XXXI

Aunque no salía de su habitación más que para ir a la de Manuela o subir un momento al altillo, se quedó esta vez asomado al ventanuco más de lo normal, escudriñando el cielo y olfateando el aire en una y otra dirección. Un vientecillo tórrido del este había rociado a la sazón sobre el parque una suerte de matapolvo que, apenas caído, fue vorazmente succionado sin dejar rastro por una tierra que ya empezaba a reintegrarse a su esquilmada condición de erial. Clemente ladeó la cabeza y miró hacia el sur, como queriendo confirmar con algún decisivo síntoma por qué aquellas bandadas de aves cada vez más estrepitosas y frecuentes abandonaban las lagunas de la breña. Hizo memoria del progresivo cambio de la estación y de las fechas en que deberían producirse los primeros indicios migratorios, y calculó que los pájaros se estaban yendo unas tres semanas antes de lo habitual o de lo más pronto que solían. Incluso las garzas, que no eran amigas de viajar si no las sacaba de sus cuarteles la demasiada inclemencia de febrero, volaban ahora en insólitos escuadrones hacia los vientos del mediodía. Así que no era improbable que algún aviso recóndito o alguna anómala emergencia impulsara por junto al éxodo a aquellas muchedumbres de aves que anidaban en la algaida y que él conocía tan de cerca como a su propia gente. Era domingo y aún pasarían muchos domingos más sin que llegara la lluvia.

Bajó Clemente a la galería con su invariable recelo de emboscado y, como viera a Pedro junto a la cristalera del fondo, prefirió acercarse a él en lugar de meterse en su cuarto. Pedro dejaba vagar los ojos por la turbia cerrazón de la mañana con una tan embebida lasitud que hizo dudar por un instante a Clemente antes de decidirse a abordarlo. Están huyendo de algo como yo, dijo el huido señalando al cielo. Pedro se volvió con involuntaria brusquedad, y ¿por qué dices eso?, preguntó como si se hubiese sorprendido o no quisiera enfrentarse con una verdad demasiado oscura. Ni es su tiempo ni se van tan de improviso si es que se van, dijo Clemente. Hubo una larga pausa y se oía entretanto el fragor de un trueno distante que lo mismo podía provenir de la anubarrada intensidad del ozono que del multiplicado aleteo de las garzas. La tierra se está cuarteando, volvió a susurrar Clemente, hasta esta casa se va a empezar a cuartear del todo si no llueve. Mi padre te ha dejado quedarte ¿no es verdad?, musitó Pedro sin mirar a su interlocutor y sin que éste asintiera más que con la cabeza. Y prosiguió luego diciendo que había muchas cosas que no acababa de entender, usando para confesarlo de una integridad tan solemne que parecía haber cumplido diez años más de pronto. ¿A qué te refieres por ejemplo?, dijo Clemente, a mí me lo puedes contar creo yo. No sé, dijo Pedro, a todo esto a lo que ha pasado y a lo que está pasando que es todavía peor. ¿Sabes lo que ocurre te lo explico?, añadió Clemente cogiéndolo del brazo con una mano acostumbrada a hacerlo, que ya eres un hombre. Y fue cuando empezó a escucharse un sordo y laborioso quejido, a la vez humano y animal, que no parecía proceder al principio de ninguna concreta zona de la casa, pero que fue localizándose poco a poco en la habitación de Manuela. Pedro miró sin decir nada a Clemente y Clemente se alejó en aquella dirección con apresurada inquietud.

Manuela estaba tendida en el diván, con el abdomen arqueado y emitiendo aquel aúllo de lobezno sin que Alejandra lograse de ninguna forma acallarla o aflojar la férrea tensión del cuerpo. Se acercó Clemente y cogió entre sus dos manos la cara de quien supuso atacada de epilepsia a juzgar por aquel espumarajo tibio y amarillento que le fluía de las comisuras de los labios. La miró un momento antes de inclinarse sobre ella y llamarla en voz baja, soy yo escuche tiene que escucharme, mientras le ponía un paño empapado de colonia en la frente. Le dijo luego a Alejandra que fuese a traer el agua de azahar y, en tanto que la traía, notó que Manuela empezaba a sudar y a contraerse con unas convulsiones no del todo violentas pero acompañadas de unos notorios síntomas de pérdida del sentido. Llegó en esto la llorosa ahijada con la botella del calmante y, sin pararse a pensar si era o no lo más indicado, intentaron y casi consiguieron darle una cucharada a Manuela, cuando ya ésta aparentaba estar o más relajada o más próxima a privarse. Va a tener que ir alguien a la Tabla a por el médico, convino Clemente, la veo muy mal habrá que traerlo, a lo que replicó Alejandra dejando de sollozar —y acordándose tal vez de algún remedio desesperado— que la dejara probar a ella primero, yo sé el tónico que necesita a lo mejor no hay que avisar a nadie espera. Clemente no se atrevió a rehusar aquella sugerencia, por muy insensata que pudiera parecerle, y prefirió observar en silencio a su mujer, quien registraba ahora en el armario con nerviosas premuras hasta dar con una especie de fiambrera que contenía hasta cuatro frasquitos de botica, los ajados restos de unas etiquetas pegados aún al vidrio azulenco. Puso Alejandra en un vaso un poco de agua, a la que añadió con mano temblorosa un chorreón del contenido de dos de los frascos y, después de santiguarse, le indicó al marido que a ver cómo se las arreglaban para hacerle tragar íntegramente aquella pócima a Manuela, cosa que lograron mal que bien con ayuda de un pistero y no sin provocarle a la víctima toda clase de hipos y arcadas. Y pareció que al rato volvía una relativa tranquilidad.

Más de tres horas durmió Manuela un sueño estremecido y poblado sin duda de las mismas quimeras que la asaltaban desde que escapó del lado del normando, despertándose al fin como quien regresa de un largo y metódico viaje sin haber querido detenerse en el único sitio que deseaba verdaderamente conocer. Llamó a Alejandra, que velaba junto al diván, y le pidió con su voz más frecuente un refresco de limón, seguro que me he quedado dormida y aquí donde me ves tenía que ir al chozo con los del juzgado a arreglar los papeles de Diego Manuel qué cabeza la mía el pobre hijo allí solo y yo aquí tumbada como cuando estaba en casa de Agripina esperando que llegasen en mi busca ráscame un poco aquí hija me pica la espalda como si me la hubiesen refregado con moco de tigre. Cálmese, dijo Alejandra sin mostrar la menor sorpresa ante la imprevista cháchara de su tutora y acariciándole los hombros por debajo de la bata, nos ha dado usted un susto de los gordos lo que tiene que hacer ahora es descansar. Manuela se incorporó con menos dificultades de las presumibles, y ¿descansar dices eso es lo que se te ocurre decir?, exclamó con voz ronca, primero me traes la limonada y la pastilla que te he pedido y luego me traes a Clemente ¿cómo lo dejas solo es que quieres que se le echen encima esos buitres? Y dijo Alejandra: está ahí fuera en la galería con su nieto. ¿Con mi nieto?, murmuró Manuela reclinándose otra vez en el diván mientras le aclaraba su ahijada que Pedro no se había movido de allí en todo el tiempo, quería saber cómo seguía usted. Pues dile también que venga, concluyó Manuela, y a Blanquita y a Rosalía a todos menos a Perico Chico y a esa acelga de su mujer tengo que hablarles de una cosa muy importante.

Alejandra optó por salir a avisar a su marido y a Pedro y, acto seguido, ya estaban los tres en la habitación. Manuela se quedó mirándolos como si los contara, y falta la niña Blanquita, comentó a guisa de saludo. Qué hay abuela, dijo Pedro titubeando, ¿te encuentras mejor?, a lo que replicó la abuela que se encontraba la mar de bien, tengo más de un siglo y me encuentro como si tuviera diecisiete años los mismos que aún no había cumplido cuando me sacó de Zapalejos ese Hurón, ¿por qué me lo preguntas? Y contestó Clemente en lugar de Pedro: no acabo de creerme que esté usted tan campante hecha una rosa como si no le hubiese pasado nada. Eso mismo digo yo, corroboró Manuela, arrastrándome durante un siglo como una rata por esa marisma donde sólo pueden vivir eso ratas y aquí me tienes mírame bien miradme bien los tres ¿me veis algo raro se me notan las miserias que me han estado cayendo encima desde que me parió mi madre? Hubo una pausa por la que aletearon los pájaros fugitivos y nadie dijo nada, intimidados por aquella lamentación que no recordaban haberle escuchado nunca a Manuela, la cual volvió a ensartar el hilo de su monólogo añadiendo que qué pasaba, no quedaros ahí como unos pasmarotes ¿es que nadie va a ir a por Blanquita? Y ya se disponía Alejandra a cumplir el encargo cuando la llamó Manuela diciéndole: oye hija de camino te traes a Rosalía debe andar por la sala barriendo los escombros me haces el favor toda la casa se está llenando de escombros qué atrocidad lo sabía desde que la hicieron.

Alejandra no tardó más que un santiamén en volver con Blanquita y sin Rosalía, aclarando que ésta andaba de trajín con la señora, que iba a subir lo más pronto que pudiese, eso me dijo. Acurrucada ahora en un sillón de mimbre, la cabeza erguida contra el alto espaldar de filigrana y las manos juntas sobre el regazo, miró Manuela con inquisitiva morosidad a Blanquita, como revisando sus muchas disposiciones de buena moza. Hay que ver lo buena moza que estás hecha, le dijo, ahora caigo que te pareces a una amiguita tirando a cafre que se mercó mi hijo de joven también es casualidad creo que se llamaba Ambrosina no sé qué era una hembrota seguro que Alejandra se acordará mejor que yo ¿o ya no te acuerdas? La interrogada bajó los ojos y se parapetó en un silencio al que no dejaron de acudir voces e imágenes desde muy atrás abolidas. No sabía que estuviese usted mala, terció Blanquita dudando si la enferma la requebraba o la zahería y sin explicarse los motivos de aquella desusada citación. Y dijo Clemente: perdone pero yo creo que lo que tiene usted que hacer es dormir un poco y dejarse de tanta conversación no le conviene. Muy buena idea tienes toda la razón, ratificó Manuela, dirigiéndose luego a Alejandra para decirle: mira hija no te amurries y tráeme esa caja de lata que hay en el armario la de mis trapillos. Y así lo hizo la ya menos mustia ahijada, mientras Blanquita se arrimaba a Pedro y le cogía disimuladamente la mano en una melosa solicitud de indulto que ya él le había concedido y que parecía ratificarse por el tacto antes que por ninguna otra mediación.

Alejandra le llevó la caja a su tutora y ésta se la colocó sobre la falda sin abrirla, los ojos entornados y los dedos rozando trémulamente, igual que los de una ciega, la decorada tapa. No vayáis a pensar que estoy preparando ninguna función, dijo al cabo de unos tensos segundos, esta caja ni tiene embustes ni es ningún titirimundi si Hermenegildo el padre de Clemente estuviese vivo que Dios lo haga podría venir a atestiguarlo traería en la alforja un papel escrito con lo que es justo y lo que no lo es (miró como sin verlo a Clemente) pero aquí no hay más que lo poco que he ido ganando de buena o mala manera durante toda mi puerca vida tampoco es mucho pero vale lo que yo creo que vale así que quería que se supiera mi voluntad o sea que a la única persona a quien pertenece esta caja es a mi ahijada aquí presente (quien empezó a sollozar de nuevo) no es que piense morirme me queda todavía mucho o me queda lo que tiene que quedarme pero resulta que el otro día maldita sea vino mi hijo el mayor tu padre (señaló a Pedro) y se llevó a la fuerza la única alhaja que no quise que se vendiera nunca y que también tenía guardada aquí para dársela a Alejandra. Se calló entonces Manuela como si algo imprevisto la hubiese interrumpido. Sólo se oía el manso lloro de la ahijada y como una especie de pesadumbre que estuvieran intercambiándose los reunidos a través de la respiración. Y dijo Clemente al fin con un opaco acento de intruso que cómo se le ocurrían esas cosas, ¿por qué no descansa y otro día hablamos? Desde luego que vamos a hablar otro día pero hoy también, replicó Manuela, hoy es una ocasión que ni pintada su momento porque Perico Chico se llevó una alhaja que no le va a servir para otra cosa que para acabar de hundirse por esas ciénagas como su padre se lo advertí cien veces y no me hizo ni puñetero caso es lo suyo puedo jurar que yo ya me olía todo lo que está pasando desde que me fui a Malcorta y me metí en casa de la alcahueta de Agripina. Por favor cállese, dijo casi sin voz Alejandra, y su tutora que por qué se iba a callar, a santo de qué, lo mejor que hago es contarlo todo y además que ya va siendo hora de que lo suelte de una vez. Y luego de pedirle a la ahijada un sello de botica, que ensalivó y tragó sin mayores esfuerzos, volvió a arrellanarse en el sillón y medio hilvanó para quienes no lo sabían o sólo lo sabían en parte —alternando lo fidedigno con lo ilusorio y el espanto con la incongruencia— la larga y abrumadora relación de su vida, desde que salió de los fangales de las almadrabas hasta que entró en aquella casona que ya empezaba a devorarse a sí misma de igual modo que se devoraba Manuela en el contiguo sueño de la autofagia.