XXV
Al cabo de tanto tiempo de pertinaces intentonas, efectuadas en las más varias ocasiones y posturas, quedó Alejandra preñada cuando ya había desistido con definitiva resignación de que alguna vez pudiera estarlo. Aunque era aún de edad más que propicia para engendrar sin mayores miramientos o debilidades, se instaló en la embarazada una alarma tan pronto sofocante y depresiva como hecha de melindres directamente copiados de Araceli. Fue así como empezó a temer hasta la desesperación que el menor ruido o el más ínfimo esfuerzo corporal pudiesen descolgarle el ya perceptible prendimiento del hijo en el vientre. Se recetó entonces Alejandra largos y dañinos reposos y se impuso dietas contraproducentes y antojos disparatados, y la antes tierna y apuesta acabó en tornadiza y proclive a la adiposidad. Así que Clemente, cuyo contento hubo de aplazarse para atender a los reclamos de la paciencia, veía como ajena a quien tan cerca de él había estado desde los días primeros de Malcorta y lo rehuía ahora no ya como acompañante de cama sino en situación de yacente diurna en una poltrona de la galería. Sólo Manuela continuó de electa indisputable del medroso corazón de Alejandra, la cual agradeció como nunca las dobladas efusiones de su tutora. Parecía en verdad que ésta había renunciado a sus visionarios encierros para llevar la minuciosa cuenta de las lunaciones y mudanzas de una preñez que sentía mucho más ligada a su propia sangre de lo que pudieron haberlo estado las de la mujer de su hijo.
Cuando le llegó a Alejandra el trance de parir, que fue a media mañana de un día sin viento y todo atravesado de pájaros, se instituyó Manuela en regidora única de cuanta disposición fuera menester para un irreprochable alumbramiento, incluidas las propias de la asistencia facultativa y las no tan propias de los protocolos marginales. Si no versada, sí familiarizada con las obstetricias domésticas (tanto por sus prolongados comercios junto a la partera Agripina cuanto por las experiencias habidas en sus mismas carnes), Manuela ilustró a Clemente de las varias ceremonias y requisitos que se hacía obligado cumplir, y Clemente ni supo ni pudo responder más que con un asentimiento entre intranquilo y a la fuerza subordinado.
Ausente a la sazón Pedro Lambert y como si lo estuviera Araceli (que apenas insinuó algún discreto y no atendido consejo), mandó Manuela pregonar por los cuatro vientos de la casona —antes de disponerse a ninguna directa intervención— la inminencia del parto. Alegó que sólo pretendía con ello desmentir las injuriantes famas en torno a la virilidad del marido y la fecundidad de la mujer, siendo incluso muy recomendable para tales fines la convocatoria del mayor número posible de testigos presenciales del acontecimiento, mejor hembras que varones, ¿estás de acuerdo conmigo? Clemente no lo estaba y se opuso desde el primer momento a dar pábulo a semejante despropósito, bien que le violentara hacérselo saber a la señora, es que no me parece lo más propio compréndalo. Pero el ya iniciado proceso expulsativo de la parturienta lo sustrajo de cualquier otra preocupación distinta al mórbido estatismo que provoca la inesperada evidencia de la paternidad.
Alterada la casa, también llegó la nueva a oídos de Blanquita, quien avisó a su vez a Pedro y se lo llevó furtivamente, como predilecto cómplice, hasta la puerta de Alejandra, escuchando los dos antes de llegar aquella angustiosa especie de bramido de cierva con que acompañaba la primípara los pujos para sacarse al hijo del vientre. Se asomaron los espías a la alcoba y había allí hasta seis mujeres, sin contar a Rosalía y Manuela, la cual a duras penas podía ejercer su improvisado oficio de matrona entre los estorbos de tan inútil concurrencia. En la otra parte de la galería, un pie sobre un escaño de labrado espaldar, fumaba Clemente al lado del yegüero Medinilla, sin atender a nada que no fuese la queja martirizante que venía de la habitación y flotaba, igual que el vaho zoológico del pantano, entre las soleadas franjas de polvo que colgaban de los ventanales.
Se empinó Blanquita junto al quicio, sorteando las inquietas formas que interceptaban la visión, y logró distinguir a Alejandra atravesada en la cama, desmesuradamente abierta de piernas, cada tobillo atado a un artilugio de trébedes, las manos asidas a unas coyundas fijadas al tablero del lecho, mirando las pavesas del dolor que salían de sus propias cuencas y retorciéndose como la mangosta clavada en la púa del cepo. Manuela medio tapaba con su movedizo cuerpo el otro cuerpo tendido, mientras secaba Rosalía con paños mojados en alcohol de romero la frente de la torturada. Presa de una excitación que nada tenía que ver con la que experimentara al presenciar el nacimiento de un potro o un ternero en las parideras de Alcaduz, Blanquita apartó blandamente a Pedro de la entornada puerta. Lo condujo como distraída (pero sintiéndose implicada en una suerte de gustosa profanación) hacia la cristalera del fondo de la galería, donde acarició el vidrio tórrido con la misma morbosa excitación que si hubiese palpado las sanguinolentas parias de una yegua. Se volvió entonces de espaldas a Pedro con una confidencial languidez, tengo que hablarte vente arriba conmigo ven, yéndose ceremoniosamente para la escalera de la buharda y sabiendo sin necesidad de comprobarlo que él la seguía.
Menguaba ya la intensidad de los alaridos, o empezaban a remitir después de un desesperante cansancio de cuatro horas, cuando se acercó Clemente a la puerta de la alcoba justo en el momento en que una amoratada y chorreante presencia yacía —aún sin haber acabado de salir de su tortuoso claustro— entre los muslos de Alejandra. No pudiendo determinar del todo si aquel bulto era un hijo o una calamidad, se arrimó Clemente a la cama con lívido paso procesionario y se estuvo allí un tiempo de confusas analogías emocionales, como abatido bajo una bóveda constelada de fosforescencias del pasado. Recordaba tal vez sin darse cuenta a la apenas reconocible pegujalera de Los Albarranes que se decía madre suya, dulce comedora de cuervos buscada y abandonada y otra vez buscada por aquel errabundo emisario de no se sabía qué quimérica legación de la noche, qué arrasada heredad donde seguirían imponiendo su vasallaje los depredadores. Mientras él, el hijo unigénito y bienamado, crecía en la miserable suntuosidad de una barraca decorada de emblemas heráldicos y añejas credenciales de la alcurnia de los Pavones; mientras él, el nacido bajo el benéfico signo de la oncena filosofía de las Doce Llaves, escarbaba entre plantones de tomates y acelgas regados con el agua salobre de los navazos y conducía a las piaras a las montaneras de Benalmijar. Pero ya reconocía, con un conmovido deleite, a su incógnito hijo y a la exangüe Alejandra y a cuantos habían ratificado con su presencia que su mujer era fértil como la que más y que él disponía de la simiente necesaria para engendrar hijos que a su vez engendrarían hijos, capaces todos ellos de fundar una nueva progenie que reconquistara y volviera a purificar la marisma, amén.
A la tarde, cuando transigió Araceli en acudir a cumplimentar a Alejandra y supo incidentalmente que por allí habían estado Pedro y Blanquita, cayó en un sopitipando que empezó con trazas de ficticio y acabó ciertamente en las inmediaciones de la lipotimia. Pero ya repuesta con tisanas y pediluvios, y tras solicitar de Rosalía la confirmación de escándalo tan vergonzoso —imputable, por descontado, a la impiedad general de los que allí vivían—, impuso Araceli a su díscolo hijo y a su montaraz hermana un primer riguroso turno de castigos. Los mandó encerrar en sus respectivas habitaciones, que yo no los vea salir ni para comer, y los sometió a la expiatoria copia de un capítulo de la vida de Santa Rosa de Lima (que hizo voto de perpetua castidad a los cinco años) y otro de la de Santa Margarita María de Alacoque (que lo ofreció a los siete), además de la privación, como pena accesoria, de todo pasatiempo ordinario o extraordinario para el resto de las vacaciones. Y tal como quedó programado, así fue cumplido, conduciendo la propia Araceli a los dos contritos a sus dormitorios, donde ingresaron en cayendo la noche, que era de luna creciente y se dilataba en una atronadora orquestación de sapos y rapaces.
Entreviendo espadas de fuego y tridentes por los baluartes de la contrición, anduvo Pedro hasta el opaco saledizo del balconcillo, turbado por la ambigua cualidad de su culpa, pero nutrido también del engreimiento de una hazaña que lo unía con más vehementes vínculos a su cómplice. En el fondo, aceptaba con barruntos de hombría una condena tanto más soportable cuanto más pensaba en que era compartida por la tía Blanquita, quien estaría seguramente entonces intentando transmitirle desde su contigua reclusión la certeza de que ninguno de ellos podía estar solo. Ni el hipotético perdón ni el subrepticio deleite del remordimiento, sino el voluntario holocausto de lo que parecía ser la última criba de su infancia, le fue proporcionando sin sentirlo las claves de un secreto inveteradamente sellado, apenas entendible en confidencias o sorprendido en susurros, pero evidenciado ya con la sola iniciación de Blanquita después de haber oído el sufriente clamor de Alejandra mientras echaba al mundo a su hijo. Y aquella apremiante incógnita del acoplamiento de los sexos parecía resolverse con la misma misteriosa infalibilidad de la semilla que fecunda y de la entraña fecundada. Gestación no producida a través de inmaculados cristales, no sólo referente al polen saliendo de los estambres y embutiéndose en los pistilos, sino perpetrada por dos cuerpos juntados, ensamblados, machihembrados, confundidos en la alucinante clandestinidad de un acto que él, Pedro, aún consideraba fluctuando entre el temor y la incoherencia, la culpabilidad y el hechizo. Se desabrochó entonces ensimismadamente el pantalón y se echó de bruces en la cama, una mano oscilando entre las piernas, y allí le sobrevino la primera y anonadante constancia de un orgasmo cuyo advenimiento no había creído posible sin que lo provocara de algún modo la intervención carnal de la tía Blanquita.
Antes incluso de sobreponerse a aquel biológico sobresalto, oyó Pedro el tableteo de un carruaje que debía cruzar ya la glorieta del jardín, y se asomó al balconcillo para preparar con una previa confirmación la airada audiencia del padre. Pero no era el padre quien llegaba de no se sabía dónde (y que ya solía usar el automóvil para perder más rápidamente de vista la casona) sino un despensero que volvía de la Tabla del Condado. Venía en compañía de Juansegundo, el cual había querido agregarse al viaje semanal de aprovisionamiento, privándose así de la mirífica aventura y también quizá del castigo que le habría impuesto —por sumiso contagio— Rosalía la nunca-agraviada.