“¿Por qué a una  vida tan breve

hemos de confiarle un largo proyecto?”

Horacio

 

 

XI

 

 

 

                        EL CAMPAMENTO DE las legiones IX Hispana Augusta y la XX Valeria Victrix, residencia, a la vez, del mando supremo de las fuerzas estacionadas en la Germania superior, era uno de los cuatro enclaves construidos con carácter permanente a lo largo del cauce del Rin y el limes formado durante años por el atrincheramiento, con fosos, parapetos, taludes, empalizadas, muros, torres de vigías y fortines que cubrían los campos Decumates en una longitud superior a las cuatrocientas millas y que iba desde más al norte de Idistaviso –un llano situado entre el Weser y unas colinas donde Germánico derrotó a los queruscos comandados por Armi-nio– hasta alcanzar el Danubio cerca de Raetia. En total ocho legiones formaban el ejército del Rin y diez el del Danubio. La limes constituía una defensa casi perfecta porque las construcciones y dispositivos se entrelaza-ban con caminos y pistas que unían todos los puestos de las vexillatios entre sí y con la retaguardia donde se encontraban los cam-pamentos principales de las legiones a los que se añadían los centenares de tiendas y barracones instalados en el exterior que llegaban a formar una pequeña ciudad dando cobijo a una multitud de concubinas de los soldados o cortesanas, además de cantineros, comerciantes y vivanderos que, invariablemente, seguían a los soldados a todas partes llevando víveres suplementarios y objetos de lujo que facilitaban a las tropas a cambio de su dinero o de lo conquistado como botín. También en esta ciudad, a extramuros del campamento, se alojaban los ayudantes, esclavos y sirvientes de los oficiales.

     El acantonamiento, que daba cobijo a dos legiones completas con sus tro-pas auxiliares, conformaba una verdadera fortaleza en el que las obras de cir-cunvalación constituían por sí mismas un formidable sistema de defensa. Los antecesores del actual gobernador y legado, Cneo Cornelio Léntulo Getúlico, tuvieron especial interés en escoger, cuidadosamente, un lugar que reuniera las mejores condiciones de defensa. Después de allanar el terreno próximo al cauce del gran río, los ingenieros constructores dieron a todo el espacio, en vez de un cuadrado que era lo habitual, una forma rectangular de manera que el lado menor fuera dos tercios del lado grande, una milla, con el objeto de abarcar mayor longitud de la ribera. Mientras que para los campamentos diarios se empleaban bloques de turba y madera para cons-truir fosos y empalizadas, en éste, la piedra junto con la madera constituía el elemento principal. El interior del campo, disponiendo de las habituales cuatro puertas, aparecía cortado por dos amplias calles, las vías Principalis y Quintana más otra, la vía Sagularis, que daba la vuelta a todo el campa-mento entre las cohortes de las legiones y los restantes cuerpos del ejército. Estas calles, largas y amplias, dividían al campamento en sectores cortados por otras arterias perpendiculares como la vía Pretoria y la Decumana.

     El pretorium, un edificio imponente, se erguía en el centro, entre la vía Quintana y la Principalis. Era, a la vez, residencia del gobernador y sede del Estado mayor, un auténtico palacio en pequeño que contaba con numerosos aposentos para uso del legado y sus posibles allegados. A su lado, se levantaban, de menor tamaño, los barracones de cuatro y dos pisos que aco-gían a los oficiales y a los tribunos, el sacellum, en el que se guardaban los estandartes y las águilas, y el Foro, los talleres, la enfermería, y los tribunales donde se examinaban por los tribunos y centuriones las causas que se susci-taban.

     El ejército estaba instalado con mayor comodidad que bajo las tradicio-nales tiendas de cuero de los campamentos diarios. La tropa se alojaba en cabañas de madera que formaban interminables hileras; cada cabaña cobi-jaba ocho soldados que disponían de unos diez pasos cuadrados para cada uno, mientras que los auxiliares se agrupaban cada ochenta en parecidas construcciones, naturalmente mayores, a modo de barracones; los oficiales se alojaban en un edificio de ladrillo y suelos embaldosados de cuatro pisos, y los tribunos militares en un edificio similar aunque algo más reducido.

     El gobernador se aproximó a la ventana mientras su amigo Poncio Rufo le relataba sus impresiones sobre las actividades militares del día. Giró en redondo cuando éste hubo concluido y le espetó de golpe:

     ―Por cierto… Están desvalijando las provisiones de los depósitos.

   Léntulo escuchó el confidencial informe de su prefecto castrorum y su rostro adquirió de inmediato el aspecto grave de quien acaba de recibir una noticia desagradable.

     Los hurtos en un campamento militar eran siempre considerados como asunto serio, pero robar al ejército mismo, es decir, al Estado, revestía una gravedad extrema. La seguridad de las legiones dependía, en buena parte, de que las tropas contaran con el avituallamiento preciso en cualquier instante y situación, y a este fin se dirigían los esfuerzos del Senado derivando ingentes sumas de dinero para el debido aprovisionamiento de armas y alimentos a las legiones, asistidos con el control y el trabajo de los numerosos oficiales y servidores que se ponían bajo la dirección de los cuestores y los prefectos fabrum. Cuando esto no se conseguía, la suerte de las legiones y de sus generales pendía de un sutil hilo que podía romperse en cualquier momento. De ahí la preocupación que asaltó a quien era, desde hacía dos años, gober-nador de la Germania superior.

     ―Explícate ―replicó, frunciendo el entrecejo.

     ―Han desaparecido unos mil modios entre grano y legumbres ―respon- dió de mala gana Poncio Rufo―. Quizá sea algo más porque no he querido hacer un inventario minucioso para no levantar sospechas entre los posibles cómplices que han colaborado en los robos.

     Léntulo Gétulico, se sentó en la ancha silla con respaldo de cuero y patas curvas, y poniendo las palmas de las manos sobre las rodillas a la vez que echaba el torso hacia delante, exclamó:

     ―Entonces, ¿sospechas de alguien…?

     ―Sí. Es evidente que ha sido necesaria la colaboración desde el interior de los depósitos donde almacenamos las provisiones, porque de otro modo resultaría imposible sacar los sacos de grano sin llamar la atención de los vigilantes. Tanto en la trasera del almacén como en la parte de la tapia que le queda enfrentada han abierto unos huecos mediante el hábil plan de dejar medio sueltas las tablas y los ladrillos que permitan el paso de un individuo cargado con un saco. Una vez concluido el trasiego lo vuelven a colocar todo en su sitio, por lo que los centinelas durante las rondas no observan nada anómalo.

     ―Y con toda seguridad que has hecho averiguaciones y tienes ya algún sospechoso en tu punto de mira...

     ―Más que sospecha... ―titubeó, antes de concluir la frase murmurando en voz baja―. Tengo la certeza.

     El gobernador se quedó mirando ceñudamente a su interlocutor intuyen-do que la revelación que le iba a hacer empeoraría si cabe el asunto. No dijo nada, se limitó a esperar preparándose para recibir el preocupante informe.

     ―Desde que tuve la evidencia de que habían desaparecido provisiones, y sin revelar nada a mis ayudantes, cada mañana, al cambiar la guardia, regre-saba a los barracones para efectuar un registro y comprobar si todo estaba conforme o por el contrario faltaban víveres y, pasado un tiempo, pude constatar que los robos acontecían cuando los depósitos quedaban bajo la custodia de cierto tribuno... ―siguió una breve pausa para tomar aire antes de continuar―, el jovencito Lucio Coro, pero como todos saben, éste, que es incapaz de tomar decisión alguna por su cuenta, sólo obra al dictado de lo que le dice el jefe de la camarilla que forman ciertos tribunos aristócratas.

     Léntulo sólo tuvo que observar el gesto de desdén que reflejaba el rostro de su prefecto castrorum para descubrir la identidad del oficial felón que utilizaba al débil  Lucio Coro.

     Más que una pregunta pareció que formulaba una evidencia.

     ―¿El lindo?    

   Poncio Furio asintió con desgana, sabedor de que le estaba creando a su amigo un problema de embarazosa solución. El joven tribuno, Cayo Norba-no Pulcro era hijo único del senador Marco Norbano y algo sabía él, más por ser amigo del gobernador que por prefecto castrorum, de las especiales relaciones que unían a su superior con el senador en función de las oscuras actividades políticas en las que ambos estaban implicados. Pero la realidad no podía ocultarse y la disciplina de un campamento en las fronteras del Imperio no era cosa de tomarse a la ligera ni podía pasarse por alto. Resul-taba de todo punto necesario que el hecho se conociera públicamente, que los culpables fueran descubiertos y que la justicia hiciera su tarea.

     ―¿Sabe alguien, aparte de nosotros dos, lo que me has contado?

     ―No ―respondió Furio―. El asunto me pareció de tal gravedad que estimé conveniente no hacer partícipe a nadie, incluidos mis íntimos colabo-radores, ni de mis sospechas ni del resultado de las averiguaciones. Consi-deré que, de esta manera, tendrías las manos libres para solucionar este pro-blema como mejor te convenga en virtud de la identidad del sospechoso.

     ―Agradezco, amigo, tu tacto en este asunto al concederme tiempo y la oportunidad de intentar hallar la solución más provechosa para nuestros intereses. A propósito ¿en cuanto valoras lo robado?

     ―Mis cálculos indican unos cinco mil sestercios.

     ―Bien, ahora déjame solo y sigue manteniendo el secreto. Yo me voy a ocupar de solventar este negocio con nuestro popular y atractivo tribuno.

     Poncio Rufo abandonó la estancia. Léntulo se puso en pie con brus-quedad y comenzó a pasear por los amplios aposentos dando largas zanca-das al tiempo que retorcía las manos a su espalda. Estaba discurriendo a toda prisa, pues no era un asunto que admitiera demora, como afrontar el proble-ma que acababa de revelarle su prefecto. Si el sospechoso hubiese sido cualquier oficial por muy alta que fuese su graduación u otro tribuno, el hecho, aunque grave, no tendría ninguna complicación; se formaría un tri-bunal competente para juzgar a los acusados y si se establecía la autoría la sentencia sería estricta: la decapitación para los ciudadanos romanos o la crucifixión para quienes no lo fueran. Pero, en este caso, las circunstancias le jugaban una mala pasada ya que se trataba, nada menos, que de acusar al hijo único del senador Marco Norbano, actual cabeza de la conspiración que estaba en marcha contra el prínceps. Si ejecutaba a su hijo, por muy culpable que lo hallara el tribunal militar que lo juzgase, quedaría también él senten-ciado en el supuesto de que la conjura triunfase y Marco Norbano alcanzara el poder en Roma. El senador no perdonaría a quienes considerase respon-sables de la muerte de su hijo. Por otro lado, no podía eludir el hecho de que también él formaba parte de la conspiración, todo lo tangencialmente que quisiera, pero se había dejado tentar y eso para el poder instituido ya era suficiente delito por no delatar inmediatamente las ofertas que se le hicieron.

     Como militar era disciplinado, exigente e insobornable en la defensa del Imperio, pero en lo político era simplemente acomodaticio y a quien ostentara el poder ni lo sostenía ni conspiraba en su contra. Él, que fue cónsul tres años atrás, junto con su colega Gayo Calvisio, conocía bastante de la política como para no apreciar demasiado a los hombres que hacían de ella su profesión y depositaba su confianza en las instituciones, no en las personas. Por lo que respecta a la conjura, había tomado la resolución de no dar un paso en ninguna de ambas direcciones y si le ofrecían dinero, del que ciertamente estaba necesitado porque no era un hombre rico, no sentiría escrúpulo alguno en tomarlo siempre que no se le exigiera acometer acciones en cualquier sentido. Se quedaba a verlas venir y allá cada cual con el cometido que quisiera desempeñar en la dramática función. Claro que, ya sabía él, que su talante y pasividad ante la conjura no sería suficiente salvo-conducto para librarse de las represalias de Tiberio y Sejano si estas llegaban a producirse. Estaba, pues, en un callejón sin salida aparente, pero de todos modos había que buscarla pues el robo metódico en los almacenes de las provisiones no podía continuar y se imponía un castigo como escarmiento. Sin pensarlo por más tiempo, tomó la resolución que consideró adecuada.

     Se dirigió a la puerta y, asomando la cabeza y los hombros, ordenó a uno de los soldados que hacían guardia en la entrada:

     ―Id a buscar al tribuno Cayo Norbano. Quiero verle aquí, ¡de inmediato!

     Al poco tiempo Léntulo volvió a oír las sonoras y acompasadas pisadas del legionario mezcladas con las de su acompañante. El gobernador, que seguía paseando por la estancia, se volvió a tiempo de ver como el tribuno penetraba en el aposento sin esperar a que le anunciaran y, por consiguiente, sin aguardar a recibir el preceptivo permiso para comparecer ante el hombre que ostentaba el poder máximo en el campamento.

     ―¡Salve, Cneo Cornelio! Me dicen que quieres verme... ―comenzó a decir con voz jovial, dirigiéndose alegre al que, él y sus amigos, llamaban, despectivamente, el viejo.

     Cayo Norbano, más conocido por el sobrenombre que le puso con total acierto el centurión primipili, sonreía abiertamente mostrando una dentadura perfecta mientras se apoyaba, en una actitud desconsiderada para su anfitrión, sobre la esquina de la mesa de operaciones del comandante en jefe, donde, junto con varios instrumentos de medida, tablillas, pergaminos, mapas y restos de comida, se encontraban dos jarras de vino y varias copas a las que dirigió una significativa mirada como esperando la venia de su anfitrión para servirse. Éste, se limitó a hacer una seña conminatoria con la palma de la mano abierta indicando que no diera un paso más, se fue hasta la silla curul se sentó en ella con las piernas abiertas recostándose sobre el respaldo y procedió con parsimonia al arreglo de los pliegues de su toga, para, finalmente, apoyar el codo en el brazo de la silla y el puño cerrado bajo la barbilla.

     Durante un buen rato Léntulo permaneció silencioso y como fuese la pri-mera vez que tenía ante él al tribuno, observó a éste detenidamente con los ojos entrecerrados, las cejas arqueadas y un rictus de la boca despreciativo, en un doble gesto que no presagiaba nada bueno para el desvergonzado hijo del senador con el que guardaba cierto parecido físico.

     Marco Norbano era un tipo recio, de cuello corto, baja estatura, de ensorti jada y abundante cabellera morena que envolvía una tez ovalada y cetrina cuyo conjunto ofrecía la estampa de un patricio seguro de sí mismo y orgu-lloso de su estirpe. A los veintitrés años su único hijo, Cayo, era por contra alto, vigoroso y con el mismo porte altivo de los Norbano. Tenía el cabello abundante y rizado, del  mismo color castaño de su progenitor. La boca, de labios carnosos que denotaban su sensualidad, resultaba algo grande para el rostro ovalado de tez aceitunada, pero no le afeaba, al contrario, despertaba el interés de ciertas mujeres por sentir lo que presumían apasionados besos de aquel apuesto ejemplar. Pero lo que confundía a muchos era su mirada, entre lejana y pensativa, cuando lo cierto es que se veía obligado a entre-cerrar los párpados a causa de un ligero astigmatismo. Poseía una voz agra dable que sabía modular a la perfección para conseguir infundir confianza y afecto según interesase al consumado desvergonzado.

     El sobrenombre le veía como anillo al dedo y sus mismos compañeros reconocían que no existía otro como él en el ejército que actuase con tamaño desparpajo y atrevimiento. Desconocía los sentimientos del ridículo, del pudor y su conciencia parecía no reprocharle ninguna acción por abyecta o vil que pareciese a otros. Veía a cualquiera que tuviera una sola cana como un fugitivo ilegal de la tumba y, con toda simpleza, consideraba que el ancia no que se sentaba frente a él, debería encontrarse cuidando los jardines de su villa romana y no al mando de miles de soldados. Se acomodaba a la vida militar porque era necesario para el cursus honorum y, en realidad, ni sus propios compañeros sabían cuales podían ser sus metas en la vida o sus ambiciones. Lo que sí conocían era su talón de Aquiles: se trataba de un inmoderado bebedor por lo que sus instintos, a los que cedía fácilmente, resultaban dominados por el furor y el resentimiento cuando estaba bebido. El primipili que le denominó con el apelativo por el que era conocido, le dijo a Léntulo en una ocasión que el joven tribuno estaba clasificado como un caradura y un villano patológico.

     Aquel silencio prolongado por parte del gobernador estaba empezando a poner nervioso a Cayo Norbano. En los dos años que llevaba destinado en Germania, aquella era la primera vez que el viejo, de quien sabía guardaba cierta relación con su padre, le llamaba a una entrevista privada de la que esperaba obtener alguna ventaja. Pero el talante del gobernador y sus pri-meras palabras le confundieron aún más. Supuso, cuando le avisaron que el gobernador quería verle en sus aposentos, que su padre habría influido para que se le concediera algún puesto relevante en el Estado mayor y, sin embar-go, Léntulo acababa de abrir la boca para decir algo inesperado.

     ―Por el momento voy a pasar por alto, pero sin olvidarme de ello, que la vestimenta y la actitud de que haces gala ante tu comandante en jefe no es la que corresponde a un tribuno militar del ejército imperial al que le está obli-gado dar ejemplo constante ante la tropa. Me reservo para más adelante imponerte la sanción que mereces.

     El gobernador se revolvió en la silla para cambiar de postura antes de continuar.

     ―Hace más de cuarenta años ―Léntulo tenía entonces sesenta y dos―, y a la edad de diecinueve, es decir, cuatro más joven que tú, formé parte como tribuno militar en las legiones que mandaban Tiberio y su hermano Druso durante las guerras contra los réticos y los vindelici a los que perse-guimos hasta las orillas del Danubio y aniquilamos. Allí tuvo lugar mi pri-mera intervención en una batalla de la que resulté con numerosas heridas y en el curso de la cual di muerte a cuatro bárbaros feroces que no sabían huir ni rendirse, sólo morir o vencer. Al final de aquel combate presencié cómo por orden de Tiberio se crucificaba a más de quinientos guerreros que se negaron a someterse a la esclavitud que les esperaba por su condición de prisioneros…

     A Léntulo la mirada se le hizo imprecisa, como si las palabras le trajeran el vivo recuerdo de su juventud y de los hechos que narraba, y la dirigió hacia el cielo nuboso y plomizo que la ventana enmarcaba para, después de una breve pausa, continuar su soliloquio con un perceptible cambio en la voz que denotaba nostalgia y amargura.

     >>…aquel día perdí mi inocencia, el miedo a morir y el remordimiento que me inspiraba acabar con la vida de otros seres humanos. Han pasado muchos años, casi el doble de tu edad, y durante mi cursus honorum, col-mado hace tres años con el consulado, me he visto obligado a matar perso-nalmente a decenas de hombres e, indirectamente, a miles como resultado de mis acciones o de mis órdenes. No vanamente, el divino Augusto me otorgó el sobrenombre que responde al hecho de haber pacificado y some-tido a toda una gran raza germánica como los getas después de encarnizadas batallas en las que perecieron cerca de veinte mil guerreros.

     Volviendo la mirada hacia Cayo Norbano, sonrió cáustico.

     >>Y tú, te estarás preguntando ¿Lo que dice este viejo, a mí que me im-porta…? Tienes razón... en parte. No pretendo sorprenderte ni buscar tu ad-miración. Tú no eres nada, una inútil sanguijuela a la que mi guardia aplas-taría ahora mismo siguiendo la orden dada por el simple gesto de mi dedo.

     Léntulo hizo una pausa al ver la palidez que estaba cobrando el rostro del joven tribuno que no estaba preparado para semejante correctivo.

   >>Mi discurso tiene un único objeto, y escucha atentamente pues no volve ré a repetirlo. Quiero que comprendas que cuando digo algo, estoy diciendo lo que quiero decir y nada más que eso. Si doy una orden, ha de cumplirse y si amenazo, o prometo algo no lo hago en vano. ¿Has entendido?

     Todos los bravucones cuando no se encuentran arropados por los coros que les jalean y aplauden y se hallan frente a quien posee un carácter del que emana fuerza y poder se vienen abajo descubriéndose como lo que en el fondo siempre fueron: una mera apariencia. Lindo Cayo Norbano, de pie y alejado de la silla curul en la que, glacial, se recostaba su comandante en jefe, se limitó a asentir. Aquel preámbulo no presagiaba nada de lo que había esperado cuando recibió la orden de presentarse en el pretorio, por el contrario, venteaba, inquieto, el peligro.

     ―Por tu rango de tribuno conoces las reglas que rigen en el ejército, así que no es necesario explicarte cuales son los castigos que sufren quienes roban o comercian en su beneficio con las vituallas y los pertrechos que pertenecen a las legiones.

     El rostro de Cayo Norbano pasó del blanco al rojo y de éste al amarillo. Sus manos temblaron y, nervioso, las escondió a la espalda.

     El gesto no pasó inadvertido a Léntulo.

     ―Me llegan rumores de que han desaparecido trigo, legumbres y per-trechos por un valor de cinco mil sestercios ―Léntulo echó el cuerpo hacia delante y, pausadamente, como si masticara cada sílaba, continuó―: Debería resolver este asunto ahora mismo y nada me impide hacerlo, pero en atención a la amistad que me une con tu padre me inclino a retrasarlo unos días. Si dentro de una semana el prefecto castrorum me informa oficialmente de que faltan víveres y pertrechos porque se han saqueado los depósitos, convocaré al tribunal militar para que juzgue a los acusados y castigue a los que halle culpables.

     Cayo tuvo que apoyarse con una mano en la esquina de la mesa.

     Léntulo se puso bruscamente de pie y señalando amenazante con su mano extendida la puerta, tronó:

     Recuerda. ¡Siete días para reponer lo robado o su precio! Y ahora ¡desaparece!

     El tribuno, sin articular palabra alguna, abandonó la estancia a toda prisa sin volver la vista atrás, mientras pensaba cómo podría escapar de lo que se le venía encima.

     Los soldados que hacían guardia a la entrada del pretorio se quedaron sorprendidos al ver salir al joven tribuno, el más apuesto del campamento, con la cara roja y la mirada huidiza. Supusieron que el gobernador le habría dado un buen repaso como correctivo por alguno de los frecuentes alter-cados y correrías que, con su camarilla llevaba a cabo cuando se encon-traban libres de servicio, alterando de este modo la paz y las buenas rela-ciones con los pueblos vecinos, lo que disgustaba profundamente a los mandos del estado mayor al crear problemas innecesarios con los habitantes de estas zonas.

     Sin dudar un momento el camino a seguir, se dirigió presuroso al edificio cercano al sacellum donde tenía su alojamiento junto con los otros once tribunos que servían en las dos legiones como mandos intermedios. Los tribunos militares, seis por legión, se clasificaban en dos clases por el origen de su nombramiento: rüfuli, los tres elegidos por el cónsul, y a populo, los tres designados por el pueblo. A su vez, los primeros solían ser jóvenes elegidos de entre la clase senatorial o de los caballeros que comenzaban así, cómodamente, a iniciar el cursus honorum. Cayo Norbano, a sus veintitrés años, era un veterano que por llevar casi dos años en el campamento tenía encomendado inspeccionar los puestos de guardia, vigilar a los centinelas, formar a los reclutas y repartir las funciones y las tareas entre el resto de los bisoños tribunos. Cuando entró en el aposento principal del edificio, una larga y ancha pieza con mesas y taburetes repartidos por los muros que servía de sala de reunión de los tribunos, se dirigió en línea recta hacia el sitio donde se encontraban dos jóvenes conversando mientras observaban cómo sus ayudantes limpiaban, metódica y esmeradamente, sus armas. No parecían esperar tan pronto la llegada de su amigo por lo que le dirigieron una mirada interrogadora.

     ―¡Marcio! ¡Licinio! ―exclamó sin pararse, mientras pasaba a su lado, con voz y gesto conminatorio―. ¡Venid!

     Los dos jóvenes, que se parecían bastante el uno al otro en su condición de primos carnales –sus madres eran hermanas, casadas con un Fulvio y un Curión respectivamente– sin decir palabra se levantaron y siguieron tras los pasos de Cayo. Éste, salió por la puerta que tenía al frente y entrando en un largo pasillo giró a su izquierda, llegó a la mitad del recorrido y ascendió por unas escaleras que le condujeron al piso superior cuya planta estaba dividida en veinticuatro aposentos iguales. Se introdujo en uno de ellos y esperó, sin entrar, a que hubieran llegado a su altura los dos primos. Pasaron estos dentro y se sentaron sobre las dos banquetas adosadas a la pared y a los pies del catre que servía de lecho a su compañero. En la pared enfrentada a la puerta un pequeño ventanuco, a la altura de la cabeza de un hombre alto, permitía entrar la luz de poniente.

   ―¿Dónde está Lucio Coro? ―fue lo primero que dijo Cayo Norbano que seguía de pie.

     ―Inspeccionando a los nuevos reclutas. Supongo que acabará pronto, pues dentro de media hora se repartirá la cena ―respondió Licinio.

     ―Mejor, así podremos hablar sin tapujos ―exclamó con cierto nervio-sismo y apresuramiento.

     Los otros dos le miraron sorprendidos al verle tan alterado.

     ―Acabo de tener una entrevista con el viejo ―y sin más preámbulos les espetó de golpe―. Está al corriente de nuestras operaciones con Forpas y me ha dado un plazo de siete días para reponer lo sustraído, o en su defecto su valor que considera asciende a cinco mil sestercios. En el supuesto de que no lo hagamos, nos acusará ante el tribunal y seremos condenados...

     Los primos palidecieron y sólo Marcio pudo tartamudear:

     ―Pero... entonces sabe que... nosotros no hemos intervenido...

     Cayo, quiso vengarse en aquellos dos del mal rato que había  pasado y hurgó en el terror que sus cómplices estaban sintiendo.

     ―Lo sabe todo. Está al tanto de que vosotros y yo no hemos actuado directamente en los robos, pero sí que el dinero ha ido a parar a nuestras bolsas por lo que no nos libramos ninguno, aunque el más directamente implicado sea Lucio Coro.

     Y continuó echando sal en la herida.

     ―Da igual que nos decapiten por autores o por cómplices.

     El rostro de los primos acusaba el golpe que Cayo les había inferido. Aprovechó éste el pánico que se reflejaba en los rostros de Marcio y Licinio para seguir dominándolos y demostrarles que, sin él, estaban perdidos.

     ―Gracias a que yo estoy en la operación ha consentido en guardar silen-cio durante siete días, el tiempo que supone necesitamos para arreglar el problema que plantea la devolución de lo sustraído y la captura del culpable.

     ―Pero eso es imposible ―razonó asustado Licinio―. Ni disponemos del dinero ni ninguno de nosotros estará dispuesto a correr con la responsa-bilidad de erigirse en víctima para salvar a los demás...

     El corazón cruel y mendaz de Cayo, que ya había pergeñado su plan desde que abandonó los aposentos del gobernador, no sintió ningún remor-dimiento cuando, bajando la voz y en tono misterioso confesó a sus cóm-plices:

     ―Escuchad... el propio viejo me ha sugerido lo que debemos hacer...

     Los primos acercaron las cabezas hacia su cómplice aliviados al conocer que era el mismo gobernador quien les estaba ofreciendo una escapatoria, pero antes de seguir hablando, Cayo se dirigió a la puerta y asomó la cabeza. Viendo el corredor vacío y silencioso se volvió de nuevo hacia los jóvenes que esperaban angustiados y, a la vez, esperanzados, por conocer la salida que se les brindaba. Se habían puesto de pie y se acercaron aún más a su compinche.

     ―Escuchad atentamente... ―y en voz baja, como un susurro, mientras ponía sus manos sobre los hombros de los primos, fue desgranando en sus oídos el malvado plan cuya paternidad achacaba al comandante en jefe.

     Al término de la explicación, una lánguida e hipócrita queja por lo que tenía de fingida, salió de los labios de Marcio.

     ―Pero Lucio...

     Cayo apretó con los dedos el hombro de aquél y le empujó un poco hacia atrás, al tiempo que decía:

     ―El viejo exige que pague alguien. Así que, él o nosotros.

     Marcio no volvió a protestar ni siquiera levemente y se limitó a asentir con la cabeza. Licinio, que estaba considerando el plan expuesto por Cayo, y sin hacer caso de los tímidos fingimientos de su primo, preguntó:

     ―En lo que atañe a Lucio no ofrece dificultad que cumpla su parte del plan, pero en cuanto a Forpas...

     ―Su avaricia le cegará ―replicó de inmediato Cayo―. No pondrá obje-ción alguna. Tienes que ofrecerle esta vez las espadas, escudos y demás pertrechos que hasta ahora le habíamos negado. Para que no tenga sospe-chas de nuestro cambio de actitud le dices que vamos a ser trasladados a Pannonia y que, por consiguiente, se terminaron los negocios para todos, por lo que necesitamos hacernos con una buena suma de dinero, el doble de lo logrado en cada una de las ocasiones anteriores.

     Marcio quiso colaborar también en el éxito y astutamente medió con una aguda observación.

     ―Dile que la operación debe llevarse a cabo en las nonas, dentro de cua-tro días, porque esa noche es menguante y la luz lunar será escasa o nula.

     ―Estoy de acuerdo contigo ―exclamó Cayo―. Haremos que la guardia de Lucio coincida con esa noche.

     Puestos de acuerdo en los pormenores del plan, Licinio, a requerimiento de Cayo, salió en busca de Lucio que debía estar al llegar. Así debió suceder porque los que permanecieron en el aposento no tuvieron que aguardar mucho tiempo. Entró Lucio y después de hacer un ligero comentario sobre los nuevos reclutas se quedó, sumiso, mirando a Cayo con una sonrisa en espera de que éste le informara acerca del asunto del que, por el camino, algo le había anticipado Licinio.

     Mientras que Cayo era un hombre hermoso, perteneciente a la clase aristocrática romana, Lucio era un joven insignificante, sin gracia alguna y el último descendiente de varias generaciones de modestos mercaderes. Como no se distinguía por su vocación para continuar la tradición familiar, y era el hijo menor, su padre decidió que emprendiera en la milicia el cursus honorum y, gracias al dinero que distribuyó hábilmente, resultó elegido tribuno ad populo, y a sus cerca de veinte años obtuvo el primer destino en la Valeria Victrix de guarnición en Germania. Nada más llegar, Cayo y los primos Marcio y Licinio le tomaron bajo su protección al ver la sumisión del muchacho y la admiración que sentía por ellos. Su bisoñez le llevaba a considerar que la milicia era lo más parecido a un juego serio al no haber tenido ocasión de participar en ninguna acción guerrera y el que Cayo le admitiera como uno más en su grupo le enorgullecía aceptando, sin discrepar, cuanto éste decidiera. Al principio, sintió cierta duda y temor cuando, por vez primera, le propusieron sustraer géneros de los depósitos para venderlos a Forpas, el avaro comerciante que prestaba dinero con usura y compraba todo lo que se le ofrecía aunque fuese robado. Cayo, eliminó sus recelos dándole a entender que los demás oficiales aprovechaban sus cargos y destinos para hacerse con unos sestercios y que, por tanto, nada sucedería a condición de hacer las cosas con discreción. Realizar las opera-ciones sin fallos y mantener la boca cerrada. Eso era todo.

     ―Me ha llamado el viejo para informarme que me destinan al campamento de Pannonia y estos dos ―señalando a Licinio y a Marcio―, están de acuerdo en acompañarme ¿Tú que dices?

     A Lucio Coro, que tanto le importaba un campamento como otro, ante la posibilidad de quedarse sin amigos y protectores no le cupo duda alguna.

     ―Donde vayáis vosotros, iré yo también ―respondió categórico.

     ―Es lo que esperaba ―exclamó sonriente Cayo―. Pues bien, como quiera que hasta que llevemos en Pannonia un cierto tiempo y nos sintamos allí veteranos no podremos conseguir ni un as extra, es necesario hacernos con el dinero suficiente para no pasar privaciones durante los primeros meses.

     Lucio Coro que escuchaba con atención se metió él solo en el cepo.

     ―Podemos proponer a Forpas un nuevo trato antes de irnos ―dijo sin rodeos, como si acabara de encontrar de golpe la solución al problema.

     ―¡Perfecto! ―exclamó Cayo, entusiasmado― Has tenido la mejor idea y ya que en cualquier momento puedo recibir la orden del traslado no debemos perder tiempo ―y dirigiéndose a Marcio―: Mañana irás a ver a Forpas para avisarle que tenga todo preparado para la noche de las nonas a la hora acostumbrada.

     Los dos días siguientes transcurrieron con entera normalidad sin que Cayo Norbano y su camarilla dieran señales de inquietud ni nerviosismo. Es más, a Poncio Rufo, que les observaba con disimulo, le llamaba la atención el desenfado y desparpajo con que éstos se manifestaban en presencia de sus compañeros y el resto de los oficiales.

     ―Da la impresión de que no están preocupados en absoluto. Es como si hubieran borrado de sus mentes el aviso que les distes ―dijo a su superior cuando se hallaron a solas.

     ―No creo que sean tan estúpidos como para pensar que yo me voy a olvidar de mi amenaza. Les restan dos días para que concluya el plazo ―contestó Léntulo, que se quedó un momento pensativo antes de espetar a su amigo con sarcasmo―. Más bien creo que ese infame cuenta ya con tener la solución a su grave dificultad y salir indemne por esta vez. No olvides que será un desvergonzado y un bellaco pero, a la vez, osado y astuto. Te apuesto un as a que sale con algo que no esperamos.

     ―Veremos a ver de dónde obtiene los cinco mil sestercios que le salven ―objetó Rufo.

     Mientras de este modo razonaban el gobernador y su amigo, en el ba-rracón de los tribunos se acababa de proceder al señalamiento de las guar-dias, correspondiéndole al tribuno Lucio Coro la tercera vigilia nocturna.

   

 

                        EL CIELO, QUE había permanecido cubierto de nubes durante la tarde, seguía igual al crepúsculo lo que aumentaba la oscuridad al sumarse a la escasa luz de la luna menguante. La elevada humedad enfriaba crudamente los cuerpos de los soldados que estaban de guardia o que transitaban por entre las calles al retirarse a sus barracones. Las tinieblas eran casi totales por entre las calles del campamento si no fuera por las linternas encendidas en los cruces que reverberaban una luz mortecina que no alcanzaba a iluminar más allá de los diez pasos de su emplazamiento. La suave lluvia que caía, al golpear contra los barracones de madera, producía un sonido agradable y continuo que ahogaba el que pudieran producir los pasos de quienes se aventuraban a caminar por los alrededores. En la parte de la vía Sagularis que circundaba al campamento, y, por tanto, en las cerca- nias de los almacenes que guardaban las vituallas, otras linternas indicaban los diferentes puestos de vigilancia. Fuera de estos, en los alrededores de la empalizada y en los fosos que por el exterior rodeaban el emplazamiento, ningún ser humano sería capaz de distinguir la sombra de otro a más de cinco pasos de distancia.

     Cubierta por las tinieblas era una noche perfecta para saquear los depó-sitos, pensaron al unísono Lucio Coro y Forpas, aquél, mientras contempla-ba como los dos guardias cómplices levantaban las tablas dejando un hueco que permitía la entrada al almacén y éste, cuando hacía lo propio en la empalizada con otros dos rufianes que le acompañaban. Éstos, como en las ocasiones anteriores, dejaron el carro a unos pasos del foso en el lugar convenido, sacaron unos largos y anchos tablones, los tendieron sobre los bordes y caminaron sobre ellos para salvar la trinchera y acercarse al lugar señalado con unas marcas imperceptibles para otros que no fueran ellos. Con mucha cautela, para evitar ruidos innecesarios, fueron extrayendo los ladrillos marcados y depositándolos en el suelo, cuidadosamente apilados por orden, para facilitar su colocación cuando tuvieran en el carro toda la mercancía. Forpas, una vez se hizo hueco suficiente para que pasaran dos hombres juntos, cruzó el muro detrás de sus hombres y encontró al otro lado a Lucio que ya le esperaba. En voz baja como un murmullo, éste informó al receptador.

     ―Todo está en orden y dispuesto en fardos. Hemos colocado cerca de la entrada además de los diez sacos de trigo, otros tantos de legumbres y las cuarenta espadas con sus vainas, botas, corazas, cascos y escudos. Las armas están envueltas en arpillera para evitar el ruido de metales entrechocando, pero de todas maneras manejadlos y sacadlos con cuidado. ¿Traes el dinero?

     Forpas sonrió dejando ver una blanca dentadura que brilló en la oscuri-dad. Se abrió la túnica por el pecho y de allí extrajo dos bolsas repletas de monedas que entregó al joven tribuno.

     ―Cinco mil sestercios, veinticinco áureos en cada bolsa, y siento que marchéis a Pannonia y éste sea nuestro último trato ―se lamentó el traficante.

     Lucio Coro tomó las bolsas y las introdujo entre su peto y el pecho, mientras contestaba jovial a su cómplice:

     ―Pues si tanto lo lamentas síguenos y en nuestro nuevo destino podemos iniciar otros negocios.

     El otro no respondió nada limitándose a sonreír y ambos se dirigieron a la entrada del almacén para observar el trasiego de la mercancía que ya había comenzado.

     Lucio y Forpas cruzaron los diez pasos de anchura de la calle que sepa-raba la tapia de la trasera del almacén y se quedaron a la entrada de la aber-tura practicada para controlar como los dos hombres, con la ayuda de los centinelas cómplices, cargaban sobre las espaldas los fardos que seguida-mente llevaron hasta el carro. Al poco rato regresaron y repitieron la opera-ción por segunda y tercera vez. Les quedaban todavía algunos viajes más por realizar cuando en el exterior estaba ocurriendo algo. Mientras los hom-bres de Forpas procedían a su cuarto viaje cargando sobre sus hombros los consabidos fardos, tres cuerpos se levantaron al unísono del suelo y en silen-cio se dirigieron velozmente hacia donde estaban colocados los tablones que hacían de puente sobre el foso permitiendo el paso de uno a otro lado. Uno de ellos cruzó y se quedó, inmóvil como una sombra, pegado al muro cerca del hueco abierto por los hombres de Forpas. Los otros dos permanecieron tumbados boca abajo sobre la escasa hierba agarrados con ambas manos el extremo de los tablones, inmóviles, en espera de los acontecimientos que no tardarían en producirse. Las miradas de los dos hombres que aprovechaban la oscuridad para permanecer tendidos sin ser vistos se dirigían hacia el hueco abierto en el muro y, en seguida, advirtieron la presencia de los dos porteadores que se aproximaban con una nueva carga. Tal era la confianza y seguridad de éstos que, sin dudar, se encaminaron raudos hacia donde se encontraban las tablas que ellos mismos colocaron y habían pisado poco antes. Cuando el que iba en primer lugar quiso poner el pie sobre las plan-chas, como si hubieran cobrado vida por sí mismas, se deslizaron un poco desplazándose hacia la otra orilla y ya no tuvo tiempo para echar el pie atrás y recuperar el equilibrio. Mientras caía, su compañero observó espantado la escena, pero cambió su mueca por otra de terror al notar en su espalda el fuerte empujón que le propinaban dos manos desconocidas que le obligaron, con el peso del fardo sobre sus hombros, a seguir en pos de su compinche.

     El silencio de la noche se rompió con unos alaridos desgarradores produ-cidos por la sorpresa y el dolor cuando los dos esbirros de Forpas cayeron al interior del foso y quedaron clavados en las puntiagudas estacas que, por efecto de la propia caída de los cuerpos y el sobrepeso de los fardos, se les incrustaron profundamente por todo el cuerpo. Desgraciadamente para ellos tuvieron tiempo de padecer mucho, pues sus vidas no se extinguieron rápi-damente.

     Los alaridos de miedo y dolor que se oyeron a ambos lados del muro tuvieron efectos distintos; quienes habían retirado los tablones no pudieron reprimir unas apagadas y malévolas carcajadas, pero a Lucio Coro, Forpas y los dos centinelas se les demudó el rostro y se miraron unos a otros sin saber que podía haber ocurrido y que decisión tomar. El primero en reaccionar fue Forpas que se dirigió a la carrera hacia donde estaba el carro, aterrado porque pudieran sorprenderle en el interior del campamento. En su precipi-tada huida, temeroso por lo que podía haber sucedido a sus hombres, no pudo frenar en seco al llegar al borde del foso y percatarse de que los tablo-nes ya no estaban en su sitio. Como un muñeco tambaleante, una humana marioneta, durante un rato osciló con un pie en el borde de la trinchera y el otro en el aire, moviendo los brazos frenéticamente al igual que los ánades lo hacen con sus pesadas y torpes alas, intentando recuperar el equilibrio. Inútil empeño, pues su gesto solamente sirvió, con la ayuda de unas manos invi-sibles que sintió en la espalda, para caer con más fuerza sobre las mismas estacas que habían recibido los cuerpos de sus cómplices y cuyas puntas parecían mirarle desde abajo. Un nuevo chillido, esta vez más potente y terrorífico que los anteriores, rasgó el silencio de la noche y Forpas, que por su propio impulso cayó de cabeza, murió instantáneamente cuando una de las afiladas estacas que le atravesaron el cuerpo le penetró por la nuca saliendo la punta varios palmos por su ojo derecho.

     El jolgorio de Licinio y sus dos guardias apostados desde hacía tiempo en las cercanías del foso, fue considerable. Sus risas y bromas sobre el estado de los ensartados a pocos pasos de ellos fueron unánimes. Continuaron su diversión mientras se levantaban y dirigiéndose al carro tomaron por las riendas a la mula para llevarlo al interior del campamento con su carga.

     Pero al otro lado las cosas también estaban sucediendo velozmente. Cuan do Forpas echó a correr, Lucio y los dos centinelas intentaron cubrirse y, a toda prisa, procedieron a colocar las tablas en su sitio. Los gritos desga-rradores de quienes habían sufrido algún terrible accidente debían haberse oído en el campamento y no tardarían mucho en acercarse hasta ellos el primipili y la guardia del pretorio para averiguar lo sucedido. Sin embargo, ni a Lucio ni a los dos centinelas les dio tiempo a realizar la acción de cerrar la parte trasera del almacén ni mucho menos a preparar una excusa. Saliendo de los laterales del cobertizo se les echaron encima varios hombres con las espadas desenvainadas y no tuvieron ni la oportunidad de saber quienes eran sus verdugos. Fueron atravesados y rematados en un abrir y cerrar de ojos. A los pies de Marcio quedaron los tres cadáveres.

     ―Éstos no volverán más a robar al ejército ―dijo éste, mientras hacia una seña a sus hombres para que entraran al almacén y observaran si quedaba algún otro saqueador.

     Marcio se agachó sobre el cuerpo del que fue su amigo y, con habilidad y rapidez, extrajo las dos bolsas que estaban ocultas en el pecho guardán-doselas a continuación entre las ropas.

  

 

                        ―¡CINCO MIL SESTERCIOS! –exclamó, Poncio Rufo mientras depositaba sobre la mesa las bolsas con los áureos.

     Léntulo sonrió a su amigo.

     ―Te avisé que el tribuno era un malvado, pero ladino. Cuando adquiera la madurez propia de la edad se convertirá en un peligroso enemigo para cualquiera ¿Cómo ha sucedido? ―inquirió.

     ―Para quien no está en el secreto todo ha sido muy simple y muy patriótico. De acuerdo con las explicaciones de los tribunos Marcio Fulvio y Licinio Curión, estos habrían observado el día anterior que se habían remo-vido algunas tablas en la trasera del almacén y, frente a éste, cierto número de ladrillos en el muro y sospechando algo decidieron vigilar durante la noche, uno el almacén y otro el exterior de la empalizada. De este modo tuvieron la fortuna de coger por sorpresa a los saqueadores...

     ―Y con toda seguridad que no quedó ninguno con vida para confesar sus crímenes... ―interrumpió Léntulo con una sonrisa.

     ―Efectivamente, los primos dicen que, aparte los tres civiles que cayeron al foso, fue todo tan rápido y era tal la oscuridad que no se pudieron efectuar detenciones puesto que el tribuno Lucio Coro y los centinelas corruptos les plantaron cara por lo que no quedó otro remedio que emplearse a fondo con sus armas.

     ― ¿Y el dinero…?

     ―Marcio Fulvio registró, según él, las pertenencias del tribuno Lucio Coro y halló estas bolsas conteniendo cincuenta áureos. Puso mucho énfasis en manifestar su creencia de que este dinero debería proceder del producto de robos anteriores.

     Léntulo, a pesar de la gravedad de los hechos, no pudo evitar una sonora carcajada.

     ―Nos está indicando que con la desaparición de los culpables y el rein-tegro de lo robado, debemos dar por concluido el asunto y, como remate de una operación bien urdida, del principal culpable no se ha oído ni su nombre ¿qué te parece?

     Poncio Rufo hizo una mueca queriendo demostrar la admiración que le producía la actuación en todo este asunto del tribuno Cayo Norbano.

     ―En cuanto a los tribunos Marcio Fulvio y Licinio Curión, está claro que con estos retoños se ha cumplido generosamente el cupo de malvados que las gens de los fulvios y curiones producen cada generación ―y ponién-dose serio cambió el rictus de su rostro y espetó a su amigo―. Pero yo no puedo ni quiero olvidarme de lo que hay bajo las apariencias y tampoco deseo tener cerca de mí a unos tipos tan miserables. Ahora mismo comuni-carás a los tres la orden de abandonar mañana el campamento para dirigirse a la vexillatio más peligrosa y avanzada sobre el territorio enemigo. Nada me complacería más que pudieran encontrar allí un final parecido al que, alevosamente, han aplicado a sus cómplices.

     ―¿Te parece buen escarmiento que les destine al destacamento que tene-mos de avanzadilla en el sur del bosque herciniano? ―replicó Poncio Rufo.

     ―En ningún otro encontrarán un comandante que les haga padecer tanto como Salvio. Estoy seguro de que antes de un mes se habrán arrepentido de sus fechorías y de no haber acompañado a su camarada, Lucio Coro, en su viaje eterno ―contestó Léntulo, acompañando sus palabras con una estri-dente carcajada.

 

 

                        MÁS ALLÁ DEL Rin, se extendía la sombría Germania. La naturaleza rebelde, cielo amenazador, pantanos y bosques que la imagina-ción de las huestes romanas hacía más espantosas aún desde que el bárbaro Arausio se rebeló exclamando: "Los germanos no se perdonarán nunca haber visto entre el Albis y el Rin las varas, las hachas y la toga romanas" y,  Arminio, arrastrando detrás de sí a las tribus, infligió a Varo y sus tres legio-nes una derrota que hizo desvanecer la posibilidad de que el Imperio se desplegara hasta el Albis. El limes, separando, pues, dos mundos, tenía un valor tan simbólico como militar. La orilla derecha del Rin estaba jalonada de fuertes y puestos que actuaban como avanzadillas en territorio enemigo con el consiguiente peligro para los soldados que formaban estas guarni-ciones. Las agrupaciones militares de estos destacamentos no se concen-traban bajo el águila de las legiones, sino que lo estaban bajo su propio vexi-llum y su vida era dura en extremo.

     A una de ellas, a la que se hallaba más en el interior y al sur del Rin, a tres jornadas de donde éste forma una gran curva como queriendo rodear la región en la que nace el gran Danubio, se dirigían los tres tribunos expulsa-dos por el gobernador Léntulo Getúlico de su cuartel general. Durante su marcha a caballo para incorporarse a su nuevo puesto, el trío traidor había pasado de un estado de autocomplacencia y casi entusiasmo por haber sabi-do escapar del peligro a otro más real de irritación y enfado a medida que transcurrían los días y se iban acercando a su destino. Cuando llevaban varias jornadas, fatigados y desanimados porque cada vez  se alejaban más del mundo civilizado, no pudieron por menos de expresar en voz alta sus pensamientos. Había llegado el momento de los reproches.

     ―De saber que el viejo nos castigaría trasladándonos, no le hubiéramos entregado los cinco mil sestercios ―gruñó Marcio.

     ―¡Ojalá lo hiciéramos! ―apoyó Licinio―. Ahora nos dirigimos a una guarnición desconocida y entre los tres no poseemos ni una moneda de oro.

     Cayo, que montado en su corcel escuchaba en silencio las quejas de sus socios, no pudo por menos de exclamar airado:

     ¡No os lamentéis tanto! Si no hubiera sido por mi plan y porque se entregó el dinero, a estas horas ninguno de nosotros estaría vivo.

     Los dos primos al oírle, tiraron ambos, como movidos por un resorte, de las riendas de sus monturas y, mirándole, exclamaron entre sorprendidos y enojados:

     ―¿Tu plan? ―se extrañó Marcio.

     ―Pero ¿no actuamos de acuerdo con lo que te sugirió el viejo? ―inqui-rió hoscamente Licinio.

     Cayo lamentó, por un instante, haber dicho más de la cuenta, pero... ¡bah! estos dos no le preocupaban lo más mínimo por lo que, casi agresivamente, respondió:

     ―Me conminó a que resolviera el asunto encontrando culpables y devol-viendo lo sustraído, o su valor, si quería seguir con vida. Lo que hicimos era la única salida posible ¿o es que deseáis volver atrás y contar la verdad?

     Marcio y Licinio tan ásperamente replicados se mantuvieron en silencio, pero cruzaron entre ellos una cómplice mirada de advertencia como dando a entender que si en aquella ocasión habían sido engañados podrían seguir siéndolo más adelante. A partir de ahora la autoridad de Cayo iba a verse cuestionada por sus cómplices.

     ―Lo único que debe preocuparnos es ver como nos desenvolvemos en el lugar al que vamos. Las pocas referencias que he obtenido sobre la guar-nición y sus mandos no son nada tranquilizadoras. En cuanto lleguemos escribiré a mi padre para que haga valer su influencia en el Senado y consiga que me trasladen a Pannonia bajo el mando directo de Lucio Volusio. Os aconsejo que me imitéis.

     Los temores de Cayo Norbano se reforzaron cuando dos días después de mantenida esta conversación, en una tarde lluviosa de gran aparato eléctrico que tenía nerviosas a sus cabalgaduras, dejaron tras ellos un extenso hayedo y nada más salir de él, alcanzaron a divisar un largo y estrecho valle en cuyo extremo orientado al sudeste, sobre un cerro, se hallaba situado el pequeño campamento al que iban a incorporarse. Era un buen emplazamiento puesto que desde lo alto de la loma podría divisarse gran parte del valle y sus orillas, y su retaguardia se hallaba protegida por un ancho meandro del Nicer –que vertía sus aguas en el Rin– cuyo nacimiento tenía lugar a pocas millas, imposible de vadear a pie o a caballo y tan sólo franqueable si se cruzaba a través del puente de piedra al que únicamente se podía acceder viniendo del este, es decir, pasando a través del fuerte, cuya construcción significó muchas horas de trabajo a los hombres del destacamento. La vista del fuerte enfrió más el ánimo de los jóvenes tribunos que la lluvia que caía empa-pando sus ropas. Ante ellos, a una distancia de dos millas, se observaba, dentro de un círculo de unos doscientos pasos de circunferencia, una empali-zada de cañas y tablas protegida en la parte exterior por un estrecho foso; un pobre escenario compuesto por media docena de endebles chozas fabricadas con maderos, cuatro barracones construidos con sillería de piedra y cubiertos con troncos cortados por la mitad longitudinalmente, además de una peque-ña empalizada circular cubierta por ramas en el centro del campamento que alojaba a los caballos y al escaso ganado que debía servir al sustento de los soldados. Aquel era el desolador rincón de Germania donde deberían pasar los próximos meses, si los dioses no decidían otra cosa.

     Lo que estaban viendo Cayo y los dos primos, mientras se aproximaban, era la vexillatio más al sur de la limes, cercana al lago Brigantinus y a las comarcas alpinas orientales. Una agrupación militar ciertamente atípica, peligrosa y sumamente molesta, compuesta por tres turmas de treinta y tres hombres a caballo, diez exploradores, tres reparadores de armaduras, dos carreteros, cinco hombres disponibles para las tareas generales, un escri-bano, doce guardias de seguridad y un centurión. Se encontraba bajo el mando de un tribuno militar que había iniciado su carrera desde legionario raso y que fue ascendiendo por méritos propios. Cuantos componían el destacamento tenían una cosa en común que les igualaba a su comandante: fueron escogidos para esta misión por ser veteranos de las legiones a los que les restaba de uno a tres años para licenciarse.

     Llevaban tiempo abstraídos contemplando el campamento, las monturas quietas, la lluvia cayendo sobre ellos y el desánimo cubriéndoles como las nubes que casi ocultaban el cielo plomizo, cuando una voz áspera y enérgica les hizo volver de sus pensamientos, sobresaltándoles.

     ¡Eh! ¿Quiénes sois?

     La voz, que provenía unos pasos tras su hombro derecho, correspondía, según contemplaron cuando giraron la cabeza, a un tipo barbado con el as-pecto fatigado de un soldado que soportaba varias jornadas de marcha y que, al igual que otros seis que le seguían en fila, caminaban con la impedimenta atada a la espalda seguidos por sus caballos que llevaban los cascos forrados con telas y atadas con cintas. El aspecto de aquel grupo era tan deprimente que los tres jóvenes sintieron un escalofrío.

     ―¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí? ―repitió el que iba a la cabeza.

     Cayo, Marcio y Licinio respondieron a las preguntas.

     El otro, al oír la respuesta, se volvió, hizo una seña a quienes lo seguían y reanudaron la marcha hacia el campamento sin pararse a ver si los jóvenes tribunos les imitaban, al tiempo que les exhortaba:

     ―Si no queréis entrar con mal pie en el fuerte y ganaros las iras de Sal-vio, os aconsejo que desmontéis y caminad llevando de las bridas a vuestros caballos. Aquí las monturas sólo se utilizan durante los ejercicios, cuando hay que huir, informar de algún hecho que no admite demora o si el jinete está enfermo o verdaderamente impedido de caminar.

     Como si hubiesen recibido la orden en unos ejercicios militares, los tres descabalgaron de inmediato y siguieron tras las huellas de la patrulla que les precedía. Intentaron averiguar algo más acerca de la vida en el fuerte, pero el hosco silencio que encontraron por respuesta les llevó a caminar en silencio también a ellos. Cuando cruzaron el puente sobre el foso y dejaron atrás la puerta vigilada por dos soldados, se acercó a ellos un centurión de aspecto siniestro con su vara de sarmiento golpeándose los muslos en ademán provocador.

     ―Somos los tribunos Cayo, Mar... ―se interrumpió Cayo cuando aquel señalándole con el bastón, le cortó en seco la presentación diciendo en un tono que no admitía réplica.

     ―Sé quienes sois. Os hemos visto desde que abandonasteis el bosque y por esta vez lo dejo pasar, pero en lo sucesivo no quiero volver a veros cabal gando esas monturas sin que tengáis una buena razón para ello. Ahora, ¡seguidme!

     ―Pero primero debemos presentarnos al comandante... ―adujo airado Licinio Curión.

     El centurión se volvió lentamente, elevó el brazo hasta dejarlo rígido paralelo al suelo y con la punta del bastón rozó la nuez del joven. Con los ojos brillantes por la fiereza contenida y un rictus cínico en la boca, objetó:

     ―Primera lección, no se discuten jamás las órdenes de Gabinio. Segundo, los caballos son más importantes que los hombres en este desta-camento, por consiguiente, hay que atender sus necesidades antes que las propias y, tercero, los castigos por contravenir las normas son, por orden de menor a mayor: Privación de parte del sueldo, guardias, flagelación, apalea-miento y el que abandona sin permiso el campamento, el encierro a pan y agua durante el quíntuplo del tiempo de ausencia.

     Los ojos de Licinio estaban a punto de salirse de sus órbitas tal era el terror que despertó en él el contacto de la punta de la madera en su garganta y las palabras del centurión. Marcio Fulvio, que se encontraba a su lado, encolerizado por el violento ademán del que consideraba un inferior y tam-bién por sentir vejado su amor propio de ilustre patricio, no pudo evitar gritar irreflexivamente:

     ―¡Cómo te atreves a amenazar a un tribuno!

     El centurión, al oír la imprecación del joven parpadeó sorprendido de que alguien osara levantarle la voz, pero sin alterar un solo músculo del rostro y con la velocidad de un relámpago, separó el garrote del cuello de Licinio, lo elevó en el aire y lo descargó brutalmente sobre la cabeza de Marcio Fulvio. Éste, sorprendido porque no se esperaba tal reacción, sólo tuvo reflejos y el tiempo justo para echarse a un lado y evitar que el bastonazo le abriera la cabeza en dos mitades. No obstante, no pudo evitar que le cogiera de refilón y fue tal la dureza del golpe que perdió el conocimiento cayendo al suelo con una brecha en la sien y fuertes hematomas en la oreja y en el hombro derecho.

     ―¡Llevadlo entre los dos! ―dijo impertérrito Gabinio, señalando el cuerpo inerte de Marcio.

     Licinio y Cayo tragaron saliva y, dócilmente, cogieron entre ambos el cuerpo inanimado de su compañero y se dirigieron hacia los cobertizos de los animales, mientras los caballos, con las bridas arrastrando por la tierra, seguían en pos de ellos. Cuando llegaron, a un gesto de Gabinio, cogieron un balde de agua y se lo echaron por encima al inanimado tribuno que tuvo el efecto de reanimarle aunque tardó algo más en recuperar plenamente la conciencia de lo que le había ocurrido. Una vez que dejaron los caballos perfectamente limpios y alimentados en los establos el centurión les condujo al menor de los barracones de piedra y madera.

     Señaló unos catres al final de una fría estancia, y volvió el rostro hacia ellos.

     ―Esos son vuestros puestos para descansar durante el tiempo que estéis aquí. Cuidad que yo los vea siempre limpios y en perfecto estado de revista o tendréis que lamentarlo. Dejad ahora vuestro equipaje y seguidme.

     Los recién llegados contemplaron consternados su alojamiento, pero sin abrir la boca para no despertar las iras del centurión siguieron las indica-ciones de éste, dejaron a los pies de los catres su impedimenta y marchando tras él, salieron al exterior hasta llegar al barracón mayor. Subieron los escalones y Gabinio, echándose a un lado, les indicó la puerta e hizo seña de que entraran.

     Cayo, que precedía a los dos primos, se quedó dudando un momento si llamar antes de entrar, pero un prurito de orgullo le recordó que era el hijo del senador Marco Norbano y tribuno militar por designación del cónsul Rubelio Gémino. Había que darse a valer desde el primer instante y, por lo ocurrido hasta el momento con la patrulla que se toparon al salir del bosque y con aquella bestia de centurión, si no ponían pronto las cosas en su sitio serían el hazmerreír de todos y se les trataría igual que a los nuevos reclutas. Superando el instinto que le avisaba de un peligro desconocido, cobró ánimos y, a la vez que golpeaba ligeramente con los nudillos en la puerta, levantó el pestillo y se introdujo en una amplia sala cuyas paredes estaban constituidas por las partes planas de los troncos. A pesar de su sencillez, era una estancia acogedora. El centurión entró el último y, cerrando la puerta, se quedó en silencio junto a ella.

     Al extremo más alejado una mesa cubierta de armas y mapas, y dándoles la espalda, con los pies plantados, bien separados uno de otro, estaba un hombre de poderosa estructura y altura superior a la media, cuyo rostro y recta apostura armonizaban mal con su cabello gris y la plateada barba, demostrando que estas canas eran prematuras.

     Salvio, a sus cuarenta y cuatro años, después de cerca de veintisiete en el ejército, era un oficial curtido y experimentado lo que se probaba por no haber recibido jamás una herida por la espalda, habiendo sido herido de frente dieciséis veces, condecorado con dos phalerae de oro y tres coronas muralis, castrensis y uallaris. Tenía decidido retirarse a la vida civil al comienzo del próximo año al igual que otros soldados bajo su mando, exactamente en las nonas de enero, fiesta del licenciamiento por ser el ani-versario de la inauguración del imperium de Augusto en su primer pro-consulado, y por su cabeza no pasaba la menor sombra de duda de que nada ni nadie podría entorpecer su salida del ejército con honor y la satisfacción del deber cumplido hasta el último momento. Fue decisión personal de Léntulo situarle al frente de aquel destacamento por conocer su capacidad profesional ejercitando permanentemente a sus soldados como si la guerra fuese inminente. La férrea disciplina que exigía a sus hombres la vivía él personalmente comiendo a la vista de todos el mismo rancho, que solía estar compuesto de dos platos, el primero de sopa, verduras o pulmentun, después cerdo salado, pollo, tocino, ciervo o jabalí y, algunas veces, algo de buey acompañándose de pan, queso y vino agriado, y siendo el primero en demostrar que todo lo que exigía de los demás era capaz de realizarlo por si mismo. Caminaba con todas sus armas muchas veces veinte millas y deste-rraba del campamento todo lo que significara molicie o lujo, como tricli-nios, pórticos, cenadores y los emparrados artificiales. Los soldados dispo-nían de todo cuanto necesitaban, pero siempre dentro de un concepto aus-tero. Combinaba las obligaciones con las recompensas sin escapar él mismo a esta exigencia y revisaba personalmente las armas y el equipo de cada legionario, exigiendo una total dedicación a los jinetes en el cuidado y atención de su montura. Al mismo tiempo destacaba por la habilidad que desplegaba con las tribus germanas para evitar su hostilidad y atraerse la amistad de sus jefes o, al menos, impedir que surgieran motivos de discordia que precisaran del uso de las armas para dirimirse.

     Una de las singularidades de Salvio consistía en que no parecía necesitar del sueño reparador jamás. Él mismo decía que era capaz de dormir mien-tras caminaba y que le bastaba con dormitar, intermitentemente, durante dos o tres horas al día para recuperar la espléndida forma física de que hacía alarde. Cierto o no, el caso es que a cualquier hora, de día o de noche, se le veía inspeccionando el campamento, pasando revista a los legionarios de servicio o en su aposento recibiendo informes, transmitiendo órdenes o reu-nido con los mercaderes para facilitarles mapas y consejos, quienes se ser-vían de la guarnición como último punto civilizado antes de proseguir su marcha a través de la inhóspita tierra de los marcómanos en busca de nuevos intercambios comerciales que procuraran substanciosos recursos y fortuna. El Senado, que contemplaba muy favorablemente la actividad de estos comerciantes propiciaba sus iniciativas entendiendo que constituían un magnífico instrumento para acercar la civilización a los bárbaros y, al mismo tiempo, un medio excelente para conocer lo que estos pueblos sentían, y cómo pensaban actuar.

     Roma sabía, por experiencia, que un enemigo deja de serlo cuando se le llega a conocer a fondo y por eso cursaba órdenes a los gobernadores y gene rales de las legiones y éstos a los comandantes de los puestos estacionados en territorio enemigo, en el sentido de que una de sus principales misiones consistiría en proteger la vida y las actividades de los mercaderes que se arriesgaban a adentrarse en territorios hostiles. Por ese motivo continua-mente estaban saliendo y regresando patrullas que acompañaban a los trafi-cantes hasta el mismo Albis, a más de diez jornadas del fuerte.

     Salvio, giró en redondo al oír entrar a los tres jóvenes y se quedó obser-vándoles. Inmediatamente descubrió quien era Cayo Norbano. Léntulo le había hecho llegar con anticipación un mensaje dándole cuenta del traslado de los tribunos y los motivos que le habían impulsado a ello. Le sugería que les sometiera a cuantos correctivos y castigos se hicieran merecedores sin tener piedad alguna a causa de su juventud y sin miramientos en razón de sus cargos de tribunos de los que quedaban rebajados provisionalmente, degradándoles a la condición de legionarios.

     Os habéis retrasado. Esperaba vuestra llegada hace dos días. Tú eres Cayo Norbano, señalando a éste y vosotros sois Marcio Fulvio y Licinio Curión... ―dijo en un tono de camaradería y amabilidad que confundió gratamente a los tres, aunque sin hacer mención del  lamentable estado que presentaba Marcio que se había hecho un provisional vendaje con un trozo de tela.

     Animado por el recibimiento, Cayo creyó que era el momento de expre-sar sus quejas y dejar sentado para el futuro quiénes eran ellos.

     ―Salvio, nosotros somos tribunos militares elegidos por la propia desig-nación de los cónsules y como tales tribunos gozamos de unos privilegios en el ejército que, al parecer, en esta vexillatio no parecen conocerse ―anima-do por la sonrisa de Salvio continuó desgranando sus quejas―. Desde nuestra llegada hemos sido humillados por este centurión, hasta el extremo de que nos ha señalado como alojamiento el mismo que ocupa la tropa y se permite darnos órdenes amenazándonos con toda clase de castigos si no seguimos al pie de la letra sus instrucciones. A mi camarada, Marcio Fulvio, le ha golpeado bestialmente por llamarle la atención acerca del trato que estaba infligiendo a su primo al que estaba amenazando con el bastón. Te pido nos desagravies e impongas un correctivo a este hombre ―dijo, al tiempo que, con un gesto teatral, señalaba a Gabinio que escuchaba imperté-rrito.

     Salvio miró al centurión y no pudo reprimir una sonrisa burlona, mientras se pasaba una mano por la barbilla. En el mismo tono amable, casi paternal, con el que había hablado previamente, se dirigió a Cayo.

     ―Eso que dices, Cayo Norbano, es totalmente cierto. Pero se da la cir-cunstancia de que ésta es una vexillatio muy especial, con un comandante peculiar y unos soldados únicos, extraordinarios diría yo, puesto que tienen que soportar una rígida disciplina, unas condiciones precarias y a unos mandos rigurosos e inflexibles. En este fuerte sólo hay una autoridad, la mía, y, por delegación, la de Gabinio el centurión que os ha recibido poco amable mente por lo que veo.

     Sin perder aquella sonrisa burlona, sin levantar la voz y manteniendo el tono campechano, concluyó:

     ―Tanto es así, que creo que lo vais a entender en seguida y espero que dentro de unos días estéis totalmente integrados en el destacamento y adapta dos a las tareas que os encomienden. Por lo pronto ―dirigiendo la mirada hacia el centurión― esta noche les asignas las tres últimas vigilias y maña-na, al amanecer, les incluyes, por separado, en las patrullas de exploradores. Y en cuanto a vosotros ―hizo una leve pausa, al tiempo que llevaba sus ma-nos a la espalda―, os aconsejo olvidéis todo lo que creéis saber hasta ahora sobre vuestros privilegios si no queréis tener una existencia desdichada du-rante todo el tiempo que vais a permanecer en el campamento. Desde que pusisteis el pie en este fuerte habéis quedado relegados a la condición de legionarios rasos. Id a cenar y descansad lo que podáis porque dentro de unas horas necesitareis de vuestras fuerzas.

     Salvio les dio la espalda dando por concluida la entrevista y el centurión abrió la puerta y esperó a que salieran, cabizbajos, los tres jóvenes. Antes de seguir tras ellos, volvió la cabeza y se encontró con la mirada de Salvio que parecía disfrutar divertido. Ambos se hicieron un guiño y sonrieron.

     A pesar de que los tres patricios que se retiraban cometieron lo que para Salvio suponían crímenes execrables para un soldado, robar al ejército y ase-sinar a un camarada después de traicionarlo, no sentía una especial animad-versión hacia los jóvenes. Léntulo le enviaba tres sujetos con órdenes concre tas y a éstas se remitiría sin añadir ni quitar ningún sentimiento personal. El hecho de que lograran adaptarse a la exigente disciplina del fuerte o sucum-bieran a los castigos le resultaba intranscendente. Eran ellos los que debían escoger.

     Lo atípico del destacamento bajo la responsabilidad de Salvio se apoyaba en varios hechos. Lo habitual era que un tribuno estuviera al mando de un contingente no menor de mil hombres y en éste apenas superaban la cente-na. La vexillatio creada por el propio Léntulo no se había concebido sola-mente para favorecer las actividades de los mercaderes romanos con los pueblos bárbaros al otro lado del Albis, sino que, además, se trataba de vigilar y defender el punto estratégico que suponía el estrecho y largo valle entre los dos grandes ríos, el Rin y el Danubio, por el que necesariamente estaban obligadas a pasar las huestes enemigas que quisieran sorprender en un inesperado ataque, cruzando el limes, a las legiones romanas. Sin embar-go, por importantes que fueran ambas misiones, Salvio llevaba personal-mente la secreta gestión que le encomendó Léntulo Getúlico, cual era la de ganarse la confianza de los jefes de las localidades cercanas y espiar las palabras, los rumores y los movimientos del potencial enemigo.

     Para conseguir estos objetivos entre Léntulo, Rufo y Salvio acordaron un hábil plan de acercamiento con los pueblos vecinos que, al cabo de unos me-ses, comenzó a rendir resultados positivos. Desde el primer momento de la llegada del destacamento a la zona evitaron aprovisionarse de alimentos y otros pertrechos que no fueran armas, mediante las habituales expediciones de vituallas desde los depósitos de los campamentos fijos y, con el dinero que le suministró el prefecto castrorum Poncio Rufo, se dedicaron a com-prar cuanto les era necesario para la normal subsistencia de los hombres y las bestias a los habitantes de las localidades próximas. Éstos, que al prin-cipio les acogieron con recelo y bastante hostilidad, poco a poco fueron retrocediendo en su animosidad hasta el extremo de que el dinero abundan-te que periódicamente llenaba sus bolsas en pago de los productos y servi-cios que ofrecían –Salvio siempre pagaba en denarios de plata y al contado– hizo el milagro de que vieran a la vexillatio como un suceso afortunado que les procuraba prosperidad y, a Salvio, que siempre les trataba con respeto y cordialidad, como a un romano en el que se podía tener confianza. Con frecuencia, éste, montaba en su caballo y solo, sin escolta alguna, demos-trando su convicción de que tenía a todos los nativos como amigos, se enca-minaba a cualquiera de las localidades vecinas y durante una o dos jornadas se alojaba en la casa del jefe de la tribu. Cambiaban impresiones, relataban mutuamente durante horas anécdotas de sus vidas guerreras y acababan emborrachándose con la abundante y fuerte cerveza que tanto gustaba a sus anfitriones. De este modo, sin intermediarios y, por consiguiente, de primera mano, obtenía los datos que le daban la situación real y política que, más tarde, con regularidad, transmitía a Léntulo. Sin embargo, el pueblo que visi-taba con más frecuencia, y donde se encontraba realmente cómodo, era Regenviso, a unas sesenta millas al sudeste del campamento. Allí había trabado amistad con el druida Argálico y su mujer, Cantia, padres de Elania, preciosa jovencita de quince años.

     Regenviso, el pueblo mayor de la comarca, lo constituían ciento treinta y dos viviendas entre chozas, cabañas y construcciones de mayor volumen que cobijaban a unos mil doscientos habitantes. Argálico, sin ningún atributo oficial que lo manifestase, era el jefe natural e indiscutido del territorio, la autoridad a la que todos acudían cuando existía algún conflicto o necesidad. Era, además, quien realizaba funciones de médico-sacerdote, tanto a los hombres como a los animales y, junto con su esposa, atendía al culto de la gran diosa madre de los bosques y los ríos, cuya imagen, un busto de mujer reposando sobre un grueso tronco de encina que recordaba a Dryas –la ninfa del bosque– se veneraba en el pequeño templo unido a la casa de piedra y madera de Argálico. Éste, que parecía poseer ciertos poderes de mago, después de ofrecer los sacrificios, recibía en el templo bajo la benigna mirada de la diosa, ayudado por Elania que oficiaba de vidente, a quienes a él recurrían en demanda de ayuda y consuelo para sus males, unas dolencias que pocas veces se apreciaban físicamente y que correspondían más bien a la mente. En cierto modo, salvadas las enormes distancias de origen y raza, el tribuno romano Salvio y el druida germano Argálico tenían mucho en común y por ese motivo establecieron una sincera amistad. Ambos creían en el trabajo, en el esfuerzo, en la palabra dada, en la familia y en los dioses protectores y, después de haber charlado amigablemente, cuando ahítos de cerveza y algo embriagados, dormitaban de bruces sobre la mesa, allí no se representaban dos mundos hostiles, sino la esperanza de dos razas en comprenderse respetando las diferencias. Si ellos dos eran capaces ¿por qué no sus pueblos? se preguntaban.   

    

  

                        AL TIEMPO QUE la primavera irrumpía con todo su esplen dor, el valle lo anunciaba desplegando un inmenso tapiz de tupido verdor salpicado de florecillas de toda especie y tamaño que se sumaban a la sinfonía de color que excitaba y alegraba los sentidos de quienes tenían la dicha de gozar con su contemplación. Los bosques que circundaban la extensa cuenca aparecían rebosantes de frutos colgados sobre los espesos ramajes de los árboles y los animales que habitaban aquellos espacios casi impenetrables, comenzaban a dar señales de vida siguiendo los dictados inexorables marcados por la Naturaleza. Por todas partes se dejaban ver las crías y cachorrillos en señal de que la vida continuaba su ciclo renovador y, también, que la lucha por la supervivencia seguiría su marcha implacable en la que solamente los más fuertes y preparados resistirían hasta el próximo período. El río que discurría al oeste se sumaba al frenesí aumentando de forma considerable su cauce y exhibiendo la riqueza que albergaba en sus aguas, hasta el punto de que, sin necesidad de poseer mucha habilidad, los peces podían cogerse con las manos.

     Pero los hombres que vivían dentro del fuerte no parecían tener el ánimo ni el sosiego necesarios para disfrutar serenamente del espectáculo que se desarrollaba a su alrededor. Todo lo más acogían la nueva estación con agrado porque el buen tiempo les supondría una cierta disminución de las duras condiciones que soportaban durante el invierno. De todos los com-ponentes del destacamento, sin duda que los más abatidos y desesperados eran Cayo, Licinio y Marcio. Después de soportar toda clase de vejaciones, castigos y tareas casi inhumanas pudieron sobrevivir a pesar de las difi-cultades que les pusieron Gabinio y Salvio. Desde el primer momento se les separó, de modo que las misiones que realizaban fuesen distintas para cada uno de ellos. Únicamente cuando coincidían descansando en los catres del frío barracón podían estar juntos y cambiar impresiones acerca de lo que les estaba sucediendo. Como eran jóvenes y fuertes pudieron, después de un cierto tiempo en el que lo pasaron ciertamente mal, cumplir y realizar las tareas con la misma prontitud y eficacia que lo hacían el resto de los sol-dados. Sin embargo, todo cuanto les venía aconteciendo desde que acabaron con la vida de su camarada Lucio Coro y entregaron a Léntulo los cinco mil sestercios no se lo explicaban porque no entendían, en su perversa incli-nación, que sus acciones fueran merecedoras de castigo.

     Comprendieron que eran objeto de persecución y que, por el menor moti-vo, serían castigados constantemente, bien por Gabinio o por el propio Sal-vio cuando, según estos, observaban algo que no les complacía, por ejem-plo, una armadura que no brillaba lo suficiente, unas botas que no parecían demasiado limpias, una postura poco marcial durante las vigilias o un retraso sobre el tiempo previsto para regresar de una de aquellas periódicas y extenuantes marchas que realizaban en patrulla protegiendo a los merca-deres durante parte de su camino o vigilando lugares estratégicos.

     Invariablemente, cada día que permanecían en el fuerte, fatalmente, Gabinio y Salvio hallaban múltiples motivos para atormentarles. De tantas multas como les habían impuesto apenas si pensaban recibir algún dinero de sus pagas; guardias e imaginarias que siempre les tocaban a ellos les impe-dían descansar más de cuatro horas continuadas, pero lo que más sufrían, no sólo en lo físico sino en lo más íntimo de su ser, eran los bastonazos de Gabi nio quien tenía la mano ligera y se prodigaba con ellos desaforadamente.

     Sin embargo, y a pesar de odiar profundamente al centurión hasta el punto de soñar cada noche con asesinarlo si se presentaba la oportunidad, su máximo rencor, el deseo de venganza, el hondo aborrecimiento, lo reserva-ban íntegramente para Salvio. Gabinio, al igual que la mayoría de los centu-riones que conocieron, era una mala bestia sin sentimientos que cumplía órdenes y lo hacía sin mostrar compasión ni entusiasmo. Se ceñía a realizar la labor de manera que el tribuno le mostrara su agrado. Éste, en cambio, con su voz dulzona, su talante paternal y campechano no solamente era el responsable de los malos tratos que soportaban sino que, al mismo tiempo, se burlaba de ellos. Lo comprobaron definitivamente una mañana que Cayo Norbano, a los pocos días de su llegada al destacamento, se presentó ante él.

     ―La condicio militiae me permite enviar una misiva a mi padre cada seis meses. Te ruego que le hagas llegar esta que te entrego.

     Sin perder su sonrisa y sin abandonar el gesto amistoso que le caracte-rizaba, que después se compadecía mal con sus actos, Salvio tomó en sus manos el escrito y ante la atónita mirada de Cayo, se permitió con toda tran-quilidad romper los sellos y leer las quejas y ruegos que allí se hacían.

     Con la voz alterada a medias por la indignación y la ira, Cayo tartajeó unas palabras entrecortadas.

     ―Pe... pero, va con...¡contra el reglamento!

     Salvio le devolvió impávido la carta.

     ―Lamento contrariarte, pero del destacamento no puede salir ningún mensaje excepto los que yo envío al gobernador.

     Estas palabras que acababan con la esperanza de salir de aquel maldito lugar lo antes posible abatieron hondamente a Cayo Norbano, no obstante las que pronunció a continuación su verdugo, le encolerizaron de tal modo que la sangre le subió hasta la raíz del cabello.

     ―Por cierto, contestando al pedido que haces a tu padre debes saber que, salvo algún suceso extraordinario, el gobernador no tomará en consideración vuestro traslado hasta que hayáis cumplido un año completo de servicio bajo mis órdenes y, siempre, considerando el informe que yo envíe acerca de vuestra conducta.              

     Aquella burlona respuesta fue demasiado para Cayo. Desde el momento en que abandonó el barracón con la carta abierta en la mano se juró a sí mismo que no pararía, aunque empeñara en ello parte de su existencia, hasta vengarse de Salvio.

     ―Juro por todos los dioses no olvidar jamás la afrenta de este bastardo y no cejar hasta consumar mi revancha ―concluyó balbuciente por la rabia sorda que le dominaba, cuando terminó de relatar a los dos primos su conver sación con Salvio.

     ―Tampoco yo olvidaré el castigo permanente que nos están infligiendo ―intervino Marcio, que sufría periódicamente de agudos dolores de cabeza desde la llegada al fuerte, muy probablemente a causa del tremendo bastona-zo propinado por Gabinio para, a continuación, acabar la frase con un gesto pesimista―. Pero dudo mucho que podamos devolverles la burla y el tor-mento que nos están causando.

     ―Nunca se sabe por qué caminos nos llevarán a transitar los dioses, ya veis el cambio de situación de hace unos meses con la que tenemos ahora. Quizá, cuando menos lo esperemos, pueda surgir la oportunidad. Por si acaso yo estaré presto para aprovechar la menor ocasión que pase a mi lado con tal que pueda causarles todo el daño posible a esos dos ―contestó Cayo en voz baja.

     Los cimientos de la venganza, que roía tenazmente el cerebro de los tres jóvenes, comenzaron a cimentarse cierta mañana, al comienzo del verano, sin que ninguno pudiera entonces intuirlo, en la que Marcio regresó al fuerte acompañando a un comerciante macedonio que se hallaba malherido. Dos días antes habían salido todos, la patrulla y el grupo de mercaderes que, bordeando el Danubio, pensaban alcanzar las tierras de la Dacia protegidos por los soldados de Salvio. Un accidente fortuito, la mordedura de una serpiente en la pantorrilla, en el momento en que el comerciante alejado del grupo que había acampado para pasar la noche llevaba a cabo las necesida-des orgánicas, le impidió continuar el viaje al producírsele una hinchazón que iba en aumento y una fiebre alta que no remitía. Se acordó que el mercader retornará en busca de un médico y se eligió a Marcio para que le acompañara en el regreso. Los demás integrantes de la expedición conti-nuaron su camino.

   Entre los componentes del destacamento no figuraba nadie con conoci-mientos suficientes para intentar la curación del enfermo que mostraba un penoso aspecto, por lo que Salvio acordó, de inmediato, que se colocará al inconsciente mercader en un pequeño carro tirado por dos mulas y se le tras-ladara a Regenviso para que le viera el único que, quizá, pudiera salvarle la vida, su amigo el druida Argálico. En ese momento, bien por la urgencia o porque no viera ningún perjuicio en ello, encomendó esta misión a Marcio y a Cayo. Este fue el único instante desde la llegada al fuerte en el que los dos jóvenes sintieron una alegría desbordante y no era para menos. Se trataba de la primera tarea que les confiaban que no entrañara sacrificio y penalidades y, además, se ilusionaron con la probabilidad de disfrutar con alguna de las ventajas que ofrece un poblado con numerosos habitantes, bebida, diver-siones, mujeres... algo que ya tenían ciertamente olvidado. Sabían, por habérselo oído a los otros soldados, que Salvio había cursado órdenes estric-tas, muy precisas, en el sentido de que, por encima de todo, deberían evitar conflictos con los naturales durante los escasos periodos en los que se les libraba del servicio y se les dejaba en libertad de elegir cómo y dónde divertirse. El castigo para quien transgredía esta norma era durísimo hasta el punto de que solamente fue necesario que se aplicara una sola vez para que los demás escarmentasen: al culpable se le azotaba a la vista de todos y nunca más se le autorizaba a salir del campamento en busca de diversión y compañía.

     Salvio, cuando ya el mercader se encontraba tumbado sobre un impro-visado jergón de paja en la trasera del carro y los dos jóvenes sentados en el pescante dispuestos a emprender la marcha, hizo las últimas recomenda-ciones.

     ―No fustiguéis demasiado a las mulas para que no sufra el herido más de lo necesario. Hasta Regenviso hay menos de sesenta millas de buen cami no así que podéis estar allí dentro de diez o doce horas. Decidle a Argálico que haga todo lo posible por este hombre y que los gastos le serán pagados por mí. Vosotros permaneced en Regenviso hasta que Argálico decida lo que conviene.

     Cayo y Marcio, que estaban deseando partir para dejar tras ellos aquel lugar abominable, asintieron moviendo enérgicamente las cabezas.

     ―Y vosotros... ―continuó Salvio, en esta ocasión abandonando aquel tono paternal y campechano que le era característico, sino fríamente, con rostro serio y una clara amenaza en el gesto―. No deis motivo alguno de queja ni a mi amigo Argálico, ni a los habitantes de Regenviso. Si lo hicie-rais os aconsejo que, en lugar de presentaros ante mí, desertéis.

     Y diciendo esto dio una fuerte palmada en las ancas del animal y el carro partió hacia su destino.

     Licinio Curión, que regresó de una patrulla dos días después, se enteró de la misión encomendada a sus compañeros y les envidió.

 

 

                        EL HOMBRE QUE les recibió a la puerta del templo, alto, con el cabello rubio como el trigo que le llegaba hasta los hombros y la barba y bigotes del mismo color pajizo, era una persona resolutiva que se hizo cargo inmediatamente de la situación en cuanto los dos legionarios le informaron del requerimiento de su comandante.

     ―Salvio ha demostrado su lealtad con los germanos y es, consecuente-mente, un amigo muy apreciado en esta casa. Lo que nos pide lo haremos con agrado si bien procederíamos igualmente por el hecho de ayudar a un hombre si está en nuestras manos ―y echando a andar hacia el interior, ordenó―: Retiradle con cuidado del carro y seguidme.

     Penetraron todos en el templo y en una amplia estancia de temperatura cálida gracias a los maderos que se consumían en un pequeño fuego en un extremo de la sala. Con la ayuda de los dos jóvenes romanos, Argálico aco-modó sobre una larga mesa de mármol blanco, cubierta en su totalidad por un lienzo limpio, boca arriba y completamente extendido, el cuerpo inerte del macedonio que, en su delirio febril pronunciaba frases incoherentes e ininteligibles. Rompió en dos trozos, desgarrándola, la tela que cubría la pierna herida quedando a la vista, por encima de la rodilla, un palmo de la antepierna hinchada y purulenta. Cayo y Marcio al otro lado de la mesa observaron con nitidez las dos huellas dejadas por los dientes del ofidio en el centro de la infección. Al lado de la cabecera del enfermo y sobre un trípode de tres patas al estilo délfico, Cantia y su hija Elania habían dispuesto una serie de limpios paños y unos cuantos instrumentos que Argálico se dispuso a utilizar una vez se lavó con esmero las manos y las hubo secado. Mientras tanto, al lado de su padre se situó Elania sosteniendo en sus manos un pequeño cuenco conteniendo una papilla azulada en la que Argálico hundió una espátula de madera para, una vez impregnada de la sustancia, introducirla en la boca del enfermo, repitiendo esta operación varias veces hasta que se dio por satisfecho con la cantidad del narcótico administrado. Marcio, desde hacía tiempo, no separaba la mirada del rostro y cuerpo de la muchacha y apenas si prestaba alguna atención a los cuidados que se dedicaban al herido.

     Pasado un tiempo, el druida tomó una mano del desvanecido, comprobó que el pulso estaba adquiriendo una velocidad normal, se inclinó sobre el macedonio y le abrió los párpados observando con interés el circulo amari-llento de los ojos para, a continuación, introducir la espátula de madera entre los dientes examinando la garganta y la saliva y, tirando de la lengua hacia el exterior, prestó una especial atención a las membranas mucosas comproban-do que el veneno inoculado por la serpiente no había alcanzado, por el momento, las ramificaciones de los nervios y los vasos. Un simple gesto hacia los que observaban junto a él, les dio a entender que se había llegado a tiempo de salvar la vida del herido. Hecho esto, tomó una esponja, la introdujo en la saponaria y procedió con cuidado a limpiar la herida y sus proximidades. Cuando creyó que toda la zona afectada por la hinchazón estaba lo suficiente limpia, se echó a un lado permitiendo que Cantia secara la piel con un suave paño que, en las manos de la mujer, parecía un pincel tal era el exquisito cuidado que ponía en la acción para evitar el menor dolor al hombre que yacía desvanecido sobre la mesa. Concluyó colocando un lienzo de mayor tamaño bajo la pierna herida y se retiró dejando el sitio a su marido quien, después de escoger dubitativo de entre los instrumentos, sostuvo en la mano una pequeña y brillante lanceta puntiaguda con mango de hueso. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda apretó repe-tidas veces la zona infectada cerca de las señales de la mordedura y, com-probando que el paciente no acusaba ninguna reacción al dolor, de im-proviso, pinchó la carne y dio un tajo profundo y largo en sentido longi-tudinal. Cayo, no pudo evitar una arcada y un estremecimiento de repulsión cuando brotó un chorro de un líquido repugnante, mezcla de sangre infec-tada y pus que le alcanzó en parte salpicándole las manos y el pecho. Cantia, que observó el hecho y el gesto de asco del romano, tomó en sus manos un paño y procedió a limpiar al joven al tiempo que le sonreía como dando a entender que el hecho no revestía la menor importancia. Cayo, que llevaba meses sin hablar con una mujer y mucho más sin sentir el contacto de unas manos femeninas cuya propietaria, aunque madura, era bella y exhalaba un perfume a flores silvestres, sintió los síntomas de un mareo y no precisa-mente por la repugnancia al contacto con los humores del mercader herido. Notó que la sangre se le volvía cálida y que un fuego le subía desde los dedos de los pies hasta la raíz del cabello lo que le produjo un tenue malestar en las ingles que se mantuvo constante durante un largo espacio de tiempo. A partir de aquel momento cualquier roce con el cuerpo de la mujer al moverse ésta alrededor del enfermo le producía una excitante sensación y sólo con esfuerzo pudo seguir con alguna atención los movimientos de Argálico. Éste, mientras tanto, había abierto los bordes de la incisión para observar el interior y después apretó con ambas manos la abertura, en un prolongado masaje consiguiendo que toda la sangre putrefacta saliera al exterior. Cuando la sangre manaba ya limpia cesó en las friegas y permitió que Cantia lavara y secara toda la zona seccionada.

     A todo esto los efectos del narcótico se revelaban demoledores puesto que el mercader no había dado la mínima muestra de sentir ningún dolor y continuaba inmerso en un profundo sueño del que, probablemente, tardaría en despertar varias horas. Seguidamente, Argálico, de manera rústica pero eficaz, procedió a cerrar la herida practicando tres incisiones con un instru-mento puntiagudo en cada borde de la herida y, a través de los orificios, introdujo un hilo de pescar. Realizado el cosido, hizo una leve seña a Cantia y ésta retiró de una alacena una vasija de grueso cristal, parecida a una copa, que al depositarla sobre la mesita, Cayo y Marcio observaron que estaba casi llena de un agua oscura, arenosa, similar al agua lodosa de los pantanos. Argálico cogió unas pinzas de madera, las introdujo en el recipiente y des-pués de revolver el agua extrajo con delicadeza, como si fuera un objeto de gran valor, una especie de lombriz pardusca de repugnante aspecto que dejó caer sobre la herida recién cosida. El repulsivo parásito al contacto con la piel del hombre yaciente pareció cobrar vida y se estiró ágilmente en toda su longitud aplicándose a la carne como si fuera una segunda piel. Repitió tres veces la misma operación hasta que toda la zona infectada por el mordisco de la serpiente quedó bajo la acción de las sanguijuelas.

     ―Ahora le cubriremos y dejaremos descansar al tiempo que sus huéspe-des realizan el trabajo ―y volviendo el rostro hacia Cayo y Marcio― Mañana, antes de que recupere el conocimiento volveré para comprobar cómo ha evolucionado. A juzgar por el aspecto de la herida y la supuración, creo que estará curado en dos o tres días y que podrá continuar su camino dentro de una semana. Turnaros para vigilar que durante la noche permanez-ca en esta posición y que, en su delirio, no lleve las manos a la herida. Si veis que se agita nervioso os recomiendo que le atéis las manos para impedir que evite la depuración sanguínea.

     Cantia y Elania que habían salido de la estancia regresaron en ese momento con dos limpios y mullidos jergones de lana que depositaron cerca del fuego y colocaron bajo el cuerpo del enfermo un cobertor para protegerle de la frialdad del mármol.

     ―Más tarde os traerán algo de comida. Descansad hasta mañana en que podéis regresar al fuerte para informar a Salvio que el enfermo ha superado el peligro y que podrá continuar su viaje dentro de unos días.

     La noche transcurrió con normalidad de modo que no se vieron en la necesidad de atar las manos al enfermo ni tan siquiera de mantenerle en la posición adecuada porque éste no dio señales de mostrarse intranquilo y, al contrario, disfrutó de un sueño sosegado en el que la respiración y las pulsa-ciones correspondían al de un hombre que descansa plácidamente después de un prolongado ejercicio físico.

     Era de día cuando el druida germano hizo su entrada en la estancia. Se interesó por cómo habían pasado la noche y, después de oír la tranqui-lizadora respuesta, se acercó al lecho para explorar al paciente que conti-nuaba dormido. Realizó un somero reconocimiento y a continuación tomó de la lumbre un ascua y con la punta fue tocando cada una de las cabezas de los repugnantes bichos que, al contacto con el fuego, se desprendieron de su presa cayendo sobre el lienzo. Argálico los lanzó sobre los rescoldos donde se consumieron chisporroteando.

     ―Despertará a media mañana y ya está fuera de peligro. Solamente deberá esperar unos días hasta que la herida cicatrice.

     ―¿Podemos regresar al fuerte? ―preguntó Marcio.

     ―Después de que os faciliten comida para el camino. Siempre que visi-téis Regenviso seréis bien venidos. Ahora os dejo porque debo atender a los que esperan confiados que les cure de sus dolencias.

     Marcio, no dejó pasar la ocasión que se le presentaba y, casi suplicante, con voz y gesto en que se apreciaba una buena dosis de esperanza, preguntó:

     ―¿Podéis hacer algo para eliminar los dolores de cabeza que me afligen cada cierto tiempo y que los atribuyo a un fuerte golpe que recibí hace pocos meses?

     Argálico, sin contestar a la pregunta se acercó al joven y exploró con los dedos el cráneo y las sienes separando el cabello para palpar el cuero cabe-lludo. Concluido el examen, emitió su diagnóstico.

     ―Habéis recibido un fuerte golpe que produjo el aplastamiento de algu-nos vasos lo que dificulta el riego sanguíneo y esa es la causa de los dolores. Puedo ayudaros y conseguir que no sintáis esos dolores que os perturban aunque no sé por cuanto tiempo, un mes, un año... eso dependerá de vuestra sensibilidad.

     Marcio y Cayo siguieron tras los pasos del druida obedeciendo la indi-cación de éste, confusos por el críptico significado de sus palabras. Salieron al pasillo, cruzaron una puerta y se encontraron en una nave semicircular en cuya pared recta se alzaba un ara de piedra y entre ésta y el muro el grueso tronco de encina que soportaba la efigie de la diosa. A Cayo le llamó de inmediato poderosamente la atención el extraordinario cristal de color verde del tamaño de una castaña, con la forma de dos pirámides truncadas unidas por las bases, que estaba engarzada en un hueco en el centro de la frente de la diosa. Cayo, entendido en piedras preciosas, determinó al instante que se trataba del corindón, la fabulosa esmeralda oriental, la piedra preciosa por excelencia que los romanos apreciaban por encima de todas las demás, incluido el diamante. En su mente no pudo por menos de traducir en denarios la fortuna que supondría poseer aquella joya y, sin más, como un juego, se puso a discurrir como apropiarse de ella sin correr ningún peligro.

     Frente al ara, en un nivel algo inferior al que se llegaba después de des-cender cuatro escalones, un asiento de madera artísticamente labrado y otros dos de menor tamaño a ambos lados y, frente a ellos, una decena de perso-nas entre mujeres, hombres y niños esperando en silencio, respetuosos, la entrada del médico-sacerdote.

     Argálico, vestido con túnica blanca que le cubría desde el cuello hasta las sandalias, se sentó en la butaca central y colocó sus manos unidas sobre el regazo y bajó la cabeza como si musitara una plegaria. Elania, igualmente vestida con una túnica similar, estaba a su lado de pie junto a una mesita en la que estaban depositados diversos objetos.

     A un gesto de su padre, la muchacha dijo un nombre y del grupo se adelantó una mujer de mediana edad llevando de la mano a un niño de unos doce años. Los dos, madre e hijo, se acercaron hasta donde estaba Argálico y la mujer habló en voz baja y despacio.

     ―A mi hijo le han aparecido unos deformes bultos en las manos  ―mien tras hacía que el niño las extendiera con las palmas abiertas hacia el suelo.

     Argálico tomó entre las suyas las manos del niño y examinó las pequeñas verrugas que habían brotado en el dorso de ambas manos y dirigiéndose a Elania le dijo unas palabras que no fueron audibles para los demás. Cayo y Marcio que seguían atentos la escena vieron como la muchacha ofrecía a su padre una pequeña caja plana de madera conteniendo arena y un platillo con piedras de color oscuro de entre las que escogió la mayor, de aspecto irregular y poroso, con la que procedió a frotar lenta, concienzudamente, cada uno de los tumores. Cuando acabó retiró siete piedrecillas, una por cada verruga, y al tiempo que pronunciaba palabras ininteligibles para los presentes fue arrojando una tras otra sobre la caja de arena.

     ―Frotad suavemente con esta piedra los bultos dos veces al día hasta que desaparezcan ―y los despidió con gesto benévolo recordándoles que, cuan-do eso sucediera, devolvieran la piedra.

     Elania llamó por su nombre a un sujeto encorvado de edad madura que se quejó de sufrir una opresión en el pecho y de tener permanentemente una sensación de ahogo que le impedía conciliar el sueño por temor a la asfixia. El hombre mencionó que llevaba varias noches sin dormir por lo que se encontraba exhausto.

     Argálico se levantó y él mismo tomó un largo hilo de lana que hizo coger por un extremo al hombre y a sujetarlo contra el pecho, mientras con su mano izquierda cogía a su vez el otro extremo y hacía lo propio, quedando de este modo el hilo estirado. Con el índice y pulgar de la mano derecha apretó el hilo por el centro de su longitud y, sin soltarlo, deslizó los dedos delicadamente hacia el pecho del hombre y cuando hubo llegado a tocar los de éste que sujetaban el extremo hizo el recorrido en sentido contrario, y así una y otra vez, en tanto salmodiaba la misma frase tantas veces como sus dedos recorrían el espacio que separaba a ambos, mientras los ojos del sujeto seguían seducidos los movimientos que efectuaba el druida.

     ―¡El mal sale de ti y yo lo recibo!

     Cuando le pareció oportuno, retiró el hilo y posó la mano sobre los hom-bros del sujeto que tuvo un elocuente estremecimiento según observaron todos los que contemplaban la escena y abrió los párpados desmesurada-mente, como si hubiera despertado de un sueño pesado o se encontrara de repente con una sorpresa, y se retiró mostrando su contento al creerse sanado.

     Los demás fueron desfilando ante su médico haciéndole partícipe de sus achaques y todos se marcharon con el convencimiento de que estaban curados. Realizó dos extracciones dentales sin dolor gracias a los poderes somníferos de la papilla azulada que Cayo y Marcio tuvieron, poco antes, ocasión de descubrir.

     Cuando hubo atendido a todos y no quedó nadie más en la sala, Elania colocó una banqueta frente a su padre y éste se la señaló a Marcio para que se sentara, mientras recogía de manos de su hija un cristal opalino que pen-día del extremo de una cinta de cuero y que producía brillos fulgurantes según la posición y el movimiento a que se la sometiera.

     ―Escucha con atención pues de ti depende que las molestias que pade-ces desaparezcan. Permanece tranquilo, déjate llevar por los recuerdos que te hayan sido más placenteros y dirige tu mirada hacia el cristal que pende de mi mano.

     Un imperceptible movimiento de los dedos hizo que el cristal comenzara a oscilar, al mismo tiempo que giraba sobre su eje, con suavidad de uno a otro lado con un ritmo cada vez mayor.

     ―No prestes atención a nada más... estás solo... abandónate...

     La voz grave, profunda, persuasiva y se le introducía en el cerebro al mismo tiempo que los brillos del cristal se fijaban en su retina...

     ―Abandónate... descansa... goza... ―la voz seguía su martilleo pero cada vez la sentía más lejana hasta que se quedó en un débil murmullo que se iba perdiendo en la distancia.

     De repente vio con nitidez la verde y mullida pradera que rodeaba la villa de su niñez y a su madre que se acercaba sonriendo y le acariciaba la cabeza, sintiendo de una manera especial el momento en que le rozaba la nuca con los dedos y se detenía en aquel punto presionándole agradablemente, en tanto que los labios de su madre repetían constantes, como el estribillo de una canción: ¡El dolor no existe! ¡El dolor no existe! Era tan nítida la visión que Marcio, alegre, al sentir el contacto de las manos de su madre, rió alborozado como el bebé que era. Poco a poco la imagen fue desvane-ciéndose, el paisaje desapareció y un sopor profundo le embargó.

     Cayo Norbano observaba con interés lo que sucedía ante él. Escuchaba las palabras de Argálico, que ejercían un efecto adormecedor en la mente de su amigo al que se le cerraron los párpados. En ese instante detuvo el movi-miento oscilatorio del cristal y, levantándose, se acercó al inmóvil romano colocando la palma de la mano izquierda sobre su cabeza a la vez que introducía los dedos pulgar, índice y anular de la mano derecha en el hueco de la nuca y apretaba a intervalos, sin dejar de pronunciar palabras que los presentes no acertaban a entender en el oído del joven. Éste comenzó a son-reír haciendo extrañas muecas, y a emitir unos sonidos parecidos al cloqueo de una risa infantil.

     Cuando Marcio abrió los ojos su primer pensamiento fue el de creer que Argálico se demoraba en intentar remediar su dolencia, pues tenía la impre-sión de que llevaba sentado mucho tiempo. Se extrañó aún más cuando éste le dijo:

     ―Puedes irte. Tu dolor ha desaparecido, aunque desconozco por cuanto tiempo.

 

  

                        CNEO CORNELIO LÉNTULO, mientras paseaba por la amplia estancia del pretorio que utilizaba como despacho y sala de consejo, sintió un escalofrío en aquel atardecer brumoso y húmedo a pesar de hallarse en la estación estival. Pero la inminente puesta del sol, la latitud en la que se encontraba y la humedad producida por la proximidad del Rin, provocaban una temperatura muy diferente a la de su añorada Roma. Así que, acercán-dose a la banqueta donde había dejado su paludamentum lo recogió y se lo puso sobre los hombros. Se aproximó a una de las ventanas para observar el brumoso paisaje que se ofrecía a su vista y comprobar la frenética actividad de los soldados que se disponían a proceder a la colación principal del día. Desde donde se encontraba podía ver perfectamente, más allá de los grandes barracones levantados a ambos lados de las vías Principal y Quintana, la puerta Pretoria por la que, en ese instante, estaba entrando al galope lo que le pareció ser un correo imperial. Al verle, Léntulo no pudo reprimir un gesto de orgullo. Roma había dado al mundo numerosos signos e instituciones que dejarían su huella en la Historia, pero en aquel jinete desconocido repre-sentaba uno de los mayores avances de Roma: las comunicaciones. Para él, como militar, las calzadas, los métodos de comunicación inventados por el genial Polibio y el correo imperial eran tres pilares básicos que hacían posi-bles y consolidaban las conquistas de Roma. El jinete que avanzaba hacia el pretorio sería uno de los centenares que galopaban diariamente a lo largo y ancho del Imperio a razón de unas cien millas diarias, el doble que el correo privado y con casi total seguridad, pues ¡ay! del humano que se interpusiera o pretendiera evitar la voluntad del César representado en las personas de sus correos, y no por la divinidad que se le atribuye sino, más bien, por las terribles represalias que tal acción suscitaría. Sin embargo, cuando el jinete estuvo más cerca distinguió, por su vestimenta y la casta del caballo, que aquel no era un correo imperial, sino un mensajero privado. Inmediatamen-te intuyó la identidad del que enviaba la misiva.

     Perdió de vista al jinete cuando éste se aproximó al pretorio, pero con la mente fue siguiendo todos los movimientos de aquel. Sonrió Léntulo cuan-do, justo en el instante esperado, oyó las recias pisadas que se acercaban.

     ―¡Entrad! ―respondió ante la llamada en la puerta.

     ―Un correo de Roma ―anunció el soldado de guardia, mientras se echa ba a un lado, dejando a su acompañante frente al gobernador.

     ―¡Salve, legado! ―exclamó el mensajero, a la vez que levantaba el brazo derecho con la palma de la mano abierta.

     Léntulo, después de dar las órdenes oportunas para que el fatigado jinete fuera atendido, quedó solo y rompió los sellos de la misiva. Cuando abrió las tablillas le cayó en las manos la mitad de un denario de oro. Lo observó dándole vueltas entre los dedos y depositándolo sobre la mesa procedió a la lectura del mensaje.

     ―De Capite coniur  Volturnalia Liberatio RomaPullum sacr. NoreiaeSpatium  nonas ad  idus Augustus Tessera homo vitta capite involve (Del jefe de la conjura. En las Volturnalia, liberación de Roma. Las ocas sagradas en Noreia de nonas a idus Agosto. Enviado lleva cinta rodeando la frente.)

 

     Léntulo, leyó varias veces lo escrito en la tablilla y girando el cuerpo hacia la ventana dirigió su mirada al exterior, en tanto asía nuevamente la mitad de la moneda girándola una y otra vez entre los dedos. Estaba conside rando que no le quedaba mucho tiempo para decidir puesto que estaban a cinco días de las calendas de agosto.

     Súbitamente se puso de pie y lanzó hacia lo alto la moneda rota haciéndo-la girar en el aire para recogerla de nuevo en la palma de la mano en su caída. Una mordaz sonrisa dio a su rostro un aspecto sarcástico al venírsele a la mente una brillante idea. ¿A quién encomendar la delicada misión de viajar en secreto hasta Noreia para recoger los sesenta mil áureos sin correr los peligros de una delación o de que decidiera escapar con ellos ante la ven-taja de que ninguna de las partes implicadas podría denunciar oficialmente el robo? Acababa de dar con ese hombre y, pese a que la confianza que le merecía era escasa dados sus antecedentes, no le cupo duda alguna de haber acertado en la elección porque, a su juicio, alejaba, de golpe, los peligros de la delación y el robo. Retornó a sentarse frente a la mesa y, sin abandonar la sonrisa, se puso a escribir meditando cada palabra  y  cada  frase  porque, siendo fiel el destinatario, no deseaba correr el riesgo de mencionar sobre el papel nada que pudiera perjudicarle en el supuesto improbable de que el mensaje cayera en poder de los hombres de Sejano.

 

  

                        TENÍAN EL ÁNIMO en la cota más baja desde la llegada a la vexillatio. La esperanza, vanamente alimentada durante un tiempo, de que el tribuno les enviara a recoger al comerciante una vez que este resultó curado, se esfumó cuando les llegó la noticia de que el macedonio se había unido a un grupo de mercaderes, a su paso por Regenviso, que seguía su mis ma ruta. Más tarde confiaron en que, al igual que sucedía con el resto de los soldados, se les concediera algún permiso que permitiese, durante algunos días, quedar libres de todo servicio, pero también en este punto sus esperan-zas se frustraron.

     Esperaban, con preocupación evidente, que el verano llegara a su fin y que comenzaran las terribles estaciones de las lluvias y las nieves, temiendo que fueran incapaces de soportarlo. Hasta tal extremo cundía su desaliento que llegaron a urdir una trama, simple pero efectiva, para acabar con la situa-ción que les estaba llevando a las mismas puertas de la desesperación. Solamente esperaban que, en algún momento, se les enviara a una de las rutinarias misiones para ponerla en práctica. Tenían pensado que al regreso de una de las patrullas, escoltando a mercaderes o de reconocimiento de lugares que estaban conceptuados como estratégicos en la defensa del limes, se desharían de sus compañeros, asesinándolos, presentándose después como víctimas y, al mismo tiempo, como héroes en el cuartel general del gobernador de Pannonia relatando una historia fácilmente creíble por su verosimilitud: Cuando regresaban al campamento cayeron en una trampa tendida por los marcómanos que les  triplicaban en número y, a pesar de luchar con todo coraje, no tuvieron otro remedio que batirse en retirada dejando trás de sí, muertos o malheridos, a sus compañeros. Como se les cerraba la ruta hacía su destacamento se vieron obligados a dirigirse al sudoeste en busca de la seguridad de las legiones de Pannonia. Una vez en el campamento de Lucio Volusio sería asequible permanecer allí o, como mal menor, solicitar de sus familias en Roma que intercedieran para evitarles la reincorporación al ejército de Léntulo. Sin embargo, este plan requería de una condición que no se había dado todavía y es que los tres fueran enviados a la misma misión. Era una esperanza y, mientras los días pasaban, trama-ban la manera de cómo conseguir ese objetivo.

     La figura fornida y amenazante de Gabinio apareció en la puerta del barra cón golpeándose con el bastón las grebas metálicas que le cubrían las rodi-llas y las piernas, produciendo el sonido característico que alertaba a los soldados a medida que se acercaba, como tenía por costumbre. Los tres jóve nes dieron por supuesto que venía, como siempre, a por ellos y se prepara-ron para lo peor.

     Fue la primera vez que se equivocaron. El centurión caminó lentamente por el centro del pasillo que dejaban libre los camastros colocados perpendi-cularmente contra las paredes y, al llegar a su altura, se detuvo frente a Cayo.

     ―El tribuno quiere hablar contigo. Preséntate en el pretorio cuando con-cluya la cena.

     Dicho esto, Gabinio giró sobre los talones y se encaminó de nuevo a la puerta del barracón, dejándoles sorprendidos por la inesperada actitud del centurión que no había hecho uso de su acostumbrada trilogía: insultar, golpear y castigar.

     ―¿Para qué querrá verte? ―exclamó extrañado Marcio.

     ―¿Has cometido algún error durante la última patrulla que le pueda servir de pretexto para castigarte? ―preguntó Licinio.

     Cayo, pensativo, negaba con la cabeza. Un sexto sentido le indicaba que, al igual que sucede con cada estación en que un cierto día parece quebrarse la continuidad del clima para dar paso a un nuevo ciclo, la llamada del tribuno era el síntoma de lo que acababa de acontecer con la presencia de Gabinio en el barracón. El segundo indicio se lo dio Salvio cuando le invitó a sentarse al otro lado de la mesa.

     El tribuno no era hombre de los que, en cualquier situación, le gustara perder el tiempo por lo que fue directamente al fondo del asunto que le había llevado a convocar a su presencia a Cayo Norbano.

     ―Te voy a dar lo que, supongo, será para ti una buena noticia. Puedes regresar al cuartel general, pero ―hizo una pausa significativa para que el joven disminuyera la alegría que reflejaba su rostro―… con la condición de que lleves a buen fin el servicio que el propio gobernador te confía. Natural-mente que en esa misión puedes contar con la ayuda de Marcio y Licinio que te acompañarán.

     Cayo, no daba importancia a la condición que yacía bajo la esperanza de libertad. Solamente oía que se les permitía abandonar el campamento para siempre.

     ―Explicadme lo que se espera de nosotros y dad por hecho que lo cum-pliremos ―respondió expectante, recobrando el orgullo de patricio que creía haber perdido.

     Salvio se pasó la mano por el rostro acariciándose la barba entrecana y se quedó mirando desdeñoso al joven que, como en un milagro repentino, ha-bía recuperado el aspecto que correspondía a su apodo. Lindo estaba de nue-vo frente a él y no el humillado y dócil legionario de los últimos meses. Des-conocía si el escarmiento que aquellos tres ladrones y asesinos recibieron durante el tiempo que permanecieron bajo su disciplina sería suficiente para hacerles cambiar y convertirles en unos buenos soldados. De todas maneras ¿qué le importaba a él? Del mensaje de Léntulo sacó la conclusión, porque el texto era oscuro para cualquiera que no fuera él, que el padre del tribuno, Marco Norbano, como cabeza visible de cierto grupo de personajes impor-tantes de Roma, enviaba una considerable suma de dinero que alguien debe-ría recoger en Noreia y trasladar hasta el cuartel general. Nadie más indicado para este encargo, decía, que su propio hijo con el objeto de evitar ciertos peligros, entre ellos el robo. Léntulo sabía decir lo justo para no exponerse ni comprometer a su subordinado y él, era lo bastante inteligente para entender el negocio que yacía en aquella operación. Salvio no defraudaría nunca la confianza que su superior tenía en él y actuó como éste esperaba. Destruyó el mensaje y sólo conservó la moneda rota sobre la mesa. A partir de ahora, únicamente quedarían las palabras y, esas, siempre se las llevaba el viento.

     ―Mañana abandonarás el fuerte para marchar a Noreia. Llegarás, como muy tarde, dos días después de las nonas. Alojaos en las afueras del pueblo y no llaméis la atención. Ocultad vuestras armas y cambiad de ropas para no delatar vuestra condición de legionarios. Tú acudirás solo, esto es importante que lo retengas, a la taberna "Las ocas sagradas" todas las tardes desde la llegada hasta los idus, en espera de que alguien te identifique y se acerque. Le mostrarás esta mitad de un denario que coincidirá con la otra mitad que él posee. A cambio de esta moneda, esa persona te hará entrega de una impor-tante cantidad de dinero que envía tu padre, en su nombre y en el de otros amigos, y que trasladarás con el mismo sigilo e idéntico cuidado que si se tra tara de tu vida hasta el cuartel general para que la reciba el gobernador perso nalmente. Si cumples con eficacia estaréis en condiciones de que se olviden vuestras pasadas acciones pudiendo así iniciar una nueva etapa, en caso con-trario puedes suponer lo que ocurrirá con vosotros... tu padre y las personas que han enviado el dinero.

     Cayo, que había escuchado con mucha atención las palabras del tribuno, hizo un gesto cómplice dando a entender que había captado los pormenores de la operación política que entrañaba el, aparentemente, inocuo encargo y se mostró eufórico.

     ―Entiendo perfectamente el significado de la misión y su importancia. Por lo que respecta al papel que me toca representar en esta función lo cum-pliré con la exactitud que se espera pues no estoy dispuesto a regresar jamás. De todas formas, necesitaremos algo de dinero así que entregadnos lo que se nos adeuda de nuestras pagas más los gastos para llegar hasta Noreia y continuar después hasta el cuartel general.

     Salvio no pudo por menos de sonreír ante el cambio de actitud del joven y no puso objeciones a la petición.

     Tendrás lo que pides. ¡Ah! Se me olvidaba decirte que cuando esperes en la taberna debes rodearte las sienes con una cinta de cuero. Esa es la señal que les llevará hasta tu mesa.

     A la mañana del siguiente día, cuando a lomos de sus cabalgaduras cru-zaron el foso, diríase que, más que abandonarlo, huían del fuerte tal fue el empeño que pusieron en golpear los ijares de sus monturas. Escapaban de aquel lugar, para ellos maldito, a toda velocidad como si desearan poner cuanto antes la mayor distancia entre la grupa de sus caballos y el destaca-mento. Durante un buen rato los animales galoparon velozmente golpeando el viento en los rostros de los jinetes y produciéndoles la agradable sensación que supone la libertad recobrada. Cuando los caballos comenzaron a amino-rar la carrera a causa de la fatiga producida por el galope desenfrenado, los dejaron ir al paso e intercambiaron ideas acerca de lo que iban a hacer en los días siguientes.

     ―En cuanto se presente la ocasión pienso emborracharme ―exclamó Licinio.

     ―También yo beberé hasta recuperarme del tiempo que he estado sin probar el vino ―replicó Marcio―. Antes de embriagarme tengo que demos trar a una de esas hermosas y rubias germanas lo que significa yacer con un tribuno romano que ha estado ocioso en el amor durante medio año.

     ―Nos desviaremos algo de nuestra ruta para pasar por Regenviso y allí remediaremos nuestras necesidades, pero antes hemos de cambiar los uni-formes por ropas civiles. Después buscaremos alojamiento para pasar la noche y continuar mañana el viaje hacia Noreia.

     Llegaron a Regenviso a la hora nona y, de acuerdo con lo dicho por Ca-yo, lo primero que hicieron fue buscar alojamiento y adquirir los atuendos indispensables para mudar su aspecto de soldados por el de unos vulgares comerciantes en viaje de negocios. Hicieron un hatillo con las nuevas ropas y lo ataron en las grupas de los caballos en espera de cambiarse antes de llegar a Noreia. En Regenviso, las posadas no diferían mucho de las roma-nas, en todo caso la diferencia consistía en que, en las germanas, se consu-mía una fuerte cerveza con preferencia al vino. Por lo demás en la planta baja, donde se reunían los clientes sentados a las mesas para beber y charlar, se encontraban las cocinas y los mostradores, y desde el fondo una corta escalera comunicaba con las dos plantas superiores para llegar hasta los cuartuchos donde poder dormir sobre un sucio camastro y, también, durante un tiempo limitado, yacer con las camareras que, entre ocupación y servicio, atendían a los clientes de la planta baja.

     A la hora undécima, es decir, tres horas después de haber llegado a la población, Cayo, Marcio y Licinio habían dado cuenta de una sabrosa comi-da, bebido la suficiente cantidad para equilibrar la sobriedad obligada de los últimos meses y yacido, por turnos, con las dos camareras que atendían el local.

     Cayo, con los ojos brillantes por el alcohol consumido y reflejando aque-lla malvada expresión que afloraba siempre en su rostro en cada ocasión en que bebía demasiado, propuso a los otros dos:

     ―¿Y si nos vengamos de Salvio?

     Los dos primos le miraron extrañados de que, en el momento en que se estaban divirtiendo, sacase a colación el nombre de su torturador.

     ―¿Por qué preguntas eso? ―inquirió Marcio.

     ―Bien sabes lo que nos hubiera complacido hacer sufrir a ese hijo de loba otro tanto de lo que nos hizo padecer a nosotros, pero, afortunadamen-te, ya no le volveremos a ver más ―repuso Licinio.

     Cayo, sin prestar atención a las respuestas de sus cómplices, siguió hablando con la mirada puesta en el interior de su vaso.

     ―Estoy dando vueltas en mí cabeza a una idea ―musitó con voz apenas perceptible―, y creo que sé como inferir al tribuno un daño insuperable que no nos producirá ninguna contrariedad ―y soltando una risita burlona, con-cluyó―: Al contrario, significará un verdadero placer.

     Marco y Licinio con los cerebros algo embotados por la bebida sintieron una curiosidad malsana ante las palabras del Lindo y demandaron más infor-mación.

     ―¿Qué se te ha ocurrido? ―preguntaron al unísono.

     Cayo, dirigiendo su mirada a Licinio, respondió:

     ―Marcio y yo hemos evidenciado la amistad y el afecto que Argálico profesa al tribuno y el interés de éste en mantener buenas relaciones no sólo con la familia del germano, también con todos los nativos porque conviene a los intereses de la vexillatio. Pues bien, se me ocurre... ―hizo a propósito una pausa para mirar a los dos a la cara y observar el efecto que iban a cau-sar sus palabras ―…que podemos truncar esas buenas relaciones por el odio y las hostilidades. Únicamente tenemos que ir a la casa del germano y violar a su mujer y a su hija, insinuando que lo hacemos con el consen timiento de Salvio. Podemos presentarnos en su casa ahora mismo y una vez que hayamos dejado inerme al pobre hombre, cosa fácil entre los tres, gozar con la mujer y la hija ¿Qué decís?

     Licinio quedó pensativo calculando no la atrocidad de la propuesta sino los posibles inconvenientes que tal acción suscitaría. Algo podría torcerse y, al encontrarse en territorio hostil, si el germano lograba recabar ayuda de sus vecinos lo pasarían mal. No obstante, la idea de Cayo le complacía.

     Pero Marcio, que recordaba la atrayente y sensual figura de Elania, pasó la lengua por los labios en un gesto anticipado de lujuria y respondió sin que su voz manifestara duda alguna.

     Una idea excelente. Argálico nunca dará publicidad al hecho de que su esposa y su hija han sido violadas por unos soldados romanos y aplicará su odio desquitándose en otro romano, Salvio, al que hará responsable de su desgracia.

     Licinio al hilo de las palabras de su primo, discurrió en voz alta:

     ―En el supuesto improbable de que a nuestros jefes les llegara la acusa-ción de que unos tribunos habían yacido con germanas nunca sería motivo de castigo, porque es lo que se espera que hagamos con las mujeres del enemigo.

     Cayo remató la reflexión de Licinio.

     ―También podríamos aducir que el hecho sucedió a petición de las pro-pias mujeres ―y soltó una cínica carcajada que fue coreada por los otros dos.

     Mientras se ponían de pie y apuraban el contenido de sus vasos, Cayo miró de reojo a Marcio. Intentó sorprender en el rostro de su cómplice algu-na señal que revelara si podía haberse percatado del otro motivo que le llevaba a la casa de Argálico, pero no. Marcio parecía estar pensando sólo en la posibilidad inminente de conseguir los favores de Elania y no parecía recordar la preciosa esmeralda que lucía, de forma provocadora, la diosa que se veneraba en el templo junto a la casa de Argálico.

     Con paso vacilante salieron al exterior y se dirigieron a la casa del germa-no. El camino no ofrecía dificultad porque desde cualquier lugar se divisaba la techumbre circular del templo que era la construcción más alta del pobla-do. A la gente con la que se cruzaban no le llamaba la atención los tres jóve-nes soldados armados con espadas en la cintura ya que estaban acostumbra-dos a ver a los hombres de Salvio acercarse por aquel lugar en busca de diversión y como su conducta nunca mereció los reproches de los nativos, soportaban su presencia con indiferencia. Cuando la propia Elania les reci-bió en la entrada se sintió sorprendida por la aparición de los jóvenes roma-nos, pero reconociendo a Cayo y a Marcio, les dijo:

     ―Si deseáis ver a mi padre, no está en Regenviso. Ha ido a visitar los enfermos de las localidades vecinas y no esperamos que regrese hasta dentro de uno o dos días.

     Un brillo de satisfacción alumbró las miradas de los tres jóvenes al escu-char las palabras de la muchacha y comprobar como la fortuna les sonreía para que todo saliera con mayor facilidad de lo que en un principio pensa-ban.

     ―Nos encontramos de paso y ya que estamos aquí quisiéramos, de parte de Salvio, saludar a tu madre... ―dijo Cayo, adoptando una expresión cordial.

     ―¡Ah! Sois vosotros... ―se oyó una voz de mujer detrás de Elania.

     Era Cantia, espléndida en su madura belleza, que había salido hasta la puerta al oírles.

     ―¡Pasad! No os quedéis en la entrada ―continuó amable, mostrando que su sentido de la hospitalidad la impulsaba recibir en su casa a los tres jóvenes aunque se tratase de soldados romanos ya que eran enviados por Salvio.

     Siguieron al interior en pos de Cantia y Elania. Licinio se hizo el distraído para arreglárselas de manera que quedando el último tuviera ocasión de cerrar la puerta sin que las mujeres se percataran. Entraron en lo que debía ser la cocina y, al mismo tiempo, la estancia donde la familia se reuniría para pasar las horas en que no estaban dedicados a otros menesteres, pues Cantia, en su papel de anfitriona, pensaba que no podía dejarles partir sin agasa-jarles.

     Cantia, sintió en su nuca el aliento febril y avinagrado de Cayo al mismo tiempo que una mano le tapaba la boca y la otra le apretaba las muñecas con fuerza impidiéndola moverse. Sintió el cuerpo que se pegaba al suyo opri-miéndola y una doble sensación de asco y terror la asaltó cuando llegó a sus oídos una apagada exclamación de su hija. Mientras Cayo actuaba hacién-dose con la madre, Marcio agarró a la muchacha por la cintura y, bruscamente, la hizo dar la vuelta apretándola contra sí a la vez que le tapaba la boca con la suya en tanto que, con la mano que tenía libre, procedió a rasgar, frenético, la túnica de la joven. Cantia se hizo cargo de la situación cuando su agresor, sin soltarla ni cambiar de postura, la hizo girar para que quedara enfrentada a la pareja que hacían Marcio y su hija. El malvado, mientras violaba a la madre en aquella postura deseaba que ésta contemplara como lo estaba siendo su hija por su amigo. El rostro de la mujer adquirió una extrema palidez y todo su cuerpo se estremeció. En su oído cayeron como piedras las palabras de Cayo.

     ―Voy a retirar mi mano de tu boca, pero si gritas mi amigo matará a tu hija.

     Cuando la mano que oprimía con fuerza sus labios, casi ahogándola, se retiró, Cantia respiró profundamente y suplicó al hombre que estaba levan-tando la túnica por detrás separándola las piernas al empujar con el pie sus talones.

     ¡Dejadla, por favor! Haced conmigo cuanto deseéis y no diremos nada... pero ¡a ella no, por favor! ¡Dejadla!

     Pero ni Marcio ni Cayo, poseídos de una locura lujuriosa prestaron a las súplicas de la mujer ninguna atención y siguieron adelante en sus escarceos. Licinio, desde la puerta, contemplaba la escena fascinado con el semblante rojo de lascivia, en espera de su oportunidad. Cayo, una vez consumó de pie y a espaldas de la mujer su primera violación, obligó a ésta a echarse en el suelo boca arriba y tumbándose sobre ella llevó a cabo una segunda y rápida cópula estimulado por las lágrimas que corrían por las mejillas de Cantia. Antes de incorporarse, giró la cabeza e hizo una seña a Licinio para que ocupara su puesto. La mujer no tuvo fuerzas para impedir que otro cuerpo y otro aliento de borracho la cubrieran, cerró los ojos y se abandonó, en tanto las lágrimas seguían derramándose por causa del dolor que experimentaba su corazón al saber que su hija estaba siendo sometida a la misma vejación. No se atrevía a gritar ni a luchar por miedo a que aquellos tres canallas cum-plieran su amenaza y pudieran causar a Elania un daño irreparable.

     Al tiempo que Marcio, enardecido, prolongaba por segunda vez su placer con la muchacha y Licinio comenzaba a hacer lo propio con la madre, Cayo abandonó la estancia y recorrió a toda prisa el pasillo en busca de la puerta que comunicaba con el templo. La abrió y penetró en la nave, silenciosa, vacía y en semipenumbra. Se llegó hasta la imagen de la diosa e intentó retirar la esmeralda con la mano, pero le resultó imposible por estar perfec-tamente engarzada en el hueco de la piedra. Buscó a su alrededor y viendo la alacena donde el druida depositaba sus instrumentos se acercó y cogió una especie de puñal o pequeño escalpelo y con él en la mano se dirigió de nuevo a la diosa e introdujo la punta, haciendo palanca, entre la esmeralda y la piedra hasta que consiguió extraerla. La contempló arrobado durante un instante en la palma de la mano comprobando su peso que significaba una fortuna y, dejando en su lugar el puñal, abandonó el templo cerrando la puer ta para regresar velozmente a las cocinas donde la tragedia continuaba. Licinio todavía permanecía en el suelo cubriendo el cuerpo de Cantia, mien-tras Marcio se encontraba de pie arreglándose las ropas y Elania, sentada en un rincón en posición fetal sollozaba emitiendo unos apagados y lastimeros quejidos. Cayo le dio un puntapié a Licinio y, éste, alertado por la patada aumentó el ímpetu de sus movimientos y culminó su cópula profiriendo un ronco sonido que a la mujer le pareció el aullido de una bestia. Cuando Lici-nio se incorporó dejándola libre ella hizo lo propio dirigiendo su mirada al rincón donde su hija lloraba desconsolada.

     ―Di a tu esposo que esto se lo debe a Salvio ―exclamó Cayo volvién-dose hacia la mujer―. El tribuno tenía una deuda con nosotros y ésta ha sido la mejor forma de hacérsela pagar. Ahora que Argálico le pida cuentas a él.

     ―Y da gracias a que tu hombre no estaba aquí para verlo ―añadió Marcio.

     Cuando los tres violadores abandonaron la casa, por la mente de Cantia pasó fugazmente la idea de salir fuera y proclamar a los cuatro vientos la vejación que acababan de sufrir para que los romanos fueran prendidos y ajusticiados. Pero este impulsivo deseo dejó paso a otro más pragmático al contemplar el cuerpo maltrecho de su hija. Por ella deberían ocultar lo ocurrido y que todo quedara en un secreto de familia y la humillación no se extendiera a cada persona que mirara a los ojos de la niña. Argálico, sabría, como siempre, lo que debería hacerse. Por ahora lo importante era serenar a Elania. Ésta, al escuchar la voz de su madre que la llamaba dulcemente dejó escapar un triste gemido y se volvió a cubrir la cara con las manos, perma-neciendo un momento balanceándose como una hermosa y flexible planta sacudida por una tempestad. Luego, todo el aliento pareció salir de ella en un profundo suspiro. Cantia, que no se atrevía a mirar a la cara a su hija, oyó el crujido de su desgarrado vestido seguido por el ruido sordo que se produjo al caer desvanecida en el suelo. Tan perturbado se hallaba el espíritu de Cantia con lo sucedido que, olvidando su dolor, su fiebre y su muerte, se precipitó a auxiliar a Elania. Con gran esfuerzo tomó entre sus brazos a la pobre criatura y logró llevarla a su aposento. El desmayo de la muchacha fue breve. Al recobrar el conocimiento, su primera reacción fue incorporarse y con los ojos muy abiertos por el terror, profirió un agudo chillido que se apagó cuando su madre le puso la palma de la mano suavemente sobre los labios mientras musitaba cariñosamente en voz baja:

     ―Nada ha sucedido, hay que olvidarlo todo y tu padre con sus poderes hará que eso ocurra. Él borrará de tu mente y de la mía el daño que esos miserables nos han inferido.

     Elania, con una palidez cerúlea, con un brillo de esperanza en el fondo de sus ojos al oír la mención de su padre, se abrazó a su madre y prorrumpió nuevamente en sollozos.

     ―¡Llora y alivia tu dolor! Cuando Argálico regrese nos liberará de todo sufrimiento y nos vengará.

 

 

                        LOS SOLDADOS QUE hacían guardia a la entrada del fuerte se quedaron desconcertados cuando, súbitamente, por el lado derecho de la espesura apareció una visión inesperada. Sobre un formidable caballo alazán de largas crines, que tenía la rareza de que sus patas eran cuatralbas al estilo de los ruanos, destacaba el jinete germano con su melena rubia que le llegaba a los hombros y cubierto con una medio túnica sin mangas, ceñida a la cintura con un ancho cinturón, que le llegaba hasta algo más arriba de las rodillas. Del cinturón pendía una espada corta; montaba a pelo y cubría sus pies con unas botas atadas con cintas entrelazadas que alcanzaban un tercio de la pierna.

     Pasado el primer instante de sorpresa por la visita inesperada otearon más allá del germano, cuyo aspecto parecía más bien provocativo que amistoso, para comprobar si venía acompañado y debían dar la voz de alarma. Aquel nativo, a pesar de su aspecto fiero, de pocos amigos, estaba solo.

     El jinete se acercó hasta una distancia que le pareció suficiente para hacer se oír y, mientras su caballo al detenerse golpeaba, excitado, con sus patas delanteras el suelo, gritó:

     ¡Avisad a Salvio! ¡Deseo hablar con él!

     ―¿Quién eres? ―interrogó uno de los soldados.

     ―Argálico ―respondió lacónico.

     El soldado no le conocía personalmente pero sabía que se trataba de un personaje importante que gozaba de la amistad y consideración del tribuno, por lo que propuso:

     ―Puedes entrar en el fuerte. Eres bien venido.

     ―No. Quiero hablar con vuestro comandante, pero ha de ser aquí.

     El soldado que antes había hablado hizo una señal a su compañero y éste cruzando la puerta se dirigió al interior en busca de Gabinio.

     Al poco tiempo llegó corriendo Salvio quien al ver a su amigo de aquella guisa y con expresión pétrea sintió que el temor por algo desconocido le recorría la espina dorsal.

     Cuando Salvio cruzó el foso y se halló a unos pasos del germano, éste, sin descender del caballo y sujetando fuertemente con las riendas a su montura que amenazaba con las patas levantadas en el aire al tribuno, preguntó colérico:

     ―¿Están dentro los soldados que fueron a Regenviso hace dos días?

     En el cerebro de Salvio comenzó a hacerse la luz.

     ―¿Te refieres a los que llevaron a tu casa al comerciante macedonio?

     ―Esta vez eran tres. ¿Están? ―volvió a preguntar esperanzado.

     ―No. No se encuentran en el fuerte. Salieron hace tres días para una misión y no debían pasar por Regenviso ―contestó Salvio, y dando un paso hacia su amigo, preguntó anhelante― ¿Qué ha ocurrido?

     Por los ojos de Argálico cruzó una nube de congoja. Miró a Salvio y a pesar de querer mantener su intención de ver en él solamente al enemigo romano, no pudo hacer abstracción de que era su amigo y que sentía afecto por su hija y su mujer. Descendió lentamente del caballo y sin soltar las bridas, mientras acariciaba los belfos del alazán, disimulaba dando la espal-da a Salvio para que éste no pudiera ver la lágrima que se deslizaba por su mejilla al tiempo que hablaba.

     ―Esos tres hombres se presentaron hace dos días en mi casa y violaron a mi mujer y a mi hija. Dijeron que era una cuenta que tú pagarías.

     Salvio tuvo que hacer un gran esfuerzo para no quedar aturdido ante la brutal revelación de su amigo. Al poco, Argálico se giró y contempló al romano que, con los hombros caídos, el ánimo abatido y la cabeza hundida en el pecho, representaba la imagen del hombre al que acaban de anunciarle la muerte de los seres más queridos. Argálico, que era un hombre sensible, hizo también suyo el dolor de su amigo y poniendo una mano sobre su hombro, repitió la pregunta:

     ―Esos hombres... entonces... no regresarán al fuerte...

     Salvio, cabeceó a uno y otro lado.

     ―Dime donde puedo dar con ellos ―dijo con amargura, pero apacible-mente, en contraste con su anterior interpelación.

     Salvio respiró hondo, alejó de su mente las escenas torturadoras de Cantia y Elania bajo los ataques de los tribunos y recobró su sangre fría hasta ser de nuevo el veterano comandante que mandaba la vexillatio.

     ―No te lo diré ―respondió al germano.

     ―Debes decírmelo insistió éste. Comprenderás que debo tomar la justicia por mi mano porque este asunto no lo puedo poner en conocimiento de nadie. Tengo que dar con ellos para que paguen el daño que han hecho a mi mujer y a mi hija.

     Argálico sorprendido, observó la mueca siniestra que se dibujó en el rostro de Salvio y que pretendía ser una sonrisa.

     ―No, no quiero que te enfrentes a los tres tú solo. Son unos miserables asesinos y de ellos se puede esperar cualquier traición. Llegaron aquí, privados de la condición de tribunos, en castigo por haber robado al ejército y asesinar a varios hombres. No quiero que hagan más daño, así que seré yo el que vaya en su busca y tú me acompañarás.

     ―Eres un soldado romano y puede perjudicarte si se descubre que te has unido a un germano para vengar una afrenta personal...

     ―Nadie sabrá nada, aunque tampoco me importaría. Perdería el respeto que me tengo a mí mismo si no estuviera a tu lado en una ocasión como esta. Además, como sabes, es habitual que falte durante días del fuerte cuan-do visito a los jefes de las tribus vecinas. Le diré a mi centurión que me sus-tituya en el mando porque voy a acompañarte para visitar a una tribu del sudeste que demuestra intención de iniciar hostilidades contra nosotros y que vamos los dos a convencerles de que depongan su actitud. Estaré de regreso en poco tiempo.

     ―Agradezco tu gesto y me alegra comprobar que la amistad que nos unía no era ilusoria. Me quedaba por decir que también robaron la esme-ralda de la diosa y que si no consigo recuperarla mi pueblo se levantará en armas contra vosotros. Es de un precio considerable, pero a los ojos de mi tribu su valor es incalculable porque considera que unida a la diosa sus facul-tades son mágicas

     ―Podemos recuperarla, pues no creo que puedan deshacerse de ella hasta que regresen a Roma.