XXXII
La grieta se hizo más honda y se ramificó en otras hendeduras por las que fue emergiendo la verdinegra gusanera del musgo. Al principio sólo era visible desde un ángulo poco propicio para un observador que entrara en la habitación sin mirar por encima del pesado bargueño. Pero Araceli alcanzó a descubrirla en el preciso momento en que Rosalía, con la vista en el delantal y el delantal entre las manos, le daba timorata cuenta de que había decidido, Dios mediante, volver a sus pagos de Benalmijar, donde aún tenía una allegada dispuesta a acogerla con su hijo, usted se hará cargo aquí ya no me encuentro. Araceli apenas si escuchaba las razones de Rosalía, absorta como seguía estando en la contemplación de aquella alarmante abertura que si no dejaba pasar la luz del exterior era por la copiosa floración de tapones de líquenes, aún más inexplicable por la sequía. ¿Tú has visto eso?, dijo sin quitar los ojos de la parte alta del muro y creyendo ya previamente que también el techo empezaba a resquebrajarse. Miró Rosalía para donde indicaba la señora y algo más exorbitante de lo común debió ver allí porque juntó las manos por delante del pecho, cristo bendito, y las movía de arriba abajo mientras afirmaba que la primera noticia, que no entendía cómo se podía haber abierto semejante raja, ayer estuve limpiando el bargueño y seguro que no había ni rastro puede usted creerme. De modo que te vas, murmuró evasivamente Araceli, me lo suponía todos vamos a tener que irnos de esta casa más tarde o más temprano. Hubo un breve silencio y volvió a oírse la voz de Rosalía igual que si llegara a través de la grieta diciéndole a la señora que la dispensara, me da apuro con usted yo no tengo queja al contrario es por el niño. Araceli se secaba el lagrimal con la punta de un pañolito, según solía hacerlo cada vez que prefería callarse. Si la señora no manda otra cosa pensaba irme el sábado, prosiguió Rosalía, el sábado puedo acercarme a Malcorta sale un camión para Benalmijar. Está bien, dijo Araceli, tú sabrás mejor que yo lo que te conviene hacer, añadiendo —después de superar un nuevo ramalazo de la desgana— que entonces menos que nunca podía pedirle que se quedase, la verdad es que tampoco te lo pedí cuando saqué de esta casa de mis pecados al infame de tu marido. No diga usted eso me ayudó cómo se me va a olvidar, aclaró la nunca-agraviada —y acaso ya viuda de Ojodejibia—, en tanto que se iba Araceli hacia la puerta todavía sin volverse del todo, el gesto contraído y como envejeciendo a medida que se alejaba. Parecía más quebradiza que de costumbre mientras repetía que ya le faltaba menos para quedarse sola del todo, espero que te vayan mejor las cosas de lo que te han ido en este calvario se lo pediré a la Virgen.
Cuando Araceli iba por el recibidor oyó a su marido cuchicheando con Medinilla en un tono que no le pareció reconocible, suponiendo que alguien pudiese catalogar los matices de un tono que cambiaba con el genio y aun contando con que ese genio solía alterarse muchas veces al día. Avanzó un trecho siguiendo la línea del vano de la escalera —cubierto ahora de unas mamparas de tela de costal— y cuando rebasó con su altura la del plano inclinado, asomó la cabeza por la baranda sin que lograse descubrir al marido y a su nuevo compinche. En contra de sus más consabidos hábitos, y quizá por primera vez en su formularia vida, Araceli se desvió por detrás de un deshilachado lienzo de cortina y permaneció a la escucha. No quería pasar cerca de donde estaba el marido, a quien cada vez trataba y veía menos y con quien tampoco deseaba entonces ninguna clase de aproximación, pero sentía una confusa y repentina necesidad de enterarse de lo que hablaba o de acumular acaso una nueva prueba sobre sus cada vez más dislocados quehaceres. Desde donde se había situado, podía ver Araceli la escena que se desarrollaba ante la cristalera, ya apenas traslúcida bajo una costra de suciedad que nadie pretendía —o incluso hubiese podido— desprender del vidrio. Medinilla abría entonces una de las hojas del ventanal y parecía atisbar a lo lejos siguiendo alguna indicación de Pedro Lambert quien también se disponía a hacerlo con ayuda de unos prismáticos de campaña que Araceli recordó de la época de los acuartelamientos en la casona. Y como no consiguiera entender la conversación por más que aguzara el oído, optó por abandonar su ingrato observatorio y atravesar la galería en dirección al cuarto de la parte de atrás que ocupaba ahora en compañía de la niña Matilde, siendo entonces cuando la llamó su marido, ven acá no te escabullas. Dudó un momento entre obedecer con la debida humildad o darse por no aludida, pero prevaleció al fin la observancia de uno de los tres votos monásticos que había ofrecido por su cuenta, a cambio de que al menos su espíritu no se derrumbase con todo lo que había a su alrededor.
Pedro Lambert se sacaba por el cuello el colgante de los prismáticos al tiempo que se acercaba su mujer. Toma mira, le dijo con el imperativo ademán del nunca creído centinela que ha logrado finalmente descubrir las artimañas del enemigo. ¿Qué es lo que tengo que mirar?, preguntó resignadamente Araceli sin decidirse a coger los gemelos y con la seguridad de que se trataría de algún despropósito. Pero su marido no juzgó oportuno aclararle nada directamente sino que se dirigió a su único y marrullero ayudante de campo indicándole que se lo dijera él, díselo tú, cosa que hizo Medinilla con atolondrado embarazo, pues que parece que tenemos visita o sea que viene gente de a caballo por la parte de la hijuela. ¿Cómo que parece?, interrumpió Pedro Lambert, más verdad que Dios que vienen para acá esos cabrones la tropa de los Cipriani son como ocho y se han apostado en los eucaliptos habrá que hacer algo tú por lo pronto no te me despintes. Lo que yo haría es esperar, arguyó torpemente Medinilla, a lo mejor resulta que son venados ahora se alargan hasta aquí en busca de agua van listos. Pedro Lambert lo miró con el gesto conmiserativo del que tolera la ignorancia, y ¿estás en tus cabales o te has vuelto más tardón que de ordinario?, dijo sin apartar la vista del cinturón caliginoso del parque. Usó luego la mano a modo de visera, los prismáticos colgando de la otra, y se estuvo oteando de nuevo el horizonte hasta que, al volverse para comentar algo con su mujer, advirtió que ésta ya había desaparecido. Creo que se han secado las lagunas del jaguarzal, informó Medinilla con la intención de llenar el enojoso hueco dejado por Araceli. Pues no va a ser fácil impedir que se metan aquí, objetó Pedro Lambert siguiendo con lo suyo, tú vete para arriba a avisar a mi madre y mira si está bien cerrada la bodega me largo antes de que ese energúmeno de Diego Manuel se me eche encima no voy a darle ese gusto. Dígame, dijo Medinilla, y su amo, que desaparezco coño y que cierres el cuarto de la bodega donde está el metal ¿o es que hablo en chino? Y en eso empezó a oírse por el fondo de la hijuela una trepidación todavía indecisa pero que en ningún caso podía atribuirse ni al galope de los venados ni a ninguna otra caterva de invasores. Pedro Lambert se quedó de una pieza y pareció modificar repentinamente sus planes, ya que escapó a toda velocidad para la escalera, sin pararse a sacar de su incertidumbre a Medinilla, y como si le fuera la vida en el hecho de llegar a la buharda —o a algún otro lugar del piso de arriba— antes que los intrusos al rellano.
De vuelo como iba, se cruzó Pedro Lambert al final de la escalera con su hijo y a poco más lo atropella entre vacilantes jadeos e imprecisas alusiones al paradero de Clemente. Pedro, más alarmado de lo que ya solía estarlo, presenció sin moverse aquel nuevo desatino del padre, que sorteaba desmañadamente los obstáculos animados o inanimados que interceptaban su carrera y que desapareció por el recodo que llevaba al altillo o a su antigua cámara de nigromante. Se acercó entonces Pedro a una ventana que daba a la parte delantera de la casona y se asomó sin saber exactamente por qué, acaso para comprobar si venía de afuera el motivo de aquella desencajada actitud del padre. Desde allí se veía todo el frente de la rastrojera que fue jardín y la borrosa cinta del camino que conducía a la cancela principal y se alargaba hasta Malcorta. Descubrió por los vacíos arriates a la grulla que había domesticado Juansegundo y que ahora parecía buscarlo atemorizada. El espectro omnipresente de la marisma (que avanzaba otra vez igual que una marea por las inmediaciones de la casona) aparecía sumido en una reacia bruma matinal, con lo que aún se hacía más intranquilizador aquel inmenso recinto de acuarela tan evanescente que no podía ser del todo distinto a un sueño, a menos que algo demasiado imprevisto o demasiado obvio sirviese de referencia para restituirlo a la realidad. Y eso fue lo que ocurrió entonces, puesto que una extensa polvareda, del color y la espesura del nublo, empezaba a estacionarse a lo largo del carril conforme un coche se acercaba al rellano. Pedro se apoyó contra el carcomido montante del ventanal y esperó con inquietos ojos a que el vehículo se detuviera al pie de la escalinata. Hurtó luego el cuerpo por detrás del quicio mientras veía bajar del coche a sus tres ocupantes, que fueron recibidos con amable desconcierto por Medinilla y que desaparecieron juntos bajo los aleros del pórtico. Aguardó todavía un tiempo tan prolongado como su propia zozobra, las manos contra el vidrio pringoso y sin saber qué hacer o no queriendo saberlo.
Se fue Pedro al rato para la habitación de Clemente y ni él ni Alejandra ni el niño estaban allí. Los esperó suponiendo que en vano, y efectivamente no venían. Rechazó por instinto —o por reflexión— la idea de subir a la buharda y se quedó otra vez acobardado y mirando a ninguna parte por las cristaleras de la galería, hasta que creyó oír vagamente voces y pasos desconocidos y como una solapada fricción de maderas y bisagras. Decidió al fin bajar no sin titubeos hacia el cuarto excusado donde la madre, como una reclusa más de la casona, aguardaba —con Matilde contra su hombro y el rosario entre los dedos— el temido cumplimiento de otra nueva fatalidad. Pedro permaneció de pie frente a su madre, quien lo miró larga y afligidamente diciéndole que se quedara allí con ella, tu tía Blanquita ha ido a entretener a Alejandra y al niño se los ha llevado creo al establo dame paciencia Señor para soportar esta prueba. Nada contestó Pedro, ni nada tenía que contestar, sino que fue a sentarse en el borde de la poltrona, reconstruyendo con una angustiosa turbación lo que había ocurrido o estaba a punto de ocurrir y de ninguna forma podía evitarse que ocurriera. Se levantó por último y no quiso escuchar a su madre reiterándole que no se moviera de allí, obedéceme por una vez hijo no vayas, pero ya él abría la puerta, ahora mismo vuelvo déjame, desviándose hacia el recibidor por detrás de las inútiles mamparas que cubrían el hueco de la escalera.
A quien primero vio Pedro fue a Medinilla apoyado en la jamba, parecía un figurante cumpliendo con un impuesto o equívoco papel de testigo inmóvil, el cual se volvió cuando sintió los pasos y aclaró sin que nadie se lo hubiese pedido que Clemente se había entregado sin más, no le quedaba otra salida una cosa que tenía que pasar el día menos pensado. Pero Pedro ni miró a Medinilla ni atendió al hijo de Medinilla que ahora venía hacia él. Permaneció en el umbral del recibidor con los ojos nublados: apenas si distinguía en la entrada a Clemente junto a uno de los hombres, mientras los otros dos debían andar buscando o recogiendo algo en el piso de arriba. Su mirada se cruzó entonces con la del apresado y leyó en ella tanta desesperación o tanta conformidad, que un frío que no había sentido nunca le subió desde los intestinos hasta la boca y se le embutió allí igual que una asfixiante aglomeración del terror. Avanzó como un sonámbulo y, antes de llegar a la medianía de la sala, escuchó la voz enronquecida de Clemente diciéndole que qué hacía allí, hazme un favor Pedro y te vas con Alejandra. Pero Pedro no pudo llegar a obedecerlo por más que se lo propusiera, pues aunque salió del recibidor con ánimo de correr hacia la caballeriza, notó una especie de freno premonitorio que lo retuvo al pie de la escalera y lo instó a sentarse en uno de los peldaños bajos, la cabeza apoyada entre dos barrotes y en espera de no sabía qué.
Se arrimó entretanto a Clemente el hombre que lo vigilaba y algo debió susurrarle al oído, algo inacabable o una sola palabra, pero en todo caso algo que bien pudo consistir en escápate ahora aprovecha, o cosa similar, porque lo cierto fue que Clemente, tan pronto asimiló lo que presuntamente le había sido sugerido, corrió hacia los porches con la descabellada tentativa de ganar el parque. Se adelantó Medinilla casi al mismo tiempo dando un traspié, pero lo contuvo un brusco ademán del supuesto instigador de la fuga, quien salió al atrio sin excesivas prisas, cuando ya Clemente bajaba al rellano con la desesperada perplejidad del lince que ha preferido el riesgo de la muerte al cautiverio. Sacó entonces el vigilante de debajo del brazo una pistola con las cachas lubrificadas por el sudor y apuntó meticulosamente antes de disparar. El tiro tableteó por las lontananzas de la marisma y fue devuelto a la casona para que entrara allí ululando por las grietas de las paredes y multiplicándose por todos los rincones donde ya se había guarecido previamente el espanto.
Clemente yacía en mitad del graderío, el cuerpo doblado en una imposible postura de orante y la hermosa cabeza de argonidense abierta por el cuero cabelludo como una granada. Y ya acudían los otros dos ocupantes del coche y Pedro Lambert y su hijo y Medinilla y el suyo. Se quedaron todos al filo de los porches sin comprender qué cosa aterradora había pasado y sin decidirse tampoco a inquirirlo. El autor del disparo bajó hasta donde estaba Clemente, lo volteó y, tras comprobar algo que ya parecía innecesario, lo cogió de los pies y lo arrastró por el tramo de escalera que no había llegado a salvar el fugitivo. La nuca rebotaba contra el mamperlán de los peldaños con un aterrador sonido a cántara rota y alguien que no estaba allí creyó que el muerto le había pedido entonces a su hijo que le diera la mano. Cuando llegó al último escalón, el que arrastraba el cadáver tomó un violento impulso y lo arrojó contra los macetones de piedra del rellano, mientras una escalofriante soledad se incorporaba sin remisión posible a la fúnebre desolación de aquellos secarrales.