“ Nadie puede prohibir comprar lo que se ofrece en público,
si se tiene dinero para comprarlo...” Plauto (del "Gorgojo")
VII
DE ROMA PODÍA decirse, al contrario de lo que sucedía en otras ciudades populosas, que no existía ningún barrio donde los grupos sociales y las actividades laborales y comerciales estuvieran aglutinadas de un modo especial confiriendo un carácter singular a una zona determinada. Los romanos, juntamente con su variada y febril actividad estaban repartidos a lo largo y ancho de toda la ciudad por lo que ningún barrio se diferenciaba de otro. Al lado de la mansión de una acomodada familia romana se podía encontrar desde una humilde panadería a una taberna frecuentada por clien-tes de la más baja estofa, o unas termas lujosas contiguas al establecimiento de un humilde zapatero y unos sastres o un fornice que podía ser lujoso, de medio pelo o de lo más tirado en cuya puerta se sentaban las prostitutas, atentas al pasar de los viandantes para intentar atraerlos con gestos y postu-ras obscenas. Y ello se debía, en gran parte, a que el romano era práctico y quería tener cerca de su vivienda todo aquello que le era necesario para desenvolverse en la vida diaria, al contrario que en las ciudades de Oriente donde se daban los grandes bazares y las concentraciones de gremios por actividades en zonas específicas de la ciudad. No obstante existían, en una ciudad tan grande, diferencias ¡cómo no! fácilmente observables en la distribución de las gentes por el interior de las murallas que circundaban la ciudad; así, las partes altas de las colinas generalmente estaban ocupadas por los ricos y acomodados, y los valles y laderas por el pueblo sencillo.
En lo que concierne al comercio del placer carnal, los lupanares más populares se hallaban en el Subura; en el Transtíber los más tirados y nausea bundos, mientras que en el Aventino se encontraban los prostíbulos más lujosos y las prostitutas más bellas. Sin embargo, además de estas zonas donde existía una cierta aglomeración de burdeles, diseminados por toda la ciudad se podían encontrar otros y no solamente de esta clase de prostíbulos sino también los que se dedicaban al comercio carnal de eunucos y mucha-chos, dispuestos a desempeñar el papel pasivo o activo de acuerdo con las preferencias del cliente. Era en el Esquilino, en la zona del Puente Sublicio y, ¡cómo siempre!, en el Subura donde se concentraban la mayor parte de estos antros.
Un buen ejemplo de lo dicho era el trozo de la vicus Longus que compren día, por el sudoeste la clivus Salutis y por el nordeste la vicus ad Malum punicum, que recorrida en sentido ascendente contaba, a la izquierda con el templo dedicado a Salus y una pequeña casa de dos alturas haciendo esquina que era propiedad del difunto navarca Gracio Duratón cedida a su herma-nastro Quinto. A continuación un edificio de cuatro pisos, los dos primeros de ladrillo y los restantes de madera toda ella arrendada a una mayoría de pequeños comerciantes y trabajadores artesanos. Seguía después un peque-ño pero lujoso establecimiento dedicado a termas. Contiguo a estas, aunque separado por una estrecha callejuela, la vivienda de un rico comerciante en lanas y paños. Proseguía otro edificio, también dedicado a alquiler de vivien-das que en sus bajos abría locales destinados a batanería, lavandería y panadería. Después, se hallaba una taberna y separada por otra callejuela, haciendo esquina con la vicus ad Malum punicum, el prostíbulo de Panio-nos, el griego alcahuete, despiadado y grosero que regentaba y pastoreaba un rebaño de desgraciados, formado por jóvenes afeminados, invertidos y eunucos que se utilizaban para representar un papel pasivo y algunos adultos viriles de abundante vello por todo el cuerpo, con las cabezas totalmente afeitadas y poseedores de un potente miembro al servicio de quienes desea-ran poner el vientre en buena disposición para evacuarse. Estos últimos constituían la cuadrilla favorita del hijo mayor de Agripina, Nerón, cuando se dejaba caer por la mancebía en compañía de Quinto Duratón y el resto de amigotes. Todos procedían de la esclavitud y de la miseria; algunos fueron abandonados de niños, recogidos y educados para la prostitución con fines lucrativos e, incluso, otros habían sido raptados y más tarde vendidos. A los doce años, a veces antes, Panionos los iniciaba en el vil comercio. Los explo taba sin compasión quedándose con la casi totalidad de los beneficios y no le temblaba la mano cuando utilizaba el pequeño látigo que solía llevar reco-gido sobre la muñeca para castigar a los remolones.
Panionos andaba siempre a la caza de esclavos o de muchachitos a fin de prostituirles y su obsesión era variar con frecuencia su "ganado" como él llamaba a las pobres víctimas a las que atemorizaba. Poseía otros prostíbulos en el Subura y en el Transtíber y cuando consideraba que algún miembro de su rebaño ya no le ofrecía el rendimiento económico que de él esperaba, bien a causa de su decadencia física o por haber perdido ante los clientes su capacidad de seducción, le hacía descender en la escala profesional y le enviaba, primero al prostíbulo del Subura y más tarde al del Transtíber donde, finalmente, debido a las condiciones infames de higiene y trabajo, acababan con él las enfermedades si no lo lograban antes los malos tratos.
El "ganado" del prostíbulo de la vicus Longus estaba ricamente vestido y todos los invertidos lucían cabellos largos y rizados y se pintaban y perfuma-ban como las mujeres.
―Cinco mil sestercios. Es lo menos que puedo aceptar ―protestó débil-mente Quinto Duratón.
―Es un precio exagerado por un vulgar muchacho ―respondió categóri co Panionos señalando con la mirada al pequeño efebo que Quinto tenía sentado en el regazo en tanto le acariciaba el lóbulo de la oreja.
El joven que escasamente sobrepasaba los trece años ofrecía un aspecto andrógino, de corta estatura para su edad. Pese a que no entendía la lengua en la que hablaban su amo y el leno, seguía atento con la mirada de sus vivarachos y negros ojos las palabras y gestos de ambos, pues intuía que él era el eje de la conversación y que se estaba tratando de su futuro.
―Albino Tracalus, lo sé con certeza, pagó por él siete mil sestercios y, aparte, todos los gastos derivados de su captura y transporte desde Bitinia hasta Roma –repuso Quinto, adoptando una expresión cordial con intención de convencer al griego de la bondad del trato.
Se encontraban sentados sobre un diván repleto de amplios y mullidos almohadones bebiendo una tibia infusión, al tiempo que de una mesita cercana, colocada entre ambos, se servían pastelillos, dulces y golosinas que degustaban con deleite chasqueando la lengua.
―Albino Tracalus podía permitirse pagar diez por lo que vale dos ―se quejó Panionos―. Con su prodigalidad conseguía todo lo que existía de primera calidad en el mercado y, a la vez, ponernos el negocio difícil a los demás.
―Pues tú no puedes quejarte de la generosidad de Albino por las muchas ocasiones en que saliste favorecido con sus demandas, en gran parte, debido a mi recomendación ―protestó Quinto, si bien con gesto servicial.
Panionos, que no quería continuar por aquel derrotero la conversación para no tener que darle la razón al gordo, se hizo el distraído y echó el cuer-po hacia delante mientras le miraba.
―¿Se supo la causa del asesinato?
Quinto, con la boca llena por un pastelillo que estaba masticando con frui ción, negó con la cabeza y no pudo hablar hasta que hubo terminado de tragar.
―No, no se ha logrado averiguar nada. Las pesquisas de los vigiles han acabado en un callejón sin salida, nadie sabe nada, nadie vio nada. Son muchos los que piensan que todo se debe a los sicarios del prefecto del pretorio y su creencia tiene como base que también fuera asesinado el senador Ticio Sabino. Todos sabíamos que lo último que le apetecería a Albino sería tener un orgasmo con el viejo. Ahí es donde se ve la mano de Sejano; solamente él y su amo serían capaces de idear una cosa semejante. Los únicos que salen beneficiados con estas muertes son el prefecto y el erario público puesto que desaparece uno de los más respetados amigos de Agripina y... como los dos eran solteros y no se les conoce familiar alguno, la fortuna de ambos pasará a engrosar las arcas del Imperio.
―Debió ser toda una sorpresa... ―insistió Panionos al tiempo que sus ojos y su boca expresaban una alegría maliciosa al reproducir en su mente la extraña escena de los dos cadáveres colocados en una postura tan sugerente.
Quinto, que en ese momento deslizaba su mano por entre las golosinas de la bandeja escogiendo un dulce, cesó en su movimiento para mirar al dueño del prostíbulo y contestarle con un cierto balbuceo, como si estuviera presen ciando nuevamente la escena.
―¿Sorpresa…? Fue una conmoción general. Lo primero que llegó a nuestros oídos fueron los gritos desgarradores y los sollozos de Nerón que tuvo la desdicha de descubrir los cuerpos. Vino corriendo, tambaleándose por el pánico y tardamos un tiempo en entender lo que nos decía con palabras entrecortadas y gimiendo a causa de la emoción. No dábamos crédito a lo que oíamos y fuimos todos corriendo hacia las letrinas. Cuando pudimos confirmar las palabras de Nerón quedamos aterrados, confundidos. No sabíamos que decisión tomar y nos pusimos a discutir y a perder el tiempo en lugar de haber escapado a toda prisa de allí. Fue el nomenclátor quien debió avisar a los vigiles pues estos se presentaron al poco tiempo, antes de que hubiésemos podido reaccionar inteligentemente abandonando la domus para evitar las enojosas situaciones de los interrogatorios y las posibles sospechas. Ni siquiera nos dio tiempo a proteger a Nerón ocul-tándole a los vigiles o permitiéndole escapar para evitar que se le relacionase con el trágico asunto y eso...
―¿Y eso que…? ―indagó curioso Panionos.
―Eso no nos lo perdonará su madre ―afirmó rotundo Quinto.
Panionos le sonrió con la complicidad del granuja al mismo tiempo que, maliciosamente, increpó a Quinto:
―Pero si tuviste la suficiente presencia de ánimo para recoger a Licirso y llevarlo contigo.
Quinto correspondió igualmente con otra sonrisa.
―Bueno, lo cierto es que la criatura se había pegado a mí igual que un corderillo abandonado y como era un regalo de Albino...
Panionos remató, burlón, la frase.
―...estás dispuesto a deshacerte de él por una elevada cantidad de sestercios.
―Necesito el dinero. Sabes que hasta tanto no se celebre la subasta no dispondré de un holgado patrimonio y que desde que comenzó el juicio contra mi hermanastro no he recibido mi renta.
―¿Por qué no solicitas un préstamo a cuenta de tu parte en la subasta? ―preguntó el griego.
―Porque hasta ahora he podido desenvolverme sin tener que acudir a ningún prestamista de los que te esquilman con la usura de sus intereses. La subasta se celebrará en breve y por eso aguanto sin comprometerme. Con el dinero que me corresponda tengo intención de comprar una pequeña villa y disponer de la necesaria independencia para llevar la vida que me plazca ―explicó Quinto.
Panionos contempló pensativo a su acompañante y se limitó a asentir con la cabeza. Tenía que ser cauto con aquel gordinflón pues no quería perder su ayuda puesto que el negocio del prostíbulo rendía sustanciosos beneficios gracias a la alianza que tenía establecida con Quinto. Éste, llevaba allí a sus amigotes y les animaba a aceptar los servicios del "ganado" de Panionos y una vez por semana ofrecía a los asistentes sus cualidades como rapsoda. A cambio, el griego le daba una comisión y le permitía servirse libre y gratuita-mente de lo que ofrecía la casa. Que dentro de poco iba a obtener una cuan-tiosa suma de dinero era sabido por todos y si no le demostraba ahora que les unía algo más que un simple trato de conveniencia podría ser que deci-diera irse a frecuentar otros prostíbulos más elegantes. “De todas maneras ―pensó, echando cuentas― Licirso era una buena inversión y en breve plazo amortizaría la cantidad que Quinto le estaba pidiendo por el joven”. A pesar de ello y como su carácter le impedía regalar nada sin recibir a cam-bio una contraprestación inmediata, sobre todo cuando notaba la urgencia por cubrir la necesidad de quienes le solicitaban ayuda, propuso en un tono indeciso:
―En atención al tiempo que llevamos colaborando estoy dispuesto, aunque sé que perderé dinero, a darte cuatro mil sestercios, pero... a cambio tienes que hacerme un favor.
Quinto, que en su fuero interno y conociendo la tacañería del griego se daba por satisfecho con sacarle tres mil sestercios por Licirso, puso cara de alivio y se apresuró a responder:
―Puedes contar conmigo ¿Qué favor es ése?
Panionos cogió dos pastelillos llevándose uno a la boca y el otro lo tomó entre el índice y el pulgar y se lo acercó a los labios a Licirso quien sacó la lengua y lamió con un gesto impúdico el borde del dulce que hizo las deli-cias del griego cuando el efebo adelantó un poco el rostro dejando a un lado de la boca el pastelillo para seguir lamiendo los dedos del leno. “Sí, es una buena inversión”, pensó Panionos, y en voz alta contestó:
―Para ti no supone nada. Que sigas cada semana recitando tus composi-ciones a mis clientes.
―Cuenta con ello ―respondió Quinto, gozoso porque Panionos recono-cía su arte―. En cuanto a Licirso es tuyo, pero no esta noche pues quiero despedirme de esta criatura como se merece ―dijo, al tiempo que introducía la mano debajo de la corta túnica del muchacho para acariciarle el trasero.
Panionos sonrió comprensivo y desentendiéndose de la pareja que comen zó a hacerse arrumacos, echó un vistazo desde el lugar privilegiado donde se encontraba al salón en el que se hallaba una veintena de chiquillos y eunu-cos, todos cubiertos con túnicas cortas multicolores que apenas si les cubría la entrepierna. La mayoría lucían florecillas en las largas cabelleras, mostran do el cerco de los ojos pintados en matices oscuros, perfilados con stibium, al igual que las cejas y pestañas, y los labios en tonos rubí y púrpura. Todos mostraban una limpieza y un aseo corporal desusado en este tipo de estable-cimientos y cada uno se perfumaba según su gusto. Dos encargados de aspecto lúgubre y malvado que parecían hermanos gemelos pastoreaban el rebaño del amo Panionos y vigilaban a los muchachos y a los clientes para que no se produjeran contactos que no fueran los tocamientos habituales para comprobar el género sin que nadie eludiera pagar el precio exigido según la mercancía y el tiempo por el que se la contrataba.
Algunos cantaban, otros danzaban al compás de la música que interpre-taban un arpista y un laudista sentados en un rincón; otros declamaban a los clientes que tenían al lado groseras obscenidades que, al ponerse en boca de tan jóvenes criaturas, a aquellos les resultaban muy agradables y excitaban su lujuria.
Las primeras horas eran las de los clientes que se acercaban al prostíbulo a satisfacer sus necesidades durante el tiempo necesario para aliviarse que no iba más allá de una o dos clepsidras, porque, bien no disponían de dinero suficiente para prolongar durante toda la noche sus placeres o porque debían regresar a sus casas a seguir representando el papel de ciudadanos honestos. Era más tarde, a partir de la media noche, cuando comenzaban a llegar los mejores clientes, los más dispuestos a aflojar la bolsa y los que ocupaban los aposentos hasta más allá del amanecer.
Así como la mayoría de los prostíbulos eran pestilentes y los cuchitriles se caracterizaban por su estrechez, incomodidad y faltos de luz natural sola-mente iluminados con la que procuraba una débil lámpara en el suelo al lado del catre, o del cobertor extendido sobre el suelo, separados del pasillo y de la mirada de los que por él circulaban, entrando o saliendo, por una simple cortina que hacía las veces de puerta donde contaba el nombre, origen, pre-cio y especialidad del ocupante, el establecimiento de Panionos sobresalía entre los de su clase no sólo por la calidad, la limpieza y salud del "ganado", sino por las instalaciones y los aposentos donde los clientes ofrecían sus sacrificios y sus fuerzas a Eros. Únicamente en la planta baja se encontraban los cuartos reducidos ocupados por un camastro sobre el que se distribuían varios almohadones que hicieran confortable la estancia al cliente durante el limitado espacio de tiempo que había contratado. Estos cubículos estaban destinados a los eunucos y efebos de menor precio que no solían ser recla-mados habitualmente por los clientes ricos y exigentes.
En el piso superior, al que se ascendía por una escalera de madera de doce peldaños adosada a la pared izquierda del gran salón, se entraba por un pasillo largo en el que se abrían seis cubículos a cada lado cuyo interior se ocultaba a la vista por unas pesadas cortinas de lana. Cada aposento disponía de un cómodo diván repleto de almohadones y a un lado una pequeña mesa de madera o de obra en la que se colocaba una lámpara de aceite que dejaba en penumbra la estancia, una bandeja con golosinas y algunos paños para el aseo. En el pasillo, una linterna colgada del techo al principio y otra al final eran suficientes para iluminar los pasos de quienes entraban y salían de las habitaciones. Estos aposentos del piso superior estaban destinados exclusi-vamente a los clientes que se acercaban hasta el prostíbulo con el afán de obtener los servicios de los internos durante toda la noche.
Nada más subir los doce peldaños de la escalera que llevaba desde el salón al piso alto se topaba uno con la entrada al pasillo y en el espacio que quedaba entre éste y la otra pared existía suficiente sitio para situar un lugar privilegiado de observación de cuanto sucedía en el salón. Dos divanes sobre alfombras y varios cojines con mesitas de patas cortas que sostenían bandejas de plata rebosantes de dulces, pastelillos y otras golosinas y bebidas diversas componían el puesto de mando del patrón Panionos desde donde podía vigilar como discurrían las cosas en el salón y el ir y venir de los clientes con sus favoritos. Era en aquel lugar donde el griego y Quinto llevaban un buen rato conversando.
Panionos se sentía complacido porque acababa de cerrar lo que suponía un buen trato y porque veía el salón repleto de clientela que entraba y salía constantemente de los cubículos anexos al recinto. En la planta alta sola-mente se había ocupado un aposento, pero todavía era pronto y la noche se presentaba animada y, por tanto, lucrativa.
En el abarrotado salón se desparramaban los clientes y distinguía a algunos por ser habituales frecuentadores de su casa, pero no reconoció a uno en particular y eso que era el segundo día consecutivo que, a la misma hora, hacía acto de presencia en el establecimiento. Se trataba de un indi-viduo corto de estatura, de aspecto simiesco, que parecía tener impreso en el rostro una sonrisa aviesa. Estaba sentado en una banqueta y tenía a su lado al muchacho más enteco del prostíbulo con el que hablaba quedamente mien-tras le pasaba un brazo por los hombros.
Panionos, siempre atento y preocupado por el dinero, estaba echando sus cuentas acerca de la cantidad que podía obtener aquella noche a la vista del lleno que observaba y sus ojos brillaban de codicia pensando en el substancioso beneficio, por lo que se le pasó por alto la insistencia con la que el simiesco individuo dirigía su mirada hacia el piso alto, concretamente a ellos dos, como si por algún motivo ignorado se sintiera interesado por lo que hacían los dos personajes y el jovencito que ocupaban los divanes en el altillo. Cuando en una de esas ocasiones en que levantó la vista observó que el gordinflón se despedía del patrón del prostíbulo y cogiendo de la mano al muchacho se introducía por el pasillo, se puso de pie y agarrando por el brazo al enclenque que tenía a su lado se dirigió hacia la escalera con la intención de ascender al piso superior, pero al llegar a la mitad se detuvo porque fue reclamado por un guardián contrahecho que le reclamaba el pago del precio. Se quedó un momento dubitativo mirando al pasillo y al guardián como si estuviera confundido. Fueron unos instantes, pero el tiempo sufi-ciente para comprobar que el gordo, junto con el joven, se introducía en la última habitación a la izquierda al fondo del pasillo. Descendió los escalones que había subido, soltó al enclenque y se lamentó ante el cuidador por su olvido.
―¿Cuánto es? ―preguntó, echando mano a la cintura donde se suponía que guardaba la bolsa con el dinero.
―Dos sestercios, pero si deseáis ir arriba y pasar la noche, son dos denarios ―exigió perentorio el contrahecho.
El cejijunto se mostró enfadado consigo mismo, hasta el punto de darse una palmada en la frente.
―¡Por Baco! Me faltan tres sestercios, pero vuelvo en seguida pues en la taberna tengo un compañero que me los prestará.
El giboso hizo un gesto de desconfianza como si esa historia la hubiera oído muchas veces. Como no creía una palabra agarró al enteco por el brazo y mientras se lo llevaba al otro extremo del salón, dijo al frustrado cliente:
―Ya sabéis... ¡dos denarios!
El otro no se molestó en discutir el precio sino que cruzando el salón se dirigió a la puerta y salió a la calle, giró a su derecha y entró en la taberna que se encontraba contigua al prostíbulo. El ambiente también allí era tumul-tuoso y el vocerío y los cánticos llegaban hasta bien entrada la calle. Senta-dos a una mesa bebiendo abundante cerveza y charlando animadamente se encontraba el grandote rubicundo y su hermano Caelio que se parecían como dos gotas de agua. Cuando éstos le vieron les hizo una señal y regresó por donde había venido. Se acercó de nuevo al prostíbulo, agarró el enorme falo pintado de rojo que hacía de aldaba y que servía de anuncio de lo que se podía encontrar en el interior, y empujó la puerta cuando vio que los dos hermanos salían ya de la taberna en pos de él.
Nada más entrar buscó con la mirada al muchacho esmirriado y le vio al fondo donde el guardián le había dejado, sentado en una banqueta sin que nadie se hubiese interesado por él durante su breve ausencia. El muchacho cuando vio regresar al cliente sonrió esperanzado. Era el segundo día que aquel hombre solicitaba su compañía y eso podía significar que podría seguir viviendo en la vicus Longus y no ser rebajado a ir al prostíbulo del Subura. Tenía que esmerarse con aquel cliente para ver si conseguía tenerlo como fijo y asegurar así unos ingresos al negocio que hicieran que el patrón le siguiera considerando útil. De todas maneras aquella tos y el dolor que, cada vez más fuerte, sentía en el pecho le tenían preocupado y no se atrevía a decir nada porque ello significaría que, inmediatamente, le cambiarían de prostíbulo. Se levantó y fue al encuentro del cliente. El giboso que dudó del regreso de éste se les acercó, esta vez con más cordialidad, y después de recoger los dos denarios acompañó a la pareja hasta la escalera. Una vez llegaron arriba el cliente dirigió su mirada de reojo al griego que no les prestó ninguna atención pues se estaba fijando en los dos atletas rubios, casi idénticos y de típico aspecto teutón que acababan de entrar en la sala. El patrón se mojó los labios con la lengua mientras discurría que con dos tipos así en su establecimiento sus beneficios subirían como la espuma de cerveza en un vaso.
El ceñudo y el muchacho entraron en el pasillo y vieron que la primera habitación, a la derecha, estaba ocupada porque tenía la cortina echada, siguieron adelante y llegaron a las últimas habitaciones. La de la izquierda tenía la cortina echada y se introdujeron en la de enfrente. Una vez dentro, hizo un gesto al muchacho conminándole para que se echara sobre el diván lo que éste hizo diligente después de quitarse la túnica y como recordaba los gustos de su cliente se tumbó boca abajo con las piernas abiertas y los brazos extendidos, después de colocarse un almohadón sobre la cabeza. A su cliente le gustaba actuar sobre su cuerpo sin que él lo viera, así que allí estaba de nuevo para, pasivamente, satisfacer al que confiaba tener como cliente fijo.
El personaje simiesco, después de haber echado la cortina, se aproximó con lentitud al diván sonriendo sardónicamente al contemplar aquel endeble y enfermizo cuerpo que entre sus poderosos músculos podía quebrarse como un junco. De debajo de la túnica a la altura del cinturón, extrajo un pequeño puñal que lanzó unos destellos al recibir en su acerada hoja la débil luz que proyectaba la lámpara de aceite sobre la mesita. Con la mano izquierda acarició unos instantes la espalda del muchacho por la parte donde se hallaba el corazón, elevó la mano que sostenía el puñal y lo clavó con fuerza en el lugar apropiado. Apenas un débil estertor mientras retiraba la hoja confirmó que había acertado plenamente. No prestó más atención a la inocente víctima y sin guardar el puñal se dirigió a la cortina, desplazó levemente un extremo y asomó la cabeza furtivamente al pasillo. Continuaba vacío y hasta allí llegaban los ruidos y el bullicio del salón. Como una sombra cruzó el estrecho pasillo y moviendo ligeramente la cortina del aposento que tenía enfrente observó el interior durante un instante para, seguidamente, penetrar sin ningún titubeo.
En un abrir y cerrar de ojos se hizo cargo de la situación: de espaldas a la entrada, desnudo y sentado sobre el diván se encontraba Quinto Duratón que tenía introducido entre las piernas a Licirso mientras le abrazaba por el pecho y efectuaba unos lentos y rítmicos movimientos de atrás hacia adelante profiriendo unos débiles gemidos que denotaban un placer físico prolongado a propósito. El cejijunto se acercó al gordo hasta casi llegar a tocarle la espalda y con la celeridad de un rayo y toda la fuerza de su brazo tomó impulso y le clavó el puñal hasta la empuñadura atravesándole el corazón. Con la misma presteza retiró el puñal sin que Licirso apenas sintiera nada extraño y mucho menos que a su pareja se le había escapado la vida, como no fuera un leve cambio en el tono de los gemidos que se convirtió en un cloqueo y un estertor que recibió como una impresión agradable al contacto con la piel del que fue su amo durante pocos días. Notó que su amante se separaba de él un poco y que las manos le soltaban el pecho, pero antes de volverse para inquirir si deseaba cambiar de postura sintió un picor debajo del omoplato izquierdo y creyó que, de repente, alguien apagaba la luz de la lámpara mientras el sueño y un cansancio insuperable, le vencía. Las dos puñaladas certeramente aplicadas acabaron con las vidas de los dos seres que hasta hacía unos instantes gozaban sensual mente en aquel aposento.
El asesino, al igual que hizo con anterioridad, no se paró a contemplar el éxito de su trabajo, tomó la lámpara encendida que reposaba sobre la pequeña mesa de madera y prendió fuego a los almohadones, al diván y a las ropas de los cadáveres. Salió al pasillo y regresó al camastro donde yacía el cuerpo del muchacho que había soñado con tener un cliente fijo e hizo lo propio, tirando la lámpara sobre el diván que comenzó inmediatamente a arder. Salió de nuevo al pasillo y a toda velocidad fue entrando y saliendo del resto de los aposentos vacíos realizando idéntica operación, excepto en el primero que seguía ocupado. Finalmente, apareció en el descansillo y desde allí miró hacia abajo, al salón donde los dos rubios grandotes llevaban un rato discutiendo acaloradamente entre sí, propinándose algunos empujones por hacerse con los servicios de un muchacho que se hallaba entre ambos muy ufano porque dos clientes se lo disputaban y eso mejoraría su posición ante el leno.
Al tiempo que los dos teutones echaban disimuladamente una mirada a lo alto y vieron a su compinche llevarse las manos a las sienes, uno de los guardianes se acercó tratando de poner orden entre los contendientes con ademán feroz como si estuviese dispuesto a poner a ambos de patitas en la calle por romper la armonía del local. Caelio esperó a que se le acercara y cuando lo tuvo a la distancia de un brazo le largó tal puñetazo en pleno rostro que, lanzado contra un grupo de mirones, cayeron todos contra los primeros peldaños de la escalera por la que en ese momento descendía tran-quilamente el ceñudo individuo que acababa de llevar a cabo la trágica y sangrienta tarea. El otro guardián del rebaño de invertidos se acercó seguido de dos voluntarios con la cabeza afeitada con intención de defender los intereses del amo que estaba contemplando la escena desde el descansillo y recibieron otra tunda aún más considerable que la de su cofrade.
Panionos, que llevaba rato puesto en pie y agarraba nervioso con sus manos la balaustrada de madera, se puso a chillar como un poseso contra aquellos dos corpulentos bermejos que estaban perjudicando el negocio y que de seguir así le arruinarían el beneficio de aquella noche. Los dos teuto-nes fornidos la habían emprendido a golpes con todo el mundo, guardianes, empleados, clientes, jovencitos y eunucos. Todos los que se hallaban en el salón recibían sin miramientos sus mamporros, patadas y puñetazos. Era una borrachera de golpes y la furia de ambos parecía ir en aumento junto con el griterío ya de por sí monumental cuando, de repente, Panionos se estiró alerta quedando inmóvil como una estatua mientras se le dilataban las aletas de la nariz, su rostro palidecía y los ojos se le abrían desmesuradamente a causa del temor que se adueñó de él. Soltó las manos de la barandilla desde la que observaba el jaleo del salón y se dirigió apresuradamente a la entrada del pasillo que daba a los aposentos que utilizaban los clientes acomodados. Al llegar al umbral del corredor quiso continuar adelante pero se paró en seco ante las llamaradas que salían de los aposentos y que lamían ya las paredes del pasillo mezcladas con las densas volutas de humo negro que avanzaban hacia él. Aterrorizado, con la boca seca por el pavor que le sobre-cogía, apenas si pudo mascullar unas palabras y se volvió corriendo para pedir ayuda. Desde lo alto del descansillo se dirigió a la chusma que seguía hostigándose gritando con todo su aliento y una gran desesperación.
―¡Fuego, fuego! ¡Están ardiendo los aposentos!
Súbitamente, al oír los gritos aterradores del leno, como si un ser invisible hubiera bajado y subido el telón en una representación teatral, el gentío cesó en su actitud alborotadora y en sus imprecaciones. Estalló un espantoso tumulto y la gente, aterrorizada, corrió gritando en dirección a la salida. Profiriendo gritos de pánico, se lanzaron en masa como un solo hombre en busca de la puerta de salida para ganar la calle, empujándose y arrollándose unos a otros en un desesperado esfuerzo por lograr la salvación que, de mo-mento, se les negó porque la puerta se abría hacia el interior del estableci-miento y si bien los primeros que llegaron intentaron tirar de ella, los que venían detrás con sus empellones se lo impidieron. En esa lucha frenética por escapar no había manera de que el medio centenar de aterrados indivi-duos guardaran un momento de calma para proceder a una ordenada salida.
En esos instantes un hombre avejentado y un jovencito salieron corriendo y chillando por el pasillo hacia la escalera con el rostro y el cuerpo enne-grecidos por el hollín y las ropas chamuscadas por el fuego. De los cubículos anexos al salón escapaban a toda prisa hombres maduros, ancianos y jóve-nes, desnudos y descalzos, que habían sido interrumpidos en sus ejercicios lúbricos por los gritos de auxilio del leno y por el atronador tumulto de los que se agolpaban ante la puerta que, finalmente, y como consecuencia de los empellones, había cedido arrancada de los goznes.
Panionos, que continuaba arriba, llamaba a voz en grito a sus secuaces para que acudieran con cubos de agua. Los dos guardianes y algunos mucha chos obedecieron y se dirigieron a la escalera portando unos pequeños bal-des repletos de agua, pero al llegar al primer escalón se toparon con los gemelos que, a golpes, les impidieron avanzar y les derramaron el agua. En vista de que su acción no tenía éxito los guardianes y los jóvenes optaron por lo más práctico y, en su afán de sobrevivir, volvieron grupas y se sumaron a la tropa de enajenados que seguían luchando por alcanzar la calle.
Viendo Panionos que resultaban inútiles los intentos de salvar el estable-cimiento, decidió también salvar lo único que consideraba de más valor que el negocio: su vida. Comenzó a descender, a la carrera, peldaño a peldaño ansioso por escapar de lo que en breve iba a convertirse en un infierno de humo y fuego, pero no contaba con los dos formidables obstáculos que se interpusieron entre él y la puerta. Al poner el pie en el salón después de haber bajado las escaleras se tropezó con los dos mocetones rubios que le esperaban sonrientes. Uno le lanzó un imponente puñetazo en pleno rostro que le rompió con un chasquido los huesos de la nariz y el otro, simultá-neamente, le propinó otro tremendo golpe en la zona del hígado que le dejó sin respiración cayendo al suelo sin sentido, despatarrado, entre las banque-tas que se utilizaban para exponer su "ganado" a la lujuria de los clientes.
Desde que Panionos gritó avisando de la existencia del incendio hasta que cayó al suelo desvanecido, sólo había transcurrido un breve periodo de tiempo hasta el punto de que aún faltaban por salir a la calle un pequeño grupo de rezagados que, sin volver la vista atrás, continuaban empujando y chillando histéricos ante la proximidad de las negras nubes que empezaban a envolverlo todo. Las llamas devoraban ya el descansillo y parte de la escale-ra cuando los violentos hermanos se sumaron a los que huían y su empuje debió ser decisivo pues toda la chusma se vio de inmediato en la calle, donde los que lograron escapar en los primeros momentos, sumados a los vecinos de los alrededores y a los clientes de la taberna, contemplaban el espectáculo sobrecogedor y por otra parte tan frecuente en Roma, del incen-dio de un inmueble. La mayoría se afanaba por evitar que el desastre se extendiera a los edificios colindantes, echando cubos de agua y limpiando de basuras y desechos los alrededores para evitar en lo posible que el fuego se propagase hasta tanto llegara la cohorte de los vigiles encargada de apagar los incendios.
Cuando el prostíbulo quedó convertido en cenizas y brasas humeantes, el ceñudo y los gemelos echaron a andar por la vicus Longus hacia la puerta Viminalis en busca de un rato de esparcimiento en la taberna de Macrobio. Los hermanos iban silbando y gastándose bromas bajo la mirada indiferente del camarada estevado.
A la mañana siguiente, el prefecto de los vigiles no tenía seguridad, a causa de la contradicción de los testigos, del número de personas que perecie ron en el incendio, si bien existía la seguridad de que entre ellas se encon-traban el leno Panionos y el rapsoda Quinto Duratón.
LUCIO LICINIO ERA un hombre cuya robusta figura destaca ba en el asiento de mimbre que ocupaba. Sus manos eran toscas, nudosas, su cabello rubio y áspero, canoso en las sienes y alborotado en aquellos momen tos por el frotamiento incesante a que le sometían los dedos impacientes de su dueño, cuya preocupación era manifiesta. Había trabajado duramente desde adolescente y realizado todas las tareas posibles en la compañía antes de que su padre le promoviera para llevar a cabo funciones de mayor respon sabilidad, por consiguiente conocía la dureza del trabajo y sabía apreciar y recompensar la labor de sus empleados.
Levantó la mirada de sus libros de arqueo y con un gesto, a propósito entre indiferente y pensativo, miró hacia el techo como si estuviera realizan-do algún cálculo mental y con la misma despreocupación echó un vistazo, de reojo, escudriñando a los seis hombres que, como él mismo, sentados a sus mesas anotaban, revisaban, controlaban todo el movimiento comercial de la Mercis Narbonense.
A Lucio Licinio le complacía, continuando la tradición de sus antepasa-dos, dirigir los asuntos de la compañía formando equipo con sus empleados principales y no aislándose, como hacían la mayoría de los patrones, en una estancia en solitario. Estaba plenamente convencido de que entre aquellos seis sujetos se encontraba el culpable, no solamente del perjuicio económico causado a la compañía sino lo que era mucho más grave e irremediable, del asesinato de los conductores y ayudantes, las pobres víctimas que pagaron con sus vidas el ansia de codicia, la innoble ambición de dinero de un em-pleado infame.
Durante unos instantes posó su mirada en cada uno de los hombres que tenía frente a sí y a su alrededor; en Viroto, que había nacido como esclavo en la casa cuando vivía su abuelo Cayo Licinio y que durante toda su vida trabajó al lado de su padre con absoluta dedicación y fidelidad hasta el extre-mo de que, a pesar de ser manumitido, pidió continuar en la casa trabajando en el mismo puesto en su nueva condición de liberto. Tendría ahora, calculó Lucio Licinio, unos cincuenta y ocho años y era viudo desde hacia nueve. Sus dos hijos, Vironno y Pentio, se sentaban en otras dos mesas al lado del padre y llevaban a cabo su trabajo con especial aplicación. Era tal la dedicación del padre y los hijos a la casa y a los intereses del patrón que, a menudo, se olvidaban de recibir sus salarios y era el propio Lucio Licinio el que tenía que preocuparse por ellos y por su futuro ya que ambos eran solteros. No, no pudo sospechar de ellos, hubiera sido una indignidad por su parte. Para Lucio Licinio someter a vigilancia al padre y a los dos hijos fue una idea que desechó desde el primer momento.
Dirigió la mirada hacia los dos muchachos morenos, activos, alegres y nerviosos que constantemente se consultaban datos, cifras y notas y que son-reían complacidos cuando el patrón asentía conforme con cualquiera de los asuntos que sometían a su consideración. Estos jóvenes fueron elevados al puesto que ocupaban gracias a la recomendación de Viroto que se fijó en ellos desde que, siendo apenas unos adolescentes, destacaron en las clases del pedagogo y en todas las tareas que se les encomendara en la compañía fuesen físicas o intelectuales. Ladio y Dorulio eran dos hermanos que única-mente se llevaban algo más de un año entre sí. Sometidos a vigilancia no se les descubrió ningún vicio, perversión o actividad oculta reprobable. Entre-gaban los salarios a su madre viuda que tenía dos hijas todavía mozas y también manumitidas gracias a la generosidad de su padre. Vivían todos en la casa de Lucio Licinio. Al igual que Viroto y sus hijos, los hermanos Ladio y Dorulio resultaron, con gran alegría para Lucio Licinio, inocentes.
Quedaba, por último, Celión y sobre él recayeron todas las sospechas de ser el culpable de las matanzas de los conductores de los carros en las dos ocasiones en que la compañía fue víctima de importantes pérdidas. Un seguimiento constante de Celión dio sus frutos. Pese a que era soltero mantenía una casa y a una muchacha que resultó haber sido ornätrix de la esposa de Lucio Licinio, con un gasto por encima de las posibilidades que su salario en la compañía le permitían. Por si fuera poco era un asiduo apos-tante en las carreras de cuadrigas y tenía deudas. Quedó claro que Celión tenía una vida que no se correspondía con la que debería llevar un empleado de la Mercis Narbonense.
En la primera ocasión, ocurrida unos meses atrás, en la que desapareció inexplicablemente un plaustrum que transportaba de Massilia a Lugduno un valioso cargamento de vajilla de plata, Lucio Licinio no hizo nada, no tomó ninguna medida complementaria aparte de formular la denuncia ante el pretor y el prefecto de los vigiles, confiando en la actividad investigadora de éstos, pero el tiempo pasó y no se pudo averiguar nada. Las pérdidas fueron cubiertas y continuó el negocio recordando de vez en cuando aquel hecho enigmático. Algunos llegaron a creer firmemente, entre ellos el prefecto de los vigiles y el propio Licinio, que los conductores debieron tener la tenta-ción de apropiarse del cargamento para venderlo y con su beneficio escapar lejos de la Galia a otras tierras donde no siendo conocidos sería imposible dar con ellos. Desde aquel suceso y tomando en consideración esta hipó-tesis, Lucio Licinio para evitar tentaciones, por si éste hubiera sido el móvil de la desaparición, decidió que los cargamentos de garum y de otras mercan cías de considerable valor fueran camuflados entre las que no pudieran despertar la codicia de los transportistas. Solamente él y los seis hombres que a su alrededor estaban en la estancia sentados frente a sus respectivas mesas eran conocedores del momento y del modo en que se transportaban las cargas de valor.
Cuando ocurrió la segunda pérdida, esta vez dos plaustrum entre Massilia y Aqua Sextae, a Lucio Licinio no le cupo ya la menor duda de que este suceso, a pesar del tiempo transcurrido, estaba relacionado con el ocurrido hacía casi un año y comenzó a moverse por su cuenta. Por lo pronto no manifestó a nadie sus sospechas, ni modificó el comportamiento en el trabajo y en sus relaciones con el despistado Viroto, sus dóciles hijos, los alegres hermanos Ladio y Dorulio y el retraído Celión. Lo primero que hizo, una vez constató por los informes recibidos que Celión aparecía como sospechoso, fue investigar, con la necesaria ayuda del prefecto que puso a su disposición dos vigiles, la zona en la que se produjo la desaparición de los carruajes.
A los dos investigadores, facilitados por el pretor y estimulados en su tarea por una retribución complementaria a costa de Lucio Licinio, no les resultó muy difícil seguir la pista de los plaustrum y rápidamente localizaron la zona en la que tuvo que ocurrir el extraño suceso. Desde Massilia inicia-ron el mismo recorrido que los conductores de los carros deberían haber seguido en su viaje hacia el lugar de destino, Arausio, teniendo que pasar antes por dos poblaciones importantes, Arelate y Aqua Sextae. No les llevó mucho tiempo la investigación puesto que en el desvío de la vía Emilia Escauro, de Massilia a Aqua Sextae y en la venta que está a unas diez millas de esta población, recogieron la última confirmación del paso de los carrua-jes y ya en la siguiente venta no fueron vistos. Por consiguiente, la búsqueda de los dos vigiles se reducía a una zona de unas diez millas para tratar de descubrir alguna pista. Estos vigiles eran unos tipos escogidos por el prefecto por su astucia y por su capacidad para seguir un rastro por mínimo que fuera. Conocían bien su oficio.
Primeramente se dedicaron a recorrer la parte derecha de la calzada que iba desde la venta hasta Aqua Sextae, dejando entre ambos una distancia de unos cincuenta pasos que permitiera la observación del terreno casi palmo a palmo. Al cabo de dos días concluyeron el recorrido sin descubrir nada y regresaron, siguiendo la misma táctica, por la parte izquierda de la calzada. Al día siguiente, cuando llevaban recorrido aproximadamente la mitad de la distancia, dieron con los cadáveres escondidos bajo las piedras. Estudiaron a fondo los alrededores y las huellas dejadas por los carros y, sin muchas difi-cultades, pudieron reconstruir lo sucedido.
Queriendo apurar la investigación se llegaron de nuevo hasta Aqua Sextae para averiguar el destino de los carros y de la mercancía que transpor taban, pero sus pesquisas tropezaron con un muro de silencio y conside-rables dificultades que les impidieron averiguar nada. Los carros no fueron localizados, ni nadie supo nada acerca de un cargamento de glandes y mu-cho menos de unos valiosos barriles de garum. A los vigiles no les extrañó que los plaustrum y su cargamento no hubiesen llegado a entrar en Aqua Sextae, sino que fueran derivados hacia otro lugar o, incluso, destruidos para no dejar rastro. El receptador debía saber lo que llevaba entre manos y lo que se jugaba si era descubierto.
Lucio Licinio, a propósito de los resultados de la investigación realizada por los dos vigiles se volvió a reunir con el prefecto.
―Tengo que agradecer vuestra comprensión al haber admitido mis sospe chas de que la segunda desaparición de mis dos plaustrum con el carga-mento de garum no era otra casualidad.
El prefecto levantó la mano con la palma abierta hacia Lucio Licinio en un amistoso gesto interrumpiéndole, a la vez que reconocía que la intuición de éste era justificada.
―No me deis las gracias. Soy el primer interesado en descubrir los casos de asesinato y robo, y todos aquellos actos criminales que atenten contra la vida y las propiedades de los ciudadanos en mi provincia. La paz civil es necesaria como paso previo para conseguir la paz política y mal podría yo ejecutar las órdenes del prínceps si, previamente, no consigo que los ciuda-danos confíen en la protección que les otorga nuestro César Tiberio.
Lucio Licinio asintió.
―Sabed ―continuó el prefecto―, que cuando llegasteis hasta mí para informarme de lo sucedido y confiarme vuestras sospechas, llevaba ya tiem-po en busca de una oportunidad que facilitara la ocasión de acabar con alguna de las bandas que operan en Massilia desde hace dos años, si es que no se trata de la misma lo que no parece descabellado dada la similitud de las operaciones en las que han resultado perjudicados los ciudadanos en sus propiedades y en su integridad física, pues han sido numerosas las denuncias que recibimos sobre secuestros, asesinatos, desapariciones y robos acerca de los cuales no quedaba la menor huella que nos permitiera iniciar una investigación a partir de una pista fiable y siempre se trataba de casos en los que aparecen como víctimas compañías, mercaderes y hombres de nego-cios. Parece como si entre todos hubiese siempre un vínculo, algo que los relacionara entre sí. Con vuestro caso tuve el presentimiento de que podía-mos encontrarnos ante el primer fallo de esa banda de asesinos. Creo que vuestro proceder fue muy hábil al ocultar vuestras sospechas. Sin embargo...
El prefecto interrumpió su explicación. Miró a Lucio Licinio y después a ambos lados, como si temiera ser escuchado, en un gesto más bien de rutina que de precaución, puesto que se encontraba en los propios aposentos oficiales.
―...es necesario que continuéis colaborando estrechamente conmigo en el plan que he preparado.
Lucio Licinio adelantó el cuerpo de la silla en la que estaba sentado.
―Os escucho con interés.
―Si detuviésemos ahora a vuestro empleado soplón, muy probablemen-te estropearíamos la posibilidad de acabar con la banda, pues es fácilmente deducible que aquél se limita a establecer contacto con algún miembro de la cuadrilla para pasar la información y a cambio recibir una parte del botín. A nosotros lo que nos interesa es acabar con todos, principalmente con el jefe, y la captura del desleal Celión es poca cosa. Ese lo dejaré en vuestras manos al final.
Lucio Licinio manifestó su acuerdo con la decisión del prefecto Cornelio Vitino y permaneció a la espera de que le explicara los detalles.
―Como os dije hemos preparado un plan para hacer caer a la banda en una trampa en la que ninguno debe acabar con vida. Mañana, los dos hom-bres de mi confianza que descubrieron los cuerpos de los aurigas y sus ayu-dantes en el camino a Aqua Sextae os visitarán en su papel de altos funcio-narios de la compañía de minas de Voconti, entre la vía Domitia y el naci-miento del río Druentia en la región próxima a los Albienes, para haceros el siguiente encargo: Transportar hasta las minas un millón de sestercios en denarios de plata. El cargamento será tan goloso que Celión no podrá evitar la tentación de pasar la noticia a sus cómplices. Como es lógico en el plaustrum no viajarán los denarios de plata sino cuatro disciplinados, exper-tos y bravos soldados que se introducirán en el carro a la salida de la ciudad. ¿Qué os parece? ―preguntó el prefecto, interesado por la opinión de Licinio.
―Creo que puede resultar y no se pierde nada por intentarlo. Es proba-ble, además, que la banda actúe aproximadamente en los alrededores del mismo lugar donde atacaron al transporte del garum porque está visto que no les agrada mucho alejarse de la ciudad.
―Es lo que yo pienso. Entonces quedamos en que mañana os visitarán mis hombres para poner en marcha la trampa que ha de cerrarse con los cadáveres de los asesinos dentro.
Lucio Licinio, que continuaba disimuladamente observando a sus emplea dos, sintió un estremecimiento de odio hacia Celión. Por su culpa fueron asesinados varios hombres, perdida una considerable cantidad de dinero y, además, y esto le dolía profundamente, había llegado a dudar de la inte-gridad del fiel Viroto y del resto de los empleados.
Súbitamente volvió de sus pensamientos cuando entró un joven asistente anunciando:
―Amo, dos mandatarios de la compañía minera de Voconti, solicitan hablar con el propietario.
―Hazles pasar ―contestó Lucio Licinio, mientras observaba por el rabi-llo del ojo si Celión reaccionaba de algún modo ante el anuncio de la visita, pero éste no se mostró interesado y continuó con la vista sobre la mesa enfrascado en la labor que estaba desarrollando.
Entraron los dos individuos, de buen porte, mirada inteligente y con el aspecto físico de quienes están acostumbrados a no permanecer inactivos. Después de saludar al dueño del negocio, tomaron asiento al otro lado de la mesa.
―El magistrado Cornelio Vitino nos ha hecho grandes elogios de vues-tro negocio y de la seriedad con que lleváis a cabo los transportes y como tenemos urgente necesidad de realizar un importante envío a nuestras minas que se encuentran en las proximidades del nacimiento del Druentia, desea-ríamos contratar vuestros servicios para un cargamento especial.
―Agradezco vuestra confianza y las palabras del magistrado Cornelio Vitino sobre mi negocio, pero, normalmente, sólo transportamos mercancías cuyos destinos se encuentren en las localidades situadas en nuestras rutas. Para salirnos de esa norma es necesario contratar bajo un precio especial que dependerá también de la clase de la carga.
―Sabemos eso y estamos dispuestos a correr con el precio aunque el cargamento no es de mucho peso.
―¿Qué mercancía debemos transportar? ―preguntó Lucio Licinio pro-nunciando lentamente las palabras y en un tono que evidenciaba un marcado interés.
El visitante que hasta el momento había hablado miró al otro que, silen-cioso, hizo un gesto como de advertencia indicando los seis empleados que les rodeaban. El que parecía tener más autoridad, se volvió de nuevo hacia Lucio Licinio.
―¿Podemos hablar a solas?
Lucio Licinio echó el cuerpo hacia atrás como si hubiese recibido una clara ofensa.
―¿A solas? En mi casa no se guardan secretos. Aquí ―abarcando con la mano la estancia y las mesas de los seis empleados que al oír las palabras irritadas de su ofendido patrón habían levantado la mirada de sus libros y seguían la conversación―, todos gozamos de confianza ―manifestó rotun-do y convincente Lucio Licinio.
―Bien, bien... nada más lejos de nuestro ánimo que ofenderos... pero comprenderéis cuando os diga de que se trata que tenemos fundadas razones para obrar con cautela. Antes de que llegue el otoño debemos tener almacenadas todas las provisiones de boca, herramientas y material necesario para afrontar el invierno y para ello debemos enviar al procurador de las minas una suma de dinero considerable, cuarenta talentos, en la que se incluyen los salarios de los trabajadores libres. El envío será realizado en denarios de plata y en áureos que se transportaran en dos cajas de madera de unas cien libras de peso cada una.
Lucio Licinio se quedó pensativo pellizcándose la barbilla como si estuviese echando cuentas.
―Comprendo vuestro recelo, pero estad tranquilos, la compañía Mercis Narbonense siempre se ha distinguido por su discreción con los asuntos de sus clientes. Ahora bien dada la naturaleza del envío, el precio por el transporte tendrá una tarifa superior en un cincuenta por ciento a la establecida normalmente y en cuanto a la seguridad...
El mandatario de la compañía minera que hasta el momento había perma necido en silencio tomó la palabra para interrumpir a Lucio Licinio, diciendo:
―Damos por hecho que nuestro cargamento no es una mercancía habitual y por eso no objetamos la tarifa que habéis fijado. En cuanto a la seguridad no debéis preocuparos ni ha de ser asunto vuestro, Ursulo Falanio ―señalando al que se sentaba a su lado―, y yo, acompañaremos a caballo al plaustrum durante toda la ruta.
―Bien, si es como decís y os responsabilizáis de la seguridad del transporte no existe objeción alguna por mi parte. ¿Cuándo queréis iniciar el viaje?
―Mañana mismo, si es posible ―respondió lacónico y categórico el individuo que habló en último lugar.
Lucio Licinio levantó la mirada dirigiéndola hacia Celión.
―¿Qué tenemos mañana en la ruta de la vía Domitia hacia Ocelum?
Lucio observó a Celión en espera de una respuesta que conocía de ante-mano pues ya se había ocupado con anterioridad de que un hombre del prefecto contratara un envío para este día en la clase de carro que convenía mejor a sus propósitos: un amplio plaustrum maius entoldado para ocultar a la vista de los bandidos lo que iba en su interior.
―Al alba sale un plaustrum maius entoldado llevando una carga de paños de lino que deben preservarse de la lluvia y la humedad.
―¿Se puede añadir el peso de las cajas al cargamento del lino? ―volvió a preguntar Lucio Licinio, sabiendo cual sería la respuesta.
Celión consultó nuevamente sus notas.
―Perfectamente, puesto que el cargamento de los tejidos de lino, aunque ocupan casi todo el espacio del plaustrum no alcanza ni la mitad del peso que puede transportarse.
Ante esta información, Lucio Licinio volvió a dirigirse a sus clientes.
―Ya lo habéis oído, venid aquí mañana al amanecer con vuestras cajas dispuestos a incorporaros al transporte del plaustrum cargado de paños de lino con destino a Ocelum.
Los representantes de la compañía minera cerraron el trato y se despidie-ron quedando en presentarse a primera hora del día siguiente con su mercan-cía. Lucio Licinio, en presencia de los manda-tarios, ordenó a Celión que en su libro se limitara a inscribir, añadido a los paños, un transporte de dos cajas de madera de un peso aproximado de cien libras cada una sin referencias sobre el contenido.
Después de salir los dos hombres, Lucio Licinio y sus empleados conti-nuaron con su trabajo como si la visita de los representantes de la compañía minera hubiera sido una interrupción más de las muchas que existían a lo largo de la jornada. Llegada la hora décima, la Mercis Narbonense cerró las puertas y los empleados abandonaron las dependencias dirigiéndose cada uno a sus quehaceres habituales.
Celión, como todas las tardes a esa hora, encaminó sus pasos hacia su hogar que se encontraba cerca del barrio de pescadores al final de la vía de los Meliseos, pero una vez que hubo avanzado en aquella dirección durante unos cincuenta pasos y perdido de vista el edificio de la compañía que acababa de abandonar, giró a su izquierda adentrándose por una callejuela, dejó atrás varias calles estrechas y zigzagueando tiró por una calle algo más ancha, poco transitada, en pos de la vicus Fontani. Más bien por costumbre que por sospechar algo, miró hacia atrás en repetidas ocasiones y no viendo a nadie conocido ni a ningún otro empleado de la compañía continuó adelan te confiado y seguro de sí mismo.
Entre los pocos viandantes que circulaban en el mismo sentido y al que Celión no prestó la menor atención, se encontraba un individuo que trans-portaba, sobre la espalda y atado con unas correas que pasaba por el hombro y las axilas, un fardo mediano de volumen y peso, mal vestido y sin afeitar que denotaba el aspecto vulgar de los que se ganaban la vida dedicándose a llevar recados y bultos de un lado a otro de la ciudad por unas pocas mone-das. Al llegar Celión al término de la calle en su confluencia con la vicus Fontani, giró a la derecha pasando al lado contrario y continuó sin prisa hasta llegar a la altura de una taberna de cuyo interior salían cánticos, voces, juramentos, risas y todo entremezclado con el chocar de jarras. Se paró ante la entrada observando desde fuera el interior y las caras de los parroquianos y, finalmente, penetró en el establecimiento.
Al poco rato el individuo que acarreaba el fardo llegó al mismo lugar y viendo que se trataba de la "Taberna del Cojo", como rezaba el letrero a la entrada, depositó el paquete en el suelo y echó mano al cinturón para sacar una pequeña bolsa de la que extrajo unas pocas monedas que contó con gran parsimonia y gesto indeciso como si dudara desprenderse de ellas. Pareció decidirse afirmativamente y, cogiendo el fardo, entró sentándose en la prime ra banqueta que estaba libre junto a la puerta dejando el bulto a su lado, en el suelo. Como nadie se acercaba hasta él para servirle, fue hasta el mostrador, pidió un sextario de álica y regresando con el jarro se sentó de nuevo en la banqueta. Bebió un buen trago, eructando sin compasión sobre el perfil del rostro de otro parroquiano que tenía cerca y que cuando giró la cara para protestar violentamente, después de mascullar una maldición, no dijo nada, limitándose a cambiar de postura, dándole la espalda, al fijarse en el rostro patibulario y en el gesto fiero de aquel cliente grosero.
Se echó al coleto un nuevo trago, se secó la boca con la palma de la mano y contempló indiferente, después de haber calmado la sed, el ir y venir del propietario, un individuo al que le faltaba más de media pierna, sustituida por un artilugio de madera que ataba con unas cinchas de cuero al muslo y a la cadera. Era todo un espectáculo ver al cojo moverse y saltar por entre las mesas atendiendo a los parroquianos. En ese momento estaba respondiendo, al parecer porque era cliente habitual, a alguna observación que le había hecho Celión, puesto que se limitó a asentir moviendo la cabeza y con un gesto de la mano izquierda señaló hacia una puerta oculta bajo una mugrienta cortina. Celión dejó sin probar la bebida que acababa de ponerle el cojo sobre la mesa y, levantándose, se dirigió hacia la cortina, la echó a un lado y penetró en el interior.
El del fardo continuó sentado, viendo como de vez en cuando salían algu-nos individuos por la puerta que ocultaba la cortina y entraban otros que habían permanecido bebiendo hasta entonces sentados en sus mesas. Por los retazos de conversaciones entre unos y otros dedujo que allí dentro se estaba jugando, pero no quiso arriesgarse a levantar sospechas dado el disfraz que había elegido ya que no sería muy verosímil que dejara abandonado el paquete para ir a jugar unas manos de tabas. Era más conveniente esperar. No se vio en la necesidad de tener que hacerlo mucho rato ya que al cabo de poco tiempo apareció de nuevo Celión, esta vez acompañado de un tipo musculoso con aspecto de luchador que constantemente movía una astilla de madera entre los labios y que se caracterizaba por su faz siniestra surcada por cicatrices. Tras ellos, un individuo de piel parda y cabello canoso. Ambos acompañaron a Celión hasta la entrada de la taberna y al llegar a la altura de donde se encontraba el portador del fardo, éste pudo percibir algu-nas palabras mientras se despedían.
―...para ti, un décimo, como siempre... ―decía a Celión el individuo de la astilla en los labios.
Éste parecía hacer hincapié en algún detalle que consideraba esencial.
―... no olvidéis... dos hombres... cuatro con los del plaustrum.
No pudo percibir más a causa del ruido y el vocerío, pero era suficiente. Celión había establecido su contacto para dar el soplo y aquellos dos indivi-duos debían formar parte de la banda. La trampa se estaba cerrando como previeron y los bandidos estaban picando el anzuelo. "Cuarenta talentos atraen más que la miel a las moscas..." sentenció el individuo que espiaba los movimientos del empleado de la Mercis Narbonense.
Los dos sujetos que acompañaban a Celión regresaron al interior de la taberna una vez que aquel hubo salido. El vigil, por su parte, también se alejó hacia la prefectura para informar a Cornelio Vitino del éxito de la primera parte del plan.
DESDE QUE CAELIO se dio a la fuga no había vuelto a ser el mismo. Su carácter, sin que él se percatara, sufrió un ligero cambio, pero suficientemente perceptible para sus hombres. Era la primera vez que alguien le daba esquinazo, burlándose y no pagaba las consecuencias. Este hecho le estaba reportando entre sus conocidos el consiguiente descrédito para su fama de jefe temible al que no se le podía jugar ninguna mala pasada so pena de tener fatales consecuencias. Cada día que aparecía por la taberna del cojo se veía obligado a soportar las bromas de los parroquianos y jugado res que le interpelaban con sorna si ya había cobrado los cien denarios de Caelio o si tenía noticias de Pollia. Y esto último es lo que más le irritaba. Pollia, aquella muchacha insignificante que con su astucia logró burlarle ridiculizándole ante sus hombres, pues todos sabían que Caelio era incapaz de pensar en nada que no se relacionase con cuestiones más allá de las necesidades de su cuerpo, nítidamente divididas por la cintura. Que Caelio, un integrante de su cuadrilla, hubiera huido sin pagar su deuda ya era de por sí humillante, pero que hubiese sido burlado por una anodina ramera le resultaba insufrible.
Evidentemente que no quedó ocioso cuando Caelio no se presentó a la noche siguiente ni ninguna otra y que investigó por su cuenta con la ayuda de Arreno. Las criadas poco pudieron añadir a lo que sabía, salvo que su señora les había dicho que iban a Lugduno y que estarían ausentes unas semanas y lo mismo corroboró Simón el prestamista. Dieron con el hombre que alquiló los caballos y que confirmó el destino, Lugduno. A Maropo tanta unanimidad en las pistas le olía a engaño, pero, no obstante, envío a Arreno a Lugduno y éste regresó a los pocos días informando que en aquella población, Pollia y Caelio no habían hecho acto de presencia.
Maropo comprendió que la muchacha era más lista de lo que cabría esperar de una mujer aparentemente tan frágil como aquella y sin renunciar a su venganza tomó otra iniciativa. Primero con halagos, más tarde con ame-nazas intentaron sonsacar a las dos criadas todo lo que sabían sobre las amis-tades de Pollia y, aún así, las dos mujeres se mantuvieron invariables en sus respuestas: no sabían nada, no conocían a nadie excepto al joven rubio que vivía con su señora. Maropo, en vista de la firme actitud de las dos sirvien-tas, se dejó de contemplaciones y con la colaboración de Arreno sometió a las mujeres a una brutal y metódica paliza que acabó con su resistencia. Maropo conoció el nombre del protector de Pollia: el viejo navarca Régulo Pahndo.
Fue asunto fácil para Arreno averiguar todo lo demás y, por tanto, adonde tenían que haber encaminado sus pasos el rubio apolo y su amiga: Roma.
Apostados a unos cincuenta pasos de la curva por la que en breve debería aparecer el plaustrum, Maropo pensaba en Pollia y su rostro reflejaba el deseo de venganza. Con el dinero que le iba a reportar el golpe que estaba a punto de dar, tendría más que suficiente para trasladarse a Roma, iniciar una nueva etapa y buscar a Caelio y a la muchacha. Al rubio, que era un estúpi-do, le despacharía en cuanto le tuviese al alcance de su puñal, pero a Pollia no, a la muchacha no la quitaría la vida en seguida, antes pensaba servirse de ella esclavizándola hasta límites cercanos a los de un animal en venganza por el ridículo al que le había sometido.
Por enésima vez echó una ojeada desde donde se encontraba oculto, tum-bado entre los arbustos, para comprobar que sus hombres estaban correcta-mente situados, atentos a su señal. Munigáligo estaba preparado con su zurrón y la vara en la mano, dispuesto a tumbarse en la calzada, y a su lado se encontraba el pequeño Arreno. Los hermanos Boddo y Vopo, escondidos uno a cada lado de la calzada, en situación de lanzarse al unísono sobre los hombres que irían en el pescante. Sustituyendo a Caelio como sexto inte-grante de la banda, se encontraba Fusco un insignificante asesino y ladron-zuelo de los muchos que frecuentaban la taberna del cojo y que sería el que arremetería junto con él contra los dos representantes de la compañía minera que escoltaban al carruaje. Como en ocasiones anteriores los caballos fueron dejados atados en el interior del bosquecillo lo suficientemente alejados para que no se advirtiera su presencia. Celión les informó que el carruaje debería llegar al lugar en el que se encontraban al crepúsculo lo que constituía un buen momento para llevar a cabo el asalto valiéndose de la sorpresa y de la casi penumbra que ofrecía el bosquecillo que rodeaba la calzada por ambos lados.
De pronto prestó atención, le pareció oír el ruido de las ruedas de un carruaje golpear contra las losas, sonido que parecía aumentar a medida que se aproximaba rápidamente mientras los ecos retumbaban en la atmósfera de un atardecer sereno y caluroso, repercutiendo como vibraciones en el sue-lo, en la pradera de musgo y en medio de los arbustos entre los que estaban escondidos para no ser descubiertos. Hizo la señal con la mano y Munigá-ligo junto con Arreno se colocaron en el centro de la calzada, echándose el primero en el suelo y dejando caídos, a su lado, el zurrón y la vara. Arreno cogió la calabaza y la acercó a los labios de su compinche. En ese instante aparecieron, saliendo de la curva, dos jinetes al trote corto seguidos por el tiro de cuatro mulas que tiraban del plaustrum cuya caja estaba totalmente cubierta con un toldo. Con un súbito tirón de las riendas los jinetes y el conductor del carro frenaron las caballerías para no atropellar al hombre caído de piel parda y a su pequeño acompañante.
Los caballos piafaron y recularon nerviosos ante el olor humano de los cuerpos que estaban echados en la calzada, a pesar de que los jinetes que se les habían acercado trataban de calmar su excitación dándoles unas suaves palmadas en el cuello.
―¿Qué le sucede? ―preguntó a Arreno, señalando al caído, el jinete que estaba más cerca.
Arreno, que tenía en la mano izquierda la calabaza del agua y la derecha pasada por debajo de la cabeza de Munigáligo, ocultando en la palma el puñal, le miró de soslayo.
―Ha caído desmayado, sin fuerzas. Ayudadme a retirarle, es demasiado pesado para mi solo.
El jinete que había hecho la pregunta no se bajó del caballo, por contra, le hizo avanzar y dar unos pasos caracoleando alrededor de los dos caminantes como si dudara de la decisión a tomar, mientras el otro jinete algo más alejado no les perdía de vista fijándose en el rostro del hombre pardo que parecía estar inconsciente y al que reconoció de inmediato como el indivi-duo que estaba en la taberna del cojo.
Arreno, intranquilo porque las cosas no sucedían como se esperaba, volvió a rogar con una voz en la que traslucía cierta inquietud.
―Por favor, ayudadme, cogedle uno por los pies y otro por los hombros y apoyémosle junto a aquel árbol hasta que vuelva en sí.
Ahora se movió el otro jinete obligando a su caballo a dar unos pasos reculando hacia el carro desde el que los conductores seguían con atención la escena y después de decirles algo entre dientes que sólo fue oído por ellos, volvió a aproximarse hacia los que demandaban auxilio y descabalgó ágil-mente, a la vez que el más adelantado hizo lo propio. Bien por nerviosismo o porque el caballo del primer jinete que se encontraba de grupas a Arreno movió la cola para espantar a los insectos que le molestaban, el caso es que Arreno al sentir el hiriente cosquilleo de las cerdas de la cola del animal en su cuello, soltó la calabaza que cayó contra las losas de la calzada y que, rebotando, con un sonido hueco, a vacía, se alejó unos pasos. Arreno, en un gesto instintivo que no pudo dominar y del que más tarde se lamentaría hizo ademán de evitar que cayera al suelo la cantimplora vacía y retiró la mano que tenía bajo la cabeza de Munigáligo, pero un brillo relampagueante descu brió el puñal que llevaba en la palma.
Los dos jinetes que acababan de desmontar y se acercaban agachados para tomar cada uno por un lado el cuerpo del caído, se quedaron envarados como si en lugar del golpe de una calabaza contra el suelo hubiesen oído un trueno y el reflejo del arma que empuñaba Arreno hizo el resto. Echaron mano a sus espadas y, a partir de ese instante, todo ocurrió tan rápidamente que pareció que se estaban sucediendo escenas diferentes superpuestas.
Fusco, que no tenía experiencia en trabajar con Maropo y, por tanto, en saber que no debía tomar iniciativa alguna hasta que el jefe lo ordenara, no pudo sujetar sus nervios y fue incapaz de esperar más. Dio un salto de entre los matorrales donde se ocultaba y salió a toda velocidad para atacar por la espalda al primer jinete que, apercibido del ataque, solamente necesitó dar un leve giro al cuerpo y presentar la espada firmemente paralela al suelo para ensartar a Fusco por el estómago, igual que se atraviesa una aceituna con un palillo. Arreno se puso en pie empuñando la daga, mientras Munigá-ligo intentaba incorporarse a toda prisa pues presentía que algo había fallado y su situación era la más delicada de todas. Arreno dudó si enfrentarse al primer jinete, el que acababa de atravesar a Fusco que ya venía hacia él apuntándole con la espada ensangrentada o lanzar un ataque contra el que estaba a su derecha a los pies de Munigáligo. Estaba desconcertado porque Maropo no hacía acto de presencia y optó, mientras así discurría y viendo de reojo como un rayo metálico atravesaba el cuello de Munigáligo antes de que éste pudiera ponerse completamente de pie no cupiéndole ya duda algu-na sobre lo que tenía que hacer, por lanzarse en tromba con el puñal exten-dido contra el verdugo de Fusco y cuando éste, con ventaja por su altura y la longitud de la espada pretendía acuchillarle, se tiró al suelo delante de su enemigo y dando dos vueltas sobre sí mismo, quedó a la espalda de aquél. Levantándose, con la habilidad del acróbata que había sido, extendió la mano que empuñaba la daga clavándosela en un costado lo que logró hacer caer al suelo a su adversario, mientras se formaba un reguero de sangre a causa de la hemorragia que se produjo cuando retiró el arma.
Arreno no perdió tiempo comprobando la importancia de la herida, se había dado cuenta que el asalto al plaustrum había fracasado y que sus vidas corrían peligro, así que, como lo mejor era escapar, se dirigió hacia el escon-dite de Maropo que se interponía en el camino hacia los caballos. Al llegar donde estaba su jefe vio a éste que seguía observando sorprendido, con los ojos muy abiertos y una expresión en su rostro a medio camino entre la ira y el temor, lo que estaba sucediendo en la calzada. En ese instante, al tiempo que el segundo jinete atendía a su compañero herido por el arma de Arreno, los hermanos Boddo y Vopo, espalda con espalda, luchaban contra uno de los conductores, porque el otro estaba caído en el suelo mortalmente herido de una cuchillada propinada en el cuello por Vopo, y contra otros cuatro hombres con aspecto de soldados que habían descendido del carro en el que viajaban ocultos bajo el toldo.
―Era una trampa ―masculló encolerizado Maropo.
―Está claro que Celión nos ha traicionado ―gruñó Arreno.
―Tenemos que huir de aquí antes de que acaben con los gemelos y deci-dan venir por nosotros ―se apresuró a decir Maropo.
Arreno asintió y, agachados para no dejarse ver, corrieron con toda la ve-locidad que les permitía una postura tan incómoda hasta que llegaron donde tenían atados los caballos.
―Hay que llevarse todos los animales para confundirles y que no sepan cuantos éramos ―ordenó Maropo.
Montaron sobre sus respectivas cabalgaduras y llevando de la mano cada uno las riendas de los caballos de los que ya no iban a necesitarlos más, aban donaron silenciosamente el lugar adentrándose por el bosque y siguiendo paralelos a la vía Emilia Escauro, pero sin salir nunca a la calzada ni apro-ximarse lo suficiente a ella para no correr el peligro de ser vistos.
―¿Regresamos a Massilia? ―preguntó Arreno, al cabo de un buen rato de cabalgar en silencio.
―No, seguro que Celión dirá todo lo que sabe de nosotros y nos estarán esperando.
―Pero todos han muerto y Celión debe recibir su merecido ―insistió airado Arreno.
―Lo más probable es que Celión haya caído también en la trampa, vícti-ma de la codicia como nosotros. Yo me resistía a asaltar de nuevo los carros de la Mercis Narbonense, pero todos estuvisteis en contra. Mi norma siem-pre fue no repetir los mismos golpes y por romper esta regla nos ha ocurrido la desgracia de esta tarde. Menos mal que tú y yo hemos salido bien librados y podemos contarlo. Que ello nos sirva de lección.
―Pero ¿Celión…?
―Celión no es lo más importante y puedes estar seguro de que acabará en manos de los vigiles.
―¿Entonces? ―Arreno dejó la pregunta en el aire.
―Nosotros, somos lo único importante ―respondió lacónico Maropo.
―Si no regresamos a Massilia donde tenemos dinero y amigos... ¿Qué podemos hacer? ―preguntó indeciso Arreno.
―Te lo repito. Si lo deseas, puedes regresar, pero te aseguro que no lleva-ría mucho tiempo el que los vigiles dieran contigo. La taberna del cojo habrá sido puesta patas arriba y se someterá a una vigilancia permanente. Cursarán la noticia a todos los prefectos de la provincia y estarán sobre aviso para detenernos en cuanto nos vean aparecer.
Maropo tiró de las riendas para detener el paso de su corcel y dirigiéndose a Arreno le aseguró:
―Sólo hay un lugar donde no se les ocurrirá buscarnos y, aunque lo intenten, les será imposible dar con nosotros. Yo me dirijo a él y tú, si eres inteligente, puedes acompañarme.
―¿Qué lugar es ese? ―inquirió, curioso, el pequeño acróbata.
Maropo volvió a dar un brusco tirón de las riendas y el caballo inició un trote corto al tiempo que su jinete gritaba:
―¡Roma! ¡Roma es el lugar!
DOS DÍAS DESPUÉS, poco antes de que comenzase la jornada en la compañía Mercis Narbonense, en la estancia donde se realiza-ban las tareas administrativas, junto con el patrón Lucio Licinio, se encon-traba uno de los mandatarios de la compañía minera que días atrás les había visitado.
―¿Cómo se encuentra vuestro compañero? ―preguntó Licinio.
―Bien, el arma aunque penetró profundamente no cortó ningún órgano vital. Recuperará la salud en una semana y estará en forma nuevamente en otras dos. El que ya no lo podrá contar es uno de los conductores del carro al que uno de los gemelos le seccionó la yugular.
―¿Creéis que se acabarán los asaltos que hemos estado sufriendo todo este tiempo con el desmantelamiento de la banda?
―Podéis estar seguro de ello, aunque dos lograron escapar y uno es el jefe, llamado Maropo que fue gladiador por los cesáreos de la escuela dacia, un tipo peligroso y muy astuto, pero que, por serlo, estoy convencido de que habrá huido lo suficientemente lejos para que no vuelva a ser un peligro para nuestra ciudad e incluso para la provincia. De todas formas hemos enviado información sobre él y su compinche, un individuo galo, de corta estatura, llamado Arreno con un aspecto singular, para que los prefectos y vigiles los detengan en cuanto los vean aparecer por sus territorios.
―¿Y Celión? ―inquirió Licinio mirando a sus empleados que, de pie y a su alrededor, escuchaban atentos.
―Abajo me esperan dos vigiles para llevárselo a los calabozos del pre-torio, pero creo que antes os complacería a vos y a vuestros hombres tener una no muy larga conversación con él ―contestó al tiempo que guiñaba un ojo― ¿De acuerdo? ―exclamó, sin esperar respuesta ante el semblante que pusieron todos― Cuando acabéis vuestra charla, entregádselo a mis hom-bres ―concluyó el que se hacía pasar por mandatario de las minas de Voconti, al tiempo que salía de la estancia y comenzaba a descender por las escaleras hacia la calle.
Al poco rato, Celión apareció como todos los días tenía por costumbre aproximándose calmosamente pensando que hoy sería un buen día porque pasarían algunas jornadas antes de que se tuvieran noticias de lo sucedido al plaustrum que transportaba el dinero y Maropo le haría entrega al atardecer de su parte en el botín, una fortuna de veinticinco mil denarios con los que pensaba iniciar una nueva vida lejos de la ciudad. Ascendió por las escaleras y al entrar en la estancia no se extrañó al ver ya sentados en sus respectivas mesas a sus compañeros y al patrón. Él, era el único que vivía fuera de allí, en su propia casa, y por ese motivo los otros se le anticipaban siempre. Entró, saludó como de costumbre y se sentó en su sitio sin prestar mucha atención a la tarea pues estaba echando cuentas con las posibilidades que se le presentarían una vez tuviera en su poder aquella considerable cantidad de dinero. Le extrañó que Viroto se levantara y cerrara la puerta que daba a la escalera, lo que no se hacía nunca, pero aún le causó más extrañeza que los otros cuatro, incluyendo al patrón, se pusieran de pie y abandonando sus lugares tras las mesas se dirigieran hacia él con las manos a la espalda.
Levantó la mirada y su rostro se desencajó. Los seis le habían rodeado y retirando sus manos ocultas tras las espaldas comprobó que cada uno tenía asido por la mano derecha un pequeño vergajo de tiras de cuero. Hizo un esfuerzo mental para desentenderse de lo que se le venía encima y cerrando los ojos volvió a pensar en Maropo, en la taberna del cojo y en una enorme bolsa llena de denarios de plata. Cuando algún tiempo después recobró el conocimiento en los calabozos del pretorio continuaba pensando que esa noche tendría la recompensa más elevada que había logrado en su vida. La paliza recibida le había hecho perder el juicio, por lo que no sintió temor alguno cuando los vigiles le condujeron hasta el verdugo.