“La  verdad y la humanidad                    se basan en el amor de los semejantes

                                                                               y en el desdén de los sentidos”

  Marco Aurelio

 

                                                                  IX

 

 

 

                        A PUBLIO SOTTO le llevó cerca de cuatro años concluir la construcción de lo que sería su gozo definitivo: la gran casa de campo de los Sotto en las proximidades del noroeste de Vicetia, a menos de una milla de la vía Postumia. Una heredad dotada de los suficientes elementos para permi tir rentabilizar la explotación de los viñedos, de los olivares y de los rebaños de ovejas, en la que vivir confortablemente se conciliaba con el alejamiento de la ciudad. La vivienda principal estaba provista de lo que se consideraba necesario para la comodidad y placer de sus ocupantes, pero siempre conser-vando las características propias de las haciendas en las que conviven los amos con los esclavos y siervos que constituyen la mano de obra, y no para ser visitada en señaladas ocasiones por los propietarios que prefieren vivir en la ciudad, dejándolas al cuidado y administración de un intendente, como ocurría con la mayoría de los fundos vecinos.

     La mansión, que constituía el cuerpo central de una H irregular, era es-pléndida pero sin llegar a parecer suntuosa, con ricos pavimentos de mosai-co y de mármol, paredes abundantemente decoradas de pinturas y dotada de cuantos elementos colaboran a que la vida en el campo sea agradable. El brazo izquierdo de la H estaba destinado a viviendas de los esclavos, alma-cenes, cobertizos, barracones para guardar los aperos de la labranza, corrales y  refugios del ganado, mientras que el de la derecha, bastante más largo, ocupaba en toda su longitud la gran bodega donde se almacenaban las cose-chas del vino y del aceite.

     Desde lo alto de su montura, mientras su corcel se dirigía al paso hacia los viñedos, Publio Sotto contemplaba sus posesiones con orgullo, resultado de años de esfuerzo y de sacrificio y recordaba, no sin nostalgia, cuando él y su camarada Ancio Trebio llegaron a Vicetia después de servir durante muchos años como centuriones de la Legio Victrix de guarnición en Pannonia. Publio se casó a los pocos meses con Valeria, la hija mayor del rico Valerio Décimo a la que dio como dote diez mil denarios y trescientas yugadas de tierras que sólo utilizaba como coto de caza. Con el dinero de su mujer, más los ahorros de una vida entera al servicio del Imperio, se consagró de lleno a la obra y, al cabo de unos años, consiguió que las tierras recibidas se con-virtieran en unos ricos viñedos y olivares complementados con la explota-ción del ganado ovino. Pasado un tiempo el fundo de Publio Sotto era el más próspero de la comarca y sus vinos gozaban de prestigio dentro y fuera de la región hasta el punto de que las ánforas que salían de su bodega paseaban por toda la península, con orgullo, su etiqueta de calidad, "fundus Sotto". Si se le preguntaba respondía que el éxito se debía en buena parte al Tratado de Agricultura de Catón, al que tenía como libro de cabecera y al que seguía en todo lo concerniente a la explotación del predio.

     Publio Sotto llevaba muy dentro de él que todo jefe es responsable de la seguridad y del bienestar de sus hombres y en función de ese principio cuidaba personalmente de que no se escatimase a sus trabajadores ni el ali-mento ni el trato justo. Odiaba los malos tratos como norma de conducta y tenía con los esclavos la benevolencia que se seguía con los niños, por eso su hacienda no era una finca-ergástula donde sólo vienen los esclavos a acos-tarse, encadenados, después de su duro trabajo y vigilados por un intendente puntilloso y cruel. Los esclavos vivían contentos y agradecidos a los dioses por haber tenido la fortuna de haber ido a parar bajo el poder de un amo tan comprensivo y recto. No tenían nada más que mirar a las plantaciones de alrededor para darse cuenta de la diferencia de la suerte de los otros esclavos a los que se sometía a la brutal vigilancia del intendente y sus capataces que por las noches les encerraban en las ergástulas encadenados, con las piernas atrapadas por collares de hierro y por las mañanas no era infrecuente hallar algún muerto. Se les veía a primera hora, al amanecer, partir escoltados hacia los campos donde trabajarían casi ininterrumpidamente hasta cerca de la puesta del sol, excepto con un alto para tomar una escasa y poco consis-tente comida.

     A Publio Sotto se le alegraba el corazón cuando recorría sus posesiones a caballo y oía los cánticos alegres de los esclavos que interrumpían sus can-ciones para saludarle. En esos momentos se sentía retribuido por los esfuer-zos realizados y por haber seguido una conducta radicalmente distinta a la del resto de los propietarios de los fundos vecinos. No obstante, Publio Sotto no tenía nada de pusilánime y se equivocaría quien creyera que esta actitud podía ser la causa de su comportamiento en el gobierno de la plantación. Su condición de soldado y, por tanto, amante de la disciplina, le llevaba a dar a cada hombre lo que éste se merecía y no regateaba ni buen trato, ni alimen-tos, ni descanso, ni siquiera confianza y afecto, pero había establecido una regla clara y precisa y el que la violaba debería sufrir las consecuencias. Lo único que no toleraba era la holgazanería, la deslealtad para con el fundo y sus camaradas. Las pequeñas faltas eran los propios capataces, también esclavos, los que debían castigarlas y siempre proporcionadas al tipo de irregularidad cometida. Sólo los niños pequeños, los muy ancianos y los enfermos estaban exentos de realizar ningún cometido. Todos debían aportar su esfuerzo, desde el amo hasta el último esclavo siempre que estu-viera en disposición de poder realizar la tarea. A medida que se iban hacien- do mayores y más débiles se les encomendaba labores acordes con su capacidad física, lo que incluso agradecían pues se seguían sintiendo útiles y formando parte de aquella gran familia que integraba la plantación. Quien no respondiera a este principio sabía que no le esperaban azotes, la ergástula ni otro tipo de castigo, sino el fin más temido, ser expulsado y vendido a los predios vecinos. Tanto había calado esta máxima, este estilo de comporta-miento, que Publio Sotto no se preocupaba de estos asuntos. Eran los pro-pios capataces los que, de acuerdo con un consejo de ancianos, proponían la expulsión de algún elemento que pretendiera perturbar la apacible vida de la heredad.                

     Aparte de la explotación de la finca la otra gran pasión de Publio Sotto era la naturaleza, los largos paseos y la caza y, aunque la edad ya no le per-mitía practicarla con la misma asiduidad, siempre que llegaba la época participaba en la captura del jabalí que era, por su peligrosidad, la que más le cautivaba. El resto del año practicaba la caza de liebres, zorros, patos y otros volátiles. Presumía de ser un experto rastreador y de poseer los mejores podencos. Cuando salía de caza iba siempre acompañado del joven Larcio al que estimaba por diversas razones. Una, porque era el hijo de Ancio Trebio su viejo camarada en tantas batallas libradas sobre los campos de Germania bajo las órdenes del propio Tiberio y, otra, porque el muchacho era un digno hijo de su padre: valiente, trabajador, decidido, voluntarioso, emprendedor... Veía en él su propia juventud cuando ingresó en el ejército pensando que tenía ante sí el mundo entero y que conquistarlo sería cuestión de tiempo. Se encontraba al tanto de que estaba enamorado de Publina, su hija única, y sabía también que ella le correspondía. Es cierto que con el lógico egoísmo de padre deseaba para su hija un esposo que reuniera todas las virtudes, la consideración social y las riquezas, pero como buen soldado sabía tener los pies en el suelo y reconocía que para hacer feliz a su hija aquel muchacho se prestaba mejor que cualquier desconocido que pudiese aparecer por muy noble que fuese. Además, Publio Sotto que tenía pasión por su hija y deseaba su felicidad, aceptaba a Larcio sin resentimiento.

     Sin embargo, la oposición a esta posible unión era muy fuerte por parte de su esposa Valeria y hasta ahora no se atrevió a plantear la batalla en defensa de los sentimientos de su hija. Valeria se negaba en redondo a admi-tir que Publina pudiera unirse a quien ella consideraba un pobre rústico y manifestaba a los cuatro vientos que la hija de los Sotto estaba llamada al matrimonio con el vástago de una familia ilustre y rica. Aprovechaba cual-quier ocasión para oponerse frontalmente a las relaciones entre los dos jóve-nes, espiando sus movimientos y evitando que pudieran verse a solas con lo que obtenía el resultado contrario, pues tanto Larcio como Publina se valían de las mil tretas de todos los amantes para conseguir sus propósitos. Lo que no sospechaba Publio Sotto era que la negativa reacción de su mujer ante los amores de los jóvenes, suponía un desagravio por haber tenido que unirse ella misma a un hombre que le ofreció todo menos la posición social que soñaba y suponía que su hija tendría parecidos remordimientos si no ponía coto al avance de Larcio. No obstante, en el presente, la preocupación real de Publio Sotto iba por otros derroteros. El pasado año la cosecha fue ful-minada por una helada tardía y gran parte de las viñas tuvieron que ser arrancadas. Necesitaría al menos dos años para resarcirse de las pérdidas ocasionadas y eso contando con que las próximas cosechas no sufrieran menoscabo alguno. Esperaba con cierto temor que se acercara el tiempo de la recolección de la vid porque en seguida debería hacer frente al compro-miso adquirido con el banquero Crasso.

     Al no disponer de reservas porque la mayor parte del dinero que ingre-saba se invertía en la propiedad para mejora de los campos, de las viviendas y de la vida de sus habitantes, tuvo que acudir a los prestamistas de Vicetia pero como estos no tenían la envergadura suficiente para facilitarle el medio millón de sestercios que necesitaba para salir adelante se dirigió a Gayo Vestorio propietario de un terreno lindante con el suyo, algo superior a las cincuenta yugadas, que tenía la propiedad como un capricho y no como algo esencial cual era el caso de Publio.

     Gayo Vestorio observó que su vecino demostraba preocupación y que se hallaba incómodo entre las paredes del atrium por lo que propuso amable-mente:

     ―Salgamos afuera y mientras damos un paseo me contáis lo que os preo cupa.

     ―Vengo a pediros ayuda y consejo ―expresó sin rodeos Publio Sotto.

     Gayo, que poseía gran cultura y que era un buen conocedor de los hom-bres, comprendió lo desagradable que resultaría a Publio, el excenturión, tener que suplicar a otro individuo por lo que quiso suavizar la conversación llevándola por unos derroteros amigables, así que medió comprensivo:

     ―Tenéis dificultades para sacar adelante vuestra hacienda a causa de las heladas...

     ―Así es ―respondió sin titubeos Publio Sotto, agradecido porque su anfitrión rompía el hielo con esa declaración―. No dispongo de fondos sufi-cientes para esperar a las próximas cosechas. Necesitaré cerca de cien mil denarios y he pensado que quizás podáis prestarme esa cantidad.

     ―Me gustaría poder ayudaros, aunque os suene a mera cortesía el que os diga que lo hubiera hecho de serme posible, pero se da la circunstancia de que yo también atravieso un momento de falta de liquidez hasta el extremo de que he tenido que acudir a un banquero amigo con la garantía de esta pro-piedad con la casi absoluta seguridad de que no devolveré el préstamo y, por tanto, me quedaré sin la hacienda.

     Publio recibió con desánimo esta confesión de Gayo, quien siguió diciendo:

     ―Precisamente tenía pensado hablaros para ofreceros mis tierras. Com-prendo cuanto amáis estos campos y también sé de la peculiar manera de manejar vuestros asuntos. Como sabéis yo soy un hombre de ciudad y mi interés por esta pequeña heredad no va más allá de la estación estival. Cuan- do dejo Patavium y me acerco hasta aquí a recorrer los campos a caballo en busca de algún jabalí a quien acosar ―y volviéndose a Publio con un gesto irónico, enfatizó― ... sin demasiado empeño... no me mueven otros motivos que, a mi regreso, sorprender a los amigos con el relato de la aventura.

     ―Os agradezco vuestro ofrecimiento que hubiera aceptado de inmediato de no haber surgido esta desgraciada circunstancia, pero la situación me obli ga a pensar en cómo salvar lo que poseo y no en aumentar mis propiedades.

     ―Pues sólo se me ocurre presentaros a mi amigo Marcelo Crasso. Bueno ―precisó, sonriendo―, todo lo amigo que puede ser un banquero.

     De este modo consiguió el préstamo que sirvió para salvar, por el momen to, la heredad en la que estaban atesorados en cada surco abierto por el arado, en cada árbol plantado, en cada trozo de terreno, años de trabajo, de sacrificios, de amor. Sentía que un escalofrío le recorría la espina dorsal cada vez que pensaba que podía llegar el día en que no pudiendo hacer frente a la obligación contraída le fueran arrebatadas las tierras. No quería pensar en ello y cuando le asaltaba este pensamiento procuraba alejar la idea de que podía verse obligado, como mal menor, a desprenderse de parte de la propiedad para hacer frente al pago de su deuda a Marcelo Crasso. Éste, le había demostrado que no era un mal hombre y sus intereses por el préstamo, aunque elevados, no alcanzaban los porcentajes usureros a los que estaban acostumbrados en Vicetia y Verona. Sin embargo, le habían llegado noticias de que la salud del banquero se había resentido temiéndose por su vida y esto le llenaba de preocupación pues Publio estaba seguro, en el caso extremo de que la cosecha de este año no fuera todo lo excelente que esperaba, de que Crasso se avendría a un nuevo aplazamiento, pero si fallecía lo más probable sería que sus herederos no tuvieran ninguna consi-deración con los deudores.

     Después de dar un largo paseo a lomos de su montura por los campos y de observar el trabajo de los esclavos encaminó su cabalgadura hacia las praderías donde los grandes rebaños de ovejas pastaban apaciblemente, vigiladas por los pastores y los perros que acudían ladrando gozosos a su encuentro cuando le olfateaban. Siguió su marcha al paso que marcaba la yegua y se dirigió de nuevo hacia los edificios donde se encontraban los cobertizos y la bodega. Al acercarse al barracón donde se depositaban los centenares de podaderas, binaderas, hoces, cuchillos, arados, hocinos, mayales y toda clase de aperos de labranza se detuvo un poco al llegar a la altura del huerto donde crecían entremezclados y dispersos sin ningún orden, higueras, manzanos, melocotoneros, membrillos y cerezos y aspiró profundamente satisfecho la fragancia de los frutos en sazón.

     Siempre que pasaba por aquí le llamaba la atención el depósito para regar, ideado por Crispo, que por su sencillez parecía imposible que a nadie se le hubiese ocurrido realizarlo con anterioridad. Pero Publio, con su dila-tada experiencia en el ejército, sabía que las grandes ideas parecen siempre sencillas una vez que son expuestas y llevadas a la práctica por sus inven-tores. Antes resultaba un trabajo ímprobo el riego de los huertos, pero Crispo lo solucionó construyendo un depósito de agua en un terreno algo elevado, del que salían dos repartidores toscamente hechos con tejas encajadas que la conducían a los diversos surcos. Precisamente, en aquel momento saliendo del barracón de los aperos y llevando en brazos unos listones de madera, el esclavo Crispo acompañado de un ayudante adolescente, se dirigía a su pro-pio cobertizo de trabajo donde se le había instalado un banco de carpintero con todo el material y herramientas que había requerido.

     ―¡Salve, amo Publio! ¡Que los dioses estén con nosotros en este día! ―exclamó gozoso el joven esclavo de tez tostada por el sol.

     ¡Salve, Crispo! ¿Cómo van las cosas?

     Crispo sonrió abiertamente.

     ―Muy bien, amo. Os ruego informéis a Larcio que ya hace tiempo que he completado más de un cargamento y que cuando lo dispongáis podemos marchar a Noreia.

     ―Se lo haré saber en cuanto le vea ―respondió, despidiéndose con un gesto de la mano―. Mejor aún  ―agregó, volviéndose al recordar algo―. Puedes ir tu mismo ―sabedor, Publio, de que el joven agradecía cualquier oportunidad que se le presentara para ver a Ancina, la hermana de Larcio.

     Mientras Crispo se alejaba hacia su cobertizo, Publio le observaba recor-dando lo sucedido unos meses atrás cuando se le acercó uno de los capa-taces. Publio esperó a que hablara.

     ―Amo, creo que hay algo que debéis saber ―dijo, carraspeando como si tuviera dificultades para expresarse.

     Publio le animó con un gesto a que continuara.

     ―Se trata de Crispo.

     Publio acusó la sorpresa que le producía el que su capataz nombrara a Crispo. Sabía que cuando un capataz se presentaba ante él para tratar del comportamiento de algún esclavo era porque las cosas habían llegado a un extremo que requerían la decisión del amo y Crispo era la última persona de la que hubiese sospechado que tuviera un comportamiento impropio para el fundo. A Crispo, que era un joven sano, alegre, aunque analfabeto, lo había comprado en el mercado de esclavos de Verona la pasada primavera porque necesitaba un carpintero y desde el primer día de su llegada se destapó como un eficaz artesano.

     ―¿Qué sucede con Crispo? ―preguntó con cierto temor por la res-puesta.

     ―Le vigilo desde hace días.

     ―¿Y...?

     ―Todas las tardes se escabulle, sigiloso, de los viñedos un poco antes de que termine la jornada y sin ser visto se introduce en el barracón de los aperos del que, a veces, no sale ni para comer.

     ―¿Abandona entonces su trabajo?

       ―Bueno... no ciertamente. Cuando se retira de los campos no le queda ninguna tarea por realizar.

     ―Pues sigo sin entender nada... ―contestó, receloso, ante la forma de explicarse del capataz.

     ―Os ruego que vengáis conmigo al barracón donde se encuentra en este momento y que juzguéis por vos mismo ―respondió éste con un cierto matiz de misterio.

     Entraron sin hacer el menor ruido por la puerta de poniente, la más ale-jada de donde debería de encontrarse el carpintero. El capataz lo hizo en primer lugar y se volvió hacia su amo indicándole con una leve seña que no hiciese ningún ruido ni hablase. Adaptó sus ojos a la penumbra y avanzaron hacia el fondo del largo barracón pegándose al muro y ocultándose tras los aperos a medida que avanzaban hasta llegar a divisar el rincón despejado donde estaba el banco del carpintero iluminado por los últimos rayos del sol. Encima de una banqueta estaban dispuestos media docena de pocillos de madera conteniendo líquidos pastosos, aceitosos, de diferentes colores y un buen número de pinceles colocados dentro de un pequeño recipiente. Sobre una tabla de madera colocada sobre la pared y sujeta por un clavo, Crispo había dibujado mediante una serie de trazos su evocación de una de las cacerías de jabalíes de las que Publio era tan aficionado. Con una sola y decidida línea indicaba audazmente las cabezas y, mediante un único trazo, el cuello hasta el hocico y los colmillos; utilizaba otro trazo continuo para mostrar la enorme mole de los animales, desde la frente hasta la cola. Donde se encontraba su mayor arte era en la representación de los cuartos traseros pues con un solo y rápido rasgo mostraba la forma de la corva y su movi-miento al correr. Las patas delanteras, retumbando sobre la pradera apa-recían indicadas también en una sola línea y los colores que utilizaba para presentar a los animales en su huida a través de los arbustos, destellaban sobre el fondo de la tabla de madera. Los jabalíes en su desesperación y coraje por vivir, hacían saltar de gozo a Publio Sotto, pues sentía que los animales palpitaban de vida. Estaban huyendo de cazadores, quizás de él mismo, que no se veían y de los perros que se acercaban amenazantes.

     Pero si admirable era la pintura, más aún le pareció a Publio Sotto las tres figuras talladas en madera que Crispo había realizado primorosamente de aquellos animales. En ese momento, el joven trataba, con su gubia, de dar la forma de un perro al trozo de madera que tenía entre las manos y se le veía ensimismado, silencioso, fija la atención en lo que estaba haciendo. Bajo los golpes certeros de la herramienta había aparecido la hermosa cabeza de un perro de presa con la boca abierta por el esfuerzo y la lengua colgando de uno de los lados.

     Sin que Crispo se percatara de la presencia del amo y del capataz, estos volvieron atrás y salieron del recinto.

     ―Desde mañana liberas a Crispo de todas las tareas en el campo y le asignas un ayudante. Construid un barracón para el sólo y que se le preste toda la ayuda y el material que necesite ―ordenó Publio al capataz que le escuchaba con el rostro radiante.

     Mientras el mayoral se alejaba, Publio se dijo en voz alta: "Tiene más valor una sola de las figuras que salen de sus manos que un odre de mi mejor vino".

     Desde aquel día Publio había llegado a un arreglo con Crispo, beneficioso para ambos. El joven esclavo se dedicaría exclusivamente a su arte y cada vez que se dispusiese de cantidad suficiente de figuras se llevarían a vender a las ciudades próximas. Con su venta se harían tres partes, una para pagar los gastos, otra para Publio en compensación y la tercera para Crispo con la promesa de que éste obtendría la libertad una vez que reuniese la cantidad que el amo había pagado por él, con el compromiso de seguir en el fundo durante tres años más. El trato no podía ser más satisfactorio para Crispo quien aceptó agradecido la generosidad que Publio Sotto le mostraba.

     ―De parte del amo Publio, que sepa vuestro hijo Larcio que he comple-tado un cargamento y que estoy preparado para partir cuando esté listo ―decía Crispo al hombre canoso que, a pesar de sus años, mostraba todavía un aspecto atlético.

     Pasa adentro y díselo tu mismo ―contestó aquél en tono cordial, a sabiendas de que Crispo se hubiera sentido desgraciado si regresaba a su fundo sin haber podido conversar durante un rato con su hija mayor, Ancina.

     Ancio Trebio era muy parecido en todo a su camarada Publio Sotto. Honrado, trabajador, amante de su familia y dispuesto a tratar al hombre más insignificante con la misma atención y deferencia que lo haría con un noble. Sólo veía a las personas en función de su comportamiento y es que la vida militar marcaba para siempre las conductas de los hombres que sirvieron lealmente al César. Llegó a Vicetia con su amigo Publio Sotto cuando ambos dejaron el ejército y, al poco tiempo, cada uno inició un nue-vo camino. Mientras Publio se casaba con la rica Valeria y dedicaba todos sus esfuerzos a hacer productivas las tierras que su suegro le dio como dote y que, hasta entonces, sólo se utilizaron como coto de caza, Ancio, con el dinero que había ahorrado durante su permanencia en el ejército montó una pequeña industria de cuero y consiguió, solamente con la garantía de su nombre, un contrato con el ejército para suministrar calzado a las legiones destacadas en Pannonia. Cada dos meses transportaba una provisión de sandalias y botas que entregaba a un oficial frumentario en Noreia. Su mujer, su hijo Larcio, sus tres hijas y seis esclavos componían toda la fuerza laboral disponible. Constituían en su conjunto una alegre familia que no soñaba con grandezas ni fortunas y que se conformaba con su situación próspera y a la vez humilde si se la comparaba con la de los Sotto. Ancio Trebio deseaba que sus hijas encontraran esposos que se integraran en la familia y en la actividad industrial que desarrollaban lo que sería una buena solución para el futuro de todos. Conocía los deseos de su hijo y las dificultades que entrañaban la oposición de Valeria y aquel enfrentamiento le disgustaba pues también comprendía el pesar de su amigo Publio. Enfrentarse a la propia mujer significaba disputar y romper la armonía del hogar. Confiaba en que todo se arreglara para bien de los jóvenes, pero reconocía que el asunto tenía mal desenlace si Valeria no se avenía a modificar su actitud.

 

 

                        EL BRACO Y el podenco corrían y brincaban, unas veces a los lados del carro y otras adelantándose excitados para salirse del camino y, en seguida, introducirse entre los arbustos y matorrales que crecían a los lados de la calzada cuando con su fino olfato venteaban el rastro de alguna liebre o se sentían impelidos a salir disparados en el momento que levan-taban el vuelo las aves que descansaban apaciblemente sobre las ramas y que iniciaban la huida sobresaltadas por el retumbar de las ruedas del carro y los cascos de los caballos en su avance sobre las piedras de la vía Emilia. Eran unos hermosos ejemplares que Larcio utilizaba para cazar cuando acompañaba a Publio Sotto y a los que tenía un cariño especial. Poseían un cuerpo algo menor pero más robusto que el del lebrel, con la cabeza redon-da, las orejas tiesas, el lomo recto, el pelo medianamente largo, la cola enros-cada y las manos y pies pequeños pero muy fuertes. Poco ladradores y sumamente sagaces y ágiles para la caza por su gran vista, olfato y resisten-cia. Cuando Larcio les silbaba ambos perros obedecían inmediatamente de acuerdo con las instrucciones que llegaban hasta ellos que discriminaban según la modulación de los silbidos. Siempre que viajaba a Noreia para hacer la entrega del calzado al representante de las legiones se los llevaba con él.

     Crispo, a su lado en el pescante, parecía, por la expresión pensativa de su rostro, preocupado por algún asunto porque no estaba prestando demasiada atención a la conversación de su amigo. Entre ambos jóvenes hacía tiempo que surgió una sincera amistad. Parecían hermanos en vez de tratarse de un esclavo y de un hombre libre. Por eso Larcio no se sintió ofendido sino que prorrumpió en una sonora carcajada cuando Crispo le interpeló:

     ―¿Crees que tu padre se opondrá a admitirme en la familia cuando el amo Publio cumpla la promesa de manumisión?

     Larcio, al igual que el resto de la familia, conocían que Crispo estaba ena-morado de su hermana Ancina y que ésta le correspondía. Para ninguno de ellos era un secreto esta relación y sabían también que Crispo iba a con-vertirse en un hombre libre dentro de poco tiempo y que reunía una serie de virtudes y cualidades que le hacían merecedor del afecto de la familia Trebio. Antes de responder, Larcio recordó su propia situación con respecto a la hija de Publio y Valeria. Un cierto deje de amargura acompañaba sus palabras cuando contestó a su amigo.

     ―¿Ignoras aún cual es la opinión de mi padre cuando se trata de los senti mientos de sus hijos? Te aseguro que no tiene el menor prejuicio en admitirte en su casa si esa es la voluntad de mi hermana.

     Crispo agradeció la respuesta con una sonrisa que iluminó su rostro. Larcio que tenía las riendas cogidas con ambas manos, las tomó en la izquierda y posó la otra sobre el hombro de su acompañante, añadiendo:

     ―Seré dichoso con la felicidad de mi hermana y de tener un hermano...

     A Crispo se le humedecieron los ojos y quiso disimular su emoción dirigiendo el rostro y la mirada hacia los canes que correteaban nerviosos adelantados unos pasos al tiro de las caballerías por la parte derecha de la calzada.

     ―Con lo recibido este viaje y lo que obtenga en el siguiente habré logra-do pagar al amo y cumplir la condición para ser libre. A partir de entonces todo cuanto gane lo emplearé para constituir un patrimonio que me permita ofrecer a tu hermana una situación aceptable.

     ―No será necesario que esperéis tanto tiempo. Mi padre te aceptara en su casa al día siguiente en que Publio Sotto te manumita.

     ―He pensado, después de lo que me han ofrecido en Noreia por la pintura de la cacería que realicé sobre la tabla de madera que, al mismo tiempo que las figuras talladas, también puede ser provechoso vender las pinturas.

     ―Sería una buena idea ―reconoció Larcio.

     ―Y además de que me han insinuado que me las pagarían a buen precio me lleva la mitad de tiempo realizar con los pinceles una escena de caza que tallar una sola figura.

     En ese momento Larcio se percató de la ausencia de los perros que habían salido disparados hacia la derecha del camino y que llevaban un buen rato sin aparecer. Dio unos fuertes y agudos silbidos conminatorios para que regresaran pero siguieron sin dar señal de vida. Extrañado por el proceder de los animales que no habían respondido a su llamada, Larcio detuvo el carro y quedó silencioso escuchando. Ningún sonido peculiar le avisaba de la presencia de los perros. Sorprendido por este comportamiento, se dirigió a su amigo:

     ―Salieron disparados y no responden a mi llamada.

     ―Estarán siguiendo el rastro de algún animal y, nerviosos por darle alcan ce, se han alejado lo bastante como para no oírte.

     ―Es muy raro, nunca, por más reciente que sea el rastro, dejan de responder a mi llamada.

     ―Vuelve a llamarles ―sugirió Crispo.

     Larcio asintió. Introdujo el índice y el pulgar entre los labios y lanzó un silbido fuerte y prolongado que repitió, en la distancia, un débil y lejano eco. Quedaron ambos inmóviles y con el oído atento para percibir cualquier señal. A los pocos instantes percibieron, detrás de ellos a su derecha, unos ladridos lejanos. Larcio repitió la llamada y los ladridos le fueron contes-tando cada vez más cercanos hasta que al cabo de unos segundos aparecía frente a ellos el braco que, al verles, paraba en seco su carrera sin acercarse, se les quedaba mirando mientras reculaba y lanzaba unos ladridos espacia-dos significativos de que intentaba avisar a su dueño de algún suceso que a los animales les había excitado

     Larcio le llamó por su nombre. El animal alzado sobre las patas poste-riores saltaba a ambos lados con las patas delanteras pero sin moverse del sitio y continuaba lanzando unos ladridos que se iban transformando en aullidos lastimeros.

     ―Está tratando de decirnos algo ―dijo Crispo.

     En ese momento se oyeron los lejanos ladridos del podenco.

     Vamos a seguirle. Está claro que han descubierto algo y que, mientras el podenco se ha quedado en el sitio, éste ha vuelto para avisarnos.

     Saltaron ambos jóvenes del pescante al suelo y echaron a correr detrás del braco que, a su vez, volvió grupas y se lanzó entre los matorrales recto hacia el lugar de donde provenían los ladridos de su compañero. Al cabo de un rato de una continuada carrera llegaron a un claro y vieron que el braco iniciaba el ascenso de una pequeña loma en la que el podenco permanecía erguido y nervioso cerca de la cima ante el cuerpo de un hombre en el suelo. Crispo fue el primero en llegar, se arrodilló y dio la vuelta al cuerpo de Marco que se hallaba de bruces y sin conocimiento.

     ―¡Está vivo... respira! ―dijo Crispo volviéndose hacia Larcio que acaba ba de llegar a su lado.

     Entre los dos le incorporaron a medias y entonces descubrieron la causa del desvanecimiento.

     ―Está malherido y la pérdida de sangre por la herida del antebrazo le ha llevado a desmayarse, pero no debe llevar mucho tiempo en ese estado porque la sangre aún está fresca ―observó Crispo.

     ―Antes de llevarlo hasta el carro sería conveniente hacerle volver en sí y realizar una cura de urgencia ―sugirió Larcio.

    ―Iré a por agua y unas tiras de lienzo para vendarle ―añadió Crispo.

     Larcio asintió y cuando Crispo dio la vuelta para iniciar la carrera hacia el carro, escuchó las últimas advertencias de su amigo.

     ―Debemos llevarle hasta el carro sin moverle demasiado así que trae también nuestras capas para utilizarlas de camilla.

     Cuando Crispo regresó con todo lo necesario vertieron agua sobre el rostro de Marco y éste abrió los ojos con una mirada vacía, inconsciente de lo que estaba sucediendo por la extrema debilidad que le poseía. Oyó una voz que le daba ánimos pero no supo dilucidar si era real o producida por su delirio.

     ―Estad tranquilo que os encontráis entre amigos. Os vamos a llevar donde recibiréis los cuidados necesarios para sanar de vuestras heridas.

     Crispo y Larcio decidieron limpiar la herida en el carro con más calma y para transportar al herido entrelazaron las dos capas, las colocaron en el suelo y entre los dos, uno por las axilas y el otro por las piernas, colocaron encima el cuerpo exánime de Marco. Después, cada uno por un extremo, agarraron la improvisada camilla y caminando despacio para no provocar una nueva hemorragia al herido se dirigieron al carro seguidos por los perros inquietos a causa del olor de la sangre. Cuando llegaron a la calzada colocaron cuidadosamente a Marco sobre la paja que cubría las tablas del carro entre el espacio que dejaban varias cajas de madera vacías y procedie-ron a cambiarle el vendaje, dejándolo suficientemente ajustado para impedir nuevas hemorragias. Le levantaron la cabeza y, arrimando la cantimplora a los labios, le animaron a beber.

     El herido, en su estado de semiinconsciencia, sentía una sed abrumadora por lo que con un reflejo intuitivo ante la proximidad del agua abrió los labios y tragó el líquido ávidamente. Mientras volvía a su primitivo estado de desmayo sintió que la voz anterior, lejana pero de tono amistoso, le decía: 

     ―Antes del atardecer llegaremos al fundo de los Sotto y allí estaréis a salvo.

     Soñó que curaban sus heridas unas cálidas y suaves manos femeninas acompañadas de apagadas voces de dulces tonos. Sintió que le lavaban y con la cabeza apoyada en el brazo de una de las mujeres le hacían beber un caldo espeso y tibio que le introdujo un benéfico calor en el cuerpo deján-dole en seguida en un estado de sopor que acabó adormeciéndole.

     Cuando abrió los ojos y se fue acostumbrando a la claridad, al mismo tiempo que recobraba la memoria y el resto de los sentidos, se percató de que estaba acostado de espaldas sobre un mullido lecho de lana en una estancia amplia, blanca, y con un gran ventanal a sus pies por el que penetraba la fuerte luz solar del mediodía. Giró lentamente el cuello con el temor de sentir en cualquier instante el dolor de alguna fractura, pero no sintió nada por lo que se animó a echar toda la cabeza hacia el lado derecho del que provenía un extraño sonido mezclado con el murmullo de una canción apenas musitada entre los labios. La escena que contempló le pareció tan irreal y a la vez tan familiar, al recordarle su infancia y el vago recuerdo de su madre, que por un instante consideró la posibilidad de que se encontrara al otro lado de la Estigia. La muchacha de blanca tez y trenzas negras sentada sobre una banqueta al otro extremo de la estancia, tomaba de un cestillo una cantidad de lana y la enrollaba hasta formar una bola en la extremidad superior de la rueca. Una vez la rueca provista de lana, la joven cogía un huso en el que se distinguía la varilla con un gancho que mantenía el hilo en su sitio y, por otra parte, el peso de barro cocido que ayudaba a mantener el hilo tenso y a acelerar el movimiento de rotación necesario para retorcerlo. Era evidente para cualquiera, incluso para un profano como Marco, la habilidad que desplegaba la joven. La muchacha sujetaba la rueca con la mano izquierda y después de arrancar algunas hebras y de engan-charlas al huso, creaba, poco a poco, un hilo al que le daba forma con su mano derecha, humedeciéndolo con saliva y atrayéndolo constantemente hacia ella; al mismo tiempo imprimía un movimiento de rotación al huso y retorcía el hilo entre el pulgar y el índice. Salía un hilo más o menos grueso y lo enrollaba en el ovillo.

     Marco estuvo un largo rato contemplando a la joven en su tarea, mientras en su cabeza trataba de recomponer lo sucedido. Recordó su despertar en el pozo de la mina, la huida por la galería y el interrumpido descenso por la colina para tratar de llegar hasta la calzada de la vía Emilia que había llegado a divisar desde lo alto de la loma. A partir de ahí, sólo le llegaban retazos, vaguedades, como nubes de humo acercándose y alejándose. Le parecía recordar los ladridos de un perro y voces amigas que le hablaban tranqui-lizándole. Recordó también la herida del antebrazo izquierdo y, en un reflejo instintivo, inició un movimiento de la mano derecha cuando la joven, al percibir el gesto, volvió el rostro y sus miradas se encontraron.

     ―¡Habéis recobrado el conocimiento! ―exclamó, mientras soltaba la rueca y poniéndose en pie se acercó al lecho.

     ―¿Dónde estoy? ―inquirió Marco con voz apagada.

     ―Os encontráis en la hacienda de los Sotto y no debéis sentir preocu-pación ni temor alguno. Pronto sanaréis de vuestras heridas.

     ―¿Quién eres? ―preguntó Marco intentando incorporarse.

     ―Soy Publina, la hija de Publio Sotto.

     ―¿Cómo he llegado hasta aquí?

     ―Larcio y Crispo cuando regresaban a casa por la vía Emilia os encon-traron sin sentido y malherido cerca de la calzada gracias a los perros que os olfatearon. Teníais muy mal aspecto cuando llegasteis debido a la pérdida de sangre, pero ahora estad tranquilo pues os recuperáis a toda prisa.

     ―¿Cuánto tiempo hace…? ―inquirió Marco.

     ―¿Desde qué os hallaron desvanecido?

     Marco asintió con un leve movimiento de cabeza.

     ―Os encontraron hace tres días y desde entonces lo habéis pasado deli-rando y con fiebre, pero desde esta mañana la respiración se ha hecho más normal y la fiebre os ha abandonado ―contestó la muchacha, mientras ponía la palma de la mano sobre la frente y confirmaba con un gesto de la cabeza lo que estaba diciendo.

     Quisiera incorporarme. Ayudadme por favor.

     Publina le colocó los almohadones y le ayudó a sentarse en el lecho. Al moverse, la cabeza pareció darle vueltas y sintió deseos de vomitar. Temió perder de nuevo el conocimiento, pero la sensación fue pasajera. Sintió sequedad en la boca.

     ―Tengo sed ―dijo a la joven, que recogiendo de la mesa una jarra de barro vertió el agua sobre una taza y se la acercó a los labios.

     Marco dejó inerte el brazo izquierdo porque no se atrevía a realizar con él ningún movimiento temeroso de que pudiera abrirse la herida y provocar una hemorragia. Con la mano derecha ayudó a la muchacha cogiendo la taza y tragó el líquido con avidez. La joven volvió a llenarla y de nuevo bebió, aunque esta vez más reposadamente.

     ―Voy a avisar a mis padres de que habéis recuperado el conocimiento. No os mováis por favor ―pidió la muchacha al dirigirse hacia la puerta.

 

 

 

                        LA DEBILIDAD, PRODUCIDA por la pérdida de tanta sangre, fue rápidamente compensada por la juventud y vigor físico de Marco y por el voraz apetito que le acometió en cuanto abandonó el lecho. Al cabo de dos días se encontraba perfectamente y dando largos paseos, primero a pie y luego a caballo, por toda la hacienda acompañado unas veces por Publio Sotto y otras por Crispo y Larcio, éste seguido de sus inse-parables perros que iban tras él a todas partes. Aunque seguía llevando el brazo herido en cabestrillo para protegerse de cualquier situación, la herida estaba cicatrizando rápida y limpiamente y había desaparecido el peligro de infección. Las dos mujeres, Valeria y Publina, vigilaban cuidadosamente todos los movimientos de Marco y le reprendían cariñosamente cada vez que, dos veces al día, le limpiaban y curaban la herida. Marco se sentía tan bien, disfrutaba tanto de aquella paz, de la compañía amable de aquellas personas que le habían acogido como a un hijo y un hermano que, a menu do, se olvidaba de los motivos que le trajeron hasta la hacienda de los Sotto y de la misión interrumpida.

     Unos días después de abandonar el lecho, mientras contemplaba a Crispo en el taller en tanto éste daba vida a un tosco trozo de madera hasta conver-tirlo en la figura de uno de los perros de Larcio, tomó la determinación.

     ―Crispo, espero que cuando haya concluido el asunto que me ha traído hasta este lugar, pueda establecer un trato contigo relacionado con tu trabajo.

     ―Pronto seré un hombre libre y entonces me alegrará complacer a mis amigos ―respondió aquél.

     Marco había comprobado que en aquella casa todos eran algo parecidos a niños, hablando y actuando con total ingenuidad y candor. Desde el amo Publio hasta el mismo Crispo en su condición de esclavo expresaban, sin doblez ni temor, sus sentimientos e ilusiones, e incluso sus preocupaciones. En el poco tiempo que Marco llevaba en el fundo, tuvo conocimiento de todos y cada uno de los pormenores que rodeaban la vida de sus amigos y protectores. Publio le contó durante los paseos por el campo gran parte de su vida en el ejército, cómo llegó a Vicetia y lo que había trabajado hasta conse guir la próspera heredad actual. No ocultó incluso las dificultades finan-cieras por las que estaba pasando ni tampoco, en un plano más íntimo, las divergencias entre su mujer y él respecto a los amores entre Larcio y Publi-na. Marco, que se había admirado del trato que Publio daba a sus esclavos sintió nacer entre él y Publio un vínculo afectivo, casi filial, cuando le hizo partícipe de lo que tenía decidido respecto a Crispo.

     Desde el primer instante, Publio omitió formular pregunta alguna a Marco acerca del motivo por el que le encontraron  Larcio y Crispo sin cono cimiento, desangrándose a pocos pasos de la vía Emilia.

     Al amanecer del quinto día Marco se reunió con Publio para dar cuenta de una abundante colación antes de salir a recorrer a caballo la finca. Cuan-do hubieron concluido y Publio se disponía a recoger los caballos, Marco se puso a andar a su lado.

     ―Publio, he de hablar contigo.

     El excenturión le miró comprensivo.

     ―Te escucho.

     ―Faltan seis días para las calendas y tengo de plazo hasta los idus para llevar a cabo una misión que debo realizar y que es la causa que me ha traído hasta tu casa.

     Publio escuchaba sin hacer gesto alguno que manifestase curiosidad.

     ―Te debo una explicación y voy a dártela hasta donde considero que no ha de comprometerte.

     Publio se giró hacia Marco y poniendo una mano sobre su hombro, le respondió en tono paternal.

     No necesito saber nada. Precisabas que te socorrieran cuando tu vida corría peligro y pudimos ayudarte, lo que nos satisface por haber tenido la oportunidad de auxiliar a un semejante.

     ―Gracias Publio, nunca olvidaré que sin tu generosidad y la de los tuyos mi vida hubiera concluido como la de una alimaña, pero quiero que sepas que no has dado cobijo en tu casa a un rufián, ni a un malhechor perseguido por la justicia. Salí de Roma para cumplir una misión, en cierto modo secre- ta, y la primera parte se llevó a cabo en Patavium, precisamente en la casa del banquero Marcelo Crasso que me entregó una importante cantidad de dinero que debía trasladar a Noreia y a Roma. Cuando me dirigía a la primera cita con los tres hombres de mi escolta y transportando en dos carros el dinero, fuimos alevosa y traidoramente atacados en la mina aban-donada a un día de marcha de Patavium, en las proximidades donde el Teleoventus cruza la vía Emilia y donde acampamos para pasar la noche después de sufrir las inclemencias de una formidable tormenta. Los tres hombres que componían mi escolta y los dos carreteros fueron brutalmente degollados a continuación de haber perdido el conocimiento con una bebida que debía contener algún narcótico o veneno. A mí, que me dieron por muerto, me arrojaron el último a un profundo pozo donde antiguamente se lavaba el mineral. Salvé la vida milagrosamente y pude escapar por una galería subterránea hasta salir cerca del lago. Intenté llegar hasta la vía Emi-lia con la esperanza de que alguien transitara por ella y me viera, pero la debilidad pudo conmigo y caí desvanecido antes de llegar. El resto ya lo sabéis, a partir del afortunado momento en que me olfatearon los perros.

     Publio había seguido con interés el relato de Marco.

     ―Por lo que dices pudiste ver a los asesinos.

     ―Sí. Al llegar a la mina se encontraban dos hombres alrededor de una hoguera descansando después de la gran tormenta, como si hubieran termi-nado de comer. Nos ofrecieron cerveza caliente y mis hombres bebieron abundantemente, lo que les produjo una inconsciencia total al poco tiempo.

     ―¿Y tú...? ―preguntó Publio.

     ―A mí no me agrada la cerveza caliente y sólo tomé un trago para no parecer descortés. El resto lo vertí disimuladamente. Por ese motivo pude recobrar el conocimiento cuando me atacó el tercer hombre, el jefe de los asesinos.

     ―¿Lograste verle la cara?

     ―Sí, y reconocerle.

     ―¿Le habías visto antes?

     ―Era el ayudante de Marcelo Crasso.

     Publio abrió los ojos sorprendido ante la revelación del nombre del ase-sino.

     ¿Medugeno? ¡Pero si es el hombre de confianza del banquero!

     ―En efecto y he de averiguar si la acción asesina de acabar con nuestras vidas y robarnos el cargamento fue ordenada por él o se trata de una opera-ción llevada a cabo sin su conocimiento por el hombre que goza de su confianza.

     ―¿Era importante la cantidad de dinero que transportabais?

     ―Quinientos talentos... ¡en áureos! ―contestó.

     Publio emitió un silbido prolongado y significativo, admirado por la cuan tía de aquella fortuna.

     Marco le explicó la forma en que se había distribuido entre los dos carros la enorme suma.

     El excenturión quedó un buen rato en silencio y pensativo, pellizcándose la barbilla y finalmente arqueó una ceja y razonó: Marco

     ―Quinientos talentos es una cantidad formidable de dinero para la ma-yor parte de la gente, sin embargo y desconociendo el motivo de que os entregara esa suma, opino que Crasso no debe estar implicado en la acción asesina que habéis sufrido. La fortuna del banquero es tan elevada que, la cantidad que os han robado, para él no tiene la importancia que otros daríamos y mucho menos para llegar a mancharse las manos con la sangre de víctimas inocentes. Y, además, ¿para qué iba a desear ese dinero cuando su vida está a punto de concluir y él lo sabe?

     ―Idénticas consideraciones he venido haciéndome durante estos días ―repuso Marco–. De todas formas será fácil averiguarlo cuando llegue el momento.

     ―Medugeno, tiene que ser el único responsable ―insistió Publio―. Parece una acción criminal ideada y puesta en práctica por ese hombre con un móvil claro. Sabe que Marcelo Crasso está próximo a dejar de existir y que los herederos prescindirán de él por lo que considera que si se apodera de los talentos sin dejar testigos, ni rastros, podrá abandonar Patavium y la banca Crasso felicitándose de su buena fortuna.

     ―Estoy de acuerdo contigo y aunque los individuos que me acompaña-ban no merecían mejor final quiero vengar la muerte de los dos carreteros, víctimas inocentes, y por mí mismo.

     ―Además, supongo que quieres recuperar el dinero pues presumo que proseguirás con la misión que te trajo hasta aquí hasta llevarla a cabo.

     Así es. La venganza es algo secundario, lo importante es rescatar los áureos.

     ―Deduzco por tus palabras que has pensado algún plan.

     ―He pensado en ello, pero primero tengo que tomar otras medidas. ¿Existe en Vicetia algún destacamento del ejército?

     ―Lo hay y precisamente el prefecto es amigo mío.

     ―Pues quisiera que me acompañaras ahora mismo hasta Vicetia para hablar con ese amigo tuyo. Necesito su colaboración.

     ―Como digas. Mientras tanto puedo enviar a Larcio y Crispo a Pata-vium, como si fueran a realizar algún negocio, para que se informen de lo que sucede en la casa de Marcelo Crasso.

     ―Me parece una buena idea  ―aprobó Marco.

    Después de cabalgar a un trote corto, descansado para ellos y sus mon-turas, llegaron a Vicetia. Pasaron antes por la casa de los Trebio para saludar al padre de Larcio y, a pesar de tratarse de una visita corta, Marco confirmó que aquellos veteranos estaban unidos no solamente por una vieja amistad, sino por la misma bonhomía y el amor por sus familias. Larcio abandonó su tarea y se les unió en su visita al prefecto.

     A la llegada al pretorio fueron recibidos sin que se les hiciera esperar, pues tanto Publio Sotto como Larcio eran conocidos y respetados. Se senta-ron en las banquetas alrededor de una mesa sobre la que unos vasos se iban llenando de cerveza por el prefecto que los fue ofreciendo a sus visitantes. Cuando todos tuvieron las copas en sus manos, el militar tomó la suya y brindó:

     ―¡Salve!

     ―¡Salve! ―contestaron al unísono los tres.

     ―¿A qué debo, Publio, el honor de tu visita y el de tus amigos? ―inqui-rió cordial.

     ―Mi invitado y amigo ―dijo Publio, señalando a Marco―, deseaba presentarse ante ti para solicitar tu ayuda. Hace unos días fue objeto de un intento de asesinato y su escolta acabó degollada cuando se dirigía de Pata-vium a Noreia

     El prefecto echó una mirada interrogadora al apuesto individuo que por-taba el brazo izquierdo en cabestrillo y sin pronunciar palabra arqueó las cejas y se le quedó mirando fijamente. No le gustaba el asunto ni la posibi-lidad de tener que ocupar a sus hombres en la búsqueda y captura de asesinos. Estaba dando vueltas a su imaginación para encontrar una buena excusa que le permitiera quedar bien con Publio y su invitado. Después de unos momentos embarazosos, preguntó:

     ―Y bien ¿Qué deseáis de mí?

     ―Me llamo Marco Aellio, soy ciudadano romano y necesito con urgen-cia hacer uso del correo  imperial.

     ―¿Del correo imperial? ―repitió el prefecto sorprendido pues no estaba preparado para oír semejante petición―. ¿Sabéis lo que pedís?

     Incluso Publio, extrañado, giró la cabeza hacia su amigo. Supuso que el deseo de visitar al prefecto tenía como objetivo hacerle partícipe del salvaje y criminal ataque que había sufrido por parte de Medugeno y solicitar su ayuda para que le prestase algunos soldados que le acompañasen a Patavium para detener al ayudante del banquero, pero ¡utilizar el correo imperial…! eso era algo fuera de toda lógica pues ningún civil estaba autorizado para ello y Marco debía saberlo.

     ―Repito que tengo necesidad de utilizar el correo imperial. Aquí traigo el escrito del que deseo os hagáis cargo y deis curso inmediatamente ―dijo en tono resuelto que no pasó inadvertido para ninguno de los presentes.

     El prefecto, sin mostrar enfado, intentó hacerle entrar en razón.

     ―Como prefecto del pretorio de esta ciudad no puedo hacer uso del correo imperial para los negocios de los ciudadanos civiles, ni para asuntos privados.

     ―Lo sé y yo no os pido eso. Ved que el mensaje lo firma el embajador de Massilia ante el Senado de Roma, que soy yo, y que está dirigido a Claudio Druso, sobrino del prínceps y, si éste no se encontrara en palacio, al consiliätor, Lucio Annio.

     Tanto las palabras de Marco como los nombres que acaba de pronunciar dejaron un silencio en la sala que permitía escuchar claramente las voces y los sonidos que llegaban desde el patio. Al cabo de unos instantes el prefecto carraspeó y recobró el aspecto sereno que le caracterizaba.

     ―Bien, bien... ―exclamó mientras razonaba rápidamente―. Está claro que si el mensaje se dirige al palacio del César, el asunto tiene carácter oficial ―y continuó, extrañado, señalando el papel que tenía en las ma-nos―. Pero no lo habéis sellado...

     ―Mi intención es que seáis vos el que envíe el mensaje al sobrino del César.

     ―¿Yo... a Claudio? ―titubeó, sorprendido.

     ―Considero que la colaboración que me prestáis debe ser apreciada en palacio y vuestro nombre tenido en cuenta y para ello nada mejor que enviéis hoy mismo un correo informando que se ha presentado el embajador de Massilia, Marco Aellio, solicitando que se informe al noble Claudio Druso y en su ausencia al consiliätor Lucio Annio, que aquél requiere la presencia inmediata de Corconte en el fundo de los Sotto, en las proximida-des de Vicetia.

     El prefecto carraspeó y a partir de ese momento fue un dechado de amabilidad. Se daba cuenta de que, atendiendo la petición del ilustre invi-tado de Publio, su nombre se pronunciaría en el palacio del César y eso era bueno para un militar profesional como era su caso.  Su interés coincidía con el del hombre que tenía frente a él por lo que, ahora, estuvo dispuesto a ir más lejos en su colaboración.

     ―Se hará como deseáis y dentro de unas horas saldrá un correo con instrucciones de no detenerse hasta llegar a su destino. Antes mencionó Publio que fuisteis víctima de un ataque criminal ¿Deseáis que investigue este asunto y que descubra y castigue a los culpables?

     Publio Sotto se quedó mirando a Marco esperando la respuesta. Si el prefecto del pretorio intervenía las complicaciones podían ser explosivas cuando se hallara el dinero. La consecuencia sería una gran conmoción y obligaría al prefecto a investigar la procedencia y los fines de una suma tan considerable y a Publio, que no tenía un pelo de tonto, no se le escapaba que la misión de Marco estaba llena de zonas oscuras. Pero Marco no iba a caer en un error tan evidente solicitando la ayuda que ofrecía el jefe militar y que representaba un peligro mayor que el que pudieran significar Medugeno y sus sicarios.

     ―No ―respondió seguro de sí mismo―. Agradezco vuestro ofreci-miento, pero se trata de una cuestión personal, mejor aún, un asunto de Estado que debo resolver por mi cuenta. No obstante, podéis estar seguro de que a mi llegada a Roma dejaré en mi informe constancia expresa de vuestro gesto.

     El prefecto se dio por satisfecho y no insistió más quedando íntimamente complacido de las posibilidades que podían derivarse del casual conoci-miento de aquel importante ciudadano. Cuando se despidió del viejo camara da le agradeció la oportunidad que le había brindado de ayudar a su invitado, mientras le acompañaba al exterior rodeándole los hombros con el brazo, al tiempo que le susurró al oído:                   

     ―A pesar de lo que ha dicho tu ilustre huésped, si consideras que en algún momento es necesaria la presencia de unos cuantos de mis hombres, comunícamelo.

     Al segundo día de haber realizado la visita al prefecto del destacamento militar de Vicetia regresaron Larcio y Crispo con buenas noticias.

     ―Llegamos a Patavium y siguiendo vuestra sugerencia fuimos a alojar-nos  en la misma posada en que lo hizo vuestra escolta ―informaron a Marco―. Dejamos el carro con los odres en el establo y nos presentamos como tratantes en vino. Llegamos después del prandium cuando el calor era más sofocante, por lo que el establecimiento se hallaba vacío con excepción del propio tabernero y un cliente que medio dormitaba sentado a una mesa junto a su jarra de cerveza. La taberna todavía mostraba los efectos de la refriega promovida días atrás por los dos hermanos, y el propietario, por lo que se apreciaba, no parecía tener ninguna prisa por proceder a la reparación del local y emplear los denarios recibidos en compensación por los daños sufridos. Según nos dijo, los hermanos resultaron ser dos salvajes a los que, para inmovilizarles, fue necesario solicitar la presencia de una decuria de vigiles tal era la fiereza de aquellos bárbaros. Al posadero, no obstante, se le veía satisfecho del desenlace de la reyerta debido, claro está, a la genero-sidad del banquero Crasso que satisfizo una buena suma de denarios a los vigiles y a él mismo para evitar cualquier clase de conflicto.

     ―Temí por mi negocio ―nos confesó―, porque aquellos desgraciados cuando les prendieron los vigiles no llevaban encima ni un as y a mí no me importaba lo que pudieran hacer con ellos sino resarcirme de los destrozos que causaron. Había llegado a un acuerdo con el prefecto para que fueran vendidos como esclavos y repartirnos entre los dos el dinero que dieran por ellos cuando apareció un empleado del banquero Crasso que se hizo cargo de los arrestados y nos pagó, en el acto y en buenos denarios de plata, la cantidad que reclamábamos que era mucho más de lo que esperábamos obtener con su venta. Fue una suerte para todos que Marcelo Crasso estuviera interesado en proteger a aquellos energúmenos.

     ―Tengo oído que ese banquero murió hace días ¿no?

     ―¡Que va! ―respondió el tabernero, mientras con la mano se apartaba un imaginario velo de la cara―. Desde hace meses, al igual que le ocurrió a su difunta esposa, sufre una mala enfermedad, la de las marismas somalia-nas, pero sigue con vida aunque en cualquier momento la parca se lo llevará y es que... ―bajando la voz como si fuera a comunicar un secreto― el aire hediondo de las marismas acaba lo mismo con un esclavo que con un banquero ―y mirando por encima de nosotros se dirigió al único cliente que estaba sentado a nuestras espaldas―. ¡Eh, Volusio! ¿Cómo sigue tu amo? ¿No le habéis puesto todavía la moneda en la boca?   

     El interpelado, un hombre de edad madura y buen aspecto que debía servir como esclavo en la domus del banquero a juzgar por la torca que le rodeaba el cuello y en la que destacaban grabadas las iniciales MC, contestó con cierta tristeza mientras miraba a la jarra que tenía frente a él, la asía con desgana y se la llevaba a los labios.

     ―Aún no, pero le queda poco tiempo para seguir viendo la luz del sol y a nosotros para vivir en paz.

     El tabernero se dirigió a Larcio, mientras con el índice señalaba al esclavo llamado Volusio.

     ―Está preocupado por la salud de su amo, pero mucho más lo está por su futuro que se le presenta incierto.

     Ante el gesto que hicimos, nos aclaró:

     ―Volusio y el resto de los esclavos y siervos están muy alarmados pues no saben lo que puede ser de ellos cuando el amo muera. Como no quedarán ni viuda ni hijos lo más probable es que sean vendidos por los herederos y, desde luego, es difícil que en ninguna otra domus vuelvan a estar en las mismas condiciones que en la de Marcelo Crasso.

     ―Gracias al tal Volusio, con el que congeniamos en cuanto se bebió otra jarra de cerveza por cuenta nuestra y después de soportar durante un rato sus lamentaciones ―concluyó Larcio―, supimos la dirección de la casa de Medugeno y nos acercamos hasta su puerta conduciendo el carro con los odres de vino que nos sirvieron como excusa para entrar en la vivienda ofreciendo nuestra mercancía a prueba. Comprobamos que allí sólo habita-ban el tal Medugeno, que en ese instante estaba ausente, y dos individuos de aspecto semejante al de los tipos que os esperaban al llegar a la mina. Entrar en la casa no debe resultar difícil puesto que el muro que rodea la entrada no es superior a la altura de un hombre subido en los hombros de otro. También pudimos advertir que al fondo del patio, ante la entrada a unas caballerizas en las que se veían varios corceles, se encontraban tiradas como una docena de ánforas de buen tamaño, algunas de ellas rotas en varios trozos como si hubiesen sido golpeadas a propósito.

     Las buenas noticias no acabaron ahí. Apenas había transcurrido un intervalo de mercado apareció Corconte en el fundo de los Sotto y no lo hizo solo como había supuesto Marco. Cuando vio a Acté junto al cántabro el corazón de Marco sufrió un sobresalto por la emoción, si bien la razón le llevó a reprochar a la joven el haber abandonado la seguridad de Roma para arriesgarse con los mil peligros que acechan a los viajeros que transitan por las calzadas romanas pese a que lo hiciera en compañía de Corconte. Pero la muchacha debía estar esperando la reprimenda pasados los primeros instantes de animosa efusión, porque no se amilanó y explicó con firmeza su decisión.

     ―Cuando supe que reclamabas la presencia de Corconte sospeché que precisabas ayuda y ahora celebro haber seguido los dictados de mi intuición ―señalando el brazo herido de Marco.

     ―Pero… ¿Y tus tíos? ―dijo Marco que no sabía que responder.

     ―¡Bah! A mi tía Calpurnia todo lo que yo diga y haga le parece bien y en cuanto a mi tío Régulo, pasarían semanas antes de que eche en falta mi presencia y cualquier explicación que le diera la aceptaría sin más. Desde que visita la casa de Germánico está completamente ensimismado en alcanzar no sé qué sueños de poder político. Las compañías que frecuenta parecen haberle trastornado.

     La presencia de Corconte causó sensación en el fundo y hasta los escla-vos se le quedaban mirando admirados de la hercúlea figura del cántabro. Publio, al verle, comprendió inmediatamente el interés de Marco por tenerle a su lado lo antes posible. Con un compañero así, reconocía, era fácil em-prender cualquier aventura que supusiera un riesgo físico. Acté, con su aire bondadoso y su grácil belleza, fue aceptada al instante como una más de la familia y tanto Valeria como Publina se prodigaron, rivalizando, en atencio-nes para con la joven. A las pocas horas de su llegada al fundo de los Sotto, la dulzura y sinceridad de Acté se había ganado la amistad de aquellas buenas mujeres.

     Marco relató sucintamente a Corconte y a su prometida todo lo acaecido desde su visita al banquero Pola hasta que fue recogido por Larcio y Crispo en las proximidades de la mina y como ya no tenía ningún sentido seguir manteniendo secreto el objetivo de su misión, les relató todos los detalles incluido el descubrimiento que había hecho en la casa de Marcelo Crasso sobre el destino que debería darse al dinero. Después de dejar descansar durante dos días a su amigo decidió que había llegado el momento de partir hacia Patavium. A tenor de lo que le habían relatado Larcio y Crispo, elaboró un sencillo plan en el que los jóvenes serían quienes les facilitarían la entrada en la casa de Medugeno. Corconte y él se bastaban para reducir al ayudante del banquero y a sus dos secuaces.

     ―Me gustaría acompañaros ―dijo Publio, denotando en el brillo de sus ojos el recuerdo nostálgico de épocas pasadas.

     ―Gracias Publio, pero vamos a enfrentarnos solamente con tres crimi-nales y mi amigo y yo nos bastamos para dar su merecido a esos miserables. Además, por tratarse de un asunto personal que no os concierne y en el que están implicados otros riesgos más peligrosos que el que puedan plantearnos esos canallas, no deseo que ningún amigo, y menos aún tu propia familia, resulten perjudicados por mezclarse en lo que no deja de ser un sedicente negocio en el que nada bueno podéis obtener. Larcio y Crispo se limitarán a entrar en la casa y a mantenerse al margen una vez que, junto a Corconte, haya traspasado el umbral de la casa de Medugeno.

     A Publio no le quedó otra opción, aún sintiendo una cierta desilusión, que asentir y reconocer los argumentos de Marco.

     ―Estaremos anhelantes esperando vuestro regreso ―contestó.

     ―Confío en resolver la situación con toda rapidez por lo que apenas si os dará tiempo para echarnos en falta. Cuida de que Acté no haga la locura de seguirnos hasta Patavium cuando se entere de que hemos partido. Tengo la intención de salir esta misma noche para llegar mañana a la casa de Medu-geno a la hora del prandium que, supongo, es el mejor momento para sorprenderles.

     ―Daré instrucciones a Crispo para que prepare un carro ligero con unos odres de vino y sendos corceles para ti y tu amigo.

     ―Magnifico, y ahora, cuando estemos en presencia de las mujeres haga-mos como que no tenemos nada decidido todavía. No deseo que Acté conoz ca mis planes y se empeñe en acompañarnos.

     ―Lo haremos como dices ―concluyó Publio, mientras apretaba cordial la mano que le tendía Marco, a la vez que le hacía una mueca como gesto de socarrona complicidad.

 

 

                        COMO TENÍA POR costumbre desde que llevó a cabo los asesinatos de la mina, se quedó un buen rato sosteniendo con la mano la tapa levantada del cofre mientras contemplaba hechizado los miles de doradas monedas que reflejaban la luz del candil lanzando destellos prometedores de seguridad, lujo y poder. Desde que las retiró de las ánforas, puesto que ya no iba a ser necesario trasladarlas en secreto para entregarlas a sus destinatarios, bajaba todas las tardes al sótano para recrearse en la contemplación de aquella fortuna. Por su trabajo en la banca Crasso estaba acostumbrado a que por su mano pasaran grandes cantidades de dinero con motivo de impor tantes transacciones, pero estas monedas de oro eran diferentes, eran suyas.

     Medugeno se consideraba a salvo y no tenía prisa por abandonar Pata-vium. Su carácter le obligaba a mantener las formas hasta el último instante y, al mismo tiempo, la prudencia aconsejaba no dejar tras de sí ningún fleco que, en el futuro, pudiera crearle problemas cuando se encontrara en las añoradas tierras de su patria. Contaba, cuando muriera Marcelo Crasso, con que los herederos, familiares de parentesco lejano que acudirían de todas partes, se echarían como buitres sobre la fortuna del difunto y él, como no deseaba levantar sospechas sobre su conducta al haber sido el hombre de confianza del banquero y su ausencia podía suscitarlas, quería permanecer al frente del negocio como un siervo minucioso y estricto, para actuar conse-cuentemente en las relaciones con las autoridades y los familiares cuando fuese obligado rendir las cuentas y establecer oficialmente el patrimonio. Lo tenía todo tan perfectamente resuelto que cuando pensaba en ello una mueca de satisfacción y orgullo afloraba en su rostro. Nunca podrían averiguar unos y otros que se había apropiado de dos millones de sestercios de la banca Crasso derivándolos hacia su propio patrimonio y sin dejar huella alguna que pudiera ser perceptible para los herederos. Ese dinero estaba depositado en un banco de Roma y los títulos de propiedad consistían en pagarés endo-sados a nombre de su hermana Origena. Solamente el propio Marcelo Cra-sso hubiese podido descubrir el desfalco, pero con su muerte desaparecería el peligro.

     Mientras cerraba con llave el cofre y después abandonaba la pequeña cámara simulada en la bodega, recordaba la excitación que sintió el primer instante en que se le vino a la mente la gran idea que, de inmediato, decidió llevar hasta las últimas consecuencias. Cuando el banquero enfermó del mismo mal que se llevó a su esposa a la tumba sintió el temor de verse de nuevo obligado a buscar otro patrón y a comenzar otra vez el arduo camino del servilismo y de la eficacia. Comprendiendo que no tendría fuerzas para ello, tomó una decisión: sin importar los medios a utilizar, salir de la banca Crasso y de Patavium con la mayor fortuna posible. El dinero de la conjura fue el determinante de la idea porque se trataba de unos millones de sester-cios imposibles de ser reclamados oficialmente si llegaban a desaparecer y como el único peligro tendría que venir desde los propios conjurados que, con toda seguridad investigarían lo acontecido pues no se conformarían fácilmente con ser engañados, la solución a este peligro no era otro que, al negar los destinatarios la recepción del dinero y presentar como prueba las mitades de las monedas que no habían sido utilizadas, poseer las dos partes del áureo de la contraseña. Para ello y estando convencido de que la investi-gación de los conjurados comenzaría por la banca Crasso en Patavium, elaboró un sencillo plan para cubrirse y estableció dos propósitos: poseer la contraseña completa y eliminar al comisionado que enviase Roma después de quedar claro que éste había abandonado Patavium con el dinero, con lo que todas las sospechas recaerían inevitablemente sobre el hombre enviado por Roma y, como ni éste ni su cadáver aparecerían, todo apuntaría a que se fugó con los áureos para su propio beneficio y no para servir a ninguna causa política.

     Aprovechando que iba en busca de su hermana Origena, Medugeno se trajo con él a Borgondo y Ventario, dos individuos de escasa inteligencia que le serían fieles en virtud del vínculo del clan. A Crasso le ocultó la pre-sencia de estos sujetos y como el banquero sólo tenía del exterior la infor-mación que él mismo le facilitaba, toda la operación salió a pedir de boca. Mientras ascendía por la docena de escalones que comunicaban la planta baja con la bodega, pensaba que aquella fortuna serviría para convertirle en su país en un poderoso magnate y que allí podría iniciar el negocio bancario en beneficio propio.

     Al llegar arriba se encontró, como siempre, a Borgondo sentado indolente mente en el suelo apoyado contra el muro y sacando astillas de una madera con su puñal y a Ventario sobre una banqueta contemplando ensimismado la monótona actividad de su compañero.

     Al verle, Borgondo interrumpió su labor, tiró la madera y se guardó el puñal.

     ―¿Cuándo tienes previsto que podremos abandonar este lugar?    ―dijo, seguido de un bostezo significativo de las ganas que él mismo tenía de regre sar a su casa.

   Ventario guardó silencio pero esperó interesado la respuesta.

   ―Aquí no hacemos nada y estamos hartos de permanecer encerrados tras estas paredes ―insistió Borgondo.

     ―Lo comprendo ―contestó tolerante Medugeno a la vez que alborotaba con la mano la cabellera de aquél―. Es necesario seguir aquí hasta que muera Crasso y podamos abandonar Patavium sin dejar tras nosotros cuen-tas pendientes y mucho menos que nadie siga nuestras huellas porque sospe-che que tenemos el dinero.

     ―¿Y no podríamos acelerar la muerte de tu patrón? ―medió Ventario señalando a su compañero.

     Medugeno se le quedó mirando como si de repente la idea de Ventario fuera digna de considerarse.

     ―Quizás estés acertado, pero para esa tarea no os necesito. De todos modos tened paciencia pues el final está próximo.

     Medugeno abandonó la casa y se dirigió a la domus de Marcelo Crasso dando vueltas en la cabeza a la idea expuesta por Ventario de acabar perso-nalmente con la vida del banquero para abreviar aquella situación de espera que estaba poniendo nerviosos a sus secuaces. Por supuesto que no le asal-taba ninguna pesadumbre por acelerar el fin de su patrón como tampoco tuvo ningún remordimiento por las vidas de los seis hombres cuyos cuerpos se estarían descomponiendo en el fondo de un pozo de la mina abandonada a dos escasas jornadas de Patavium.

     Al tiempo que Medugeno se encaminaba a la casa del banquero ensimis-mado en sus siniestros pensamientos, Larcio detuvo el carro frente a la casa donde quedaban Borgondo y Ventario ajenos a cuanto sucediera en el exte-rior, permitiendo, a propósito, que desde la puerta se vieran, a simple vista, los pequeños toneles de vino que transportaban. Descendió junto con Crispo del pescante y mientras se dirigía hacia la parte trasera haciendo que movía uno de los barriles con intención de colocarlo en el suelo, echó una mirada al frente e hizo una señal solamente perceptible para Marco y Corconte ocultos al otro lado de la calle. Crispo agarró la aldaba y golpeó tres veces. A los pocos instantes se oyeron los pasos de alguien que se acercaba.

     ―¿Quién llama? ―preguntaron desde dentro.

     ―Venimos a entregar el vino que solicitasteis hace unos días ―contestó Crispo.

     Se oyó descorrer el cerrojo y la puerta se entreabrió. Ventario comprobó que ante él tenía al sonriente vendedor y al carro con la mercancía del que Larcio trataba dificultosamente de descargar uno de los barriles.

     La voz de Borgondo inquiría desde el interior.

     ―¿Qué pasa ahí fuera?

     Ventario giró la cabeza hacia donde se encontraba su compinche.

     ―Son los vinateros que estuvieron aquí la semana pasada.

     Al oír la respuesta, Borgondo debió acudir a la puerta a toda prisa pues casi al instante ésta se abrió de golpe y apareció junto a Ventario.

     ―¿Cuánto nos vais a dejar? ―preguntó ansioso.

     ―Dos barriles solamente pues el resto lo tenemos comprometido con otros clientes. No obstante, si deseáis más pasaremos por aquí dentro de unos días y podremos complaceros.

     Ventario y Borgondo que no sospechaban estar en peligro y, por tanto, nada temían, dejaron la puerta abierta y salieron al exterior acercándose a la parte trasera del carro para ayudar a descargar los barriles. Agarraron uno entre Ventario y Borgondo y lo mismo hicieron Crispo y Larcio. Una vez traspasado el umbral, Larcio, que iba el primero preguntó:

     ―¿Dónde los depositamos?

     ―Allí ―señaló Ventario con la barbilla―. Junto al establo.

     Mientras tanto y desde que Larcio y Crispo aparcaron el carro ante la casa, Corconte y Marco, tras dejar sus caballos atados en las proximidades, se ocultaron en espera del momento en que los cuatro penetraran en el interior de la casa transportando los barriles. Aprovechando que la puerta había quedado abierta, salieron de su escondite corriendo a toda velocidad hacia la casa. Entraron, cerraron la puerta tras ellos y empuñando las espadas se lanzaron hacia los dos asesinos.

     Todo resultó mucho más sencillo de lo que Marco había supuesto. Bor-gondo y Ventario se quedaron tan sorprendidos que no tuvieron ni siquiera los reflejos suficientes para soltar el barril y darse a la huida o, al menos, para intentar defenderse. Nunca se sabría si por ver aparecer ante ellos a alguien a quien tenían por un cadáver o por la ciclópea figura del cántabro que se les vino encima sin darles otra posibilidad que no fuera la de dibujar en su rostro una mueca de estupor. Un golpe con el plano de la espada entre el cuello y el hombro a Ventario y un puñetazo bestial en el rostro de Borgondo hizo que los dos cayeran a tierra sin sentido junto con el barril que sujetaban por cada lado con las dos manos.

     ―Atémosles antes de que recobren el conocimiento ―dijo Corconte a Marco, quien no tuvo oportunidad de intervenir para reducir a los dos asesinos.

     Marco se arrodilló junto a su amigo para ayudarle a maniatarles.

     ―Dudo mucho que vuelvan en sí en un buen rato ―dedujo Marco, al ver la expresión de los dos esbirros caídos en el suelo y recordando los formi dables golpes que acababan de recibir.

     Larcio y Crispo permanecían inmóviles observando a Corconte que había actuado con la velocidad del rayo y la contundencia de un buey. El cántabro sin dar importancia a lo sucedido después de atar a los caídos con sus pro-pios cinturones cogió a cada uno con una mano y levantándolos como dos fardos livianos les llevó hasta el establo, apartó a los corceles y pasó una soga por debajo de las axilas de Borgondo y Ventario atándoles a los extre-mos de las anillas que servían para sujetar a los animales. Si no recibían ayuda del exterior, estaba claro que los dos criminales no podrían, por si mismos, liberarse de sus ligaduras.

     De un solo vistazo Marco se percató de que no había nadie más en la casa y que Medugeno debía encontrarse en la domus de Crasso.

    ―Ahora vamos a registrar el interior de la casa hasta  encontrar el dinero ―dijo a Corconte―. Vosotros ―dirigiéndose a Crispo y Larcio―, permaneced cerca de la puerta por si llama alguien o regresa el propio Medugeno. En cuanto a éstos ―señalando los inmóviles cuerpos que yacían tendidos entre los caballos―, si recobran el conocimiento haced que perma-nezcan silenciosos aunque sea por la fuerza.

     Marco y el cántabro penetraron en el interior de la casa y sin cruzar palabra entre ellos pero siguiendo un lógico razonamiento se dirigieron a la bodega. La puerta de acceso estaba cerrada y con el cerrojo echado por el interior, pero Corconte resolvió la contrariedad propinando una brutal patada que hizo saltar bisagras, cerrojo y la hoja entera de madera que cayó al otro lado. Inmediatamente descubrieron, pegada a la pared del fondo, una cámara simulada y en su interior dos cofres de madera con refuerzos de hierro. Utili-zando como palanca un palo hicieron saltar las cerraduras y ante ellos apare-ció una montaña de doradas monedas.

     ―En verdad que es un espectáculo impresionante ―dijo arrobado Cor-conte― poniéndose en cuclillas y dejando deslizar la mano entre los miles de áureos.

     ―Este oro ha supuesto ya la muerte de cinco personas y sólo los dioses conocen cuantas más perderán la vida por él.

     ―Añade las de esos dos que yacen arriba y la de su amo que está al caer ―contestó Corconte, poniéndose de pie.

     ―No podemos arriesgarnos a dejar los cofres aquí, así que subámoslos para llevarlos en el carro hasta la domus de Crasso.

     Tuvieron, entre los cuatro, que hacer dos viajes puesto que el peso de cada cofre era superior al esfuerzo que podría realizar un solo hombre, aun-que éste fuese un gigante como Corconte.

     Borgondo y Ventario continuaban sin conocimiento, así que decidieron dejarles en aquel lugar para evitar que les vieran si los sacaban al exterior y les echaban en el carro entre los barriles.

     ―Por si acaso les da por gritar y consiguen llamar la atención para que alguien se acerque y los libere, vamos a amordazarles. De este modo cuando recobren el conocimiento lo más que podrán hacer será gruñir, patalear y desesperarse.

     Después de colocarles entre los dientes unos trozos de lienzo, entre los cuatro volvieron a llevar los barriles y los cofres al carro, cerraron la puerta y, una vez recogidos los caballos, se dirigieron hacia la domus del banquero.

     No había concluido de golpear la aldaba contra la madera cuando la puerta se abrió mostrando en la entrada al mismo portero de la ocasión anterior que reconoció a Marco mirándole extrañado al verle de nuevo y ahora acompañado por un gigante extranjero, cuando le suponía muy lejos de allí.

     ―¿Está solo tu amo? ―inquirió Marco, a la vez que empujaba la hoja de madera y penetraba en el interior seguido por Corconte.

     ―Se encuentra en la cámara con su secretario que ha llegado hace poco... ―balbuceó confuso el asombrado portero―. ¿Deseáis que le avise de vues-tra presencia?

     ―No. No es necesario ―contestó Marco poniendo su mano abierta sobre el pecho del pobre diablo impidiéndole dar un solo paso―. Continuad en vuestro puesto, pues ya conozco el camino.

     Sin volver la vista atrás Marco echó a andar hacia los aposentos del ban-quero en tanto Corconte, a su lado, escuchaba las instrucciones que le iba dando.

     ―Estoy convencido de que Marcelo Crasso es inocente en esta insidia criminal protagonizada por su hombre de confianza, pero debemos asegurar nos. Para ello actuaremos del siguiente modo: mientras tú entras y tratas de averiguar si los dos son culpables o por el contrario el banquero también ha sido traicionado, yo me quedaré en el exterior de la estancia escuchando lo que se dice.

     Corconte asintió y ambos recorrieron con paso vivo el atrio y el corredor a la derecha del peristilo tal como lo había hecho en su primera visita. Antes de llegar a la estancia donde debía encontrarse el banquero con su secretario, Marco se paró, llevó un dedo a los labios en señal de silencio y se quedó parado, indicando a Corconte que siguiera. Éste, comprendiendo que la puer ta abierta a la izquierda del muro unos pasos más adelante correspondía a los aposentos donde en ese momento debían encontrarse los hombres que buscaban, hizo un gesto a Marco con la mano y con la mayor naturalidad como si el pasearse por aquella casa fuera para él una costumbre entró en la cámara, dio unos pasos y se quedó en el centro de la sala con las piernas abiertas y las manos agarrando el ancho cinturón que perfilaba su cintura y del que pendía la amenazadora gladius.   

     Fue mayúscula la sorpresa de los que se encontraban en la estancia. Marcelo Crasso que se hallaba sentado entre cojines en un diván detrás de una gran mesa leyendo unos papeles levantó la mirada y observó sorpren-dido y curioso la presencia de aquel corpulento extranjero de aspecto gaélico por sus ropas. A su lado, Origena no pudo reprimir una exclamación en la que expresaba su admiración por aquel ejemplar humano, llevándose las palmas de las manos a sus labios. Pero el más sorprendido por la aparición fue Medugeno. Un sexto sentido le previno de inmediato contra el intruso. Fue el único de los tres que palideció y que sintió recelo por aquella inespe-rada presencia.

     ―¿Quién sois, que hacéis en mi casa? ―preguntó Marcelo Crasso con voz debilitada pero exenta de temor alguno.

     ―No importa quién soy ―respondió Corconte con voz amenazadora, cruzando los brazos sobre el pecho―, sino por qué estoy aquí.

     ―¿Y bien...? ―inquirió de nuevo el banquero.

     ―Quiero respuestas a mis preguntas y las quiero de inmediato y sin reser va alguna ―contestó Corconte mirando con gesto provocador a los dos hombres―. ¿Estuvo en esta casa y salió de ella con vida un enviado de Roma?  

     El rostro de Medugeno, que había pasado del pálido al morado, ahora estaba blanco como la pared encalada que tenía a su espalda. Su intuición había resultado certera y los temores que le habían mordido como perros de presa al sentir la presencia de aquel gigante extranjero se estaban haciendo realidad. Nunca había sospechado que los conjurados de Roma echaran en falta a su hombre antes de que se cumpliera el plazo previsto para la entrega del dinero a las legiones estacionadas en Pannonia y que se dieran tanta prisa por averiguar lo que podía haberle sucedido. Todo esto calculó que debería haber consumido cerca de un mes y, sin embargo, aparecía aquel sujeto apenas transcurridas dos semanas. De todas maneras había que mantenerse frío y salir de aquel inesperado trance con serenidad. No debía perder la calma.

     ―No sabemos quien sois y, por consiguiente, no estamos obligados a responder. Habéis entrado en la casa del banquero Marcelo Crasso sin su consentimiento. Avisaré a los vigiles para que os detengan por intruso ―con testó Medugeno, haciéndose el ofendido.

     Corconte dio un paso hacia él, con ánimo de cogerle por la garganta y acabar rápidamente con la farsa, pero se contuvo y respondió dirigiéndose al banquero ignorando la presencia de Medugeno.

     ―Agripina...

     Al oír este nombre, Marcelo Crasso levantó la mano con la palma abierta hacia Corconte en un claro ademán de evitar que el extranjero continuara hablando y contestó:

     ―Estuvo en esta casa el hombre que buscáis hace días, pero se marchó al siguiente de su llegada acompañado por su escolta y desde entonces nada más hemos sabido acerca de él.

     Corconte observó a ambos y no le pasó inadvertido que Medugeno trata-ba de disimular su intranquilidad y el leve temblor de las manos. Permanecía silencioso, demostrando preocupación en su rostro, en tanto que el viejo banquero mostraba una naturalidad en su comportamiento que, a todas luces, se apreciaba que no era fingida.

     ―Debía salir de Patavium y más concretamente de esta casa con un car-gamento de cierto valor que me entregaría a una distancia de tres jornadas, pero a pesar de esperarle durante un tiempo superior al convenido no han aparecido ni él ni sus hombres, ni por supuesto... el cargamento.

     ―Lo que decís resulta extraño puesto que mi ayudante, aquí presente ―señalando a Medugeno―, me pidió permiso para ausentarse y acompa-ñarles precisamente durante dos jornadas ¿no fue así? ―quiso confirmar Crasso, dirigiéndose a su hombre de confianza.

     Medugeno, ante la pregunta de su patrón, se vio obligado a responder.

     ―Fue como habéis dicho ―manifestó al verse atrapado en su propio plan y al que solamente le quedaba el recurso de mentir con toda naturalidad y firmeza para convencer a su amo y al extranjero―. Los acompañé hasta el cruce de la vía Emilia con el Teleoventus, apenas a una jornada de Aquilea. En ese lugar me despedí y ellos siguieron su camino.

     Aquella respuesta fue suficiente para que Corconte comprendiera que en la estancia solamente había un traidor y que el viejo banquero nada tuvo que ver en los planes de Medugeno. Lo mismo entendió Marco que no esperó más y se introdujo en el aposento ante el asombro de quienes le suponían lejos de allí o le tenían por muerto, como era el caso de Medugeno. En un instante, éste, cambió su sorpresa por el pánico y, seguidamente, por una exasperación enorme al ver que sus planes meditados durante tanto tiempo y ejecutados a la perfección se habían venido abajo. No podía explicarse cómo su víctima pudo salvar la vida pues él mismo le había visto caer con el corazón atravesado por su propia espada, pero no había tiempo para pregón-tas ni respuestas, únicamente para huir intentando salvar la vida. Echó una mirada de reojo a la espada que se encontraba sobre la mesa.

     ―Marcelo Crasso, has alimentado en tu propia casa a una serpiente, a un maldito ladrón y asesino quien, por el oro, no tuvo reparo en acabar con la vida de cinco personas y con la mía si los dioses no hubieran previsto otro destino torciendo sus perversos designios.

     El banquero miraba a Marco y a Medugeno no dando crédito a lo que aca baba de oír.

     ―Es lógico sospechar que también pensaba acabar con vuestra vida en el instante en que interesara a sus propósitos, pero ¡por Júpiter! ―exclamó dirigiéndose a Medugeno―, que aquí concluyen tus insidias y no esperes ayuda pues tus dos secuaces se encuentran a buen recaudo y pagarán sus crímenes ante la justicia. En cuanto al dinero que robaste está ya en nuestro poder.

     Al oír esto, Medugeno que trataba desesperadamente de buscar una salida para escapar de aquella situación y que confiaba todavía en la ayuda que podían prestarle Ventario y Borgondo, se sintió perdido. Desesperado al ver que su plan tan bien urdido y ejecutado no había servido para nada, se revol-vió, empuñó la espada y se lanzó, profiriendo un alarido que reflejaba su rabia y desesperación, contra el cuerpo de Marco con la intención de clavar-le el acero en el corazón.

     Marco no tuvo tiempo de intranquilizarse ni de moverse. En la corta carrera hacia el que consideraba su enemigo, Medugeno se encontró con una mano de hierro que apretó la muñeca con la que empuñaba el arma doblándosela con un chasquido, al tiempo que le zancadilleaban y caía dán-dose de bruces contra el suelo sin soltar la espada que se le incrustó en el pecho hundiéndose hasta la empuñadura y asomando un palmo por la espalda. Primero un débil hilo y después un charco de sangre rodearon el cuerpo inerte de Medugeno que expiró casi al instante.

     Origena, que hasta el momento había seguido la conversación com-prendiendo parte del drama que se estaba dirimiendo entre aquellos hombres y su hermano, lanzó un grito de dolor y corrió hacia el cuerpo de Medugeno, le dio la vuelta y abrazándole, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, profirió algunas palabras en el idioma vernáculo que reflejaban su dolor aunque resultasen ininteligibles para los presentes.

     ―Ha sido el mejor final posible para concluir con la difícil situación que había creado vuestro hombre. Su muerte fortuita nos evita hacer de verdugos ―exclamó Marco, dirigiéndose a Crasso.

     El viejo banquero que desde la aparición de Corconte había ido de sor-presa en sorpresa, observaba con mirada apenada a Origena abrazada al cadáver de su hermano. Sólo supo contestar como alelado:       

     ―Es repugnante, siempre tuvo en mi casa todas las consideraciones y un salario muy superior a lo que obtiene cualquier otro ayudante ¿Por qué ha hecho esto?

     ―Dinero ―respondió Marco―. La alquimia del dinero y el temor envi-lece la nobleza del carácter, de la amistad y la fidelidad. Destruye a todos salvo a los más fuertes. Está visto que el oro consigue que personas que durante mucho tiempo parecen honradas y fieles muestren finalmente su lado más  perverso.

     Marcelo Crasso asintió y haciendo un esfuerzo trató de serenarse, reco-brando la calma.

     ―Habéis mencionado la existencia de otros dos hombres, cómplices de Medugeno ¿qué vamos a hacer con ellos?

     Marco, que no había tenido tiempo para pensar en la forma de librarse de los dos asesinos, quedó pensativo, pero comprendió que aquellos individuos resultaban un peligro pues cualquiera que conociera el origen y el destino de los áureos podía irse de la lengua y Ventario y Borgondo podrían saber algo acerca de la procedencia del dinero del que se habían apoderado.

     ―Desconozco que es lo que saben esos individuos pero lo cierto es que no podemos consentir que vayan por ahí contando lo que ningún oído debe escuchar.

     Marcelo Crasso se quedó unos instantes reflexionando hasta que una lucecita brilló en su mirada. Marco comprendió que tenía la solución y se dispuso a escuchar al anciano.

     ―Enviaré a mis siervos de confianza que lleven el cuerpo de Medugeno a su casa y después avisaré al prefecto de los vigiles.  Ante mis criados, que harán de testigos, le diré que esos hombres asesinaron a mi ayudante para robarle y que, descubiertos, los hemos prendido y puestos a buen recaudo para que no escapen. Le sugeriré que los venda como esclavos en las minas de sal de Aquilea y que se quede con el producto de la venta para compensar los gastos, lo que hará de muy buena gana y sin hacer ninguna investigación sobre lo sucedido, máxime cuando le diga que puede quedarse con la casa de mi apreciado Medugeno y con todo lo que hay en su interior, pues el dolor por la pérdida de mi fiel ayudante me impide actuar de forma dife-rente.

     ―¿Y si el prefecto les interroga y para salvarse cuentan lo que saben?

     No os preocupéis. Yo sé como arreglar este asunto para que eso no suceda.

     Marco expresó su conformidad y alabó su idea sin entrar en más detalles, pero en ese momento se fijó en Origena que arrodillada junto al cuerpo de su hermano sollozaba quedamente.

     ―¿Y en cuánto a ella…? ―exclamó, dejando la respuesta en el aire.

     Al señalarla Marco con la mano, el banquero mudó la expresión de su rostro y su macilento semblante se tornó aún más blanco. Perdiendo la calma de que había hecho gala un poco antes, balbuceó asustado.

     ―¡No, por favor os lo pido, ella no! Estoy seguro de que desconocía los planes de su hermano. Es inocente ¡Ella no...! ¡No!

     Marco le contempló con cierto asombro aunque entendía lo que estaba pasando por la mente de aquel ser enfermo próximo a morir. Cierto es que a él no se le pasó por la imaginación, ni siquiera como una probabilidad, el hacer el menor daño a la mujer, no solamente porque creyera que era ajena al criminal plan de su hermano, sino porque su condición natural le hubieran impedido realizar cualquier acción violenta contra un ser humano indefenso. Pero la actitud de Marcelo Crasso le hizo concebir el propósito de sacar partido a la situación en beneficio de sus amigos del fundo Sotto. Como si ya hubiese tomado una dura decisión Marco adoptó una expresión grave y amenazante.

     ―Nadie ajeno a nuestro negocio debe quedar con vida. El peligro de una delación supone el fracaso de la operación y la muerte de muchos. Nuestra responsabilidad es inmensa.

     Dicho esto, Marco señaló con el dedo a Origena y dijo, al tiempo que Crasso le miraba aterrado.

     ―¡Debe desaparecer! ―concluyó enérgico, sorprendiéndose de su pro-pio tono de voz, si bien empleó el término desaparecer, porque fue incapaz de utilizar el de morir a pesar de que estaba fingiendo.

     El temor a perder a Origena impedía a Marcelo Crasso examinar la situa-ción con frialdad y, por tanto, descubrir que el hombre que se encontraba ante él era de todo punto incapaz de matar a nadie a sangre fría. Con voz quebrada por la emoción, suplicó a Marco, poniendo sobre el brazo de éste una febril y temblorosa mano.

     ―¡Por favor, os lo ruego! Dejadla bajo mi responsabilidad... me queda poco por vivir y ella es mi único consuelo. Ningún daño puede hacer. Estoy convencido de que ignoraba los planes de su hermano y, por consiguiente, el asunto que nos preocupa.

     Marco quiso tensar la cuerda antes de mostrarse favorable a su petición.

     ―Haría cualquier cosa por complaceros, pero bien sabéis que esa mujer representa un peligro para todos y a pesar de que no comprende ni habla bien nuestra lengua desconocemos con seguridad si su hermano la tuvo informada y en que medida. A vos poco puede afectaros porque estáis al final del camino...

     ―Me sigue importando tanto como a vos el que nuestro negocio se resuelva como está planeado y para mí será una satisfacción morir cono-ciendo que el dictador ha sido depuesto y que la república vuelve a ser la forma de gobierno de Roma. Os lo suplico... a cambio estoy dispuesto a compensaros con la cantidad que fijéis.

     Al oír la proposición que estaba esperando formulara el banquero, Marco hizo un gesto como si dudara. Se pasó los dedos por la barbilla, dando a entender a Marcelo Crasso que estaba sopesando los inconvenientes y venta jas de la propuesta. Indeciso, se le oyó decir entre labios:

     ―No sé... no sé...

     Al creer que había abierto una brecha en la inflexible postura de Marco, a Marcelo Crasso le brillaron los ojos y volvió a insistir:

     ―Poned precio y firmaré el documento que os hará dueño de la suma que consideréis suficiente para contrarrestar vuestros temores.

     ―¿Es cierto que estáis dispuesto a entregarme lo que os pida?

     ―Fijad el precio.

     ―¿No os volveréis atrás?

     ―Tenéis mi palabra.

     ―Ya que tanto insistís os permito que la hermana del traidor se quede en esta casa adquiriendo la responsabilidad, bajo vuestra palabra, de que vela-réis porque no salga de Patavium mientras sigáis con vida. A cambio, entre- gadme el documento que os hace acreedor de la suma prestada a Publio Sotto. Asimismo, donaréis en otro documento a mi favor las yugadas del fundo de Gayo Vestorio.

     Marcelo Crasso, que había esperado el requerimiento de una millonaria suma de sestercios quedó sorprendido por las dos peticiones. A pesar de su enfermedad y del crítico momento que estaba viviendo, su curiosidad pudo más que su angustia y se atrevió a decir:

     ―Me habéis sorprendido, esperaba que pidierais una buena suma de dine ro para vos y, sin embargo, os contentáis con dos peticiones extrañas y de relativa cuantía ¿Queréis explicaros?

     ―Sí. Pero antes confirmad que vuestra palabra es firme y que aceptáis mis condiciones.

     ―Os doy mi palabra y ahora mismo... ―se levantó con esfuerzo del diván y fatigosamente se acercó a una de las estanterías de la que extrajo dos documentos enrollados que colocó sobre la mesa, tomó un cálamo que mojó en un recipiente lleno de un liquido oscuro y desenrollando el pergamino se puso a escribir al final de cada uno de ellos, estampó su firma, los selló con cera y se los entregó a Marco― ...endoso la deuda de Publio Sotto y os hago entrega de las cincuenta y cinco yugadas que comprenden el fundo de Gayo Vestorio.

     Marco recogió los documentos que le tendía y, una vez superado el momento de ansiedad que había pasado ante el temor a perder a Origena, volvió a ser el de siempre.

     ―Decidme ahora, si no tenéis inconveniente, el motivo de esta extraña petición.

      ―Cuando vuestro ayudante y sus cómplices me dieron por muerto arrojándome al pozo de la mina abandonada en las cercanías de la vía Emilia pude escapar milagrosamente y salvar la vida porque los dioses quisieron que mi camino se cruzase con el de una noble y honrada familia: los Sotto ―Marco cogió los papeles que acababa de firmar Marcelo Crasso y siguió diciendo―: Con estos documentos espero devolver parte de la deuda moral que tendré con ellos mientras viva.

     Marcelo Crasso asintió, complacido con las palabras de Marco.

     ―Deduzco que os iréis inmediatamente...

     ―Así es. En la puerta me esperan dos hombres que custodian el carga-mento robado por vuestro ayudante. Como os encargaréis de arreglar las cosas con el prefecto, confío en que ésta sea la última ocasión en que nos veamos. Salve, Crasso y que los dioses prolonguen tu vida tanto tiempo como desees.

     Sin esperar una respuesta, Marco giró sobre los talones y seguido por Cor conte abandonaron el aposento y la casa.

     Cuando recorrían el largo pasillo hacia el peristilo se cruzaron con dos criados que, presurosos, acudían a la llamada de su amo. El prefecto de los vigiles contemplaría una escena sangrienta en la casa de Medugeno: el cadáver de éste, junto a sus dos asesinos maniatados y con las lenguas corta-das en venganza por su crimen. El prefecto, que era un sagaz investigador, observó más sombras que luces en aquel asunto, pero partiendo la denuncia de Crasso dio por buena la acusación y procedió tal como el banquero había previsto. Vendió a los dos desgraciados como esclavos para trabajar en las minas de sal de Aquilea y se quedó con el dinero y con las posesiones de Medugeno. Su fama como prefecto eficaz aumentó entre los ciudadanos al mismo tiempo que su patrimonio.

     “Da gusto tener relaciones con el banquero Marcelo Crasso”, se dijo, recordando lo sucedido pocos días atrás con aquellos enloquecidos hermanos que destrozaron la taberna donde se alojaban.