XXIII

Consumido de humanas intolerancias y escrúpulos sobrenaturales, don Rogelio Responsorio logró sobrevivir a su consanguínea esposa el tiempo justo —y no escaso— que necesitó para contraer el mismo mal que se llevó a la tumba a doña Matilde y para abandonar el gobierno de su hacienda en manos de encomenderos y arrendatarios, contra cuyos saqueos nada pudieron las tardías contraofensivas de Pedro Lambert. Cuando se vino a dar cuenta del menoscabo de sus caudales, ya sabía don Rogelio que era llegado su fin y apenas si le quedaba tiempo para arreglar no otra salvación que la de su alma. De modo que decidió —como primera medida— otorgar testamento adverado en favor de un convento de trinitarias de la cuenca del Salgadera, a cuya comunidad hizo legataria de buena parte de los ya menos incalculables bienes que poseía.

La muerte del prócer fue beatífica y no del todo lastimosa y acaeció con lento apagamiento en una cortijada de las estribaciones sureñas de Alcaduz, donde vivía retirado de toda pompa y negocio, aunque continuara manteniendo patriarcales audiencias y primeando a sus íntimos como el rey a sus duques. Únicamente asistido de su hija menor, Blanquita, y de su capellán de campo, ya había encomendado con suma moderación que su entierro fuera de pobre, que lo amortajasen con túnica de estameña de inferior calidad y que, en llegando el no temido momento del óbito, sólo dieran aviso a Araceli y al arcipreste, ya que sus otros tres hijos y sus restantes deudos, amistades y mandatarios ni llegarían a tiempo ni a lo mejor querían llegar a ninguna hora. Y tal como las dispuso de humildes, así se cumplieron las disposiciones del moribundo, el cual fue llamado directamente por Dios a juicio aquella misma madrugada (absolve animam famuli Rogelio ab omni vinculo delictorum), contraviniéndose tal vez su última voluntad sólo en lo referente a las indulgencias, que se concedieron con especial derroche a raíz de las exequias concelebradas en la totalidad de los oratorios, templos, capillas y humilladeros de la región.

Cuando llegó a oídos de Araceli el grave estado en que se hallaba el padre, ya había éste pasado edificantemente a mejor vida. La hija corrió a Alcaduz en compañía de su esposo y sus dos hijos, dispuesta a ordenar y tramitar por propia iniciativa cuanto fuera menester. Pero el encuentro con quien aún no suponía cadáver frenó sus arrestos y motivó un preámbulo de lágrimas demasiado ostentosas, pronto sustituidas por las inaplazables diligencias que reclamaba el luctuoso suceso. Como medida previa, mandó salir de la cámara mortuoria a la más que abundante representación de las gañanías del cortijo instaladas en el velatorio con aspecto de perennes, en pie ellos y taciturnos, el vaso de aguardiente solapado entre las manos, y sentadas ellas en trance de rezadoras y plañideras. Una vez desalojada —y desinfectada— la habitación, quiso Araceli que entrasen sus dos hijos a despedirse del abuelo muerto, advirtiéndoles que no lo tocaran ni mucho menos besaran, sino que permanecieran sin más junto a él intercediendo mentalmente por su eterno descanso, hasta que el difunto les transmitiera por vía anímica la óptima calidad del polvo en que también ellos habrían de convertirse sin posible remisión.

Se aproximó Pedro con moroso paso de acróbata a la cama y no sintió más que un frío de alfileres en el paladar, un olor a aceite de alcuza y a mirra eucarística que le escocía esponjosamente en los ojos, y luego la mano timorata de su hermana Matilde apretándole la suya, quizá para no perderse sola por aquel lívido sumidero de venas sin sangre y gélidas luminarias de cirios. Y ya ocupó toda la visión la hundida boca del abuelo, aquella grieta de arcilla verde que distendía, desencajaba las fosas de la nariz, sobre la que revoló una mosca azul que no llegó a posarse pero que él, Pedro, supuso penetrando por la abertura inútil de un conducto que no llevaría ya a ningún sitio ocupado por el alma del abuelo. Miró entonces no a su madre ni a su hermana, sino a la recién llegada tía Blanquita, pidiéndole desde un vértigo estrellado (como cuando se desvanecía en la capilla del colegio bajo la emboscada de los incensarios) que lo sacara de allí cuanto antes. Sabía que era ella únicamente quien podía hacerlo y quien podía fijar el límite donde acababan las flores de tétrica cera y la sal gorda receptora de humores y los etcéteras de la consumación de los siglos, y empezaban las frutas chorreantes de saliva y la siesta en los henares y el sudor de los caballos y el mar lamiendo el nácar de las caracolas y.

Blanquita se llevó despaciosamente a Pedro hasta el patio porticado, y diciéndole estaba con un adulto patetismo que ya se había quedado sola y que a lo mejor iba a tener que irse a vivir con él, cuando vieron el ataúd. Atravesado sobre un poyo de mampuesto que apenas resaltaba entre las azulencas arrugas del muro, tenía algo de objeto inservible, de embalaje de aperos, de cajón de semillas usado para otra cosa. Se acercaron sin querer y sin hablar, y un fragmento del majestuoso malva del atardecer se metió entonces por los ojos de la huérfana y le trajo el recuerdo de lo que aún no había ocurrido, la venidera imagen del padre sepultado dentro de una tierra tan honda y devoradora que impediría sin remedio la resurrección de la carne. Tocó el ataúd con la osada mano de la medrosa y luego cogió la de Pedro como una enferma, los dedos húmedos blandamente enlazados. El ataúd era de pino albar, sin molduras ni remates, y aún tenía fresca la nogalina con que habían teñido la cruda veta de la madera, más clara por el envés del tablón que servía de tapa y que ya tenía a medio clavar unas lúgubres tachuelas de cabeza de hongo.

Se asomó Pedro dentro de la caja y percibió, por debajo del tufo mate del tinte (y con mayor nitidez a medida que el cuerpo de Blanquita se apretaba por detrás contra el suyo), un lejano aroma a piña asada en las fogatas que encendía Clemente por la talanquera y a resina estival vertiéndose desde el promontorio de Matafalúa. Sentía aquella fragante memoria como superpuesta a un presente vertiginoso, a la vez temible y deseado, donde la sola compañía de tía Blanquita bastaba para recuperar un contento que tenía mucho de protección compartida y que funcionaba frente a la evidencia tenaz de la muerte como un estatuto de lo que no podía morir. Apareció entonces un jornalero por el fondo de los porches y, a su paso, levantó el vuelo una bandada de papafigos que picoteaban ante el portón del establo. El jornalero cogió el ataúd como si se tratara de un tronco y se lo colocó sobre la cabeza en una irreverente posición de desequilibrio. Pedro lo veía atravesar el patio en dirección al zaguán, la cálida mano de Blanquita sudando aún en la suya, imaginándose el cuerpo del abuelo desmenuzado dentro de la caja, zarandeado por un vendaval que saltaría de un momento a otro por la parte de los barbechos y los arrastraría a todos al fondo de un castigo irremediable. Miró a Blanquita y tardó en identificar sus ojos glaucos, la boca grande y mojada, los diminutos vértices del pecho, la tibia rigidez del vientre. Y ella se arrimó más a él, como para que pudiera reconocerla enteramente y supiera de cierto que nada en el mundo sería capaz de separarlos y que allí mismo, en lo más indestructible del crepúsculo, acababan de pactar una alianza cuya vigencia no se limitaría ya a los periódicos júbilos del verano.

Cumplidos los más urgentes trámites y enterrado don Rogelio con inolvidable modestia, no precisó Araceli argumentarle a su esposo que se iban a llevar con ellos a Blanquita, pues tampoco era viable ninguna otra inmediata solución. Sobre todo porque ése había sido el deseo confiado al capellán por el difunto, quien dejó mejorada —según se sabría testamentariamente en su hora— a la menor de sus hijas bajo la tutoría de Araceli o, en su defecto, del esposo de Araceli, nombrado a su vez administrador postmortem de los bienes del suegro. Hechas estas y otras necesarias diligencias, abandonaron al día siguiente el funeral cortijo de vuelta a la casona, ya con Blanquita constituida en miembro a perpetuidad de la encumbrada y heteróclita familia de Pedro Lambert. El primogénito viajaba sin guardarse del ígneo encontronazo del sol contra el cabriolet para ir al lado de quien se sabía predilecta y respondía también a una predilección que, en cierta apremiante medida, la hacía cumplir una edad que todavía no era la suya.

Mientras corrían hacia la polvorienta divisoria de Malcorta, debía ir Blanquita rondando la pubertad —o sus más prematuros avisos— y no parecía haber acusado en absoluto las influencias y condicionamientos de su casta. Incorporada de hecho, sin que ella se lo propusiera conscientemente (o por imperiosas desatenciones del enfermizo padre), a un reglamento educativo donde coexistían las adustas urbanidades monjiles y los generosos aprendizajes rústicos, atravesó Blanquita la mixta demarcación de su infancia asimilando una especie de sobrecarga sensorial de saludables y espontáneas ambivalencias. Cierta inclinación a las culpas y temores antojadizos, de más que probable origen en el hecho de haber acelerado intrauterinamente la muerte de su madre, fue diluyéndose —o contrarrestándose— a través de las furtivas descubiertas con los hijos de los braceros de la cortijada, con quienes escaló heniles y ordeñó cabras y asistió a partos de yeguas y conoció la excitante barahúnda de lagares y establos, silos y almazaras.

Desde que Blanquita se lo propuso —que fue harto temprano— supo evadirse de las alternativas custodias de un colegio donde sólo esporádicamente resistió el internado y de un ama benigna que empezó siendo de leche y acabó en funciones de negligente espectadora de las correrías de la niña por los fascinantes vericuetos de la hacienda. Andando el tiempo, y ya con el virtuoso padre retirado, si no al monte Sinaí, sí a las confortables cámaras de enfermo de su más ileso latifundio (mientras pasaba ella largas temporadas en la quinta de su siempre voltario cuñado), vino a despertársele a Blanquita con improvisados descuidos la dormida pujanza de un encanto todavía andrógino pero ya contiguo a una precoz hermosura. Fue por entonces cuando la mandó llamar a toda prisa el capellán del cortijo, no para intentar detener drásticamente aquel inquietante avance de la sazón corporal de la niña, sino para decirle que el padre estaba a punto de recibir el viático y que se preparara también ella, que buena falta le hacía, a velar y tomar ejemplo de quien ya había aceptado morir en penetrante olor de santidad y se disponía a ocupar su puesto a la diestra de Dios Padre. Y Blanquita se despojó en un momento de toda la dulce impunidad de su infancia y de las impedimentas de una orfandad iniciada verdaderamente años antes. Asistió así durante inacabables horas a la extinción de aquel hombre que parecía viejo sin serlo, severo y compasivo a la vez, demasiado hosco por demasiado cándido, y el cual sólo quería entonces garantizarse una muerte en consonancia con lo que él suponía que había sido una vida exenta de toda mancha perceptible.