
Mientras la muchacha hablaba, extrajo unos denarios de la bolsa y se los puso en la mano al rubio apolo.
―Toma, vete y no regreses hasta que se haya ido.
Caelio tomó el dinero y con un gesto de indiferencia se dejó abrazar y besar por la muchacha que le empujó fuera del atrio conduciéndole hasta la entrada y no le dejó hasta que le vio abrir la puerta y perderse por la clivus Patrumi abajo.
Como todas las tardes desde su llegada a Roma, Caelio encaminó sus pasos hacia el Subura para recorrer sus callejuelas y visitar las docenas de antros que proliferaban en los bajos de las ínsulas con la esperanza de encon trar a su hermano en alguno de estos lugares. Ayer le habían hablado de la existencia en la confluencia de la vía Collatina y la cuesta de los Patricios, cerca de la puerta Viminalis, de una taberna regentada por una teutona llamada Gundena donde se jugaba y se comía bastante bien y que, habi-tualmente, era el punto de reunión de numerosos parroquianos de origen germánico: queruscos, teutones, marsos, cimbros... Si su hermano seguía en Roma tenía que frecuentar alguno de estos establecimientos.
Pollia se quedó en el umbral viendo como Caelio se alejaba.
―Mejor así. No puedo concentrarme y soportar al viejo sabiendo que él está cerca.
En el momento en que iba a retirarse hacia el interior volvió la mirada hacia la izquierda, a lo alto de la cuesta y vio aparecer, a buen paso, la litera de Régulo Pahndo transportada por seis porteadores que al llegar a su altura depositaron el vehículo para que descendiera el pasajero.
Como sucedía siempre que el viejo sátiro llegaba, Filoteo, el portero y guardián de la domus, se veía obligado a encerrar a los molosos en la perrera contigua al cuarto que hacía de portería. Los perros, al oler o intuir la presen-cia del navarca se sentían acometidos por un furor desusado cuya excitación perduraba durante todo el tiempo que permanecía en la casa. Estaba claro que los canes, incluido el protegido de su mujer, el aborrecible Arruncio, sentían por el viejo una inquina evidente.
Cuando Régulo puso los pies en el suelo se encontró frente a él, esperán-dole en el umbral, a la joven que le abrasaba con una mirada entusiasmada y amorosa, y que, cariñosamente, le ofrecía las manos extendidas que tomó entre las suyas.
―¡Querido mío! ―le musitó al oído pegándose a él y transmitiéndole el fresco aroma que despedía su cuerpo joven.
Régulo volvía a sentirse seguro de sí mismo. La presencia de Pollia en Roma significó el mejor de los estímulos en unos momentos de fuerte depre sión en los que estuvo a punto de enfermar y de cancelar su estancia en la Ciudad para regresar a Massilia, abandonando el fastuoso futuro de poder y gloria que se le brindaba desde su entrada en la casa y en la familia de Agripina. Lo sucedido días atrás fue de una tremenda gravedad y todavía no le encontraba explicación a lo ocurrido. Como no volvió a relacionarse con nadie, ni siquiera con el mismo Pola a pesar de que éste conocía que estuvo la trágica noche en la mansión de Albino Tracalus acompañando al senador, no se atrevió a preguntar abiertamente a qué conclusiones habían llegado los vigiles sobre el suceso aunque sentía una gran curiosidad.
Y el caso es que al siguiente día se llevó un buen susto cuando sus criados le avisaron de que un oficial de los vigiles deseaba verle. Se temió lo peor; ahora le acusarían del doble asesinato y le encarcelarían. En ese momento se arrepintió de haber huido de la fiesta porque esta acción podría ser conside-rada como una prueba acusatoria en su contra: nadie huye si no tiene algo que ocultar, le dirían. Sin embargo, se tranquilizó de inmediato cuando com-probó que el funcionario se presentaba ante él en una actitud respetuosa como el que realiza un trámite incómodo ante un superior.
Tuvo que poner cara de asombro consiguiendo ser convincente al mani-festar la sorpresa que le causaba la noticia del asesinato de Albino Tracalus y del senador Ticio Sabino.
―Me limito ―le dijo, excusándose, el funcionario―, a practicar unas diligencias obligadas sin otra trascendencia que corroborar vuestra presencia en el banquete.
―¿Cómo sabéis que estuve invitado? ―se atrevió a preguntar.
―El nomenclátor nos facilitó la lista de invitados y varios criados confir-maron que abandonasteis el palacio poco después de la cena.
―Efectivamente, me encontraba indispuesto y decidí regresar a mi casa.
―Lo que concuerda con la información de los criados. El objeto de mi presencia en vuestra casa es saber si podéis aportar alguna luz a las investi-gaciones ¿visteis algo que os resultara sospechoso?
Régulo se limitó a repetir que se marchó del banquete sin saber ni haber visto nada que llamase su atención.
Desde entonces no volvió a ser molestado.
El oficial de los vigiles no tuvo la menor duda al ver la enteca figura del viejo navarca de que éste no pudo ser el asesino de dos hombres mucho más altos y fuertes por lo que dirigió sus investigaciones hacia los otros invitados.
―Menos mal ―se felicitaba Régulo―, que actué certeramente al aban-donar la mansión antes de que se descubriese el doble asesinato, sin querer acordarse de que cuando le anunciaron la llegada del agente pensó lo con-trario.
Mientras Pollia caminaba a su lado abrazándole por la cintura con una mano y la otra cogiéndole la que él le había pasado por el hombro, pensaba en lo que habría sufrido aquella criatura con su ausencia hasta el punto de venir hasta Roma en su busca. "¡Es la prueba de que me ama verdadera-mente…!" se decía, repuesto ya del tremendo susto que le causaron las muertes del senador y de Albino Tracalus. "Y su hermano se ha portado como un hombre sensato no permitiendo que arrostre sola los peligros de un viaje de esta naturaleza"
Recordaba gratamente como al siguiente día del trágico suceso, que no había contado a nadie ni siquiera a Pollia, al salir de su casa se acercó a él un rubio mocetón al que no reconoció de inmediato hasta que no estuvo a su lado y le habló. Le explicó que su hermana no pudo soportar la ausencia de su gran amor y que se sentía enferma y que él, como buen hermano, no encontró mejor solución que abandonar todos sus asuntos para venir a Roma en su busca; que llevaban en la Ciudad varios días y que durante ese tiempo estuvieron intentando dar con él. Menos mal que Pollia tuvo la afortunada idea de visitar los lugares que suelen frecuentar las puella gaditane con la esperanza de que Asellina, o quien la conociera, apareciera por allí. Tuvie-ron la suerte de que eso ocurrió ayer y Asellina les alojó en su casa y les facilitó la dirección donde poder encontrarle. Se presentaba él solo para no llamar la atención.
Pollia estaba en casa de Asellina esperando anhelante su llegada con noticias.
Régulo se alegró entonces de las circunstancias que rodearon sus relacio-nes con Asellina y Pola. Al dejarles a ambos la villa que alquiló con su dinero, tenía ahora un cierto derecho a visitar en ella a su amiga cuando le pluguiera. Estaba encantado con esta nueva situación ya que le permitía comunicar a quien sabia apreciarlo lo que esperaba del inmediato futuro y sus éxitos en la política al lado del próximo César. En su propia casa era una tarea inútil conseguir la atención de Calpurnia sobre algo que no fueran los trapos, la servidumbre o el maldito Arruncio.
POLA DUDABA ACERCA de los efectos que se derivarían de la desaparición del senador. Resultaba indudable que la conspiración de Agripina perdía el más significado de los conjurados, pero la maquinación para acabar con Tiberio estaba tan avanzada que la muerte de Ticio Sabino no podía detenerla, ni siquiera modificarla. Para sustituir al desaparecido senador, jefe y cerebro de la conjura, se decidió designar a quien merecía la mayor confianza de Agripina, Marco Norbano, igualmente miembro del orden senatorial. Un personaje inquietante que sobresalía por ser implacable el odio que sentía hacia Sejano y por la dureza extrema que manifestaba a sus enemigos; no cedía jamás en sus convicciones aunque en ello le fuera la vida y una vez tomada una decisión se lanzaba a su ejecución con espíritu ciego.
Por otro lado, a pesar de que sus relaciones con el senador fueron íntimas y fructíferas no se le escapaba que Ticio Sabino constituyó siempre un peligro encubierto, un cabecilla de la conjura que, en un instante, si su sentido egoísta y de supervivencia se lo aconsejaba, se pondría al lado del enemigo delatándoles a todos. Por tanto, extrajo la consecuencia de que, de aquel acontecimiento fortuito, él salía beneficiado. Entre la urdida maquina-ción contra el prínceps y su prefecto del pretorio solamente quedó, al morir el senador, un hilo conductor que le pudiera relacionar a él con la conspira-ción: Agripina.
La viuda, al conocer la noticia del doble asesinato quedó muy afectada, no por el fin que le cupo al que consideraba el primero de sus servidores sino por el fundado temor de que aquellas muertes fuesen obra de los sicarios del prefecto del pretorio, Lucio Elio Sejano, lo que significaría que, éste, estaría al tanto de lo que se traían entre manos y habría comenzado a actuar quitando de en medio al que fue su principal colaborador. Una actitud, por otra parte, muy característica de la forma de proceder de Sejano.
Pola consideró conveniente mantenerla en la duda no informando sobre la verdad de lo ocurrido, que todo se debió a un error, a una confusión de identidades, a que los asesinos enviados a terminar con Quinto Duratón para que no influyera más en la vida pública de su primogénito le confundieron con el ilustre Albino Tracalus y que Ticio Sabino se encontró en el lugar y en el momento más inoportuno al lado del rico epicúreo. Prefería que Agripi na, manteniendo la duda, viviera bajo el temor y de ese modo percibiera el olor fétido del peligro cerca de ella. Bajo esas condiciones se sentiría más necesitada de protección y sería más proclive a recibir el auxilio de quién, como él, estaba a su lado dispuesto a ofrecérsela.
Popeo le había informado a su regreso de la taberna de Macrobio de lo acaecido. Todo se resolvería dentro de poco como estaba previsto desde el principio de no haber mediado la fatal confusión. Quinto Duratón estaba sentenciado y no escaparía a su destino por segunda vez. Cuando esto sucediera propondría a Agripina contraer matrimonio. Había estado durante todo el tiempo pasado dispuesto a correr riesgos, pero con la desaparición de Ticio Sabino consideraba llegado el momento de cobrar todas las deudas que tenía pendientes con los Germánico.
Entre tanto, no había dado aún con la solución al problema del traslado del dinero a Germania para sobornar a determinados mandos de las legiones allí destacadas y a los vigiles y pretorianos de la Ciudad. Este asunto requería una urgente respuesta porque de Pannonia acababan de llegar noticias conmi natorias avisando de que si no llegaba el dinero para los idus de agosto la conjura se daría por concluida.
Estos si que eran asuntos de extrema gravedad y no el que le estaba plan-teando aquel joven massiliano que tenía sentado frente a él al otro lado de la mesa y que, como inexperto hombre negocios, le estaba echando en cara, acalorado, su proceder.
―En Massilia, un banquero que se estime neutral y honrado proclaman-do como garantía de su negocio la confianza, se cuidaría mucho de dar info.-mación acerca de la situación de sus clientes...
Aunque habían transcurrido dos días desde su entrevista con Nigidio Vaccula, Marco continuaba irritado con la actitud de Pola Servio y no trata-ba de ocultarlo. Al contrario, se llegó hasta el despacho del banquero en la clivus Argentarius para decirle abiertamente lo que pensaba de él.
El banquero, con cierta sorpresa por parte de Marco, no se inmutó ni pare ció ofenderse por las acusaciones de éste.
―Mi joven amigo, no abrigo duda alguna de que en provincias los asun-tos comerciales tengan un tratamiento más acorde con esa ética que mencio-náis, pero en Roma si se quiere sobrevivir no se puede ser paloma o cervati-llo, solamente los halcones y los leones pueden mantenerse y prosperar en la Ciudad desde la que gira todo el comercio, la política y la actividad finan-ciera del Imperio.
―Eso no impide que se respete el secreto de las operaciones entre un banquero y su cliente ―interrumpió categórico Marco.
―Veamos ―replicó Pola moviendo suavemente la mano en un gesto de ligero fastidio―. En primer lugar, no me informasteis en vuestra primera visita de que deseabais mantener en secreto la participación en la subasta y, segunda cuestión ―siguió diciendo Pola con un deje mordaz―: que tampo-co yo hubiera respetado esa exigencia si consideraba que divulgándola obte-nía un beneficio. Lo que deberiáis haber hecho para evitar que los rivales conocieran vuestras posibilidades reales era actuar con más sutileza. En verdad que me causa asombro ver como obráis tan ingenuamente, lo que me da la certeza de que no estáis aconsejado por ningún romano competente.
Marco reaccionó entre curioso y enfadado.
―Según eso ¿qué debí hacer?
―¿No creéis que si hubieseis solicitado mi ayuda, la situación ahora sería diferente para vuestro negocio?
―Suponed que lo hubiera hecho.
―Pues mirad, podíais haber actuado de diferentes maneras, pero no como lo hicisteis. Yo, por ejemplo, me habría presentado en Roma, en la Banca Servio con un pagaré de dos millones de sestercios dando a entender que solamente me interesaba parte de la flota, no su totalidad, con lo que cuando llegara la información a los oídos de mis competidores éstos trata-rían de ponerse en contacto conmigo para averiguar que naves de la flota eran de mi interés y tratar de establecer un acuerdo entre todos que permi-tiera a cada uno quedarse con una parte de la subasta sin necesidad de elevar el precio en la puja. De este modo tan simple conocería quienes eran mis rivales, cuales sus pretensiones y de paso sus verdaderas posibilidades econó micas.
Marco escuchaba atentamente al banquero.
―Pero un pagaré por dos millones...
―Si, ya sé. Dije dos millones en la Banca Servio, pero dejaría para el último momento la presentación de otro pagaré por tres millones de sester-cios en otra entidad bancaria de la Ciudad con el fin de que si existía alguna filtración de la noticia ya no pudiese ser eficaz a mis rivales porque tendrían el fundado temor de que pudieran existir más pagarés en otros bancos.
―Me salen cinco millones de sestercios... ―insistió Marco al hilo de la explicación del banquero.
―Claro, es que reservaría el último millón en efectivo, por si llegado el momento me viese en la necesidad de superar las posturas de algún compe-tidor, que desconocería así cual era mi límite en el remate. Esto es solamente un ejemplo, lo cierto es que deberíais haber diversificado el dinero y tendido trampas a los rivales. Cometisteis, además, el error de ocultar vuestra presen-cia desde el principio, cuando lo más útil era proclamar a los cuatro vientos vuestras intenciones para atraer la atención de los competidores.
Marco quedó confundido. Realmente tanto él como Tito Cepio evidencia ban ser unos aprendices al lado de individuos como el que tenía enfrente. Se consideraban expertos en los negocios marítimos, pero reconocía que los romanos poseían una visión más completa de la actividad económica. Esta-ba claro que, a los ojos de personajes como Nigidio Vaccula, Munatio Faus-to y el mismo Pola, aparentaban ser unos palurdos provincianos.
Marco no era de los que se empecinan en sus propios errores y reconoció que no supo actuar con la suficiente sagacidad. No obstante, quiso salvar la cara y los principios éticos a los que, a pesar de todo, no renunciaba:
―Sin embargo, hasta Nigidio Vaccula opina como yo, que vuestros métodos son rechazables.
El banquero no pudo menos que echarse a reír.
―¿Nigidio Vaccula os ha dicho eso? El muy zorro a la vez que me criti-ca por favorecerle con una información que le ha sido de gran utilidad, se sir ve de ella para doblegaros ¿cómo explicáis esa doble moral?
Marco quedó en silencio sin saber que responder.
―Seguro que os ha propuesto un trato... ―afirmó Pola.
―Así es ―respondió Marco.
―¿Acierto si digo que os propuso unir vuestras fuerzas en lugar de com-batiros mutuamente?
―Efectivamente... ―comenzó a decir Marco.
El banquero no le dejó concluir y remató:
―...y creéis que tiene razón y estáis considerando que lo mejor sería aceptar.
Mientras hablaba, Pola se puso de pie y dio unos pasos llevándose una mano a la barbilla con el gesto característico de quien está considerando alguna posibilidad. Se le acababa de ocurrir una idea salvadora, aquél joven podía ser la solución del problema que le creó Fonteyo Marcelo.
―¿Tenéis inconveniente en darme a conocer en que consiste ese trato?
Marco consideró la respuesta. A fin de cuentas no veía ningún perjuicio para sí mismo y para el navarca judío en que el banquero de ambos fuera conocedor de los términos de la posible alianza. El banquero había demostra do que sus opiniones y sugerencias eran merecedoras de tenerse en cuenta.
―Sí, claro. Pienso que no traiciono ningún secreto ni la confianza de Nigidio Vaccula por dar a conocer su proposición.
Marco continuó con la explicación acerca de la forma que el viejo navar-ca había pensado para hacerse con la subasta y el reparto de la flota entre los tres participantes. Al término de su declaración Marco quedó aún más confundido al ver que el banquero se reía levemente lo que le hizo sentirse algo ridículo.
Pola se puso serio.
―Está claro que Nigidio Vaccula os ofrece una parte a cambio de que no le obliguéis a pujar por encima de los cuatro millones de sestercios, puesto que él conoce que podéis llegar hasta los seis, con lo que se ahorra dos millones de sestercios ¿os habéis percatado de ello, verdad?
Respondió Marco afirmativamente.
―Desde luego y así me lo expresó. Comprendo que mi única baza es ahorrar a Nigidio Vaccula los dos millones de sestercios en la puja y a cambio puedo obtener parte de la flota.
Pola volvió a sonreír ante lo que consideraba como ingenuidad del joven.
―Amigo, veo que a pesar de lo ocurrido continuáis sin aprender la lec-ción. Nigidio Vaccula es un halcón y vos una pobre paloma.
Marco le contempló estupefacto. No comprendía.
―No habéis descubierto la perfecta jugada del viejo. No es que os haga un favor admitiéndoos como tercero en el trato junto con Munatio Fausto, es que necesita que participéis, aunque os lo presente como una claudicación a la que se ve obligado. La excusa, aunque cierta, del ahorro de los dos millo-nes de sestercios no es el verdadero motivo.
Marco, al tiempo que escuchaba a Pola, lamentaba que no estuviera presente Tito Cepio. Le hubiese tranquilizado que su socio comprobara que ambos tenían mucho que aprender.
―¿Deseáis conocer el alcance de la jugada?
A Marco no le fue necesario responder, Pola continuó hablando.
―Munatio Fausto es también mi cliente y sé que dará por las naves que le interesan dos millones de sestercios. Por las que os ceda Nigidio Vaccula, tendréis que dar, como mínimo, la misma cantidad. El resultado es obvio: Nigidio Vaccula se quedará con las naves que verdaderamente le interesan sin pagar por ellas ni un cobre, pues entre vos y Munatio Fausto abonaréis los cuatro millones de sestercios, es decir: el remate de la subasta. El viejo judío se presenta ante sus socios como un prudente negociante alejado del egoísmo hasta el punto de repartir la flota en tres partes cuando pudo que-darse con todo, pero lo cierto es que a Nigidio Vaccula, desde el primer instante, solamente le interesaban las naves que realizan el comercio con Oriente. Total, que se hace con ellas gratis y los otros dos socios le evitan quedarse con naves y tráficos que solamente le reportarían preocupaciones y pérdidas y, por si fuera poco... ¡le quedan agradecidos!
Pola se quedó mirando el rostro desconcertado de Marco.
―¿No os parece una gran estrategia? ―concluyó.
A Marco solamente se le ocurrió responder una excusa, sin mucha convicción.
―Suponiendo que sea como decís ¿qué puedo hacer? O pujo en la subas ta hasta llegar a los seis millones obligando a Nigidio Vaccula a superar la cifra, con lo que no entraría en el reparto y regresaría con las manos vacías a Massilia o acepto, a sabiendas de que el viejo navarca sale doblemente favo-recido a cambio de obtener algo que a mí también me beneficia.
Pola se apoyó en el borde de la mesa, frente a Marco que continuaba sentado y habló en un tono de voz sugerente que expresaba cautela y hasta un cierto paternalismo.
―¿Y si yo os facilitara los medios para que vuestra situación en el trato tripartito cambiara y os situara en ventaja sobre los otros dos, sobre todo en relación con Nigidio Vaccula?
Por la forma en que se había dirigido a él, Marco supo que el banquero le iba a hacer una proposición a todas luces interesante.
―Os los agradecería, pero supongo que no será algo que me facilitéis gratuitamente, como vuestros consejos ―le correspondió, esta vez a él, con-testar con sarcasmo.
―Cierto, pero lo que debéis considerar es si os interesa o no modificar la situación actual ..
―Me interesa ―contestó Marco―, pero no deja de ser curioso que sien-do vos mi banquero, el que me ha conducido a una situación de inferioridad, seáis ahora quien pretenda hacerme ganador.
―¡Negocio, caro amigo... yo siempre negocio! Como veis no tengo vín-culos ni amistad con mis clientes, solamente relaciones financieras. Si ayer salió beneficiado el viejo judío hoy os puede tocar a vos, todo es cuestión del momento y de las circunstancias que hacen la oportunidad, ¡carpe diem!, que decía Horacio. Hoy os corresponde la oportunidad de poder aprovechar el momento ¿aceptáis la fortuna o la dejáis pasar de largo?
―Soy todo oído.
―Escuchad con atención ―dijo Pola volviendo a levantarse y dando unos pasos a lo largo de la estancia, mientras Marco le seguía con la mira-da―. Nigidio Vaccula, nunca, por más que las naves que comercian con Oriente le interesen, llegaría en la subasta a pagar más de seis millones de sestercios contando con que después recuperaría dos millones de Munatio Fausto y quedando a la expectativa de vender a otros navarcas las otras cuatro naves de las que desea desprenderse a toda costa. Por consiguiente, si le presentáis pruebas de que estáis dispuesto a pujar superando esa cifra podéis conseguir dos objetivos, uno: echarle de la subasta y también a Munatio Fausto, o dos: someterle al mismo trato que os ha inferido, es decir, lograr que ocupe vuestro puesto y que las naves por las que estáis interesado os resulten gratis, siempre que continuéis aceptando la presencia de Munatio Fausto al que podéis eliminar en cuanto os lo propongáis.
―Entiendo bien lo que decís y sería por mi parte un gran éxito devolver la jugada, pero falla el elemento principal, solamente dispongo de seis millones de sestercios como conocéis, no más.
―Ahí es donde entra mi colaboración ―aclaró Pola―. Os ofrezco ganar medio millón de sestercios a cambio de vuestra colaboración en un determi-nado asunto...
―¿Medio millón por mi concurso? ¿Qué podéis pedirme a cambio de esa cantidad?
―Algo no difícil que ha de realizarse por una persona de mi entera confianza. Un cliente de la Banca Servio necesita que, en determinado plazo de tiempo, se traslade desde cierto lugar una considerable cantidad de dinero para entregarse por mitades en dos sitios diferentes. No puedo adelantar más hasta tanto no hayáis decidido aceptar, pero si puedo confirmar que el precio por llevar a cabo esta misión es de medio millón de sestercios. El que necesitáis para doblegar a vuestro rival.
A Marco una propuesta tan simple le dejó confuso. Esa clase de trans-porte se realizaba normalmente con seguridad por otros medios distintos a un particular como él sin experiencia. No se le escapaba, por muy ingenuo que el banquero le considerara, que había gato encerrado en la proposición.
―Supongo que esa importante suma de dinero sería transportada en efectivo, no en pagarés.
―Así es ―contestó Pola.
Marco trataba de averiguar que había detrás de aquella proposición sin comprometerse.
―Tiene que tratarse de algo irregular, incluso ilegal, porque de otro modo no se pagaría una suma tan elevada y se llevaría a cabo por los medios habituales pagando un precio sensiblemente inferior al que me estáis ofre-ciendo.
―Naturalmente. Se trata de un asunto especial que debe ejecutarse en secreto. Vuestra misión consiste en recoger el dinero en un lugar de la península itálica, entregar la mitad en una población cercana a Pannonia y traer el resto a Roma donde lo ocultareis quedando bajo vuestra custodia hasta que os sea reclamado. Por vuestra seguridad no debéis saber nada más. Solamente añadiré que el origen del dinero es legal y que no procede de ningún robo o saqueo.
Marco quedó pensativo. La propuesta era sumamente interesante, aunque no se le ocultaba que encerraba sus peligros por el secretismo que se exigía y el elevado precio con que pagaban sus servicios. Por otro lado, esos sester-cios suponían la victoria total en la subasta y creía que a Tito Cepio le debía algo más que el simple agradecimiento. Podía rechazar la proposición del banquero y aceptar el trato del navarca judío y su amigo y benefactor no tendría nada que reprocharle, pero él, en su interior, admitiría que obraba a impulsos de los demás sin sacrificio alguno por su parte. Esta era una ocasión magnifica que se le presentaba para demostrarse a sí mismo y al padre de Acté que era capaz, surgida la oportunidad, de arriesgarse por sus amigos. Porque, ahí no se engañaba, era consciente de que detrás de aquel asunto, aparentemente inocuo, se escondía un gran peligro.
Se puso de pie y mirando con fijeza a los ojos de Pola, preguntó:
―¿Cuándo debe hacerse el trabajo?
―¿Estáis dispuesto a aceptar mi proposición?
―Lo estoy ―replicó Marco―. Con una condición.
―¿Condición…? ―repitió Pola con desagrado―. ¿Cual?
―Que deberéis pagarme por anticipado.
El banquero hizo un gesto con la mano como desechando la petición.
Marco cortó tajante el gesto de Pola.
―No, no pretendo recibir, antes de partir, el medio millón de sestercios. Lo que exijo es que adelantéis un pagaré por esa cantidad para unirla al destino de los seis millones para cubrir la eventualidad de que la subasta se celebre durante mi ausencia o que, por causas relacionadas con la misión, pierda la vida. Dejaré instrucciones y un poder legalizado ante el pretor de la Ciudad para que me sustituyan en ambos supuestos. Comprended que sería estúpido por mi parte arriesgar la vida en una misión con el fin de lograr un objetivo y que, por imprudencia, lo perdiera todo.
El banquero sonrió. La actitud calculadora del joven se identificaba con él. Le gustaba el cariz que estaba tomando el asunto.
―De acuerdo, se hará como decís.
―Bien, ahora dadme los detalles ―dijo Marco, volviendo a sentarse.
―Primera regla: nadie, excepto nosotros dos, debe conocer lo que vais a hacer fuera de Roma, ni el lugar a donde os dirigís. No iréis solo. Os acompa ñarán unos hombres de mi confianza que velarán por la seguridad del transporte. Desconocen todo el asunto, salvo que están a vuestras órdenes para hacer un viaje a los lugares que determinéis y regresar después a Roma. Tenéis el día de hoy y el de mañana para arreglar vuestros asuntos y dispo-ner lo que os plazca. Pasado mañana esos hombres se presentarán en vuestra casa poco antes del amanecer llevando consigo las monturas y el equipa-miento necesario para el viaje.
―¿Dónde debo dirigirme?
―Saldréis con dirección a Patavium, allí buscareis al banquero Marcelo Crasso que os entregará el dinero...
Marco interrumpió a Pola.
―¿Me entregará el dinero simplemente porque le diga que estoy allí para recogerlo? ¿Y qué cantidad me debe entregar?
Pola no respondió. Se dio media vuelta y regresó a su asiento al otro lado de la mesa. Cogió una llave y sacando un cofrecito de madera de uno de los cajones lo abrió.
Marco le veía hacer en silencio.
El banquero retiró del cofre tres monedas partidas irregularmente por la mitad y se las mostró a Marco.
―Ved estas monedas... son denarios de oro, tres áureos de los acuñados por Julio César y observareis que les falta un trozo, casi la mitad.
Marco tomó en sus manos las tres monedas partidas que el banquero le ofrecía y las contempló detenidamente.
―A Marcelo Crasso, le entregareis la parte que le falta a la otra mitad que tiene en su poder. Esa es la contraseña. Os entregará una cantidad aproxi mada a quinientos talentos.
―¡Quinientos talentos…! Eso ocupa espacio y bastante peso.
―No os preocupéis. Marcelo lo tendrá previsto y solucionado.
―¿Y las otras dos?
―Con el dinero os dirigiréis hacia la frontera con Pannonia y antes de alcanzarla llegaréis a la localidad de Noreia, donde todas las noches a partir de las calendas de Agosto hasta los idus, es decir durante trece días, os espe-rarán en la taberna "Las ocas sagradas". Deberán entregaros la parte que falta de uno de vuestros dos denarios y, si coincide, entregaréis la mitad del cargamento. Tomad vuestras precauciones y no perdáis las dos partes del denario pues constituyen el recibo de la entrega.
―¿Cómo conoceré al hombre que me espera en "Las ocas sagradas"?
― Estará solo y llevará una cinta de cuero rodeando las sienes. En Roma reclamarán el resto del dinero con la entrega de la moneda que falta. Recor-dad que vuestra vida no valdrá nada si llegada la ocasión no podéis devolver las monedas completas o, en su defecto, el dinero.
Marco abandonó el edificio de la Banca Servio para ir en busca de su amigo Fabio al que debía poner en antecedentes del asunto, conservando, en lo fundamental, el secreto de la operación tal como había exigido el ban-quero.