“Gran ciudad malediciente es la nuestra,
nadie se salva”
Cicerón
II
LAS DOS VENTANAS, semiocultas por hermosos maci-zos de flores, daban a un pequeño jardín privado sobre un diverticulum en la parte posterior de la clivus Argentarius, dentro de los muros servianos y pró-xima a la Curia Hostilia y al Foro romano. Una vía de gran importancia en la vida romana, muy transitada por los ciudadanos que intervenían en toda suerte de negocios y por los extranjeros residentes o de paso en la ciudad, porque en ella se encontraban la mayor parte de las casas dedicadas al comercio y a la banca en gran escala.
La clivus Argentarius arrancaba del cruce del Foro con el Argiletum en las proximidades de los Mercados Generales y se prolongaba hasta confun-dirse con la vía Lata y ésta con la Flaminia. En la margen derecha, en el pri-mer tercio de la calle de suave pendiente, el edificio de la Banca Servio des-tacaba por sus dimensiones y por su imponente y deslumbrante fachada en la que una enorme placa de bronce sobresalía del dintel del acceso principal al edificio. Unas grandes letras grabadas en la plancha metálica daban cuenta a la muchedumbre de que allí se encontraba la sede central de la Banca Ser-vio; debajo, en tamaño algo menor, el banquero había resumido la filosofía de su empresa: ¡Lucrum gaudium!
Pola Servio Nota, así apodado a causa de la mancha vinosa que cubría parte de la piel del cuello y de la mejilla izquierda, dirigía el imperio de la Banca Servio desde un pequeño despacho situado en la planta baja, exac-tamente en la parte trasera de las dependencias administrativas donde el público era recibido por la legión de esclavos y libertos que, tras los mostra-dores, les atendían solícitamente y los que desde sus escritorios llevaban las cuentas de los clientes siguiendo al instante el curso de los negocios en los que la Banca Servio estaba implicada. Los dominios privados de Pola daban a una calle humilde y silenciosa donde estaba la entrada de servicio de los empleados. Soltero por propia decisión, a sus cuarenta años se había im-puesto la norma de no mezclar jamás el trabajo con la responsabilidad de un hogar y con las debilidades de unos sentimientos.
Su aspecto era atrayente, de elevada estatura con unos rasgos faciales agradables. Una abundante cabellera de pelo negro rizado heredada de su madre le procuraba una figura seductora que, por si sola, bastaba para hacer-se con los favores de las damas romanas, casadas o solteras, que se le entre-gaban. De su padre había heredado no solo el porte grave y hasta orgulloso de los patricios, sino la marca de la familia Servio, una mancha color vino que le ocupaba, por el lado izquierdo del rostro, parte del cuello y la mejilla hasta llegar al inicio de la oreja lo que en realidad no le afeaba sino que le prestaba un cierto aire de misterio. Su imagen parecía más bien la de un hombre dedicado a menesteres cercanos a Eros y a Epicuro e, incluso, de su figura y del tono de su voz, grave y de baja tonalidad, se desprendía un halo de confianza que inspiraba amistad, dando la impresión de ser un hombre al que parecía fácil embaucar. Sin embargo, asomándose a sus ojos garzos, un buen conocedor de hombres descubriría el brillo de la mirada de un hipócrita y de un pérfido, aunque el rictus de su boca estuviera siempre iniciando una humilde sonrisa que tantas veces había servido para confundir a sus enemi-gos o competidores.
A pesar de contar con una gran fortuna y poseer una hermosa villa en la parte alta del Germalus Palatino pasaba más tiempo entre las paredes de aquel edificio que en su propio hogar. Lo cierto es que Pola no concebía el hogar como algo deseable y propio. Lo que se entiende como hogar para él no había existido nunca y, por eso, se sentía cómodo en un lugar donde la acción mental, las venganzas, la fortuna e incluso la intriga y el crimen, tenían cabida si se sabían mover los hilos que desde el dinero y el poder alcanzan a todos los seres humanos. Se había hecho a sí mismo e íntima-mente estaba orgulloso de ello aunque, paralelamente, el odio y el rencor habían facilitado la labor para situarle en el lugar preeminente que ocupaba en la sociedad romana.
Hijo del comerciante-banquero Manio Servio y de una esclava, hasta los doce años vivió como esclavo en la casa de su padre sin ser reconocido por éste, hasta que, desaparecida su esposa a causa de unas fiebres, manumitió a su madre y, a él, le nombró hijo adoptivo. A partir de aquel momento el joven Pola entró a trabajar en el negocio comenzando por los cometidos más bajos y humillantes y sufriendo las envidias y hostilidades del resto de los empleados. A medida que iba alcanzando puestos de mayor compromiso despertaba más envidia e, incluso, hostigamiento por parte de sus jefes quienes actuaban con evidente satisfacción al infligirle castigos y tareas más complicadas y duras de lo que, evidentemente, concernía a sus responsabili-dades, escudándose en haber recibido del propio Manio Servio la orden de que se actuara con él sin miramiento alguno y con mayor rigor que si se tratara de un empleado cualquiera. Pola, con el paso del tiempo, entendió que su padre no le había dado a su madre y a él esta oportunidad por amor filial sino por continuar la tradición del negocio y porque, además, necesita-ría en pocos años alguien de su confianza que fuera capaz de substituirle pues era consciente de que, a su avanzada edad, le quedaba poco tiempo para que su capacidad física soportara la permanente tensión y trabajo que la dirección del negocio requería.
Manio era ya mayor cuando murió su esposa y al no tener hijos legítimos dentro del matrimonio se había vuelto hacia la esclava y su hijo por puro egoísmo para que la firma Servio no se extinguiera y pudiera seguir contan-do en la vida romana, pero no como compensación a una mujer que le había entregado su vida y a un niño que llevaba su propia sangre. Es más, procu-raba no tener una íntima relación con madre e hijo y, pese a que todos vivían en la lujosa e imponente domus, hacía lo posible por llevar una vida separa-da y ajena a ambos. Era en el edificio de la Banca donde únicamente se veían con relativa frecuencia, sobre todo cuando Pola, ya hombre, alcanzó puestos relevantes que le obligaban a tomar decisiones personales y a desea-char con su padre los importantes asuntos que pasaban por sus manos y, más tarde, cuando sólo tuvo a Manio por encima de él y el contacto e intercam-bio de opiniones se realizaba con una frecuencia normal, casi a diario, tampo co surgió la llama que debía unir a un padre con su hijo porque aquél persis-tía en la amargura de considerar que el heredero era hijo de una esclava sin fijarse en que llevaba su propia sangre y que no podía reprochársele ni un ápice en cuanto a merecimientos para estar donde había llegado. A duras penas reconocía esto, y así y todo nada más que de pasada sin otorgar a su hijo, públicamente, el mérito cierto que tenía.
Por su parte, Pola, sin exteriorizarlo jamás en ningún gesto, palabra o acción que pudiera levantar sospechas, odiaba a su padre con una intensidad tal que debía contenerse fuertemente para que no se notara. En su fuero inter no esperaba la ocasión de tomar cumplida venganza en lo que se había veni-do ejercitando mentalmente desde que, pequeño aún, en cada ocasión que su padre visitaba a su madre, a escondidas de su esposa, dejándola llorando después de utilizarla como si fuera un objeto viviente al que no se presta más atención que el que pueda tener por su belleza o su precio.
Mientras vivió su madre, Pola siguió actuando en su papel de hijo diligen te y respetuoso. Desaparecida la única persona que le importaba sentimental mente y a la que no deseaba procurar ningún dolor, decidió que era llegada la hora de poner en marcha el plan que llevaba años esperando ejecutar. Con la ayuda de un esclavo llamado Popeo, al que su madre por compasión ha-bía protegido sacándolo de la ergástula y consiguiendo de Manio que le deja ra a su exclusivo servicio para atenderla a ella y al niño, Pola puso en mar-cha su plan. Contando con la colaboración y la fidelidad indiscutible de Po-peo, la decisión y puesta en práctica fue rápida. El esclavo administró en las comidas a Manio unas pócimas que le fueron debilitando a ojos vistas y, transcurrido un mes, las amistades del banquero ya daban por hecho que la enfermedad acabaría pronto con su vida.
Cuando los amigos de Manio se fueron haciendo a la idea del final irreversible y después de que Pola manifestara a todos ellos sentidas mues-tras de dolor por el estado de su padre, una noche indicó a Popeo que había llegado la hora, entraron en el dormitorio de Manio, se pusieron en la cabe-cera, uno a cada lado, le asieron por los hombros y zarandeándole le des-pertaron.
Manio les miró con ojos interrogantes y apagados por la fiebre.
―¿Me reconoces, viejo? ―pregunto Pola con desprecio.
―¿Qué…? ―articuló débilmente el enfermo a causa de la fiebre que le consumía.
―Hace tiempo, mucho tiempo, que deseaba tener esta conversación con-tigo ―siguió hablando Pola, mientras en sus ojos se reflejaba el odio acumu lado durante años.
Manio, a pesar de la fiebre y el debilitamiento debió intuir algo de lo que estaba a punto de suceder porque intentó incorporarse y, aunque por sí mis- mo no lo hubiese conseguido, un fuerte manotazo de Popeo le hizo quedar de nuevo postrado. Entonces, aquellos ojos apagados reflejaron miedo, mie-do a descubrir algo y miedo a la muerte.
―¿Recuerdas tus visitas a mi madre y a un chiquillo a quien, con una bofetada y un gesto de desprecio, echabas del aposento para quedarte a solas con ella? ―mascullaba Pola, mientras ponía su mano abierta sobre el pecho de su padre y apretaba fuertemente.
La respiración de Manio se hizo más dificultosa y un hilillo de blanca espuma comenzó a deslizarse por la comisura de los labios a la vez que miraba al rostro de su hijo con una mezcla de horror y de rabia.
―Pues ese niño, que llevaba tu sangre y que tratabas como esclavo en su propia casa hasta que te interesó modificar la situación por propio interés y no por compensarme del abandono y desprecio a que me has sometido siem pre, juró a los dioses que llegaría el día en que su venganza colmaría con creces todos aquellos años y ese día ha llegado para ti, ahora. Vas a morir a mis manos, viejo estúpido y orgulloso, pero quiero que sepas antes que soy yo quien te ha envenenado haciendo creer a tus amigos que se trataba de una enfermedad para procurarme una coartada.
Agarraron entre ambos la almohada en la que reposaba la cabeza de Manio y le cubrieron la cara fuertemente con ella.
―¡Ten tu merecido, maldito!
Manio apenas si pudo patalear débilmente durante unos segundos cuando le impidieron respirar. En unos instantes cesaron las convulsiones y el cuerpo quedó laxo, inmóvil.
Al siguiente día, sin que nadie se sorprendiera, la Banca Servio tuvo un nuevo propietario.
Desde aquel momento, iba ya para trece años, Pola aumentó su negocio, amplió sus amistades y también acrecentó su ambición. Se introdujo en los círculos políticos romanos donde con su olfato de comerciante intuyó que era el momento de acercarse a alguna familia ilustre a la que prestar ayuda y de la que pudiera más tarde obtener las prebendas y privilegios que sólo el poder otorga. Fijó su mirada en el que se vislumbraba como heredero del César, su sobrino e hijo adoptivo Germánico, y se las arregló para ser pre-sentado a su esposa Agripina sirviéndose de la mediación de un amigo ínti-mo de la familia, como era el noble romano y miembro del orden senatorial Ticio Sabino, del que se había ganado previamente su confianza mediante el pago de favores cuya ejecución estaba al margen de la ley y aliándose con él en una confabulación contra el prínceps.
Las cosas no salieron como Pola esperaba y se complicaron en extremo. Germánico había sido envenenado por Cneo Calpurnio Pisón, como el jui-cio seguido contra él y su posterior suicidio dio a entender, aunque Agripina manifestaba a cuantos quisieran oírlo que había sido por inducción de su tío Tiberio. Ya era tarde para modificar posiciones y Pola siguió confiando en que el hijo mayor de Germánico ocuparía el puesto que la fortuna había negado a su padre.
Continuó frecuentando la casa de Agripina e incluso esperaba que ésta cediera en su luto y en el recuerdo del marido asesinado para proponerla el matrimonio. Pola continuaba soltero y Agripina, aparte de ser un magnifico partido si los hados cumplían su papel, estaba de muy buen ver y era una mujer hermosa sobre todo si abandonaba aquel carácter que mostraba un rostro fiero, aquella arrogancia y resentimiento que él conocía tan bien.
Era cosa de ir echando la red y esperar que los peces entraran en ella. Los hijos de Agripina, tanto Druso como Cayo Nerón le aceptaban de buen grado en su casa cada vez que les visitaba y a ello ayudaban sus frecuentes aportaciones dinerarias, sobre todo con Nerón muy dado a las orgías con los amigotes y a una vida disipada. Un banquero en aquella casa era aceptado sin reservas sobre todo cuando no pedía recibos por sus donaciones y tampo co regateaba a la hora de realizarlas.
Pola, de pie, con las manos cruzadas a la espalda y oculto entre la maraña de flores que adornaban la ventana del despacho, miraba hacia el exterior contemplando el florido jardín y la fuente que en el centro hacía correr el agua desde el diminuto ánfora que el geniecillo llevaba en los brazos y que caía en cascada después de rebosar una a una las cuatro conchas puestas en diferentes alturas. El ruido del agua al caer, el canto de los pajarillos y el siseo de los insectos que buscaban ansiosos el polen entre los pétalos de las flores no alteraban ni distraían a Pola de los preocupantes pensamientos que le rondaban la mente y que se centraban en los últimos acontecimientos.
La desaparición repentina de Fonteyo Marcelo no solamente podía signifi car el derrumbamiento de un plan minuciosamente elaborado durante los últimos meses, sino su propia muerte, si no era capaz de improvisar en pocos días una solución de recambio. De momento no se le ocurría ninguna y los hechos estaban próximos a suceder. Era previsible que, a partir de ahora, no tardarían muchas semanas en precipitarse los acontecimientos y si, llegado ese instante, no cumplía lo acordado podría darse por muerto.
Y el caso es que el crimen consideró preciso realizarlo puesto que más peligroso aún hubiese sido dejar con vida a Fonteyo y convertir a éste en una amenaza continua y en un chantaje permanente. Su conocimiento de las debilidades humanas le había fallado en parte con este hombre. Le había convencido para que actuara como testigo falso en la causa contra Gracio Duratón apoyándose en que era un acreedor que se quitaba del medio, que el delator sería otro y él únicamente actuaría como testigo, y que su colabora-ción en este asunto le reportaría un crédito de cien mil sestercios que la Banca Servio pondría de inmediato a su disposición. Fonteyo aceptó resuel-tamente sin manifestar el menor escrúpulo por hundir a un hombre que iba a ser acusado injustamente. El error, como ahora se daba cuenta, consistió en seguir apurando las posibilidades que el uso de Fonteyo como servidor igno-rante de sus planes podía proporcionarle.
Pasados unos días desde que tuvo lugar el suicidio de Duratón, le recibió en su despacho para entregarle el dinero.
―Aquí hay cinco pagarés por veinticinco mil denarios de plata para hacerlos efectivos cuando desees en otros tantos bancos de la ciudad.
Sentado indolentemente, Fonteyo le miró con una sonrisa burlona y res-pondió con sarcasmo:
―Quieres prevenirte para que no se me relacione contigo y prefieres que se conozca que mi dinero proviene de otras casas que no sean de la Banca Servio, ¿no es verdad?
―En cierto modo, así es; pero el motivo principal no es ése. Una canti-dad tal de dinero en efectivo llamaría la atención de los empleados que han de facilitarla. Dividida por cinco y a cobrar en distintos establecimientos pasará inadvertida la entrega, lo que es bueno para la seguridad de ambos.
―Tienes razón... como siempre.
―¿Sabes algo de los otros? ―preguntó Pola.
―Rubrio está a la espera de que se celebre la subasta de la flota para hacerse con el dinero y repartírselo con el hermanastro, el pederasta de Quin to. Esos si que van a conseguir un buen pellizco ―gruñó envidioso, diri-giendo una mirada malévola al rostro de Pola―, y no yo que sólo obtengo una pequeñez al lado de los dos o tres millones que esperan recibir cada uno. Por cierto ―continuó, mostrando curiosidad―, tampoco me explico tu inte-rés en el asunto del navarca, pues aunque no hayas intervenido directamente sí que lo has favorecido desde la sombra. Rubrio está claro que actúa como siempre porque su oficio es el de delator y le da igual, como a mí, que la dela ción sea falsa o verdadera mientras haya dinero por medio. Quinto también tiene motivos como son los de mejorar su posición económica que le permi-ta dar rienda suelta a sus vicios y la satisfacción de acabar con un herma-nastro que heredó toda la fortuna y a quien debía obediencia si quería recibir las migajas que aquél le daba para sobrevivir con alguna dignidad; pero tú… ¿cuál es tu beneficio?
Molesto por la pregunta, Pola contestó ásperamente.
―Yo no tengo ningún interés directo. De todas formas no es asunto de tu incumbencia.
―Bien, bien... no te molestes porque, la verdad, es que me trae sin cuida-do. A mí sólo me interesa participar en los asuntos donde se pueda ganar dinero ―exclamó, con la palma de la mano abierta hacia Pola.
En ese momento fue cuando le pasó por la cabeza la idea que llevaba madurando y creyó que Fonteyo podía ser el sujeto adecuado.
―¿Hasta donde llegarías para ganar medio millón de sestercios? ―pre-guntó Pola, mirándolo fijamente con el ceño frucido.
Fonteyo se levantó de un salto abandonando su postura indolente y, mi-rando a la cara de Pola, comprendió que éste le estaba hablando en serio, que no se trataba de ninguna broma.
―Por esa cantidad haría lo que fuera preciso ¿Qué quieres de mí?
―Poca cosa, pero he de decirte que pese a que es muy sencillo, el secreto debe ser total pues la menor contrariedad, la más mínima palabra que se te escape puede significar tu muerte y la mía. También es conveniente que se-pas, antes de decidirte, que estarás constantemente vigilado y, en el supuesto de que intentes una traición, te darán muerte de inmediato.
―No me arredro por los peligros. El dinero para mí lo es todo y si puedo conseguirlo no me importan ni los medios ni el fin.
Pola habría de recordar más tarde estas palabras.
―Otra cosa, una vez que aceptes ya no hay vuelta atrás. ¿Qué contestas?
―Cuenta conmigo.
Pola recordaba, como si fuera en este mismo instante, cómo le explicó a Fonteyo el plan y el papel que él jugaría. Todo quedó resuelto en aquella reunión –creía Pola– hasta que, una semana más tarde, volvió a presentarse ante él.
Fonteyo le espetó, sin andarse con rodeos, el asunto que le había traído hasta allí.
―Tengo oportunidad de realizar un buen negocio y necesito un anticipo de cien mil sestercios.
Pola sabía que estaba mintiendo, que no existía ningún negocio en ciernes y que la causa eran las pérdidas en el juego. Fonteyo era un jugador empe-dernido y, por añadidura, con muy mala suerte. Había corrido la voz de que, últimamente, había perdido una fortuna en las carreras de cuadrigas.
―Hace poco te entregué una suma considerable ―respondió Pola
―Sí, pero no es suficiente ―contestó malhumorado―. Necesito más y, a fin de cuentas, sólo se trata de la quinta parte de lo prometido.
Pola era conocedor de que el juego se había llevado todo el dinero que le había entregado por hacer su papel de testigo en la acusación a Gracio Duratón y que había seguido jugando a crédito. Se negó a entregarle ni un as, sabiendo que el vicio que le dominaba no acabaría allí.
Fonteyo se marchó airado y Pola se dio cuenta por vez primera de que cometió un error al elegir a ese hombre para un plan tan arriesgado.
Al día siguiente volvió Fonteyo. Su aspecto aparentaba indiferencia, pero se le notaba entre asustado e insolente. Estaba claro que sus acreedores le estaban amenazando. Esta vez se permitió lanzar una velada advertencia.
―Pola ―le espetó, sin saludar siquiera nada más entrar―. Tienes que adelantarme el dinero o de lo contrario me veré obligado a buscarlo en otra parte.
Pola olió la amenaza, pero simuló que no se daba por enterado.
―¡De acuerdo, de acuerdo! Ayer me negué porque pensé que no sería tan urgente, pero estoy dispuesto a darte un anticipo de doscientos mil ses-tercios ―dijo con el aire ingenuo que tantas veces había hecho pensar a sus adversarios que le habían dominado.
Fonteyo picó el anzuelo y los ojos le bailaron de alegría al pensar que iba a disponer del doble de lo que había venido a pedir.
―De todas maneras, vamos a hacer como tengo por costumbre para evi-tar problemas. Te entregaré ocho pagarés librados, como la ocasión anterior, en distintos bancos de la ciudad. Confío que puedas esperar hasta mañana pues he de dar instrucciones para que los preparen sin levantar sospechas.
Fonteyo aceptó complacido la propuesta y se marchó satisfecho, quedan-do en regresar al día siguiente.
Apenas Fonteyo había abandonado el edificio cuando Pola, consciente de que se había puesto en marcha una amenaza permanente por parte de aquél, se encerró en el despacho con Popeo y le dio instrucciones.
Al atardecer, Popeo se encaminó hacia la parte más innoble y peligrosa del Subura. Llegó frente a la puerta Viminalis y se aproximó a una ínsula donde, en el mismo vértice de las calles Collatina y Patricios, se abría una taberna regentada por el macedonio Macrobio y penetró en ella. Se sentó, pidió vino y esperó pacientemente.
Pasado un tiempo vio entrar a dos hombres que, al ir juntos, llamaban la atención por el contraste de su aspecto; uno, de pequeña estatura y piernas arqueadas, con frente estrecha, cejas pobladas y unidas, que le conferían un aire realmente simiesco; el otro, alto, rubio, hercúleo y con aspecto bona-chón. Al traspasar el umbral dirigieron la mirada al interior y al ver a Popeo sentado a la mesa se fueron hacia él presurosos y sonrientes, le saludaron y se sentaron.
Una vez se les hubo servido el vino y quedaron los tres solos, Popeo comenzó a hablarles en voz baja con gesto grave, mientras los otros dos, en silencio, escuchaban con interés las palabras que les susurraban. Cuando Popeo concluyó, puso sobre la mesa una bolsa que retiró de inmediato el más pequeño y levantándose, sin despedirse, salió de la taberna.
Pola, al tiempo que contemplaba el jardín desde la ventana de su des-pacho estaba echando cuentas. Ya no tendría que volver a soportar, nunca más, la impertinente presencia de Fonteyo ni preocuparse por sus amenazas. Sin embargo, debería buscar un nuevo sustituto y ése era un problema que requería solución perentoria, la que había ido dilatando al confiar en que, llegado el momento, hallaría la solución adecuada.
Pese a que estaba de espaldas y no percibió el menor ruido, sintió una ligera corriente de aire y supo que la puerta que daba al salón de visitas se había abierto. Sin volverse, esperó a que Popeo hablara.
―Amo, el caballero Marco Aellio Flavio que dice venir de Massilia se encuentra fuera y solicita veros.
―Hazle esperar un tiempo y después permítele pasar.
Con el mismo sigilo con que había abierto la puerta y penetrado en la estancia, el esclavo se retiró.
MARCO, EN SU viaje desde Massilia a través de la vía Do-micia por el valle del río Druentia, cruzó la Galia itálica por el paso del Gena va y continuó por la vía Emilia y después por la Flaminia, recorriendo unas cuarenta millas diarias y, en tanto que cruzaba las montañas descendiendo al valle del Tíber, recordó lo sucedido durante los últimos días. La cena con Cepio y su esposa Pomponia, el trato afectuoso y sincero que le prodigaron y la insólita oferta recibida: el cargo de procurator de una nueva naviera cuyas naves iban a ser subastadas en Roma dentro de unas semanas. Dispon dría de pagarés por valor de seis millones de sestercios para hacerse con la flota del navarca Gracio Duratón, que se quitó la vida y dejó las doce naves como legado al César para evitar la ignominia de que se le aplicara la lex laesae maiestatis y que todo su patrimonio le fuera arrebatado dejando en la ruina a su esposa e hija. Con esta acción, el navarca conseguía que las villas, fincas, el dinero y el resto de los negocios quedaran en mano de la viuda.
Si la propuesta superaba todo lo soñado por Marco, Cepio todavía le sor-prendió más cuando le dijo que, para ocultar su objetivo a los posibles adversarios en la subasta, se presentaría en Roma con el pretexto de represen tar a la ciudad de Massilia ante el Senado para defender la razón de la ciudad como heredera de la fortuna del exiliado senador romano Vulcacio Mosco. El Consejo de los Quince, del que Tito Cepio formaba parte, a sugerencia de éste, había aprobado la embajada.
Marco decidió que antes de entrar en Roma debería conocer la situación de los asuntos de Duraton in situ y, sin la menor vacilación, abandonó la vía principal y tomó la calzada secundaria que le llevaría al puerto de Ostia en primer lugar.
Su presencia en Roma no era urgente, nadie esperaba su llegada y, por tanto, demorar un día o dos para echar una ojeada a lo que se consideraba como el puerto de Roma, podía ser beneficioso.
Se buscó un alojamiento en una digna posada donde paraban comer-ciantes y capitanes de embarcaciones que recalaban en la ciudad en busca de trabajo o de negocios y quiso ver de cerca, en primer lugar, el imponente y agitado mundo del genuino negocio del comercio de uno de los puertos más activos del mundo. Se dirigió al Foro y le impresionó que ocupara, en una ciudad tan pequeña comparada con Roma, una extensión de más de cien pasos de largo por unos ochenta de ancho. En su mitad se encontraba la Basí lica de la Annona Augusta donde, en las más de sesenta cámaras, estaban permanentemente representadas, con numerosos empleados detrás de los mostradores y escritorios, las diferentes asociaciones profesionales que se instalaban allí con el reconocimiento oficial de las autoridades romanas.
Siguió su paseo lentamente sin perderse nada de la animada actividad en la que estaban sumidos la multitud de ciudadanos, capitanes de barcos, mayoristas, profesionales y comerciantes de toda clase que habían acudido al templo, unos a solucionar sus asuntos y otros, como Marco, a distraerse con la contemplación de aquel dinamismo que significaba negocio y rique-za. Para que todo se resolviera rápida y favorablemente la plana mayor de los financieros, los mayoristas y sus numerosos intermediarios tenían a su disposición todo un ejército de apoderados, empleados y burócratas en las oficinas de la administración portuaria, y en sus tinglados y almacenes en la margen derecha del puerto. A la Basílica destacaban lo mejor de sus exper-tos y, a veces, ellos mismos estaban presentes cuando se trataba de cerrar algún negocio de considerable valor o riesgo.
Estaba próxima la hora octava cuando Marco abandonó la Basílica y saliendo al exterior se dirigió al puerto. Desde el pórtico del templo se divisa ba en toda su amplitud el canal principal por donde arribaban las naves para alcanzar el amplio estuario natural al término de sus singladuras, y la mul-titud de embarcaciones cuyos armadores no disponían de muelles propios o de concesiones particulares que, al no poder atracar directamente a los mue-lles públicos para proceder a las operaciones de carga y descarga, se veían obligados a fondear a la espera de que las autoridades portuarias les conce-dieran el necesario permiso. Estas decenas de naves, que esperaban pacien-temente su turno para atracar, no solamente presentaban un curioso aspecto multicolor, sino que, además, ofrecían un tremendo espectáculo sonoro. A la llegada al estuario se veían en la necesidad de echar el ancla y, periódica e inevitablemente, cada hora un marinero aparecía en cubierta y hacía sonar la tuba para recordar al prefecto portuario que esperaban con ansiedad el per-miso de atraque. Estas embarcaciones eran conocidas despectivamente como naves de tuba por verse obligadas a utilizar, por falta de recursos, los muelles públicos y tener que esperar la autorización de atraque durante días y semanas. Se veían obligados a transportar mercancías de escaso valor que no fueran perecederas y que tampoco se destinaran al consumo humano. Los fletes, por consiguiente, eran los más bajos y los menos rentables para sus propietarios.
En la orilla este se desplegaba una serie de tiendas y tabernas propias de un puerto. Toda una aldea de pescadores se agolpaba a lo largo del cauce inferior del río donde se exponían al sol y al aire numerosas anclas, redes y anzuelos. Una calle atravesaba la aldea, cruzaba el río por un puente y se dirigía hacia la puerta de Pouzzoles; era la gran arteria comercial, mientras que el camino que partía de Ostia desde la puerta Marina hacia Roma era el mejor acondicionado para poder transitarlo toda clase de vehículos. Marco, con tiempo por delante, se dedicó a observar la ajetreada actividad que se manifestaba por todas partes. Pasó por un muelle donde un navío denomi-nado "Europa", un gran barco mercante con la vela cuadrada hinchada por el viento y bajo la protección de Afrodita Salvadora representada en su rostra de proa, estaba procediendo a descargar una gran cantidad del apreciado vino de Narbona, contenido en las características ánforas narbonenses que se distinguían del resto por tener un cuello alto y largo, terminadas en una an-cha moldura sin borde con largas asas verticales fijas a su bien marcada espalda y que los esclavos, bajo la atenta mirada de sus amos, manejaban con exquisito cuidado para evitar la rotura de alguna de ellas y que se derra-mara su precioso contenido.
Se fijó en el nombre que estaba escrito junto a una diosa Cibeles en la fachada del edificio en el que se estaban almacenando las ánforas y leyó: "Compañía de Nigidio Vaccula"
Unos pasos más allá, en el dintel de otro tinglado, un cartel de madera con dos sogas de bronce entrelazadas y en su interior las letras MF, informaba que aquella casa naviera era la del noble Munatio Fausto, dedicado princi-palmente a la importación del trigo egipcio. Contigua a esta compañía, se hallaba otra que pretendía ganar a las vecinas en ostentación a la hora de mostrar su rótulo en una ancha banda de bronce en el que se había dibujado en relieve una vela cuadrada y dentro de ella una artística letra T. Se trataba de la naviera de Naevoleia Tyche, de origen griego y dedicado al negocio marítimo con Oriente desde hacía varias generaciones. Durante el recorrido por los muelles siguió observando detenidamente los nombres de las flotas que tenían su sede en el puerto, muchas de ellas reconocidas de inmediato pues no en balde los dos años en la Compañía Pahndo habían sido ricos en experiencia. Pasó de largo sin detenerse, mirando de reojo los almacenes de la que fue su empresa hasta hace poco. Se veía actividad dentro del barracón y en el muelle, donde se procedía a cargar una embarcación con tejas para la construcción de viviendas. Se alejó con pasos rápidos pues no deseaba ser reconocido.
A simple vista Marco pudo apreciar que los almacenes de Ostia debían cubrir una superficie de diez hectáreas. A su paso pudo ver tinglados que guardaban antorchas, velas, sebo; pimienta, jengibre, especias; rollos de papi ro y pergaminos, pero la mayoría de los que pudo ver albergaban los pro-ductos más heterogéneos y eran verdaderos almacenes generales no diferen-ciándose entre sí más que por el nombre y por su emplazamiento.
Siguió avanzando teniendo a su izquierda los muelles y las naves, y a la derecha las diferentes casas navieras con sus tinglados y cobertizos donde se almacenaban las mercancías. Al cabo de caminar durante un buen rato des-cubrió diez naves abarloadas a un muelle en dos filas de cinco, que no reali-zaban ninguna operación portuaria. El emblema de las velas y del edificio que estaba enfrente le sacó de dudas. Una gran marca realizada en bronce representando a Castor y Pollux entrelazados con una gaza debajo una gran letra D, le confirmaron que allí estaba el objeto de su visita.
Con la mirada de un profesional experto examinó las diez naves y quedó complacido por lo que veía. Era una buena flota y si las dos que faltaban estaban en la misma línea de aquellas se podía decir que no habían errado los tasadores. Se giró despacio y lentamente echó a andar hacia el enorme edificio de cerca de cien pasos de largo por más de veinte de fondo donde las dependencias dedicadas a la administración, oficinas y atención a clien-tes, ocupaban menos de la quinta parte del perímetro. Poco antes de alcanzar la entrada ya le vinieron al olfato distintos y fuertes olores mezclados con aromas exóticos. Aspiró aire cerrando los ojos y con deleite distinguió el dulzón de las especias orientales, el aromático del azafrán, el cálido del aceite de oliva y el polvillo en suspensión que se le introducía por la nariz al respirar le reveló que las harinas de trigo, centeno, avena, salvado y otros cereales también se almacenaban en aquel cobertizo. Penetró en el interior y, durante unos instantes, el contraste de la luz solar que acababa de dejar fuera con la penumbra del almacén no le permitió una visión clara aunque perci-bió grandes acumulaciones de sacos expertamente distribuidos y estibados de manera homogénea según el tipo de mercancía.
Comparado con el ambiente húmedo y caluroso del exterior, allí dentro la temperatura era casi fresca y agradable. Dio unos pasos y descubrió a su derecha un largo mostrador que cerraba la entrada a una pequeña dependen-cia integrada por tres cámaras de unos cien pies cuadrados cada una comuni-cadas entre sí, y una escalera que debía conducir a los aposentos del piso superior. En la primera estancia, un amplio escritorio rodeado por varios taburetes tenía sobre sí multitud de muestras de productos y algunos pergaminos. Un individuo, poco mayor que Marco, de aspecto inteligente y jovial, se hallaba sentado y perezosamente recostado sobre la mesa con la mirada dirigida hacia el techo, con la expresión ajena de quien está dormi-tando. Cerca de él, tumbado sobre un escabel, con la cabeza recostada sobre el antebrazo derecho, roncaba ruidosamente un sujeto que, a simple vista, presentaba un aspecto imponente: de unos treinta y cinco años, cabeza com-pletamente calva, sin cejas y con una estatura superior a la normal –las piernas caían fuera del banco y este era largo– pero lo que destacaba de inmediato era la hercúlea constitución de aquel formidable ejemplar huma-no. Mientras dormía, soplando ruidosamente, los colosales músculos de bra-zos y tórax se hinchaban al compás de la respiración.
―Un puñetazo de este individuo sería capaz de acabar con un buey ―no pudo por menos de exclamar.
El hombre que estaba acodado en el escritorio advirtió su presencia, echó una mirada al gigante calvo que ajeno a todo seguía dormitando felizmente y se puso en pie saliendo al encuentro del visitante.
―¡Ave, dómine! ¿Buscáis algo? –dirigiéndose a Marco con la voz y el gesto amable de quien está acostumbrado a tratar a clientes importantes a la vez que le examinaba con atención.
Marco, que no había preparado ninguna excusa para investigar los asuntos de Duraton, se dejó llevar por su instinto y por la improvisación. Aquel sujeto parecía fiable.
―Soy Marco Aellio y tengo interés en conocer los asuntos de la compañía Duraton y el estado de su flota.
―Y yo, Doidero, y el que está tumbado durmiendo, Corconte ¿Por qué ese interés acerca de la situación de la Casa Duratón?
―Es posible que tome parte en la subasta.
―¿En vuestro nombre o en representación de otros domini navium? ―preguntó interesado.
―En provecho de la sociedad en la que tengo una parte considerable. En realidad soy el más interesado en ganar la subasta ―contestó sin rodeos a la vez que en su fuero interno pensaba que efectivamente así era. Tito Cepio podría tener deseos de abandonar a su primo y tener su propia compañía pero él se jugaba en el envite mucho más, tal vez su futuro.
La respuesta debió complacer a su interlocutor porque su actitud se volvió más franca y le confesó a Marco:
―Pues veréis, desde que se anunció la subasta han pasado por aquí algu-nos individuos pretendiendo conocer el valor de las naves, de los aparejos, el tráfico que realiza cada embarcación e incluso los nombres de los capitanes. Estos sujetos venían todos en nombre de sus amos y, además de no ofrecer nada por la información, exigían que se les facilitara con detalle y a toda pri-sa. Como remate de su equivocada actitud no se dignaban mencionar siquie-ra que sucedería con los empleados que estamos aquí y que hemos servido al navarca Duraton durante años con eficacia y lealtad ―se lamentó el llamado Doidero―. Pero hacedme el favor de pasar y hablaremos con más comodidad en mi despacho ―al tiempo que echaba a andar y hacía un gesto a Marco señalándole la cámara del fondo.
Marco le siguió. Pasaron ante el gigante que seguía sin enterarse de la visi ta y llegaron al lugar indicado por Doidero. Éste le ofreció un cómodo asiento y él se sentó enfrente.
―Es evidente que conocéis el negocio marítimo cuando vuestra preten-sión es participar en la subasta... ―inquirió Doidero.
―Decís bien. Mi socio y yo tenemos suficiente experiencia y, por consi-guiente, sabemos por qué y para qué deseamos adquirir la flota.
―Entonces puedo dar por hecho que deseáis aumentar vuestro negocio ¿estoy equivocado?
―No puedo contestar porque estoy obligado a guardar discreción hasta el mismo momento de la subasta. De otro modo, como podéis suponer, po-dría alertar o dar ventajas a los competidores.
―Considero vuestra actitud muy sensata y perdonad si os he parecido indiscreto, pero es que conozco a la mayoría de los domini navium que pue-den estar interesados en quedarse con nuestros barcos y no logro identifica-ros con ninguno de ellos.
―Para corresponder a vuestra amabilidad os diré que mi compañía se ha constituido recientemente.
―Gracias por vuestra confianza. En realidad se trataba sólo de satisfacer mi curiosidad ―dicho esto, puso sobre la mesa una jarra, llenó dos vasos y le ofreció uno a Marco.
Éste, agradecido por la hospitalidad y deferencia que mostraba su anfi-trión tomo el vaso y cuando iba a llevárselo a la boca observó que Doidero introducía el pulgar y el índice de la mano derecha en el líquido y vertía unas gotas hacía poniente. A continuación bebió de un trago el contenido y se quedó mirando con asombro a Marco que le imitaba y que, al tiempo que esparcía las gotas en la misma dirección, exclamaba sonriente:
―¡Henos, Lares, iuvate!
―¿Cómo sabéis eso? Sois romano...
―Cierto. Nací en Roma y soy ciudadano romano, pero pasé mi adoles-cencia en Hispania, al lado de mi padre que era funcionario imperial y estuvi mos siete años entre Julióbriga y los puertos Blendio y Victoria. Mis recuer-dos de aquella región son inolvidables por lo feliz que fui y aprendí muchas de sus costumbres, como esta de recordar a los muertos y desear salud a los amigos cuando se bebe en buena compañía.
―Pues se da la circunstancia de que soy oriundo de Blendio y ese animal que está ahí tumbado lo es de Concana, donde tenía su casa el legendario Corocotta que primero fue azote de Roma y después amigo de César Augusto y que con una cohorte de caballería cántabra se fue a luchar a favor de Roma, primero a Germania contra los queruscos y más tarde a Judea donde terminó su vida, pero supongo, dómine, que conoceréis la historia tan bien como yo. No sabéis cuanto me alegra encontrar alguien con el que poder recordar las cosas de mi patria de la que estoy ausente desde hace doce años... ―exclamó melancólico, mirando hacia lo lejos a la espalda de Marco, como esperando encontrar más allá de los tabiques de madera el paisaje húmedo y verde de su país.
―¿Cómo habéis venido a parar aquí? ―quiso saber Marco.
―Puerto Victoria es el más importante de Cantabria y allí un muchacho avispado puede encontrar trabajo en las múltiples actividades marítimas y convertirse en un experto con el paso del tiempo si sabe tener el oído y la mente despiertos. Entré a trabajar en Duratón cuando no tenía siquiera cum-plidos los quince años y a los veintitrés el procurator consideró conveniente que se me trasladara a la central de Ostia y aquí vine en compañía de Cor-conte. Desde hace cuatro años tenía la responsabilidad de cuanto se relacio-na con la carga y descarga de las naves, la contratación del personal, el alma-cenamiento de las mercancías, el transporte a Roma y a las provincias... en fin, todo lo relacionado con este negocio ―dijo, no sin cierta amargura.
―¿Decis que teníais esa responsabilidad? ―preguntó Marco
―Claro, es fácil deducir que el presente no es halagüeño y el futuro peor. Desde que el navarca Duraton se suicidó y legó en su testamento la flota al César y el resto del negocio a su viuda, ha transcurrido más de un mes, ninguna nave se ha vuelto a hacer a la mar, las mercancías esperan su salida en los almacenes, algunas pudriéndose y otras próximas a estropearse si no salen pronto al mercado Los operarios del almacén y el personal náutico nos han abandonado y han ido a contratarse a otras compañías e, incluso, de las tripulaciones solo quedan fieles a Duraton dos capitanes y un reducido núme ro de marineros que no llegan para cubrir las necesidades de tres navíos. La mayor parte se ha marchado porque consideran que nadie les iba a retribuir el tiempo que permanezcan aquí hasta que la subasta tenga lugar y aparezca un nuevo dueño. Se han dirigido a los competidores quienes les han recibido encantados pues no es fácil encontrar gente de mar con experiencia y opera-rios especializados como los que yo tenía en estos almacenes.
―En este momento ¿de cuántos hombres dispones? ―preguntó Marco.
―En los almacenes sólo quedamos Corconte, dos viejos marineros que por su edad están imposibilitados para navegar y que tenemos de guardianes de noche, y yo. Por lo que respecta a la flota que habéis visto amarrada en los muelles, dos capitanes y siete marineros.
―¿Y qué noticias hay de las otras dos naves? ―quiso saber Marco.
―Efectivamente, faltan por llegar dos naves, el "Oráculo de Delphos" que esperamos dentro de unos días con un cargamento de trigo de Alejan-dría y la "Sibila de Cumas" que transporta, según las informaciones que nos han facilitado hace ya tiempo, un cargamento de especias de oriente embar-cadas en Bitinia. Desconozco su llegada aproximada puesto que durante el viaje va embarcando otras cargas para ir dejándolas en los puertos de la ruta y obtener así mayores beneficios.
Marco, mientras hablaba Doidero, estaba elaborando un plan con toda rapidez. Podía anticiparse a sus posibles rivales y, corriendo un mínimo riesgo en su economía, tomar ventaja de la situación. Lo que se le estaba ocurriendo merecería la aprobación de Tito Cepio.
―¿En cuánto calculas la suma total de los salarios de los hombres que todavía permanecen al servicio de Duratón?
Doidero calculó los salarios de capitanes, marineros, el de los viejos guar-dianes, el de Corconte y el suyo y, finalmente, con un gesto afligido, excla-mó:
―Unos dos mil sestercios por mes.
―Bien. Os voy a hacer una proposición honrada que significa por parte de ambos un compromiso que sería firme en el caso de que triunfe en la subasta y que se rompería si no sucediera así.
―Os escucho con toda atención.
―Os propongo el siguiente trato. Como lleváis un mes sin percibir vues-tro salario y queda algo menos de otro para que tenga lugar la subasta, yo os entrego cuatro mil sestercios, es decir, los salarios de dos meses a cambio de que permanezcáis en vuestros puestos, pero a mi servicio, hasta el mismo día de la licitación. Si ésta me es favorable os contrato a todos en firme, tú sigues al frente de la administración y te aumento un veinte por ciento el salario actual. Si, por el contrario, otro se lleva la flota en aquel momento habrán concluido nuestras relaciones. ¿Qué contestas?
Doidero sin disimular su satisfacción y se puso en pie de un salto.
―Acepto encantado, dómine y si estáis de acuerdo me gustaría que bebié ramos otro trago.
―Acepto complacido y confío en que después de la subasta podamos volver a celebrarlo de nuevo, en Roma o sentados a esta misma mesa.
―Si me lo permitís ―interrumpió Doidero―, voy a despertar a Corcon-te para darle esta buena noticia. Tiene tanto de gigante y de bestia como de buena persona y estoy seguro de que os agradará por su capacidad de trabajo y por su lealtad. Esto último ―dirigiendo su mirada fijamente a los ojos de Marco con aspecto solemne―, es algo que nos caracteriza a ambos.
Marco asintió sin pronunciar palabra y siguió con la mirada a Doidero que salió de la estancia y llegándose al cántabro le propinó una tremenda patada en la planta del pie que colgaba fuera del escabel. El gigante se des-pertó de inmediato y de un salto se puso en pie mirando a su compañero con sobresalto.
―¿Qué…?
―Despierta. Mientras dormías ha llegado una visita y han ocurrido cosas que nos afectan gratamente a los dos ―le dijo, mientras con la cabeza seña-laba hacia Marco que, sin disimular su asombro, contemplaba a Corconte de pie junto a Doidero. Éste, que era de su misma estatura apenas si llegaba al hombro del cántabro.
Oyó como relataba brevemente la conversación que habían tenido y el compromiso a que habían llegado. Corconte escuchaba con atención sin un gesto, pero su rostro pareció iluminarse con una amplia sonrisa y los ojos le brillaron cuando Doidero le contó lo sucedido con el brindis y le informó que Marco había vivido durante años en Cantabria.
Entraron ambos en la estancia y Corconte habló con voz baja y grave:
―Dómine, si Doidero ha decidido algo en mi nombre dadlo por hecho y desde este momento podéis contar conmigo todos los días, en cualquier ins-tante. Sabéis que la gente de mi tierra no es de gesto ocioso ni de palabra vana.
Marco se puso en pie y agradeció estas palabras que se sentían expresa-das con total sinceridad. Propuso un nuevo brindis entre los tres y así lo hicie ron con gran satisfacción del cántabro que aprovechó la ocasión para apurar dos vasos seguidos.
―Debo salir mañana para Roma ―dijo Marco levantándose―, pero antes pasaré por aquí a dejarte el salario de los dos meses para que dispongas de ellos como creas más conveniente. Una vez que esté alojado en Roma, te daré noticias para que sepas dónde puedes comunicarte conmigo y enviarme tus informes.
Doidero asintió y respondió a Marco:
―En cuanto conozca vuestra dirección en Roma me las arreglaré para que os lleguen todas las noticias que puedan interesaros previamente a la subasta, pero antes voy a haceros partícipe de una información que no cono-ce ninguno de vuestros rivales y que será el primer servicio que puedo pres-taros ―Hizo una pausa, bebió un sorbo del vaso y siguió hablando―. Habéis visto diez naves de la flota Duraton abarloadas en los muelles ¿ver-dad? Bien, pues dos de ellas, la "Hispális" y la "Pontos Euxinus", tienen en sus bodegas géneros por valor de compra de más de cien mil sestercios. Por si fuera poco, otro tanto ocurrirá con las dos que estamos esperando en cuanto lleguen a Ostia, y si su cargamento es parecido al de las dos que aquí tenemos puede decirse que la flota tiene un valor oculto de casi medio millón de sestercios. A la hora de pujar, debéis tener esto en consideración.
Marco estaba sorprendido de su buena suerte. Tratar a la gente como se merece siempre da buenos resultados y reconocía que esta información podía ser fundamental.
―Gracias por tu confianza. Espero que pueda hacer un buen uso de ello ¿conoce alguien más lo que contienen las bodegas?
―Lo ignoro. Como os dije, por aquí sólo han aparecido individuos de escasa relevancia en sus respectivas compañías y a los que he facilitado infor mación deficiente y alejada de la realidad. Quienes de verdad entienden este negocio no se han presentado aún, probablemente porque consideran que tienen fácil alzarse con el triunfo en la licitación.
―Si descubrís algún indicio sobre lo que conocen los posibles rivales hacédmelo saber de inmediato.
―Así lo haré. Por cierto, ya que vais a vivir en Roma sabed que tenemos allí un buen amigo y compatriota, nieto del que fue primer legado de Roma en Julióbriga y de la hija de Corocotta, Lucio Annio, de la tribu Quirina...
Marco escuchó con interés las palabras de Doidero.
―...llegamos aquí los tres al mismo tiempo ―señalando a Corconte―, pero él se quedó en Roma, en la casa del noble Terencio para aprender el Derecho y hoy, no sólo es un jurisconsulto de prestigio sino la mano derecha de Marco Coceyo Nerva, que es tanto como decir del César Tiberio. Si lo necesitáis, él puede ayudaros.
―No lo olvidaré, puedes estar seguro.
―Decidle, cuando le veáis, que Corconte y yo estamos a vuestro servi-cio. Será suficiente para ganar su confianza.
―Por cierto ―dijo Marco―, que a tenor de lo dicho creo que es mejor que Corconte se venga conmigo. Me será más útil en Roma que permane-ciendo aquí sin hacer nada.
Marco se despidió hasta el día siguiente en que, como había prometido, pasó de nuevo por los almacenes para dejar el dinero, recoger a Corconte y continuar su viaje a Roma.